Читать книгу Historias de amor en el tiempo - Claudia Martínez - Страница 7

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A principios del siglo XX, yo era una joven de 22 años con muchas ganas de triunfar como violinista. Recién recibida en una gran academia de América del Sur, me propuse viajar al viejo continente, donde estaban los mejores maestros y las mejores orquestas de ópera.

Dejé mi terruño con el adiós infinito de mis padres que con tanto esfuerzo me habían pagado la mejor academia para que yo pudiera realizar mis sueños.

Partí en un gran barco dejando atrás la tristeza de mi familia. Mi padre era comerciante de telas en mi amado Buenos Aires. Mis hermanos trabajaban a la par de él. En aquella época era muy raro que una joven se largara a tal aventura.

Tardé un mes en llegar a la bella y vieja Europa; mi destino: Italia, la región de la Toscana. Por aquella época la literatura que se estudiaba en las grandes universidades era la más rica en su esencia: Dante Alighieri, Francesco Petrarca; de ahí mi nombre, Francesca. Mis padres eran de origen italiano, al igual que mi apellido, bien italiano: Rizzo. Autores como Giovanni Boccaccio —junto con los otros— fueron de los grandes escritores del siglo XIX, pero todavía tenían peso en la nueva Italia. Ellos dieron el nacimiento a la más bella lengua, al más hermoso dialecto toscano que más tarde se convertiría en el lenguaje culto usado en toda Italia.

Todo esto era maravilloso, saber de la literatura italiana me deslumbró desde chica: las lenguas vivas, la poesía de Ludovico Ariosto y Torquato Tasso o los tratadistas Nicolás Maquiavelo y Francisco Guicciardini.

Esto me entusiasmó más en querer saber de la bella Italia. Los primeros años del siglo XX conocieron un movimiento artístico y literario que se originó y desarrolló en casi la totalidad de Italia: el futurismo, en el que militaron Filippo Tommaso Marinetti, su fundador, Giovanni Papini en su primera época y otros autores. Y la parte que más me interesaba la música… el genio italiano encabezado por Giovanni Gabriel y Carlo Gesualdo, las composiciones sacras de Giovanni Piuligui de Palestina, las primeras formas operísticas del siglo XVII nacidas en la Toscana (Florencia).

En el siglo XIX, la música italiana brillaba fundamentalmente en las composiciones de óperas, con nombres universales como Gioachino Antonio Rossini, Gaetano Domizetti y el gran Giuseppe Verdi. En el siglo XX la sinfónica conoció un nuevo impulso con Ottorino Respighi y otros autores posteriores como Luigi Dellapiccola, Luigi Nomo y Ricardo Mallipiero. Todo esto ya lo había estudiado porque sabía que algún día viajaría a la bella Italia.

Desembarqué en Florencia un hermoso día de verano, en junio del año 1918; me recibió ese cálido e intrigante paisaje.

Mi italiano no era muy fluido, pero entendía bastante. En el puerto se veían marinos de todas partes del mundo; la población era magnífica y pasible.

Empecé a caminar por las callecitas, donde me confundían los aromas y olores del puerto: el pescado fresco, las ferias de fruta y verduras frescas con los vinos de la región más linda: mi bella Toscana.

Cruzando una calle, un niño se me acercó y me dijo:

—Señorita, ¿le llevo su equipaje?

—Sí —le contesté—. Niño, ¿cómo te llamas?

—Giovanni.

—Giovanni, ¿me podrás decir de alguna posada cercana y barata?

—Sí, signorina, la posada de doña Carlotta, porque ahí es un lugar indicado para una signorina como usted.

Caminamos tres cuadras y me encontré con un lugar pintoresco con colores ocres y azules. Me despedí de Giovanni dándole 15 liras, a lo que agradeció y salió corriendo para perderse en la multitud y en ese verano cálido de Florencia. Ya decidida, entré y me encontré con una señora de figura graciosa, bastante rellenita y de mirada complaciente.

—Buenos días, signorina, ¿qué necesita?

—Una habitación y un baño privado, si puede ser, y algo para comer.

—Llega usted al lugar indicado. ¿Su nombre, signorina?

—Me llamo Francesca Rizzo. Soy del sur, de América del Sur, y vengo a especializarme y conseguir un sueño: tocar en la filarmónica de Florencia. Soy violinista

—¡¡¡Qué hermoso!!! —contestó mi regordeta posadeña—, pero es muy raro que una mujer toque ópera, eso es cosa de hombres.

—Voy a intentarlo. Mis padres son de origen italiano y siempre quise triunfar en Italia.

En ese momento entró un niño que se hizo cargo de mi equipaje. Doña Carlotta me anotó en un gran libro de recepción, me preguntó cuántos días me quedaría y le respondí que en principio dos meses.

Terminó de anotarme, le pagué adelantado 100 liras y el niño me acompañó a mi habitación. Entré, era sencilla: una cama, mesa de luz, sábanas limpias y cobertor; un gran ropero con espejos y un baño limpio con azulejos en tonos rosados. Todo muy pulcro. Me bañé, descansé un rato y me fui al comedor.

Doña Carlotta me dio un menú antipasti de entrada, que son pastas con pan con aceite de oliva y jamón de la Toscana, y Panzanella que es tomate picado, un poco de pan duro, cebolla, albahaca, aceite de oliva y vinagre, es básicamente la versión “ensalada de Pappa al pomodoro”, servido con un vino tinto de la región de la Toscana.

Doña Carlotta fue muy amable, preguntando siempre si me hacía falta algo más. Sacié mi hambre y mi sed, agradecí y me fui a dormir una siesta, ya que el viaje me había cansado mucho.

Dormí tanto que me desperté casi al anochecer; me levanté y me puse una blusa blanca, una pollera clarita color beige y un saquito del mismo color. Saludé a doña Carlotta y a las demás personas que degustaban un café y las delicias que allí se hacían. Salí a la calle. Qué belleza sus casas rodeadas de jardines, de majestuosas enredaderas; el clima se prestaba para caminar. Me detuve en una plaza, allí había una pequeña iglesia de estilo gótico de la orden de los franciscanos, muy hermosa. Una gran fuente bautismal estaba casi en la entrada. Me acerqué al altar. Había pocas personas. Me senté y ahí estaba: una bella donna, una mujer cautivante. Sus ojos eran azules y su cabellera rubia, que cubría con una mantilla bordada delicadamente. Llevaba un vestido color lavanda muy hermoso, entallado. Su figura me hacía estremecer. Me arrodillé y recé por mi familia y amigos que había dejado en mi terruño. Ella no notó mi presencia; yo sí, me levanté, me dispuse a salir y me persigné en la pila bautismal. Cuando la vi acercarse a la fuente, me miró y una sonrisa me regaló. A lo que yo respondí con un saludo en mi italiano ¡¡¡buona notte!!! Ella respondió grazzie y partió. Ese acontecimiento cambiaría mi destino para siempre. La iglesia se llamaba Santa Crottse de Florencia. Volví a la posada, comí algo liviano y me dispuse a dormir, pensando en ella.

Al otro día desperté temprano, desayuné tranquila y me fui a la Academia de música de Florencia. Caminé varias cuadras, pregunté a un caballero dónde quedaba. «Una cuadra más, señorita, y ahí queda».

Me apresuré y llegué. Una escalinata larga me esperaba. La puerta grande estaba adornada con bellas flores talladas en la madera lustrada y hermosa. Me dirigí a la recepción y me atendió una señorita.

—¡¡¡Buongiorno, signorina!!!

—Buenos días —contesté en mi italiano escaso.

—¿Qué deseaba usted?

—Saber si puedo anotarme para tomar clases con la filarmónica, ya que soy violinista.

A lo que la joven se rio con una inocente sonrisa.

Signorina, las mujeres están vedadas para tocar en la filarmónica.

Fue tal mi decepción que me alejé apresuradamente del lugar. Pero mis fuerzas aumentaron al caminar por las calles; me dije «no descansaré hasta lograr lo que me trajo a la bella Italia». Llegué a la Posada. Doña Carlotta me vio, me saludó y me preguntó:

—Hija, ¿cómo te ha ido?

—Doña Carlotta, no aceptan mujeres —y largué mi llanto contenido—. ¿Qué puedo hacer?

—Si usted me lo permite, tengo una idea que quizás ayude. Hace mucho tiempo había aquí un joven que trabajaba en un circo y en forma de pago me dejó toda su ropa: bigotes falsos, barba y sombreros que usaba en el circo. Lo tengo guardado en una bohardilla arriba.

Mis ojos se iluminaron y contesté:

—¡¡¡Sí!!! Magnífica idea, señora mía.

Me llevó al ático, había un espejo amplio.

—Ahí en el baúl está todo.

Se acercó y abrió el baúl. Había camisas, chaquetas, corbatas, bigotes. Todo lo que necesitaba para mi disfraz de hombre. Me probé varios trajes y por suerte era de mi medida aquel joven circense.

Doña Carlotta miraba y me decía:

—¡Signorina, su atuendo de hombre le queda fantástico! Nadie notará que es mujer, excepto por su cabello

—Lo cortaré, ¡¡¡porque vale más la posibilidad de mi sueño que mi cabello!!!

Preparé todo lo necesario y al otro día regresé a la Academia. La noche anterior doña Carlotta me preguntó cómo me llamaría. Francesco Rizzo, le respondí.

Al llegar a la Academia con mi perfil falso, la recepcionista ni se percató que la mujer del día anterior era ese atractivo hombre. Me presenté como Francesco Rizzo y pedí hablar con el director de la filarmónica. A lo que la joven contestó:

—Está en un ensayo, pero después lo atenderá. Si usted quiere, señor, puede pasar a ver el ensayo.

Entré al salón donde se ensayaba y me quedé perpleja con la ópera que estaban ensayando: La Traviata. Los acordes dulces, suaves, la melodía de los violines, me hicieron emocionar.

El director terminó de ensayar y se bajó del escenario. Me levanté del sillón y lo saludé:

—Señor director, ¿podría hablar con usted? Mi nombre es Francesco Rizzo y vengo desde muy lejos a especializarme en su filarmónica

—Vaya, jovencito, cuánta pretensión —se presentó—: Domenico Di Benedetto. Joven, se necesita talento, dedicación, tiempo y mucho trabajo para pertenecer a la más renombrada filarmónica de La Toscana, y me atrevo a decir de toda Italia. Pero debido a su entusiasmo, véame mañana para una prueba. Sea puntual: 9 de la mañana. Lo espero, joven.

Nos dimos un apretón de manos y él prestó atención a mis manos “¡suaves para ser hombre!”. Retiré mi mano y me fui rápido. Caminé velozmente hasta la posada. Doña Carlotta me esperaba impaciente. Entré y me preguntó:

—Hija, ¿cómo te ha ido?

—Por favor, doña Carlotta, Francesco para los demás.

—Está bien, Francesco, ¿cómo te ha ido?

—Maravillosamente, mañana tengo una prueba.

—¡Felicitaciones, Francesco!

Comí algo liviano y me fui a ensayar la ópera que interpretaría al día siguiente: Aída, del gran maestro Verdi. Saqué mi violín, un stradivarius que mi padre me había regalado para mi cumpleaños 16. Empecé con esa magnífica obra y la posada toda salió al pasillo a escuchar y aplaudieron cuando terminé. Doña Carotta tocó a mi puerta y aplaudía eufórica.

—¡¡¡Vaya qué interpretación!!! Felicitaciones, vas a deslumbrar mañana, Francesco —y me guiñó un ojo con una mirada cómplice.

Se retiró y cuando cerraba la puerta escuché los comentarios de los demás huéspedes: «¡¡¡Qué dulzura al tocar, qué genialidad!!! ¡¡¡Ese joven va a triunfar, tiene talento!!!»

Esa noche ni dormí de la ansiedad que tenía, me levanté temprano, me bañé y desayuné café con leche, pan y queso de cabra. Eran las 8.15 cuando llegué a la academia, la recepcionista estaba allí. Yo vestía pantalones negros, camisa blanca y moño negro, saco negro, zapatos bien lustrados y una boina que me había regalado doña Carlotta. Me dijo: «si no usas boina, no eres un auténtico hombre italiano».

A las 8.45 el director llegó, me saludó y me dijo: «Joven, ¡a ver qué tienes!» Pasé al salón, subí al escenario y él se sentó en la primera fila. Saqué mi violín y empecé a interpretar Aída de una forma que nunca la había hecho; él se asombró mucho. Cuando iba por la mitad de la obra, irrumpió en la sala una joven y lo llamó:

—¡¡Papá, papito!!

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