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BUSCANDO A JAKE y OTROS RELATOS

Un libro de

China Miéville

Copyright © China Miéville 2005

Ilustraciones de «Rumbo al frente» © Liam Sharp 2005

Foto China Miéville © Katie Cooke

© de la presente edición La máquina que hace PING!

Traducción

María Pilar San Román

«Detalles», «Mensajero»,

«Entrada extraída de una enciclopedia médica» e

«Informes sobre diversos sucesos acaecidos en Londres»

Silvia Schettin

«Buscando a Jake», «Cielos diferentes», «Cimiento»,

«Familiar», «Jack» y «Noche de paz»

Arrate Hidalgo

«Acaba con el hambre»

Cristina Jurado

«Rumbo al frente»

Marcelo Cohen y Cristian Arenós Rebolledo

«El Azogue»

Prólogo

Cristina Jurado

Ilustración de cubierta

Juan Alberto Hernandez

Diseño de cubierta

Carolina Bensler

Correcciones y edición

Cristian Arenós Rebolledo

Laura Ponce - Cristina Jurado

ISBN 978-84-948852-7-3

El derecho de China Miéville a ser identificado como el autor de este trabajo ha sido reivindicado conforme a la Ley británica Derechos de Autor, Diseños y Patentes de 1988. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, de ninguna forma o por ningún medio (electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación u otro) sin el permiso previo por escrito del editor. Cualquier persona que realice cualquier acto no autorizado en relación con esta publicación podrá ser objeto de acciones penales y civiles por daños y perjuicios.

La cita de «La fauna de los espejos» ha sido reimpresa con el permiso de The Random House Group Ltd. La lista ubicada al final de este libro constituye una extensión de créditos.

La máquina que hace PING!

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Benicasim - Castellón

(España)

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Prólogo

Prólogo

Escribir este prólogo ha supuesto convertirme en arqueóloga de la obra de China Miéville (Norwich, 1972), un autor británico contemporáneo que se mueve con igual soltura en la ficción, en el ensayo y en el cómic. Como su primera publicación data de 19861, Miéville habría visto su primer cuento impreso con solo catorce años en Young Words 1986, un recopilatorio de jóvenes escritores. Después vendrían años de formación en Cambridge, donde se licenciaría en antropología social en 1994, y de una profunda concienciación política, que culminaría en 2001 tras su paso por la London School of Economics, con un máster y un doctorado en relaciones internacionales bajo el brazo.

Durante esta etapa escribió su primera novela, King Rat (Macmillan, 1998)2, y algunos de los relatos que vas a leer a continuación. La comprendida entre 1998 y 2005 supone una etapa muy fecunda para el británico en la que sale a la luz su aclamada trilogía Bas-Lag (Perdido Street Station, 2000; The Scar, 2002; Iron Council, 2004)3 y deja claro su compromiso político al presentarse como candidato a las elecciones a la Cámara de los Comunes en 2001 por la Socialist Alliance. No saldría elegido pero, lejos de apartarse del activismo político, Miéville reorientaría su mirada hacia el arte y seguiría escribiendo artículos para la revista marxista Historical Materialism, de cuyo consejo editorial forma parte. En 2005 publica su tesis doctoral Between equal rights: A Marxist Theory of International Law (Brill, 2005) y Looking for Jake (Del Rey para USA, 2005, y Macmillan para UK, 2015).

Esta última obra, que en español se titula Buscando a Jake, es una primera colección de relatos que comprende trece relatos y una novela corta con traducciones de Pilar San Román, Silvia Schettin, Arrate Hidalgo, Cristina Jurado, Marcelo Cohen y Cristian Arenós Rebolledo. En esos trece textos se recoge el material temprano confeccionado en los años de descubrimiento del mundo y del despertar de las inquietudes políticas del autor, que representa el inicio de su carrera como escritor de ficción y sus primeros triunfos4. Solo cuatro de los trece relatos («Mensajero», «Jack», «El parque de bolas» y «Rumbo al frente») son inéditos en la primera edición de 2005, mientras que el resto se pudieron leer en su momento en las páginas de publicaciones como Socialist Review, o en antologías seleccionadas por editores de la talla de Ann y Jeff VanderMeer o Michael Chabon.

Buscando a Jake es cualquier cosa menos una colección convencional, y no solo porque incluya historias que se distancian formalmente de lo habitual en una antología de relatos, como «Rumbo al Frente», un comic ilustrado por el artista británico Liam Sharp, sino porque da cabida a narraciones como «El parque de bolas», co-escrita con Emma Bircham y Max Schaefer. También el contenido de estos textos desafió las etiquetas literarias de tal manera que, la irrupción de Miéville en la escena artística e intelectual de finales de los ’90 y principios del tercer milenio, es un elemento importante en el advenimiento del new weird: una vanguardia no realista que recogía las ideas y la energía creativa del pulp, de la novela gótica, del simbolismo, del realismo mágico, del horror lovecraftiano, de la Nueva Ola británica de los ‘60, del surrealismo, el dadaísmo, de la hibridación de géneros, y de la experimentación. Aunque Miéville no fue ni el primer ni el único autor adscrito a este movimiento, es precisamente en el prólogo a una de las historias contenidas en esta colección —la novela corta El azogue5—, donde M John Harrison acuña por primera vez el término new weird para señalar la existencia de un fenómeno que revolucionó la escena literaria posthatcheriana. Es en esta novela corta donde se siente con más fuerza la influencia de los dadaístas (los “patchogues” son una réplica de Lord Patchogue6, el doble procedente del otro lado del espejo concebido por el escritor francés Jacques Rigaut7) y de Borges8.

Mención aparte requiere su indiscutible vinculación con el weird de finales del siglo XIX y principios del XX, que el propio Miéville ha definido como «un tipo de ficción escurridiza y macabra, capaz de cortarnos la respiración, un fantástico («terror» sumado a «fantasía») oscuro, que incluye monstruos alienígenas alejados de la tradición (aquí se une la «ciencia ficción»)»9. Con este género comparte una existencia intersticial poblada de tropos prestados de otros géneros, con el objeto de inspirar una sensación entre lo sublime y lo asombroso. La especificidad del new weird radica, sin embargo, en su interés por el espacio urbano, su capacidad para subvertir los tropos mencionados y un continuo cuestionamiento de las ideologías subyacentes de la sociedad.

Al igual que el resto de integrantes del new weird, Miéville pertenece a una generación inmersa, desde la cuna, en una cultura audiovisual y un sistema económico de libre mercado, en el que las obras de fantasía y ciencia ficción son abundantes y accesibles. Eso convierte la especulación con ingredientes fantásticos en un lenguaje legítimo para (re)conocer la realidad. No es de extrañar que el género se auto-cuestione constantemente su propia naturaleza debido, en buena medida, a la diversidad de fuentes de las que bebe. Es esa diversidad la que da lugar a la dificultad de encontrar una descripción precisa del new weird, como si resistiese cualquier definición y reivindicase su derecho a transformarse, e incluso contradecirse, y reclamase una fluidez que lo coloca en una postura de tensión constante con respecto a la industria editorial. La voluntad de publicar fuera de etiquetas comerciales familiares supone, en sí misma, una posición de resistencia contra el status quo, que incomoda a algunos tanto como fascina a otros.

Si en algo coinciden los lectores y los críticos del new weird es en la atención al detalle y en la sensación que evocan los textos de este género, una inquietud en la frontera entre el miedo, la repulsión y la incertidumbre que se deja sentir en muchas de las narraciones de Buscando a Jake. En ellas, Miéville se encarga de desdibujar las fronteras entre la fantasía y la ciencia ficción, y reclama para sus ficciones híbridas el extrañamiento cognitivo defendido por Darko Suvin10 como exclusivo de la ciencia ficción. La decisión del británico de emplazar sus historias en ciudades —normalmente Londres o un trasunto de la capital británica— no solo expone las contradicciones del homo urbanitas, sino que instala al lector en un escenario lo bastante familiar como para que cualquier disrupción de la lógica cotidiana resulte mucho más llamativa. Para poner de manifiesto el carácter fluctuante de la realidad, el británico introduce perturbaciones en estructuras arquitectónicas que, tradicionalmente, siempre han sido consideradas como espacios estables: desde puntos concretos de edificios como en «Cimientos», «Detalles», «El parque de bolas», o «Cielos diferentes», a las calles fluctuantes de «Informes sobre Diversos Sucesos Acaecidos en Londres», y ciudades enteras que mutan en «Buscando a Jake» o «El azogue». En este sentido, su ficción sigue los pasos de la tradición psicogeográfica que se popularizó en los círculos de la posvanguardia británica de los 90, y que proponía integrar el arte en su entorno, acabar con la distinción entre lo funcional y lo lúdico en la arquitectura, y reclamar tanto la ciudad como un espacio abierto al disfrute como la posibilidad de alcanzar nuevos niveles de sensibilización, más allá de las proposiciones constructivas previsibles del urbanismo tradicional. En nuestro país las propuestas creativas de Francisco Jota-Pérez con relatos como «Extractos de una última instantánea»11 y «Carnografía»12, o novelas como Aceldama (Origami, 2014) y Teratoma (Orciny Press, 2017), y de Albert Kadmon con su novela corta Ciudad Tumba (Cerbero, 2017) apuntan hacia una reinterpretación de los supuestos psicogeográficos del new weird.

Pero Miéville no se limita a jugar con la arquitectura e introduce alteraciones en otros aspectos más íntimos de la realidad, como el cuerpo humano. Esto se aprecia en: los «rehechos» de «Jack», la única narración que se localiza en Nuevo Crobuzon, la ciudad amalgama y remedo de Londres de su universo Bas-Lag, y que da nombre a los seres humanos modificados por la autoridad; la enfermedad de Buscard que aparece «Entrada Extraída de una Enciclopedia Médica» y que infecta a través de la palabra; los seres especulares de «El Azogue»; o la criatura creada a partir de materia orgánica en «Familiar». Asistimos a una relación particular del autor con lo monstruoso que, más allá de personificar terrores personales y sociales, saca a la luz la tramoya ideológica del presente, y remite a creadores como David Cronenberg y su “Nueva Carne”13.

Siendo Miéville quién es, una persona comprometida con sus ideas marxistas que defiende la capacidad de la fantaficción para desenmascarar el mercantilismo subyacente en las relaciones sociales de nuestro presente, no podía faltar en sus obras una crítica al capitalismo. El ejemplo más evidente se encuentra en «’Tis the Season», texto en clave de sátira sobre la mercantilización de ideas y objetos pertenecientes al colectivo social. En esta misma línea se sitúan: «El parque de bolas», donde se cuestionan las prácticas consumistas; «Acaba con el hambre», que aborda una supuesta cara oculta y oscura de las organizaciones caritativas; o la ya mencionada «Jack», donde las alteraciones realizadas al cuerpo humano se emplean como herramienta coercitiva social.

Los protagonistas de las historias, a excepción de Morley en «Mensajero», del propio Miéville en «Informes sobre Diversos Sucesos Acaecidos en Londres», de John en «’Tis the Season» y de Sholl en El Azogue son seres sin nombre, despojados de identidad, lo que los convierte en personajes más accesibles para el lector, que puede ubicarlos en cualquier comunidad urbana. En Miéville esta anonimidad desvía nuestra mirada del personaje y la dirige a su relación con el mundo, y con las superestructuras que lo conforman, para destapar una esquizofrenia, moral y cognoscitiva, generalizada.

En las historias que estás a punto de leer, Miéville reivindica el poder de la imaginación como un medio válido para relacionarse con y en el mundo, al hilo de lo que señala Mark P. Williams14. Es su uso de tropos fantásticos (los monstruos) o antirrealistas (las arquitecturas fluidas) lo que vincula aquello que se supone distante y desconectado —-el materialismo histórico por un lado, y la tradición gótica y pulp, por otro— para descubrirnos las actuales relaciones globalizadas como una invisible red sináptica.

Buscando a Jake resulta una obra fundamental en la trayectoria literaria de China Miéville porque funciona como casilla de salida de una propuesta creativa –estética, moral y política-, cuyo alcance y calado solo podemos vislumbrar, y porque brinda una perspectiva de conjunto sobre la multiplicidad de referentes que se asoman a sus historias. Estas ficciones únicas, perspicaces y sorprendentes, que operan como catalizadores de las inquietudes más acuciantes de la condición humana, te esperan a vuelta de página.

Cristina Jurado

Dubai, marzo de 2019

1 «Highway 61 Revisited», cuento aparecido posteriormente en la antología Before they were giants (Paizo, 2010), en la que se recogen las primeras publicaciones de los grandes nombres de la ficción especulativa anglosajona.

2 Rey Rata (Factoría de ideas, 2008).

3 La estación de la calle Perdido, La cicatriz, El consejo de hierro (Factoría de ideas, 2012; Nova, 2017).

4 Premio Arthur C. Clarke en 2001 y 2005; British Fantasy Award en 2001 y 2003; premio Locus en 2003 y 2005; numerosas nominaciones a los premios Bram Stoker, Hugo, Nebula, World Fantasy y Philip K. Dick.

5 The Tain, PS Publishing 2002. Publicado en español en 2006, editorial Interzona.

6 RIGAUT, JACQUES (2011): Lord Patchogue. Paris, Les éditions de Chemin de Fer. En su blog, Rejectamentalist Manifesto, Miéville recoje una cita de esta obra: «The marvellous is not rare, incredulity is stronger than miracles. Miracles have difficulty in recruiting witnesses [.]»

7 El 20 de julio de 1924, Jaques Rigaut (1898-1929), de visita en USA, se lanza contra un espejo en casa de unos amigos en Long Island. A partir de este episodio, crea a su doble procedente del otro lado del cristal, Lord Patchogue, tomando prestado el nombre de una población cercana. Rigaut se identificaba tanto con el personaje que llegó a imprimir tarjetas de visita con este alias. La primera edición de Lord Patchogue se publicó en 1930 a instancias de Raoul de Roussy de Sales en el nº 203 de la Nouvelle Revue Française. Rigaut se suicidó utilizando un regla para marcar el lugar exacto en el que la bala debía penetrar su corazón.

8 Miéville atribuye el concepto de ‘imagos” a Borges, cuyo cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (El jardín de los senderos que se bifurcan) incluye la frase: “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.” En Borges igual a sí mismo, entrevista de María Esther Vázquez, (JORGE LUIS BORGES, Veinticinco de Agosto 1983 y otros cuentos, Siruela, Buenos Aires, 1983, pp. 80-81), el argentino reconoce que su terror a los espejos procede de su infancia.

9 MIÉVILLE, CHINA (2009): «Weird Fiction». The Routledge Companion to Science Fiction. New York, Routledge.

10 SUVIN, DARKO (1984): Metamorfosis de la ciencia ficción. (Sobre la poética y la historia de un género literario). México, Edvisión.

11 Revista SuperSonic #7.

12 Revista SuperSonic #4.

13 CRONENBERG, DAVID (1983): Videodrome. Universal Pictures.

14 WILLIAMS, MARK P.(2010): «Weird of Globalization: Esemplastic power in the short fiction of China Miéville». The Irish Journal of Gothic and Horror Studies Issue #8.


A Jake

Agradecimientos

AGRADECIMIENTOS

Mi más sincero agradecimiento a Emma Bircham, Mic Cheetham, Simon Kavanagh, Peter Lavery, Claudia Lightfoot, Colleen Lindsay, Jemina Miéville, Jake Pilikian, Rebecca Saunders, Max Schaefer, Chris Schluep, Liam Sharp and Jesse Soodalter.

Mi más profundo agradecimiento a todos los editores que encargaron y/o publicaron algunos de estos relatos: Benjamin Adams, Michael Chabon, Pete Crowther, Eli Horowitz, Ian Irvine, Maxim Jakubowski, Pete Morgan, Bradford Morrow, John Pelan, Mark Roberts, Nicholas Royle, Peter Straub, Jeff VanderMeer and Tony White.

Me gustaría señalar que el detalle histórico en el relato «Cimiento» es veraz y está documentado. El ejército de los Estados Unidos enterró vivos a los soldados iraquíes, usando tanques con palas instaladas. Entre otras muchas fuentes, ver el artículo de Patrick Sloyan “How the Mass Slaughter of a Group of Iraqis Went Unreported”, Guardian, 14 de febrero de 2003.

Buscando a Jake


No sé cómo te perdí. Recuerdo aquel largo tiempo buscándote, frenético y con ganas de vomitar... Me sentía bastante acelerado debido a la ansiedad. Y entonces te encontré, así que salió bien. Solo que te perdí de nuevo. Y no logro entender cómo ocurrió.

Estoy aquí sentado en esta azotea que seguro que recuerdas, observando la peligrosa ciudad. Desde mi azotea, recuerda, se ve un paisaje insulso. No hay parques que rompan la monotonía urbana, ni torres que destaquen una mierda. Solo un interminable y aburrido entramado de ladrillo y cemento, un caos anodino de callejuelas que se entrelazan alargándose hasta el infinito detrás de mi casa. Cuando me mudé aquí por primera vez me sentí decepcionado; no vi lo que había en aquel paisaje. No hasta la noche de Guy Fawkes.

Acababa de sentir un golpe de aire frío y un sonido de tela mojada agitada por el viento. No vi nada, por supuesto, pero sé que un madrugador pasó volando cerca de mí. Veo cómo crece el anochecer detrás de las torres de gas.

Esa noche, el cinco de noviembre, subí y contemplé cómo unos fuegos artificiales baratos rugían subiendo hacia el cielo. Estallaron justo a la altura de mis ojos y recorrí sus trayectorias a la inversa para localizar los jardincillos y balconcitos desde los que despegaban los cohetes. No había forma de seguirlos de tantísimos que eran. Así que me quedé allí sentado, en medio de explosiones de rojo y oro, mirándolo todo boquiabierto. Aquella ciudad descolorida y gris, a la que no había prestado atención durante días, escupió todo ese poderío, aquella hermosa y tremenda energía.

En ese momento me cautivó. Jamás olvidé aquel despliegue ni volví a dejarme engañar por la quiescencia de las calles que veía desde la ventana de mi dormitorio. Eran peligrosas. Siguen siendo peligrosas.

Pero, claro, ahora es un peligro diferente. Todo ha cambiado. Trastabillé, tropecé contigo, te volví a perder, y estoy atrapado encima de estas aceras sin que nadie pueda ayudarme.

Oigo los siseos y suaves farfulleos del viento. Se están posando cerca de aquí, y con la creciente oscuridad se agitan y se despiertan.

Nunca te dejabas caer mucho por aquí. Allí estaba yo, en mi nuevo piso, encima de las casas de apuestas, ferreterías baratas y ultramarinos de Kilburn High Road. Era un lugar barato y lleno de vida. Yo estaba como un cerdo en una charca. Feliz como una perdiz. Comía en el indio del barrio, iba a trabajar y apoyaba tímidamente a la diminuta y angosta librería independiente, a pesar de sus patéticas existencias. Y hablábamos por teléfono, y tú incluso te pasaste por casa, unas pocas veces. Lo que siempre estaba genial.

Yo sé que nunca iba a la tuya. Vivías en el puto Barnet. Yo soy un simple mortal.

¿Tú en qué andabas metido, a todo esto? ¿Cómo podía yo sentir tanto apego, querer tanto a alguien, y saber tan poco de su vida? Tú llegabas al noroeste de Londres como transportado por el viento con tus bolsas de plástico, sin dar detalles de dónde habías estado, ni a dónde ibas, con quién estabas, qué hacías. Sigo sin entender de dónde sacabas el dinero para satisfacer tus caprichos de música y libros. Sigo sin saber qué pasó con aquella mujer con la que tuviste esa relación tan chunga.

Siempre me gustó lo poco que nuestras vidas amorosas afectaban a nuestra relación. Pasábamos el día jugando a las máquinas recreativas y rajando sobre esa peli o aquella otra, o de un tebeo, disco, libro y, tan solo de pasada, cuando te preparabas para irte, sacábamos a relucir lo mal que lo estábamos pasando por el desamor, o la beatífica perfección de nuestras nuevas parejas.

Pero siempre te tenía a mano. Igual no hablábamos durante semanas, pero bastaba una sola llamada de teléfono.

Eso ya no servirá. Ya no me atrevo a tocar el teléfono. Durante mucho tiempo no hubo tono de llamada, solo bruscas interferencias de estática, como si mi teléfono estuviese buscando señales. O como si las estuviese interceptando.

La última vez que levanté el auricular algo me susurró a través de los cables, me hizo una pregunta en tono reverencial, en un idioma que no comprendía, plagado de sonidos sibilantes y dentales. Colgué con cuidado y no lo he vuelto a descolgar.

Así que aprendí a contemplar el paisaje desde mi azotea en medio del estridente brillo de los fuegos artificiales, para guardarle la reverencia que merecía. Ese paisaje ya ha desaparecido. Ha cambiado. Tiene la misma topografía, es punto por punto la misma de siempre, pero se ha vaciado y llenado con algo nuevo. Esas avenidas principales no son menos hermosas, pero todo ha cambiado.

El ángulo de mi ventana y la altura de mi techo me ocultaban el asfalto y los adoquines: veía la parte superior de las casas, los muros, los escombros y contenedores, pero no lograba ver qué había a ras del suelo, nunca vi un solo humano caminar por aquellas calles. Y aquella panorámica sin vida la veía rebosante de energía potencial. Las carreteras podían estar atestadas, quizá había una fiesta callejera, un accidente de tráfico o un disturbio fuera de mi campo de visión. Era un vacío muy lleno el que aprendí a ver, la noche de Guy Fawkes, una desolación llena de energía.

Esa energía ha cambiado la polaridad. La desolación permanece. Ahora no veo a nadie porque no hay nadie allí. Las carreteras no están atestadas, y no hay ni una sola fiesta callejera, ni podrá volver a haberla.

A veces, claro, esas calles se vuelven nítidas de repente cuando alguien camina a zancadas por ellas, decidido y nervioso, como yo mismo camino por Kilburn High Road cuando salgo de casa. Y, por lo general, ese alguien tendrá suerte y llegará al supermercado desierto sin incidentes, encontrará comida, saldrá de allí y regresará a casa, como yo he tenido suerte.

A veces, en cambio, caerán por una falla abierta en el pavimento y desaparecerán con un gemido de desesperación, y la calle quedará vacía. A veces les llegará un olor apetecible desde una casa de aspecto acogedor, entrarán tropezando del entusiasmo por la puerta principal, que estará abierta, y se irán. A veces pasarán entre los filamentos brillantes que cuelgan de los árboles sucios y quedarán atrapados en ellos.

Imagino algunas de estas cosas. No sé cómo ha desaparecido la gente, en estos tiempos extraños, pero cientos de miles, millones, de almas se han evaporado. Las calles principales de Londres, como la carretera elevada que veo desde la parte delantera de mi casa, contienen solo algunos ansiosos individuos: un borracho, quizá, un policía con aire de estar perdido atento a los galimatías de su radio, alguien sentado desnudo en un umbral, todos evitando la mirada del otro.

Las callejuelas están casi desiertas.

¿Cómo se está ahí dónde estás tú, Jake? ¿Sigues en Barnet? ¿Está lleno? ¿Se ha producido una avalancha hacia las zonas residenciales?

Dudo que sea tan peligroso como Kilburn.

No hay lugar más peligroso que Kilburn.

He terminado viviendo en una tierra baldía.

Aquí es donde está todo, es aquí donde está el centro. Solo unos pocos cretinos sin criterio como yo viven aquí ahora, y estamos desapareciendo uno a uno. Llevo días sin ver al tipo vestido de pana, y la airada joven que acampaba en la panadería ya no está allí.

No deberíamos quedarnos aquí. Al fin y al cabo, ya nos lo han advertido.

Kill. Burn1.

¿Por qué me quedo? Podría abrirme paso hacia el sur con razonable seguridad, hacia el centro, ya lo he hecho antes, sé cómo hacerlo. Viajar a mediodía, con el mapa apretado contra mi pecho como si fuese un talismán. Juro que me protege. Se ha convertido en mi grimorio. Tardaría una hora o así en llegar hasta Marble Arch, y todo el trayecto es por la carretera principal. Puede salir bien.

Lo he hecho antes, bajé por Maida Vale, por encima del canal, que estos días está lleno de detritus oscuro. Pasada la torre en Edgware Road con el exoesqueleto de vigas rojas que sobresalen hacia el cielo seis metros por encima de la azotea. He oído unas pisadas sordas y resoplidos en los confines de esa alta prisión, he vislumbrado el brillo de los músculos y el pelo grasiento de un animal sacudiendo el metal con nerviosismo.

Creo que las cosas aleteantes de allá arriba tiran comida en la jaula.

Pero si paso todo eso estoy a salvo, en la calle Oxford, donde vive ahora la mayor parte de Londres. La última vez que estuve allí fue el mes pasado, y habían hecho un trabajo decente. Hay algunas tiendas en funcionamiento que aceptan los absurdos billetes garabateados a mano que hacen las veces de moneda, y que venden los objetos que pueden rescatar, o fabricar, o que les son inexplicablemente entregados por la mañana.

Está claro que no pueden escapar de lo que está ocurriendo en la ciudad. Sobran las señales.

Con tanta gente desaparecida la ciudad está generando su propia basura. En las grietas de los edificios y los espacios oscuros bajo los coches abandonados, los nuditos de materia se organizan formando envoltorios de patatas fritas, juguetes rotos y cajetillas de tabaco antes de romper el diminuto cordón umbilical que los ancla al suelo y alejarse flotando por las calles. Incluso en la calle Oxford se ve cada mañana un nuevo cultivo de basura, cada asquerosa pieza recién nacida tenía la marca de un minúsculo ombligo fruncido.

Incluso en la calle Oxford aparecen todos los días, sin falta, los fardos frente a los quioscos: el y el . Los únicos periódicos que han sobrevivido al silencioso cataclismo. Se generan a diario, escritos, publicados y repartidos por una persona, personas o fuerzas invisibles.

Hoy ya he bajado con sigilo por las escaleras, Jake, para coger mi copia del en el otro lado de la calle. El titular es «Masas autoctónicas, aullantes y con la boca húmeda». El subtítulo: «Nácar, heces, máquinas rotas».

Pero incluso a pesar de esos avisos, la calle Oxford es un lugar tranquilizador. Aquí la gente se levanta y va al trabajo, se viste con ropa que reconoceríamos de hace nueve meses, toma café por la mañana y se aferra con fuerza a ignorar la imposibilidad de lo que están haciendo. Así que ¿por qué no me quedo allí?

Creo que es la invitación del Gaumont State lo que me mantiene aquí, Jake.

No puedo marcharme de Kilburn. Aún me quedan secretos por descubrir. Kilburn es el centro de la nueva ciudad, y el Gaumont State es el centro de Kilburn.

El Gaumont está inspirado, con toda su absurdidad, en el Empire State de Nueva York. A escala de miniatura quizá, pero sus rectas y curvas se muestran dignas e imperturbables, ignoran con facilidad el barato camuflaje de ladrillos y suciedad de su entorno. Todavía era un cine cuando yo era un niño y recuerdo la curvatura simétrica de las dos escaleras también simétricas del interior, la opulencia de la lámpara de araña, la alfombra y las réplicas de mármol.

Los multicines, con sus endiosadas pantallas de vídeo y su chabacana decoración, se muestran indiferentes a los cines. El Gaumont pertenece a una época de cuando el cine era aún un milagro. Era una catedral.

Cerró y se volvió una ruina. Luego volvió a abrir, al son de los acordes electrónicos de las máquinas tragaperras del vestíbulo. Fuera, dos letreros de neón enormes explicaban el nuevo propósito del Gaumont en letras verticales, leídas hacia abajo: BINGO.

Fuiste el primero en acudir a mis pensamientos, tan pronto como supe que había ocurrido algo. No recuerdo despertarme cuando el tren estacionó en Londres. Mi primer recuerdo es bajarme del vagón, adentrarme en el frío del atardecer y tener miedo.

No fue percepción extrasensorial, tampoco fue el sexto sentido lo que me dijo que algo iba mal. Fueron mis ojos.

El andén estaba lleno, como cabría esperar, pero la multitud se desplazaba de una manera que no había visto antes. No había flujos ni mareas de gente yendo y viniendo hacia el monitor de salidas y llegadas. No se distinguía ningún patrón fractal en aquella masa. El aleteo de una mariposa en una esquina de la estación no provocaría huracanes, ni tormentas, ni tan siquiera un soplo de viento en otros lugares. El complejo orden del caos se había roto.

Tenía el aspecto de como me imagino el purgatorio. Una habitación enorme llena de almas huecas arremolinándose atomizadas e inservibles, cada una encerrada en su íntima desesperación.

Vi un guardia, que estaba tan solo como los demás.

¿Qué ha ocurrido? Le pregunté. Estaba confuso, negaba con la cabeza. No quería mirarme. Algo ha ocurrido, dijo. Algo… hubo un derrumbe… nada funciona bien… ha habido un… colapso…

Estaba siendo muy inexacto. No se le puede culpar. Fue un apocalipsis muy inexacto.

En el tiempo que pasó desde que cerré los ojos en el tren y los abrí de nuevo, algún principio organizador había fracasado.

Siempre he imaginado el suceso en términos muy literales. Siempre he concebido un edificio vasto e imposible, una central eléctrica espiritual con un núcleo inestable excretando la energía y la conectividad del mundo. Siempre he evocado los engranajes de esa impensable maquinaria sobrecalentándose, una masa crítica siendo alcanzada… los mecanismos flaqueando y trabándose al estallar el núcleo en silencio, escupiendo su combustible venenoso por toda la ciudad y más allá.

En Bhopal, la planta de Union Carbide vomitó una bilis mortificante y asesina. En Chernóbil, los efectos fueron un terrorismo celular más insidioso.

Y ahora Kilburn estalla en confusa entropía.

Lo sé, Jake, lo sé, no puedes reprimir una sonrisa, ¿verdad? De lo alucinante y lo terrible a lo ridículo. Aquí no hay muros con cadáveres apilados hasta arriba. Rara vez se derrama sangre cuando los habitantes de Londres desaparecen. Pero la ciudad se está desinflando, Jake, y Kilburn es el epicentro de ese vaciado.

Dejé al guardia solo con su confusión.

Tengo que encontrar a Jake, pensé.

Probablemente estés sonriendo al leer esto, menospreciándote como haces siempre, pero te juro que es verdad. Estabas en la ciudad cuando ocurrió, lo viste. Piénsalo, Jake. Yo estaba dormido, en tránsito, ni aquí ni allí. No conocía esta ciudad, nunca había estado aquí antes. Pero tú la habías visto nacer.

No me quedaba nadie más en la ciudad. Podías ser mi guía, o al menos podíamos estar perdidos juntos.

El cielo estaba completamente muerto. Parecía hecho de papel negro mate y pegado sobre las siluetas de las torres. Todas las palomas se habían ido. No lo supimos entonces, pero esas cosas invisibles y aleteantes habían nacido con una explosión, ya adultas y voraces. En las primeras horas surcaron los cielos sin ser apenas presas de nada.

Las farolas todavía funcionaban, igual que ahora, pero de todos modos tampoco había nada profundo en aquella oscuridad. Deambulé nervioso, encontré una cabina de teléfono. No parecía querer mi dinero, pero me dejó hacer la llamada igualmente.

Contestó tu madre.

Hola, dijo. Sonaba apática y perpleja.

Me quedé en silencio demasiado tiempo. Estaba buscando a ciegas cuál era el nuevo protocolo apropiado para los nuevos tiempos. Era un completo ignorante de las normas sociales, y tartamudeé mientras ponderaba si decir algo del cambio.

¿Está Jake ahí? Dije al fin, ridículo y banal.

Se ha ido, dijo. No está aquí. Se marchó esta mañana a comprar y no ha vuelto.

Entonces se puso tu hermano y habló con brusquedad. Fue a no sé qué librería, dijo, y supe dónde estabas.

Era la librería que encontramos a la derecha cuando sales de la estación Willesden Green, donde la cuesta de la calle en pendiente empieza a empinarse. Es barata y tiene un inventario caprichoso. Nos sedujo por la inmaculada edición de del escaparate, y nos divirtió la yuxtaposición de Kierkegaard y Paul Daniels.

Si hubiera podido elegir dónde estar cuando Londres perdió potencia, habría sido en esa zona, allí donde la ciudad recibe al cielo, en la cima de una colina, rodeada de calles bajas que dejan escapar los sonidos hacia las nubes. Kilburn, zona de impacto, justo encima del delgado baluarte de callejuelas. Quizá tuviste un presentimiento aquella mañana, Jake, y cuando ocurrió el colapso estabas preparado, esperando en aquella atalaya perfecta.

Aquí en la azotea está oscuro. Lleva un tiempo oscuro. Pero veo lo suficiente como para escribir, gracias a la luz desviada de las farolas y quizá de la luna también. El aire se siente cada vez más racheado por el paso de esas cosas hambrientas e invisibles, pero no tengo miedo.

Puedo oír cómo luchan, se posan y se cortejan en la torre del Gaumont, proyectándose sobre las casas y las tiendas de mis vecinos. Hace poco se sintió un chisporroteo y resquebrajamiento seco, y un zumbido sordo y constante sustenta ahora los demás sonidos nocturnos.

Estoy muy familiarizado con ese sonido. El murmullo del neón.

El Gaumont State me hace llegar su mensaje como un estruendo a través de la corta y desierta distancia que lo separa de la acera.

Me reclama por encima del sinsentido orgánico de los folletos y los constantes susurros de la basura nueva agitada por el viento.

Lo he oído todo antes, lo he leído antes. Me estoy tomando mi cochino tiempo con esta carta. Luego veré qué es lo que se me está pidiendo.

Fui en metro hasta Willesden.

Doy un respingo ahora que pienso en ello, me lo sacudo de encima. No tenía forma de saberlo. Entonces era más seguro, de todos modos, en aquellos primeros días.

En los meses posteriores me colé muchas veces en las estaciones de metro para investigar por mí mismo los rumores que corrían entre susurros. He visto trenes pasar con rostros aullantes pegados a las ventanas, demasiado rápido para ver con claridad, algo parecido a perros, he visto trenes arder con luz fría, trenes largos y lentos vacíos salvo por una mujer que parecía muerta mirándome fijamente a los ojos, camino a Dios sabe dónde.

Por entonces no tenía un aspecto semejante, ni por asomo tan sobrecogedor. Hacía demasiado frío y había demasiado silencio, recuerdo. Y no estoy seguro de que el tren tuviera un conductor. Pero me dejó ir. Llegué a Willesden y cuando salí a aquella estación al aire libre pude sentir que había cambiado algo en el mundo. Bajo la piel de la noche se estaba formando lentamente una epifanía, supuraba por los poros de la ciudad, se derramaba sobre mí lentamente.

Subí por las escaleras y abandoné aquel inframundo.

Cuando Orfeo volvió la vista atrás, Jake, no fue por estupidez. Los mitos son calumniadores. No fue el miedo repentino de que ella no estuviera allí lo que le hizo girar la cabeza. Fue la luz amenazante que venía de arriba. ¿Y si ahí fuera no era lo mismo? Es tan humano, girarse y llamar la atención de tu acompañante en el viaje de vuelta, compartir ese momento en el que temes que todo cuanto conoces haya cambiado.

A mí espalda no había nadie a quien mirar, y todo cuanto conocía había cambiado. Abrir las puertas que daban a la calle fue lo más valiente que he hecho nunca.

Me quedé en el puente sobre las vías. Me golpeó el viento. Al otro lado de la calle delante de mí, saliendo de debajo del puente, debajo de mis pies, se extendía y se alejaba el elegante desfiladero curvado que contenía las vías, bordeado por laderas empinadas llenas de matorrales, arbustos rechonchos y malas hierbas que se erguían petulantes en el pedregal.

Apenas se oían sonidos. Apenas veía unas pocas estrellas. Sentía como si todo el cielo se desplazara rápidamente por encima de mí.

La tienda estaba a oscuras pero tenía la puerta abierta. Fue un alivio entrar en un sitio donde el aire estuviera en calma.

Está cerrado, coño, dijo alguien con voz que sonaba desesperada.

Serpenteé entre pilas de libros que desprendían un olor intenso camino de la caja registradora. Distinguía las formas y las sombras en esta mustia oscuridad. Un hombre viejo y calvo estaba desplomado en un taburete detrás del escritorio.

No quiero comprar nada, dije. Estoy buscando a alguien. Te describí.

Mira a tu alrededor, tío, dijo. Vacío de la hostia. ¿Qué quieres de mí? No he visto ni a tu amigo ni a nadie.

Me puse histérico al momento. Me tragué el deseo de correr hacia todas las esquinas de la tienda y tirar pilas de libros, gritando tu nombre, para ver dónde te escondías. Mientras forcejeaba con las palabras, el viejo sintió alguna clase de desdeñosa compasión por mí y suspiró.

Un tipo parecido al que me has descrito se ha pasado el día entrando y saliendo de aquí. La última vez hace un par de horas. Si vuelve otra vez se puede ir a tomar por culo, está cerrado.

¿Cómo relatas lo increíble? Parece raro lo que nos resulta increíble.

Había aprendido, muy rápido, que las reglas de la ciudad habían implosionado, que la lógica se había desmoronado, que Londres era una cosa rota y ensangrentada. Acepté aquello con torpor, tan solo estaba un poco asombrado. Pero casi vomito por la incredulidad y el alivio que sentí al salir de aquella tienda y ver que esperabas fuera.

Estabas debajo del alero del quiosco, medio en sombras, una silueta inconfundible.

Si lo pienso un momento me parece todo tan prosaico, tan obvio, el que me estuvieses esperando allí. Cuando te vi, en cambio, fue como un milagro.

¿Temblaste de alivio al verme?

¿Podías creer lo que veías?

Es difícil recordar eso, ahora mismo, cuando estoy aquí en la azotea rodeado por esas cosas hambrientas que aletean y no se pueden ver, sin ti.

Nos encontramos en la oscuridad que se derramaba por la parte delantera de la fachada del edificio. Te abracé con fuerza.

Tío… dije.

¡Eh!, respondiste.

Nos quedamos ahí de pie como idiotas, en silencio durante un rato.

¿Entiendes lo que ha pasado?, pregunté.

Negaste con la cabeza, te encogiste de hombros y moviste los brazos confusamente para abarcar todo cuanto nos rodeaba.

No quiero irme a casa, dijiste. Sentí cómo se iba. Estaba en la tienda y estaba mirando este librito extraño y sentí algo enorme… esfumarse sin más.

Estaba dormido en un tren. Me desperté y lo vi así.

¿Y ahora qué?

Pensé que tú sabrías decírmelo. ¿No os dieron… libros de normas o algo? Pensé que se me castigaba por estar dormido, que por eso no me enteraba de nada.

No, tío. Ya sabes, un huevo de gente ha desaparecido, así sin más. Te lo juro. Cuando estaba en la tienda había mirado hacia arriba justo antes de… Y había otras cuatro personas más allí. Y entonces, justo después, miré y estábamos solo ese otro tío, el dependiente, y yo.

El sonrisas, dije. El alegre.

Sí.

Nos quedamos en silencio de nuevo.

Así es como termina el mundo, dijiste.

No con una explosión, proseguí, sino con un…

Pensamos.

¿Con una prolongada exhalación?, sugeriste.

Te conté que estaba caminando a casa, hacia Kilburn, justo al otro lado de la ciudad. Ven conmigo, dije. Quédate en mi casa.

Se te veía indeciso.

Estúpido, estúpido, estúpido, estoy seguro de que fue culpa mía. La vieja discusión de siempre, esa de que no venías a verme mucho, que no te quedabas más tiempo, traducida al nuevo idioma del mundo. Antes de la caída habrías hecho sonidos desesperados aduciendo tener que ir a otra parte, insinuar enigmáticamente compromisos que no podías explicar, y te irías. Pero en este tiempo nuevo aquellas excusas se volvieron absurdas. Y la energía que le dedicabas a las evasivas estaba canalizada en otra parte, en la ciudad, que estaba hambrienta como un recién nacido, que te absorbía la ansiedad, que asimilaba tus incipientes deseos y los satisfacía.

Al menos vente conmigo hasta Kilburn, dije. Podemos preparar lo que sea que vayamos a hacer cuando estemos allí.

Sí, claro, tío, solo quiero…

No logré descifrar eso que querías hacer.

Estabas distraído, no dejabas de mirar por encima de mi hombro hacia algo, y yo me apresuraba a mirar mi alrededor para ver qué es lo que te estaba intrigando. Había una sensación de interrupciones, aunque la noche estaba en silencio como siempre, y yo no paraba de mirar hacia atrás para verte, y tiré de ti para que vinieras conmigo y decías «claro tío claro, solo un segundo, quiero ver algo», y empezaste a cruzar la calle con los ojos fijos en algo que no estaba en mi campo de visión, y me estaba enfadando y te me soltaste porque oí un sonido encima de la cresta del puente del ferrocarril, uno que venía del este. Oía sonidos de cascos de caballo.

Tenía el brazo estirado, todavía, pero ya no te estaba tocando, y giré la cabeza en dirección al sonido, con la mirada fija en la cúspide de la colina. El tiempo se elongó. La oscuridad de justo encima de la acera se partió por una endiablada astilla que crecía y crecía a la vez que algo largo, fino y afilado aparecía sobre la colina. Rajó la noche en un ángulo agudo. Lo agarraba con fuerza un puño cerrado y enguantado que surgió de debajo. Era una espada, un espléndido sable ceremonial. La espada vino con un hombre tras de sí, uno con un extraño casco, con una larga pica plateada que le adornaba la cabeza y una pluma blanca ondeando tras su estela.

Cabalgaba en frenético galope, pero no sentí ningún apremio cuando irrumpió ante mi vista, y dispuse de todo el tiempo necesario para verlo, para estudiar sus ropas, su arma, su rostro, para reconocerlo.

Era uno de los jinetes que están fuera del palacio… ¿Los llaman la caballería de la guardia real? Con el penacho saliendo de la cimera de sus yelmos en un cono impecable, las botas como espejos y sus apáticos caballos. Son legendarios por su inmovilidad. Los turistas juegan a mirarlos fijamente, a burlarse de ellos y acariciar las narices de sus monturas mientras ni un parpadeo de emoción humana mancha su deber.

Cuando la cabeza del hombre sobresalió por la cima de la colina, vi que su rostro estaba fruncido y arrugado mostrando una sorprendente mueca de guerrero, como el gruñido de un perro en pleno ataque, una necia expresión de valentía como la que estuvo pintada en los rostros de la Brigada Ligera.

Llevaba la chaqueta roja desabrochada, titilando como una llama. Estaba casi de pie, apoyado sobre los estribos, encorvado, cogiendo las riendas con su mano izquierda, y sosteniendo con la derecha esa hermosa espada que me escupía luz en la cara. Su caballo ascendió hasta hacerse visible, con enormes venas bajo la piel blanca y ojos desorbitados con una ansiosa mirada equina, con baba chorreando desde detrás de los dientes y los cascos martilleando el asfalto desierto del puente del ferrocarril de Willesden.

El soldado guardaba silencio aunque su boca estaba abierta como si gritara su rugido de despedida. Siguió cabalgando, con la espada en alto, cerniéndose sobre un enemigo imaginario, azuzando a su caballo hacia Dollis Hill, dejando atrás el restaurante japonés, la tienda de discos, el vendedor de bicicletas y el reparador de aspiradoras.

El soldado pasó velozmente por mi lado, espléndido, estúpido y extraviado. Pasó cabalgando entre nosotros, Jake, tan cerca que me cayeron gotas de sudor.

Lo imagino de servicio al caer el cataclismo, sintiendo el cambio en el orden de las cosas y sabiendo que la reina a la que había jurado proteger se había vuelto irrelevante, que su pompa no significaba nada en la ciudad decadente, que había sido entrenado en lo absurdo y lo inútil, y decidiendo que sería un soldado, por una vez. Lo veo haciendo chocar sus talones y pasando por las confusas calles del centro de Londres a medio galope, cogiendo velocidad a medida que crece la ira alimentada a causa de su cese, dándole libertad a su caballo, dejándolo correr, notándolo cohibido debido a los nuevos y extraños residentes de los cielos, hasta que arranca a cabalgar con ímpetu y saca el arma para demostrar que es capaz de combatir, y se adentra como un rayo en las llanuras del noroeste de Londres, para desaparecer o morir.

Observé su tránsito, estupefacto y asombrado.

Y cuando me di la vuelta, por supuesto, Jake, cuando me di la vuelta, habías desaparecido.

Las búsquedas frenéticas, los gritos y la tristeza te las puedes imaginar. Ya me queda poca dignidad de por sí. Todo duró mucho tiempo, aunque mientras levantaba la cabeza hacia tu ausencia supe que no te encontraría.

Al final encontré el camino a Kilburn, y al pasar por el Gaumont State alcé la mirada y vi el mensaje de neón, chillón, banal y aterrador. El mensaje que ahí sigue, la petición a la que, esta noche, después de muchos meses, creo que al fin accederé.

No sé dónde fuiste, cómo desapareciste. No sé cómo te perdí. Pero después de mucho buscar un escondite, aquel mensaje en la fachada del Gaumont no puede ser una coincidencia. Aunque puede, claro, ser equívoco. Puede ser un juego. Puede ser una trampa.

Pero estoy harto de esperar, ¿sabes? Harto de hacerme preguntas. Así que deja que te cuente lo que voy a hacer. Voy a terminar esta carta, me queda poco, y la voy a meter en un sobre en el que escribiré tu nombre. Le pondré un sello (tampoco sobra), y me aventuraré por las calles (sí, aunque sea plena noche) y la meteré en el buzón.

A partir de ahí no sé qué pasará. No conozco las reglas de este lugar. Puede que la carta sea devorada por alguna presencia dentro del buzón, puede que me la escupa de vuelta, o que sea copiada un centenar de veces y aparezca pegada en los escaparates de todos los almacenes de Londres. Yo espero que encuentre su camino hacia ti. Quizá aparezca en tu bolsillo, en la puerta de tu casa, donde sea que estés ahora. Si es que estás en alguna parte, quiero decir.

Es una vana esperanza. Lo admito. Claro que lo admito.

Pero te tenía, y te perdí de nuevo. Estoy señalando tu desaparición. Y señalando la mía.

Porque, ¿sabes, Jake?, luego voy a recorrer la corta distancia entre Kilburn High Road y el Gaumont State, y voy a leer su solicitud, su mandato, y esta vez creo que obedeceré.

El Gaumont State es una baliza, un faro, una advertencia que se nos escapó. Rasga las nubes impasible mientras la ciudad se hunde entre las rocas. Sus sucios muros color crema están embadurnados con cientos de marcas; humanas, animales, meteorológicas y de otros tipos. En su torre cuadrada y achaparrada yace el enorme nido de trapos, huesos o cabello donde las cosas voladoras riñen e incuban. El Gaumont State ejerce su propia gravedad sobre la ciudad transformada. Sospecho que ahora todas las brújulas apuntan a él. Sospecho que en la magnífica entrada, enmarcada por las amplias escaleras, algo está esperando. El Gaumont State es el generador de la sucia entropía que ha tomado Londres. Sospecho que hay muchas cosas fascinantes en el interior.

Voy a permitir que me atraiga.

Esos dos letreros de rojo rosado que proclamaron el renacimiento del Gaumont como un templo de juegos baratos han cambiado. Son selectivos. Ignoran determinadas letras, y lo han hecho siempre desde aquella noche. Pero ahora desprecian la B inicial. El rótulo de la izquierda ilumina solo la segunda y la tercera letra, el de la derecha solo la cuarta y la quinta. Los rótulos parpadean en antifase, turnándose para irradiar su estridente desafío.

IN…

GO…

IN.

GO IN.

GO IN.

Entra.

De acuerdo. Está bien. Entraré. Arreglaré mi casa, echaré la carta y me pondré delante de ese edificio, mirando con ojos entornados el cristal ahora opaco que guarda sus secretos, y entraré.

No creo de verdad que estés ahí dentro, Jake, si es que estás leyendo esto. En realidad ya no creo eso. Sé que eso no es posible. Pero no lo puedo dejar estar. No puedo dejar piedra sin remover.

Qué solo me siento, joder…

Subiré por esas espléndidas escaleras, si es que llego tan lejos. Cruzaré sus magníficos y amplios pasillos, serpentearé entre los túneles hasta el gran salón que sospecho que estará brillando con suma intensidad. Si es que llego tan lejos.

Puede ser que te encuentre. Que encuentre algo, que algo me encuentre a mí.

Sé que no volveré a casa, estoy convencido.

Entraré. La ciudad no me necesita por ahí mientras se cae. Iba a catalogar sus secretos, pero eso solo era en mi provecho, no en el de la ciudad, y esto me parece igual de bien.

Entraré.

Nos vemos pronto, espero, Jake. Espero.

Con todo mi amor,

1 En inglés, significa matar y quemar, de ahí que el nombre de Kilburn se considere una advertencia. N de la T.

Cimiento


Observa a ese hombre que viene y habla a los edificios. Da vueltas alrededor de las casas, con la mirada levantada desde las aceras y los jardines de cemento, examinando los soportes que se meten en la tierra. Entra en todas las habitaciones, da golpecitos en las ventanas y menea los cristales mal encajados, toca la escayola con un dedo, se mete en los áticos. En los sótanos escucha los soportes, y durante todo ese tiempo susurra.

Los edificios le devuelven los susurros, dice. Trabaja en las casitas de arenisca de Manhattan, en edificios de viviendas, bancos y almacenes de toda la ciudad. Le dicen a dónde conducen sus fallas. Cuando ha acabado, te explica por qué se está extendiendo la grieta, por qué la pared está húmeda, dónde está la erosión, cuál es el coste de arreglarlo o de dejar que se pudra. Nunca se equivoca.

¿Es un agrimensor? ¿Un ingeniero civil? No tiene títulos enmarcados, sino un voluminoso dosier de referencias, diez años de reputación. Hay recortes de periódico sobre él por todos Estados Unidos. Lo llaman «el que susurra a las casas». Lleva años siendo un fenómeno.

Cuando habla lo hace con una firme y enorme sonrisa. Tiene que impulsar las palabras a través de ella, así que salen deformes y bruscas. Hace lo posible para no levantar la voz por encima de los sonidos que sabe que no oyes.

«Sí, claro, no hay problema, pero el muro de carga se está pulverizando», dice. Si lo miras de cerca verás que le echa un vistazo rápido a la tierra, una y otra vez, a la base sumergida del edificio. Cuando baja al sótano está nervioso. Habla más rápido. El edificio le habla más alto, y cuando vuelve a subir está sudando por debajo de su sonrisa.

Cuando conduce mira a cada lado de la calzada tremenda e infinitamente sobresaltado, fijándose en todos los cimientos. Cerca de las obras, mira fijamente a las excavadoras. Observa su arrastrarse como si fueran alguna clase de carnívoro.

Cada noche sueña que está en un lugar donde el aire se agria en sus pulmones y el cielo es un lodo tóxico de nubes negras y rojinegras que vomita la tierra, donde el suelo se seca hasta convertirse en polvo y unos chicos perdidos titubean, con la piel cayéndoseles a pedazos, y no lo ven ni a él ni a los otros, aunque pasan cerca aullando sin palabras o en un idioma de jerga trasnochada, acrónimos y abreviaturas que alguna vez tuvieron significado y ahora son gruñidos de cerdo.

Vive en una casa pequeña donde acaba la ciudad, donde ya hace tiempo empezó a construir una habitación adicional, hasta que los cimientos gritaron demasiado alto. Una década después tan solo queda un agujero que atraviesa las estrías de tierra, junto a unas tuberías y un foso, a la espera de paredes. No lo llenará. Dejó de cavar cuando un líquido espeso, oscuro y manchadizo brotó desde abajo de su solar suburbano, aferrándose a su pala, mucilaginoso, invisible para todos menos para él. El cimiento le habló entonces.

En su sueño oye que los cimientos le hablan con voz múltiple, murmurantes. Y cuando lo ve al fin, el cimiento en la tierra compacta y caliente, se despierta con arcadas y necesita un tiempo antes de saber que está en la cama, en su casa, y que el cimiento sigue hablando.

—nos quedamos

—tenemos hambre

Cada mañana se despide dándole un beso a la foto de su familia. Se marcharon hace unos años, asustados de él. Recompone el rostro mientras el cimiento le revela secretos.

En un bloque de apartamentos del centro de la ciudad, los residentes quieren saber qué ocurre con la grieta que atraviesa dos de sus plantas. El hombre la mide y pega la oreja en la pared. Oye ecos de voces que llegan desde abajo, viajando, alzándose desde los huesos del edificio. Cuando no puede posponerlo más, desciende hasta el sótano.

Las paredes son grises y están manchadas de humedad, pintadas con un pequeño grafiti. El cimiento le está hablando con claridad. Le dice que está hambriento y hueco. Su voz es la voz de muchos, una voz reseca, hablando al unísono.

Ve el cimiento. Ve a través del suelo y de la tierra, donde se insertan las vigas, y más allá de ellas, hacia el cimiento.

Una pila de hombres muertos. Un apuntalamiento, una estructura de cuerpos enredados y sus partes apretadas, cuerpos amontonados que se convierten en arquitectura, con los huesos rotos para que encajen, atrapados, encajonados en poses retorcidas, con las pieles quemadas y los jirones de sus ropas prensados como si estuvieran pegados y recortados en un cristal, discurriendo por debajo de los muros del edificio, dos metros por debajo del suelo, un riachuelo perfecto a rebosar de humanos, vertido como cemento que apuntala los soportes y los muros.

El cimiento lo observa con todos sus ojos, y los hombres hablan a la vez.

—no podemos respirar

No hay pánico en sus voces, nada salvo la desesperanzada paciencia de los muertos.

—no podemos respirar y os apuntalamos y comemos solo arena

Les susurra para que nadie más pueda oírlo.

«Escuchadme», dice. Lo observan a través de la tierra. «Contadme», dice. «Habladme del muro. Está construido sobre vosotros. Os pesa. Contadme lo que sentís».

—es pesado, dicen, solo comemos arena, pero al final el hombre convence a los muertos para que salgan de su solipsismo durante unos pocos momentos y ellos levantan la mirada y cierran los ojos, todos a un tiempo, y emiten un zumbido, y le cuentan, es viejo, este muro fue construido sobre nosotros, y hay podredumbre a media altura en el lateral, y hay una grieta que se extenderá y los flancos se hundirán.

El cimiento le cuenta todo sobre el muro y, por un momento, los ojos del hombre se abren de par en par, pero entonces entiende que no, que no hay peligro. Sin tratar, el muro tan solo se combará y hará la casa más fea. Nada se vendrá abajo. Al oír eso se relaja y se pone de pie, y se aparta del cimiento que lo deja marchar. «No tenéis que preocuparos por eso», les dice a la comisión de residentes. «Quizá solo repararlo, aplanarlo un poco, nada más».

Y en un centro comercial de la periferia no hay nada que frene la expansión hacia el terreno baldío, y en una casa pintoresca las escaleras ya no tienen arreglo, y la torre del reloj se ha construido con tornillos deficientes, y el techo de una vivienda necesita aislamiento contra la humedad. El muro enterrado de los muertos le cuenta todas esas cosas.

Cada casa está construida sobre ellos. Todo conforma un solo cimiento que sustenta la ciudad. Cada muro se apoya sobre los cadáveres que le susurran con la misma voz, las mismas caras, telas desgarradas y sangre reseca desde hace mucho tiempo, cuerpos destrozados cuyas partes han sido utilizadas para llenar los espacios entre los cuerpos, extremidades y cabezas colocados ordenadamente entre hombres hinchados por el gas que escupen polvo por sus cavidades, los muertos completos y los fragmentados, concatenados.

Cada casa en cada calle. Él escucha a los edificios, al cimiento que los une.

En su pesadilla camina pesadamente por un terreno que se traga sus pies. Hombres desaparecidos caminan con el paso arrastrado, dando vueltas en interminables y ansiosos círculos, y él pasa de largo. Un denso líquido viscoso le lame los pies justo desde debajo del polvo. Oye el cimiento. Se da la vuelta y ahí está. Es más alto. Ha traspasado el suelo. Un muro de ladrillos hechos de hombres muertos que le llega hasta a los muslos, con los bordes y la parte superior bastante lisos. Incrustado por miles de ojos y bocas que se mueven mientras se acerca, vertiendo legañas y piel y arena.

—no acabamos, tenemos hambre, calor, estamos solos.

Se está construyendo algo sobre el cimiento.

Han sido años de edificación ruin, las pequeñas estratagemas de los promotores, la avidez de la gente por mejorar sus casas. Él se empecina en que el cimiento se lo cuente. Cuando no hay problemas, informa de ello, o cuando es solo un asunto menor. Cuando los problemas son tan serios que la construcción será paralizada pronto, también lo dice.

Lleva casi una década escuchando edificios. Le ha llevado mucho tiempo encontrar lo que ha estado buscando.

El bloque tiene varias plantas, fue construido hace treinta años con cemento de mala calidad y acero barato por contratistas y políticos que se hicieron ricos gracias a las deficiencias. Los fósiles de esa corrupción se ven por todos lados. En su mayor parte, el desmoronamiento es gradual; puertas que se atascan, ascensores que fallan, subsidencia, a lo largo de los años. Escuchando al cimiento, el hombre sabe que aquí se trata de algo distinto.

Se asusta. Se queda sin aliento. Murmura al muro enterrado de los muertos, les ruega que se asienten...

El cimiento está sobre tierras pantanosas, los muertos pueden notar cómo rezuma el lodo. Las paredes del sótano están derrumbándose. Los soportes están veteados, infinitesimalmente, de agua. No tardará mucho. El edificio se caerá.

«¿Estás seguro?», susurra de nuevo, y el cimiento le observa con sus infinitos ojos hemorrágicos y espesos por el polvo y dice sí. Temblando, se levanta y se dirige al conserje, el administrador de viviendas.

«Esas cosas viejas», dice. «No son bonitas, y no las construyeron bien, y sí, vais a tener humedad, pero no hay motivos de alarma. Ningún problema. Los muros son sólidos».

Le da una palmada a la columna que tiene a su lado y siente que vibra hasta el agua que hay debajo de ella, a través del panal de su base erosionada, hacia el cimiento donde los hombres muertos murmuran.

En la pesadilla, se arrodilla delante de un muro de carne desgarrada. Ahora le llega hasta el pecho. El cimiento está creciendo. No es nada sin una pared, un templo.

Se despierta llorando y trastabilla hacia el sótano. El cimiento le susurra y ahora está por encima del nivel del suelo; se extiende hasta el interior de las paredes.

Al hombre le quedan semanas de espera por delante. El cimiento crece. Es lento, pero crece. Crece hacia arriba y se mete en las paredes, también abajo, expandiéndose hacia el interior de la tierra, expandiendo su base, apuntalándose más y más.

Tres meses después de que visitara el edificio de muchos pisos, lo ve en las noticias locales. Parece una persona que ha sufrido una apoplejía; tiene un lado flácido, trémulo. Su esquina sur se ha hundido y ha quedado aprisionada sobre sí misma, abriendo sus carnes y mostrando medias habitaciones desoladas que se tambalean al filo del aire. Sacan a hombres y mujeres en camillas.

Flotan figuras por la pantalla. Muchos muertos. Seis son niños. El hombre sube el volumen para sofocar los susurros del cimiento. Rompe a llorar y el llanto se convierte en sollozo. Se abraza, canturrea su tristeza; se sostiene la cara con las manos.

«Esto es lo que queríais», dice. «Hemos saldado las cuentas. Por favor, dejadme en paz. Ya está hecho».

Se tumba en el sótano y llora sobre la tierra, el cimiento está debajo de él alzando la mirada desde sus azarosas poses de gárgola. Le cae polvo de sus ojos muertos al parpadear y observa. Esa mirada le quema.

«Tenéis algo de comer», susurra. «Dios, por favor. Ya está hecho, está hecho. Dejadme en paz. Ya tenéis qué comer. He pagado. Os he dado algo»

En el sueño de niebla tóxica, sigue caminando y oye las llamadas de estática de camaradas solos y perdidos. El cimiento se extiende a través de dunas aplanadas. El cimiento susurra con su voz estrangulada como lo ha hecho desde aquel primer día.

Él ayudó a construir el cimiento. Hace mucho tiempo. Entre dos países extranjeros, donde reinaba el caos en las fronteras. Había hecho lo que debía hacerse. Primero de Infantería (mecanizada). En los últimos días de febrero, hace diez años. Sus oponentes llamados a filas, agazapados en las trincheras en el desierto, con su instrumental sobresaliendo por las alambradas, marchaban disparando.

Llegaron un hombre y su brigada. Apisonaron enérgicamente los componentes, mezclaron el cemento durante media hora de embestidas, los obuses y los cohetes mezclaron gravilla y lo que pudieran apilar en las zanjas de hombres sepultados, como si fueran mortero y masilla, apelmazándolo todo hasta convertirlo en una base roja y densa. Los tanques llegaron desplazándose como si fueran de juguete, los soportes de las armas rotando en silencio. Hicieron su trabajo por otros medios. Las palas montadas en su parte delantera trazaban líneas cavando en la tierra. Con rutinaria eficiencia, desviaban la arena caliente a las trincheras, echándola sobre el contenido, el mantillo y la sopa revuelta, y los hombres que corrían y trataban de disparar, o de rendirse, o gritar hasta que el polvo del desierto les entraba a borbotones, los revestía y hacía su trabajo, se encauzaba hacia ellos de modo que se sofocaban los sonidos y ellos se revolvían, después se ralentizaban y se paralizaban, los apiñaban a miles junto a sus amigos y los trozos de sus amigos, en sus agujeros y en miles de líneas excavadas.

Detrás de los tanques con sus accesorios de tractor, los M2 Bradley cubrían las líneas de arena recién apilada donde unas protrusiones mostraban la construcción sin terminar, con brazos y piernas de hombres abajo, algunos aún retorciéndose como insectos. Los Bradley disparaban con sus armas de calibre 7.62 mm, asegurándose de compactar bien todo el material de la parte superior, de meter cualquier cosa que pudiera salirse, de que quedase bien aplanado.

Y entonces él llegó por detrás, con las EBC. Excavadoras blindadas de combate, niveladoras sobre cuya piel picoteaban los últimos disparos de las armas ligeras. Había terminado el trabajo. Había alisado todo con la pala. Todo el detrito desorganizado del trabajo de construcción, los palos y los trozos de madera, los rifles obstruidos por la arena como palos, los brazos y las piernas, las cabezas acribilladas de arena que habían dado vueltas despacio con el movimiento de la arena y que ahora sobresalían. Había aplanado todas las protuberancias del suelo, aplisonándolos junto a la arena y aplanando más arena que los atravesaba y los dejaba en su sitio.

El veinticinco de febrero de 1991, había ayudado a construir el cimiento. Y al mirar hacia los acres extendidos y nivelados, el desierto impecable, limpio a esas horas, había oído aquellos espantosos sonidos. De forma súbita, con espanto, había visto a través de la arena y la tierra caliente, roja y compacta, en sus ordenadas trincheras que formaban ángulos como paredes, se intersecaban y se distribuían y se extendían durante kilómetros, como los planos no de una casa ni de un palacio, sino de una ciudad. Había visto a los hombres convertidos en argamasa, y cómo ellos lo miraban.

El cimiento se extendía por debajo de todo. Le hablaba. No guardaría silencio. Ni en su sueño ni fuera.

Pensaba que lo dejaría atrás, en el desierto, en aquella zona anormalmente llana. Pensó que los susurros se disiparían a lo largo de los miles de kilómetros. Había vuelto a casa. Y entonces el sueño empezó. El purgatorio de fuegos de los pozos petroleros, de cielo ensangrentado y dunas, donde sus camaradas muertos estaban perdidos, asalvajados a causa de la soledad. Los otros, el cimiento, los demás muertos, eran miles. Eran infinitos.

—mañana de bondad, le susurraban en sus achicharradas voces muertas. Mañana de luz

—alabado sea dios

—así nos hiciste

—tenemos calor y estamos solos. tenemos hambre. solo comemos arena. estamos llenos de ella. llenos pero hambrientos. solo comemos arena

Los había oído cada noche y trató de olvidarlo, trató de olvidar lo que había visto. Pero cavó un poco en su patio para levantar un cimiento para su casa, y encontró a uno esperando. Su mujer lo había oído gritar, corrió y lo vio escarbar en el agujero, manchándose los dedos de sangre para salir de él. Cava lo bastante hondo, le dijo a ella después, aunque ella no lo entendió, ya está ahí.

Un año después de haberlo construido y haberlo visto, había llegado hasta el cimiento de nuevo. La ciudad, a su alrededor, estaba construida sobre ese muro de los muertos. Trincheras llenas de huesos se extendían debajo del mar y unían su hogar con el desierto.

Haría cualquier cosa para no oírlos. Rogó a los muertos, les sostuvo la mirada. Rezó por tener su silencio. Ellos esperaron. Pensó en el peso que soportaban, escuchó su hambre, al final resolvió lo que debían querer.

«Aquí tenéis algo», grita, y llora de nuevo, después de años de búsqueda. Imagina las familias en el apartamento cayendo para descansar con el cimiento. «Aquí tenéis algo; ya puede acabar. Dejadlo ya. No, dejadme en paz».

Duerme allá donde cae, en el suelo del sótano, recorrido por arañas. Va hacia el desierto onírico. Camina por su arena. Oye el aullido de los soldados perdidos. El cimiento se alza a lo largo de incontables metros, kilómetros. Se ha convertido en una torre en el cielo carbonizado. Está hecha del mismo material, de muertos, que solo mueven bocas y ojos. Escupen nubecitas de arena cuando hablan. Está de pie en la sombra de la torre que le hicieron construir, sus paredes son jirones caqui, carne y piel ocre, empenachado de pelo negro y rojo oscuro. La arena de alrededor exuda el mismo líquido oscuro que vio en su propio patio. Sangre o petróleo. La torre es como un minarete en el infierno, una suerte de Babel invertido que se alza hacia el cielo y habla un solo idioma. Todas sus voces diciendo lo mismo, las palabras que ha oído durante años.

El hombre se despierta. Escucha. Durante largo tiempo se queda inmóvil. Todo espera.

Cuando chilla el grito empieza despacio y crece, volviéndose cada vez más alto durante largos segundos. Se oye a sí mismo. Él es como los soldados estadounidenses perdidos durante su sueño.

No se detiene. Porque es de día, el día después de su ofrenda, después de darle al cimiento lo que pensaba que anhelaba, después de pagárselo. Pero aún puede verlo. Aún puede oírlo, y los muertos siguen diciendo las mismas cosas.

Lo observan. El hombre está a solas con el cimiento, y sabe que ellos no se irán.

Llora por aquellos que cayeron en el apartamento, que murieron por nada. El cimiento no quiere nada de él. Su ofrenda no significa nada para los muertos en las trincheras que entretejen el mundo. No están allí para burlarse, ni para castigarlo, ni para darle una lección, ni para exigir venganza o derramamiento de sangre, no están enfurecidos ni agitados. Son los cimientos de todo cuanto hay a su alrededor. Sin ellos todo se desmoronaría. Lo han visto, le han enseñado a verlos, y no quieren nada de él.

Todos los edificios están diciendo las mismas cosas. El cimiento discurre por debajo de todos ellos, fracturado y hecho de muertos, y está diciendo las mismas cosas.

—tenemos hambre. estamos solos. tenemos calor. estamos llenos pero hambrientos

—nos construiste, y estás construido sobre nosotros, y debajo de nosotros no hay más que arena

El parque de bolas


Yo no estoy contratado por la tienda. No son ellos quienes me pagan el sueldo. Trabajo para una empresa de seguridad, pero desde hace mucho tiempo tenemos un contrato con este establecimiento y llevo aquí la mayor parte del mismo. Es aquí donde conozco a la gente. He trabajado como guardia de seguridad en otros sitios (y todavía trabajo, de tarde en tarde, cuando se presenta una urgencia) y hasta hace poco hubiese dicho que este era el mejor puesto donde había estado. Resulta agradable trabajar en un sitio al que a la gente le gusta ir. Hasta no hace demasiado, si me hubiesen preguntado a qué me dedicaba, me hubiera limitado a responder que trabajaba para la tienda.

Este centro está en las afueras de la ciudad y es una inmensa nave metálica; llena de cientos de pequeñas habitaciones de mentira con un camino único que las recorre, y todos los muebles que vendemos están montados y colocados para que se vea cómo quedarían. Y luego los mismos productos, sin montar, se apilan en el almacén formando altos montones metidos dentro de cajas planas, para que la gente los compre. Son baratos.

Sé que me tienen poco más que como adorno. Deambulo ataviado con mi uniforme, con las manos a la espalda, haciendo que la gente se sienta segura, haciendo que parezca que la mercancía está protegida. Tampoco es que sea el tipo de producto que se puede hurtar, así que casi nunca me toca intervenir.

La última vez que me tocó fue en el parque de bolas.

Este lugar es una auténtica locura los fines de semana. Tan lleno que cuesta caminar: todo parejas y familias jóvenes. Tratamos de facilitarle las cosas a la gente. Tenemos una cafetería barata y aparcamiento gratuito y, lo más importante de todo: tenemos servicio de guardería. Está al final de las escaleras de subida que hay nada más entrar. Y justo al lado se halla el parque de bolas, al que se puede acceder desde la guardería.

Las paredes del parque de bolas son casi en su totalidad de cristal, para que desde la tienda la gente vea el interior. A todos los compradores les encanta mirar a sus hijos: siempre hay personas fuera, observando con una enorme sonrisa boba. Yo no pierdo de vista a los que no parecen padres.

No es muy grande, el parque de bolas. En realidad no es más que un anexo, pero lleva años aquí. Hay un laberinto para trepar que se retuerce sobre sí mismo, con una red de cuerda por si algún niño se cae; una casita de juegos, y dibujos por las paredes. Y colores por todos lados. Todo el cubículo está cubierto por una capa de más de medio metro de brillantes bolas de plástico.

Cuando los críos se caen, las bolas amortiguan el golpe. Les llegan por la cintura, de modo que los niños se mueven por el recinto como la gente en una inundación. Cogen puñados de bolas y se las arrojan unos a otros. Son más o menos del tamaño de pelotas de tenis, huecas y ligeras, para que no puedan lastimarse. Cuando rebotan en las paredes y en las cabezas de los niños hacen ruiditos, plof-plaf, que les hacen reír.

No sé por qué se ríen tan fuerte. No sé qué tienen las bolas que hacen que el parque sea muchísimo mejor que una sala de juegos ordinaria, pero les vuelve locos. Solo se permite que haya seis niños a la vez, y esperan una eternidad en la cola de entrada. Dentro solo pueden estar veinte minutos. Resulta evidente que darían cualquier cosa por quedarse más. A veces se ponen a berrear cuando les toca salir, y sus nuevos amigos también lloran al verlos marchar.

Estaba en mi descanso, leyendo, cuando recibí el aviso de que acudiese al parque de bolas.

Antes de girar la esquina ya oí gritos y lloros, y al doblarla vi una multitud en el exterior de la gran cristalera. Un hombre estrechaba a su hijo y les gritaba a la encargada de la guardería y a la gerente del establecimiento. El chiquillo tendría unos cinco años, justo la edad mínima para poder entrar. Estaba aferrado a la pernera del pantalón de su padre, sollozando.

La cuidadora, Sandra, trataba de no llorar. No tenía más que diecinueve años.

El hombre le gritaba que no era capaz de hacer su maldito trabajo, que en el parque había demasiados niños y estaban descontrolados por completo. Estaba muy alterado y gesticulaba de manera exagerada, como en una película muda. De no haber tenido a su hijo agarrado a su pierna, hubiera estado paseando arriba y abajo nerviosamente.

La gerente intentaba mantenerse firme pero sin enfrentarse al hombre. Me coloqué detrás de ella, por si las cosas se ponían feas, pero ya lo estaba calmando. Se le da bien su trabajo.

—Caballero, tal como le he explicado, desalojamos el parque en cuanto su hijo se hizo daño, y hemos hablado con los otros niños…

—Ni siquiera saben cuál de ellos fue. Si los hubiesen estado vigilando como es debido, que en eso supongo consiste su puñetero trabajo, entonces podrían ser un poco menos… ineptos de mierda.

El exabrupto pareció poner punto final a su diatriba y por fin se tranquilizó, al igual que su hijo, que lo miraba con una especie de respeto perplejo.

La gerente le aseguró que lo sentía muchísimo y le ofreció un helado al niño. La situación se estaba calmando, pero cuando ya me marchaba vi llorar a Sandra. El hombre pareció sentirse un tanto culpable y trató de disculparse, pero ella estaba demasiado alterada para responderle.

El niño había estado jugando detrás del laberinto, en el rincón junto a la casita, me contó luego Sandra. Se fue enterrando en las bolas hasta quedar cubierto por completo, algo que a algunos niños les gusta hacer. Ella lo estaba vigilando y veía agitarse las bolas a su paso, así que sabía que estaba bien. Hasta que el crío se incorporó tambaleándose y gritando.

La tienda está llena de niños. Los más pequeños, los chiquitines, pasan el tiempo en la sala principal de la guardería. Los mayores, los de ocho, nueve o diez años, suelen pasear por la tienda con sus padres, eligiendo su propia ropa de cama, sus cortinas, un pequeño pupitre con cajones o lo que sea. Pero los de edades intermedias, esos vienen para ir al parque de bolas.

Son muy graciosos, trepando por el laberinto, profundamente concentrados. Riendo sin parar. A veces se hacen llorar entre ellos, desde luego, pero lo normal es que paren en cuestión de segundos. Eso es algo que siempre me descoloca: están berreando, y de pronto se distraen y echan a correr la mar de felices.

A veces juegan en grupo, pero da la impresión de que siempre hay uno que está solo. Feliz y contento, arrojando bolas sobre las bolas, dejándolas caer por los huecos del laberinto, sumergiéndose en ellas como un pato. Feliz, pero jugando solo.

Sandra dejó el trabajo. Habían transcurrido ya casi dos semanas desde aquella bronca, pero continuaba afectada. No me lo podía creer. Le saqué a colación el asunto y noté cómo se le volvían a humedecer los ojos. Estaba tratando de decirle que el hombre se había pasado de la raya, que no había sido culpa de ella, pero no me escuchaba.

—No es por él —dijo Sandra—. No lo entiendes. Ya no puedo estar ahí dentro.

Sentí pena por ella, pero su reacción era exagerada. Totalmente desproporcionada. Me contó que desde el día en que el chiquillo se había llevado aquel disgusto ella estaba en continua tensión en el parque de bolas. Se pasaba todo el tiempo tratando de vigilar a todos los niños a un mismo tiempo. Estaba obsesionada con contarlos una y otra vez.

—Siempre parece como si hubiese demasiados —continuó—. Los cuento y hay seis, y los vuelvo a contar y hay seis, pero siempre parece haber demasiados.

A lo mejor podía haber pedido quedarse y trabajar solo en la sala principal de la guardería, encargándose de las etiquetas con los nombres, de controlar los niños que entraban y salían, de cambiar las cintas de vídeo; pero ni siquiera quería hacer eso. A los críos les encantaba ese parque de bolas. No paraban de hablar de él, me dijo. Habrían estado dándole la lata todo el tiempo pidiendo poder entrar.

Son chiquillos, y a veces se produce algún accidente. Cuando eso ocurre, alguien tiene que retirar con una pala todas las bolas para limpiar el suelo, y luego sumergirlas en agua con un poco de lejía.

En ese aspecto llevábamos una mala racha. Casi cada día, un niño u otro parecía hacerse pis encima, y continuamente nos tocaba vaciar el recinto para limpiar los charquitos.

—He tenido a todos los dichosos críos jugando conmigo, hasta el último segundo, solo para asegurarme de que no fuésemos a tener problemas —me contó uno de los monitores—. Pero después de que se marcharan… se notaba el olor. Justo al lado de la casita de las narices, donde juraría que ninguno de esos cabroncetes ha estado.

Se llamaba Matthew. Dejó el trabajo un mes después de Sandra. Yo estaba pasmado. Me refiero a que eran de esas personas a las que se les nota que los niños les encantan. Incluso aunque les toque limpiar vómitos, babas y demás. Su trabajo era muy duro, como demostraba su marcha. Cuando se fue, a Matthew se lo veía enfermo de verdad, con el rostro macilento.

Le pregunté qué pasaba, pero no me supo decir. No estoy seguro de que él lo supiese siquiera.

Tienes que estar vigilando a los niños de continuo. Yo sería incapaz de encargarme de ese trabajo. No aguantaría el estrés. Los niños son muy revoltosos, y son tan pequeños… Estaría aterrorizado todo el tiempo, temiendo perderlos, temiendo hacerles daño.

Tras todo esto, el clima reinante en la zona infantil no era bueno. Habíamos perdido dos empleados. Ni que decir tiene que la rotación de personal en el resto del establecimiento es vertiginosa, pero en el servicio de guardería la situación acostumbra a ser algo mejor. Tienes que estar cualificado para trabajar ahí, parque de bolas incluido. Reinaba la sensación de que esos dos abandonos eran una mala señal.

Yo era consciente de que deseaba cuidar a los niños que estaban en la tienda. Cuando hacía mis rondas me parecía que estaban por todas partes. Tenía la sensación de que debía estar preparado para intervenir y salvarlos en cualquier momento. Dondequiera que mirase veía chiquillos, tan felices como de costumbre, retozando por las habitaciones de mentira y saltando en las literas, o sentados en pupitres equipados a la perfección. Pero ahora el rostro se me crispaba al verlos corretear a mi alrededor; y todo nuestro mobiliario, que cumple o incluso supera los estándares internacionales de seguridad más exigentes, parecía estar al acecho a la espera de una ocasión en la que hacerles daño. Veía cabezas heridas en las esquinas de todas las mesitas de café y quemaduras en todas las lámparas.

Empecé a pasar por el parque de bolas más de lo habitual. En el interior siempre había algún muchacho o muchacha con pinta de agobiado tratando de agrupar a los niños, que corrían por entre una marea de plástico brillante que rebotaba de aquí para allá con ruido sordo cuando se lanzaban al interior de la casita o cuando amontonaban bolas sobre el tejado. Los chiquillos solían girar sobre sí mismos hasta marearse, entre risas.

No les sentaba bien. Disfrutaban de lo lindo cuando estaban dentro, pero salían de lo más exhaustos, malhumorados y llorosos. Y empezaban con esos gimoteos típicos de los críos. Se aferraban al jersey de sus padres, sollozando, cuando llegaba la hora de marcharse. No querían separarse de sus amigos.

Algunos niños volvían semana tras semana. A mí me daba la impresión de que a los padres ya no les quedaba nada por comprar. Al cabo de un rato hacían una adquisición simbólica, como por ejemplo un paquete de velitas, y se quedaban sentados en la cafetería, tomándose un té y contemplando por la ventana los grises pasos elevados, mientras sus hijos recibían su dosis de parque de bolas. Estas visitas no parecían ser demasiado felices.

Nosotros nos contagiamos de ese estado de ánimo. El ambiente en la tienda no era bueno. Había quien opinaba que el parque de bolas daba demasiados problemas y debía cerrarse. Sin embargo, la dirección dejó bien claro que eso no iba a suceder.

No hay quien se libre de los turnos de noche.

Aquella noche éramos tres, y cada uno nos hicimos cargo de una zona distinta. Periódicamente, cada cual se daba una vuelta por su territorio y, en el entretanto, nos sentábamos juntos en la cafetería a oscuras o en la sala de personal, y charlábamos y jugábamos a las cartas, mientras la tele sin volumen resplandecía ofreciendo todo tipo de basura.

Mi ruta me llevó al exterior, por el estacionamiento delantero, recorriendo arriba y abajo el asfalto con mi linterna, con la gigantesca tienda a mi espalda, rodeada por arbustos negros y susurrantes y, al otro lado de las barreras, las carreteras, y los coches nocturnos alejándose de mí.

Y me llevó hasta el interior de nuevo, a través de dormitorios, pasando junto a marcos de madera y paredes de pega. La iluminación era tenue, con luces a media potencia en todas esas salas inmensas llenas de lavabos sin tuberías y camas en las que jamás había dormido nadie. Si me quedaba inmóvil no había nada, ni movimiento ni ruido.

En una ocasión me puse de acuerdo con los otros guardas del turno y traje a mi novia a la tienda. Deambulamos de la mano siguiendo la luz de una linterna por todas esas habitaciones de mentira semejantes a decorados. Jugamos a casitas como niños, interpretando pequeños momentos del día: ella saliendo de la ducha y envolviéndose en la toalla que yo le ofrecía, el reparto del periódico en la barra para desayunar de la cocina… Luego buscamos la cama más grande y cara, con un colchón especial cuyo corte transversal se podía ver a su lado.

Al cabo de un rato, ella me pidió parar. Le pregunté qué pasaba, pero parecía enfadada y no quiso decírmelo. La acompañé hasta el exterior abriendo las puertas con mi tarjeta magnética, hasta su coche, que estaba solo en el aparcamiento, y la contemplé alejarse conduciendo. Para salir de la tienda hay un sistema de largas rampas y rotondas de sentido único que ella siguió aunque no hubiese hecho falta, así que tardó un buen rato en desaparecer. Ya no estamos juntos.

En el almacén caminé entre estanterías metálicas de casi diez metros de altura. Mis pasos me sonaron como los de un guardia de prisiones. Me imaginé las cajas planas con el mobiliario desmontado formando a mi alrededor.

Regresé pasando por las cocinas, siguiendo el camino que conducía a la cafetería, escaleras arriba hasta el pasillo a oscuras. Mis compañeros todavía no habían regresado: en la gran cristalera frontal del parque de bolas no se reflejaba luz alguna.

La oscuridad era absoluta. Acerqué el rostro al cristal y contemplé la forma negra que sabía que era el laberinto para trepar; la casita de juegos, un cuadrado pequeño de sombra más clara, flotaba en mitad de un mar de bolas de plástico. Encendí la linterna e iluminé el interior del recinto. Allá donde el rayo las tocaba, las bolas adoptaban colores payasescos, y cuando la luz seguía adelante volvían a ser negras.

Me senté en la silla del cuidador en la sala principal de la guardería, con un pequeño semicírculo de sillitas para bebés delante de mí. Me quedé allí en la oscuridad y escuché la ausencia de ruidos. A través de las cristaleras entraba el leve resplandor anaranjado de una farola, y cada pocos segundos pasaba un coche, apenas audible, que se marchaba por el otro extremo del aparcamiento.

Cogí el libro que había junto a la silla y lo abrí a la luz de la linterna. Cuentos de hadas: La Bella Durmiente y La Cenicienta. Se oyó un ruido.

Un golpecito sordo.

Lo volví a oír.

Bolas en el parque de bolas, cayendo unas sobre otras.

Al momento estaba de pie, escrutando la oscuridad del parque de bolas a través del cristal. Plof-plaf, se oyó de nuevo. Tardé varios segundos en moverme, pero por fin me acerqué a la cristalera con la linterna levantada. Estaba conteniendo la respiración y notaba el cuerpo en tensión.

El haz de la linterna barrió el laberinto y atravesó la cristalera contraria, llenando de sombras los corredores. Bajé el haz hacia las bolas que se movían, y justo antes de que la luz las alcanzara, cuando todavía estaban sumidas en la oscuridad, temblaron y se deslizaron apartándose unas de otras para abrir una minúscula senda. Como si algo se estuviese abriendo paso por debajo de ellas.

Yo tenía los dientes apretados. La luz caía ahora sobre las bolas, pero nada se movía.

Durante largo rato mantuve el pequeño recinto iluminado, hasta que la luz de la linterna dejó de temblar. La desplacé con cuidado arriba y abajo por las paredes, por todas partes, hasta que dejé escapar un fuerte y sordo silbido de alivio al ver que encima del laberinto había bolas, en el mismísimo borde, y comprendí que una o dos se habrían caído y rebotado suavemente entre las demás.

Sacudí la cabeza y bajé la mano; la linterna bajó con ella y el parque de bolas regresó a la oscuridad. Y justo entonces, en el instante en que las sombras se abalanzaban de vuelta a su interior, sentí un frío brutal, miré a la chiquilla que había en la casita y ella me miró a mí.

Los otros dos guardas no conseguían tranquilizarme.

Me encontraron en el parque de bolas, pidiendo ayuda a gritos. Yo había abierto las dos puertas y estaba arrojando bolas al exterior, a la guardería y los pasillos, donde las pelotas rodaban y botaban en todas direcciones, escaleras abajo rumbo a la entrada y bajo las mesas de la cafetería.

Al principio me había obligado a ir despacio. Sabía que lo más importante era no asustar a la niña más de lo que ya debía de estar. Con voz ronca e intentando sonar alegre le había dirigido algún saludo bobo, luego había entrado, enfocando poco a poco la brillante linterna hacia la casita de juegos para no deslumbrar a la chiquilla, sin dejar de hablar, soltando todas las tonterías que se me ocurrían.

Cuando me percaté de que se había vuelto a enterrar bajo las bolas, me lo tomé a broma, tratando de fingir que estábamos jugando al escondite. Era terriblemente consciente de la impresión que le debía de estar causando, con mi corpulencia y uniforme, y con mi acento.

Pero cuando llegué a la casita allí no había nadie.

«¡Se han olvidado de ella!», gritaba yo una y otra vez, y cuando lo entendieron se sumergieron conmigo en el mar de bolas y empezaron a cogerlas y a apartarlas a puñados, pero ambos desistieron mucho antes que yo. Cuando me giré para arrojar más bolas a un lado me apercibí de que se limitaban a observarme.

Ni se creían que la niña hubiera estado allí ni que se hubiese marchado. Me dijeron que la hubieran visto, que habría tenido que pasar por su lado. Me repetían una y otra vez que me estaba comportando como un loco, pero no trataron de detenerme, y yo terminé vaciando el recinto, hasta la última bola, mientras ellos permanecían allí de pie esperando a la policía a la que yo les había obligado a llamar.

El parque de bolas estaba vacío. Debajo de la casita de juegos había una zona mojada que los cuidadores debían de haber pasado por alto.

Durante varios días no me encontré en condiciones de ir a trabajar. Me sentía febril. No dejaba de pensar en ella.

Solo la había vislumbrado un instante, hasta que la oscuridad la envolvió. Tenía cinco o seis años, y se la veía pálida, sucia y desvaída, y fría, como si la estuviese contemplando a través de agua. Llevaba una camiseta manchada y estampada con una princesa de algún dibujo animado.

Me había mirado con los ojos abiertos de par en par, la mandíbula apretada y los deditos regordetes y grisáceos aferrados al borde de la casita.

La policía no había encontrado a nadie. Nos habían ayudado a recoger las bolas y a volverlas a poner en el parque, y luego me habían acompañado a casa.

No puedo dejar de pensar si las cosas hubieran sido distintas si alguien me hubiese creído. Aunque no veo cómo. Cuando días más tarde regresé al trabajo, ya había sucedido todo.

Cuando llevas cierto tiempo en este trabajo hay dos tipos de situaciones a las que temes.

La primera, si al llegar te encuentras una masa de gente tensa y excitada, discutiendo y gritando, tratando de hacerse sitio y de calmarse entre unos y otros. No alcanzas a ver qué hay más allá del gentío, pero sabes que están reaccionando torpemente ante algo malo.

La segunda, cuando una muchedumbre te tapa lo que hay más allá, pero la gente apenas se mueve y reina un silencio casi completo. Esto es menos frecuente y siempre es peor.

A la mujer y a su hija ya se las habían llevado. Yo lo vi todo más tarde, en la grabación de las cámaras de seguridad.

Era la segunda vez que la chiquilla había estado en el parque de bolas en cuestión de horas. Al igual que en la primera ocasión, se había sentado aparte, feliz y contenta, cantando y hablando sola. Cuando se le acabó el tiempo, su madre cargó en el coche el nuevo mobiliario de jardín y regresó para llevársela a casa. Golpeó el cristal y sonrió, y la cría se le acercó satisfecha por entre las bolas, hasta que reparó en que tenía que salir.

En la grabación se ve cómo cambia por completo su lenguaje corporal. Empieza a enfurruñarse y gimotear, y de repente se gira y corre de vuelta a la casita, pisando con fuerza entre las bolas. Su madre parece bastante paciente, de pie en la puerta junto a la cuidadora, llamándola. Se ve charlar a ambas mujeres.

La chiquilla se sienta sola, hablando en dirección a la entrada vacía de la casita, de espaldas a los adultos, entregada obstinadamente a un último juego solitario. El resto de niños siguen a lo suyo, aunque algunos miran para ver qué sucede.

Al cabo, la madre le grita que salga. La niña se pone de pie, se da media vuelta y la mira desde el otro extremo del mar de bolas, con una en cada mano, con los brazos colgando a los costados; levanta las bolas y las observa, y luego mira a su madre. «No —me enteré más tarde que estaba diciendo—. Quiero quedarme. Estamos jugando».

La niña retrocede y se mete en la casita. Su madre se dirige hacia ella a grandes zancadas y se agacha un instante ante la puerta. Se ve obligada a ponerse a gatas para entrar. Los pies le sobresalen de la casa.

En la grabación no hay sonido. Cuando ves sobresaltarse a todos los niños y correr a la monitora sabes que la mujer ha empezado a gritar.

La cuidadora me contó más tarde que al tratar de correr hacia delante había tenido la sensación de que no podía pasar por entre las bolas, como si se hubieran vuelto pesadas. Y todos los niños se interponían en su camino. Fue algo de lo más extraño, de lo más tonto, lo difícil que le resultó salvar los escasos pasos que la separaban de la casita, con varios adultos siguiéndola.

Como no conseguían quitar a la madre de en medio, entre todos levantaron la casa por encima de ella, destrozando las paredes de juguete.

La niña se estaba ahogando.

Por supuesto, por supuesto que las bolas están diseñadas para que sean demasiado grandes para que algo así pueda ocurrir, pero de algún modo la chiquilla había empujado una hasta el fondo de su boca. Algo que debería haber sido imposible. La bola estaba demasiado lejos y demasiado encajada para poder ser extraída. La pequeña tenía los ojos como platos, y sus pies y rodillas rotaban una y otra vez hacia dentro.

Se ve a la madre levantarla y golpearle en la espalda, con mucha fuerza. Los niños están colocados a lo largo de la pared, observando.

Uno de los hombres consigue apartar a la madre y coge a la pequeña para realizar la maniobra de Heimlich. La cara no se ve con demasiada nitidez en la grabación, pero se nota que está ya muy oscura, del color de un moratón, y la cabeza le cuelga inerte.

Justo cuando tiene los brazos alrededor de la niña, algo sucede a los pies del hombre, que resbala en las bolas sin dejar de abrazar a la chiquilla. Los dos se desploman juntos.

Los niños fueron llevados a otra sala. Ni que decir tiene que la voz se corrió por la tienda y todos los progenitores ausentes acudieron en tropel. Cuando llegó el primero, una madre, se encontró al hombre que había intervenido gritando a los niños mientras la cuidadora trataba desesperadamente de tranquilizarlo. El hombre les exigía que le dijesen dónde estaba la otra cría, la que se había acercado y le había hablado cuando él estaba tratando de ayudar, la que se había dedicado a estorbarle.

Ese era uno de los motivos por los que teníamos que reproducir la grabación una y otra vez, para ver de dónde había salido esa niña y qué había sido de ella. Pero de esa chiquilla no había ni rastro.

Desde luego que intenté que me trasladaran a otro centro, pero nuestro sector no pasaba por una buena racha, ni ningún otro. Me dejaron bastante claro que la mejor manera de conservar mi puesto era no moverme.

El parque de bolas estuvo cerrado, en un principio durante la investigación, después por «reformas» y luego más tiempo mientras se debatía su futuro. El cierre se convirtió en indefinido de manera extraoficial, y posteriormente de manera oficial.

Los adultos que estaban al tanto de lo sucedido (y siempre me sorprendía que fuesen tan pocos) pasaban a toda prisa junto al recinto con sus chiquilines bien sujetos en las sillitas y los ojos clavados en la línea que marcaba el camino que llevaba a la zona de exposición, pero sus hijos seguían añorando el parque de bolas. Lo notabas cuando subían por las escaleras con sus padres. Creían que iban al parque y empezaban a parlotear sobre él, a hablar a gritos del laberinto y de los colores, y cuando se daban cuenta de que estaba cerrado, con la cristalera tapada con papel marrón, siempre había lágrimas.

Al igual que la mayoría de los adultos, yo corrí un tupido velo sobre el recinto clausurado. Lo evitaba incluso en los turnos nocturnos en los que todavía formaba parte de mi ruta. Estaba cerrado a cal y canto, así que ¿qué necesidad había de echarle un vistazo? Sobre todo teniendo en cuenta que en su interior todavía se percibía algo terrible, una malsana atmósfera persistente como un fuerte hedor. Tenemos que pasar la tarjeta magnética por varios lectores para demostrar que hemos cubierto cada una de las zonas, y yo deslizaba la mía por el del parque de bolas sin mirar, con la vista clavada en las pilas de catálogos nuevos en lo alto de la escalera. A veces imaginaba que oía ruidos a mi espalda: suaves, pequeños plof-plafs, pero como sabía que era imposible, incluso comprobarlo carecía de todo sentido.

Resultaba extraño pensar que el parque de bolas estaba cerrado para siempre; pensar que aquellos habían sido los últimos niños que jugarían en él.

Un día me ofrecieron una cuantiosa gratificación por quedarme hasta tarde. La encargada de la tienda me presentó al señor Gainsburg, de la sede central. Resultó que no se refería a la sede central del Reino Unido, sino que nada menos que a la sede matriz de la empresa. El señor Gainsburg quería quedarse trabajando hasta tarde esa noche, y necesitaba a alguien que se ocupase de él.

El señor Gainsburg no volvió a dejarse ver hasta bien pasadas las once, justo cuando yo estaba empezando a pensar que habría sucumbido al jet lag y ya me preparaba para pasar una noche tranquila. El hombre estaba bronceado e iba bien vestido. Me llamó por mi nombre de pila repetidas veces mientras me sermoneaba sobre la empresa. En un par de ocasiones me sentí tentado a decirle cuál había sido mi profesión en mi país, pero comprendí que su intención no era mostrarse condescendiente conmigo. Y, en cualquier caso, necesitaba el trabajo.

Me pidió que lo llevase al parque de bolas.

—Los problemas hay que solucionarlos cuanto antes —dijo—. Eso es lo más importante que he aprendido, John, y ya llevo bastante tiempo en esto. Un problema siempre conlleva otro. Si dejas algún problemilla creyendo que podrás capearlo sin más, en un abrir y cerrar de ojos te encuentras con que tienes dos. Y así sucesivamente.

»Tú llevas ya una temporada aquí, ¿verdad, John? Tú viste este lugar antes de que se cerrara. Estas pequeñas leoneras arrasan entre los niños. Ahora las tenemos en todos nuestros establecimientos. Cualquiera pensaría que no son más que un servicio extra, ¿a que sí? Algo que viene bien que esté, sin más. Pero te aseguro, John, que a los niños les encantan estos sitios, y los niños… bueno, los niños son muy, muy importantes para esta empresa.

Para entonces ya teníamos las puertas abiertas y apuntaladas, y me hizo echarle una mano para llevar al interior del parque de bolas una mesa plegable de la zona de exposición.

—Estamos donde estamos gracias a los niños, John. Cerca del cuarenta por ciento de nuestros clientes tienen hijos pequeños, y la mayoría de ellos menciona el hecho de que los niños se lo pasan bien en nuestras tiendas como uno de los dos o tres motivos fundamentales por los que acuden a ellas. Por encima de la calidad del producto. Incluso del precio. Vienen en coche. Comen aquí. Es como una excursión familiar.

»Eso por un lado. Además resulta que la gente que está comprando para sus hijos se preocupa mucho más por aspectos como la seguridad y la calidad. De media, gastan más por artículo que los solteros y parejas sin hijos, porque quieren tener la certeza de que han comprado lo mejor para ellos. Y nuestros márgenes en los productos caros son bastante mayores que en los de gama baja. Incluso en las parejas con ingresos bajos, John, el porcentaje de sus ingresos dedicado a mobiliario y artículos para el hogar se dispara con un embarazo.

El señor Gainsburg estaba observando las bolas que le rodeaban, brillantes bajo las luces del techo que llevaban meses sin encenderse, y el destrozado armazón de la casita de juegos.

»Así que ¿en qué es lo primero que nos fijamos cuando una tienda empieza a ir mal? En los servicios, como el de guardería. Vale, hecho. Pero, en estos últimos tiempos, en este centro los resultados no se ajustan para nada a lo esperado. En todas las tiendas se ha notado una disminución en las ventas, por supuesto, pero en esta… no sé si te habrás dado cuenta, no es solo que los ingresos hayan mermado, sino que la afluencia de público se ha reducido hasta unos niveles que no cuadran para nada. Por lo general es sorprendente lo bien que aguantan las cifras de visitantes durante los períodos de crisis. La gente compra menos, pero sigue viniendo. Y a veces, John, incluso vemos incrementarse esas cifras.

»Pero aquí… la afluencia de público en general ha bajado; pero, en proporción, las cifras referidas a parejas con hijos han bajado todavía más. Y las de las parejas con hijos que repiten están por los suelos. Algo que no era habitual en este centro.

»Y bien, ¿cómo es que ya no vuelven a venir con tanta frecuencia como antes? ¿Qué tiene de diferente este establecimiento? ¿Qué ha cambiado? —Esbozó una leve sonrisa, miró ostentosamente en derredor y luego me volvió a mirar a mí—. ¿Sí? Los padres continúan pudiendo dejar a sus hijos en el servicio de guardería, pero los niños ya no les piden volver de nuevo como acostumbraban a hacer. Falta algo. Ergo, por lo tanto, tenemos que recuperarlo.

Colocó el maletín sobre la mesa y me dirigió una sonrisa irónica.

—Ya sabes cómo funcionan las cosas. Les dices una y otra vez que hay que solucionar los problemas cuando se presentan, pero ¿tú te crees que hacen caso? Claro, como no es a ellos a quienes les toca arreglarlos… Así que terminas no con un problema sino con dos. El doble de embrollos para arreglar.

Negó con la cabeza con tristeza. Recorrió el recinto con la mirada, hasta el último rincón, con los ojos entrecerrados. Respiró hondo un par de veces.

—A ver, John, escucha, gracias por toda tu ayuda. Voy a tener que quedarme aquí unos minutillos. ¿Por qué no te vas a ver la tele o te tomas un café o algo? Ya iré yo a buscarte dentro de un rato.

Le dije que estaría en la sala de personal. Me giré y le oí abrir el maletín. Cuando me alejaba escudriñé a través de la pared de cristal y traté de ver qué estaba colocando sobre la mesa. Una vela, un frasco, un libro siniestro. Una campanilla.1

Las cifras de visitantes han vuelto a subir y estamos capeando la recesión sorprendentemente bien. Hemos retirado algunos de los productos de la gama alta y vuelto a los orígenes presentando una colección de pino sin tratar. En estos últimos tiempos, la tienda incluso ha contratado más personal del que ha despedido.

Los críos vuelven a estar contentos. Su obsesión con el parque de bolas se niega a morir. En el exterior hay una pequeña flecha, a poco más de noventa centímetros del suelo, la altura máxima que se puede tener para entrar. He visto niños que tras correr escaleras arriba camino del parque se han encontrado con que durante los meses transcurridos desde su última visita han crecido, que son demasiado altos para entrar a jugar. Los he visto rabiar porque nunca se les va a permitir acceder de nuevo, porque para ellos ya se ha acabado, para siempre. Se ve que en ese momento darían cualquier cosa, lo que fuese, por volver atrás. Y los otros niños que los contemplan, los que son solo un pelín más bajos, harían lo que fuese por dejar de crecer y quedarse como están.

En su manera de jugar hay algo me hace pensar que la intervención del señor Gainsburg podría no haber tenido exactamente el efecto que todo el mundo esperaba. Al ver sus ansias por reunirse con sus amigos en el parque de bolas, a veces me pregunto si no fue algo deliberado.

Para los niños, el parque de bolas es el mejor lugar del mundo. Cuando no están allí se nota que están pensando en él, que están soñando con él. Es donde desean estar. Si alguna vez se pierden, es el lugar al que quisieran encontrar un camino de regreso. Para jugar en la casita y trepar por el laberinto; aterrizar sanos y salvos sobre las mullidas bolas de plástico; cogerlas a puñados y arrojárselas unos a otros, sin lastimarse; jugar en el parque de bolas para siempre, como en un cuento de hadas, a solas o en compañía.

1 N. de la T.: En inglés existe la expresión bell, book and candle (campana, libro y vela) utilizada para referirse a ceremonias o sucesos relacionado con exorcismos, brujería, magia… El origen de la misma se debe a que estos tres objetos eran utilizados en las ceremonias de excomunión de la iglesia católica.

Informes sobre diversos sucesos acaecidos en Londres


El 27 de noviembre de 2000, entregaron un paquete en mi casa. Esto es algo muy habitual: desde que me convertí en escritor profesional, la cantidad de correo que recibo se ha incrementado enormemente. Parte de la solapa del sobre había sido rasgada para permitir mirar dentro. Esto tampoco es inusual: creo que, debido a mi activismo político (soy miembro, con un grado variable de militancia, de un grupo político de izquierda, y en unas elecciones fui candidato por la Socialist Alliance), a menudo descubro, para mi continua indignación, que han echado una ojeada al interior de mi correspondencia.

Menciono esto para explicar por qué abrí algo que no iba dirigido a mí. Yo, China Miéville, vivo en —ley Road. Este paquete venía a nombre de un tal Charles Melville, en el mismo número de calle pero de —ford Road. No figuraba código postal y, pasito a pasito, el envío había terminado llegando hasta mis manos. Al ver un paquete voluminoso medio abierto por algún espía negligente, di por hecho sin más que era para mí y lo abrí.

Tardé bastantes minutos en percatarme de mi error: la nota adjunta no venía encabezada por un saludo con un nombre que me hubiese podido alertar. Leí la nota y los primeros documentos remitidos con desconcierto creciente, convencido (aunque suene absurdo) de que tenían que ver con algún proyecto en el que me había implicado y que luego había olvidado. Cuando por fin volví a mirar el nombre que figuraba en el sobre, mi perplejidad era ya total.

Ese es el momento en el que pasé del simple descuido a la culpabilidad moral. Para entonces estaba demasiado fascinado por lo que había leído como para poder parar.

A continuación he reproducido el contenido de los documentos, con notas explicativas. Salvo cuando se indica lo contrario, son fotocopias, algunas grapadas juntas, otras sujetas con clips, y en muchos casos con páginas faltantes. He tratado de mantenerlos en el orden en el que los recibí, que no siempre es cronológico. Hasta que no empecé a comprender lo que tenía ante mí no presté demasiada atención a cómo los volvía a dejar. No puedo asegurar que así es como estuvieran ordenados en su origen.


[Nota adjunta. Está escrita en una postal, con tinta azul oscuro y letra cursiva. La fotografía de la postal es de un gatito empapado saliendo de un lavabo lleno de agua jabonosa. La expresión del animal es de cómica ansiedad].

¿Dónde estás? Aquí tienes lo que has pedido. Ahora, ¿para qué lo quieres? He anotado comentarios en algunos documentos. La mitad no los he encontrado. No creo que me hayan visto rebuscando en los archivos, y para el resto me las apañé para colarme en tu antiguo hogar (menos mal que tenías tu fichero), pero ven a la próxima reunión. Puedes conseguir que alguien se ponga de tu lado, pero tienes que andar listo. Tengo prisa. ¿Vas a tomar partido? Ya hablamos. ¿Recibirás esto? Ven a la próxima reunión. Más a medida que vaya encontrando.


[Esta página fue escrita originalmente con una vieja máquina de escribir manual.]

Reunión de la FCVF, 6 de septiembre de 1976

Orden del día.

1. Temas pendientes última reunión.

2. Nomenclatura.

3. Fondos.

4. Notas de investigación.

5. Informes de campo.

6. Asuntos varios.

1. Asuntos pendientes:

Moción para la admisión de JH, presentada por FR. Voto: unánime.

2. Nomenclatura:

FR propone cambio de nombre: «FCVF» anticuado. CT recuerda a FR la tradición. FR insiste en que «FCVF» no es incluyente, propone «S (Sociedad) CVF» o «G (Grupo) CVF». CT protesta. EN sugiere «A (Aquelarre) CVF», en broma. Impaciencia creciente. FR propone votación sobre cambio, DY le apoya. Votos: 4 a favor, 13 en contra. Moción rechazada.

[Alguien ha añadido a mano: «¡Otra vez! ¡Menuda imbécil!»].

3. Fondos/Informe tesorero.

EN informa de los diversos pagos realizados este trimestre, por un total de £—. [La suma está borrada con tinta negra.] Se acuerda mantener las cuentas al día para evitar repetir la debacle de Gouldy—Statten. Cuotas mayormente al corriente y con

[Este es el final de una página y la última que tengo de esta acta.]


[El siguiente documento es una hoja suelta que parece escrita con procesador de textos.]

1 de septiembre de 1992

MEMORÁNDUM

Se ruega a los miembros un mayor cuidado en la manipulación de las piezas de la colección. El debido celo se ha relajado de manera inaceptable. A pesar de su presencia vigilante, los conservadores han informado de diversos desperfectos, entre los que se cuentan: huellas digitales en fragmentos de cristal y madera recuperados; manchas de tinta en cornisas; marcas de calibrador en canalones y herrajes, y residuos de cera en llaves.

Naturalmente que la investigación requiere cierta manipulación, pero si los miembros no son capaces de respetar estas piezas excepcionales, las condiciones para acceder a ellas podrían pasar a ser incluso más estrictas.

Antes de entrar, recuerden:

· Tengan cuidado con sus instrumentos.

· Lávense siempre las manos.


[La siguiente página está numerada «2» y comienza a mitad de un párrafo. Por suerte incluye una cabecera.]

Documento núm. 223, FCVF, julio 1981

incierto, pero hay pocos motivos para dudar de su veracidad. Los resultados de ambas muestras fueron exactamente los esperables para VD, lo que apunta a la inexistencia de diferencias entre VD y VF incluso a nivel molecular. Es de presumir que cualquier distinción se manifieste a otro nivel, uno más alto, el morfológico, lo que escapa a nuestros intentos por compararlas; o en el de una esencia incorpórea y, por lo tanto, fuera por completo de nuestras posibilidades de medición.

Sea cual sea la realidad, el hecho de que las dos muestras de argamasa de VF puedan incorporarse a la colección FCVF es motivo de celebración.

Este trabajo debería estar en disposición de ser presentado a finales de este año.

INFORME DE PROGRESO

Las VF y la hermenéutica

B. Bath

Problemas del conocimiento y la problemática de Conocer. Consideraciones sobre las VF como Sagradas Escrituras urbanas. La cábala considerada como modelo interpretativo. Estudio de las VF como patrón de interferencia. Investigación actualmente en curso, fecha prevista de finalización del trabajo aún por determinar.

INFORME DE PROGRESO

Los recientes cambios en el comportamiento de las VF

E. Nugen

Es bien sabido que rastrear los movimientos de las VF resulta harto difícil. [Aquí se ha garabateado lo siguiente: «¿Estás de coña? ¿Qué cojones te crees que estamos haciendo aquí todos?»] Reconstruir estas pautas como realidades de longue durée, [el acento está añadido a mano] es ineludiblemente un trabajo de desentrañamiento de registros históricos que, por su propia naturaleza y definición, son parciales, anecdóticos e inciertos. Como la mayoría de mis lectores saben, desde largo tiempo atrás mi objetivo ha sido extraer de los anales de nuestra sociedad pruebas de ciclos prolongados (véase documento de trabajo núm. 19, A vueltas de nuevo con la curva de Statten), objetivo en el que no he fracasado por completo.

He recopilado las pruebas de los principales avistamientos verificados que han tenido lugar en Londres durante las últimas tres décadas (dos de los cuales me corresponden a mí) y puedo afirmar de manera concluyente que el tiempo entre la llegada y partida de una VF a un emplazamiento se ha reducido en un factor de 0,7. Las VF ahora se mueven más deprisa.

Por añadidura, rastrear sus movimientos tras cada aparición se ha vuelto más complicado e (incluso) más incierto. En 1940, el resultado de aplicar la matriz de Deschaine a una hora de llegada y un lapso de permanencia dados de una determinada VF permitía predecir los parámetros de reaparición con una probabilidad del 23% (con un margen de error de dos meses y tres kilómetros doscientos metros); hoy el resultado de este mismo cálculo nos proporciona tan solo una probabilidad del 16%. Las VF son menos predecibles de lo que jamás lo han sido (a excepción, tal vez, del Decenio Perdido de 1876-1886).

Esta modificación en su comportamiento no se produce de forma gradual sino intermitente, a rachas repentinas en el transcurso de los años: una vez entre 1952 y 1953, otra a finales de 1961, y de nuevo en 1972 y en 1976. Las causas y consecuencias siguen sin conocerse. Cada uno de estos momentos clave se ha traducido en un incremento en la velocidad de cambio. El hecho de que las VF se muestran últimamente más asustadizas y agitadas —ese dato empírico que todos conocemos— parece ser cierto.

Mi intención es presentar este trabajo terminado dentro de dieciocho meses, a más tardar. Deseo agradecer a CM su ayuda en la investigación. [Supongo que este CM es el Charles Melville al que iba dirigido el paquete. Sujeta con un clip al anterior documento de la FCVF estaba esta nota manuscrita:]

Sí, Edgar es un pedante y un imbécil, pero ha dado con algo importante.

[¿Con qué ha dado Edgar N.? Me lo pregunté entonces, por supuesto, y me lo sigo preguntando, aunque ahora creo saberlo tal vez].


[A continuación hay un documento diferente a los anteriores. Es un folleto de pocas páginas. Al empezar a leerlo fue cuando paré, fruncí el ceño, miré de nuevo el sobre y me percaté de mi involuntaria intromisión, y casi al momento decidí que no iba a dejar de leer. «Decidí» no refleja adecuadamente la premura con la que seguí adelante, como si no me quedase otra opción. Ahora bien, decir esto último sería exculparme de mi mala acción, algo que no voy a hacer, de modo que digamos que decidí; aunque no estoy convencido de que así fuera. En cualquier caso, continué leyendo. Este documento está impreso por ambas caras, como un folleto publicitario. La primera frase lo está en una fuente de letra grande y roja, y constituye la portada del mismo.]

URGENTE: Informe de un avistamiento

Testigo principal: FR

Secundario: EN

El jueves 11 de febrero de 1988 entre las 3.00 y las 5.17 de la mañana ―hasta donde resulta posible asegurarlo― y un poco al sur de la calle High Street de Plumstead (C. P. SE18), se manifestó Varmin Way.

Aunque algo más corta que en su última aparición conocida (Battersea 1983, véanse las concordancias de VF), Varmin Way ha adoptado una configuración ondulada debido a las limitaciones de espacio. Un extremo linda con Purrett Road entre los número 44 y 46, a doce metros al norte de Saunders Road aproximadamente; entonces Varmin Way parece describir una curva con la forma de una ese de rasgos apretados y termina a mitad de Rippolson Road, entre los números 30 y 32 (véase mapa adjunto).

[No hay mapa.]

En cada una de las calles en las que desemboca, Varmin Way ha separado dos viviendas anteriormente adosadas. Una de las de Rippolson Road está deshabitada; se ha interrogado subrepticiamente a los moradores de las otras tres, pero los comentarios de todos ellos sobre la nueva recién llegada solo traslucen indiferencia. Por ejemplo: cuando FR ha preguntado a un hombre si sabía cómo se llamaba «ese callejón», este ha echado una ojeada a la calle ahora colindante con su casa, se ha encogido de hombros y ha dicho que «ni pajolera idea». Huelga decir que esta reacción es típica en las inmediaciones de los emplazamientos de manifestaciones de VF (véase B. Harman, Sobre la inadvertencia, documento de trabajo núm. 5, FCVF).

Una excepción parcial es un hombre de treinta y cinco años de Purrett Road, residente en la vivienda de ladrillos que ha pasado a estar ubicada en la acera norte de Varmin Way. Al observarlo cuando se dirigía hacia Saunders Road, se lo vio tropezar en el nuevo bordillo al atravesar Varmin Way. Miró el asfalto y luego los ladrillos de las esquinas de las casas del cruce, caminó atrás y adelante, cinco veces, con expresión de extrañeza, mirando calle abajo pero sin entrar en ella, antes de continuar su camino, no sin dejar de echar un par de ojeadas por encima del hombro.

[Este es el final de la página central del folleto. Dentro hay metida una carta manuscrita plegada, así que he decidido reproducirla aquí, en mitad del texto del folleto. Dice]:

Charles,

Tengo prisa. Siento muchísimo no haber podido ponerme en contacto contigo antes —como es lógico, el teléfono no era una opción—. Ya te dije que podía arreglármelas: Fiona se encontraba desplegada sobre el terreno solo gracias a mí, pero modestamente la he hecho figurar como testigo principal, por puro politiqueo. Charles, estamos a punto de entrar y te aseguro que incluso desde donde estoy ahora veo la prueba: esta vez sí que es la buena. La próxima vez, la próxima… ¡O vente ya mismo! Te envío esto por correo urgente (¡por supuesto!) para que cuando lo recibas corras aquí. Pero ya conoces la reputación de Varmin Way: es inquieta, probablemente ya no esté. ¡Pero ven a buscarme! Yo sí estaré al menos.

Edgar

Al final de esta carta figura el siguiente añadido, escrito con la misma caligrafía de la nota inicial del paquete.

¡Menudo capullo! Supongo que esto fue cuando vuestras posturas se distanciaron. ¿Por qué te dejó de lado así, y por qué tanta doblez?

[El folleto continúa después]:

La investigación preliminar muestra que en las casas de Purrett Road que ahora están separadas los nuevos muros que dan a Varmin Way son de hormigón liso. Sin embargo, los de las casas de Rippolson Road son de un ladrillo similar al de sus fachadas, lucen el sello habitual de identidad de las VF y en la parte superior están salpicados de pequeñas ventanas, a través de cuyos visillos no se vislumbra nada (véase Sobre variedad neomural, H. Burke, documento de trabajo núm. 8, FCVF).

Hasta donde se alcanzan a divisar las entrañas de Varmin Way desde las calles en las que desemboca, sus características son las habituales de la morfología VF (en otras palabras, en apariencia es de lo más corriente) y acordes a sus descripciones documentadas con anterioridad. En esta manifestación, al ser más corta, FR y EN pudieron llevar a cabo el experimento de resonancia Bowery, emplazándose cada uno en un extremo de la VF y gritándose el uno al otro, de punta a punta de la calle (hasta que se vieron forzados a parar por causas externas).

[Aquí figura la siguiente anotación escrita con la letra de Edgar: «¡Un macarra del barrio que amenazó con cargárseme como no cerrara el pico!»].

Ambos oyeron perfectamente a su compañero, a pesar de las curvas existentes en esta configuración de Varmin Way.

Nuevos experimentos en perspectiva.


[Cuando llegué a este punto estaba temblando. Tuve que parar, salir de la habitación, beber un poco de agua y obligarme a respirar despacio. Me siento tentado a añadir más sobre esto, sobre las repentinas e inquietantes especulaciones que estos documentos suscitaron en mí, pero creo que no debería entrar en ello.

Justo a continuación del informe del avistamiento había otro folleto de aspecto similar.]

URGENTE

Informe de unainvestigación abortada

Presentes: FR, EN, BH.

[Aquí figura un nuevo comentario escrito con la letra del contacto anónimo de Charles. Dice: «No quiero ni pensar lo destrozado que te dejaría ser remplazado por Bryn como nuevo favorito. ¿Qué es lo que hiciste exactamente para cabrear así a Edgar?]

A las 11.20 de la noche del sábado 13 de febrero de 1988, desde el extremo en Rippolson Road, se llevó a cabo una inspección preliminar de Varmin Way. Se tomaron fotografías que establecen la identidad de la VF (figura 1).

[La figura 1 es una reproducción de sorprendente buena calidad de una instantánea que muestra una señal con el nombre de una calle junto a una pared, a la altura de la cadera, sobre dos pequeños postes de metal o madera. La imagen se ve desde un ángulo extraño, que creo se debe a que no ha sido tomada justo desde el frente, sino desde más lejos, desde Rippolson Road. Con una fuente tipo serif de estilo antiguo bastante poco corriente, la señal dice «Varmin Way»].

Mientras el grupo se preparaba para la expedición, acaecieron, o se insinuaron, determinados sucesos que llevaron al aplazamiento de la misma y a un inmediato reagrupamiento en una cafetería de la calle High Street de Plumstead, que permanece abierta hasta entrada la noche.

[¿Cuáles fueron esos sucesos? La intencionada imprecisión me hace pensar en algo que no se ha plasmado en el papel de manera deliberada, algo que los lectores de este informe, o tal vez un subconjunto de entre ellos, iban a comprender. En estos escritos se mezclan de forma extraña lo impreciso y lo científicamente exacto (incluso el hecho de que no se identifique la cafetería resulta sorprendente). Pero es la siniestra vaguedad de esos determinados sucesos lo que no deja de inquietarme.]

Cuando el grupo regresó a Rippolson Road a las 11.53 de la noche, descubrió con gran contrariedad que Varmin Way se había desmanifestado.

[El documento termina con dos fotografías en blanco y negro sin nota explicativa alguna ni leyenda. Ambas están tomadas a la luz del día. La de la izquierda es la imagen de dos viviendas, una a cada lado de una callecita de casas bajas de hace un siglo, que da la sensación de describir una abrupta curva hacia la derecha y luego se desdibuja rápidamente en la distancia. La de la derecha vuelve a ser de esas dos fachadas, pero ahora las casas —que se reconoce son las mismas por una grieta en una ventana, una mancha de pintura bajo un marco, los esmirriados jardines delanteros y las descuidadas budelias— están juntas. Ya no son semiadosadas. Ya no hay una calle entre ellas].


[Bien.

Paré un rato. Tenía que parar. Y luego tuve que continuar leyendo.

Una sola hoja de papel. De nuevo escrita a máquina, salvo el nombre; esta, con una máquina eléctrica.]

¿Lo viste, Charles? Los daños, a mitad de Varmin Way. Están ahí, se ven en la fotografía en ese informe. [Debe de estar refiriéndose a la imagen de la izquierda. La examiné con atención, a simple vista y con lupa, pero no distinguí nada.] Es como en las tejas de pizarra de Scry Pass, las que te enseñé en la colección. Tú sí las viste, las estrías y marcas, incluso aunque ninguno de los malditos conservadores se percate. Varmin Way no estaba solo de paso, estaba descansando, se estaba recuperando, Había sido atacada. Estoy en lo cierto.

Edgar


[Continué leyendo.

Aunque no están firmadas, a juzgar por la letra, lo que sigue son un par de páginas de otra carta mecanografiada de Edgar.]

manifestación más antigua que he podido rastrear tuvo lugar allá por mil setecientos poco (habrás oído que alrededor de 1790 ó 1791 ―tonterías, esa es solo la postura oficial basada en los archivos―, pero aunque este dato no esté verificado, hazme caso, es correcto). Tan solo unos pocos años después de la Revolución Gloriosa de 1688 nos encontramos con que Antonia Chesterfield se refiere en su diario a «esa calle ratonera, que corretea entre Waterloo y The Mall, verdadera alimaña de nombre y asimismo de condición. Aguardaos della: si tocares una rata os morderá, como descubrieron otros, de los nuestros y de la chusma de la calle alimaña». Esta es una referencia a Varmin Way; la señora Chesterfield pertenecía a la organización precursora de la Fraternidad (y a ella no la habrías oído quejarse de ese nombre. ¡Toma nota, Fiona!).

Ya ves lo que está diciendo, y creo que ella fue la primera. No lo sé, Charles, establecer correlaciones es muy difícil, pero mira el resto de candidatas: Shuck Road, Caul Street, Stang Street, Teratologue Avenue (esta última creo que es bastante voraz), entre otras. Hasta donde he podido averiguar, Vermin Way y Stang Street se mostraban de lo más hostiles entre ellas en aquella fase, aunque casi con toda seguridad ahora no están enfrentadas. Nada sorprendente. Sole Den Road es el gran enemigo hoy en día (¿te acuerdas de 1987?).

(A propósito, hablando de esa primera manifestación de Varmin, ¿has llegado a leer entero el antiguo criptolito que te envié?

El escribano se adentró en un dédalo de callejones

Que a la caída del día ya había desaparecido de nuevo

Buscando a Jake y otros relatos

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