Читать книгу La intimidad del agua - Cristina Godefroid - Страница 15

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En el libro de los seres imaginarios de Borges existe un pequeño relato sobre los ángeles de Swedenborg.

Cuenta Borges que estos ángeles pueden mirar al norte, al sur, al este o al oeste, que siempre verán a Dios cara a cara. Son ante todo teólogos y su deleite mayor es la plegaria y la discusión de problemas espirituales. Las cosas de la Tierra son para ellos símbolos de las cosas del cielo y las apariencias de las cosas cambian según sus estados de ánimo.

—Los trajes de los ángeles resplandecen según su inteligencia.

En el cielo, los objetos, los muebles y las ciudades son más concretos y complejos que los de nuestra Tierra, y los colores más variados y vívidos. Los ángeles de origen inglés propenden a la política, los judíos al comercio de alhajas y los alemanes llevan libros que consultan antes de contestar.

En todos los casos, su mundo está regido por el amor.

—Cada ángel es un cielo, y dos personas que se han amado en la Tierra forman un solo ángel en los cielos de Swedenborg.

Esta última idea me pareció tan extraordinaria que me puse a indagar sobre la posible existencia de estos seres maravillosos. Al principio creí que Swedenborg era el nombre que la imaginación de Borges había dado a estos ángeles. Sin embargo, pronto descubrí que no eran suyos, sino de Emanuel Swedenborg, un científico brillante del siglo XVIII de origen sueco que desarrolló su carrera en Inglaterra, donde se aplicó al estudio de un nutrido número de disciplinas. Fue matemático, ingeniero, óptico, relojero, filósofo, teólogo, grabador, astrónomo e inventor de multitud de artefactos. Hijo de un obispo luterano, se interesó por las sagradas escrituras y aprendió hebreo y griego para entenderlas mejor. A los cincuenta y seis años su vida cambió por completo: los ángeles empezaron a visitarle y le convirtieron en su auténtico portavoz en el mundo. Parece que conversaba con ellos en las calles de Londres como con cualquiera de sus vecinos. Los ángeles lo llevaron a ver el más allá y le informaron de los pormenores de la vida espiritual, que Swedenborg fue escribiendo en incontables volúmenes.

No es fácil encontrar a Swedenborg hoy en día.

En una librería de viejo no lejos de la place des Vosges en París, pregunté por el visionario sueco. La mirada del librero lanzada más allá del mostrador y de sus anteojos decimonónicos tardó una eternidad en llegar hasta los míos, como si todos los siglos que han transcurrido desde la existencia de Swedenborg y sus arcanos celestes se hubiesen interpuesto entre el librero y yo. De pronto, el hombre me pareció envejecido por algún escrúpulo de librero parisino polvoriento y desconfiado. Tal vez un secreto milenario hubiese atravesado su pensamiento en aquel instante, pues un rictus extraño contrajo sus cejas por encima de los cristales redondos de sus lunettes, y algo parecido a un carraspeo nervioso resonó en su garganta como la nota final de un instrumento sin cuerda.

No podía ayudarme. No, no sabía gran cosa del tal Swedenborg. Sabía aquello de los ángeles y también que era un loco que había inspirado alguna obra de Balzac y Paul Valéry.

Nos despedimos del viejo pagando en su cuenta un viejo códice de alquimia que trataba sobre el simbolismo hermético, la incertitud de la medicina, la verdad sobre la gran Obra, la felicidad temporal del hombre en la Tierra y la naturaleza del alma.

Mis pesquisas a través de estantes polvorientos duraron varios meses antes de someterme una vez más a la tiranía de la mercancía en movimiento en su vertiente de biblioteca electrónica universal: Amazon. Gracias al rendimiento de sus recursos, al almacenamiento y procesamiento de libros altamente optimizado y sus servicios de computación en la nube, conseguí, a golpe de ratón, hacerme con dos de sus grandes obras en un santiamén: Del cielo y del infierno y De planetas y ángeles.

Leí a Swedenborg el invierno pasado durante mi estancia en Frankfurt y acabé su segundo libro el día que decidí visitar a Goethe.

Recuerdo bien aquella mañana de invierno en Alemania.

Recuerdo, también, el humor del tiempo.

Llovía sin convicción, las aceras estaban aún manchadas por las últimas nieves y el silencio de las calles parecía un componente meteorológico más: una nubosidad inclemente del este.

En el reino de los bancos donde la vida transcurre entre cristales transparentes de rascacielos y palacios celestes, el río Main me parecía a menudo el único ser con vida. A veces sacudía ligeramente sus olas y ese gesto lo interpretaba yo como una señal cómplice lanzada desde el sueño de sus aguas para devolverme a la vida tras una insípida jornada de oficina.

Me gustaba el río Main.

Me gustan los ríos alemanes.

Tienen algo de imperturbable que me recuerda al carácter de sus habitantes. Incluso los patos, como contagiados de sus aguas, adquieren ese aire inalterable. Perfectamente organizados en parejas o grupos gregarios de cuatro, ocupan sus puestos a orillas de los ríos como obedeciendo a una suerte de instrucción superior, de objetivo profesional.

Aquel año en Frankfurt me hice amiga de una pareja de palmípedos que ocupaba a diario su puesto bajo el mismo árbol a orillas del Main. Tenían la actitud aplomada de sus conciudadanos y un aire luterano en la mirada. Parecían embestidos de ese sentido protestante del orden y la justicia y me miraban desde abajo de sus alturas con el pecho inflado y el pico altanero. Yo les sonreía amablemente, pero algo intimidada por ese sentido del deber del que yo siempre he carecido.

Decidí visitar al poeta uno de esos días en el que la vasta y perfecta maqueta que era Frankfurt se hallaba implacablemente vacía. Banqueros y oficinistas ocupaban sus puestos de trabajo con indolente obediencia y, con la eficacia de un mecanismo de precisión, lanzaban un día más los engranajes debidamente engrasados de sus rutinas miserables.

Era un día laboral en el que inventé una excusa cualquiera para no acudir al trabajo y, envuelta en mi larga bufanda de invierno, salí al encuentro de la Historia.

La casa de Goethe estaba perfectamente vacía aquella mañana. Tal y como lo había esperado, yo era su única invitada.

Aunque la casa ha sido totalmente reconstruida tras el bombardeo sufrido en la Segunda Guerra, sus muebles, cuadros, manuscritos e incluso su pequeño teatro de marionetas siguen intactos. Cada uno de estos objetos desprendía un erotismo antiguo que despertaba mis sentidos y erizaba mi piel.

En uno de los cuadros se veía un retrato del joven Goethe. Aparece ligeramente recostado en un taburete victoriano. Lleva una casaca sencilla de paño azul y una camisa entreabierta de volantas en cuello y muñecas. De perfil, con las piernas cruzadas y cubiertas sus pantorrillas por unas medias de la época, sostiene en su mano derecha un oscuro retrato que parece la sombra de una mujer. La mirada despreocupada del poeta encerraba antiguos anhelos y ambiciones secretas. Desde el otro lado del cuadro y del abismo de los tiempos traté de penetrar en los deseos ocultos de aquel hombre, pero, al dejarme llevar entre sus recovecos, me encontré de pronto haciendo el amor al fantasma de Goethe entre encajes y brocados de seda, de plata y terciopelo.

Algún ruido de la calle me despertó de tales ensoñaciones y continué mi visita con el fantasma del poeta pegado a mi piel.

En la primera planta las pequeñas ventanas de la casa enmarcaban el paisaje de copos de nieve con la perfección arquitectónica de una casa de muñecas. Había una exposición de sus manuscritos, cartas, libros y viejos bocetos a lápiz. Lamenté mi bajo nivel de alemán, pues los cuadernos de Goethe hablaban claramente de cosas ocultas. Pirámides, cábalas, símbolos solares y todo tipo de escrituras crípticas poblaban sus cuadernos. Goethe mencionaba a viejos alquimistas como Paracelso y, en uno de ellos, pude claramente leer el nombre de Swedenborg.

Nunca he sabido de su relación con las ciencias ocultas, pero ese día observando los copos de nieve que bañaban Frankfurt a través de las pequeñas ventanas de la vieja casa e inspirada por el romanticismo de aquellos manuscritos y mi piel erizada por espíritus decimonónicos, —bellos ejemplares y elegantes muertos de la aristocracia romántica, dandis y bohemios de un tiempo pasado cuyas sombras todavía se pasean, por estas calles nevadas, en levitas de brummel y sombreros de copa y nos miran, me miran, altivos y seductores, desde sus estatuas de mármol al otro lado de la delgada línea del tiempo—, me dije que solo un velo muy delgado puede dividir nuestro mundo del mundo real y que solo los sueños, las experiencias místicas, las visiones y clarividencias de los hombres pueden dar acceso a él.

Goethe lo sabía y consagró su vida a la búsqueda de esa realidad. Fausto es claramente el arquetipo y símbolo del proceso de individuación del hombre moderno. El hombre que trasciende la realidad desencantada por la razón y que utiliza el arte (la magia) como antídoto para salvarse de la desmitificación del mundo y reivindicar otros aspectos de la existencia.

Fausto, como Swedenborg, reivindica la magia y halla la luz.

Creo que este relato me lo han susurrado en sueños Borges y Goethe.

Tal vez ambos se hayan amado de alguna manera en la Tierra y hayan formado hoy un solo ángel en los cielos de Swedenborg.

La intimidad del agua

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