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Estudio introductorio Por Cristóbal Olivares Molina

Certains ont pu se demander pourquoi Paul de Man parlait toujours de lecture plutôt que d'écriture. Eh bien, peut-être parce que l'allégorie de la lecture, c'est l'écriture –ou l'inverse. Mais peut-être aussi parce que toute lecture se trouve prise, engagée, justement par la promesse de dire le vrai, par une promesse qui aura eu lieu dès le premier mot, dans une scène de signature qui est une scène d'écriture.

Jacques Derrida, Mémoires, 1988, p. 103.

I

El primero de los textos que componen estas Escenas de escritura es “Esa extraña institución llamada literatura” de Jacques Derrida, en traducción del profesor Vicenç Tuset. Su sinuosa historia la resumimos así: publicado originalmente en Estados Unidos en una compilación de escritos del filósofo en torno a la literatura, editados en inglés por Derek Attridge bajo el título Acts of Literature (1991); reaparecido más de una década después en francés, en un libro a cargo de los editores Thomas Dutoit y Philippe Romanski, compuesto en su mayor parte por trabajos presentados en un simposio sobre Derrida que tuvo lugar en 2003 en Francia, titulado entonces como Derrida d’ici, Derrida de là (2009); finalmente traducido por Tuset al español en 2017 y circulando desde ese momento en el Boletín 18 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria.

Ahora, nuevamente desviado de su trayectoria original, reinscrito en estas Escenas bajo el sello de Pólvora Editorial.

“Esa extraña institución llamada literatura” es una entrevista donde se recogen una variedad de aristas sobre lo que para Derrida representó la literatura a lo largo de su obra (o por lo menos, hasta el momento en que la entrevista se publicó por primera vez en 1991). Por ejemplo, una es la preocupación filosófica, anclada en el marco de una aproximación fenomenológica a la cosa literaria en tanto ‘idealidad’. De hecho, como bien señala Derrida en otro texto, conocido como “El tiempo de una tesis”, el primer proyecto de tesis doctoral que él mismo inscribió llevaba por título “La idealidad del objeto literario”, y si bien ese proyecto nunca terminó de ser desarrollado como tesis, es importante no perder de vista que tuvo lugar precisamente en una época de su vida intelectual donde el motivo dominante de su aprendizaje fue el duro entrenamiento en los métodos de la fenomenología de Edmund Husserl, que abarcó más de diez años, si se toma como punto de partida el año 1954 y de llegada el año 1967. Vamos a encontrar en “Esa extraña institución llamada literatura”, entre otras cosas, el esbozo de una aproximación fenomenológica a la literatura; esto es, una aproximación que no va en la dirección de una mera formalización de su estructura ‘significante’ (cuestión de una lectura ‘no-tras-cendente’) ni tampoco de una dilucidación de su ‘significado’ (cuestión de una lectura ‘trascendente’), sino que en dirección de un análisis de aquello que en la literatura resta bajo el signo de una ambivalencia irreductible; a saber, la compleja cuestión de la ‘literariedad’ de la literatura, que Derrida explica en los términos de un ‘correlato intencional’:

[…] no hay ningún texto que sea literario en sí mismo. La literariedad no es una esencia natural, una propiedad intrínseca del texto. Es el correlato de una relación intencional hacia el texto, una relación intencional que integra en sí misma, como un componente o una capa intencional, la conciencia más o menos implícita de unas reglas que son convencionales o institucionales —sociales, en cualquier caso. Desde luego, esto no significa que la literariedad sea meramente proyectiva o subjetiva —en el sentido de la subjetividad empírica o del capricho de cada lector. El carácter literario del texto está inscripto del lado del objeto intencional, en su estructura noemática, podría decirse, y no sólo del lado subjetivo del acto noético. (“Esa extraña institución llamada literatura”, en este volumen)

Ahora bien, sin pertenecer realmente al mundo ni a la conciencia, la ‘estructura noemática’1 remite a un más allá en el más acá, que siempre guarda relación, en la lectura derridiana, con lo que se pone en escena como ‘exceso’ o ‘desborde’ del correlato intencional. Cuestión asociada con las metonimias de lo ‘radicalmente otro’ que son el ‘tiempo’ y la ‘muerte’, además de toda una serie de ‘figuras de lo imposible’ que, en cada ocasión en que son pensadas por Derrida, van a desencajar el sentido unificador de la intencionalidad, llevando la fenomenología, en cada esfuerzo por reflexionar sobre el aspecto noemático de estas figuras, a su punto límite. En tanto condicionada por el noema, entonces, la literariedad de la literatura no habrá sido una excepción a este desborde de la fenomenología y su experiencia disruptiva también habrá terminado por exceder las restricciones que se anudan en el marco de la metodología husserliana. En cierto modo, Derrida ha hallado en la reflexión sobre la literatura y la ficción una instancia en que la fenomenología es obligada a deconstruirse desde la experiencia atética (o no-tética) de la literariedad; una apertura ficticia al acontecimiento singular de experiencias imposibles.

Si damos este breve rodeo por los pasajes fenomenológicos de “Esa extraña institución llamada literatura” es para destacar en ella un motivo todavía más fuerte que las viejas reflexiones husserlianas. Nos referimos al asunto de lo institucional que, evidentemente, hallamos en el título mismo de dicha entrevista. Como es de amplio conocimiento, existen abundantes intervenciones sobre la literatura en Derrida; sin embargo, la idea de la literatura como institución es más específica y guarda relación con el tono que asumió la desconstrucción a partir de mediados de los setenta y comienzos de los ochenta. Algunos autores se han referido a esto como un “cambio de registro”, un “giro ético-político” e incluso como un “giro legal”.2 Siguiendo una observación de Carlos Contreras Guala (2013), podría decirse que la aproximación institucional a la literatura es deudora de dos importantes hitos. Por un lado, los procesos de reflexión crítica sobre los métodos pedagógicos y la defensa de la filosofía en el sistema educativo francés en los que se implicó la desconstrucción derridiana durante su paso por el GREPH (Groupe de Recherches sur l’Enseignement Philosophique) a mediados de los años setenta; y por otro lado, el seminario de fines de los setenta que desarrolló el mismo Derrida bajo el título Du droit à la litteràture, donde se recogen y se reinventan las improntas jurídicas que dejaron en el pensamiento del filósofo franco-argelino los procesos de reflexión sobre las instituciones educativas.

Como bien se señala en “Literatura y derecho en Jacques Derrida” (2013, 95-110), un aspecto muy importante de Du droit à la litteràture tenía que ver con lo que Contreras Guala describe como ‘sincronicidad’ o ‘contemporaneidad’ entre los sistemas de la i) universidad, de la ii) literatura y del iii) derecho de autor. En cierto modo, lo que está subrayando Contreras Guala es que dicha contemporaneidad ha sido posible porque los tres sistemas se inscriben en una escena que arrastra la historicidad del derecho europeo, particularmente del derecho francés (porque la literatura moderna es originalmente littérature), el cual busca fijar —por iniciativa política, a través de las instituciones educativas, particularmente a través de las instituciones universitarias— las modernas lenguas nacionales como base identitaria en los procesos de homogeneización a los que se sometieron “las provincias y los diversos dialectos”. Un derecho que también comienza a determinar, con mayor rigurosidad cada vez, el intercambio comercial y la transacción de las obras en función del concepto de propiedad privada. La literatura moderna se liga así, en sus orígenes europeos, a la asunción de la época burguesa pero también al arribo de un proceso de democratización de la lengua nacional. Por ello precisamente, se trata de un proceso democratizador restringido a las fronteras de la juridicidad burguesa, donde la literatura hace su aparición como si se tratara de la llegada de un inhóspito huésped en el oikos lingüístico del nuevo demos nacional. De hecho, la cualidad inhóspita de la literatura es tal que Derrida, en la entrevista que aquí incluimos, la aproxima a una paradójica ‘institución contrainstitucional’, a un simulacro con poder, pero sin autoridad, a una ‘institución ficticia’. Cercana a una figura de lo Unheimlich en el seno de la familiaridad de la ley, ella, la literatura, se asemeja a un contra-derecho en el seno de los derechos de autor.

Para Derrida, la literatura es extraña, entonces, por tratarse de una institución paradójica, conservadora y subversiva a la vez, que necesita de la lengua nacional, de leyes que puedan acoger su existencia institucional y autorizar su circulación comercial, al mismo tiempo que necesita transgredir todo lo anterior. Así, a propósito de los derechos de autor que ponen en escena la juridicidad de la literatura moderna, Contreras Guala sugiere, por ejemplo, que a partir de la comprensión que el filósofo franco-argelino ha desarrollado sobre la dimensión institucional de la literatura, se siga que esta sea considerada inseparable de “cierta necesidad de plagio” (Contreras Guala 2013, 106). Donde el plagio se entenderá no sólo como transgresión de la propiedad de los derechos de autor, sino que también como derecho a la transgresión del derecho de autor.

La necesidad del plagio no es más que el proceso democratizador de la propiedad privada sobre la que se fundan los derechos de autor. Esta cuestión, que por cierto responde a una hipótesis de lectura de Contreras Guala sobre el derecho de la literatura en Derrida, hipótesis a la que suscribimos, nos pone en la pista de otro tema fundamental que aparece en “Esa extraña institución llamada literatura”, más bien relacionado con el llamado “derecho a decirlo todo”. En palabras de Derrida: “La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o a anular la ley. Eso permite, por consiguiente, pensar la esencia de la ley en la experiencia de ese ‘todo por decir’. Es una institución que tiende a desbordar la institución” (“Esa extraña institución…”, en este volumen). Si pudiera hablarse de un derecho que funda el poder de la escritura literaria, ese derecho habrá sido en su partida y contrapartida ‘derecho a decirlo todo’ y ‘derecho al secreto’. Si se nos permite la siguiente digresión, que también podría ser tomada como una hipótesis, para Derrida el alcance político de la literatura tiene que ver, en una de sus aristas, en que el porvenir de la democracia, en tanto desborde de la soberanía democrática, habrá necesitado fundarse sobre ese derecho a decirlo todo y al secreto. De este modo, la democracia por venir encontraría en la literatura una de sus herencias más valiosas.3

No podríamos intentar resumir aquí todos los aspectos que circulan en “Esa extraña institución llamada literatura”; no obstante, el lector encontrará forzosamente más de una forma de acceder a la todavía insuficientemente explorada cuestión de la literatura como ‘institución ficticia’, a la dimensión ética y el concepto paradójico de responsabilidad implicada en ella, a la reflexión sobre la escritura y la crítica literaria, al contraste de la desconstrucción con la crítica feminista, y al enorme conglomerado de nombres que la pueblan (Rousseau, Sartre, Blanchot, Shakespeare, Artaud, Becket, Simone de Beauvoir), y lo podrá hacer en contraste y tensión con las otras potentes voces que rodean estas Escenas.

Poco de la dimensión institucional de la literatura y la ficción podría entenderse sin el necesario rodeo por la apertura que representó para Derrida la exigencia de pensar la refundación de las instituciones educativas y del derecho; sin embargo, el trazo que funcionará como hilo conductor de estas Escenas de escritura tendrá que ver con algo que yace en un registro anterior a la problemática institucional, que es también previo al de la problemática fenomenológica. Un hilo que yace en la trama que anuda el momento de una pulsión adolescente con la voluntad parricida de la escritura y el derrumbe de una escena de familia. Implicadas todas en la constancia de lo que en el filósofo es llamado como el ‘deseo autobiográfico’:

[…] lo que me interesa hoy sigue sin denominarse estrictamente ni literatura ni filosofía, me divierte la idea de que mi deseo adolescente llamémoslo así me haya dirigido hacia algo en la escritura que no era ni lo uno ni lo otro. ¿Qué era? “Autobiografía” quizá sea el nombre menos inadecuado, porque para mí sigue siendo el más enigmático, el más abierto, aún hoy. En este momento, aquí, estoy tratando, de un modo que comúnmente se llamaría ‘autobiográfico’, de recordar qué ocurrió cuando me advino el deseo de escribir, de una forma tan oscura como compulsiva, a un tiempo impotente y autoritario. Bien, lo que ocurrió entonces se parece a un deseo autobiográfico. (Derrida en “Esa extraña institución…”, en este volumen)

De lo que habrán tratado estas Escenas de Escritura es de la compulsión literaria y filosófica del deseo autobiográfico.

II

Las humanidades en general son instancias de profunda inestabilidad para los sistemas educativos; de inestabilidad económica, ciertamente, pero también de inestabilidad política. Ellas no deben cerrarse a negociar con lo que viene de otra parte. En este sentido, encontramos en “Fundaciones políticas y el derecho a la filosofía” de Samir Haddad los signos de una interesante contrapartida no biográfica a la impronta autobiográfica de “Esa extraña institución llamada literatura”. Samir Haddad es profesor de la Universidad de Fordham. Sus líneas de investigación se enfocan principalmente en teoría de la educación y de la democracia en el contexto de la filosofía contemporánea europea y latinoamericana. Se trata de un texto inédito traducido por Jorge Laplace. Como podremos constatar, el trabajo de Haddad permite contextualizar muchas de las cuestiones ético-políticas que se abordan en “Esa extraña institución llamada literatura”, y si bien el autor no trata directamente con el problema de la literatura ni con las obras literarias, en cambio, abordará de lleno la estructura performativa de lo ‘institucional’. De ahí que la temática educativa que analiza en “Fundaciones políticas y derecho a la filosofía” reenvíe suplementariamente a la cuestión de la literatura moderna que, como se desprende de una primera lectura de la entrevista de Attridge a Derrida señalada más arriba, siempre pone en escena la fundación de la cosa institucional, pero de forma tal que la fundación institucional de la literatura nunca podrá acabar subsumida en el sentido normativo de un institucional imperio de la ley sino que siempre será arrastrada por un exceso anterior al imperio de la ley. Momento performativo de la escena de la fundación literaria cuyo sentido se inclinaría por la vía torcida de parodiar la ley; la literatura como parodia sin imperio; retórica de la ironía, pero de una ironía que nunca habrá sido puramente privada (Richard Rorty) sino que política de cabo a rabo, esto es, pública, ironía pública, juridicidad irónica, institucionalidad ficticia: “La ley de la literatura tiende, en principio, a desafiar o anular la ley” (“Esa extraña institución…”, en este volumen).

Haddad publicó años atrás un libro que anticipaba ciertas premisas sobre las que posteriormente abordará la dimensión éti-co-política de las instituciones educativas en la desconstrucción: Derrida and the Inheritance of Democracy (2013) es un trabajo sobre el problema de la democracia, que toma en cuenta la dependencia del ‘por venir’ respecto a la ‘herencia’ de la tradición democrática, de una ‘herencia’ cuyas implicancias testamentarias sobrepasan el valor contable del legado de las soberanías populares; herencia aneconómica, si se prefiere, que sella la letra de la fundación política con el peso mesiánico de las promesas democráticas. De esta manera, la democracia se presenta como una palanca cuya memoria empuja en un mismo sentido que la literatura moderna: hacia un porvenir cuya espera habrá rebasado, en el empuje mismo de su apalancamiento aneconómico, la tributación de cualquier valor pasado o futuro que pudiera comparecer ante la escena de poder de un sujeto soberano; acaso sea esta la escena del Pueblo o del Autor. Cuando menos esta es nuestra interpretación contable del reenvío a la literatura que se gatilla desde la reflexión sobre el porvenir de la herencia democrática en Haddad. En cualquier caso, y en esto nos retrotraemos a Derrida, literatura y democracia, con todo su exceso aneconómico, negocian su partida y su contrapartida sin necesidad de otro punto de equilibrio que el de la autofundación, ya sea como ‘derecho a decirlo todo’ o como ‘derecho al secreto’:

La institución de la literatura reconoce, en principio o por esencia, el derecho de decirlo todo o de no decir diciendo, por tanto, el derecho al secreto exhibido. La literatura es libre. Debería serlo. Su libertad es también la que promete una democracia. (Derrida 2003, 347)

Podríamos decir que literatura y democracia se estrechan en una trama donde la escena de las instituciones soberanas desea refundarse como ‘derecho a decirlo todo’ o ‘derecho al secreto’. La puesta en obra de la autofundación que desarrolla Haddad en “Fundaciones políticas y derecho a la filosofía”, especialmente en cuanto al tratamiento del sí (soi, Self, ipseidad, autos) de la autofundación, debe inscribirse en el contexto de una escena institucional y aquí la educación jugará su parte. Porque el ensayo de Samir trata sobre la inscripción de la educación en una escena de poder que desea refundarse, ante la ley del otro, como institución democrática. En esta perspectiva, es responsabilidad de la educación acoger el exceso extrainstitucional en el espacio mismo de la escena institucional, con el propósito de relanzar, en cada lección, la promesa democrática, precisamente ahí, en las viejas escenas del poder, donde la estrechez del rigor academicista se termina por asemejar aquí o allá a una disposición natural a la autocensura. Por lo mismo, la refundación de las instituciones exigirá levantar contrainstituciones en su propio seno, momento en que Haddad destaca el importantísimo rol de las ‘comunidades de interpretación’ y, particularmente, la tensa pero necesaria interacción entre las ‘comunidades estrechas’ (intrauniversitarias, solemnes, civilizadas) y las ‘comunidades amplias’ (extrauniversitarias, callejeras, canallas) en el decurso de una trayectoria refundacional.

III

Martin Hägglund es un filósofo sueco ligado a la deconstrucción y que se encuentra radicado desde hace más de una década en Estados Unidos (Universidad de Yale). Entre sus publicaciones se destacan los libros Radical Atheism (2008); Dying for Time (2012) y This Life (2019). De Hägglund se podría decir que es un autor polémico. A partir de Radical Atheism, un texto cuyas principales tesis iban dirigidas contra la “radical theology” de John D. Caputo, las reacciones más tempranas, no obstante, provinieron del mundo de la teoría literaria (Derek Attridge) y de la teoría política (Ernesto Laclau). No precisamente para discutir una posición literaria o política (aunque estas reacciones se muevan en dicha dirección), sino para cuestionar la opción de Hägglund por disociar la deconstrucción del motivo ético-levinasiano de la responsabilidad (Attridge) así como por rechazar el motivo psicoanalítico-lacaniano del deseo (Laclau). A partir de entonces los debates no se van a detener (con Caputo, por cierto, pero también con Michael Naas, Samir Haddad y Adrian Johnston, entre otros). Nosotros, si pudiéramos consignar en pocas palabras los argumentos de aquellos autores, diríamos que le han reprochado presentar tesis sobre la deconstrucción, traicionando la impronta de una escritura que en Derrida se suponía ‘esencialmente’ atética. Ahora bien, decimos esencialmente entre comillas, con cierta ironía, pues sus detractores pasan por alto la necesaria infidelidad al legado sin la cual no hay porvenir del legado (fidèle infidélité). En Hägglund, la fidelidad a esta vida (this life), en el sentido de una ‘confesión secular’ inscrita en la escena de la escritura -en la línea de Min kamp de Karl Ove Knausgård, obra y autor con los cuales el filósofo sueco mantiene una afinidad insos-layable-, le ha exigido pagar el precio de una hostilidad, diríamos, ya no tanto a la memoria de Derrida como hacia los ‘legatarios’ –de la deconstrucción, el psicoanálisis e incluso del populismo.

Hägglund es actualmente Profesor y Director del Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale, empero, su producción no se confunde con el ‘Círculo de Yale’ o, si se prefiere, con el estilo en que Paul de Man o J. Hillis Miller desarrollaron su manera de relacionarse con las obras literarias y con la lengua inglesa. No obstante, más allá de los ricos debates representados por ese ‘círculo vicioso’,4 la cuestión de la sobrevivencia siempre obsesiona la especulación sobre la literatura y la filosofía en Hägglund, como si, en uno de sus reflejos, retornara el espectro fundacional de la deconstrucción americana, representado en su momento por el ensayo “Living on/borderlines”5 –texto clave del fundamental Deconstruction and Criticism (1979). Así, lo que Hägglund titula como ‘Deseo ligante’6 es una manera de nombrar la supervivencia del deseo autobiográfico en la literatura y la filosofía, poniendo especial énfasis en el cómo de esta supervivencia a partir de la lectura de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, La señora Dalloway de Virginia Woolf, Ada (o del ardor) de Nabokov y La tarjeta postal de Jacques Derrida. Se dirá que el deseo ligante es narcisista de punta a cabo, lo que es cierto, pero esto no es más que reconocer que no hay sobrevivencia ni responsabilidad sin sujeto de la ligazón; un sujeto que para sobrevivir debe acoger al otro en esta vida, que para decidir debe responder ante el otro en esta vida. A propósito de la obsesión con la primera persona singular, en un diálogo con Jean Birnbaum poco antes de morir, Derrida señalaba que “aprender a vivir es siempre narcisista”. Y nos gustaría citar un fragmento donde el filósofo desarrolla brevemente esta idea, pues la cuestión del narcisismo rondará la singularidad del “Deseo ligante” así como la generalidad de estas Escenas de escritura:

[…] uno quiere vivir tanto como sea posible, salvarse, perseverar y cultivar todas estas cosas que, infinitamente más grandes y poderosas que uno mismo, forman parte, sin embargo, de este pequeño ‘yo’ al que desbordan por todos lados. Pedirme que renuncie a lo que me formó, a lo que tanto amé, a lo que fue mi ley, es pedirme que muera. En esta fidelidad hay una especie de instinto de conversación. (Derrida 2006, 27-28)

He aquí una tesis, una posición que asumiremos sin culpa: el narcisismo derridiano es fiel a la supervivencia de esta vida. En este sentido, el ‘deseo ligante’, que es una manera en que el filósofo sueco determina la supervivencia, debe comprenderse por lo que en el autor es representado como ‘interpretación cronolibidinal’. Esta clave hermenéutica se basa en las notas asociadas al concepto de cronolibido, palabra que refleja la marca del deseo (libido) en el tiempo (kronos) del ser viviente. Para Hägglund se trata de un deseo sui generis, que fractura la estructura temporal del viviente, que produce en la temporalización del viviente la cicatriz de la diferencia constitutiva. En la interpretación cronolibidinal, el presente vivo está desquiciado por un pasado al cual el sujeto llega ‘demasiado tarde’ y un futuro que siempre acontece ‘demasiado pronto’. Vistas las cosas así, en Hägglund el ‘deseo ligante’ también habrá sido una manera de referirse a lo que Derrida llamó ‘la différance’.

Pero “Deseo ligante” también es un ensayo que supone una interpretación del psicoanálisis. Esto Hägglund lo desarrolla con mayor profundidad en el capítulo IV de Dying for Time (cf., “Reading” en Hägglund 2012, 110-145). Por un lado, basándose en “Le facteur de la vérité” de J.D., el concepto de cronolibido implica la deconstrucción del deseo tal como había sido entendido por Lacan, a saber, como deseo (désir) de plenitud, donde el gozo (jouissance) vendría a representar la saturación de ese deseo en una experiencia límite. Por otro lado, lo cronolibidinal, basándose en “Spéculer - sur ‘Freud’” conlleva la deconstrucción de la economía libidinal tal como la había desarrollado Freud, donde la vida se defendía de la muerte mediante un sin fin de rodeos. En este sentido, el ‘deseo ligante’ de Hägglund liga la vida y la muerte en el marco de lo que Derrida había leído en Freud como economía bindinal (o estrictural).

En general, a lo largo de Dying for Time el concepto de cronolibido le permite a Hägglund exponer una aproximación a la desconstrucción en tanto experiencia narcisista de la lectura y la escritura; una experiencia que encuentra su fuerza en ‘los dramas del deseo’ del sujeto en su relación imposible con el otro. Añadiendo, en cualquier caso, la siguiente condición a la pertinencia de estos dramas:

tal como han sido puestos en escena por la filosofía y la literatura.

La interpretación cronolibidinal es ella misma la performatividad de un deseo ligante, de un deseo que restringe la filosofía y la literatura a cierta escena de escritura autobiográfica.

IV

No simplemente qué sino cómo escribir, dice Diamela Eltit (novelista, ensayista, columnista, profesora en la Universidad Técnica Metropolitana y en la Universidad de Nueva York, Premio Nacional de Literatura en 2018). Cómo escribir, imaginamos, una literatura de subalternos sin someter el habla a las vanidades del autor; cómo encarnar la alteridad en una escritura no sublimada por los formatos del logocentrismo europeo; cómo exponer la dramática escena de la desigualdad chilena y latinoamericana sin reproducir acríticamente los enclaves coloniales de la lengua española. Y si bien la novela ha representado el dispositivo por excelencia donde la autora ha elaborado su estética, su política y su poética de sujetos subalternos, probablemente sea en el ensayo donde tal vez encontremos la instancia de una escritura cuyo cómo se haya aproximado más a la clase de ‘deseo’ que Derrida habría llamado ‘autobiográfico’7y por el que nosotros nos desvelamos–.

El texto titulado “Escritura, trama y deseo” de Diamela Eltit que se incluye en este libro, corresponde a una conferencia que la autora impartió el 11 de octubre de 2018 en la Universidad de California, Berkeley. Se trata de una conferencia elaborada en un estilo ensayístico, donde la autora repasa el modo en que literatura y vida se van estrechando en la experiencia de su devenir escritora. En ella, Eltit —a partir de una condensada muestra de su concepción de la escritura como trabajo sobre la letra— nos cuenta cómo en la brecha que fractura la trama de la letra convive el deseo y la materia de su escritura (narrativa, ciertamente, pero también su ensayística). Aquí hay mucho para pensar. No interrogaremos el destino y la errancia de la letra en Diamela Eltit, aunque todo en ella, en la destinerrancia de la letra, nos haga pensar en una concepción de la literatura como exigencia material de un camino sin retorno a (antipsicológico, antisolipsista, antiidealista). La letra eltitiana, pues, como perturbación poética, estética y política de las vanidades del autor; apertura a una composición estratégica sobre el habla del otro; instancia de ‘fuga’, ‘despilfarro’, ‘placer’ y ‘adicción’. Por de pronto, atendamos aquí más bien a la brecha, que la autora compara con el acontecer de un ‘tiempo otro’ o ‘eterno presente’ que corroe la banalidad ‘del cotidiano’.

Experiencia límite es para Eltit la escritura como oficio, semejante a una adicción, y, ciertamente, el ensayo que presentamos en estas Escenas de escritura compone su trama en torno a las brechas que marcan el paso, el ritmo de una vida que se va consagrando materialmente al deseo de escritura y de libro. Brechas que no pueden provenir sino de una escena radicalmente distinta a la vida (lo decimos en sentido artaudiano), incluso cuando esta escena es el lugar de una adolescencia temprana, rememorada como instancia de una revelación fundamental: “Por quién doblan las campanas es un libro sobre la muerte”, señalaba la autora en una entrevista con Laura Galarza, a propósito de su despertar precoz a la literatura a través de Hemingway (y otros). Cuestión que en “Escritura, trama y deseo” también aborda: “la novela de Hemingway ingresó como asombro, como descubrimiento, en el sentido más literal de la palabra”. Y la enfermedad, esa experiencia limítrofe entre la vida y la muerte, juega también aquí su parte, habiendo preparado tempranamente las condiciones del asombro, como una grieta que pulveriza la niñez, que suspende la estable cotidianeidad que disfrutan las trayectorias superfluas.

En la última sección del ensayo, la autora se enfoca en una serie de cuestiones de suma importancia en torno a su vínculo con la memoria de uno de los pueblos originarios que fueron allanados y devastados a lo largo de los intensos procesos de modernización republicana que tuvieron lugar en el Chile del siglo XX. Sin entrar en los detalles que los lectores y lectoras podrán evidenciar en el texto de la escritora, no queremos dejar pasar la oportunidad de mencionar que en su última sección se gatilla un reenvío a una serie de cuestiones publicadas en 2016 bajo el título Réplicas. Escritos sobre literatura, arte y política. Por eso detengámonos brevemente en Réplicas, libro ensayístico, organizado en siete secciones, siete parérgones representados por figuras provenientes del mundo animal (murciélago, huemul, nutria, erizo marino, martín pescador) y vegetal (canelo, ciruelillo). Estos encabezados, si bien enmarcan las secciones, no cumplen una función simplemente ornamental, sino que hilvanan la trama, el ‘hilo conductor’ de las Réplicas. Corresponden, pues, a fragmentos de un trabajo de investigación antropológica que Eltit y Óscar Aguilera llevaron a cabo a comienzo de los años ochenta, que buscaba conformar un léxico del Pueblo Kawésqar y cuyos resultados fueron publicados en 1986 en la revista Trilogía 10.6 de la Universidad Tecnológica Metropolitana. Ahora bien, el rol fundamental de Diamela Eltit en esa investigación, según el testimonio que la propia autora ofrece en otro lugar, corresponde a un trabajo de ‘interpretación de las hablas’.

Interpretación de las hablas: he aquí una poética de la lectura. La encontramos cifrada, por ejemplo, en la sección final de Réplicas que se titula “El Martín pescador”, y cuya presentación corresponde a un relato de Carlos Renchi Sotomayor (C’akuól), grabado y transcrito en tres partes. La fonética original de este relato es representada por significantes que, en principio, no tienen sentido en la lengua española, advirtiéndose desde ya que su transcripción es imposible de asimilar para quien no posee conocimiento de la lengua en la que Carlos Renchi se comunicaba en esas sesiones de grabación: “kuosá kérksta-jeké har jefesekté/ jerkuór-sektael aeskousk>ák kuo cepás-jeké” (Eltit 2016, 341). Traspasando ya la primera barrera lingüística, su traducción literal al español se leerá así: “y; después pescado+s coger comer/ destrozar también, así ese matar+s. dim” (341). A partir de aquí, y todavía desbordados por la falta de sentido, Eltit propone la siguiente interpretación de esos significantes: “Y coge los pescaditos, los come destrozándolos, así los mata”. Parte del relato de Carlos Renchi, que en otras circunstancias podría haberse reducido a significantes castellanos despojados de sentido, arriba entonces al suelo de una interpretación solidaria con el arribante. Como es sabido, es evidente el riesgo de fracaso que se corre en toda traducción, no obstante, resalta la cuidadosa alteración de la letra implicada en el trabajo de interpretación, que debe atravesar las resistencias propias del significante. Traducir la lengua kawésqar es una tarea imposible. Implica representar el sentido de un mensaje que forma parte de un mundo en proceso de desaparición: mundos nómades cuyo transcurrir de las noches y los días no pertenece a la historicidad occidental. Por eso siempre se vuelve necesaria una traducción más justa, pero al mismo tiempo, más riesgosa, pues ninguna letra podría agotar los sentidos del habla de un pueblo que resiste al sentido del traductor, y nada ni nadie habrá podido garantizar la posibilidad de una nueva violencia en la traducción que se desea hospitalaria con el habla subalterna.8 Porque la escritura, por cierto, puede movilizar una hostilidad absoluta. En esta perspectiva, podemos asumir que la obra de Diamela Eltit ha transcurrido a lo largo de estos años en un espacio literario que es muy difícil de habitar sin ejercer la violencia sobre el otro y con razón la autora se ha referido en ocasiones al vértigo de la escritura.

Tal vez pueda entenderse este vértigo en el trabajo de invocar las hablas marginales que azotan la letra desde la vanguardia de territorios ocupados por el espectro colonial de la lengua española.

V

Héctor Hernández Montecinos es muchas cosas. Profesor de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, poeta, editor, gestor cultural, también fue reconocido con el Premio Pablo Neruda el año 2009. Pero él también es un investigador orientado a la estética y la literatura (doctorando en la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad de Chile). Entre sus últimos trabajos, destacamos la exhaustiva edición de las entrevistas de Raúl Zurita en Un mar de piedras (2018) así como dos grandes textos en clave autobiográfica de su autoría que son Buenas noches luciérnagas (2018) y Los nombres propios (2019).

“El siglo XXII no nos recordará”, dice Hernández en “La poesía chilena soy yo”, texto que se incluye en estas Escenas de escritura y que se aproxima a un trabajo de autointerpretación, consignado por un autor que es un individuo, un cuerpo de carne y hueso, pero también una institución ficticia: HH. Pero antes de referirme al mencionado texto, me permitiré recordar la única vez que escuché recitar en vivo a Hernández Montecinos. Fue durante el año 2008 en un evento organizado en la Carnicería Punk. Asistí porque en ese entonces era un tallerista en los cursos de escritura de Diego Ramírez. Ramírez había leído algunos fragmentos de Brian, el nombre de mi país en llamas y creo que esa noche Hernández recitó fragmentos de “La interpretación de mis sueños”. Nunca he cruzado palabra con el poeta, pero esa noche del 2008, mientras las cervezas corrían, en algún momento de la noche comenzó recitando algo que escuché y que se aproximaba a algo así:

Un libro no compila más que las noches/ en las que uno dejó de vivir y escribió/ como si se tratara de convertir todas esas horas/ en una pequeña caja fuerte para el futuro/ donde ni los sorprendentes currículos,/ ni todas las publicaciones o traducciones en el extranjero/ tengan espacio ni mayor valor que el polvo/ como igualmente resultan ser el orgullo y la propiedad. (Hernández Montecinos 2009, 155)

La cita en cuestión pertenecía a una plaquette del 2008 que luego reapareció en Debajo de la lengua (2009). Recuerdo a Hernández Montecinos leyendo un libro menor, diminuto y mi recuerdo no debe ser falso pues efectivamente tiene que haberse tratado de la plaquette de la “Interpretación de mis sueños”. Se ha dicho mucho sobre la impronta autobiográfica de la Traumdeutung —de hecho Freud expone la lógica inconsciente de los sueños interpretando los suyos— y sucede que Hernández Montecinos reescribe con una mano la Traumdeutung reescribiéndose a sí mismo con la otra en la Traumdeutung. Ahora bien, se dirá que la “Interpretación de mis sueños” es un título “narcisista”, y lo es; sin embargo, la estrategia autobiográfica de la “Interpretación” no implica necesariamente la postulación de un Yo soberano a su vez inmune a la herida narcisista. A veces el ‘yo’ no es el Yo de un Rey absolutista sino el último reducto en el lenguaje contra el impulso que se dirige hacia una identificación totalitaria con el otro.

Por ejemplo, ¿quién es el ‘yo’ de “La poesía chilena soy yo”? Es sin duda, Héctor Hernández, pero Héctor Hernández como institución ficticia: “HH”. Ahora bien, ese ‘yo’ también es una flor narcótica que crece en lo que HH ha llamado en otras obras el “Jardín Codificado”. Tal vez “HH” sea en sí mismo una flor narcótica envenenando y enfermando la función soberana del Yo en la historia general de la palabra. Por ejemplo, del Yo de Neruda, el Self de Whitman pero también el Ego de Descartes. Entiéndase, el ‘yo’ es también la devastación irónica del ‘Yo’, un otro yo en el Yo, su peste (en sentido artaudiano), el extraño doble del Yo que, resistiendo a las simplificaciones identitarias, se desliza con peligrosidad hacia lo que Gayle Salamon, en otro contexto, ha llamado ‘procesos de identificación canalla’:

Sudaka y Marika. Me leo. Me llama en su paradoja. Sudaka en Sudamérica y marika como el más y como el menos. Una identidad, pienso. Me escabullo de la trampa, del código de los barrotes, del catálogo de igualdades […] Escribir es ser otro, otres, otredades, todos, ninguno. Alguien lucha para que perdamos juntos. Hablo en […] España contra todo centro, contra toda idea de cultura, contra toda identidad. Desde ahí me reconozco sudaka y marika. La identidad, como el pueblo, no es sino que ocurre. (“La poesía chilena soy yo”, en este volumen)

Vuelvo al narciso y la narcosis. Porque es cierto que existen libros que se reducen a una mera forma de monumentalizar la flor narcisista del autor. Sin embargo, en la obra del poeta el deseo autobiográfico se ha cargado de un irrespeto tal hacia el libro-mo-numento que la flor se quema en el preciso momento en que el autor debiera florecer. En el ‘Desierto de la Ceniza’ la escena de su economía general:

El Desierto de la Ceniza son millones de libros que han sido quemados por el Sol Negro Cuando los ojos iluminan y encienden es el Fuego Paralelo el que convierte los árboles árboles árboles en una blanca tierra sembrada con olvidos y recuerdos sabiendo que tanto el recuerdo y el olvido son una misma flor con la que sacian la sed los que no saben la diferencia entre una lengua y una mano y que se convertirán en la misma ceniza que guarda este lugar desde la noche de la invención de la escritura Este es el Desierto de la Ceniza habitado por nadie pero lleno de toda la literatura. (Hernández 2014. La cursiva es mía)

Más allá del Yo, con mayúscula, el deseo autobiográfico también es goce en la devastación del Sujeto. HH se sacrifica en cada florecimiento de sí, se derrocha, se ofrece, se consume, se envenena y se marchita como el que más, sólo para volver a florecer como yo en una nueva reescritura del Yo. El autor se suicida literalmente, es decir, en la letra, para que el cuerpo tome la palabra. Pero el cuerpo sólo puede tomar la palabra literalmente, es decir, en la letra. No hay muerte absoluta en este ‘suicidio’ sino lo que HH llama ‘conversión’. ‘Conversión’ es el suicidio de la literatura del Sujeto, de la literatura como casa (oikos) del Yo: “Nunca entres a una casa que no es tuya porque nunca podrás volver a salir Antes debes incendiarla con el Fuego Paralelo que es pura conversión y jamás muerte” (2014, 104). Prendado por la conversión, el autor entonces sobrevivirá al holocausto del ‘Fuego paralelo’, pero sobrevivirá como alucinación secular en la escena de la reescritura.9

En estas Escenas de escritura se incluye un texto fragmentario, compuesto por 20 cajitas, denominado “La poesía chilena soy yo”, que no es exactamente La poesía chilena soy yo que fuera publicada en Cochabamba el 2007 ni en Montevideo el 2010 ni en Chile el 2014 en el contexto de [coma], pero que en cierto modo sí lo es en la medida que se anuda con las cuatro escenas de reescritura que componen La poesía chilena soy yo:

* “SIMAS DE PACCHA MAMMA. Reescritura de Canto General de Pablo Neruda”;

* “CHILE ES EL NOMBRE DE MI PADRE. Reescritura del Poema de Chile de Gabriela Mistral”;

* “LA ÚLTIMA LUZ DEL LUTO. Reescritura de U de Pablo de Rokha”;

* “LA GRAN VISIÓN DE LOS SIETE CIELOS GRAMATICALES. Reescritura de Altazor de Vicente Huidobro”.

Evidentemente, en “La poesía chilena soy yo” el lector encontrará una “conversión” de La poesía chilena soy yo, pero también una lectura de las propias conversiones de “HH”. Es lo que me parece encontrar en la invocación del esquema de los cuatro elementos de Empédocles a propósito de los cuatro elementos fundamentales que compondrían el ‘organismo viviente’ de la poesía chilena. Así, en “La poesía chilena soy yo”, Neruda es el agua, Mistral es la tierra, De Rokha es el fuego y Huidobro es el aire; a lo que Héctor propone la siguiente combinatoria: “Mistral (Tierra) y De Rokha (Fuego)” para imaginar la espectralidad de Chile, “un país de muertos que hablan y caminan”; mientras que “Neruda (Agua) y Huidobro (Aire)” se juntan para imaginar la locura de un mundo “que baila hacia su cadáver”.

No me extenderé más sobre la manera en que habría que interpretar la voluntad testamentaria del poeta. Ni mencionaré nada de la alergia anti-academicista de HH (que no coincide con la voluntad más moderada de Héctor Hernández Montecinos). No me referiré aquí a la contrapartida que posee esa alergia (en la última cima del anti-academicismo no se encuentra otra cosa que la más honda sima ultra-académica). Friedrich Nietzsche decía al comienzo de la Genealogía de la moral que para desentrañar los aforismos se necesitaba desarrollar un “arte de la interpretación”: “Un aforismo, si ha sido vertido y grabado como es debido, no se ‘descifra’ con leerlo hasta el final; más bien, ha de comenzar entonces su interpretación” (2003, 63). Héctor Hernández Montecinos tal vez nos ha obsequiado en “La poesía chilena soy yo”, en un gesto cercano a una de las facetas de Nietzsche, un arte de la interpretación con el cual desentrañar las delicadas ‘cajitas’ de ese extraño parásito narcisista del que habla HH. Para abrirlas sin romperlas.

VI

Gayle Salamon es profesora en el Programa de Género y Estudios de Sexualidad de la Universidad de Princeton. En estas Escenas de escritura se incluye “Justificación y método queer (o abandonar la filosofía)”, ensayo traducido por Daniela Alegría. En este escrito, la autora —a partir de tres episodios que tienen en común el desconcierto como desenlace— aborda el problema de la ‘justificación’ de sí en la vida cotidiana, en la vida académica y en la vida teórica.

Pero propio de la violencia es su autojustificación. Más allá de la razón por la que se autojustifica el más fuerte, quizá como razón por venir, habrá acontecido la justicia. Mientras tanto, en el más acá, podríamos decir que lo otro, lo irrepresentable, lo que no se justifica por sí mismo, es llamado a comparecer ante la economía de la violencia de la razón que dice: “dime por qué eres así, justifícate ante mí”. El otro, que no responde, que no puede dar cuenta de sí mismo por ser otro, es obligado a dejarse justificar por la razón del más fuerte mediante representaciones frente a las que nunca tuvo voz ni voto. Así, al justificarse ante la ley del soberano, el otro queda cancelado, en el peor de los casos, cocinado y digerido. Esta es también, por cierto, la experiencia inaugural que obliga al cuerpo a responder ante la ley del género y ningún cuerpo habrá sido inmune a esta sensación sentida de la violencia de la ley del género. Frente a esto Salamon pone en escena la metodología de una violencia menor.

Pensemos la experiencia del género ‘crítica literaria’. Salamon destaca, por ejemplo, una cita en la que Terry Eagleton afirma, diríamos nosotros que amparado en la ‘razón del más fuerte’, a cierta corriente de la crítica literaria actual, que parte de lo que el autor inglés considera como el sinsentido de mezclar la teoría queer con la fenomenología. NADA tendrían en común la una con la otra. Género deshecho, la crítica literaria sería, pues, un disparate total al mezclar la rigurosidad de la fenomenología y la distensión de la queer theory, porque para Eagleton el problema es que la conjunción teoría queer-fenomenología no estaría suficientemente justificada en el género de la crítica literaria, especialmente por el lado de la teoría queer. Esta sería una teoría carente de autojustificación, teoría ficticia, sin el rigor ni la estrechez requerida por el discurso del método, parodia de la justificación, ruina del género crítico, mala escritura, oscurecedora de la ilustrísima dimensión crítica de la crítica literaria.

En el ensayo que aquí presentamos Salamon se refiere a tres exigencias de justificación: biográfica (“¿Qué eres?”); teórica (“¿Qué tienen en común la teoría queer y la fenomenología?”); laboral (“¿Acaso un violador o un asesino en serie no usan también la razón para justificar su comportamiento?”). Lo queer, ya sea en el terreno biográfico, laboral o teórico, no puede estar marginado de una exigencia de justificación que supone entonces la centralidad de las cuestiones de índole metodológica. Para Salamon no se trata de rehuir la exigencia de la justificación sino de encontrar en esta exigencia el sentido de una reapropiación crítica, ya no de las identidades (identities) sino más bien de las posibilidades políticas abiertas por las ‘identificaciones canallas’ (rogue identifications) que las desbordan. Porque para Salamon, la teoría queer es también una forma de responder a la violencia de la teoría asumiendo críticamente la violencia de la teoría, invirtiéndola, torciéndola, inscribiéndola en el seno de una violencia menor que se desvía de la autojustificación tradicional, que se desvía de la ‘razón del más fuerte’, reprogramando los procesos de teorización que dan lugar a las peores violencias de la teoría.

Muy importante es señalar que, a diferencia de las tematizaciones ligadas a la ‘muerte del sujeto’ que caracterizaron la escena de la escritura posestructuralista, en la obra de Gayle Salamon encontramos una propuesta que no se desentiende del sujeto, sino que lo redefine desde la óptica de ‘una multiplicidad políglota de voces’ (a polyglot multiplicity of voices), que inscribe la autojustificación en una escena radicalmente heterogénea. Y remitimos aquí a su primer libro, Assuming a Body: Transgender and Rhetorics of Materiality (2010), donde la autora esboza su aproximación políglota a la experiencia del cuerpo transgénero, lo que ella llama ‘felt sense’, a saber, la ‘sensación sentida’ o el ‘significado sentido’ del cuerpo transgénero, desde una triple perspectiva: psicoanalítica/fenomenológica/queer.

En el ensayo que aquí presentamos, y tal como Salamon autodefine su proyecto teórico, próximo a la retórica y la sofística que Platón condenase en sus Diálogos, la metodología queer es un trabajo sobre sí mismx: una metodología políglota, heterogénea, plural, en la medida que la filosofía de tinte más tradicional y metafísico se relaciona con un vocifero monótono, un querer-decir, o si se prefiere, una voluntad de apropiación y homogeneización de las diferencias que tensionan al propio sujeto. El pensamiento de Salamon, más allá del antiplatonismo, representa un cierto ‘adiós a la filosofía’ entre paréntesis,

(ADIÓS A LA FILOSOFÍA)

adiós sólo a una forma de hacer filosofía, pues Gayle Salamon nunca habrá abandonado el legado de cierta herencia fenomenológica (especialmente la vinculada a la obra de Maurice Merleau-Ponty). En “Justificación y método queer” Gayle Salamon ha delineado la impronta de un proyecto de pensamiento que hoy en día se puede enmarcar dentro de un movimiento que ha comenzado a cavar profundamente en la red que enlaza la teoría queer a la teoría feminista pero también a la teoría de las prisiones y de la tortura, a la teoría de la raza y la postcolonialidad. Nos referimos a la critical phenomenology, que hoy por hoy encuentra en el trabajo de las filósofas Lisa Guenther, Sara Ahmed, Gail Weiss y Ann V. Murphy, además de la misma Salamon, sus más importantes exponentes.

VII

Filósofo que desde hace años imparte docencia en la Facultad de Artes y en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, Sergio Rojas es un autor tan prolífico como pocos hay en el ámbito de la filosofía chilena. Confesaré que el 2005 tuve la suerte de asistir como alumno al módulo sobre Literatura Neobarroca I que entonces Rojas impartía en la extinta Universidad ARCIS, y lo confieso por la sencilla razón de que autores como Severo Sarduy, Salvador Elizondo, y, por cierto, Diamela Eltit, habían sido hasta ese momento para mí desconocidos. Fueron varias las generaciones de estudiantes que ante esas lecciones descubrieron una nueva imagen de las letras hispanoamericanas y tal vez la única cosa interesante de este rodeo narcisista sea que buena parte de lo que Sergio Rojas expuso en esa época iba a terminar decantándose en la investigación doctoral que fue publicada cinco años después como Escritura neobarroca: temporalidad y cuerpo significante (2010). Gran reflexión filosófica sobre la literatura latinoamericana y también europea. Y podría seguir destacando tantos otros títulos del autor, por ejemplo, Materiales para una historia de la subjetividad (1999); El problema de la historia en la filosofía crítica de Kant (2008); Catástrofe y trascendencia en la narrativa de Diamela Eltit (2012); Escribir el mal: literatura y violencia en América Latina (2017). En cualquier caso, si bien no es completa, tengo la necesidad de evocar esta lista porque, en cierto modo, cada uno de los títulos mencionados anticipa motivos que van a rondar la trama de “Narrar desde el olvido”, ensayo inédito de Sergio Rojas que se presenta en estas Escenas de escritura.

El pivote de “Narrar desde el olvido” es la literatura chilena contemporánea, particularmente, el caso de Estrella distante y Nocturno de Chile de Roberto Bolaño y La dimensión desconocida de Nona Fernández. El ensayo en cuestión presupone una reflexión acerca de la narrativa del tiempo, y en ella, otra reflexión sobre los relatos que comienzan a proliferar tras el derrumbe de la Historia con H mayúscula.10 Impera en este contexto la impronta de una posterioridad sobre la que gravita el presente, cuestión que, en el contexto de una entrevista que Rojas mantuvo con Franco Presce en 2018, se inscribe en trabajos fundamentales de la literatura contemporéanea como es el caso de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño:

Esto es lo que hace de Los detectives salvajes, más allá de los juicios de admiración, una gran novela: pareciera que algo tremendo se cumple en esta, algo que, por lo mismo, ya no es posible reemprender. No es descamisado pensarla como una novela postapocalíptica: todo en ella sucede después, que es como decir que todo en ella ya sucedió. Nos encontramos en ella después de los crímenes, después de la literatura, después del entusiasmo. No existe el futuro, solo el pasado. Sin embargo, nunca sabemos con total certeza qué fue lo que sucedió. (Presce 2018, 169)

Según Rojas, tras ‘la catástrofe’, que tal vez sea el mejor sinómico para el siglo XX, el presente comienza a cargar el peso de un ‘después’ que le arrebata el ‘futuro’ como horizonte de progreso en clave iluminista. En términos de la institución filosófica, por ejemplo, el diagnóstico de Rojas ha exigido de sí pensar el después de la época de Kant y el después del derrumbe del hilo conductor de la así llamada Filosofía de la Historia. De ahí que, como muy bien señala Presce, comience a detectarse no tanto un relevo sino una desviación, una oscilación desde las categorías de la ‘estética de lo sublime’, que de hecho marcaron la etapa en la que Rojas se ocupó de pensar la ‘escritura neobarroca’, hacia lo que Presce describe como la “necesidad de hablar de lo tremendo”. Una necesidad que surge precisamente del peso del después sobre la experiencia del tiempo y que entonces encarrila la reflexión del filósofo antofagastino en la vía de ‘lo contemporáneo’:

La condición contemporánea de la literatura no consiste propiamente en un período cronológico ni en determinadas características formales o estilísticas de la escritura. Lo contemporáneo implica justamente una crisis de la periodización historiográfica cuando el pasado reciente, donde se esperaban encontrar las claves de comprensión del presente, no se cierra como período, no llega a constituirse como unidad de sentido. (“Narrar desde el olvido”, en este volumen)

Lo que comienza mostrando “Narrar desde el olvido” es que la crisis de la Historia va asociada a la multiplicación de relatos menores en torno a un pasado irrecuperable, pero determinante para la clausura del presente. En este contexto, señala Rojas, la narrativa chilena contemporánea se ha comenzado a volcar, sin perjuicio de sus irreductibles matices, en un ejercicio de recuperación de un ámbito que había sido olvidado por los grandes registros de la

Historia: lo cotidiano. Pues bien, se trata, de una cotidianeidad pretérita que sólo puede ser narrada por la literatura contemporánea haciendo pagar al presente el precio de lo que podríamos describir como un duelo interminable. Si la Historia ofrecía el registro del pasado bajo cierto criterio de objetividad y de unidad de sentido para reconciliarse con el presente, Rojas mostrará en cambio que la literatura contemporánea se ha decantado por multiplicar —sin criterio unificador— los sentidos de un pasado que no se puede reconciliar con el presente, sino que lo estremecerá desde sus profundidades tectónicas, empalmando el presente de una mezcla de ‘intensidad’ y de ‘incerteza’.

Se vuelve importante detenernos en la manera en que Rojas articula lo cotidiano con lo tremendo. Lo tremendo para el autor es lo que estremece al presente, lo que marca la subjetividad contemporánea con el pathos de la intensidad y de la incerteza. La metáfora de las profundidades tectónicas puede ser pertinente para recalcar la especificidad de esta noción que, como habíamos señalado más arriba, comienza a desplazar en los últimos trabajos del autor la primacía de las categorías de la ‘estética de lo sublime’. En palabras de Rojas: “Es como si la experiencia nos enviara hacia una realidad que está siempre temblando, y pienso que nuestra idea presente de totalidad […] está internamente relacionada con esa experiencia del paradigma que tiembla” (Presce 2018, 161). Y es que, a diferencia de lo sublime, lo tremendo no se identifica con lo excepcional ni con la trascendencia de un ‘más allá’ sino que se aproxima a lo cotidiano y la gravedad perturbadora del ‘más acá’. A nuestro juicio, ‘lo tremendo’ sobre lo que habla Rojas apunta a una experiencia posiluminista pero también posromántica: arruina el sentido de un progreso de la Historia al mismo tiempo que neutraliza la vigencia de categorías tales como ‘genio’ o ‘espíritu’. Lo tremendo, a diferencia de la excepcionalidad de lo sublime, marca un ritmo repetitivo en la experiencia del cotidiano y aquí tal vez la naturaleza tectónica de la metáfora sísmica no agote el sentido de una noción que Rojas asocia al mismo tiempo a una materialidad desnaturalizada por la técnica (cf., 159-172).

Volviendo a “Narrar desde el olvido”, en el caso de la literatura contemporánea chilena, la puesta en escena de lo tremendo en Roberto Bolaño y Nona Fernández es reflexionada por Rojas a partir de los intentos de contar lo cotidiano de la vida en dictadura. Una cotidianeidad constreñida por el recurso de los aparatos de seguridad a la crueldad. Si se nos permite una digresión, esta perversión de lo cotidiano que moviliza la experiencia de lo tremendo nos reenvía a los sucesos acaecidos en Chile con posterioridad al 18 de octubre de 2019: en cuestión de días y horas, amparado en un comienzo por la excepcionalidad del Estado de Emergencia decretado por Sebastián Piñera, retornando con la normalización de la represión ‘no letal’ de las semanas posteriores, el espectro de lo que parecía haberse esfumado en un pasado irrecuperable reaparece intensamente en las plazas, en las calles y grandes avenidas, en los consultorios y en los pasajes de las poblaciones, en las comisarías, en los subterráneos de una estación de metro y en las bodegas de centros comerciales, supermercados e industrias manufactureras. Las obras de Roberto Bolaño y Nona Fernández que interpelan a Rojas en “Narrar desde el olvido” guardan relación con lo tremendo de una catástrofe que no se circunscribe al Golpe Militar de 1973 sino que se expande a lo que vino después, a saber, los 17 años de vida en dictadura (y por qué no agregar, los 30 años de vida en post-dictadura). Ahora bien, lo que la literatura da para pensar a la filosofía a partir de la problemática de la narración de las “circunstancias del dolor”, dice el autor, es que, dada la singularidad absoluta de las experiencias de represión y desaparición, éstas nunca podrán ser representadas en el archivo colectivo de la Historia.11

Ciertamente, por el carácter irrepresentable de dichas experiencias, éstas no pueden ser recuperadas como recuerdos y estarán, bajo la lógica de la Historia con H mayúscula, destinadas al olvido. Sin embargo, quedarán las perturbadoras huellas de la desaparición, que siguen removiendo las placas tectónicas sobre las que se levantan los cimientos de lo que el filósofo chileno denomina ‘lo actual’. Si lo contemporáneo de la literatura chilena es para Rojas su capacidad política de poner en escena el anacronismo de la actualidad postdictatorial y neoliberal, entonces, deberíamos dejarnos interpelar por lo que esa la literatura contemporánea dice del pasado que retorna, como el espectro de una pulsión (de lo) irrepresentable, en la actualidad de la Historia General.

VIII

Se incluye en estas Escenas de escritura el trabajo titulado “Ensayos de terror. Del Sade de Bataille al Céline de Sollers” de Silvia Schwarzböck. Schwarzböck es profesora titular en la Universidad de Buenos Aires y su trabajo se ha desarrollado sobre lo que diríamos son cuatro coordenadas: la política, la estética, la literatura y la cinematografía. Destaco las que hasta el momento han sido sus obras más importantes: Adorno y lo político (2008); Los espantos. Estética y postdictadura (2016); Los monstruos más fríos. Estética después del cine (2017). La filósofa también ha traducido obras de Immanuel Kant, Carl Schmitt y Theodor Adorno y es autora de múltiples ensayos que ha venido publicando desde hace más de diez años.

En un primer momento, el pensamiento que ha desarrollado Schwarzböck podría definirse como una ‘dialéctica abierta’, término al que, por ejemplo, recurre constantemente en su libro-te-sis-doctoral, Adorno y lo político (cf. 2008, 17-18). Dialéctica abierta expresa el sentido de una dialéctica que fluye de la apertura a una contingencia que “afecta tanto al pasado como al futuro”, en oposición a la ‘dialéctica cerrada’, que deriva de la resignación ante la necesidad que clausura el pasado en el presente. Esta distinción puede llegar a ser bastante instructiva, en la medida que lo que Schwarzböck señaló entonces como ‘dialéctica cerrada’ permite enmarcar, por ejemplo, la época de la filosofía de Hegel y de Marx (siglo XIX) en oposición a los esfuerzos, generados principalmente a partir de la primera posguerra europea, por redefinir la dialéctica más allá de la clausura de lo negativo en lo Absoluto (siglo XX). Así, lo que la autora llama dialéctica abierta comprende efectivamente la dialéctica negativa que Theodor Adorno desarrolló en su debida época, pero también algo distinto: en el marco de la escritura de la autora, el esfuerzo de singularización en la lengua española, una dialéctica menos alemana, aunque sí más latinoamericana. Y aún así, la dialéctica abierta seguirá comprendiéndose en la obra de la filósofa como algo distinto, porque más allá de la trama de las letras latinoamericanas, esta dialéctica también habrá comprendido un esfuerzo por desmontar cinematográficamente las imágenes representadas por el lenguaje positivo, y por eso, la dialéctica abierta también habrá sido más o menos Godardiana, más o menos Hitchcockiana. De ahí que, sobre el suelo de dicha dialéctica abierta, Schwarzböck también pueda plantear la posibilidad de pensar en los términos de un “adornismo sin Adorno” (cf. 2017, 245-249).

En cualquier caso, la clave de la dialéctica abierta que la autora ha llevado a cabo en sus escritos radica en el recurso estratégico al ‘lenguaje negativo’ como herramienta de combate al ‘lenguaje positivo’. En este sentido, una obra inconclusa y póstuma como Teoría estética (1970) cobra más relevancia que Dialéctica negativa (1966) en la trayectoria a través de la cual la dialéctica abierta se singulariza en la escritura de Silvia Schwarzböck. Aquí “Los ensayos de terror” no son una excepción a la estrategia general de la autora. El problema del ‘terror’ tematizado en “Los ensayos de terror” exige una introducción estética a su género (el ‘género de terror’), de la misma manera que, en la que hasta ahora ha sido la más importante obra de la filósofa, la tematización de la postdictadura argentina exigía una introducción por la estética a sus ‘espantos’:

Los espantos, por pertenecer al género de terror, piden a la estética ser leídos. Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello de ella que se vuelve presentable, en lugar de irrepresentable, como postdictadura: la victoria de su proyecto económico/ la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias/ la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible. (Schwarzböck 2016, 23)

El terror, así como los espantos, claman que se los interprete como la expresión de un lenguaje negativo. Aquel, al igual que estos, expresan la verdad. Y lo que Schwarzböck nombra como el terror y los espantos son verdaderos porque el contexto social en el que yacen es efectivamente falso. Falsa es la sociedad argentina que se legitimó tras el fin de la Dictadura Militar como democracia. Falsa es la democracia argentina de la postdictadura neoliberal. Esa es la verdad que expresan negativamente los espantos tras su interpretación estética. Algo análogo ocurre en “Los ensayos de terror”, aunque aquí el lenguaje negativo además es enriquecido con el recurso estético-cinematográfico a la ‘Medusa’ (el gran mito del terror en Occidente) y el ‘escudo-espejo’ (la clave interpretativa de las representaciones del terror). Como podrá comprobar el lector, lo que expresa el terror es la falsedad de la sociedad francesa de la segunda posguerra. Falsa es la sociedad francesa y también las sociedades europeas que emergieron tras los pactos económico-cí-vico-militares de la Guerra Fría, al amparo de la política exterior de Estados Unidos. Verdadero es el trasfondo catastrófico sobre el cual estos pactos nada democráticos se llevaron a cabo: el exterminio, los campos de concentración. Verdadero es lo que este trasfondo catastrófico expresa negativamente: la ausencia de una sociedad emancipada. Falso es representar como una victoria de la soberanía popular europea los pactos que han dado lugar a la instauración de una sociedad cosificada tras la posguerra. Pero nada de esta operación de la dialéctica abierta podría entenderse asimismo sin el recurso a la estética cinematográfica del ‘escudo-espejo’ y de la ‘Medusa’ para descifrar el lenguaje negativo de los problemas planteados en “Los ensayos de terror”, porque falsa es la representación del terror que el siglo XX se ha dado, así como tan verdadero es el trasfondo negativo de esa representación.

¿Pero exactamente qué entiende Schwarzböck por ‘lenguaje negativo’? Un lenguaje de la ‘no identidad’, que no se puede representar teoréticamente. Un lenguaje donde aquello ‘no idéntico’ que se expresa como indicio de la verdad no puede subordinarse al concepto, o si se nos permite, no puede representarse de forma clara y distinta en el ‘lenguaje positivo’ de la identidad. Por ello, el lenguaje negativo es un asunto que compete al desciframiento estético y es indisociable de la obra de arte.12 Así, en Los espantos (2016), su interpretación guarda relación con un momento de la historia argentina (la postdictadura) que permite ser interpretada a partir de la asunción de lo terrorífico en cierta literatura y cinematografía.13 Ahora bien, cuando en “Los ensayos de terror” Schwarzböck afirma que el Marqués de Sade y Louis-Ferdinand Céline —dos nombres de la institución literaria francesa, dos escritores de ficción— no son autores del siglo XX o para el siglo XX sino que ellos son el siglo XX, está remarcando, desde la estética, los indicios verdaderos que las obras de estos autores de literatura consignan en lenguaje negativo, remarcando el potencial impugnador de estas literaturas frente la totalidad sobre la que se cierra el lenguaje positivo del siglo XX.

No dejemos de recordar que el siglo XX es el gran siglo de la devastación, de las guerras, las dictaduras, del totalitarismo y los genocidios; pero también es el siglo del espectáculo y de la obscenidad. En un sentido muy cercano a Guy Debord, según deja entrever Schwarzböck, la positividad del lenguaje de los pactos (económicos, militares, civiles), la positividad del lenguaje del Estado guardaría una relación de identidad con la representación espectacular:

el siglo XX no necesita disimular la obscenidad de sus tragedias (todos hemos visto imágenes de los campos de concentración). Por el contrario, a través de su obscenidad disimula lo verdaderamente inconcebible, lo no-idéntico, lo que sólo puede expresarse negativamente. Precisamente por esto, el potencial impugnador que una lectura de Céline y Sade puede ofrecer no está dado, no es positivo, sino que exige un desciframiento estético y una puesta en escena cuidadosa en la compleja escritura estético-política. Tarea de “Los ensayos de terror”, de acuerdo con Schwarzböck, es demostrar que nada de este potencial se identificaría con la representación espectacular y obscena de imágenes de violencia. Así, por ejemplo, contra la más común opinión que ve en la literatura de Sade un antecedente ilustrado del totalitarismo,14 Schwarzböck, a través de la lectura que Bataille hace de Sade, va a profundizar en la siguiente tesis: “Sade no es, para Bataille, un protonazi. Es una víctima (un preso) que, cuando escribe, escribe el discurso de sus verdugos. Los poderosos, a quien él en sus novelas hace hablar, en el mundo empírico callan”. Finalmente, la otra tesis en la que ahondará la autora en estos “Ensayos de terror”, contra el prejuicio de un poderoso segmento de la intelectualidad francesa bienpensante, es la siguiente: “El mundo culpable en el que Céline, para Sollers, es inocente, es el siglo XX. El mundo que habitó Céline (‘el infierno’, ‘un planeta de locos homicidas’) fue nazi, aun cuando se piense a sí mismo, convenientemente, del lado de la Resistencia, del lado de los Aliados, del lado de los Buenos”.

IX

En estas Escenas de escritura presentamos el ensayo “El caso D’Annunzio. Algunas consideraciones estéticas sobre D’Annunzio lector de Nietzsche”, de Rubén Carmine Fasolino. Fasolino es profesor de Estética en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y nos vamos a referir a él como un autor e investigador emergente cuya reflexión se apoya en la asunción de lo impensado que resta en el quiasmo entre deconstrucción derridiana y psicoanálisis lacaniano. Reciéntemente Fasolino ha sido editor de los Espectros de Derrida. Sobre Derrida y psicoanálisis (2020) junto a José Miguel Marinas y José Luis Villacañas.

La cuestión de lo impensado podría servirnos de puerta de entrada a indicios fundamentales de “El caso D’Annunzio”, que, recordemos, es un ensayo sobre D’Annunzio y Nietzsche. Porque lo impensado de la conjunción, la y de la conjunción, anuda una experiencia de lo imposible, y a lo que refería, por ejemplo, el anteriormente impensado quiasmo entre desconstrucción derridiana y psicoanálisis lacaniano era a la imposible relación entre Lacan y Derrida, o si se prefiere, la relación sin relación, la no-relación sexual de Lacan y Derrida. Así, habría que intentar leer, pues, “El caso D’Annunzio” con el cuidado y la entrega que exige una relación imposible.

Ahora bien, para Fasolino, pensar lo imposible exigirá generar yuxtaposiciones sobre más de un legado. De hecho, uno de los legados que marca la impronta de la escritura de Fasolino se inscribe en la senda abierta por Paco Vidarte () en la lengua española y se podría decir que dicha impronta es solidaria de la gravedad de un nombre-nudo de autoría del fallecido pensador: ‘DERRILADACAN’. El título pone en escena una yuxtaposición, o si se prefiere, el programa de un pensamiento basado en la yuxtaposición y que citaré brevemente:

Lo que a mí me interesa es inventarme una relación Lacan/Derrida. Leer, por ejemplo, Joyce le sympthome y Ulysse gramophone a la vez, La ética del psicoanálisis y Psyché o D’un discours qui ne serait pas du semblant y Une certaine possibilité de dire l’évenement. Ponerlos juntos como en Glas se nos propone la imposible contigüidad de Genet y Hegel; o la lacaniana metonimia de Kant con Sade. Yo leo así a Lacan y Derrida desde hace tiempo, yuxtaponiéndolos, dejándolos caer uno al lado del otro, esperando que la metonimia Lacan/ Derida haga surgir inesperados efectos de (sin) sentido. (Vidarte 2007, 106)

En “El caso D’Annunzio” Algunas consideraciones estéticas sobre D’Annunzio lector de Nietzsche”, Fasolino también lleva a cabo una estrategia de yuxtaposiciones, pero en el acto de repetir el legado de Vidarte, a nuestro modo de ver, también ha cortado con él, porque en toda repetición hay pulsión de muerte recortando el nombre-nudo original, aunque generando al mismo tiempo la posibilidad de un nuevo anudamiento. He aquí el trabajo de la muerte en la escritura de los nombres. De modo que la yuxtaposición en la escritura de Fasolino también habrá sido inventiva, productiva, ya sea al interrogar la desconstrucción derridiana y el psicoanálisis lacaniano como al pensar a D’Annunzio con Nietzsche. Sin la menor intención de agotar su alcance, ingresemos entonces en la trama del ensayo del autor.

El título de “El caso D’Annunzio” evoca un clásico de la obra nietzscheana: Der Fall Wagner (1889) o El caso Wagner. Repitiendo a Nietzsche, Fasolino abre un expediente en clave biográfica sobre el poeta que comúnmente es asociado a los fundamentos espirituales del fascismo italiano —cuestión que no deja de ser sesgada, en la medida que D’Annunzio (1863-1938) también fue un referente para los anarquistas italianos, y en general, para toda la cultura del país nuevo que advino tras la unificación nacional italiana (1848-1870)—. En cualquier caso, esta sólo sería una faceta del poeta italiano, lo que no significa que la faceta fascista de D’Annunzio no sea un tema importante en el ensayo de Rubén Fasolino, sino que lo medular está más bien en el concepto de la faz, en el fascismo como faz15 y en “El caso D’Annunzio” como el expediente donde proliferan las facetas: burgués, artista, decadente, poeta-soldado, esteta-armado, aristócrata, etc. El tratamiento de estas cosas se resume en el complejo fenómeno de la ‘máscara’ (persōna, πρóσωπον, die Maske, mascherare) que Rubén abordará a lo largo de su ensayo, cuyo título es también la expresión de un enmascaramiento: la faz de Wagner va a quedar borrada y enmascarada por la faz de D’Annunzio, justo ahí, en la escena de El caso…. Fasolino recorta a Wagner para inventar una yuxtaposición en el subtítulo “D’Annunzio lector de Nietzsche”. Y esto se debe, como el lector podría evaluar, a que hay otra representación de D’Annunzio que Fasolino está buscando yuxtaponer al lado del D’Annunzio fascista. Una más próxima al ‘comediante dionisíaco’, que se ríe de sus máscaras, demasiado despersonalizadas como para asumir seriamente la identificación con alguna de ellas. Cuando Fasolino afirma de il vate que “en el fondo, cree ser aquel que dice ser” porque no puede asumir “el destino de la despersonalización para llegar a ser lo que se es” es decir, lo que Nietzsche describió como el nihilismo europeo, el autor está describiendo el núcleo de un profundo problema his-tórico-estético-político.

Así, el autor de “El caso D’Annunzio” pondrá en escena el esbozo de una desconstrucción de la lógica de los enmascaramientos del poeta italiano, especialmente a partir de la faceta de esteta-armado. A través de Nietzsche, Fasolino busca poner a D’Annunzio contra una faceta de sí mismo: la que se identifica con Wagner, la que opuso a Wagner contra Nietzsche a favor de Wagner, en síntesis, la máscara d’annuziana que se identifica demasiado seriamente con la faceta del artista total, el encantador de masas; del héroe nacional que pasa de la palabra a la acción como poeta-soldado en medio de un mundo en ruinas y que excluye de sí la risa que despersonaliza todo proceso de identificación. D’Annunzio se enmascara de viril soldado para tapar lo que Fasolino afirma es la faceta del “artista consumido de la décadence”.

Pero si al fin y al cabo lo que expone la risa del comediante dionisíaco es que la identidad es una ilusión, ¿desde cuál máscara d’annunziana Fasolino desplazará la hegemonía del enmascaramiento fascista de D’Annunzio sin repetir la sustancialización de su faz? Aquí entra en escena la faceta burguesa del poeta-soldado, que no es cualquier faceta:

Podemos aventurar que este es el límite de D’Annunzio —y de muchos otros—: no querer reconocer que en la naturaleza del artista y del poeta late también el burgués que ‘goza’ de su pluralidad de máscaras, de uno de los rasgos más típicos de la modernidad: la oscilación de un comercio íntimo y de un intercambio de máscaras que no tiene fin. (“El caso D’Annunzio…”, en este volumen)

El expediente biográfico que nos muestra “El caso D’Annunzio” desliza indicios de un burgués que se ha vuelto decadente al renegar de su condición burguesa. Se juegan aquí importantes yuxtaposiciones, condensadas por lo que Fasolino enuncia —al final de su ensayo y especialmente en la nota al pie n.º 29— como el “allanamiento de todo recurso simbólico”, que mucho tiene que ver con el diagnóstico de Heidegger así como con la comprensión que el autor lleva a cabo en torno al psicoanálisis lacaniano. De un Lacan yuxtapuesto con Heidegger a propósito de la estructura del Discurso del Capitalista: aquel que, sustituyendo al Discurso del Amo, pervierte el recurso simbólico, excluyendo de la cadena significante la determinación de la verdad y con ello el lugar donde pudiera inscribirse el Nombre del Padre. La faceta del burgués que esconde D’Annunzio es entonces una clave fundamental, no sólo porque el Discurso del Capitalista enmascara el rostro de la época ‘tardo-mo-derna’, sino también porque constriñe “aquello que somos todos nosotros en cada caso”.

X.

Podría ser que el diario de vida como literatura permita que los exiliados del mundo se aproximen a la reinvención de sus hablas proscritas, subvirtiendo en este esfuerzo de sobrevivencia la familiaridad del lenguaje nacional. O cuando menos, sea esta una manera de interrogar el siguiente trabajo de Marc Crépon que lleva por título “Sobrevivir a la pérdida del mundo”, ensayo en torno a los diarios de vida de Günther Anders traducido por Verónica González y Javier Agüero.

Marc Crépon es un filósofo francés, profesor y director de investigación en el Centre national de la recherche scientifique (CNRS) así como profesor y director del Departamento de Filosofía de l’École normale supérieure de París (ENS). Su obra es realmente prolífica, pues hasta el momento ha publicado casi una veintena de títulos de los cuales destacaremos: Nietzsche: l’art et la politique de l’avenir (2003); La culture de la peur. Démocratie, identité, sécurité (2008) La Vocation de l’écriture. La littérature et la philosophie à l’épreuve de la violence (2014). A pesar de la relevancia que su obra tiene en las investigaciones de filosofía y literatura contemporáneas, sigue siendo poco conocido en el mundo hispanoamericano, aunque recientemente se han publicados dos libros de Crépon bajo los títulos de La cultura del miedo I. Democracia, identidad, seguridad (2019) y La cultura del miedo II. La guerra de las civilizaciones (2019), ambos traducidos por Javier Agüero. Con todo, recomendamos tener en cuenta la entrevista que González y Agüero le hicieron a Crépon el 10 de noviembre de 2015 en París, luego publicada bajo el título “Democracia, hospitalidad y violencia. Entrevista con Marc Crépon”,16 a cuyos principales tópicos nos referiremos a continuación.

Es importante tener en cuenta que el trabajo de Crépon podría ser dividido en tres ejes: a) “la democracia y la cultura del miedo”; b) “la democracia y la hospitalidad” y c) “el vínculo entre política, violencia y lenguaje”. De hecho, en “Sobrevivir a la pérdida del mundo” Crépon lee los diarios de Anders trabajando esos tres ejes: i) el exilio tensiona la capacidad hospitalaria de las democracias, ii) el exiliado sufre la cultura del miedo en la forma de la xenofobia,

iii) el exiliado vive la experiencia de la palabra como una instancia de radical impotencia ahí donde sea que llegue. Ahora bien, aquí el ‘exiliado’ no es sólo un sujeto empírico, sino que al mismo tiempo una figura que expresa tal vez la impronta fundamental de la condición humana contemporánea. Por decirlo de algún modo, en la época del nihilismo, especialmente tras los significativos acontecimientos consignados con los nombres de ‘Auschwitz’ y ‘Hiroshima’, hoy por hoy, nada ni nadie se habrá podido sustraer a la condición de lo que Nietzsche llamó en su momento la Heimatlosigkeit y que Crépon desarrolla aquí como la ‘pérdida del mundo’.

La inmigración, por ejemplo, singulariza el exilio fundamental de la condición humana. Al intentar cobrar sentido en la palabra, la tormentosa experiencia de la inmigración produce subjetividad. Y el origen de esta subjetividad generará una serie de consecuencias en el decurso de la existencia que es necesario sopesar. El inmigrante torna explícito un hecho fundamental de la génesis de la subjetividad: que en el acceso a la palabra hay que pagar un alto precio; esto es, padecer la violencia, la coacción y la fuerza del lenguaje nacional. Sin embargo, Crépon señala la necesidad de instigar la liberación de la experiencia de la palabra de ese constreñimiento violento, remarcando, mediante una operación de desligazón en lo otrora enlazado, la heterogeneidedad irreductible entre violencia y lenguaje. Lo que, en nuetra interpretación, se traduce en el efecto de perforación de las murallas que circundan los mecanismos de defensa de la soberanía democrática. Perforando como un parásito estos mecanismos de defensa, mediante la liberación del poder disruptor de la responsabilidad, la justicia y la hospitalidad en la juntura misma de la violencia y el lenguaje. Y ese parasitismo explosivo en la trama de la soberanía democrática, como trabajo no-violento de justicia, hospitalidad y responsabilidad, señalaría lo que Crépon deja expresar mediante el concepto de ‘contra-palabra’:

Estoy convencido de que otra democracia supone la invención de una contra-palabra. Hoy en día es tan difícil expresarse sobre la cuestión del extranjero, sobre la cuestión de la acogida a los refugiados, y tenemos necesidad de inventar una contra-palabra, por ejemplo, en torno a la cuestión de la inmigración. (Gónzalez y Agüero 2016, 228)

Para Crépon, la democracia representaría ya no solo un régimen político, sino además la oportunidad de una ética cuyo imperativo habrá sido inventar la contrapalabra, frente a cada circunstancia en que la acogida del inmigrante fracasa por la violencia que excluye al otro del lenguaje. Cercano en esto a cierto Lévinas, la contra-palabra no sería así una violencia menor en contra de la violencia peor, sino lo que en el lenguaje es contrario a la violencia. Ella obligaría a verbalizar la acogida del otro. Ella obligaría como un mandato que viene de la necesidad de justicia y hospitalidad. La contra-palabra, cuya razón de ser radica en suspender el anudamiento de la violencia y el lenguaje, se liga así al porvenir de la democracia.

Como había señalado, el motivo de “Sobrevivir a la pérdida del mundo” tiene que ver con la reflexión que Crépon lleva a cabo en torno a la experiencia del exilio como eje central de la condición humana a partir de los diarios de Günther Anders (1902-1992), publicado en francés bajo el título Journaux de l’exil et du retour (2012). Y así comienza Crépon:

La condición humana es el exilio perpetuo de todos los posibles, del que la vida organiza la borradura misma. Ella hace de cada uno el sobreviviente de lo que habría podido ser y realizar, de todas las trayectorias que no habrá recorrido, de todas las formas de vida que no habrá compartido. (“Sobrevivir a la pérdida del mundo”, en este volumen)

El exilio, entonces, como ‘pérdida del mundo’ que marca la impronta de la condición humana en general, que posiciona la humanidad bajo la signatura espectral del ‘sobreviviente’, es decir, que determina la subjetividad contemporánea de cada uno como imposibilidad de recuperar el mundo ya perdido. Particularmente, Anders, autor de los Journaux y de otras obras como La obsolescencia del hombre, El piloto de Hiroshima o Nosotros, los hijos de Eichmann, describe en primerísima persona una experiencia inaugural de la subjetividad contemporánea. De modo que tengamos presente cuestiones de índole biográfica como su origen judeo-polaco, la formación filosófica en la Alemania de Husserl y Arendt, que es también la Alemania de Hitler y Heidegger, la persecución antisemita y su posterior huida a Francia y Estados Unidos en los años treinta, el retorno a Europa en los cincuenta, la visita a Auschwitz en la posguerra. El migrante, el refugiado y la experiencia del exilio se escriben en los Journaux en primerísima primera persona, donde se relata lo que significó para Anders abandonar su comunidad de origen, que de pronto fue exterminada, arrasada, para luego llegar a lugares que nunca vuelven a significar una verdadera comunidad.

Dice Crépon que “el exiliado no está en condiciones de reconocer como suyo el mundo donde ha llegado, ni tampoco este mundo lo reconoce como perteneciente ni le ofrece los signos que podrían permitírselo” (“Sobrevivir a la pérdida del mundo”, en este volumen). Nos gustaría subrayar cómo el ensayo introduce el motivo del ‘tartamudeo’ para explicar la violencia de esta doble impotencia. Nos permitimos citar aquí un fragmento de los Journaux de G. Anders que a su vez Crépon cita en su “Sobrevivir a la pérdida del mundo”

Aquel que tartamudea es, en adelante, clasificado en un rango de lenguaje inferior por su entorno, el que no tiene el tiempo de buscar las razones de ello ni de tomarlas en cuenta. Este proceso, de hecho, no es solamente doloroso, tampoco únicamente humillante; él está realmente cargado de consecuencias funestas […] Desde el instante en que hemos sido salvados, haciéndonos exiliar, corremos el riesgo de caer en un nivel de lengua inferior y de volvernos tartamudos. (“Sobrevivir a la pérdida del mundo”, en este volumen)

El tartamudeo que constriñe a migrantes y refugiados condiciona el peso con el que cae sobre ellos el rigor de la violencia excluyente del lenguaje nacional, sea cual sea el lenguaje nacional en cuestión. No está demás recordar aquí y ahora la reacción del Gobierno de Chile con la comunidad haitiana a través de la implementación del Plan de Retorno Voluntario (2018). Situaciones de semejante injusticia activan la necesidad imperativa de la contra-palabra como arte de extender las fronteras de la hospitalidad y la justicia. La lectura que Crépon hace de los Journaux de Anders nos muestran indicios del potencial político de ligar el deseo autobiográfico a la institución de la literatura, especialmente cuando el sujeto de la confesión secular es vulnerable a los violentos mecanismos de defensa de un demos alérgico a la alteridad.

XI

La escena de familia habrá extraviado la trayectoria original del deseo autobiográfico. Este, volviéndose inhóspito al abrigo de lo doméstico, se expone a la alteración de sí; el autos deviene hete-ro-gráfico y el bios deviene tanato-gráfico. Por su irremediable finitud, la escena de familia obliga al deseo autobiográfico a disimularse en lo póstumo y testamentario. Nace así la necesidad de instituirse un poco más acá o un poco más allá de la ficción. La familia, por supuesto, no saldrá indemne; en algunos casos se le hará pagar el costo de la literatura. Ha sido el caso, por ejemplo, de Mi lucha de Knausgård. Más allá del principio de placer también es uno de esos textos donde una escena de familia entra en crisis al inscribir el deseo autobiográfico en el dilema mismo de la sucesión hereditaria. En dicha escena leída por Derrida, se exponía la especulación freudiana a una alteración de sí, a un más allá del PP (pépe, el abuelo), desconstruyéndose a sí misma en la mímesis usurpadora de un fort:da infantil, a saber, en la repetición del juego del nieto de Freud, el pequeño Ernest, que retornaba en La tarjeta postal como restancia, exapropiación y atesis. En dicha interpretación de Freud, particularmente en la sección titulada como “Spéculer sur Freud”, Derrida se refería al efecto que producía este devenir atético de la escritura tética como auto-hetero-bio-tanato-grafía. Pues bien, autoheterobiotanatográfica es la escena sobre la que se inscribe la “Carta al Padre” de Franz Kafka, texto que Avital Ronell comenta minuciosamente en “El buen perdedor. Kafka envía una carta al Padre”, traducido por Eva Monardes. Se trata de un texto cuyo decurso transcurre esencialmente en el ir y venir de una escena postal.

Avital Ronell es una reconocida filósofa y profesora de Alemán y de Literatura Comparada en la Universidad de Nueva York. Siempre fiel a más de uno (plus d’un), Ronell podría ser descrita como una escritora políglota y babélica, siempre que estos conceptos nos permitan retener algo del acontecimiento devastador que inaugura la reflexión sobre la palabra que sobrevive como un motivo interminable en su obra. Fiel, por ejemplo, a más de un habla en la lengua materna, en el Prefacio a Reinas de la noche (2012b) la autora señalaba que en el legado de dicha lengua confluía “una combinación de hebreo, alemán y derridiano” (2012b, 8). A esto nos hemos querido referir con políglota y babélica, que definen la extraña impronta de la lengua materna en Ronell. Ahora bien, si fuera lícito intentar una descripción suplementaria, diríamos que su pensamiento se nutre de varias lenguas (alemana, francesa, inglesa), de varios autores (Goethe, Hölderlin, Kleist, Nietzsche, Kafka, Freud, Heidegger, Flaubert, Derrida, Lyotard, Kojeve, Lacan), de varias disciplinas (filosofía, literatura, psicoanálisis, yoga), de varios temas (SIDA, la telecomunicación, el racismo, el feminismo, la política norteamericana) pero seguiríamos quedando cortos describiendo cada una de estas variaciones, cada una reanudándose a una diversidad de registros que se ponen en escena: comentario, ensayo, confesión, entrevista, diálogos, siempre acompañados de un particular sentido del humor. De su mano podría destacar las siguientes obras: The Telephone Book: Technology— Schizophrenia—Electric Speech (1989); Crack Wars: Literature, Addiction, Mania (1992); Finitude’s Score: Essays for the End of the Millennium; Fighting Theory: In Conversation with Anne Dufourmantelle (2010); Complaint: Grievance among Friends (2018). A decir verdad, esta lista de títulos también se queda corta.17 “El buen perdedor” que presentamos en estas Escenas de escritura es un ensayo que originalmente corresponde al capítulo cuatro de Loser Sons. Politics and Authority (2012) y su motivo es indisociable de una escena de familia donde el protagonista es el hijo perdedor (loser son). En “El buen perdedor” Avital Ronell nos ofrece una lectura que pone énfasis en la experiencia del poder que atraviesa la escena de escritura como allanamiento del hijo por la fuerza de la institución familiar, allanamiento en sentido llano, aplanador, que empequeñece al hijo, que retrotrae al sujeto que escribe a su infancia. Una experiencia del poder sin autoridad, o más bien, de una experiencia del poder que expulsa la autoridad hacia un afuera, ahí, “donde sea que el ahí se encuentre”, dice Ronell al comienzo de su ensayo, donde el espectro del Padre sobrevive, se engrandece y manda con rigor inédito sobre el hijo.

Ahora bien, el hijo perdedor es una figura peligrosa, complicada, y en nuestra lectura, hay dos maneras de aproximarse a ella.

En primer lugar, desde el sentido común, loser son es el hijo de sexo masculino que se desautoriza frente al Padre al defraudar el legado familiar. Por ejemplo, en “Carta al Padre” de Franz Kafka, texto que Ronell comenta en “El buen perdedor”, el personaje Franz cumple la función de loser son en la medida que se desautoriza frente a su padre Hermann, negándose a contraer matrimonio y administrar los negocios familiares, aunque —cuestión no menor— Franz se haya desautorizado con la intención de poder escribir. Porque desautorizarse es también hacerse poderoso en la escritura, con el precio que ello implica: el devenir infante, incluso el devenir animal, particularmente parásito y destructor del legado familiar. Así, señala Ronell: “Los hijos perdedores que convoco son perdedores incluso cuando ganan” (2012, 2). En realidad, hasta el más exitoso hijo podrá ser un hijo perdedor, en la medida que la condición de loser son no pasa tanto por el éxito o el fracaso del hijo sino por una determinada posición frente al guardián del legado familiar: el Padre. Así, el hijo perdedor de Ronell asumiría lo que Pablo Oyarzún ha llamado acertadamente como el ‘pathos’ de la posición ‘contra-dinástica’.18 Aquí el alcance filosófico del hijo perdedor radica en que es perdedor porque no ha podido fundar una ontología ni continuar el legado de otra.

Hay otra manera de aproximarse a la figura del hijo perdedor y es la que Avital Ronell desarrolla propiamente en la Introducción de Loser Sons.19 Esta aproximación ocurre, digamos, en las cloacas de la posición contra-dinástica. En este contexto, la autora describe al loser son como una figura que intenta evadir la experiencia de la castración, que la vive no como un paso necesario para la adultez sino como una vivencia insoportable de desmasculinización. De hecho, Losers Sons tiene que ver, en gran medida, con la ‘agresión masculinista’ que siempre puede esperarse de un hijo perdedor. Ciertamente se parece mucho a lo que representa la figura del burgués (tal vez el loser son sea esencialmente un burgués) que pervierte la posición del Amo en el Discurso del Capitalista (Lacan). En rigor, el hijo perdedor quiere ser Amo, pero rechaza asumir la heteronomía de la escena familiar; desea salir de la infancia sin pagar el precio de someterse al Nombre del Padre.

En ciertos casos, como el de Kafka, el hijo perdedor rechaza al Padre asociándose con la Madre. De hecho, la autora analizará lo que en cierto momento de “Carta al Padre” es el gesto de Franz por autodefinirse a partir de la línea materna (Julie Löwy) para divergir de Hermann, divergiendo como un Löwy: “soy un Löwy”. En este sentido, la paradoja de los hijos perdedores como Franz es el rechazo del tormento anterior, pero bajo una estrategia autodestructiva: cuando el hijo perdedor se resiste a ser derrotado por el Padre, resiste gozando de la autoderrota. Una autoderrota del hijo perdedor que al mismo tiempo es también la victoria de la Madre. Aunque se trate de una Madre tan ficticia como el Padre:20

Por lo general, Madre solamente intensifica el poder del padre al esconderse en recintos de protección –ella funciona como un anzuelo que atrae a los niños para que el Padre pueda acercarse a ellos. Ella es la trampa y el tropiezo del niño, capaz únicamente de instalar nuevos y mejorados registros de ambivalencia. El niño supone que ha encontrado refugio, pero la Madre luego resulta ser, simplemente, otra máscara del Padre. (“El buen perdedor…”, en este volumen)

Para Ronell, quien nunca tuvo con Lacan los problemas que Derrida sí, el hijo perdedor se refugia en un gozo (jouissance) sin rodeos. Y de hecho sabemos por Lacan (Seminario 17) que la Madre es indisociable de un pensamiento del gozo y de la castración. Evadiendo la castración, cegándose entonces como Edipo por haber accedido sin límites a la Madre, la práctica política de los loser sons estremece porque toda acción que pongan en escena siempre tiene una impronta ambigua, megalomaníaca y suicida a la vez. Y de hecho, en la lista de loser sons que Ronell convoca desfilan personajes como Mohammed Atta, Osama bin Laden y George W. Bush Jr. Según la autora, el motivo de la escritura de Loser Sons habrá tenido que ver con una disposición muy marcada en los Estados Unidos, que exige cierta sensibilidad psicoanalítica: la de “infantilizarse a sí mismo” (2012, 15). Por cierto, remarquemos que esta disposición no es exclusiva del país norteamericano. Más bien, se trata de una disposición extendida a todo el universo neoliberal. Para bien y para mal, el imperativo del gozo que rige en el neoliberalismo no podría tener lugar sin la corrosión de las viejas instituciones patriarcales. El explosivo ascenso y caída de la Familia Piñera-Morel sólo es posible en esta escena. La evidente posición de loser son de Sebastián Piñera con posterioridad al 18 de octubre de 2019 no viene más que a confirmar algo que desde la década de los sesenta y setenta se manifestaba en la relación con su hermano José Piñera y que se tradujo, como es amplio conocimiento, en su devenir empresario y político megalómano. Pero no nos engañemos, esta tendencia a la infantilización de los loser sons de la que habla Ronell también irrumpe cuando Carabineros asume el resguado de la seguridad pública como un juego (“Hola jóvenes, los saluda el zorrillo”) y, particularmente, bajo ciertos rasgos de la estética de la Primera Línea, movilizada por las figuras heróicas de los cómics y de los videojuegos provenientes del neoliberalismo asiático y norteamericano.

Retomando el hilo del texto de Avital Ronell, diremos que los loser sons habrán tenido en común el hecho de que sólo experimentarán la más profunda auto-afirmación en la más intensa autoagresión pero también en la más intensa agresión del otro, ya sea como destrucción del recurso simbólico pero también destrucción real del otro, a partir de la multiplicación de representaciones imaginarias en la que el otro tiene cabida sólo como enemigo: “Los hijos perdedores necesitan y se alimentan de una noción simplificada de enemistad [enmity]” (5). Los lectores y lectoras tendrán la responsabilidad de meditar, pues, sobre todos esos hijos perdedores que hoy por hoy movilizan el discurso de la guerra guerra económica, civil, guerra contra el terrorismo y últimamente contra la pandemia).

Por últimos, quisiéramos hacer una salvedad con una subcategoría de los hijos perdedores: el buen perdedor (the good loser), que se distingue de las versiones más destructivas de la figura del hijo perdedor. El buen perdedor, al igual que los cantantes de blues (blues singers), dice la autora, es un “tipo noble de perdedor” (noble type of loser) que se distingue de la práctica explosiva de los sore losers (que es un concepto difícil de traducir, que tiene algo de resentido, pero también de enojado, adolorido, herido). El sore loser es el hijo perdedor que no pudo sublimar su aflicción (grief) y en esto se distingue el buen perdedor del resto de los perdedores: como un artista, como los cantantes de blues, sublima su auto-destructivi-dad. La puede sublimar en la música, así como en la literatura. En todo caso, para Ronell, de todos esos nobles perdedores, el mejor de todos habrá sido Franz Kafka: “Kafka es tal vez el mejor de los hijos perdedores en mi retrato grupal”, agregando además que era “el más consciente, el de mayor auto-control” y que sus “inscripciones posiblemente fueron las menos violentas” de las dejadas tras de sí por otros loser sons (cf. Ronell 2012, 3).

Damos por finalizada la introducción a estas Escenas de escritura.

SANTIAGO, ENERO DE 2020

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1 No quisiéramos dejar de remitir, en este sentido, a un artículo tan clarificador sobre este complejo asunto: “La anarquía del noema. Jacques Derrida y la generalidad del phainesthai” de Iván Trujillo publicado en Eikasia. Revista de Filosofía 83 (2018): 67-100.

2 Cf. Carlos Contreras Gualas, Jacques Derrida. Márgenes ético-políticos de la desconstrucción (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2010) y “Literatura y derecho en Jacques Derrida”, Ideas y Valores 62, n.° 152 (2013): 95-110.

3 Léase Políticas de la amistad (Madrid: Trotta, 1998) o Canallas (Madrid: Trotta, 2005) al hilo de las modulaciones acerca del derecho y la literatura en “Esa extraña institución llamada literatura”.

4 Remito a “El círculo de Yale” en Julián Santos Guerrero, Círculos viciosos. En torno al pensamiento de Jacques Derrida sobre las artes (Madrid: Biblioteca Nueva, 2005).

5 Publicada diferidamente en su versión francesa original bajo el título de “Survivre” en Jacques Derrida, Parages (París: Galilée, 1986).

6 Que corresponde al capítulo final de su Dying for Time: Proust, Woolf, Nabokov (Cambridge: Harvard University Press, 2012) donde el autor ofrece una síntesis de las problemáticas vistas a lo largo de dicha obra, a saber, la cuestión de la memoria en Proust; la cuestión del trauma en Woolf; la cuestión de la escritura en Nabokov y la cuestión de la lectura en Freud, Lacan y Derrida. Dying for Time corresponde a la tercera obra publicada por Hägglund después de Radical Atheism (California: Stanford University Press, 2008) y Kronofobi (Estocolmo: B. O[[ffff]]stlings Bokförlag Symposion, 2002); no obstante, el deseo de este estudio introductorio es recontextualizar las problemáticas que rodean las Escenas de escritura.

7 No dejaremos de reconocer el necesario error en el que caemos al determinar unilateralmente el registro genérico del ensayo como instancia de un deseo autobiográfico, pues tal como señalaba Nelly Richard en Márgenes e Instituciones (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2014), la escritura de Diamela Eltit ya desde Lumpérica (Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco, 1983) muestra un componente transgenérico: biográfico, social y multimedia.

8 La resistencia al sentido de los significantes que impera en la traducción literal reenvía a la escritura de los tres ensayos generales de Lumpérica: “Anal’iza la trama=dura de la piel; la mano prende y la fobia d es/garra” (172). Tratándose de la traducción literal de una performance, como bien testimonian sus intérpretes, a diferencia del deseo que movilizaría a una poética de la hospitalidad, la escena de la escritura de Lumpérica estaba motivada por la hostilidad grafemática al trágico horizonte de sentido de la Dictatura Militar. A lo que se resistía Eltit, en ese entonces, era precisamente a ser interpretada por los aparatos de censura de Pinochet. Sin embargo, habría que preguntarse en qué medida una poética de la hospitalidad es inmune a la esencial hostilidad de la escritura. Una pregunta que nos empujaría a pensar la relación sin relación de la letra eltitiana y la lengua pinochetista. Más allá de esta pregunta, en todo caso, nos gustaría remarcar que podría ser que en esos siete parérgones kawésqar de Réplicas se codifiquen cuestiones todavía impensadas en la propia poética de Diamela Eltit. Poética de la ‘interpretación de las hablas’, literaria y antropológica a la vez, que si bien se decide hostil ante el cruel proceso de devastación de las hablas subalternas, también responde hospitalariamente ante clamor de justicia de ellas mismas, que exigen, desde la marginalidad más desoladora, ser acogidas bajo el espectro de una escritura generalizada.

9 Es sabido por sus lectores que en el decurso de la literatura de Héctor Hernández lo alucinatorio domina la escena. Así, son las metáforas lisérgicas de HH, son los sueños, es la duplicación narcótica de los grandes mitos, los jeroglíficos moviéndose, la escritura que se parece a los sueños: “La escritura no es diferente a los sueños. Un punto medio entre la vida y la muerte” (“La poesía chilena soy yo”, en este volumen).

10 Una hipótesis de Rojas que debería ser puesta en perspectiva. En Chile no se ha dejado de escribir Historia con H mayúscula, a saber, lo que en historiografía se denomina “Historia general”. Remitimos a la obra de Alfredo Jocelyn-Holt o Gabriel Salazar, la que, por cierto, debería ser releída críticamente desde la imposibilidad de seguir escribiendo “Historia general” en Chile.

11 Nos preguntamos cómo sopesar entonces, desde la perspectiva de Rojas, el legado histórico de una obra publicada bajo la autoría de Gabriel Salazar como Voces profundas. Las compañeras y compañeros «de» Villa Grimaldi. Volumen II (Santiago de Chile: LOM, 2017).

12 “Según Teoría estética, de Theodor W. Adorno (publicada en 1970), la obra de arte es capaz de expresar lo verdadero —lo no idéntico— en un lenguaje negativo, no conceptual. Lo no idéntico —lo verdadero— es lo que fuera de la obra de arte está subordinado al concepto. Lo que se expresa en la obra de arte en lenguaje negativo es lo que no puede expresarse en la sociedad: el arte solo es verdadero en una sociedad falsa. Este lenguaje negativo, que toma la forma de una escritura jeroglífica, hace que la obra de arte, por ser tal, necesite siempre de una interpretación filosófica. Por esta concepción de la obra de arte, la estética adorniana es la última estética, hasta el presente, que piensa su objeto en términos de verdad” (Schwarzböck 2016, 21-22. Las cursivas son mías).

13 Por el lado de la literatura, por ejemplo, la obra de Rodolfo Fogwill juega su parte, y por el lado de la cinematografía, La mujer sin cabeza (2008) de Lucrecia Martel.

14 De hecho, este prejuicio también está en la lectura que Adorno y Horkheimer llevaron en Dialéctica de la Ilustración, cuestión que puede ser ejemplar para entender cómo es que Schwarzböck va más allá de Adorno, incluso a veces, como ella misma había planteado en Adorno y lo político (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008), el pensamiento dialéctico va contra Adorno.

15 Y tal vez, implícitamente en los fascios como ligadura de las facetas, como una cierta posición (una tercera posición) ante el fenómeno del enmascaramiento.

16 Verónica González y Javier Agüero, “Democracia, hospitalidad y violencia. Entrevista con Marc Crépon”, Revista de Filosofía 72 (2016): 221-229.

17 Ha sido Mariano López Seonane el responsable de haber dado a conocer, en un primer momento, el trabajo de Avital Ronell (véase Revista Papel Máquina) así como de haber traducido dos de sus libros (Crack Wars [Buenos Aires: Eduntref, 2016] y Pulsión de prueba [Buenos Aires: Interzona, 2008]), así como de otros ensayos publicados bajo el título Reinas de la noche (Santiago de Chile: Palinodia, 2012). Sin embargo, en estas Escenas de escritura la traducción de “El buen perdedor” ha quedado a cargo de Eva Monardes así como su posterior revisión a cargo de Jesús-Mario Lozano.

18 Pablo Oyarzún, “Del poder en Kafka”, en La letra volada (Santiago de Chile: Ediciones UDP, 2009), 212-224.

19 Cf. Avitar Ronell, “Tiers of Childhood and the Defeat of Politics”, en Loser Sons (Champaign: University of Illinois Press, 2012), 1-17.

20 Se abre la posibilidad de pensar, a partir de Ronell, la posición de loser son en la escritura de Patricio Marchant, quien, como es sabido, se preña del gozo que significa autodestinarse en la genealogía de los ‘hijos de la Mistral’. Sugerimos que a partir de la categoría de hijos perdedores habría que analizar en la escena de familia de los ‘hijos de la Mistral’ lo que mueve en Marchant el deseo de fundar cierta ‘desconstrucción latinoamericana’. Evidentemente la figura de “Roberto Torretti” (sin contar la de Hegel, Heidegger, Derrida y Freud) en Sobre árboles y madres cumple la función paterna de un Hermann Kafka, reinscribiendo la problemática del Discurso Universitario en la escena abrahámica de la escritura de Kafka. Ahora bien, nos intriga todavía más la fuerza generalmente ignorada de un padre aún más ausente y determinante, escondido tal vez bajo la máscara del “Roberto Torretti” de Marchant. Nos referimos a una de las figuras paternas de la filosofía en lengua española del siglo XX, figura nociva para las universidades chilenas, según afirma Marchant en un ensayo de 1972: “hemos sufrido la extensa y nefasta influencia de José Ortega y Gasset, y mas de una generación fue (des)formada bajo su alero. Para desplegar la complejidad de esta escena de la escritura de la filosofía en lengua española, que no pretendemos confundir con la “escena de la escritura” a la que Marchant se refirió oblicuamente en su momento, tendríamos que adentrarnos en las cloacas kafkianas sobre las que navega el ‘sentido material de la escritura’, donde se opone dialécticamente, es decir, sobre la huella del Nombre del Padre, un ‘hysterocentrismo’ latinoamericano al ‘logocentrismo europeo’ (véase Sobre árboles y Madres [Buenos Aires: La cebra, 2009] y Escritura y Temblor [Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000]). Dejamos esta cuestión para otro momento.

Escenas de escritura

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