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ОглавлениеCAPÍTULO 1
EL AUGE DE LA POSMODERNIDAD
En 1976, mucha gente en la Tate Gallery de Londres se molestó debido a la obra de Carl Andre, Equivalent VIII (1966), una pila rectangular de ladrillos; es un objeto típicamente posmoderna. Ahora que está instalada en la galería Tate Modern, no coincide mucho con el canon de la escultura modernista; no es formalmente compleja o expresiva, ni particularmente atractiva cuando se le mira, podríamos incluso decir que rápidamente llega a ser aburrida y fácil de repetir. Dado que carece de toda característica que la pudiera hacer interesante (a menos que se siga la mística de los números pitagóricos), nos provoca pensar en su contexto más que en su contenido: ¿qué sentido tiene? ¿por qué está en un museo? Otra cosa relativamente común es que se hace necesario generar una teoría con respecto a la obra que llene el vacío del interés. Tal vez provocar preguntarse, ¿es realmente arte o es solo una pila de ladrillos que pretende ser arte? Sin embargo, esta pregunta no tiene mucho sentido en la era posmoderna, en la que parecemos aceptar generalmente que es la institución de la galería, más que otra cosa, lo que la ha convertido, en la práctica, en una “obra de arte”. Las artes visuales son básicamente lo que los curadores de los museos desean mostrarnos, ya sean obras de Picasso o vacas cortadas en trozos, y depende de nosotros estar al tanto de las ideas que rodean a estas obras.
Muchos posmodernos (y, obviamente, los directores de los museos que los apoyan) quieren que dediquemos tiempo a pensar con respecto a las ideas que rodean a este “arte minimalista”. Una pila de ladrillos es intencionalmente básica; confronta y niega las cualidades emocionalmente expresivas del movimiento anterior, el modernismo. Tal y como el famoso Urinal de Duchamp o la rueda de bicicleta que montó en un banquillo, la obra pone a prueba nuestra respuesta intelectual y nuestra tolerancia ante los trabajos que una galería pone a disposición del público; aborda puntos bastante críticos que se convierten en presunciones sobre el arte bastante negatorias de sí mismas. André señala: “Lo que intento encontrar son conjuntos de partículas y reglas que se combinen de la forma más sencilla” e indica que sus equivalentes son “comunistas, ya que su forma es igualmente accesible para todos”.
Sin importar lo políticamente correcta que pueda ser la interpretación de esta escultura, no es tan atractiva como El beso de Rodin o como las estructuras abstractas mucho más complejas de escultores como Anthony Caro. El avant-gardismo teórico de Andre, que pone a prueba nuestra respuesta intelectual, sugiere que el placer que sentimos con el arte más antiguo es algo dudoso. Objetos como este están profundamente relacionados con el puritanismo, con la forma en que abordamos ciertos temas y con hacer que el público se sienta culpable o perturbado.
Estas son actitudes típicas de la gran mayoría del arte posmoderno y generalmente tienen una dimensión política. La obra que le valió el premio Turner en 2001 a Martin Creed sigue esa tradición. Es una habitación vacía, en que las luces se encienden y apagan.
A continuación, escribiré sobre artistas posmodernos, gurús intelectuales, críticos académicos, filósofos y sociólogos, como si todos fueran parte de un partido político extrañamente constituido y combativo entre sus miembros. Este partido es fundamentalmente internacionalista y “progresivo”. Es más de izquierda que de derecha y tiende a verlo todo, desde la pintura abstracta hasta las relaciones personales, como instancias políticas; no está demasiado unificado en cuanto a su doctrina, e incluso aquellos que más han contribuido a sus ideas y manifiestos reniegan indignados de su pertenencia, pero de todos modos el partido posmoderno considera que su momento ha llegado. Está seguro de su inseguridad y frecuentemente indica que ha logrado ir más allá de las ilusiones de otros y ha llegado a la naturaleza “real” de las instituciones políticas y culturales que nos rodean.
Debido a esto, los posmodernos generalmente siguen a Marx. Señalan que están muy al tanto del estado único de la sociedad contemporánea, imbuida en lo que denominan la “condición posmoderna”.
Por lo tanto, los posmodernos no solo apoyan los “ismos” estéticos o los movimientos de avant-garde, como el minimalismo o el conceptualismo (desde el que surgieron trabajos como el de André). Tienen una forma diferente de ver el mundo en sí, y usan un conjunto de ideas filosóficas que no solo impulsan una estética, sino que también analizan la condición de “capitalismo tardío” de la posmodernidad. Esta condición supuestamente nos afecta a todos, no solo a través del arte de avant-garde, sino que en niveles más fundamentales, a través de la influencia del enorme crecimiento de la comunicación por medios electrónicos que Marshall McLuhan denominó la “aldea electrónica” en los sesenta. Sin embargo, en nuestra “sociedad de la información” se desconfía de la mayor parte de ella, ya que contribuye más a la confección de la imagen de aquellos en el poder que al avance del conocimiento. En consecuencia, la actitud posmoderna es de sospecha, incluso llegando a la paranoia (como se puede ver, por ejemplo, en las novelas conspiranoides de Thomas Pynchon y Don DeLillo, y en las películas de Oliver Stone).
Frederic Jameson, un importante comentador marxista de la posmodernidad, cree que el Hotel Westin Bonaventura de Jon Portman en Los Ángeles es un claro ejemplo de esta condición. La extraordinaria complejidad de sus entradas, su aspiración de ser “un mundo completo, una suerte de ciudad miniatura” y sus ascensores en movimiento permanente lo convierten en una “mutación” hacia un “hiperespacio posmoderno” que trasciende las capacidades humanas de posicionarse, de encontrar un lugar en el mundo físico. Según Jameson, “la gran confusión” es un dilema, un “símbolo y un análogo” de la incapacidad de nuestras mentes. de mapear la gran red comunicacional mundial y descentralizada en que estamos insertos como individuos. Muchos hemos sentido algo parecido en el Barbican Centre de Londres.
Esta perspectiva de “perdido en un gran hotel” muestra que la posmodernidad es una doctrina para la metrópolis, en que un nuevo ambiente de ideas ha surgido con una nueva sensibilidad. Sin embargo, estas ideas y actitudes siempre se han debatido, y en las siguientes páginas combatiré el escepticismo posmoderno con el mío. De hecho, negaré que las perspectivas políticas y filosóficas, y las formas artísticas sean tan dominantes como podría sugerir la proclamación de una nueva era “posmoderna”.
De todos modos, incluso si nos restringimos a la corriente de ideas dentro del avant-garde artístico desde el año 1945, es obvio en estos momentos que podemos percibir un punto de quiebre con respecto a las del periodo modernista. El trabajo de James Joyce difiere mucho del de Alain Robbe-Grillet; el de Igor Stravinsky del de Karlheinz Stockhausen; el de Henri Matisse del de Robert Rauschenberg: el de Jean Renoir del de Jean-Luc Godard; el de Jacob Epstein del de Carl Andre; y el de Mies van der Rohe del de Robert Venturi. Cómo interpretar el contraste entre el modernismo y la posmodernidad depende principalmente de los valores propios; no existe solo una línea de desarrollo.
Figura 1. Interior del Hotel Westin Bonaventure por Portman. “Hiperespacio posmoderno”.
Muchas de estas diferencias se originaron en la sensibilidad de los artistas al cambio en el ambiente de las ideas. A mediados de los sesenta, los críticos como Susan Sontag y Ihab Hassan habían empezado a señalar algunas características, en Europa y los Estados Unidos, de lo que denominamos posmodernidad. Expresaron que el trabajo de los posmodernas era intencionalmente menos unificado, menos virtuoso y más divertido o anárquico; más preocupado de los procesos de nuestra comprensión que de los placeres de las terminaciones artísticas o su unidad; menos inclinado a tener una narrativa conjunta y ciertamente más renuente a una interpretación determinada que el movimiento que le antecedió. Veremos algunos ejemplos de esto más adelante.
El auge de la teoría
Algo después del periodo en el que los artistas antes mencionados se establecieron, ocurrieron acontecimientos posmodernos más profundos: “el auge de la teoría” entre los intelectuales y los académicos. Los trabajadores de todos los campos desarrollaron un sentido excesivamente crítico de consciencia de sí mismos. Los posmodernos reprochaban a los modernistas (y a sus presuntamente “ingenuos” lectores, espectadores o auditores) por su creencia en que una obra de arte podría, de algún modo. ser atractiva para toda la humanidad y estar libre de elementos políticos divisivos.
El auge de los grandes artistas innovadores de posguerra (Stockhausen, Boulez, Robbe-Grillet, Becket, Coover, Rauschenberg y Beuys) antecedió (y muchos podrían decir que complementó y explicó) a un enorme crecimiento en la influencia de varios intelectuales franceses, en particular el teórico social marxista Louis Althusser, el crítico cultural Roland Barthes, el filósofo Jacques Derrida y el historiador Michel Foucault, quienes empezaron su trabajo al pensar sobre las consecuencias del modernismo y extrañamente extendieron su relación al avant-garde contemporáneo. Althusser estaba preocupado de Brecht; Barthes de Flaubert y Proust; Derrida de Nietzsche, Heidegger y Mallarmé; y Foucault de Nietzsche y Bataille. A mediados de los años setenta se hacía complejo saber qué preocupaba a la mayoría de los posmodernos: la creación de un tipo específico de experiencia artística (perturbadora) o las nuevas oportunidades de interpretación filosófica y política que ofrecía. Muchos dirían ahora que para los posmodernos más comprometidos, las implicancias interpretativas siempre se privilegiaron (de forma desastrosa) por sobre las formas artísticas agradables y la sofisticación formal que tantos habían aprendido a apreciar en el arte modernista.
Este marco de ideas totalmente nuevo se exportó desde Francia hacia Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos a fines de los sesenta y principios de los setenta. Para las protestas estudiantiles de 1968, el pensamiento filosófico más avanzado se había apartado del existencialismo fuertemente ético e individualista que era típico de la era de posguerra (Sartre y Camus eran sus exponentes más publicitados), acercándose a actitudes más escépticas y antihumanistas. Las nuevas creencias se expresaban en lo que ahora conocemos como teoría deconstructivista y posestructuralista. que revisaremos posteriormente. Los “nuevos novelistas” franceses también se alejaron del interés en los estados filosófico-emocionales de angustia y absurdo y del compromiso con los atractivos mímicos de una novela narrada de forma tradicional como La Nausea, de Sartre, o La peste y El extranjero, y abordaron formas antinarrativas mucho más frías y llenas de contradicciones, como los textos de Alain Robbe-Grillet, Philippe Sollers y otros quienes no estaban interesados en los personajes individuales o en un suspenso e interés narrativos coherentes, sino en cómo se desarrollaba su propio lenguaje de autoría.
Las nuevas ideas, si bien inspiraron literatura y dominaron su interpretación en los círculos académicos, echaron raíces fuera de las artes. Barthes estaba interesado principalmente en la aplicación de modelos lingüísticos a la interpretación del texto; el trabajo filosófico de Derrida comenzó como crítica de la lingüística; y el de Foucault estaba enfocado en las ciencias sociales y la historia. También estaban relativamente guiados por la relectura o redención de Marx, cuyo dominio en lugares como la Unión Soviética, antes de 1989, se explicaba de forma liviana debido a un socialismo burocrático mal aplicado. La mayoría de los intelectuales franceses responsables de la inspiración teórica de la posmodernidad trabajaron con un paradigma ampliamente marxista.
Por lo tanto, las doctrinas posmodernas abordaban gran parte del pensamiento filosófico, político y sociológico que se diseminó hacia el avant-garde artístico (particularmente en las artes visuales) y hacia las facultades de humanidades de las universidades en Europa y Estados Unidos como “teoría”; en el periodo posmoderno existió un dominio extraordinario del trabajo de los académicos sobre los artistas.
Esto no era “teoría”, según se puede entender en el marco de la filosofía de la ciencia (donde las teorías se prueban y pueden resultar comprobables o falsas) o de la filosofía angloamericana, ampliamente empírica. Era un discurso mucho más egoísta y escéptico, que adaptaba los conceptos generales derivados de la filosofía tradicional a materiales literarios, sociológicos y otros, a los que se dio un giro posmoderno.
¿Perdido en la traducción?
Muchos expositores académicos de la teoría posmoderna en Inglaterra y los Estados Unidos se concentraron en la traducción del pensamiento continental. Esto llevó a varios cuestionamientos culturales trasplantados interesantemente y a un quiebre drástico con tradiciones existentes. Por ejemplo, la teoría posmoderna heredó la preocupación por las funciones del lenguaje del estructuralismo, pero cuando Jacques Derrida se centró en los problemas referenciales (del lenguaje a la realidad no lingüística externa) volvió a la teoría del lingüista Ferdinand de Saussure. Derrida tuvo algunas dificultades con esto (en De la grammatologie) debido a su ignorancia de que muchos de los problemas que él trataba y la (extremadamente compleja) posición en la que se puso, según gran parte de la comunidad filosófica, habían sido mejor planteados y más rigurosamente revisados por Ludwig Wittgenstein. Sin embargo, Derrida no menciona a Wittgenstein en sus trabajos anteriores. Muchos teóricos literarios derridanos ignoraban totalmente la historia de los problemas filosóficos y no conocían algunas de las soluciones normales que se les aplicaban en la tradición filosófica angloamericana. Esto llevó a una división intelectual, incomprensión mutua y a divisiones en muchas facultades universitarias que persisten hasta hoy.
Los posmodernos, quienes justificadamente sentían mucho entusiasmo por las doctrinas éticas y políticas de liberación, a la vez dependían enormemente del prestigio extraordinario de estas nuevas autoridades intelectuales, cuya influencia era ampliamente dependiente de una jerga neologizante, que hacía que sus ideas parecieran tremendamente complejas y profundas y que provocaba enormes problemas a quienes los traducían: Según el filósofo estadounidense John Searle:
Una vez, Michel Foucault señaló que el estilo de prosa de Derrida era “obscurantisme terroriste”. El texto está escrito de forma tan opaca que no se puede entender cuál es su idea principal (de ahí “obscurantisme”) y el autor responde a quién critica esto: Vous m’avez mal compris; vous êtes idiot’ (de ahí, “terroriste”).
New York Review of Books, 27 de octubre de 1983.
Las figuras del habla opacas, por no decir ofuscadoras, de estos intelectuales incluso buscaban ser un desafío a la claridad “cartesiana” de las explicaciones, la que señalaban provenía de una dependencia sospechosa en las certezas “burguesas” con respecto al orden mundial. Roland Barthes, al discutir sobre literatura francesa del siglo XVII, señala:
Sin duda, existió cierto universalismo al escribir que se extendió a las elites europeas que vivían el mismo estilo de vida privilegiado, sin embargo, esta comunicabilidad del francés, tan valorada, solo ha sido horizontal. Nunca fue vertical, pues nunca llego a las profundidades en que estaban las masas.
Roland Barthes, Oeuvres Complètes vol. I (1942-1965).
Se prefería utilizar juegos de palabras que sonaran curiosos en lugar de una lógica correcta y políticamente sospechosa, lo que desembocó en una teoría que era más literaria que filosófica y que rara vez, si es que alguna vez lo logró, pudo llegar a conclusiones empíricamente verificables, pues era extremadamente complejo saber qué significaban. Para los seguidores de los maestros de la teoría, esto se convirtió en una carga muy placentera de exposición y defensa de la traducción. Los maestros franceses escribieron de forma totalmente avant-gardista, en desmedro de la claridad de su propia tradición nacional; son los miles de ecos, adaptaciones y esperables malentendidos de sus oscuros escritos los que han formado la frecuentemente confundida y pretenciosa psique colectiva de los posmodernos.
A continuación tenemos un ejemplo de una oración bastante común, que obtuvo el segundo lugar en el concurso anual de mala escritura realizado por la revista académica Philosophy and Literature. El extracto proviene del muy citado “The Location of Culture” (1994) de Homi Bhabba y puede que al final de este libro se entienda con mayor claridad.
Si, por un momento, las argucias del deseo se hacen ponderables en su uso dentro de una disciplina, prontamente la repetición de la culpa, la justificación, las teorías pseudocientíficas, la superstición, las autoridades espurias y la clasificación deben considerarse como esfuerzos desesperados de “normalizar” de manera normal la perturbación de un discurso divisorio, que viola las ilustradas afirmaciones racionales de su modalidad de enunciación.
En consecuencia, existe mucho contraste y tensión entre la posmodernidad que derivó de los intelectuales franceses y la corriente más popular de pensamiento filosófico liberal angloamericano de la época. La tradición existente había sido muy cauta, en un sentido postorwelliano, de las jergas, de las síntesis grandilocuentes y de la ideología relacionada con el marxismo. En los sesenta y principios de los setenta estaba muy comprometida con métodos bastante diferentes, y más específicamente, con la idea de que la filosofía debía funcionar dentro de un “lenguaje ordinario” que fuera accesible a todos; incluso cuando fuera técnico, debía propender hacia la claridad máxima. El trabajo clásico de la filosofía en inglés, desde El concepto de lo mental (1949) de Gilbert Ryle hasta Teoría de la justicia (1971) de John Rawls, utilizaba estas formas para llegar a un método esencialmente colaborativo y consensuado y para tener una mayor claridad y una corrección progresiva de parte de los filósofos en su conjunto (a los que, de hecho, la autoridad original podría responder, al igual que lo hizo Rawlins en su obra posterior, Liberalismo político, 1993). En ese sentido, estuvo influenciado tanto por el modelo de cooperación científica como por el modelo socrático. Sin embargo, las ideas posmodernas, a pesar de sus relaciones con el marxismo y sus aspiraciones políticas, nunca tuvieron la intención de calzar en esta suerte de marco de trabajo consensuado y colaborativo. Muchos posmodernos consideraban que esto sólo habría reproducido una visión burguesa del mundo y que habría apuntado a una aceptación universal injustificable. En cierto sentido, el posmoderno francés es un verdadero sucesor del movimiento surrealista, el que también intentó alterar una forma supuestamente “normal” de ver las cosas.
El peligro, y también el punto de todo, para muchos modernistas, de llenar una retórica literaria de argumentos filosóficos y teóricos es que esto conduce a que el texto quede sujeto a todo tipo de interpretación. Como podremos ver, existe un profundo irracionalismo en el alma de la posmodernidad, una suerte de desesperanza sobre las funciones públicas de la razón, derivadas de la ilustración, la que no se encuentra en ninguna de las otras disciplinas intelectuales de fines del siglo veinte (por ejemplo, en la influencia de las ciencias cognitivas sobre la lingüística o en el uso de modelos darwinianos para explicar el desarrollo mental). Los editores promocionan los libros persuasivos de los posmodernas no en base a sus desafiantes hipótesis o argumentos, sino en base a su “uso de la teoría”, sus “reflexiones”, sus “intervenciones” y su “forma de abordar” (en lugar de responder) las preguntas.
Algunas distinciones más amplias entre la filosofía y la ética, la estética y la sociología política de la posmodernidad estructuran el relato que mostramos a continuación. En estas tres áreas, los criterios de la posmodernidad varían bastante: el término “posmoderno” en sí mismo apunta a una mezcla de implicancias ideológicas y del periodo histórico. Por lo tanto, la aspiración de cualquier obra de arte, pensador o práctica social que busque tipificar las doctrinas posmodernas o diagnosticar con precisión “la condición social de la posmodernidad” dependerá de los criterios extremadamente diversos que han dominado las mentes de la mayoría de los comentadores del tema, entre los que me incluyo. De todos modos, espero captar una visión ampliamente consensuada de la posmodernidad.
Presentaré aquellas ideas más importantes dentro de esta familia, sin embargo, en el espacio que tengo disponible no puedo prestar demasiada atención a las intrigantes disputas entre ellas. Me concentro en las que considero como las ideas posmodernas más viables y de larga data, y especialmente en aquellas que nos ayudan a caracterizar y entender el arte y las prácticas culturales innovadoras del periodo a partir de mediados de los años sesenta.
Debemos prepararnos para considerar muchas ideas posmodernas como muy interesantes e influyentes, y como elementos componenciales de un arte experimental, pero, en el mejor de los casos, confusas, y en el peor, falsas. Esto es algo relativamente frecuente, las ideas principales esenciales de muchas épocas culturales están sujetas a la crítica. Una vez redescubiertas, estas ideas se reinterpretan (como la idea romántica de la imaginación) o se condenan a la obsolescencia (como el mesmerismo en la medicina). Todos los movimientos intelectuales extremistas en la historia, entre los que se encuentra la posmodernidad, han tenido estas características. Hoy en día, nadie comparte la totalidad de la visión romántica de la imaginación, aunque sus funciones siguen siendo una preocupación central y permanente. Por otra parte, el mesmerismo del siglo dieciocho y el hipnotismo del siglo veinte distan mucho entre sí. El surgimiento de ideas radicales (y de partidos políticos radicales) en el siglo veinte generalmente llevó a la desilusión y posteriormente a la modificación, destino que parece compartir la posmodernidad entre los años sesenta y los noventa. Después de todo, ya había durado tanto como el alto modernismo del periodo preguerra (del cual, para aquellos a su favor, fue un reemplazo políticamente progresivo, y para quienes se oponían, su último aliento decadente).