Читать книгу 21 Gramos - Cintia Lorena Delgado - Страница 7

I.
Nocturnal

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Encendí mi duodécimo cigarrillo de la noche y me quité el flequillo de los ojos. Mi fría y tenebrosa sonrisa heló a los tres que estaban sentados a mi alrededor en la mesa redonda de algarrobo. Puse la vista sobre ellos e hice bailar mis huesudos dedos sobre las cartas a la altura de mi rostro. Era mi mano y lo sabían, podían olerlo en mi aura, estaba regocijándome de placer y quería disfrutarlo, tenía que hacer la jugada de una vez, pero lo demoré. El momento tenía un sabor especial, justo como el jugo sangriento del filete mal cocido que trituré con mis afilados colmillos veinte minutos atrás. Los nervios en los ojos de dos de esos tres incrementaron mi placer. Fijar mis profundos ojos negros sobre ellos mientras mis gruesas cejas querían unirse entre sí sobre el nacimiento de mi nariz adicionaba un condimento extra. Como el guacamole al taco, el azufre al alquitrán de este delicioso cigarro, el portaligas a los muslos femeninos.

Podía comenzar y terminar guerras, mover políticos a mi antojo, como si estuviera en un tablero de ajedrez. En mi tablero de ajedrez. Según qué tan aburrido me encuentre. Pero esta noche me costaba vencer en póker a la inmundicia esa sentada a mi derecha llamada Samuel, quien me miraba sin expresión alguna, algo tan fácil de hacer para él. ¿Qué se había puesto? Un ridículo traje color ladrillo cuyos pantalones pinzados eran algo cortos y al sentarse dejaban ver su talón al final, vistiendo unas igual de ridículas medias beige con rayas blancas, sin mencionar esos zapatos color té con leche que yo y mi buen gusto jamás usaríamos. Pero ya me había acostumbrado a lastimar mis retinas viendo su “extravagante y carente de estilo” modo de vestir. Su pálido rostro no decía nada, estaba tácito y pausado como cuando comenzó la partida y sus ojos verdes brillantes parpadeaban aireados y relajados, unos ojos que cualquier mortal desearía no ver jamás, pero que apreciaría en todo su esplendor al final de su corta existencia. Desde mi primer día en la ciudad a Samuel le gustaba visitarme seguido, era su forma de controlarme y dar un paseo, por eso siempre tenía preparado para él su whisky en las rocas, el de la botella con etiqueta dorada que tenía un toro esquelético postrado en el desierto. A decir verdad, esa botella era de mi autoría. Nadie sobre la faz de la tierra tenía ese nivel de calidad. Ese y solo ese lo hacía yo, un sorbo de él y tocabas las puertas del infierno. Recuerdo cuando Samuel lo probó aquella primerísima vez. Su rostro permaneció rígido y sin expresión como ahora y como ha sido y será siempre, pero yo pude leer en su mirada y percibí el momento exacto cuando el whisky hizo su llegada al paladar y cruzó la garganta activando sus sentidos. Fue como beber un cuarto de litro de lava de las profundidades de la tierra, lo sintió espeso y ardiente y luego comenzó a picar dejando una sensación adormecedora a su paso, como si se comiera la piel de su esófago y todo el resto del trayecto hacia su estómago. Fue un éxito rotundo solo ver que abrazó la botella en ese entonces y se la apropió. Por eso lo llamé “Lava del Infierno Morte” en honor a mi preciado e inmundo visitante.

La mesa redonda tenía a los otros dos viendo hacia mí con mayor expresividad, sus rostros demostraron un poco de incertidumbre y curiosidad. ¿Curiosidad, dije? Ese era el segundo nombre de Can, uno de los gemelos, el que estaba frente a mí comiéndose las uñas, impaciente como los chicos, mientras los tacos de sus zapatos golpeaban las patas de la silla en un ritmo imparable y molesto. Pero si curioso era su segundo nombre, molesto era su apellido. Can había estado conmigo desde que inició todo y se movía junto a mí en perfecta sincronía. En un pozo oscuro donde se arrastraban las serpientes necesitaba tener a un fiel súbdito, alguien que hiciera sin cuestionar, que evitara la racionalidad, que actuara y no tuviera fallas. El precio que debía pagar era soportar su jocosa personalidad. Y lo acepté porque, además, de tanto en tanto contaba chistes que valían la pena.

El otro gemelo era ella, Nadín, la más entrometida e insoportable, pero astuta y precisa. Su aspecto de chica gótica con excesivo maquillaje en los ojos y los labios rojos como la sangre fresca a veces lograban distraerme por un segundo, desprendía una sensualidad como onda expansiva que envolvía en una ardiente pasión a todo ser vivo que se le pusiera enfrente. Su piel, su pelo, su mirada, la forma de sus labios, sus finos rasgos faciales, todo en ella era una invitación al pecado, solo necesitaba aparecer para tener todas las miradas encima. Siempre la consideré una pieza valiosa de la casa. Sin embargo, su encanto no funcionaba conmigo, podría caminar desnuda sobre la mesa ahora mismo y yo seguiría concentrado en mis cartas y mi jugada y eso era lo que me diferenciaba de los hombres, yo podía controlar mis instintos más bajos. Eso la frustraba completamente, pero nunca se rendía y no la culpaba, le encantaba mirarme mordiéndose el labio inferior mientras sus ojos me quitaban la ropa, no le interesaba ganar la partida, solo quería sentarse junto a su hermano y estirar sus largas y perfectas piernas bajo la mesa para tocar mis rodillas. Como dije, ella sabía perfectamente que no tenía permitido ir más allá. De hecho, nadie podía tocarme, pero hacía una excepción con Nadín porque trabajaba para mí y, una vez más, era realmente valiosa, entonces, de vez en cuando, y solo de vez en cuando, la dejaba estirar la punta de sus finas botas negras de cuero para tocar mi rodilla y alimentar deseos que nunca se harían realidad, pero que afianzaban un lazo necesario entre ambos.

La pausa en bajar la carta estaba llegando al clímax para mí, había conseguido que Samuel hiciera un movimiento con algo de hartazgo, lo vi en sus ojos fríos, había sujetado sus cartas con ambas manos por un largo rato sin mirarme y de golpe estiró una de sus manos para tomar su vaso de whisky en las rocas, en ese momento golpearon la puerta del salón y esta se abrió sin darme tiempo a responder, a mirar siquiera y mucho menos a hacer mi jugada.

—Les advertí que no me hicieran salir de mi hueco por una trivialidad, Tony –gruñí entre dientes a mi empleado sin levantar la voz, quizás en un tono pacífico y cortante que lo aterró más que cualquier grito. Mientras me puse el saco negro encima, él sujetó mi cigarrillo, temblando. Lo miré fijo y acomodé el cuello de mi camisa, el lacayo tragó saliva dos veces y su titubeo colmó mi paciencia, así que continué mi paso incrementando un poco mi velocidad y agregué–: Estaba en medio de lo que podría llamarse “la mejor sesión de póker en dos mil setecientos años”, y para mí, que ya doblé esa edad y todo me aburre, digamos que por fin estaba entreteniéndome–.Guardé silencio. No pensaba aguardarlo ni mucho menos voltear a verlo, pero no dudé de que él temblaba, lo hacía por cualquier cosa y su cabeza de prominentes entradas y caída constante del cabello me lo recordaba; daba la impresión de que estaba trabajando en el lugar incorrecto, una persona que temblaba como papel sería más útil manejando la calesita de una plaza y no al personal más bravo que representaba mi club, pero ahí estaba, deambulando por mi antro y lo hacía porque era mi alcahuete más grande, asustadizo, sí, pero el buchón del patrón. Ajusté mi corbata favorita, la de color rojo sangre y cruzamos la puerta hacia el largo pasillo de luces verdes y rojas. Ciertamente no debía perder los estribos con él. Antonio hacía de puente entre mis demás empleados y yo y gracias a él mantenía mi contacto con ellos a lo mínimo e indispensable. Pero cuando dirigís un club de alta gama como lo es Nocturnal, y tenés a cargo una horda de inútiles, pasan estas cosas. ¿Qué cosas? Llegan e-mails y notificaciones, hay que actualizar permisos, pagar allá, pagar acá. Lo usual. Por eso estaba dando pasos lentos y reuniendo toda mi calma antes de pararme frente a ellos para oír la sarta de estupideces que siempre tenían para excusar la naturaleza de su inoperancia e incapacidad para lidiar con la presión.

Bien. Ellos decían que yo era el que estaba a cargo. Y podían apostar sus insípidas vidas de que así era. Era el maldito amo de este lugar y acá se respiraba y se dejaba de respirar cuando yo lo decía.

¿Cómo se lograba una posición como la mía? Haciendo bien las cosas encomendadas. Y esa era mi especialidad. Silencio absoluto. Discreción. Trabajo finalizado en tiempo y forma. Sin espacio para los reclamos. Sin rastros. Y, sobre todo, en un volumen descomunal. Cuando me pedían diez, yo llevaba veinte.

Seamos sinceros, estábamos en momentos críticos. ¡Todo alrededor era un caos! Y yo, cuando reinaba el caos, estaba en mi salsa. ¿Qué mejor oportunidad de obtener lo que quería cuando mis clientes acudían a mí, desesperados? ¿Qué era lo que quería? ¿Cuál era mi trabajo? ¿No era obvio? Todas las personas tenían lo que yo quería, desde el más pequeño hasta el más anciano, el hombre, la mujer. Todos.

En la época antigua los de mi clase debían ir tras ellos a escondidas y cazarlos en las penumbras de la noche cuando la ciudad dormía, los cobardes siempre huían despavoridos de su oscuro destino. Eso fue cambiando con el paso del tiempo. Cuando llegué aquí eran ellos los que venían a nosotros. Venían de rodillas y llorando. Era tan fácil, aunque teníamos mucho trabajo, funcionábamos igual que un banco, pero mejor, éramos puntuales, no hacíamos ningún tipo de discriminación y garantizábamos una satisfacción absoluta. Lisa y llanamente entrabas a mi despacho con las manos vacías y te ibas con lo que venías a buscar, no teníamos límites para conceder deseos. Para los que eran como yo, nada era imposible e inalcanzable de lograr. Nada. Siempre así de organizados desde que fundamos Nocturnal, éramos el queso en la ratonera. Todo acerca de este lugar y, principalmente nosotros, atraíamos a las ratas. La fachada de Nocturnal era como la de cualquier bar de alto nivel. Pero para ser claro el dinero no significaba absolutamente nada para mí y si lo usaba de manera ostentosa era solo para atraer a los impuros hacia mis garras.

Dinero. Repito: lo usaba porque el mundo giraba en torno a él y los sueños de las personas solo se hacían realidad a través de él.

¿No era una pena que viviéramos en el capitalismo? El 70% de los deseos de los hombres giraban en torno a la riqueza, el 70% de los deseos de las mujeres giraban en torno a conseguir hombres ricos. Muchos de esos hombres ricos se la pasaban metidos en mi club, admitiré que el whisky Lava del Infierno Morte no era solo el favorito de Samuel, algunos mortales tenían las suficientes agallas para beberlo, y no, no era una poción mágica que los tenía a todos flotando en el limbo, era simplemente el maldito alcohol que los ponía en sintonía y los hacía actuar como cerdos, sacando la basura oculta bajo la alfombra. Definitivamente el estado de ebriedad era el que los traía, los mantenía ahí y muchas veces les quitaba la vida. No sean injustos, ni se atrevan a hacernos responsables de toda la lacra de la humanidad, de sus instintos bajos y su ambición. Yo muchas veces solo fui testigo de lo que en verdad eran, esa oscuridad que nacía dentro de ellos y que, claro, me llenaba de orgullo. Por ejemplo, el Dr. Sander, director fundador del área educativa dentro del complejo penitenciario federal de la ciudad, impartía clases para la carrera de medicina y estaba a cargo de las demás carreras como secretario general y responsable, algo así como un rector en una universidad convencional, con la salvedad de que la mayoría de sus “alumnos” eran almas enfermas de la sociedad, todas lacras que apenas habiendo cumplido la mayoría de edad habían cometido delitos y estaban corrigiéndose. Pues bien, el Dr. Sander, este pulcro sujeto de 61 años, era padre y abuelo y tenía un perro que se llamaba Ángel y mordía a todo el vecindario y un pez, Pedro, que se comió a las hembras de la pecera y no era una piraña. Como buen hombre de cultura intachable, el viejo Sander leía mucho, además de educador, a veces ejercía la medicina en la calle asistiendo a quien lo necesite, todo un samaritano y ejemplo de ciudadano; otras veces regaba las plantas del jardín, conversaba con sus vecinos y dejaba buena propina a su barbero. Pero, bajo aquel rostro avejentado y de abundante barba blanca, el sujeto disfrazaba de rectitud ejemplar su odio latente por las personas imperfectas, sufría de algún delirio de superioridad, y sin tener el derecho juzgó y condenó a esos “alumnos de la penitenciaría” a vivir un infierno en la tierra, tomando como propio el poder destructor y corrompiendo aún más sus almas, sometiéndolos a toda clase de abusos físicos y sicológicos. Amparado por algún poder político que lo apadrinaba jamás recibió castigo por sus actos, algunos de los cuales derivaron en muertes y, en el caso de los que salieron, en máquinas de matar.

Aunque a veces se me escapaba de las manos, me refiero al momento; el tiempo solía alargarse más de lo que me gustaba, pues bien, no dependía de mí. Pero llegaba. Tarde o temprano llegaba, a personas como él les esperaba un castigo oscuro y eterno. Y ahí era mi turno. Me acomodaba el saco, ajustaba los botones de la manga de mi camisa blanca, movía hacia los lados el nudo ajustado de mi corbata, no porque quisiera aflojarla o me faltara el aire, todo lo contrario, me ponía de buen humor cada vez que acomodaba el nudo ejerciendo un poco más de presión sobre mi garganta. Y esa mañana me lo pregunté, mientras daba pasos hacia el Dr. Sander viéndolo ver hacia mí, postrado en el sillón de su oficina, me pregunté si la presión que ejercía el nudo de mi corbata sobre mi piel hasta el punto de sangrarla era la misma que sentía él en los últimos veinte segundos de su miserable vida. No era la primera vez que nos veíamos, en agosto la presión le jugó una mala pasada y paralizó parte de su boca, por lo que las inútiles palabras que intentaba balbucear cuando llegué a poner mi sonriente rostro sobre el suyo eran incomprensibles. Mi querido Dr. Rojo Sangre, como Can y yo nos referíamos al excelentísimo Dr. Sander, estaba tratando de pedirme ayuda. Quizás pensó que no era su hora y que yo llamaría a una ambulancia para extender su asquerosa existencia. Aún en sus últimos segundos, cuando tenía la chance de redimirse, pensó en él y no en lo que hizo, y eso me convenció de que sin mi ayuda estaba comprando un ticket directo abajo, el único lugar para él. Él ya era mío, me pertenecía desde el momento en que aceptó darle su alma a la oscuridad y yo largaba amplios suspiros mientras se la arrancaba del cuerpo que se aferraba al sillón, y la arrastraba por todo el piso de su elegante despacho al tiempo que el sol de la mañana que tanto aborrecía nos daba de lado cruzando su ventanal, haciendo que las sombras del piso parecieran caricaturas por mis pasos firmes y sus patadas al aire, lleno de terror. No hacía oídos sordos a sus súplicas, sus llantos pavoridos eran melodías para mí. Ellos siempre se encargaron de hacerse oír claramente, igual que nosotros. Samuel decía que éramos como los susurradores de poemas franceses. Saben de qué hablo. Esos que usaban un tubo de cartón, tomaban un poema y lo recitaban al oído del otro transportándolo a lugares soñados por un instante. Porque los humanos solo necesitaban un instante para cualquier cosa. Un instante de lujuria tomaba el control de sus cuerpos, un instante de furia los hacía perder la cabeza. Todo dependía de ellos y su capacidad de mantener la calma por un instante, pero evidentemente su debilidad hacía que no fuera fácil.

Nunca era fácil, sentían la presión del mundo sobre ellos, sentían el nudo presionar sus gargantas hasta sangrar, sentían la falta de aire y que ya no podían más, que era momento de quitar el zapato que pisaba sus cabezas para tomar la ventaja. Según los registros, eso fue lo que le pasó a una clienta inquieta en 1830. Eran tiempos difíciles para una de las regiones más australes del continente americano, una especie de carambola golpeaba desde el norte como efecto dominó que tocó todos los rincones del mundo, y el sur no fue la excepción. Samuel caminaba por las calles desbordado de trabajo como inodoro de baño público, la mierda del plano intermedio salía a la luz haciendo a los de abajo sentir envidia, la oscuridad había jodido a la gente en grande y eso hizo una reacción en cadena que duró décadas y que marcó a generaciones para siempre. Sin entrar en detalles políticos ni bélicos solo diré que esos años de muertes y desapariciones dividieron a las sociedades y alimentaron un creciente odio en lo más profundo de sus corazones. Ahora vayamos de lleno a la breve historia de la susodicha clienta, nuestra famosa enfermera Ruso, a quien poco le interesaba la política, solo veía, con sus ingenuos y jóvenes ojos negros, a través de las hojas grises de diarios antiguos, un mundo devastado por una falsa promesa de progreso y guerras verbales sin sentido entre las partes, que se repetía a lo largo del globo, las diferencias de pensamiento nunca llegarían a buen puerto o a un bien común, porque generalmente al de la vereda de enfrente jamás le importaban los motivos del otro, se apropiaban de la verdad y hacían ley de eso, era su bandera y en nombre de eso hacían lo que hacían, sumergiendo al mundo en el hambre, el miedo, la muerte.

La enfermera Ruso era una joven muchachita que trabajaba en el hospital militar como ayudante, en donde le pagaban con monedas abusando de su corta edad y con eso tenía que alimentar a sus dos pequeños hijos, mellizos, cuando llegaban tarde del colegio luego de ser castigados por conducta impropia, los hijos de la enfermera eran el calco de su madre, cínicos, problemáticos, sicóticos. Quizás era debido a la carne humana que comían. Ella pasó demasiada hambre en su niñez y adolescencia. Después de casarse, a los diecisiete años, con ese hombre que le llevaba veinte, la crisis golpeó a todos aún más duro y su familia se vio obligada a luchar, se estaba repitiendo su karma de infancia, sus dolores de estómago por ir a la cama sin comer ahora atacaban a sus hijos. La comida era necesaria para que funcionara bien el cerebro, para proteger el organismo de enfermedades, la falta de eso había elevado los niveles de locura de la enfermera por las nubes. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Quejarse? No podía quejarse. Sí. Sí podía. Pero eso no traería comida a su mesa. Y fue cuando los ojos oscuros de aquel sombrío esposo trajeron la respuesta. Ella sin dudarlo lo siguió. Había llorado y suplicado por un hombre que cambiara su vida, que le diera el valor. Y esas palabras de su propia voz interna aparecieron flotando ante ella como una revelación:

“Ya no seré carnada en este mundo absurdo, seré alguien que tome la iniciativa y no se deje pisotear nunca más. Daría mi alma sin dudarlo por tener un poco de valor en lo que queda de este camino de mierda para comer y dejar de ser comida de alguien más”.

No podíamos decir que la enfermera estaba en todos sus cabales. Le brillaban demasiado los ojos, estaban totalmente cristalizados y salidos de su órbita, puestos sobre el hombre de mirada profunda y oscura que estaba frente a ella. El gesto en el rostro de la chica fue aterrador y fascinante, las comisuras de su boca les llegaban casi a los oídos en la ambición de lograr una amplia sonrisa a pesar de que esta estaba cubierta de lágrimas que fueron imposibles de contener. Y un lugar cercano a la mayor profundidad de su alma se abrió escuchando su pedido, y la voluntad solicitada la envolvió por completo trayendo consigo la misma oscuridad. El hambre fue imperativo, porque la crisis se agudizaba y la situación difícil iba de mal en peor para todos, eso nunca cambió, los que habían cambiado fueron ellos, no iban a pasar hambre nunca más, ni iban a ser comidos por la crisis y cuando no quedaron animales en el barrio por comer siguieron los enfermos del hospital.

Él fue el primero en irse, el padre de familia dejó el mundo alcanzado por una afilada cuchilla de venganza. Pero la esposa estaba demasiado compenetrada en salvarse ella y a sus hijos que en derramar lágrimas, se había vaciado mucho tiempo atrás, arrojando sus emociones a ese agujero oscuro que se abrió en su interior. Cuando su hora llegó estaba demasiado perdida como para redimirse de algo, había perdido la vista por comer tantos gatos y había perdido la razón por descuartizar y comer tantas personas, debía trozarlos para que entraran en la gran cacerola de aluminio donde preparaba la sopa para todos, alentada por su marido que le recordaba a su joven esposa enfermera sus dotes con el bisturí.

¿Cómo olvidar a la familia caníbal del sur?

Durante mucho tiempo y aun cuando pasaron tantos otros nombres, los de arriba insistían en recordarme a la enfermera Ruso y a sus hijitos, decían que habíamos hecho trampa con ella por presentarle a quien la desposaría y contaminaría su vida, pero mi respuesta fue siempre la misma, ella siempre pudo decir que no, pero eso estaba dentro de ella. Todos tenían la oportunidad de negarse. La lista era infinita, los ejemplos millones y nuestras confrontaciones con los de arriba por estos temas nunca se hacían esperar.

Sí. Cada día era una nueva batalla con ellos, pero hacían interesante el juego. Parecía una guerra entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad y bla, bla. Y lo era. Siempre se trataba de eso, de los buenos y los malos, y dije claramente buenos y malos, no buenos contra malos. Nosotros éramos los de abajo y ellos los de arriba, así nos catalogábamos, ya que aquí los buenos y los malos eran las personas del plano intermedio, los mortales, las almas errantes dando los pasos correctos o incorrectos. Desde el principio de los tiempos existieron las sombras, seres oscuros nacidos en el corazón de cada ser vivo y desde entonces los detectábamos y los recolectábamos, las arrancábamos del ser, separábamos el contenido del envase.

¿Sonó raro? Eso eran las personas al fin y al cabo, eran almas.

Debería hablar de esto un poco más. De lo que había detrás de los ojos de la gente, eso que llevaban por dentro y que los diferenciaba de las máquinas. Y que claro, los diferenciaba a uno de los otros. La esencia, el verdadero ser y lo que duraba para siempre.

Siempre encontré errónea la frase “No tenés alma” para señalar actos terribles, porque los mismos humanos romantizaron la existencia del alma como algo bueno y su ausencia como algo malo. Pero no era así, el alma existía en cada ser vivo, era el motor de todas las acciones y forjador del carácter de las personas, hasta de las más oscuras. Sin un alma, la gente solo sería un cuerpo andante, reaccionando a sus instintos de existencia con actitudes solo destinadas a dicha supervivencia y continuidad, solo movida por tal instinto en una imitación sin fin del otro, utilizando el raciocinio como motor. Entonces, si existe el raciocinio y es lo que colocó al hombre en la punta de la pirámide como mayor depredador, ¿qué diferenciaba a unos de otros? ¿Por qué unos razonaban de una manera diferente si el fin seguía siendo la supervivencia de la especie? Había algo dentro de cada uno que hablaba constantemente, tomaba las decisiones más importantes, formaba al ser y a su raciocinio. Ese algo era lo que mandaba y lo que hacía diferentes a unos de los otros, una voz que ponía límites o los quitaba, dependiendo de qué tan fuerte fuera el control que ejercía o que le fuera permitido ejercer.

Eso era el alma.

Las culturas a lo largo de las diferentes épocas trataron de encontrar explicaciones sobre la existencia del alma, por ejemplo, en la religión, prometiendo la salvación y la vida eterna junto al creador o la condena a un infierno según correspondiera. Y en la misma ciencia; que afirmaba su peso en 21 gramos, detectando como tal el peso que el cuerpo perdía, inexplicablemente, al morir. Un peso interesante y bastante cercano a la realidad, ya que cuando los arrastraba me resultaban livianos, aun aquellos que presentaban resistencia. Así lo veía yo, estábamos limpiando la humanidad, pero para los seres de luz nuestro trabajo no era claro, no era sensato y no seguía las reglas, nos tildaron de contaminadores, de traicioneros, de usurpadores de almas. Ellos decían que estaban para proteger a todas las almas de la humanidad.

Sí, “a todas”. Creían en el arrepentimiento y la redención y aquellos seres que no lograban sentir eso ni ser dignos del perdón, no eran humanos normales a sus ojos, eran “cosas demoníacas” que ni llegaban a tener una calificación, seres oscuros, bestias, lobos bajo piel de cordero.

Por esos tiempos antiguos se determinó un Acta de acuerdo, confeccionada y firmada por los 14 Máximos, que representaban todos los estados del hombre. los Siete de la Luz y los Siete Oscuros. ¿Pueden imaginar semejante protocolo y papeleo a ese nivel? No es que llegaron una tarde soleada a sentarse en una larga mesa de mármol a discutir quién tenía más almas capturadas o quién cautivaba mejor a los mortales mientras el ocaso se escondía entre las nubes grises que avecinaban una tormenta de las más grandes y extensas. Pues algo así fue, pero no tan elegante ni pacífico. Hubo un tiempo en que se compartió el plano superior y los 14 Máximos velaban por los humanos, pero la guerra no tardó en llegar entre ellos, los siete que representaban la peor faceta del hombre estaban fuera de control y comenzaron a cuestionar a los Siete de la Luz y estos a cuestionarlos a ellos y a la constante manipulación. La guerra duró siglos contabilizada en tiempo humano y finalmente los Siete de la Luz vencieron y desterraron del plano superior a sus pares, apodándolos desde entonces como los Siete Oscuros. Así fueron denominados en El Pacto Infrangible que los 14 firmaron de puño y letra. Estos quedarían confinados para toda la eternidad al plano inferior y se ocuparían de las almas de los condenados, los que no eran dignos de la luz, como ellos.

Pero el pacto era más extenso y tenía un sinfín de artículos que iba para ambos lados: nosotros, los oscuros, no podíamos tocar a los mortales sin su consentimiento y no podíamos quitarles la vida, entre otros puntos importantes. Y para que no nos instaláramos en el mundo humano, los de la luz intervinieron con algún poder divido para que nos enfermáramos si comíamos de su comida o bebíamos cualquier líquido desde alcohol hasta simplemente agua, eso hacía que luego de un breve período de estadía se debiera cambiar el administrador de Nocturnal. Y era mi maldito turno. Punto aparte era el tema que los de arriba también enfermaban si mentían, pero eso era parte de su dogma, no nos pasaba a nosotros.

¿Que si nos preocupaba el pacto infrangible? No. Debíamos cumplirlo y ya. Eso no iba a detenernos. Nosotros éramos sombras y cazábamos sombras, ningún castigo podía venírsenos encima si aplicábamos el pacto a la perfección.

Cuando los Siete Oscuros me llamaron para darme la encomienda de subir al intermedio y tomar el poder en Nocturnal me sorprendí, me sentí orgulloso de mí mismo porque creía en mis capacidades y porque detestaba ver a las lacras arrastrarse por la tierra y vivir de los otros como parásitos succionadores. Los mortales me producían repulsión, todos ellos sin distinción, así que accedí inmediatamente a la orden a pesar de que no tenía experiencia y era joven al lado de los otros seres oscuros que iban y venían como si nada. Los Siete Oscuros siempre habían enviado a sus consentidos al plano intermedio para recordarles a los de arriba que no se habían rendido ni mucho menos y que su expulsión del plano superior era válida, pero que se quedarían con las personas del intermedio, porque todos llevaban oscuridad por dentro.

Al poco tiempo me convertí en uno de esos consentidos, haciéndome de un poder cada vez más grande que hasta me permitía detener el tiempo de las personas y dejarlas congeladas frente a mí para un mayor análisis. Claro que no fue así desde el primer momento. En aquel entonces me puse de pie frente a la gran puerta oscura de aspecto lúgubre, la recorrí con mis ojos detenidamente. Nunca había estado tan cerca de los mortales, pero siempre tuve la curiosidad. Al ser elegido no podía decirles a mis superiores que no iba a cruzar. Tuve que hacerlo aunque era un neo todavía, alguien nuevo, pero desde lo más profundo de mis entrañas podía sentir el gran deseo de dar ese paso, para mezclarme con esos y medir mi capacidad, comprobar con mis propios ojos su debilidad, su asquerosa cobardía. Los de mi tipo no teníamos temores y no tenía que ver con la fuerza oscura ni el poder concedido por los siete máximos desterrados, era algo que nacía en mí. La seguridad de saber quién era yo y lo que quería hacer. Bueno, era lo que yo creía en ese momento, me creía indestructible, omnipotente, perfecto y con todas las habilidades para dar mis pasos firmes igual que los demás oscuros e incluso, en mi egocentrismo, diría que hasta mejor que muchos de ellos.

Antes de ser llamado al salón de cortinas doradas y que me encomendaran la creación y administración de una nueva sede de Nocturnal, tuve una extraña sensación, la misma que sentía cuando veía cruzar la luz por esa puerta de cien metros que conducía al intermedio y por la que todos teníamos prohibido pasar a menos que nos fuera encomendado. Esa puerta y esa luz, la luz del sol, la del mundo humano. Todo lo que había detrás de esa puerta llenaba los deseos de todos los que estábamos de este lado. Tras esa puerta estaban los objetivos más preciados: aquellos que eran diferentes a nosotros, los débiles. Ahí radicaban mis inquietudes, en ellos y sus características tan amplias. Nosotros éramos todos iguales y ellos eran todos diferentes. Y para mí, que era un neo, era un desafío no caer en sus encantos, ese era mi trabajo, ellos debían caer en los míos. No. Errar en esto significaría ser el hazmerreír de los antiguos para siempre. Yo les decía los antiguos porque estaban ahí desde el inicio de la guerra de antaño. Contabilizábamos nuestra antigüedad desde el año cero después del destierro, aunque en realidad no teníamos edad y nos diferenciábamos por jerarquía igual que lo hacían arriba los del plano superior. Como ya dije, antes de ser enviado al intermedio fui un neo, el nivel más bajo de los de nuestra clase, después había una clase denominada los salvajes por debajo de mí, perteneciente a una categoría que nunca ascendería; ellos no tenían permitido acercarse a la gran puerta ni mucho menos cruzar hacia el otro lado, eran imposibles de domar y su liberación implicaría muchos problemas para todos, incluyendo castigos que podrían durar siglos o milenios o, en el peor de los casos, el advenimiento de un nuevo apocalipsis. Y nadie quería una guerra con los de arriba otra vez. Se había firmado el pacto para eso. Para evitarla. El pacto infrangible tenía que ver en parte con lo expuesto arriba, los riesgos de cruzar los límites al pasar al otro lado de la gran puerta, la promesa de mantener a los salvajes lejos del plano intermedio y de movernos nosotros con conducta.

Basta de clases de historia, de eso ya hace tanto. Nocturnal funcionaba y mi labor había elevado mi jerarquía. A mayor jerarquía, mayor poder. Y lo tenía merecido. Estuve conviviendo con la humanidad, algunas internaciones por descuidar mi alimentación y mezclarla con la comida mortal, descuidos que tuve al principio por depender de inútiles. Pero nada que no fuera solucionado a la máxima brevedad, convertí en mi consejero y cocinero particular a Can, quien fácilmente se volvió una extensión de mi cuerpo, a donde iba yo, estaba él.

Admito que luego de un tiempo todo se volvió monótono. Deseaba tanto que alguien me desafiara un poco que mi pedido tomó forma y desde hacía tiempo esperaba que apareciera en carne y hueso frente a mí. A veces pisaba mis talones o andaba cerca, escabulléndose en mi club, poniendo a todos mis empleados nerviosos e incómodos. Claro que era desagradable para todos, según Tony, todo en él era diferente y detestable y ya quería verlo.

Hizo detener la fiesta en medio de la madrugada solo con su presencia, la música de rock siguió sonando al ritmo de las diferentes luces que se volvían locas en un zigzag interminable y repetitivo, pero las personas que bailaban excitadas en el medio de la pista y las que estaban sentadas en las mesas redondas se habían detenido y no voló ni una mosca en ningún rincón del lugar, toda la escena se vio como una cinta pausada. No necesité abrir la última puerta hacia el salón principal del bar para sentirlo cerca.

Cuando mi mano se apoyó en la madera y ejerció presión para cruzar, mis ojos negros enrojecieron casi saliéndose de su órbita y solté el cigarro débilmente ante su presencia, era más abominable de lo que imaginé. El momento finalmente había llegado. Nos íbamos a ver en persona. Hablo de ese sujeto con el que todos los antiguos administradores de Nocturnal tuvieron que tratar, su fama lo precedía, por lo que tenía inquietud, pero me había preparado para lidiar con su juego de sonrisitas y miradas compasivas. Me detuve tras dar un solo paso, todavía teníamos más de medio salón separándonos, pero él me veía y yo lo veía a él. Sus ojos parecían los de un infante de dos años, demasiado grandes y profundos, que aniñaban su aspecto produciéndome el doble de repulsión y estaban fijos en mí sin importar la oscuridad y las luces del bar. Bajé la cabeza y corté el contacto visual inmediatamente, él podía leer mis pensamientos por lo que mi técnica del engaño sería en vano al igual que mi cara de póker. No importaba cómo lo mirase, él me leía y yo a él. Siempre sería así y era una verdad y un hecho que ninguno de los dos podría cambiar jamás. Entonces entendí la desesperación de Tony que todavía estaba detrás de mí temblando como una hoja de papel y respirando entrecortado como si quisiera romper en llanto:

“Débil, dejá de avergonzarme”.

Fue lo primero que pensé mientras el aura de mi lacayo se opacaba a mis espaldas empequeñeciéndose y rogando sin palabras que le diera vuelo para ir a ocultarse en el rincón más inhóspito y oscuro del edificio. Y entre dientes le balbuceé que llevara a nuestro despreciable invitado no deseado a mi despacho. Inmediatamente di la vuelta y regresé por el pasillo de luces verdes y rojas, pero esta vez a un paso más acelerado dejando una estela de furia en el aire que hacía temblar el porcelanato, los retratos en las paredes y los cristales de las arañas que acompañaban mi paso con luces intermitentes desde el cielorraso. Sabía que había llegado el momento de sentarnos a medir fuerzas. Él intentaría persuadirme amablemente y yo intentaría despacharlo descortésmente. Ya sabíamos de antemano lo que pasaría en nuestro encuentro, éramos dos astros a punto de eclipsarse. La determinación que pusiera cada uno en su actitud y temperamento estaba por definir quién eclipsaría a quién.

Apoyé ambos codos en mi escritorio como soporte de mi cara mientras el resto de mi cuerpo se preparó para relajarse en la comodidad de mi sillón y así aguardé a mi invitado, paciente. Samuel y Can se sentaron en un largo sillón de terciopelo a metro y medio de mí, junto a la ventana que daba a la ciudad dormida. Allí en las cortinas Nadín veía hacia afuera con una sonrisa perversa que provocó mi ira, supe al instante lo que estaba haciendo, solo debía afinar mis oídos hacia la calle y oír los gritos y el pleito de un grupo de personas. Acomodé mi garganta dos veces a modo de reproche y la sonrisa de la arpía desapareció, lo mismo que el quilombo que provenía del otro lado de la ventana. La coqueta buscapleitos me miró de reojo y se fue al sillón molesta. No era un buen momento para jugar de esa manera. No transcurrieron diez segundos de eso que Tony hizo pasar a nuestro invitado y así como este entró, mi empleado desapareció tras la puerta cerrada. El infame no se movía, revoleó los ojos por todo el despacho mientras ponía sus manos en la cadera con aires de grandeza en un intento de inquietarme.

¿Quién se pensaba que era? O mejor dicho... ¿Cuánto tiempo pensaba que iba a soportar su presencia? Todo en él me causaba vómito, sus ojos sin temor, su ropa de adolescente rebelde, jeans y campera de cuero mientras afuera hacían 25º y dentro de este lugar quizás 30º. Pero lo que más odiaba de él eran esas enormes y ridículas alas blancas en su espalda que lucía orgulloso y que solo los no mortales podíamos ver.

—Generalmente no recibo a nadie sin una cita previa –dije obligándolo a mirarme. Luego de conseguir su atención extendí una de mis manos que aún sostenían mi rostro y le hice un gesto para que tomara asiento y termináramos lo antes posible–. Pero Los de arriba tienen privilegios y... ciertamente ya quería sacarme de encima este primer encuentro –agregué en voz baja cargando mi desprecio, pero no logré inquietarlo. Él se acercó a mí y sus alas desaparecieron, era un truco berreta que le gustaba hacer cuando alguno de nosotros tenía el infortunio de encontrar a los de su clase, cada vez que se ponía nervioso o se molestaba las alas aparecían moviéndose tras él, amenazadoras. Se sentó mirando al trío en el sillón, quienes no dejaban de verlo. Yo examiné lo mejor que pude esos segundos de silencio, estiré mi cuerpo hacia atrás y mi cabeza encontró comodidad en el respaldo, entrelacé mis dedos sobre mi estómago y seguí mirándolo con una sonrisa congelada–. ¿No es un poco tarde para los niños? ¿Qué haces fuera de la cama, Gabriel?

—Es tarde. Sí –respondió y puso sus enormes ojos de cachorro sobre mí. Su voz fue tan dulce como me lo habían dicho, por lo que contuve el vómito en mi garganta. Ya me había topado con gente amable. Siempre me daban ganas de vomitar. Su amabilidad se opacó con lo que dijo a continuación–. Pero es la única hora del día en que puedo visitar a las ratas de la ciudad. Ustedes duermen cuando sale el sol. Y ya no podía esperar a darte la bienvenida al Intermedio. Quedarse en este lugar permanentemente debe representarte todo un desafío, digo, por el sol, las mariposas, las personas. Todas esas cosas hermosas llenas de vida y luz.

—A veces sale un trabajito de día –dije y proseguí–. No lo malinterpretes, el tema del sol es algo ideológico, lo detesto pero no me afecta. Mi trabajo y mi mundo me llevan a la noche, cuando las criaturas oscuras salen... Y cuando digo “criaturas oscuras” no hablo específicamente de nosotros. Y ahora estamos trabajando. Así que...

—Isaías... –susurró Gabriel y sonrió–. Sabés que con Nocturnal estás violando el tratado. El contacto estrecho que hacen con las personas no es lo acordado. Y... también sabés que me muero de ganas de venir a cerrar este lugar desde que lo abrieron

—Te morís de ganas... te morís de ganas... –susurré casi en cámara lenta y el brillo de mis ojos logró por fin tener su absoluta atención–. ¿Qué estás esperando? Por favor, morite de una buena vez. –Nos miramos por un lapso de diez segundos. Ninguno parpadeó, así que continué, pero con un tono risorio y bajo–. ¿Nosotros violando el tratado? –Lo miré fijo y no pude evitar esbozar la sonrisa contenida. No tenía pruebas, solo era un deseo suyo, como bien lo expresó, desde que abrimos. Fue casi imposible detenerme y la sonrisa rápidamente se tornó en risa ante su estúpida excusa. Mi gesto fue acompañado por una sonrisa en los labios de Nadín y Can desde el sillón, siempre fieles seguidores de mi humor en tanto que Samuel fue imparcial y solo participó como oyente mudo. Pero el rostro de Gabriel continuó sonriente sobre mí y estaba empezando a incomodarme–. Este es un club nocturno. Las personas vienen a beber, a consumir nuestros productos y a cumplir sus fantasías. Nadie es obligado a nada en este lugar, Gabriel. Así es como trabajamos. Siempre fue así, desde hace miles de años que funciona de esa manera. No forzamos a nadie, no matamos a nadie. Retiramos las drogas del club. Fue lo primero que hice cuando llegué a reemplazar a mi colega, pero por un tema legal, no porque lo hayas exigido un tiempo atrás al antiguo administrador ni porque... sea blando. No malinterpretes mi accionar con una actitud benevolente. Tu visita y tu intento de intimidación me halagan, pero no es suficiente para que me tiemblen las rodillas. No quiero que cierren mi club por un ridículo malentendido entre nosotros dos. Cuando vengas con cuestiones concretas y no deseos personales, haremos más extensa nuestra reunión. Ahora... tengo cosas más importantes que hacer.

—Eso importante que hacés, querido usurero de la oscuridad, es lo que debés parar de hacer.

—Así no funciona, Gabriel. Vos les podés susurrar que la eternidad de arriba es maravillosa, yo les susurro que acá y ahora puede ser aún mejor y que no tienen que tener miedo, solo tienen que abrazar la oscuridad que cargan. Miralo como una limpieza, les ahorramos a ustedes los destierros que les gustan hacer. ¿Acaso no dicen los 7 Máximos de la Luz que solo los dignos subirán? Los no dignos son míos y el pacto infrangible es muy claro y estricto en eso.

—Los envenenás, Isaías. –Gabriel habló con seriedad esta vez y su tono cortante fue un alivio para mis oídos, creí por un momento que yo sería el único incómodo, pero mi invitado estaba empezando a sentir picazón. Lo vi en sus enormes ojos de niño bueno

—Nooo –interrumpí inmediatamente haciendo extensa la terminación de la palabra, quise virar su tono–. Les hago realidad sus deseos. Pero si están hechos de soberbia, les saco la máscara.

—Pueden arrepentirse y salvarse. –La voz de Gabriel retumbó en el silencio atroz de la habitación, por un momento la sentí en forma de eco, y se debía a que estaba disfrazando su súplica furtivamente. ¿Si lo noté? Por supuesto que sí. Y lo dejé seguir con su ruego sin quitar mis ojos y mi sonrisa de él. Gabriel siguió en el mismo tono patético como lo imaginé–. Vos no les decís qué pasa después abajo. Y no solo eso. Acortás su estadía en el intermedio y los inducís al final, lo que está volviendo loca al área de Destino y después vienen a volverme loco a mí.

—Bueno, creo que cada uno usa sus tácticas lo mejor que puede y nosotros estamos haciendo un trabajo interesante. Somos más rápidos que ustedes y no tan ingenuos diría yo. Nosotros podemos mentir, ustedes enferman y se debilitan si lo hacen. Pero... reglas son reglas y no las hice yo. –Sonreí conforme ante mi inminente minivictoria. No teníamos mucho más de qué hablar y la verdad ya quería que se fuera de mi vista–. Agradezco que hayas venido a recordarme de tu patética existencia y me alegra haber servido de patada en el trasero para traerte a la realidad. Ahora... sigamos cada uno por su lado y si te vuelvo a ver entrar a mi club e interrumpir mi jugada de póker por cosas tan insignificantes como estas… te juro que aceptaré con gusto un siglo de castigo encerrado en una caja color rosa llena de luz y mariposas cantoras con tal de arrancarte esas insípidas y repugnantes alas con mis propias manos y dientes.

—Estás perdiendo la cortesía que caracteriza a tu clan –susurró Gabriel y volvió a sonreír sin que mis ojos que ya estaban rojos y destellantes lo intimidaran–. Las alas solo son simbólicas ante tus ojos y lo sabés muy bien. Están, pero nunca las vas a poder tocar. Es como el alma. Está fuera de tu alcance, Isaías... Si no te la entregan por voluntad propia... Por lo que tus deseos oscuros de torturarme nunca se cumplirán, dejá de tenerlos. Gastás tu energía en vano. –Se levantó y se acomodó la campera con una sonrisa grande en el rostro–. Pero no empecemos con el pie izquierdo. ¿Te gusta mi campera nueva? Me la puse solo para venir a verte, a pesar del calor. Quería causarte una buena impresión… Y vos me querés impedir mi ingreso. Eso me hiere. “La casa se reserva el derecho de admisión” no debería aplicar para nosotros. Recordá que nuestros trabajos están entrelazados. Voy a entrar todas las veces que necesite verte y vos me vas a recibir todas las veces que venga... “Porque los de arriba tenemos privilegios”. –Gabriel me miró con un gesto simpático, de esos que le gusta hacer cuando se queda con la última palabra. Lo había conseguido, el bastardo me dejó sin palabras. Se dirigió a la puerta y giró a vernos a todos, sosteniendo por un poco más de tiempo la vista sobre Samuel en alguna conversación silenciosa de miradas y reproches latentes y antiguos de la que era espectador por primera vez. Luego dirigió sus ojos hacia mí con un gesto amargo y diría hasta algo triste–. Nos estamos viendo pronto, caballeros, señorita.

Bien. Se había ido, fue un empate. No dejé que cerrara Nocturnal, pero él sí cerró mi boca. Y para colmo, mi martirio no terminó ahí, porque las palos en mi rueda no paraban de aparecer como si se hubiesen puesto de acuerdo para agitar la noche. Y fue cuando Gabriel desapareció en el pasillo de luces verdes y rojas que la silueta de Tony se asomó en cámara lenta sin cruzar al interior del despacho. Sus ojos temblorosos que apenas aparecían tras el marco de la puerta me indicaban que tenía otra desagradable visita impaciente de verme, tan impaciente que no perdió el tiempo en anunciamientos ni presentaciones protocolares y se adentró de lleno tras palmear la espalda del asustadizo empleado que había perdido el habla en la figura de la arrogante visita. No me disgustaban sus largas piernas bajo ese pantalón negro ajustado, pero sinceramente siempre creí que su selección de camisas era demasiado masculina para su prominente busto, su cuerpo era intimidante, pero su estilo no le hacía honor.

Así era Ariana, prefería andar con palabras directas y precisas, no daba vueltas como Gabriel. Ella estaba constantemente ocupada por mi culpa, por lo que ver desfilar sus curvas por mi despacho era algo común, aunque eso no significaba que fuera agradable para ninguno de los dos. Ariana era para mí como un investigador privado para los humanos. Su cabecita no paraba de cuestionar mi trabajo porque mis intervenciones al concederles deseos a los mortales alteraban el plan inicial que ella les había diagramado. Sí. Como dije. Ella y sus agentes eran los que se ocupaban de armar la estructura de la vida de todas las personas desde que nacían hasta que morían. Ella era la que volvía loco a Gabriel por mi culpa, era como decir “la buchona, alcahueta, soplona, vigilante, etcétera”.

¿Imaginan en qué lugar quedaba yo para ella? No era difícil de imaginar. Tal cual lo dijo Gabriel con su dulce voz de señorita. Mi trabajo provocaba el efecto mariposa. La alteración de un elemento en una larga cadena. Oh, sí. El bastardo de invisibles alas blancas no erró en su apreciación sobre los efectos secundarios de nuestra actividad en este asquerosísimo lugar. Ariana era hiperactiva por naturaleza y gracias a nosotros se potenciaba, pero ya todos sabíamos que así sería. Todos formábamos parte de este gran circo. Ningún payaso sobraba.

Pero ella, igual que Samuel pertenecían al plano intermedio, por lo que Gabriel, yo y tantos otros éramos invitados o intrusos alterando el orden que tenían establecido. Y desafortunadamente a ella no podía calmarla con mi whisky o mi sonrisa. Para mi sorpresa, la curvilínea pelirroja con pecas de muñeca en la nariz me lanzó un misil con la vista y luego miró a Samuel sin decir palabra y este levantó el trasero del sillón de terciopelo donde había estado inmutado un rato igual que Nadín y Can, puso sus manos en los bolsillos y la siguió como perro faldero para quedarse en el pasillo susurrando irrespetuosamente entre ellos. Algo que colmaba mi paciencia cada vez que lo hacían, ya que no podía evitarlo, interrumpirlos o siquiera oírlos. Esos dos estaban fuera de mi jurisdicción.

Cuando dije que eran piedras en mis finos zapatos negros igual que Gabriel realmente lo pensé así y fue como adivinar el futuro. No, nunca me fue concedido hacer tal cosa, los únicos que veían el destino de la gente, además de los 14 Máximos eran Samuel y Ariana. Pero yo leía a los demás, y en eso era implacable. Podían preparar la función, transformar sus rostros, quitarles o cambiar su expresión, en otras palabras; mentir. Pero a mí no. Sus ojos me daban indicios de una verdad oculta y eso iba para Samuel y para Ariana también.

Algo se estaba cocinando en los pasillos de mi club y podía imaginar por el olor putrefacto del aura que envolvía a esos dos, que me sería presentado un plato fuerte y desagradable de engullir. Mientras seguían afuera, miré hacia Nadín que ajustó sus botas estirando su pierna hacia adelante y hacia arriba, la insinuación sexual más antigua que existía, y la más ordinaria y vulgar. Así era ella. Ordinaria y vulgar, pero además insistente. Ella nunca veía más allá de su puntiaguda y espolvoreada nariz, ni oía ningún otro pensamiento que no viniera de entre sus piernas. No le importaba nada de lo que había pasado hacía un momento. Solo pensaba en sexo, por algo volvía locos a mis clientes todas las noches arrastrándose entre ellos cual serpiente, dejándolos sentirle su olor como toda perra en celo. Admito que era exitosa en eso con ellos, pero conmigo jamás iba a pasar. Después de acostarme con mujeres humanas, las de mi clase se volvieron insípidas.

Bien, no era tan así, exageré un poco. No dejaba que todas las que se entregaban a mí me consiguieran. Era interesante hacerse rogar y, como dije, siempre fui bueno para controlar mis impulsos. Para aceptar saciar mis necesidades debía vencer la pulseada interna entre el deseo y el asco que me producían las mujeres mortales. Y aun así, teniendo esos impulsos enfrentados, las seguía prefiriendo a ellas antes que a mi pobre querida Nadín. La preferencia por los mortales se volvería casi una obsesión, un reto. Pero de entre todas las que decidían entregarse cinco minutos después de perderse en mis ojos, hubo una que no cayó. Y entendí que no eran todas iguales. Algunas preferían jugar. Oh. El preludio. Por favor, ese invento fantástico de las personas cuando se encuentran por primera vez que solo condimenta con cuentagotas el plato para lograr el sabor perfecto. Y eso le daría el sabor que no encontraría en otro lado. ¿No era acaso entretenido para el gato jugar un rato con el ratón antes de comerlo? ¿O ese jugueteo que hacía el pejerrey de hundir la boya fluorescente bajo el agua segundos antes de descubrir que su comida era una trampa? Esa preferencia mía estaba impregnada en mi cara y en mis ojos, ligada sin duda al destino de alguna mortal que ponía nerviosa a Ariana. No tenía que ser un genio para deducir en estos cortos minutos de silencio que los nervios de mi reciente invitada se debían a lo que pasó hace dos días, es decir, el miércoles, cuando la que no cayó a los cinco minutos de verme a los ojos vino a hacer una escena a mi club.

Entró envuelta en furia, completamente empapada y sus ojos me penetraron inmediatamente luego de chocarnos el uno con el otro. Fue la manera más rápida de captar mi absoluta atención como nunca antes, solo por el hecho de ignorarme, hundida en su imperativa necesidad de dar con el dueño del club o el sujeto a cargo, sin saber que lo había chocado.

¿Cómo pude guardar en un cajón lo que pasó esa tarde? Evidentemente ese suceso se me vendría encima como avalancha de montaña conmigo al pie, de manera que necesité poner mi mente en blanco para traer los detalles precisos que sin duda Ariana me exigiría tras abandonar el pasillo de luces verdes y rojas y cruzar la puerta escoltada por Samuel. Ella sabía más que yo sobre todo lo que pasaba en el Intermedio, de allí nació la regla fundamental que teníamos que era colaborar con ella, aunque nuestra naturaleza nos prohibía hacer aliados, de ninguna manera podía tenerla en mi contra. Cerré los ojos y regresé en mis pasos a ese glorioso día de tormenta. Yo odiaba los días entre semana, y si el reloj marcaba un horario entre las 7 h y 17 h me encontraría en mis peores humores, pero estaba lloviendo y el cielo oscureció la ciudad cubriéndola con nubes negras y cargadas de electricidad, fue tan intimidante como si alguien allá arriba estuviera furioso. Las personas se vieron obligadas a despoblar las calles dejando un paisaje gris sin gente. Eso fue glorioso para mis ojos e hizo que la tarde fuera llevadera. Oh, sí. Como cada miércoles en la tarde, mi día comenzaba en la clásica recorrida por las instalaciones preparándonos para los cuatro días de la semana que más desbordaban nuestro trabajo; jueves, viernes, sábados y domingos.

Esa música de rock and roll de las décadas de los setenta u ochenta recorría los pasillos haciéndome compañía. Can era amante de AC/DC, yo no. Sin embargo me sabía de memoria su disco Highway To Hell, el favorito de mi molesto súbdito. Podía escucharlo entonar el coro de “Get It Hot” desde la sala de proyección, su voz resaltaba por sobre las demás, tenía una especialidad para hacerse notar en donde sea que esté. Si Can estaba despierto y andando, todos nos íbamos a enterar. Oh, el detalle era que nosotros tres vivíamos en la parte inferior del lujoso edificio de tres pisos, el resto del personal cumplía un horario acorde a la rutinaria actividad de un club nocturno. Cabe aclarar que la planta baja y sus dos pisos estaban destinados a dicha actividad social, salones con pisos desnivelados, mesas de pool, barras expendedoras de tragos en todas las paredes, mesas redondas y cuadradas y, por supuesto pistas de baile. Pues bien, el subsuelo contaba con dos amplios pisos, desde luego no accesibles para los mortales, no eran siquiera visibles para ellos, si un humano subía al ascensor, solo podía digitar tres números: 0, 1 y 2, y era lógico. Las actividades que Nocturnal tenía en los pisos inferiores no eran de la incumbencia de nadie, salvo que yo así lo considerase. No se trataba solo de la intimidad de mi casa (en el piso más bajo), sino que literalmente eran las puertas al plano inferior cuyo acceso era solo para los oscuros o para los decesos de las almas mortales que bajarían conmigo en el momento correcto. Nuestra presencia mientras estábamos abajo no era percibida por los oídos u ojos humanos por más que se quedaran atrapados en el ascensor. Ellos nunca veían ni oían nada, era parte de su naturaleza inferior, admito que poseían una gran curiosidad, pero solía opacarse por su gran temor. Así que las altas notas que Can lograba alcanzar cantando el estribillo de “Get It Hot” desde la sala de proyección solo lastimaban mis oídos a medida que me iba acercando. La sala de proyección era mi lugar favorito, literalmente era mi sala de cine para observar a las personas. Y los humanos tenían algo de razón cuando inmortalizaron una famosa frase:

“Dios todo lo ve, al igual que el diablo”.

No iba a entrar en detalle con las diferentes creencias religiosas de la humanidad, eran tantas y tan diversas y entretenidas que estaría años hablando de eso. Pero sí iba a rescatar la idea certera que todas tenían en común, el enfrentamiento del bien y el mal. Eso era una síntesis de la labor que me fue encomendada y era lo que veíamos o detectábamos en la sala de proyección. Los veíamos titubear, podíamos sentir y saber el momento en que iban a abrazar la oscuridad y finalmente el momento en que iban a morir. Los tiempos entre su plano y el nuestro estaban distorsionados y no tenían relación coherente, pero si tuviera que ponerlos en tema sería como 1 hora en el plano intermedio equivalía a 600 años en el plano inferior. Razón principal por la que las personas no podían bajar con vida. De modo que ese otro dicho:

“Un segundo en el infierno equivalía a un año y medio”… estaba más cerca de la verdad de lo que podían imaginar.

Mis oídos estaban bien, el alto volumen de la música de AC/DC no me afectaba, pero no podía decir eso de Can. El desgraciado no oía mis gritos desde el pasillo, tenía que pararme junto a él para que me prestara atención. Crucé la puerta de la sala de proyección y todos los presentes dejaron de moverse inmediatamente y pusieron su vista sobre mí. La sala tenía una “pantalla” gigante al frente de 20 metros de ancho por lo mismo de alto y una separación de 10 metros con los 5400 pupitres donde trabajaban mis empleados haciendo sus investigaciones y seguimientos. Can y Nadín estaban a cargo de ellos y se denominaban, desde que se creó Nocturnal, como los observadores, eran mis 5400 ojos y oídos. Sus pupitres eran cubículos como en las oficinas, tenían una laptop con conexión al mundo de arriba, pero ninguno tenía la capacidad de hacer intervención, esa era mi decisión y aporte, mi trabajo y responsabilidad. Los observadores, como bien lo decía su “apodo”, simplemente se limitaban a observar y me comunicaban lo que nos competía a nosotros. Detectar el momento exacto en el que una persona estaba dispuesta a vender su alma. Había dos caminos que generalmente usaban los humanos. La primera era la más común; la pérdida del alma por actos imperdonables como causar la muerte intencional directa o indirectamente de otra persona o corromper el espíritu mediante abusos o torturas, y la segunda era la entrega del alma por propia voluntad a cambio de obtener su más preciado deseo.

El pacto; un alma, un deseo.

No podían ser dos o, un deseo complementado por varios, debía ser una cosa por otra cosa. Tampoco podía, luego de aceptar entregar el alma, ofrecer sus vidas a cambio de un segundo deseo, eso se consideraba sacrificio para los 7 Oscuros, un símbolo de amor. Y no era aceptable para el intercambio porque anulaba la entrada al plano inferior. El sacrificio era una forma de arrepentimiento y los 7 de la Luz lo veían como el camino al perdón. No todas las personas podían expresar su arrepentimiento o pedir perdón, pero dar su vida por alguien lo decía sin palabras. Eso me molestaba un poco, siempre creí que el que cometía maldad y hacía sufrir a los demás debía pagar por eso, pero el sacrificio estaba fuera de discusión, formaba parte del pacto infrangible y, como cada palabra que allí se plasmó, este hecho era incontrovertible.

En fin, podrán imaginar que los 5400 cubículos con observadores trabajando constantemente me llenaban de trabajo a mí, por lo que su organización era importante y lo dividíamos en categorías: en colores. Ese fue un aporte mío. Cuando llegué a este lugar tenía más de 17.000 personas que ir a buscar y el intercambio con el antiguo administrador del lugar solo nos llevó cinco minutos, lo que nos demoramos en estrechar las manos y caminar por el largo pasillo de luces verdes y rojas hacia el ascensor. La acumulación de trabajo no se debió a un tema de tiempo, sino de mala organización.

¿Qué éramos si no estábamos organizados? Éramos mediocres, y esa palabra no iba conmigo. Pero no quería culpar al anterior injustamente, porque yo podía ser arrebatado, impulsivo y algo impetuoso a veces, pero no era injusto. Permanecer mucho tiempo entre la gente tiene ciertos efectos en los débiles, su comida es nuestro veneno espiritual, después de todo es lo que los mantiene con vida. Comer y mantener contactos estrechos con ellos debía ser controlado y medido, lo mismo que las relaciones carnales. No estaba diciendo que mi predecesor haya manifestado emociones humanas, pero definitivamente no era el sujeto que conocía y me gustó notarlo, me dejó estar alerta y no confiarme. Alguien alerta podía con cualquier desafío.

¿Qué mejor alerta podíamos tener que los colores en la pantalla que dividieran el estado espiritual y el accionar de las personas del mundo intermedio? Se dividían en tres colores; amarillo, naranja y rojo. El mismo que se usaba para medir el calor o la temperatura, descartando el azul, claro. Era ver sus pasos camino al fuego, a su destrucción.

¿No era poético? Me gustó y así empezamos a hacerlo. Seguíamos los pasos de las personas y sus actitudes que eran medidas por mis observadores, cuando ellos detectaban la anomalía en el comportamiento lo pasaban a un rango de color y le asignaban un código de identificación único e irrepetible que se componía por el nombre de pila, el color del rango, seguido de un número y luego una letra. Sí. Era un código extenso, veníamos cosechando números por meses desde la implementación del sistema de colores y la pantalla ese miércoles de lluvia me mostraba un gran color rojo y el número 60. Eran pocos y me extrañó bastante. ¿Solo 60 personas que ir a visitar? Eso me tomaría diez segundos o quizás menos, desde que comencé a controlar el tiempo, se había vuelto relativo para mí y escaso para ellos. Los rojos representaban los que querían convocar la oscuridad, nos llamaban llorando o suplicando. Eran los desesperados que estaban dispuestos a hacer el pacto. Algunos aparecían en Nocturnal y otros se quedaban en sus camas preguntándose por qué sus vidas eran así o cómo podían conseguir sus deseos y esas cosas. Para mí el rojo era el pedido del pacto, estaban llamándome.

Una parte de los observadores, los que estaban al fondo del infinito salón se ocupaban del seguimiento de los rojos que ya habían hecho el pacto, los cuales pasaban al color negro de la categoría y solo faltaba esperar que sus vidas terminen para ir por ellos y llevarlos a su nueva, oscura y eterna casa. Esa visita la hacía yo también y muchos no creían en el valor del pacto hasta que oían mis pasos acercarse o me veían parado frente a ellos.

—Jefe. ¿Qué te trae por acá tan temprano? –preguntó Can sin quitar la vista de la pequeña pantalla de su laptop. Su escritorio no era un cubículo y estaba en la fila del frente y de espaldas a la pantalla gigante, daba hacia el gran salón como el pupitre de un profesor en un aula. Su pregunta me hizo sonreír. ¿Era una burla? ¿AC/DC a todo volumen se suponía que me iba a dejar descansar? Sí. A veces me canso. Can dejó la pantalla para mirarme ante la falta de respuesta, pero él ya sabía que yo no gastaba mi saliva. Se levantó y extendió hacia mí un plato con algo para que comiera, algo de su nuevo invento. Sonrió mientras lo ofrecía: –Comé. Tengo que darte una mala noticia y con el estómago vacío te puede caer mal.

Lo miré un momento serio mientras el plato azul flotaba entre los dos sostenido apenas por las puntas de sus dedos en un leve temblequeo que me dio mal augurio. Can nunca temblaba ante mí, no me temía, pero sí le preocupaban las circunstancias y mis reacciones. Después de todo, él había estado en el plano intermedio más tiempo que yo y mi falta de experiencia lo ponía nervioso. Estiré mi mano y corrí el plato de mi vista dando un paso hacia él con la mirada encendida y exigiendo una explicación sin rodeos a lo que mi fiel súbdito acató sin titubear, hizo dos malabares en el aire para que no se cayera el plato ni lo que tenía encima y lo regresó a la mesa. Luego se movió un poco a su derecha y escribió un código en su pantalla, el de un humano. Los dos giramos a ver la proyección en la pantalla gigante. Crucé mis brazos y me apoyé en su escritorio mientras una secuencia de imágenes apareció como una película.

Un joven de no más de 25 años estaba al borde de un puente, llovía y era de noche, se había quitado las zapatillas y estaba a punto de saltar para poner fin a su vida. Enseguida lo recordé, era Naranja Ricky 9.989.776-NR. Mi memoria era extraordinaria, pero lo recordaba además porque saltaba del amarillo al naranja todo el tiempo, tenía muchas dudas existenciales y yo podía aclararle la mayor de todas, pero no se decidía a llamarme, no creía en mí.

—El nadador –susurré confuso y miré hacia Can–. ¿Cuál es el problema? ¿Lo perdimos? ¿Finalmente se tiró?

—No veo el futuro.

—¿Te parece una respuesta satisfactoria? ¿Por qué me mostrás esto si está en naranja?

—Porque alguien lo salvó.

—Odio a los salvadores. Odio a todos ellos, pero más a los salvadores.

—Lo sé. Sigue en naranja porque sus pensamientos siguen en el mismo lugar. Ella solo lo salvó del puente. El problema, jefe, es que ella está con la vista fija hacia acá –dijo Can y me miró tragando saliva. Lo miré confuso y puse mis ojos sobre la pantalla, sobre los dos jóvenes abrazándose bajo la lluvia. Can siguió–: Isaías... esto no me gusta.

—¿Cuál es el problema exactamente? No estoy de humor para adivinanzas. –Miré al salón, a todos los demás que seguían concentrados en sus pantallas, podía jurar que escuché una voz, pero nadie se atrevería a hablar sin mi permiso o en mi presencia y a mis espaldas, pero la voz se oía cada vez más clara y parecía quejarse, suspirar y gruñir en una mezcla de enojo, era una voz femenina y estaba enojada. Can y yo nos miramos y salimos de ahí, la voz seguía por los pasillos y claramente venía del salón principal, de la entrada del club.

¿Quién podía ser tan temprano? No había sol por la tormenta afuera, pero técnicamente era la tarde aún, el club estaba “cerrado” para sus actividades nocturnas normales. Pero claro, siempre estábamos dispuestos a recibir a nuestros clientes con una gran sonrisa, a cualquier hora del día que nos buscaran. Subí al ascensor y presioné el 0. Can subió rápido detrás de mí y se paró de frente, comenzó a acomodar mi camisa haciendo que mi humor se altere.

¡Esa costumbre de tratarme como a un chico! Tenía ganas de arrancarle las manos y comerlas frente a él para que aprendiera a no tocarme. Nadie debía tocarme ¿Qué parte de nadie Can no entendía? Él siguió con el cuello de mi camisa a pesar de que mis ojos rojos y llenos de furia lo fulminaron, luego acomodó mi saco bordó.

—¿Terminaste de tocarme o vas a seguir con mis pantalones? –pregunté en tono sarcástico. Can no lo entendió y ajustó la cintura de mi pantalón ganándose mi furia. Lo tomé de la mano y lo apreté tan fuerte que sus ojos saltaron y su voz se le fue tras gemir de dolor. Susurré, mientras él se retorcía ante mí–: ¿Cuál es el problema? ¿No me veo atractivo así?

—Tenés que estar reluciente para esta –logró decir Can aún dolorido y me miró acariciándose la mano y haciéndome cara de llanto, claro, en burla–. Ni sabés quién es y me tratás así. Es la del puente. Solo digo que si no la conquistás no será mi culpa.

—Seis meses en tiempo humano. Todavía no conocí a la que no cayó ante mí.

Claro que hablé sin saber. Jamás hubiera imaginado que una mujer como ella podría con mi entera existencia, mejor dicho, ignorara toda mi existencia. Can y yo salimos del ascensor guiados por los susurros de esa suave voz y el cuadro fue de lo más complicado para mí. Muchas personas en el lugar, cuando digo personas digo humanos, mortales. En la parte superior de Nocturnal que abarcaba el club era manejado por humanos que no sabían de nosotros más que lo necesario, éramos los dueños. Tony era mi excepción, mi inútil humano que a veces me servía y mucho. Él sabía de nosotros y nos temía a morir, por alguna extraña razón también le tenía miedo a Gabriel, seguro por sus sentimientos de culpa y su lazo con la oscuridad. Yo lo protegía mucho, él fue el primer humano que hizo el pacto conmigo, quería dinero. Le di todo el dinero que me pidió, a cambio de su alma. Inmediatamente su deseo fue concebido y llegaron las mujeres, él se ofreció a trabajar para mí día y noche para siempre. Accedí porque, como ya dije antes, Tony me mantenía lejos de los empleados.

Ya era la hora de ir preparando la noche fabulosa que estaba por venir, la lluvia de miércoles traería más melancólicas almas viciosas, así que los empleados iban y venían. Miré hacia la puerta entreabierta, como llovía afuera, era alguna hora entre las 6 y 7 de la tarde, pero parecía la noche, cruda y oscura, en una abrazadora tormenta con vientos y toneladas de agua cayendo desde el cielo. Sin olvidar los rayos y los truenos. Era una invitación para que Naranja Ricky dejara este mundo de una buena vez.

¿A qué humano no deprimiría la soledad y una tarde así? A él sí. A ella no.

Ahí estaba parada frente a mí mirando a todos lados, cargada de ansiedad y alterada. Pude oír los latidos eufóricos de su corazón desde la puerta del ascensor, golpeaban tan fuerte que prácticamente me obligaron a ver hacia ella. Can tenía razón. Ella no tenía la menor idea de quién era yo, y yo mucho menos qué hacía alguien así en un lugar como Nocturnal. Inconscientemente acomodé el cuello de mi camisa y mi saco como lo había hecho dos segundos atrás el entrometido que tenía al lado, quien se adelantó para tantear el terreno con la chica, pero fue arrastrado por Tony hacia la barra, sin duda le lloraría algún problema, esa era la especialidad de Tony. Llorar por cualquier cosa. Me concentré en mi presa, pasé la mano por mi pelo para despeinarlo un poco adelante, eso siempre encendía la mente de las mujeres, sonreí y di mi primer paso hacia ella, todavía no me había visto, no había mirado hacia mí porque de haberme visto ya no podía quitar sus ojos de los míos, así era como siempre pasaba. Enloquecían en segundos, era el fuego en mis pupilas y la forma que portaba mi sugerente sonrisa. Simplemente las invadía el deseo, igual que me pasaba a mí. A medida que di más pasos acortando nuestras distancias lo descubrí, ella sería una presa que sin duda me encantaría saborear de pies a cabeza.

¿Qué pretendía hacer vistiéndose así? ¿No llamar mi atención? Su ropa holgada, mojada por la lluvia, su pelo en la cara y enredado hacia atrás que seguro se lo quitó de la frente molesta después de ser empapada por el aguacero y zapatillas con algo de barro que ya habían dejado las huellas de su paso en mi fino piso. Su apariencia desalineada y sucia, y sobre todo alterada no la hacía pasar desapercibida, no era la manera de no llamar mi atención. Fue todo lo contrario. Me volvió completamente loco. No había escote, no había piel a simple vista, no había maquillaje, ni perfume, ni tacones. Era un despojo de mujer. Nos cruzamos y siguió sin mirarme, como si no existiera y dudé de mi propia existencia, giré mi cuerpo sorprendido en parte por ser empujado por su paso y ella giró a pedirme disculpas. Al fin, nos vimos, no era inexistente para ella. Y me habló:

—Disculpe –dijo con voz nerviosa y se quedó viéndome. Sabía qué iba a pasarle, se perdería en mi mirada como hacían todas. Estaría desnudándome con la vista y, si lo fusionábamos con mis pensamientos, yo ya estaba teniendo sexo con ella de manera convencional, tenía tantas ganas de hacerlo desde hace tiempo, pero no debía, tenía varias razones para evitar ese contacto, era demasiado estrecho. Pero la miré un momento más y por dentro ya quería empujarla hacia el ascensor y devorarle la boca como inicio de algo que podría terminar mucho mejor. Mi cuerpo estaba empezando a arder de una manera extraña y lo atribuí a esas ganas. Ella quitó la vista y miró hacia todos lados confusa, volvió a mirarme de pies a cabeza, quizás mi sonrisa congelada la había puesto nerviosa, pobrecita. Pero de repente metió su mano mojada en un bolso de trapo también mojado y sacó una tarjeta que extendió hacia mí–. Busco al Sr. Sombra y algo me dice que es usted.

—Eso depende –respondí y extendí mi mano para saludarla, ella la apretó inquieta y la quitó deprisa. Le regresé la tarjeta con amabilidad y mientras la volvió a guardar nerviosa en ese apestoso bolso mojado, acomodé mi garganta y agregué–: Si dijera que soy él... ¿Con quién tendría el agrado de tratar?

—Mi nombre es Evangelina Vona, señor... quien sea. Y... vengo a pedir trabajo.

—Perdón... ¿Me repetiría lo que acaba de decir?

—Ese misterioso... tal Sr. Sombra le iba a prestar mucha plata a mi hermano –respondió la joven. Intenté hacer memoria, había cerrado tantos contratos de dinero que no pude descifrar de quién estábamos hablando. Can se paró junto a nosotros y la imagen de la pantalla gigante apareció frente a mí. Sí. Claro. Naranja Ricky. Evangelina miró a mi colega y luego a mí, estaba rodeada y nuestras miradas cómplices la alertaron, un rayo afuera no fue de mucha ayuda y eso la espantó exhalando un leve grito. Can me hizo una seña con los ojos y se fue hacia la barra cercana con Nadín que no dejaba de vernos. Volví a mirar a la chica empapada y ella dejó de revolear la mirada para todos lados asustada y me miró abriendo más los ojos–: No quiero plata prestada, quiero trabajar para ayudarlo a pagar su deuda.

—¿Querés trabajar acá? –comencé a tutearla, era demasiado tierna, sonreí disimuladamente para no ofenderla, pero igual lo notó así que no me quedó más remedio que seguirle el juego, ella parecía hablar muy en serio y era una falta de respeto de mi parte burlarme de eso. Puse mi mano sobre mis labios pensativo y recorrí su figura de pies a cabeza detenidamente poniéndola muy incómoda, descansé mis ojos sobre su busto, era pequeño y no se podía apreciar bajo toda esa ropa grande, pero al estar mojada caía indebidamente sobre su piel enseñando un poco su forma, ya dije, no eran senos grandes pero estaban firmes y ya no podía dejar de verlos, otra vez el fuego me carcomía, se había calmado por un momento, pero la revisión que hice de su cuerpo lo volvió a encender. Ella se cruzó de brazos notando mi vulgar mirada y su rostro se transformó. Me vi obligado a explicarme y sin quitar la mano de mi boca, hablé en tono seco y casi ordenando–: Sacate la ropa.

—¿Se volvió loco? –dijo ella confusa sin enojarse demasiado. Realmente me estaba sorprendiendo su actitud, no salió corriendo, no gritó, ni siquiera se ofendió. Estaba viéndome fijo y me aventuraría a decir que me veía como a un loco.

—Señorita... ¿Qué clase de trabajo buscás exactamente hacer en un club de esta categoría? No es un jardín de infantes, a eso me refiero. Necesito ver tu cuerpo desnudo para decirte si estás calificada para trabajar para mí. Y en el caso de que aún me queden dudas, tendríamos que tener sexo. Pero eso lo decidiré yo. –Ella me miró seria y con la boca abierta, seguro reuniendo las palabras para responder, pero en lugar de eso se echó a reír a carcajadas haciendo que todos los empleados, incluido Can, volteen a vernos. Tuve que admitirlo, su reacción me sorprendió, me obligó a bajar la mano de mi boca y a sonreír inconscientemente; ella dejó de reír y se secó una lagrima provocada por la propia risa, me miró sonriente y meneó la cabeza a ambos lados en negación viendo hacia mí. Di un paso hacia ella y casi le pisé los pies, una ráfaga de mi aroma la envolvió y se puso tensa y seria mientras seguía viéndome. Susurré en voz muy baja sobre su rostro–: Así que... sos la hermana de Ricardo Vona.

No veía el futuro como Ariana. Los humanos nunca representaron una amenaza para mí ni para mi propósito en este lugar. Tenía en claro de dónde venía y qué tenía que hacer. Yo venía de la oscuridad y me llevaba a la oscuridad al que correspondía. No estaba ahí para hacer caridad, mi intención no era ayudarla ni al cobarde de Naranja Ricky a que dejara de dar saltos entre el amarillo y el naranja y nunca decidirse a llamarme para cerrar el trato. Nunca le ofrecí dinero a ese chico que iba a saltar del puente, habrá sido la anterior organización, pero tenía una tarjeta.

¿De dónde sacarían la tarjeta esta chica o su hermano? Tenía varias dudas sobre ellos, así que le seguí el juego a la jovencita. Acepté incluirla en mi staff ese miércoles de lluvia. Iba a trabajar conmigo como lo estaban haciendo ya varios humanos bajo las órdenes de Tony. Pero hasta ahora entendí que ella no era una simple chica, ella era alguien que ponía a Ariana nerviosa o había algo en su futuro que lo hacía. No sabía que contratar a Evangelina Vona me llevaría a un camino sin retorno.

21 Gramos

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