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III

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Habían colocado una lámpara sobre la mesa, y don Juan y don Pedro se pusieron a mirar al de Luzmela. Parecía más hundido en el sillón que otras veces y como si los ojos se le hubiesen agrandado.

Sirvieron en seguida el chocolate humeante y espumoso, y mientras don Manuel lo tomaba a sorbos, con esfuerzo, el cura y el maestro lo saboreaban con deleite, mojando en los delicados pocillos hasta el último bizcocho y la última rebanada de pan rustrido.

Se había iniciado una trivial conversación, rota a cada bocado de pan o de bizcocho, hasta que retiradas las bandejas de encima del tapete, el criado presentó otra grande, de plata, con la correspondencia.

Miró don Manuel los sobres de sus dos o tres cartas, y las apartó indiferente; el maestro abrió un periódico y comenzó la habitual lectura.

Había el caballero cerrado los ojos; tenía las manos cruzadas sobre las rodillas.

Don Juan, a veces, hacía un punto en su tarea y por encima del papel miraba con inquietud al enfermo.

También don Pedro le observaba con atención, y miraba después a don

Juan.

Y cuando ya los dos se estaban alarmando, por aquella quietud momificada de su huésped, éste dió un respingo en la silla y dijo, con la voz entera y sonora.

—Perdone un momento, don Juan; me van ustedes a permitir unas preguntas, y aunque les parezcan extrañas han de responderme sin hacer comentarios, ¿no?

Don Manuel había estado en América dos años, y esta interrogación expresiva ¿no?, importada de aquel mundo joven, la usaba todavía en ciertos momentos.

Se miraron con sorpresa sus dos contertulios, y ambos dijeron que «sí» varias veces, en contestación a aquel «no» interrogante.

—Vamos a ver—indagó el solariego, que parecía un resucitado—: a ustedes ¿qué les parece de mi hermana?

Hubo un silencio explicable, y a la par respondieron los dos señores:

—Nos parece bien; ya lo creo, muy bien….

—¿Creen ustedes que es buena?

—Ya lo creo; muy buena, sí señor.

—¿Y no dicen por ahí que es rara?

—Un poco rara; pero, poca cosa….

Hubo otra pausa, y aseveró don Manuel:

—¿De modo que a ustedes les merece excelente opinión?

—¡Excelente!

El de Luzmela volvió a recostarse en el sillón, cerró de nuevo los ojos y cruzó otra vez las manos murmurando:

—Siga, siga la lectura, don Juan, y dispensen.

Don Juan leyó otro ratito; él y don Pedro se miraban mucho aquella noche, y, más temprano que de costumbre, se despidieron.

Encontraron en el corredor a Rita, que subía con Carmen de la mano, y le dijeron:

—El amo está peor, ¿eh?

—¿Peor?

—Mucho peor: tengan cuidado.

Aunque hablaban con misterio, la niña se enteró, y preguntó con ansia.

-¿Mi padrino?

Ellos ya bajaban la escalera y no respondieron nada.

Rita aceleró el paso llena de inquietud.

Carmen tenía los ojos muy abiertos en la semioscuridad del pasillo, y toda su alma se asomaba por ellos como escudriñando las tinieblas del porvenir.

Llegando a la sala, la mujer y la niña fueron derechas al sillón, y mientras Carmen se inclinaba devota a besar las manos del enfermo decíale Rita acongojada:

—¿Se siente mal?

Sin responder a esto, el de Luzmela preguntó a su vez, mirando a la vieja:

—Oye, ¿a ti qué te parece de mi hermana: es buena?

Atónita la mujer, creyó que deliraba su amo, y él quiso disipar aquel asombro explicando:

—No estoy «de la cabeza», Rita, no te apures, y responde.

Dijo Rita:

—Buena es su hermana, ¡qué ocurrencia!

—Podía no serlo….

—Yo poco la tengo tratada; casóse apenas yo vine…, ¿no se acuerda?

—Pero, ¿qué has oído por ahí?

—Que es algo rara, algo «maniosa»; pero buena sí.

Don Manuel soliloquió:

—¡Todos dicen que es buena!

—Sabe, que el genial se le habrá corrompido algo con las desazones; pero el fondo será querencioso y noble como el de todos los amos de Luzmela….

Tenía el enfermo una placentera expresión cuando volvió la cara hacia

Carmen, que atenta escuchaba a su lado.

—Y a ti, hija mía, ¿qué te parece? ¿quieres a mi hermana?

La niña clavó en él su mirada límpida, y también preguntó:

—¿La quieres tú?

—Yo sí.

—Pues yo también, sí….

—¿Te gustaría vivir con ella?

Carmen dijo prontamente:

—Quiero vivir contigo—y le echó los brazos al cuello con ternura.

El la enlazó en los suyos lleno de emoción, murmurando con la voz quebrada:

—Pero si yo tuviera que marchar….

La niña, sollozante, respondió al punto:

—No, no, por Dios; llévame entonces contigo.

Rita hacía pucheros y se llevaba a los ojos la punta del delantal, y don Manuel, incapaz de prolongar aquella escena sin descubrir el profundo dolor que le poseía, trató de calmar a la niña con tranquilizadoras palabras.

Cuando Carmen, un poco engañada, alzó la cabeza y miró al hidalgo, le vió demudado y con el rostro humedecido. Angustiada todavía, le preguntó:

—¿Lloras?…; ¿sabes tú llorar?

Él trató de sonreir diciendo:

—¡Si son lágrimas tuyas!

Y la despidió con un beso muy grande….

En la alta noche, cuando el monumental lecho de roble crujía sacudido por el convulso llanto del enfermo, murmuraba el triste:

—¡Que si sé llorar!… ¡Hija mía, hija mía!…

La Niña de Luzmela

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