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Las páginas que se van a leer no necesitan un largo discurso para ser presentadas al público.

El título que llevan basta para hacer conocer su objeto.

Y basta también, añadiré, para revelar su actualidad.

¡Las solteronas!

Existe hoy una cuestión de las solteronas.

Y el autor de esta obra ha querido exponerla, o, mejor, plantearla.

Su libro—confesémoslo, puesto que es la verdad—es, ante todo, una tesis de sociología.

Si le ha dado la forma de una novela es porque sabe, como ha dicho La Fontaine, que

Una moral desnuda trae consigo el fastidio,


mientras que

El cuento hace pasar a la moral con él.

La «moral» que el autor quisiera hacer «pasar» sin «fastidio» a la mente de los lectores, es que hay en la actualidad una crisis del matrimonio y que, por consecuencia de ella, muchas existencias femeninas transcurren no sólo en una soledad dolorosa para la que las mujeres no están hechas, sino en una semiesterilidad que viene en detrimento público.

Hay en esto un mal social considerable.

A los moralistas, a los economistas y a los legisladores toca buscar y encontrar los remedios.

Toda la ambición del «Diario» que sigue es notar los signos y marcar las manifestaciones de ese mal.

C. M.

Aiglemont, 26 septiembre 1903

—Abuela, abuela—grité aquella mañana al salir de la cama,—felicítame, porque hoy cumplo veinticinco años...

Y, muy dichosa, me precipité como una tromba en el cuarto de la abuela, que está al lado del mío. Sorprendida por mi brusca invasión—la abuela no puede acostumbrarse a mis modales de torbellino—la encontré enredada en las bridas de su cofia de dormir, y tratando de sujetársela en la cabeza del modo que convenía a la solemnidad de las circunstancias.

La abuela es aficionada a la etiqueta—con E mayúscula, como ella la escribe,—y, para ella, estaba yo faltando a las más elementales conveniencias al anunciarle sin más ceremonia el alba de mi vigésimasexta primavera.

¡Ay! jamás he podido aprender la calma, esa calma de las tropas veteranas de que habla sin cesar mi primo el comandante Harmel.

—¿Felicitarte?—articuló por fin la abuela, besándome con todo su corazón, mientras que su gorro se caía decididamente al suelo.—¿Felicitarte?... Verdaderamente, señora nieta, no veo por qué.

¡Adiós mi dinero!

Aquel «señora nieta» me indicaba que la aurora de mi vigésimasexta primavera iba a conocer la reprimenda de que fueron testigos sus hermanas mayores y que era preciso prestar un oído atento y sumiso a los consejos matrimoniales de la abuela.

—Sí—continuó, persiguiendo su idea y la colocación del gorro fugitivo en sus hermosos cabellos blancos,—sí, por mucho que busco, no veo nada particularmente glorioso en el hecho de tener veinticinco años.

—Abuela—respondí afectando una expresión escandalizada,—a los veinticinco años es cuando aparece solamente la segunda y durable gracia de la fisonomía...

—¿Qué estás ahí diciendo, chiquilla?—interrumpió la abuela haciendo un visible esfuerzo para recordar el autor de esa frase conocida.

—Es una canción de Legouvé, querida abuela—si se puede llamar a eso una canción—añadí in petto.—Legouvé supone que hasta los veinticinco años no brilla en la mirada de la mujer el fuego de la inteligencia; que la agudeza del ingenio se revela en las narices más movibles y más acusadas; que el alma, sobre todo, el alma de abnegación y de ternura, al asomar a los labios, a la sonrisa y a las lágrimas, muestra a la mujer con todo el brillo con que Dios la ha adornado al crearla; y, en fin, que una mujer no está llena de riqueza de sentimientos y de inteligencia hasta los veinticinco años. Abuela, tú no eres de la opinión de Legouvé, confiésalo...

—En una mujer casada—respondió la abuela—todo eso puede ser verdad, pero... en una solterona...

—¡Solterona!—exclamé lanzando una alegre carcajada.—¡Qué gran error, abuela!... Soltera sí, y a mucha honra; pero solterona, jamás...

Y mostré a la abuela con el gesto la linda silueta que reflejaba el espejo del armario de familia, una silueta a lo Legouvé. Blanca y delgada, con mi gran peinador de mañana, no tenía yo verdaderamente el aspecto de una triste solterona.

Mis ojos negros no hacían pensar que yo me impacientase en las tristezas de la espera de un esposo soñado; mis cabellos indisciplinados, de matices cenicientos, no atestiguaban un carácter melancólico, y mi sonrisa no indicaba ninguna decepción del corazón.

La abuela sonrió maliciosamente sin dejar de mover la cabeza.

—Sí, sí; confieso que no has llegado todavía a la decrepitud.

—¡Decrepitud! malísima abuela, retira pronto esa fea palabra.

—¡Diablo! Una solterona...

—¡Injusto calificativo!... ¿Por qué ese epíteto de viejas en una edad en que lo somos tan poco?

—Es el uso—respondió la abuela en un tono que significaba que no había nada que replicar.—A los veinticinco años se viste la primera imagen y se entra en el gremio de las solteronas, por muy joven y muy linda que una se crea. Pero la belleza y la juventud son cosas fútiles. En vez de enorgullecerte por tus cualidades físicas, cuida tu belleza moral, hija mía.

—¿A los veinticinco años?... Tú bromeas, abuela. Si mi belleza moral no está completa a la hora actual, puedes creer que es inútil que trabaje en ella. A esta edad no brotan ya esas cosas.

—Anda de ahí, chiquilla—replicó la abuela;—no eres seria.

—Vaya si lo soy—respondí.—La prueba es que ahora mismo me voy a prender un bonito lazo rosa en la belleza moral. Verás como eso la realza a los ojos de los mortales. Sabes, abuela, que no todo el mundo descubre la belleza moral... mientras que un lazo rosa...

—Niña mimada—suspiró la abuela,—no quieres comprender qué feliz sería yo viéndote casada con un buen marido y...

—¡Oh! abuela querida—supliqué,—soy tan feliz a tu lado... No me eches de aquí, te lo ruego...

—¡Echarte!—exclamó la abuela con infinita ternura en los ojos.—¿Echa nadie a su alegría, a su rayo de sol, a su pajarillo parlero?

—No—respondí vivamente afectando un tono de broma,—no se les echa, pero se les pone bonitamente en la puerta. La cosa es igual aunque no lo parezca.

—Piensa, Magdalena, que puedo faltarte. ¿Qué sería de ti sola en la vida?

—¡Oh! abuela, no entristezcas el día de mi cumpleaños, te lo suplico. No me digas cosas tan horribles. En primer lugar, tú vivirás siempre.

—No, hija mía—respondió la abuela con una conmovedora angustia en la mirada,—no viviré siempre; no hay que hacerse ilusiones. Soy vieja, me moriré como los demás y, te lo repito, ¡qué será de ti sin parientes, sin familia allegada!...

—¡Abuela! ten piedad de mí—supliqué con lágrimas en los ojos;—déjame gozar de mi vigésimoquinto aniversario... No me obligues a pensar cosas tristes... No me hables de la muerte, y sobre todo de la tuya...

—Es, sin embargo, una ley de la Naturaleza siempre respetada y siempre obedecida—respondió dulcemente la abuela.—Tu padre y tu madre te han dejado. ¿Por qué yo, la abuela, he de ser inmortal?... Los viejos dejan el sitio a los jóvenes, y los pajarillos vuelan del nido para ir a construir otro...

—Los pajarillos sin corazón, es posible—dije dejando caer un lagrimón en la mano que la abuela me ofrecía—pero las nietas agradecidas...

—¡Bah!—respondió la abuela,—ya salió la gran palabra... Por agradecimiento querrías permanecer a mi lado para cuidarme, para endulzar mis dolores, para alegrar mis últimos años. Pero yo, por deber, no quiero tal cosa. Mi deseo es que te cases y pronto. ¿Entiendes?

—Sí, entiendo tu abnegación. Me has recogido a la muerte de mis padres, me has consagrado veinte años de tu vida que hubieras podido pasar más tranquilamente; y ahora te olvidas de ti misma una vez más queriendo lo que crees que es mi felicidad. ¿Estás segura de qué lo será el matrimonio?

—¡Cómo si estoy segura! Perfectamente, tontilla. No hay más que dos maneras honradas para una mujer de tomar puesto en la vida: el matrimonio y el convento.

—No comprendo por qué el celibato no es tan honroso como los otros dos medios.

—No necesitas comprenderlo—respondió la abuela con energía.—No se permanece soltera; eso no se hace.

—Entonces, casamiento o monasterio. El convento no me dice gran cosa—dije bajando la cabeza.—La obediencia no es mi fuerte, la pobreza me molestaría y sólo me seduce la castidad. Tales gustos son los de una solterona, pero no son una vocación religiosa. Pero el matrimonio no me seduce tampoco mucho. ¿Estás segura, abuela, de que tengo la vocación del matrimonio?

—¡Cómo disparatas, hija mía, cómo disparatas!—suspiró la abuela encogiéndose de hombros.—Cuando una mujer no está llamada a la más perfecta de las vocaciones, que es la religiosa, es que Dios la llama al matrimonio. No hay vocación del celibato. El matrimonio es indispensable para las mujeres destinadas a vivir en el mundo. Piensa, Magdalena, que la mujer no es nada por sí misma...

—¿Nada? ¿Yo no soy más que una apariencia? Soy muy real, te lo aseguro.

—Nada en lo moral, hija mía. La mujer necesita un apoyo para sostenerla...

—Sí, vamos, una especie de tutor.

—Un protector para representarla...

—Como un paraguas...

—No digas tonterías, hija mía, hablo en serio. La mujer necesita hijos y familia; es preciso que su sensibilidad se emplee en los seres a quienes ha dado la luz. Esta es la sola dicha de la mujer y su única dignidad.

—¿Crees, abuela?—articulé pensativa.—Sin embargo, una muchacha de mi edad que empieza a comprender la vida, y ve de qué regateos son objeto las jóvenes casaderas, no puede tener prisa por dejarse pesar como un saco de dinero. Un marido que se compra no es más tentador que un muñeco de la feria. Y, todavía, se tiene el muñeco por unos cuantos centavos, mientras que el hombre...

—Sí, ya sé, ya sé—replicó la abuela distraída.—Digan lo que quieran, siempre ha sido así. Las muchachas con buen dote siempre han sido buscadas; las otras se casaban como podían. Hoy, el matrimonio no es fácil cuando no se tiene nada; pero tú no estás en ese caso. Tu pequeña fortuna y lo poco que yo te dejaré, te permiten hacer una elección honrosa. No veo nada que se oponga a tu matrimonio.

—¿Nada? ¿Y el marido, abuela, qué haces de él?

—El marido yo lo encontraré—respondió la abuela.—Eso es sencillo y fácil. Prométeme solamente ser razonable y no rechazar a ciegas cualquier proyecto de matrimonio.

—Sí, abuela, te prometo tratar de hacerlo—respondí con firmeza.—Pero concédeme una gracia en cambio de esta promesa. Antes de tomar una resolución, déjame algún tiempo para estudiarme a mí misma y estudiar a los demás. Tú estás segura de que seré feliz en el matrimonio; yo lo dudo, y quisiera ver claro en mi corazón antes de decidir nada. ¿Es mucho pedir?

—No, querida—respondió la abuela con un relámpago de satisfacción en los ojos.—Tengo confianza en tu promesa. Estudia todo lo que quieras, puesto que el estudio es la manía de las jóvenes de ahora; te doy carta blanca. Vaya, vístete—añadió echando una mirada al reloj,—para que no llegues tarde a misa de ocho.

—¡Llegar tarde a misa en el día de mi cumpleaños!... No, abuela; Dios querría castigarme y sería capaz de casarme de repente...

He aquí cómo, a consecuencia de esta conversación con la abuela, he tomado la resolución de escribir de vez en cuando mi diario, a fin de darme cuenta de lo que pienso y de lo que deseo. Tengo alguna libertad para decidir mi porvenir y descubrirme la vocación del matrimonio; aprovechémosla. Hasta ahora mi vocación es más bien vaga, lo confieso. ¡Qué lástima que la abuela encuentre tan inconveniente el quedarse soltera! Creo que me estaría como un guante la vocación del celibato.

4 de octubre.

La abuela ha tomado en serio su idea del matrimonio.

Al salir de la primera misa, en la que habíamos hecho nuestras devociones—hoy es la fiesta del Rosario,—mi querida abuela me condujo vivamente hacia San José, y yo comprendí inmediatamente de qué se trataba. San José, protector de los matrimonios, es el más solicitado de los santos, a pesar de San Antonio, que empieza a hacerle una competencia temible. Todas las mamás ávidas de casar a su progenitura están a los pies del santo patriarca, y todas las solteras y solteronas en busca de un marido le hacen una corte asidua.

Al salir de la Catedral quise darme el placer de parecer ignorar lo que la abuela podía tener que pedir tan largamente al bueno de San José.

—Muchas coqueterías te traes con San José—le dije en cuanto salimos de la iglesia.—Supongo que le has pedido muchas gracias en la larga estación que acabas de hacer delante de él.

—Una sola, Magdalena—dijo la abuela con una convicción absoluta.

—¡Ah!

—La gracia de un buen matrimonio para ti.

—¡Pobre abuela!

La ocasión era tan tentadora, que dije muy de prisa:

—Yo también he rezado por ti, querida abuela, aunque no para obtener la misma gracia. He suplicado a San José que te quite de la cabeza todo lo que pueda parecerse a una idea fija.

Si no hubiéramos estado en medio de la calle, la abuela me hubiera tirado de las orejas; pero no pudiendo administrarme su castigo favorito, se contentó con sonreír con indulgencia. En esto nos encontramos de manos a boca a una charlatana, a la que la abuela recibe sin quererla mucho, la señora Siberot.

—Querida amiga—dijo ésta, apoderándose de la mano que la abuela le ofrecía;—qué contenta estoy de ver a usted.

—Y nosotras también, amiga mía—respondió la abuela con política.

—¿Conque piensa usted casar a Magdalena?—preguntó aquella buena alma.

—¿Quién le ha dicho a usted eso?—respondió la abuela.

—Tres personas me lo han afirmado después de la misa de ocho.

—¡Ah!—replicó la abuela mirando al reloj.—Hemos salido a las ocho y cuarenta y son ahora las ocho y cincuenta. En diez minutos se ha hablado mucho.

—Ha rezado usted tanto tiempo a San José, como decía ahora mismo la señora de Robertier, que todo el mundo ha deducido que desea usted casar a su nieta.

—De modo—respondió con complacencia la abuela,—que no se puede rezar a San José por otros motivos...

—No, señora—dijo la omnipotente charlatana,—sobre todo cuando se tiene hija o nieta casaderas.

Y viendo a lo lejos a una de sus amigas, saludó con prisa a la abuela para correr a la recién llegada y emprender con ella el chisme del día.

—Abuela, me pones en evidencia—dije furiosa por las murmuraciones de que era objeto.

—No te importe, hija mía—dijo la abuela siempre filósofa.—Hay que saber sufrir lo que no se puede evitar.

De vuelta a casa, encontramos a Celestina, la cocinera, con una expresión consternada.

—¿Qué hay, Celestina?—le pregunta la abuela.

Celestina no responde y finge absorberse buscando un objeto perdido. La abuela, que sabe lo que significan los silencios de Celestina, sigue su camino y se va a su cuarto. Oigo a Celestina murmurar algo sobre San José, y comprendo. Aquella mujer, ferviente del celibato, está ya al corriente de la historia de la oración de la abuela y protesta a su modo.

¡Dichoso país, donde las noticias se propagan con tal facilidad! Verdaderamente, nos sobra el teléfono.

Esta tarde, en las vísperas, había poca gente, a pesar del atractivo de un predicador forastero. Apenas han acabado las vacaciones y los retrasados están gozando de los últimos placeres campestres y de los penúltimos rayos de sol.

Era lamentable para el predicador, que debe de tener una mala opinión de la piedad de las aiglemontesas, y muy triste para mí, que, si no me intereso siempre por el sermón, me fijo mucho en la manera especial que tiene cada cual de escucharle.

Nada más curioso que ver el aspecto de avidez del auditorio femenino por poco que se trate de un predicador desconocido. Desde el cuarto salmo, los ojos empiezan a errar desde la gran nave hasta los lados de la iglesia, con el ánimo de no dejar de ver la subida al púlpito. Se espera al predicador con impaciencia no disimulada y las plumas y los sombreros se levantan con un movimiento de ola en el sentido indicado por la curiosidad del momento. El movimiento de ola era hoy más acentuado que de ordinario, pues el orador conquistó a su auditorio solamente con el modo autoritario con que tomó posesión del púlpito. Plumas y flores se inclinaron con respeto enternecido.

Hay que confesar que el olfato especial de las aiglemontesas en materia de sermones no les había engañado. El predicador ha hablado muy bien y, sobre todo, de un modo original, lo que, vista la rareza del caso, produce siempre placer. A propósito de la vida interior y del alma no comprendida, el orador encontró el medio de llegar a decir que ésta era con frecuencia la resultante de un estado no comprendido: el celibato.

El sombrero de la abuela no se movió, pero, delante de mí, una porción de plumas, opinaron con una elocuente unanimidad en pro de tan deliciosa explicación. Todas parecían exclamar:

—Sí, el celibato es calumniado, muy calumniado.

El predicador se extendió sobre las ventajas espirituales de la virginidad y no temió asegurar, con gran escándalo de mi abuela, que se agitó en su silla, que el horror del mundo por las solteronas, no viene más que de un resto de paganismo. En cualquiera otra circunstancia, es probable que todo esto no me hubiera chocado; pero viniendo en seguida de la reprimenda de la abuela para celebrar mi vigésimoquinto aniversario, me sentí poseída de una ardiente curiosidad:

—El horror de la abuela—pensé instantáneamente,—¿será un resto de paganismo olvidado en su cerebro?

Me sonreí ligeramente ante esta sospecha, cómica a fuerza de inverosimilitud, y eché una mirada a la abuela para ver si se daba cuenta ella también de que era pagana sin saberlo. Pero vi que afectaba una expresión un poco incrédula. La gracia no la había tocado y seguía en sus errores acerca de las solteronas.

Concentré toda mi atención en la idea que expresaba el predicador tratando de demostrar que esa falta de estima por el celibato venía de las religiones paganas y estaba en contradicción con el cristianismo.

El origen del desprecio en que se tiene a las solteronas es verdaderamente curioso y mi memoria ha guardado un recuerdo casi fiel.

Todo lo lejos que se remonta en la historia, se ve que los muertos pasaban por seres sagrados. Los antiguos les daban los epítetos más respetuosos que podían encontrar. Los llamaban santos, buenos y bienaventurados, y tenían por ellos, cualquiera que hubiera sido su vida, toda la veneración que el hombre puede tener por la divinidad a quien ama o teme. En el pensamiento antiguo cada hombre era un Dios que, aun siéndolo, no estaba bastante desprendido de la humanidad para no tener necesidad de alimento. No sólo, en ciertos días del año, se llevaba una comida a cada tumba, sino que los vivos debían tener fe en la presencia continua alrededor de ellos, de los muertos de su sangre. El padre de familia volvía a ser huésped invisible del hogar que había habitado, para recibir en él todos los días las primicias de la comida de la tarde y gozar del cariño fiel de sus hijos y de su viuda.

¡Desgraciado el que faltaba al deber de alimentar a sus antepasados!... ¡Desgraciado el que no era alimentado por sus descendientes!...

Si, por una razón cualquiera, la cadena de las comidas llegaba a interrumpirse, el alma del muerto salía de su morada apacible y se convertía en un alma vagabunda cuya única ocupación era molestar y atormentar a los vivos.

Unas veces les jugaba todas las malas pasadas posibles aplicándose a contrariar sus proyectos, a quitarles los objetos que les pertenecían y a hacer desaparecer las cosas más necesarias para la vida. Otras veces se les aparecía por la noche en formas pálidas y fantásticas, les perseguía y les arrancaba gritos de espanto. Después, cambiando de aspecto, era él quien gemía en la tempestad, quien lloraba con el viento de la tarde y lanzaba como un ave nocturna esas quejas agrias y discordantes que hacen pasar por el alma de los vivos, como por las cimas de los árboles, un largo escalofrío de hielo.

Las ánimas no eran verdaderamente dioses más que en cuanto los vivos los honraban con un culto fiel, y la primera manifestación de ese culto era el darles alimento.

Ese culto, que se encuentra en Oriente como en Occidente, tenía por primera regla el no poder ser tributado por cada familia más que a los muertos que le pertenecían por la sangre. Si una familia llegaba a extinguirse, las almas de los antepasados, siempre errantes en la tierra entre los malos genios, no podían llegar jamás al eterno reposo.

El único gran interés de la vida humana era, pues, forzosamente, continuar la filiación para perpetuar el culto. El celibato, por consecuencia, era para la antigüedad una impiedad grave y una desgracia: una impiedad porque el soltero ponía en peligro la dicha de los manes de su familia; una desgracia porque él mismo no debía recibir otro culto después de su muerte y no debía conocer lo que regocija a los manes. Era a la vez para él y para sus antepasados una especie de condenación.

De aquí la imposibilidad de permanecer soltero.

Confieso que estas nuevas consideraciones sobre las solteronas me interesaron de tal modo que olvidé que tenía que oír el resto del sermón. Vi entonces que la peroración había terminado y empujé dulcemente a la abuela perdida en las dulzuras de un sueño reparador.

Al salir de la Catedral, la voz de Francisca Dumais me interpeló:

—Magdalena, ahí tienes un sermón de tu cuerda. A una amiga de las solteronas le gusta que se ocupen de ellas.

—¿Por qué no?—respondí alegremente.—¿Y tú?

—Eso no va conmigo—dijo Francisca con una mueca de infinito desdén.—Además, yo tengo respeto a la familia y no quiero condenar a mi pobre mamá a andar errante por toda la eternidad, como en otro tiempo. Los gemidos de mamá son extremadamente penosos.

—Debieras estar acostumbrada sin embargo, Francisca. No pareces satisfecha más que cuando gime tu madre.

—A mi pobre mamá le gusta eso.

—¡Francisca!—protestó la señora de Dumais que llegó con la abuela adonde estábamos nosotras.

La abuela sonrió con expresión equívoca, pues no aprecia el carácter libre de que se jacta Francisca. Pertenece ésta, en efecto, a un género poco conforme con las sanas tradiciones, que son las que gustan a la abuela y a sus amigas. No hay, pues, ninguna más criticada ni vigilada que mi pobre Francisca. Se cuenta el número de sus sombreros y se espía el color de sus corbatas. A esto hay que añadir que el espíritu infantil de Francisca le atrae numerosas enemistades. En un país de solteronas como el nuestro, Francisca lleva la imprudencia hasta burlarse continuamente de ellas. En misa, cuando se la cree sumida en una seria meditación, está ahogándose de risa entre las manos piadosamente juntas, y es el vestido de una o la actitud de otra lo que provoca su intempestiva alegría. Su madre se pasa la vida murmurando con espanto:

—¡Oh! Francisca...

Y se comprende. La buena y plácida señora de Dumais no puede creer a sus ojos ni a su oído desde hace veintitrés años que Francisca está en el mundo. Conserva el asombro de una gallina que ha empollado un huevo de pato creyendo empollar uno de su raza. No es posible volver jamás de esas sorpresas... Pobre señora Dumais.

7 de octubre.

Esta mañana he entrado triunfalmente en el comedor con un gran librote debajo del brazo. La abuela retrocedió espantada.

—¡Dios mío, Magdalena! ¿te vas a examinar?

—No, abuela querida, estoy haciendo un examen.

—¿A quién? ¿De qué?—exclamó sorprendida.

—De la cuestión de las solteronas...

—Cuestión tonta y detestable idea—respondió la abuela enfurruñada.—Mejor harías de decirme qué te pareció aquel joven moreno que estaba ayer en el rosario al lado de la señorita de Sarcicourt.

—Un joven moreno... en el rosario... al lado de la señorita de Sarcicourt... No le reparé.

—Sí, sí, recuerda bien...

—¡Dios mío! otro pretendiente...

—¿Por qué no?

—Porque no quiero... No me hables de eso, abuela, te lo ruego. ¿Cómo quieres que haya encontrado a un joven que no he visto?

—Si tú...

—No, no, que no se me hable de matrimonio... Por el momento pertenezco a las solteronas... Abuela—proseguí tiernamente,—no puedes querer que me case con un caballero porque es moreno, porque va al rosario y porque está al lado de la señorita de Sarcicourt...

—Es una garantía.

—¿El ser moreno es una garantía?—dije dando una carcajada.—¡Ah! querida abuela...

Y aprovechando la alegría que se leía en el semblante de la buena señora, cambié bruscamente de conversación.

—¿Sabes—dije,—que las leyes, según este librote, se acordaban en otro tiempo con la religión para condenar el celibato?

—¡Ah!—suspiró la abuela,—eso era sin duda en el tiempo en que se hacían aún buenas leyes...

—Era en el tiempo feliz en que florecían los hebreos, los indos, los persas, los griegos, los romanos, los germanos...

—¿Y qué me importa a mí toda esa gente?

—Un poco de paciencia, si quieres—exclamé volviendo unas hojas.—Los hebreos tenían enteramente tus ideas sobre el matrimonio.

—No te comprendo, Magdalena. ¿Adónde vas a parar?

—Continúo el sermón del domingo.

—¿Cómo?

—Buscando si las leyes estaban de acuerdo con las ideas religiosas...

—Y has encontrado.

—Que todas las legislaciones no han hecho más que confirmar lo que estaba ya edictado en las diferentes religiones.

—¿Y eso te interesa?

—En extremo.

—¡Qué nieta tan rara!—exclamó la abuela encogiéndose de hombros.—¿Estás ahora ocupada de las solteronas?

—Sí. Oye cómo comprendían los hebreos el deber de la mujer. Su única misión, según ellos, era dar los más hijos posibles a la familia y al Estado... De aquí el matrimonio obligatorio...

—Tenían mucha razón.

—Los indios, abuela, son también, según tú, gente razonable. A los ojos del legislador indio, todo el destino de la mujer se reduce a dar al hombre hijos y a perpetuar la especie humana. La mujer no goza de los favores que la ley le concede hasta que se convierte en esposa y madre.

—Los indios eran gente de buen sentido—dijo la abuela con aplomo.

—¿Y Zoroastro?—exclamé riendo.—Este es tu mejor apoyo... Zoroastro recomienda a las persas el matrimonio como la obra más meritoria y declara que la joven que rehusase casarse irá a los infiernos hasta la resurrección, aunque haya hecho buenas acciones.

—Lo de los infiernos es acaso excesivo—dijo la abuela con malicia,—pero opino que haga una temporada de purgatorio...

—Entre los griegos—continué libro en mano,—no es ya el infierno lo que se tiene en perspectiva, sino el Código Penal. Parece que en toda la Grecia el matrimonio era obligatorio, no sólo para la mujer sino también para el hombre y para el tutor de la mujer. La ley castigaba...

—A las jóvenes recalcitrantes que...

—Que se negaban a escuchar a su abuela... Es posible. En todo caso castigaba seguramente al soltero y al tutor que tardaba en casar a su pupila.

—Ya ves, Magdalena—dijo la abuela sonriendo,—qué culpable eres conmigo. Si fuese griega, hubiera sido castigada por las leyes sin que tu estado de soltería me sea imputable.

—Yo lo hubiera proclamado a voz en cuello, y, lejos de castigarte, el tribunal te hubiera felicitado por el modo que tienes de cumplir tu misión. Un joven moreno... La señorita de Sarcicourt... el rosario... Abuela, si yo hubiera sido romana, no hubiera podido reclamar contra ti ante el magistrado... Y las leyes permitían a la joven romana obligar a su padre o a su tutor a casarla.

—Ya ves—interrumpió la abuela,—que cumplo con mi deber tratando de influir sobre ti en favor del matrimonio.

—Sí, le cumples demasiado bien. En esto eres de la opinión de Dionisio de Halicarnaso, que, compulsando las antiguas leyes de Roma, ha descubierto una que obligaba a los jóvenes al matrimonio. El tratado de las Leyes de Cicerón, que reproduce en forma filosófica las antiguas leyes de Roma, contiene también una sobre el celibato.

—En adelante—repuso la abuela con buen humor,—tendré en gran estima a Dionisio de Halicarnaso y a Cicerón. Ignoraba que esos señores fuesen tan amigos míos...

—Hubieras debido sospecharlo... Y te hago gracia de los germanos, pues eran unos horribles polígamos y por este mismo hecho no admitían la solterona...

—Y tenían mucha razón—exclamó la abuela.

¿Tenían razón de ser polígamos?... ¡Ah! abuela...

—¡No!—dijo la abuela dando un salto,—no es eso lo que digo. La poligamia hubiera debido ser siempre un caso de horca; pero, en fin, las solteronas...

—¿También merecían ser ahorcadas?...

—A medias, para que se les pasase el gusto del celibato.

—¡Qué antigua eres, abuela!... Razonas como los pueblos paganos.

—Cuestión de atavismo. Durante siglos y siglos se ha considerado el celibato como impío, y me ha quedado algo.

—Pues bien, yo también siento el atavismo.

—Tú eres de la generación nueva, y con esto está dicho todo. No sentís ni hacéis nada como nosotros. Os pasan por la cabeza ideas que jamás se nos hubieran ocurrido. Y, todavía, cuando esas ideas son un poco razonables, como la que ahora te preocupa, no me quejo. Pero, francamente, Magdalena, me das miedo. Te hubiera, acaso, comprendido mejor tu madre...—terminó la abuela con una lágrima en los ojos.

—¡No! no creas eso; eres la más perfecta y la más querida de las abuelas... No puedes tomar a mal que yo estudie la cuestión de las solteronas.

—¡Ay! en mi tiempo no había semejante cuestión. Todo lo que pedían las mujeres era un buen marido y unos hermosos hijos.

—Ya ves cómo han cambiado los tiempos... Un buen marido es un mito, abuela... Por mucho que muevas la cabeza, no puedes menos de reconocer que los maridos actuales no valen lo que los de entonces.

—Sí, hija mía, sí, valen lo mismo. Solamente, en otro tiempo, las mujeres tenían... ¿cómo diré yo?... tenían más paciencia... más dulzura... más abnegación. Estaban menos poseídas de su personalidad y sabían anularse a tiempo...

—Aquello era la esclavitud, abuela.

—No, querida—dijo la abuela con voz persuasiva;—aquello era el amor.

—¡El amor!—respondí.—¿Qué es eso?... En las novelas veo lo que es; pero en la vida real...

—Es inútil decírtelo si tú no has de sentirlo; y si lo sientes, es aún más inútil definírtelo.

Dicho esto, la abuela me dio un beso y me dejó muy pensativa.

¿Ha podido realmente la abuela conocer el amor?... Me parece tan extraordinario... Es verdad que cuando habla del abuelo su voz toma una inflección tan profunda que se ve que hay en ella un mundo de recuerdos dichosos e íntimos ocultos en la menor palabra... ¡Querida abuela!

En el momento en que ella salía, entró en el comedor Celestina y se acercó a mí tan quedito que casi me dio un susto al exclamar:

—Estoy segura de que la señora acaba de hacer un sermón sobre las solteras, para el uso de la señorita.

—No, Celestina—respondí maquinalmente;—la abuela me hablaba de amor.

—¡De amor, a una joven como usted!... Nuestra pobre señora pierde la cabeza...

—¡Una joven como yo, a los veinticinco años!... ¡Vaya una juventud! Hay que vivir en un medio petrificado como el nuestro, pobre vieja, para no conocer nada de la vida a mi edad... Algunas veces casi me sublevo, pero después se me pasa...

—Esas ideas no son de usted, señorita. Me parece estar oyendo a la señorita Francisca—respondió Celestina escandalizada.—Creo que es esa una sociedad que no le conviene a usted gran cosa...

No respondí por no envenenar la discusión. Celestina es pudibunda hasta el exceso y no ve nada más hermoso en la existencia que poseer el derecho virginal de vestirse de blanco en los días de procesión, a pesar de su cara apergaminada. Al lado de ese ideal, el matrimonio, que priva de la dicha de llevar semejante traje, no puede ser evidentemente, más que un estado reprobado por Dios y legitimado por alguna cosa que está en el fondo de un falso sacramento.

—No hay que pensar en el amor, señorita—murmuró mientras yo me disponía a subir a mi cuarto.—Es la perdición de las jóvenes.

—¿Tú crees?—dije, divertida por los terrores de la buena anciana, cuyo principal título de gloria—después del derecho de vestirse de blanco—es el haberme recibido en su delantal el día de mi entrada en este valle de lágrimas. Celestina deduce de este alto hecho el derecho de reprenderme en todas las circunstancias notables, y no se priva de ejercerlo.

En el movimiento febril que agitaba su mano vi bien que tenía que hacerme un largo discurso—los estremecimientos de la mano traducen siempre en Celestina un gran deseo de agitar la lengua—pero la voz de la abuela, que le llamaba, puso término a su comezón de hablar.

Vuelta a mi cuarto, me encuentro más perpleja que nunca y, para no pensar más en el matrimonio, hago lo que puedo por ocupar el pensamiento en otra cosa.

¡Qué pesados me parecen ahora mis veinticinco años!... La abuela tiene razón; llevo un mundo en los hombros...

Cuánto más feliz era cuando, en vez de soñar con un marido por la voluntad de la abuela, no tenía más preocupaciones que mi muñeca.

¡Mi muñeca!... ¡Qué lejos está!...

Y, sin embargo, me parece que era ayer cuando ese querido objeto, informe y sin nombre, que había llegado a ser mi hija a consecuencia de múltiples desgracias, me absorbía hasta tal punto, que a su lado, a fuerza de amor, no sentía ya que era yo huérfana...

No he conocido a mi madre, que murió al nacer yo. Mi padre, desesperado por la muerte de su mujer, a la que amaba apasionadamente, no la sobrevivió más que cuatro años. En unos días fue arrebatado por una tifoidea, dejándome a mi abuela materna, mi única parienta próxima y a la que no he dejado desde entonces... No tengo más que cerrar los ojos para acordarme de la silueta de aquel pobre padre y de aquella mirada tan triste y tan buena con que todas las noches iba a vigilar el comienzo de mi sueño llevándome la impresión de una profunda ternura... ¡Pobre padre!... ¡Cuánto tiempo le reclamó mi corazón de niña, no creyendo ni en la eterna separación ni en la muerte!... Aquel viaje de que me hablaban debía terminarse para mí por un feliz regreso y, sobre todo, por un cargamento de numerosos recuerdos después de una ausencia tan prolongada... ¡Ay! me informaba yo mucho menos de la fecha en que debía ver a mi padre que de la en que le vería llegar cargado de muñecas, de globos y de cocinitas... Aun siendo desgraciados, qué felices son los niños...

Mi querida abuela cuidó de mi infancia y, a pesar de su tristeza y de su dolor, de ella me vinieron todas las alegrías y todas las felicidades de niña.

Mi vida entera cabe en esta palabra: la abuela.

Todos mis recuerdos están concentrados en ella, pues no puedo, como la mayor parte de las niñas, cifrar mi vida en la visión de un alegre hogar atestado de niños pequeños y protegido por la doble ternura de un padre y una madre... Tenía, sin embargo, amiguitas que iban a jugar y a reír conmigo; pero detrás de aquel cuadro de cándida alegría, veo siempre aparecer la sombra melancólica del largo velo de la abuela.

No se sabe de qué secretas e incomprensibles angustias están formados los recuerdos de niño cubiertos con un velo de crespón... He esperado durante años el día glorioso y seductor en que la abuela, como las madres de mis amigas, llevase por fin un sombrero con un ramo de flores... Ese día no ha llegado jamás...

Ahora, cuando voy a casa de mis amigas y veo de cerca lo que es la vida ordinaria para la generalidad de las jóvenes de mi sociedad, cuanto más sufro por los sitios que hay vacíos a mi lado, más vivo y más profundo es mi agradecimiento por mi querida abuela, cuya abnegación me ha rehecho un hogar y reconstituido una familia.

Por eso amo a todo lo que ama la abuela...

A pesar de las ideas que oigo emitir a mi alrededor, coloco la estancia en nuestro antiguo pueblo por encima de toda otra estancia y la dichosa posesión de nuestra casa de familia superior a todas las felicidades.

No es muy grande nuestra sencilla casa. Blanca y limpia con sus persianas inmaculadas y sus cristales brillantes bajo unas cortinas un poco antiguas, se abre con discreta elegancia en un patio plantado de árboles y adornado de canastillos floridos, al que llamamos pomposamente «nuestro jardín...» Tengo en él mis rosas preferidas y mis plantas favoritas; y cultivo con éxito cuanto tiene la dicha de agradarme, con tal de que no necesite mucho sol, ni mucha sombra, ni muchos cuidados... En un rincón de nuestro minúsculo jardín y debajo de un fresno llorón, tengo hasta un banco, un banco inmenso, una mesa de labor y unos cuantos sillones de mimbre... En verano, hacemos allí salón, y llevo la fantasía hasta dar tés... Mis amigas pretenden que una taza de té perfumada con la fragancia de las rosas que nos rodean, no es ya una taza de té, sino una taza de néctar... ¡Dichosa ilusión!

Una planta baja muy elevada, un primer piso de una altura inverosímil y un sobrado que hace la admiración de las lavanderas cuando tienden en él la ropa mojada y perfumada de espliego y lirio: he aquí todo nuestro home.

La planta baja tiene cuatro piezas inmensas, profundas, frías y casi desnudas en su inmensidad. La cocina podría albergar un ejército de marmitones; sólo las cacerolas y los peroles de cobre vigorosamente frotados ponen en ella una nota alegre que continúa la cocinera, reluciente como una alhaja. Aquel es el domicilio de Celestina, su triunfo, su admiración, su gloria, el orgullo y el amor de su vida.

La sala de baños es grande y bien dispuesta; la abuela no deja nunca de explicarme su comodidad asegurándome que ha empleado en aquel arreglo las economías de un año de rentas. Por esta confidencia, con frecuencia renovada, mido yo toda la extensión de la belleza de la instalación y... la del sacrificio realizado por la abuela, pues las rentas, según ella, están hechas para ser economizadas y no para ser gastadas...

El comedor, en el que la abuela y yo estamos como alejadas, y el salón, en el que parecen perdidas las butacas en cuanto estamos solas en él, completan la planta baja. En el piso primero se encuentran todas las alcobas, de dimensiones más ordinarias, gracias al cuarto de tocador de que cada una está provista. Por todas partes un diluvio de armarios y una inundación de comodidades perfectamente inútiles...

Antes del sobrado, hay una gran pieza abohardillada que es el dominio de Celestina y en la que las paredes están cubiertas de imágenes sagradas; hay hasta diecinueve San Antonios en diversas actitudes y ocho San Benitos; en cambio no hay más que un Sagrado Corazón, una sola Virgen y un San José. Celestina practica la piedad actual, que exalta a los santos de moda con detrimento de los demás. ¡Pobres antiguos santos!... Estos son precisamente mis preferidos.

Exceptuando el cuarto de Celestina, ¿está todo esto al gusto del día?

Para una mujer mundana, no, evidentemente. El mueblaje, que presenta huellas de las generaciones pasadas, es viejo y está un poco ajado, pero a mí me gusta tal como es. En cada una de sus arrugas se escribe la edad de un matiz claro, o en algo más rapado. Yo leo en estos signos venerables la historia de los que se han marchado; y la forma un poco anticuada de todo lo que me rodea hace vivir y palpitar en mí el alma de las cosas viejas que han existido y no existirán más acaso.

En el comedor, la abuela hace admirar como una reliquia la inmensa y antigua tapicería que ocupa todo un ancho hueco: una historia de caza, en la que se adivina una historia de amor. He crecido y he vivido delante de esa eterna historia de una eterna caza y de un eterno amor, preguntándome sin cesar qué sucedería cuando los personajes en escena hubiesen vuelto al antiguo castillo de torrecillas que se ven en una lontananza degradada... Pero jamás mi pregunta infantil tuvo la satisfacción de una respuesta, y mis sueños siguieron meciéndose con los sonidos encantadores que yo suponía que debían salir de las diferentes trompas llevadas por legendarios caballeros. Era yo una bella princesa encantada que esperaba al hermoso caballero encantador del tapiz, pues en aquel tiempo—que ha pasado después,—tenía la vocación del matrimonio, una vocación seria, ardiente y resuelta...

Encontraba al príncipe también en el salón bajo la forma de un joven y bizarro oficial de la Restauración, mi bisabuelo. Otras lindas damas, de graciosas papalinas de encajes y bonitas pañoletas de gasa, le formaban una corte un poco paliducha y envejecida. Cuando se entra en el salón de la abuela, se hace una reverencia infalible e instintivamente. No le falta a una nada para levantarse la falda, con un movimiento de coquetería anticuada, de la que le gusta a la abuela.

Sí, todo es viejo e insípido, y, sin embargo, exquisito.

10 de octubre.

Francisca está furiosa.

He ido esta tarde a pedirle un dibujo de bordado, que me hacía falta, y la he encontrado en un estado de irritación indescriptible.

—¡Maldito país! ¡Maldita gente!... Pueblo de chismes!

Por poco me tira de espaldas aquel huracán; pero como conozco a Francisca, tomé el partido de esperar que hubiese acabado su letanía de tontunas.

—¿Qué pasa?

—No me hables; estoy furiosa.

—Ya lo veo.

—Tengo una rabia...

—También eso es visible.

—Figúrate que la señorita Bonnetable acaba de venir a traer a mamá un gran chisme sobre mí...

—¡Ah!... Se puede saber...

—Sí—respondió Francisca, vacilando un poco.—Se trata del capitán Tronchet, que, según parece, ha pasado dos veces por delante de mis ventanas, en el momento en que yo las abría.

—¿Y qué?

—Que no es verdad lo que se dice... ¡Oh! esas solteronas...

—¿No has abierto las ventanas, y no ha pasado el capitán?

—Sí—respondió Francisca, con su desparpajo habitual,—pero cuando yo he abierto la ventana, ignoraba que pasaba el capitán, y cuando éste pasó, no sabía que yo abría la ventana. Y suponen que estábamos de acuerdo...

—¿Y qué?

—Que me ofende horriblemente que se crea que hago caso de ese capitán, que estoy segura que no se ocupa de mí... Es rico, y...

—Y tú no mucho... Piensas, no sin razón, que hay incompatibilidad de fortuna, y te abstienes de cuidados inútiles.

—Justamente—respondió Francisca un poco dulcificada.—Pero como todo el mundo sabe que deseo casarme, aprovechan la ocasión para colgarme una porción de historias a cual más tontas.

—Eso gusta a todo el mundo.

—Eso es precisamente lo que me indigna... ¡Ah! Magdalena, cuándo saldré de este pueblo, de este medio y de estos inconvenientes... ¡Qué sueño!

—Qué ida la de apurarte de ese modo—dije descontenta.—Se está muy bien aquí...

—Sí, habla por ti, tranquila y dulce Magdalena; yo me ahogo en medio de las ideas antidiluvianas que nos rodean. Me horrorizo ante estas cadenas de prejuicios... Todo esto me irrita, y acabará por volverme mala.

—Qué exageración, mi pobre Francisca...

—¡Cómo!—exclamó Francisca con cólera,—¿encuentras divertido vivir en medio de los aiglemonteses?... Pues sólo con pasar por las calles un poco estrechas de este viejo Aiglemont, atrapo yo el spleen...

—¡Pobre Francisca!—dije con sonrisa burlona.

—Sí, búrlate de mí, pero eso no quita que esté muy harta de esta vida. Es divertido... Aquí cada cual vive en familia, o mejor dicho, en camarilla. No se admite más que un pequeño núcleo de fieles y se cierra desdeñosamente la puerta a todo lo que huele a nuevo y original. Somos anticuados como un diablo... Es como si estuviéramos dando vueltas perpetuamente en un pequeño círculo.

—¡Crimen imperdonable!—murmuró en sordina para no ofender a la irritable Francisca.

—Sí, crimen imperdonable... Es aburrido estar atada toda la vida; primero por los prejuicios de educación. Hay que hacer esto o lo otro; esto no, ni aquello tampoco... Tal cosa es sacrosanta y tal otra levanta una polvareda general sin que se sepa por qué ni cómo... Sí—continuó Francisca,—sé por qué y cómo, por el grito de mamá: «¡Oh! Francisca...» Es cargante esa pobre mamá...

—¡Oh! Francisca...—dije, imitando a la señora de Dumais.

—No me pongas nerviosa, Magdalena... Y después, ¿conoces algo más inepto que los prejuicios de sociedad? Piensa en los gritos que darían nuestras amigas si la camarilla llamada alta burguesía se reuniese con la pequeña, y si la gente aristocrática acogiese al comercio y a los que participan de las ideas gubernamentales... ¡Dios mío! la mitad de Aiglemont sucumbiría del ataque causado por la indignación.

—Qué le hemos de hacer—dije con cierta indiferencia;—no querrás reformar las costumbres y las ideas de las pequeñas poblaciones...

—Sí que querría—replicó Francisca exaltada.—Es insoportable vivir aquí... Y esas historias sin fin sobre el prójimo, y esa malevolencia universal... ¡Qué horror!

—Cálmate, Francisca—le dije al besarla para despedirme.—Te aseguro que los aiglemonteses no son tan malos como crees.

—¡Que no son tan malos!—exclamó Francisca, al salir a despedirme.—Bien se ve que eres una aiglemontesa... Piensas como yo, pero no haya miedo de que lo confieses. Anda, eres una hipócrita...

—Gracias—dije con la filosofía que caracteriza mis relaciones con Francisca.

—De modo que tú encuentras que aquí la gente no es mala—siguió diciendo Francisca con una recrudescencia de acritud. Pues se pasa la vida arañándose, mordiéndose, desgarrándose y devorándose.

—Hasta la vista, Francisca—dije para cortar aquella inundación de invectivas...—Sin el capitán Tronchet, no dirías todo eso...

—Puede ser—respondió Francisca en un rasgo repentino de buen humor.—Sabes, Magdalena, que eres una buena persona y que te quiero mucho—terminó dando una carcajada.

No es muy halagüeño que digamos el cumplimiento de Francisca, y de otra no le aceptaría, seguramente; pero está convenido que Francisca puede decir todo lo que se le pone en la cabeza. Esto hace saltar algunas veces a la abuela, pero como mi amiga ostenta una vocación por el matrimonio muy caracterizada, la abuela tiene por ella alguna indulgencia en consideración de sus buenas disposiciones.

No comprendo la antipatía de Francisca por este pobre Aiglemont. Nunca pierde la ocasión de embestir a la población de las solteronas, como ella la llama.

Es, sin embargo, muy pintoresco mi pueblo natal y yo estoy muy orgullosa de él...

Situado en el extremo de una cadena de montañas, a modo de un punto final, Aiglemont, mi tranquilo pueblo natal, se levanta en la roca con la majestad de una cosa vieja dormida en la serena conciencia de un largo pasado. Cuando todo desaparece de las antiguas fortalezas, y la ciencia militar, tocada por el progreso, destruye todo lo que nuestros antepasados habían tenido a honor construir, Aiglemont escapa a la destrucción y sigue presentándose orgullosamente en su recinto de fortificaciones que la mantienen y la protegen contra una caída posible en el valle. Limpia y coqueta, sonríe en medio de un cinturón de verdor del que surgen sus torres grises.

Aquellas fortificaciones son celebradas en diez leguas a la redonda. Son el paseo favorito de los aiglemonteses, que no se cansan de admirar sus puntos de vista, y es la primera visita que se impone a los extranjeros a quienes los azares o las exigencias de la vida conducen hasta nuestra peña. Se les cuenta la historia de nuestras fortificaciones llenas de torres y de temerosas prisiones, y las historias que circulan a propósito de ellas. Se les muestra con orgullo cierta roca que se abrió para dejar pasar un santo apóstol amenazado por una tropa de bárbaros. Se les conduce a la famosa torre Sarracena y se les hace admirar la belleza del paisaje que cambia de aspecto en cada uno de los cuatro puntos cardinales. Después, si el guía está dotado de un alma verdaderamente aiglemontesa, pondera el pasado en detrimento del presente:

—Aiglemont—dice con énfasis en el tono arrastrado y nasal peculiar de los aiglemonteses,—es la última fortaleza del catolicismo. Hasta la Revolución éramos posesión eclesiástica y moriremos fieles a nuestros destinos. Nada de ideas nuevas...

El habitante de nuevo cuño tiene un lenguaje muy distinto:

—Aiglemont—dice,—es la fortaleza del obscurantismo, del clericalismo y del fanatismo. Es un país de supersticiones; transformémosle en país de luz.

Y detrás de sus fortificaciones, los aiglemonteses, divididos en dos campos, miran con malos ojos a todo el que no piensa como ellos. Los católicos condenan a los librepensadores y éstos tratan a aquéllos de imbéciles, sin más ceremonias.

Existe un terreno de unión, sin embargo, en los días de grandes fiestas. Católicos y librepensadores se agolpan con entusiasmo en la antigua Catedral para oír los incomparables acentos de nuestro incomparable coro.

—Estáis cogidos, odiosos impíos—parecen decir las caras de los devotos asiduos ante la invasión de los nuevos filisteos.

—El coro nos pertenece como a vosotros, estúpidos santurrones—parece que responden los impíos aludidos.

Y unos y otros, al salir de la Catedral, exclaman con satisfacción:

—La verdad es que Aiglemont puede estar orgulloso de su coro.

Se dice Aiglemont y no la Catedral.

En Aiglemont, en efecto, hay dos parroquias, San Aprúnculo, la Catedral, y San Gengulfo, la parroquia secundaria. La guerra es casi continua entre aprunculinos y gengulfianos, y los primeros desdeñan a los segundos por su iglesia, por supuesto. Unos y otros cuentan en sus filas numerosas solteronas, pues el matrimonio, preciso es confesarlo, está poco de moda en nuestro pueblo. En teoría se habla mucho de él; las muchachas pululan en Aiglemont. Pero el número limitado de los jóvenes casaderos hace que, si son muchos los llamados al sacramento del matrimonio, son pocos los escogidos.

No sé si es ese medio ambiente lo que me hace ser también refractaria al matrimonio, o si es la poca costumbre de ver casar a las jóvenes de mi sociedad lo que me hace considerar mi propio matrimonio como una eventualidad temible. La verdad es que, a pesar de mi deseo de claridad, no consigo poner estar cosas en claro.

—Estas muchachas...—diría la abuela,—qué imposibles son...

14 de octubre.

Llueve, hace viento y reina un tiempo frío y obscuro. En la prisión en que la prudencia manda estarse, vuelvo a ocuparme de la cuestión de las solteronas. Esta mañana he declarado a la abuela que deseaba estudiar seriamente ese asunto tan interesante.

—No veo el interés—respondió la abuela.

—Pero, abuela, en una población como ésta, el pueblo de las solteronas, como le llama Francisca, es...

—Francisca no es seria—exclamó Celestina, que iba a arreglar el fuego de la chimenea, y aprovechó la oportunidad para mezclarse en la conversación.

—¿Tú qué sabes?—dije descontenta.

—Sé lo que sé—respondió Celestina con la dignidad de los grandes días.—Una señorita que no habla más que de casarse, no es una señorita seria...

—Cállese usted, Celestina—replicó la abuela.—Tú no entiendes nada de eso, hija mía.

Celestina no dijo palabra, muy ofendida por la observación de la abuela. Vi, en efecto, por su mirada despreciativa y por su labio en forma de pila de agua bendita, que las personas que hablaban de matrimonio eran sospechosas para ella; tan sospechosas, que tomó el partido de volvernos la espalda sin más ceremonia.

—Sí, abuela—dije en cuanto se fue Celestina,—quiero seguir a las solteronas a través de las edades. ¿Ves en ello algún inconveniente?

—Veo los de hacer un viaje muy fastidioso y de singularizarte de un modo ridículo.

—Sin embargo, antes de decir si estoy madura para el matrimonio, me gustaría saber si el celibato me tienta definitivamente...

La abuela hizo un movimiento de tan excesivo mal humor, que me quedé ligeramente aturdida.

—¿Es necesario hacer un estudio tan profundo para poner en claro ese grave problema?... ¡Qué rara eres, hija mía!

—Pero, en fin, tú permites que me ocupe en esto; es todo lo que reclamo de tu indulgencia...

—¡Ay!—suspiró la abuela,—cuánto preferiría verte reclamar un buen marido... Sabes que la mujer del coronel Dauvat me ha hablado para ti de un joven teniente que...

—Me escapo; abuela, me escapo... Nada de tenientes, por amor de Dios... Por ahora, vivan las solteronas...

—Chiquilla—murmuró la abuela, encogiéndose de hombros.—Mala chiquilla...

Tranquila con el permiso de la abuela, registré la biblioteca y busqué con ardor todo lo que pudiera ilustrarme sobre el concepto de la mujer en la antigüedad respecto del celibato. ¿Aceptaba sin repugnancia la idea del matrimonio?... ¿Sentía alguna contrariedad al casarse?... ¿Hubiera experimentado cierto alivio sabiendo que estaba libre de una obligación que le creaban las leyes religiosas y civiles?...

Mis investigaciones me pusieron pronto al corriente.

No hay la menor incertidumbre en estas cuestiones.

El único sueño de la mujer antigua es un marido. Su cerebro está tan hecho a la idea de la necesidad del matrimonio y su corazón tan desequilibrado fuera del marido obligatorio, que no puede concebir otro ideal. Todo su ser moral va todavía a apoyar esas buenas razones por el terror de los castigos de la otra vida que esperan a la mujer desprovista de la égida de un marido. La pobre mujer de la antigüedad está, pues, colocada en el dilema más espantoso: un marido, o nada de dicha en la tierra, ni de reposo eterno.

El desprecio y la abyección en que viven las mujeres sin marido le dan desde luego en el mundo una muestra de lo que tendrá que soportar en el otro. No puede considerar el celibato más que como la más terrible desgracia, la única que compromete al mismo tiempo el mundo y la eternidad.

Una desgracia que persigue durante la vida y sigue aún a la eternidad, es para hacer reflexionar, convengo en ello. Si la abuela, en vez de prodigarme argumentos discutibles me ofreciese algo semejante, se puede apostar a que no vacilaría yo lo más mínimo, pues preferiría aventurar la desgracia de mi existencia mortal a arriesgar la salvación eterna... Pero el caso es que como no hay nada sólido en el mundo, las ideas han cambiado de tal modo, que la abuela no puede llamar al Cielo en su ayuda, aunque no le faltarían ganas. Desde San Pablo... Pero no anticipemos.

En aquellos abominables tiempos de matrimonio forzoso, las leyes que regían los bienes agravaban todavía la dependencia de la mujer. Aquellas leyes, fieles reflejos del pensamiento antiguo, multiplicaban las trabas en torno del sexo débil y acentuaban en él la creencia en la necesidad absoluta del matrimonio. No sólo hacía falta un marido para asegurar la dicha eterna, sino que ese marido era igualmente necesario para ser admitida al derecho de vivir, implicado en el de poseer.

Cuando, por el mayor de los azares, se encuentra en la antigüedad una mujer honrada sin casar, la trompeta de la fama invita a la posteridad a guardar la memoria de un hecho tan sorprendente. No se dice: Tal mujer no se casó porque no quiso. No. Se busca, se comenta y se considera que algo sobrehumano protegió una determinación que todos califican de extraordinaria. Si se trata de la hija de Pitágoras, una de las primeras que ilustró el nombre de solterona, se cuenta que el filósofo, suponiendo haber sido mujer en una vida anterior, tenía una alta idea de la excelencia de la mujer, en lo que difería extraordinariamente de sus contemporáneos, y había reivindicado la encarnación de la antigua sabiduría en un hermoso tipo femenino. Ese tipo lo encontró en su propia familia. Damo, su hija, llegó a ser su discípulo más ardiente; y la consagró a los dioses por un voto de virginidad perpetua, le confió todos los secretos de su psicología y se dice que le dejó sus escritos, haciéndole prometer que no los publicaría jamás. Damo, el asombro y la admiración de toda la Grecia, tuvo el valor de la obediencia y se llevó a la tumba los secretos del ilustre anciano.

Aun cuando se debilita en Occidente el culto por los muertos y disminuye, por consecuencia, la hostilidad que creaba contra el celibato, la antipatía subsiste, a pesar de todo. Se hace constar con asombro que una mujer pintora de Grecia, la famosa Lala, de Cycique, que vivió 80 años antes de Jesucristo, no se casó, y se cuida de hacer observar que fue su gran fervor por su arte lo que la llevó a esa extremidad lamentable. Del mismo modo, la hija de Plinio, el célebre naturalista, necesita la reputación de su padre para hacer aceptar su situación de solterona.

Si la antigüedad cuida de hacernos notar particularmente ilustres excepciones a la ley común del matrimonio, no quiere esto decir que esa ley no haya sufrido ningún eclipse a través de los siglos. Cuando, en el momento de la decadencia, fue necesario multiplicar las leyes en favor del matrimonio, es evidente que, esa multiplicación indicaba que el matrimonio caía en olvido.

Es de notar, en efecto, que la multiplicación de las leyes morales no prueba que un pueblo se mejore, sino precisamente lo contrario. Cuando la moral está en peligro, es cuando tiene que pedir socorro. Y toma entonces de la autoridad de las leyes la última, y casi siempre impotente sanción.

Este hecho es particularmente cierto cuando se trata de las leyes concernientes al matrimonio en los pueblos monógamos, como Grecia y Roma. Cuando el matrimonio se hundió por todas partes fue cuando las leyes civiles, que no hay que confundir con las religiosas, multiplicaron sus prescripciones para obligar a realizarlo. ¿Quién pensaría en buscar penas severas para los recalcitrantes ni en acentuar los castigos que les están destinados si no hubiese necesidad de castigar ni de obligar?

La verdad exige declarar que en este caso los recalcitrantes fueron los hombres y no las mujeres. Los solterones son los que han producido las solteronas.

La mujer ocupaba tan poca plaza en el mundo antiguo, que era fácil tratarla como una cantidad despreciable; y sin preocuparse de lo que podía pensar, los señores hombres no pensaron más que en hacer una vida de placeres y de feliz quietud, exenta de los cuidados de la paternidad y de las cargas de familia.

Las Solteronas

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