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PRÓLOGO

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Hace años escuché esta metáfora del «sanador herido» en el contexto de los estudios de teología pastoral sanitaria que hice en el Camillianum de Roma. Me encontré poco después con el libro que lleva el mismo título de Henri Nouwen. Y he ido viendo cómo es realmente sano reconocerse así en la intervención social o en salud.

Soy capaz de ayudar a los demás, de promover modelos de intervención que entiendo pueden ser saludables y contribuir a humanizar, pero soy también limitado, vulnerable, y sin duda tengo mis heridas.

Y es precisamente en el encuentro próximo con la vulnerabilidad ajena donde con más facilidad descubro la mía. El pobre, el enfermo, quien ha perdido a un ser querido... me recuerdan con mucha facilidad mi limitación. Y así me enseñan. La ignorancia de la propia limitación es el origen de mucho mal, de mucho pecado: genera sentimiento de omnipotencia, paternalismo, falta de empatía con el prójimo.

Por eso, en mi contacto con la limitación humana en contextos de sufrimiento, cada vez siento de manera más imperiosa la necesidad de que la persona que ayuda haga un proceso de reflexión sobre sus propias vulnerabilidades. Es bueno que no solo se ajuste al rol de curador, ayudante, cuidador, sino que entienda que también él tiene sus heridas, sus vulnerabilidades, sus límites, sus incoherencias.


Sobre la metáfora


El sentido de tal metáfora está basado en el presupuesto de que tanto en el ayudante como en el que sufre conviven la experiencia del sufrimiento (herida) y el poder de curación, en sentido obviamente metafórico.

La imagen del sanador herido (que cada vez se emplea más en la literatura médica, psicológica y espiritual) sirve para poner en evidencia el proceso interior al que son llamados todos cuantos prestan ayuda a quien atraviesa un momento difícil en la vida, marcado por el sufrimiento físico, psíquico o espiritual. Significa, pues, el reconocimiento, la aceptación y la integración de las propias heridas, de la propia vulnerabilidad y condición de finitud.

Los orígenes de esta imagen se remontan a la Edad Antigua. Mitologías y religiones de casi todas las culturas poseen una gran riqueza de figuras que, para poder ayudar a los demás, primero deben curarse a sí mismas.

Entre los diferentes núcleos culturales en cuyo seno nace y se va afirmando la imagen del sanador herido, tres merecen una especial atención: el mito de Esculapio, el chamanismo y la tradición bíblica del Siervo de Yahvé.

Cuenta la mitología griega que Filira, hija de Océano y Tetis, fue acosada pasionalmente por Cronos, razón por la que pide a Zeus ser transformada en yegua para burlar así al dios.

Pero advertido Cronos del engaño, se transforma en caballo y logra su deseo. De esta unión forzada nace un ser singular, Quirón, con figura de centauro, es decir, cabeza, torso y brazos de hombre y cuerpo y patas de caballo. La madre, al ver el monstruoso ser fruto de su vientre, reniega de su hijo, y Quirón crece en una cueva al amparo de los dioses Apolo y Atenea.

De la mano de estos padres adoptivos, Quirón, contrariamente a sus pares centauros, violentos y destructivos, se convierte en ejemplo de sabiduría y prudencia. Conocía el arte de la escritura, la poesía y la música, pero ante todo era reconocido como médico y cirujano, sanador y rescatador de la muerte, al cual consultaban héroes y dioses.

Toda su ciencia se produjo tras un accidente fortuito que le provocó una herida incurable. Un día, accidentalmente, Hércules hiere al centauro con la punta de su lanza envenenada en una de sus patas traseras y, siendo su condición inmortal, queda condenado a un sufrimiento perpetuo que no puede recibir alivio ni curación.

Buscando remedio a su mal, comienza a descubrir el arte de curar, pero he aquí su mítica paradoja: mientras puede curar a otros, no puede curarse a sí mismo. El sentido de su existencia se centró así en sanar a los demás y hacerse cargo de su dolor; la medicina actual le debe mucho, entre otras cosas, por cierto, la palabra «quirófano» (de Quirón, Kirón o Chirón), que significa «el que cura con las manos las heridas de otro».

El mito culmina con una nueva intervención de Hércules, quien, movido por la culpa y su amor a Quirón, ruega a Zeus que Prometeo sea liberado de su martirio y le sea ofrecida su mortalidad a Quirón, con lo cual Prometeo se convierte en un dios inmortal mientras que nuestro centauro muere y es enviado al universo estrellado, ocupando allí la constelación de Sagitario. Hasta aquí el mito.

Aunque el personaje de Quirón fue rescatado en la literatura por Dante en La Divina Comedia y por Goethe en su Fausto, entre otros, hubo que esperar al albor del siglo XX para que el mensaje encerrado en su historia adquiriera un claro sentido antropológico de la mano del psicólogo Carl Gustav Jung.

Para Jung, Quirón es el arquetipo del sanador herido, siendo la polaridad su trama básica: el sanador lo es porque sana, pero a su vez está herido, lo cual constituye una paradoja existencial que se encarna en cada persona, tanto en la que busca curar su dolor como en la que ofrece curación.

Por otro lado, en el itinerario formativo del chamán –considerado como una de las primeras figuras de terapeuta– está previsto también que deba afrontar un período de enfermedad durante el cual se aísla y se recoge en silencio a fin de reorganizar su identidad dentro del grupo. Puede ayudar a los otros porque él mismo ha estado enfermo y ha pasado de la enfermedad a la sanación.

Asimismo, el libro de Isaías presenta al Siervo de Yahvé como aquel que salva a la humanidad a través de las propias dolencias. El texto del profeta dice que a causa de sus llagas hemos sido curados (Is 53,5).

El sanador herido es, pues, la figura arquetípica de la relación terapéutica, donde el ayudante ejecuta el arte de curar más allá de un método o una terapia concreta, involucrando todo su ser en ese acto y empatizando con la herida del paciente, que le rememora y activa su propia herida, devolviéndole así su percepción, de modo que ayudado y ayudante se «pasan» sus roles, haciendo fructíferamente sanador el dolor de ambos.

Jung, adelantándose a Carl Rogers y a Martin Buber, ya sabía que ningún proceso terapéutico funciona sin el compromiso y afectación de la subjetividad que implica la relación personal. Las relaciones de ayuda, la psicoterapia y los análisis son tan distintos como los mismos individuos.


Henri Nouwen y el sanador herido


Hoy, en ciertos contextos, quizá particularmente en el ámbito del acompañamiento espiritual al final de la vida, y en espacios donde se reflexiona sobre la dimensión espiritual, se refiere con facilidad la metáfora del sanador herido citando a Henri Nouwen. No siempre parece que se conozca la obra de Nouwen cuando así sucede, ni los previos para comprender el arquetipo de la relación terapéutica. A veces parece haberse tomado la expresión para proyectar sobre ella lo que quizá Nouwen no presenta, particularmente en su libro titulado precisamente El sanador herido, publicado en España por primera vez en 1996.

Henri Nouwen se sitúa fundamentalmente en un escenario del mundo de hoy, en el que se pregunta cómo un sacerdote puede ser un buen líder en el contexto cristiano.

Su pregunta de fondo, como sacerdote, como persona, como hombre limitado que se reconoce en un mundo fragmentado, en la era atómica, donde fácilmente se encuentra apatía y aburrimiento, donde se vive al día, donde no se mira más allá de la muerte, donde se tiene la sensación de carecer de padres, es: ¿cómo se puede ser ministro cristiano, cómo se puede ejercer un liderazgo con sentido y encarnado?

En este contexto y con este objetivo, Nouwen plantea la naturaleza de la autoridad del líder, que no es otra, para él, que la de la compasión. «El líder cristiano –dice Nouwen– es primeramente un hombre de Dios. Pero para que ejerza un auténtico liderazgo tiene que ser capaz de hacer visible, capaz de hacer creíble en su propio mundo, la compasión de Dios hacia el hombre, como se manifiesta en Jesucristo».

Nouwen se pregunta:


Pero ¿cuáles son nuestras heridas? Se nos ha hablado de ellas a través de muchas voces y de distintas maneras. Se han usado palabras como «alienación», «separación», «aislamiento» y «soledad». Quizás la palabra «soledad» sea la que mejor nos capacite para entender nuestra condición de seres rotos. La soledad del ministro es especialmente dolorosa. Porque por encima de su experiencia humana de hombre que vive en una sociedad moderna siente la soledad añadida, resultado de la velocidad con que cambia el concepto de su misma profesión ministerial.


Cuando soy débil, entonces soy fuerte


Al reconocernos débiles en el mundo del acompañamiento en el sufrimiento vamos construyendo y promoviendo una particular metodología de acceso, generación y transmisión de las posibilidades de ayudar a otros.

La experiencia humana de la vulnerabilidad, de la fragilidad, del trauma y del sufrimiento, en primera persona, se convierten en recursos y posibilidades. Una visión positiva de la realidad y de lo profano subyace en esta clave.

La metáfora del sanador herido, entonces, se convierte en reflejo de que de la propia vulnerabilidad se puede aprender, y esta se puede convertir en maestra y recurso para ayudar a otros, afirmando también: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10).

Si el encuentro con el pobre y el enfermo es oportunidad de aprendizaje, lo es más aún el encuentro con la propia pobreza. Surge así un tipo de terapeuta «experto en humanidad» porque es «experto en fragilidad», empezando por la propia.

Hay un aprendizaje en el sufrir y una lógica o «razón solidariamente sentiente», en palabras de Moratalla. El sanador herido se convierte así en un tipo de voluntario –aunque sea trabajador en una organización– que constituye la expresión de la solidaridad que tiene como empeño movilizar a la sociedad y convertirse en experto en humanidad. Es ahí donde radica su fuerza. La fuerza del sanador herido es un superávit de humanidad y la plusvalía del factor humano. La riqueza de humanidad se transforma en un compromiso con las capas débiles y los sujetos frágiles que finalmente configura la propia personalidad.

Quien tiene la cualidad de la humanidad –desde su herida– mira, siente, ama y sueña de otra manera. La riqueza de humanidad transforma y cualifica la propia sensibilidad personal: no mira para poseer, sino para compartir la mirada desde la fragilidad.


La fortaleza de Camilo: su debilidad


Que Camilo es sanador herido no necesita mucha demostración, aunque sí merece ser mostrado ampliamente, como hacen estas páginas. Sin padres desde joven, herido en la pierna, no admitido como franciscano, con enfermedades variadas, resistencias a su pasión por humanizar el cuidado a los enfermos, mala hierba entre algunos de sus seguidores –dicho con sus palabras–, dificultades económicas, tiempos recios para calmar los síntomas del final de la vida, ideas «culpógenas» que hacen daño a la conciencia... serán solo algunas de las heridas que tuvo que experimentar.

Camilo vive las heridas. Alessandro Pronzato dirá que el primer error de cálculo de Camilo se ve remediado gracias a la enfermedad de su pierna, que le cierra inexorablemente la puerta de los padres capuchinos. El Señor, con el impedimento de la llaga, le revela el sentido preciso de su vocación y misión.

Y pedirá el privilegio de llevar la cruz roja. Su cruz es una cruz desarmada que apunta a la debilidad. Es la cruz del amor que se convertirá con el tiempo en indicador del fuego, de la pasión por humanizar, a la vez que el precio que supone el amor cuando se sacrifica, renuncia y se entrega al cuidado. Camilo, experto en vulnerabilidad, se hace experto en la liturgia del encuentro y del servicio como obra de arte, expresión no solo del deber, sino también de la belleza y del gusto por cuidar.

A las heridas, Camilo las llamará «misericordias». Durante cuarenta y seis años vivió con la llaga del pie abierta, considerándola «gracia y misericordia de Dios» y «caricia divina». Toda la vida de Camilo estuvo marcada por un abandono confiado a la misericordia de Dios, también y sobre todo en los momentos de tensión y dificultad. Por eso mismo, a las dificultades las llamó las cinco misericordias del Señor.

La primera misericordia fue la llaga incurable de la pierna. Le sirvió para conocer lo que eran los hospitales, de donde nacería la congregación. Pero le sirvió también para ejercer la paciencia. De esa llaga salía gran cantidad de líquido. La llevó durante cuarenta y seis años. De ella sacó fruto hasta considerar que le había llegado del cielo.

La segunda misericordia consistió en que, siendo maestro de casa en el hospital de Santiago, debido a las muchas fatigas que padecía día y noche cuidando a los enfermos, debió ponerse una faja con un arco de hierro que llevaría durante treinta y ocho años.

La tercera misericordia fueron dos viejos callos bajo la planta del pie que le producían dolores, haciéndole cojear y sentir que caminaba sobre espinas. Le hacían ponerse un pañuelo para aliviarse. Esta cruz la llevó durante veinticinco años. Refería que le hacía pensar que su patria no era esta tierra, sino el cielo, que había que ganar con buenas obras.

La cuarta misericordia la experimentó en Nápoles cuando tuvo dolores en los costados a causa de piedras en los riñones que, de vez en cuando, le producían dolor, hasta que las iba expulsando. Sufrió por este motivo diez años, pensando que el Señor le pedía más amor al servicio de los enfermos.

La quinta y última misericordia fue la inapetencia, no experimentando gusto con ningún alimento, sino náuseas y desagrado, aborreciendo todo alimento. Le duró este mal treinta meses, acompañándolo hasta el final de su vida y provocándole el pensamiento de haber llegado a su final y no querer el Señor que gustase ya de este mundo.

Su gran miedo fue tener que dejar el ejercicio de la caridad al servicio de los enfermos. La imagen y la sombra son, para Camilo, como el anverso y el reverso, la cara y la cruz de lo que somos. Son caminos que, planteados con humildad, nos permiten conocer mejor lo que somos y aquello a lo que estamos llamados. La sombra solo se convierte en algo hostil cuando la ignoramos. Es una realidad humana que nos puede provocar el crecimiento y humanizarnos. Reconocerla, aceptarla y amarla como propia es todo un trabajo de transformación y humildad.

Mamerto Menapace dice que el que se anima a dar la cara a la luz obliga a su sombra a marchar detrás de él, haciendo su mismo camino. Porque el que camina con la luz de la realidad en sus ojos también tiene su sombra. Pero no la sigue. Es ella la que lo sigue a él. Y su sombra no supera obstáculos que previamente no hayan sido traspasados por los pasos reales del que camina. Solo la persona con una sombra madura puede esperar sin miedo la luz de un nuevo amanecer. Será una persona que ha hecho su camino de humanización, como Camilo, sanador herido.


La autora


Consuelo Santamaría, con este texto, regala al mundo una mirada de mujer apasionada por Camilo. Por un Camilo frágil y novedoso, un Camilo del siglo XVI y muy de hoy. En su texto se le nota su deseo de que estas líneas sirvan para apasionar a otros por conocer nuestra historia, la historia de la humanidad, la historia del amor, la historia de los cuidados en salud, la historia de la Iglesia.

Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación, máster en Counselling, máster en Humanización de la Intervención Social. Postgrado en Duelo, autora de varios libros, Consuelo lleva veinte años explorando a san Camilo, motivada por el conocimiento de los religiosos camilos de Tres Cantos, Madrid. En un año sabático hizo el máster de Counselling y el de Humanización de la Intervención Social y se dejó interpelar desde el primer instante, al llegar a Tres Cantos, donde con letras grandes y en la entrada se puede leer: «Más corazón en las manos» (san Camilo).

Fascinada con la frase, la pensó, la meditó, la extrapoló de su contexto y la llevó a su vida. Se convirtió casi en un mantra para ella. Más corazón en las manos, en los ojos, en la boca, en los pies... Es decir, «más amor».

Antes de finalizar los másteres le ofrecieron ser voluntaria en el Centro de Escucha, y dijo que sí. A partir de ese momento sintió la obligación moral de saber dónde se metía, pues lo que estaba viviendo en Tres Cantos la alcanzaba en un momento de fragilidad y vulnerabilidad: dos años atrás se había quedado viuda. Pero eso no era suficiente. Formar parte de un grupo sin conocer su estilo profundo, su carisma, sus raíces, sus orígenes, era para ella una irresponsabilidad.

Empezó a leer todas las biografías que cayeron en sus manos sobre san Camilo. De todas ellas entresacaba una idea clave. Camilo no era un personaje inalcanzable, le veía completamente actual, con heridas actuales y con métodos sanadores adaptados a la mentalidad de su tiempo, pero con un fondo resiliente, creativo y provocador que a Consuelo le atraía y le gustaba. Siguió leyendo, conociendo, escuchando a los camilos y sus orígenes, y en su mente se fue perfilando un claro ejemplo de lo que es un sanador herido, hasta que escribió estas páginas, que son expresión agradecida del que es un modelo al que seguir. Camilo es para ella un ejemplo de un sanador herido, de modo que, con esta clave, escribió estas páginas que son expresión agradecida de lo que ha recibido a través de la formación, la búsqueda y la experiencia.


JOSÉ CARLOS BERMEJO

Camilo, un sanado herido

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