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1 La era de la luz y de las tinieblas

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CLEMENTE CHECA GONZÁLEZ

Catedrático de Derecho financiero y tributario

Siempre me ha parecido magnífico este fragmento de la obra Respiración artificial, de RICARDO PIGLIA, que dice así:

“Déjeme que le cuente una historia. Una vez estuve internado en un hospital, en Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo, acompañado por otra melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía, introspección. Una larga sala blanca, una hilera de camas, era como estar en la cárcel. Había una sola ventana, al fondo. Uno de los enfermos, un tipo huesudo, afiebrado, consumido por el cáncer, un hijo de franceses llamado Guy, había tenido la suerte de caer cerca de ese agujero. Desde allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia fuera, ver la calle. ¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que pasa. Otro mundo. Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo que veía. Era un privilegiado. Lo detestábamos. Esperábamos, voy a ser franco, que se muriera para poder sustituirlo. Hacíamos cálculos. Por fin, murió. Después de complicadas maniobras y sobornos conseguí que me trasladaran a esa cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Bien, le digo a Renzi. Bien. Desde la ventana sólo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles a los demás sobre la plaza y sobre las palomas y sobre el movimiento de la calle”.

Desde una visión humana y, por supuesto, literaria, está muy bien esta historia –estimo, como afirma JUAN GOYTISOLO en Paisajes después de la batalla, que un buen relato ficticio vale por cien verdades si respeta mejor que ellas las leyes de la verosimilitud–, y yo también obraría, así lo creo, o al menos quiero creerlo, de igual forma que nuestro protagonista.

Considero, sin embargo, que en el marco de las relaciones jurídico-públicas ocultar la realidad no es correcto, ni aún movido por el deseo de no defraudar las ilusiones de nadie, sino que, por el contrario, lo más acertado es atreverse a decir que “el rey camina desnudo”, y que, por tanto, hay que dejar de seguir alabando los inexistentes bordados imaginados de las leyes, como ha escrito NIETO GARCÍA (2006), y, por ende, y por extensión, de los principios tributarios recogidos en el artículo 31 de la Constitución –puesto que no hay, en suma, ni plaza, ni agua, ni palomas, ni gente que pasa–, y a ello dedicaré las páginas siguientes de esta obra, siendo plenamente consciente de que en ella lo que es valioso no es nuevo, y lo que es nuevo no es valioso.

Esto, en cualquier caso, no me preocupa. Si dos de los hechos más relevantes que refiere el Antiguo Testamento, concretamente en el libro del Génesis, como son la creación por la divinidad del hombre con barro, y el diluvio universal, son copias casi literales del poema mesopotámico Gilgamesh, a mi modesta persona bien se le pueden permitir estas licencias, que no son, en el fondo, más que homenajes a aquellas personas que han hecho valiosas aportaciones.

Y, además, como dice FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2003), repetir lo ya dicho no solo no es malo, sino que resulta imprescindible cuando el asunto merece la pena, trayendo en apoyo de esta afirmación las palabras de CAMILO JOSÉ CELA, que en su prólogo al Diccionario ilustrado de términos taurinos escribió: “Repare en que los escritores nunca nos repetimos lo bastante y recuerde Vd. lo que decía ANDRÉ GIDE: 'Todo está ya dicho, pero como nadie atiende, hay que repetirlo todo cada mañana'”.

Lo que sí me preocupa es aburrir al lector; pero esto, por desgracia, es casi imposible que no suceda, ya que como bien apunta MICHEL HOUELLEBECQ, en Serotonina, “no hay ningún sector de la actividad humana que desprenda un tedio tan total como el derecho”.

Como es bien conocido, el artículo 31 de la Constitución, además de ser, como ha escrito NIETO MONTERO (2014), una de las piezas claves de la propia configuración del Estado, puesto que la garantía de la reserva de ley y los principios de justicia tributaria son esenciales en la configuración del Estado de Derecho, mientras que la justicia del gasto público es pilar del Estado Social, pretendió establecer la estructura de lo que debiera considerarse un adecuado “sistema tributario”, disponiendo al efecto, en sus tres apartados:

– Que todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio, lo que supone, como bien se afirmó en la Declaración de Granada (2018), suscrita por un amplio elenco de profesores de Derecho financiero y tributario, que las relaciones tributarias deben anclarse en el principio de capacidad económica de los contribuyentes, en el marco de un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad.

Este primer apartado del artículo 31 de la Constitución establece en definitiva, como ha señalado CALVO ORTEGA (2012), el marco del ordenamiento fiscal al indicar quién debe tributar (todos), con arreglo a qué criterio (capacidad económica), se rechazan las discriminaciones en la Ley y ante la Ley (igualdad) y se permite una diferenciación cuantitativa en razón de la cuantía de la capacidad económica de cada contribuyente o de la importancia social de determinados bienes o productos (progresividad).

– Que el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía, lo que implica, como se puso de relieve en mencionada Declaración de Granada, que el gasto público debe asignar con equidad los recursos públicos, con respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos.

– Y que solo pueden establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público con arreglo a la ley.

Como ha escrito MARTÍNEZ LAGO (2018) estas previsiones supusieron un claro señalamiento de los fines de justicia que debían atenderse, tanto por el sistema tributario –materializando el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos–, como por el empleo de los recursos públicos que debía de favorecer su asignación equitativa, lo que guardaba correspondencia directa con el modelo de Estado y de Constitución económica abierta por la que se optó, pudiendo afirmarse que fue una bienintencionada opción poética –utilizando una expresión de HÄBERLE y LÓPEZ BOFILL (2004) –, que sirvió para arrojar luces en el porvenir de España, aunque haya dejado también algunas sombras, que se encuentran más relacionadas con la prosa que han imprimido las formaciones políticas que han protagonizado cuarenta años de desarrollo constitucional.

Sobre este artículo 31 de la Constitución, y, en general con todos los preceptos de ella que contienen principios, el Tribunal Constitucional, en reiteradas ocasiones, ha declarado:

– Que los principios generales plasmados en la Constitución tienen valor aplicativo, y no meramente programático, siendo por ello fuente de derechos y de obligaciones.

– Que la Constitución, lejos de ser un catálogo de principios de no inmediata vinculación y de no inmediato cumplimiento hasta que sean objeto de desarrollo por vía legal, es una norma jurídica cuyos principios tienen un carácter normativo que los poderes públicos no pueden desconocer.

– Y que los preceptos que integran la Constitución son todos ellos constitucionales y, como tales, gozan del contenido y de la eficacia normativa que de su respectiva dicción resulta.

Así se ha puesto de relieve, entre otras muchas –y citando algunas ya lejanas en el tiempo para así poner de manifiesto que ha sido ésta una tesis mantenida desde los orígenes–, en las sentencias de dicho Tribunal 4/1981, de 2 de febrero; 16/1982, de 28 de abril; 206/1992, de 30 de noviembre; 31/1994, de 31 de enero; 47/1994, de 16 de febrero; 98/1994, de 11 de abril; 240/1994, de 20 de julio; 281/1994, de 17 de octubre; 307/1994, de 14 de noviembre; 88/1995, de 6 de junio; 112/1996, de 24 de junio; 182/1997, de 28 de octubre, y 169/2003, de 29 de septiembre.

Así se ha indicado también, entre otros muchos autores:

Por LOZANO SERRANO (1982; 1990), cuando señaló que en cuanto norma jurídica, la Constitución es obligatoria y vinculante, y todos los preceptos contenidos en ella participan de esas notas, no pudiendo diferenciarse entre los distintos principios –preceptos– hasta el punto de negarles a algunos de ellos su naturaleza de norma jurídica únicamente porque responden a declaraciones de ideales imposibles de ser aprehendidos en concreto, razón por la que no hay dificultades para concluir que los principios constitucionales –todos– son criterios interpretativos contenidos en auténticas normas jurídicas, con jerarquía máxima.

Por MARTÍN QUERALT (1983), cuando indicó que todos los principios constitucionales son de aplicabilidad inmediata.

Por LASARTE ÁLVAREZ (1993), cuando escribió que los principios recogidos en al artículo 31 de la Constitución no pueden entenderse como simples declaraciones programáticas, o expresiones de buena voluntad del texto constitucional, para conducirnos hacia metas teóricas, más o menos difíciles de alcanzar, sino que son, de forma inmediata, operativos, obligando y limitando al legislador ordinario.

Y por RODRÍGUEZ BEREIJO (1998a; 1998b; 2005a), cuando puso de manifiesto, con carácter más general, que no cabe distinguir entre artículos constitucionales de valor normativo y de aplicación directa, y otros que sean programáticos o de valor declarativo u orientador, aunque es cierto que no todos esos preceptos tienen idéntico nivel de eficacia, al no estar todos ellos formulados con igual grado de precisión.

Una buena síntesis de estas afirmaciones es la efectuada por FERNÁNDEZ AMOR (2012), cuando indica que los principios no pueden considerarse como meros referentes para la acción del legislador quien los traduce y concreta en derechos para los ciudadanos, sino que son vinculantes para éste y, quizá más importante, no necesi¬tan de su acción para ser aplicados de forma inmediata por Jueces y Tribunales. Se trata, en suma, de un conjunto de preceptos directamente aplicables y constituyen un referente obligado para el desarrollo del ordenamiento jurídico.

En suma, como ha escrito TARDÍO PATO (2011), los principios en sentido estricto son normas jurídicas que están inspiradas en determinados valores jurídicos, se caracterizan por poseer un supuesto de hecho genérico y no específico; inspiran las normas-regla y sirven de parámetro de juridicidad de las mismas (función informadora); se aplican en defecto de éstas (función integrativa); y deben guiar la interpretación de ellas, cuando existan dos o más opciones interpretativas (función interpretativa).

Hasta aquí, brevemente descritas, las referencias positivas a los principios de justicia tributaria recogidos en el artículo 31 de la Constitución.

Sin embargo, en este terreno siempre me ha dado la impresión de hallarme en el marco que, con prosa difícilmente insuperable, refiere DICKENS, en el inicio de Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.

Y ello es así porque, ante los fuertes ataques que este precepto constitucional viene sufriendo, como expongo en las páginas siguientes, no parece, siendo realistas, que queden más que estas dos opciones:

– O abolir sin más este artículo por inaplicable –ya han señalado a este respecto CRUZ PADIAL (2004) que los principios del artículo 31 de la Constitución están quedando reducidos a una declaración programática de buenas intenciones, en la que cada vez tenemos menos convicción, YEBRA MARTUL-ORTEGA (2007; 2014) que dicho precepto “no sirve para nada”, y NIETO MONTERO (2014) que este artículo 31 está prácticamente vacío de contenido, y que es un enfermo sin perspectiva de recuperación–, para así adecuar la norma a la realidad.

– O exigir sin cortapisas, y sin ambigüedades, el pleno cumplimiento de este artículo 31 de la Constitución –si bien con toda seguridad sería oportuno y conveniente rebajar en algún grado sus exigencias, para así evitar que se pueda decir de él lo que FRANCIS BACON afirmaba del gremio de los metafísicos, de quienes señaló que se parecían a las estrellas en que “dan poca luz por estar demasiado altos”–, por encima de la atención a intereses de otra índole, básicamente económicos, para que así los principios recogidos en dicho precepto puedan salir de la crisis en la que, en palabras de HERRERA MOLINA (1998), se hallan sumidos, y sirvan para iluminar las normas que al efecto se dicten, y que éstas, en consecuencia, se destinen a regular, como bien apuntó VILLAR EZCURRA (1999), “actos que repercutan más en beneficio de la colectividad que en beneficio de los mercados”.

Para esto último, que es, en línea con lo que ha afirmado PONT CLEMENTE (2012), lo único que considero correcto, sería necesario, desde luego, otra actitud menos conformista de los poderes legislativos de la que ahora existe, y que se concienciasen, en suma, de que el deber de contribuir proclamado en citado artículo 31 de la Constitución se configura, en su estructura normativa, como un mandato dirigido a ellos para que concreten tal deber y lo doten de adecuada sanción.

Y en esta tarea dichos poderes legislativos tendrían, desde luego, que ser secundados de manera eficaz por las Administraciones, y, evidentemente, por el Tribunal Constitucional y por los Órganos integrantes del Poder Judicial, actores todos ellos que, como posteriormente recojo con más detalle, tampoco han contribuido en España a alcanzar este imprescindible objetivo, como ha reconocido HUELIN MARTÍNEZ DE VELASCO (2013), acreditado Magistrado del Tribunal Supremo que fue, cuando escribió, refiriéndose al artículo 31 de la Constitución, que:

“Tengo la impresión de que nuestros tribunales, encabezados por el Constitucional, desde siempre han amortiguado sus efectos y han embridado las potenciales consecuencias que pudieran derivarse de su recto entendimiento”.

Mientras esta forma de obrar no se corrija adecuadamente bien puede afirmarse, parafraseando a LUIGI PIRANDELLO, que los principios tributarios de los apartados 1 y 3 del artículo 31 de la Constitución son seis personajes en busca de autores que los saquen de su letargo y de la vida mortecina y lánguida en la que ahora se ven sumidos; sin sombra, como Peter Schlemihl, el personaje de CHAMISSO, solo que en este caso esta falta no se debe obviamente a ellos mismos, sino a la desidia, al desinterés o a su desconocimiento interesado de muchos de los que tendrían que haberlos defendido, y que, por el contrario, solo han contribuido a su hundimiento y decadencia.

Espero que puedan llegar a existir quienes se encarguen de sacar del foso en el que se hallan sumidos a los principios de justicia tributaria. Yo, desde luego, no soy uno de ellos. No tengo conocimientos ni fuerzas para tan enorme tarea.

Remedando a Elizabeth Costello, la extravagante y desencantada anciana creada por COETZEE, lo único que quiero hacer es no quedarme callado. Denunciar, en suma. Y para ello algunas cosas las exageraré, si bien casi siempre diré la verdad, siguiendo las pautas que se marcan al comienzo de Las aventuras de Huckleberry Finn.

Persiguiendo la sombra de la justicia tributaria

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