Читать книгу Hasta que la muerte (del amor) nos separe - Cristina Ruiz Fernández - Страница 10

Raíces e historia del matrimonio… y del divorcio

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Para hablar de divorcio lo propio es empezar hablando del matrimonio. Esta institución, que parece que existiera «desde siempre», tiene en realidad también un origen, una historia y una evolución.

La primera unión entre hombre y mujer documentada data del año 4000 a. C. Aparece, por tanto, en un momento histórico en que comenzaban a darse las primeras organizaciones familiares avanzadas. En esa fecha, gracias a una tablilla mesopotámica, sabemos que se dio un pacto entre un hombre y una mujer. En el acta aparecían reflejados los derechos y deberes de la esposa, el castigo en caso de infidelidad y el dinero que obtendría la mujer en caso de ser rechazada1. Es decir, la posibilidad de divorcio nace al mismo tiempo que el matrimonio.

Pero es evidente que tanto uno como otro no respondían a la misma realidad sociológica que vivimos hoy.

A lo largo de la historia el matrimonio ha tomado muchas formas: poligamia, matrimonio concertado, matrimonio homosexual –existen documentadas uniones entre hombres ya en el Imperio romano–, rapto, coemptio –«compra mutua» establecida por los romanos–, convivencia con la familia de novio, convivencia con la familia de la novia, ninguna convivencia de la pareja en absoluto… Sin embargo la forma en la que hoy conocemos el matrimonio (monógamo, en convivencia y, tradicionalmente, indisoluble entre un hombre y una mujer) tiene tan solo un par de milenios de existencia.

Tal y como explica Stephanie Coontz, autora del libro Historia del matrimonio: Cómo el amor conquistó el matrimonio2, en origen la unión «era una manera de conseguir familia política, de establecer alianzas y de ampliar la fuerza de trabajo en la familia». De hecho, inicialmente se trataba de contratos privados entre las familias, en los que no intervenía ni la Iglesia ni el poder público.

La capacidad del ser humano para amar a otro ser humano parece algo inherente a nuestra identidad. Probablemente tenemos capacidad de enamorarnos desde que el homo sapiens se erigió como tal. Otra cosa muy distinta es que ese enamoramiento haya ido acompañado de una unión estable y monógama, motivada por el sentimiento entre los miembros de la pareja. Esa visión del amor romántico es, en realidad, muy reciente:

Raramente en la historia el amor ha sido visto como la razón principal para casarse –afirma Coontz–, cuando alguien argumentaba una creencia tan extraña no era motivo de risas, sino más bien era considerado una seria amenaza al orden social.

En este contexto tenían un peso especial los matrimonios acordados previamente por los padres, a menudo durante la infancia de sus hijos e hijas, sin tener en cuenta en absoluto la voluntad de los futuros esposos. Esta fue una práctica que se mantuvo durante siglos y que ahora está prácticamente erradicada, sobre todo si hablamos del mundo occidental. El cambio de sociedades agrícolas a sociedades industriales, así como la expansión de la democracia y de las libertades individuales, propiciaron el fin de este tipo de acuerdos que eran más mercantiles que matrimoniales.

También la poligamia era un tipo de unión muy común en la Antigüedad. Por ejemplo, en el pueblo judío los hombres tenían a menudo dos o más esposas, ya que se les permitía tener tantas mujeres como pudieran mantener. La poligamia estaba reservada, por tanto, a hombres con un estatus elevado y en la práctica la mayoría de los judíos tenía una sola esposa.

Pero no solo los hebreos, sino muchos otros pueblos han permitido las relaciones polígamas, tanto en Asia como en África Subsahariana, en algunos países musulmanes o en tradiciones religiosas como los mormones en Estados Unidos. A lo largo de la historia han sido menos numerosas las culturas en las que se permitía a una mujer casarse con varios hombres –práctica conocida como poliandria– y también se han dado casos aislados de pueblos en los que había un matrimonio grupal. Otra costumbre frecuente era el levirato, norma que obligaba al hermano de un hombre fallecido a casarse con su viuda.

Una vez más, esta práctica matrimonial tenía fines económicos y de patrimonio, para que no se perdiera ni el nombre ni las propiedades del difunto marido, tal y como señala el libro del Deuteronomio3.

Los cambios hacia el concepto de matrimonio que hoy manejamos se inician con el declive del Imperio romano, que coincide en el tiempo con el auge del cristianismo. Las costumbres sexuales relajadas que se generalizaron en los últimos siglos de la Roma Imperial y la promiscuidad que se daba entre la población llegaron a provocar un cierto desorden social. Incluso, en tiempos del emperador Heliogábalo (desde 218 hasta 222 d. C.) se decía que ningún romano podía saber con certeza quién era su padre. En este contexto, la concepción cristiana de la familia-matrimonio tuvo buena acogida, puesto que representaba la solución a los problemas de paternidad y a la crianza de los hijos e hijas.

Desde que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano en el año 380 d. C., la evangelización fue arraigando en Europa. De esta forma, a partir del siglo sexto se extiende de manera amplia la idea cristiana de matrimonio como una unión ante Dios y no solo ante la sociedad, convirtiéndose en sagrado lo que hasta entonces había sido únicamente privado o civil. La monogamia se generaliza, se prohíbe la consanguinidad y el matrimonio se empieza a entender como indisoluble, debido a que se considera que el vínculo emerge de Dios. Las raíces teológicas y doctrinales de esta visión del matrimonio las analizaremos con más detenimiento en el capítulo siguiente.

Pero, para seguir con la trayectoria histórica, es en 1215 con el concilio de Letrán cuando se establece formalmente el matrimonio como hoy lo conocemos. Aquellos padres conciliares del siglo XIII determinaron con claridad ciertas prohibiciones (consanguinidad, uniones clandestinas…) y señalaron la obligatoriedad de que un sacerdote dé las amonestaciones previas, así como de que exista presencia de testigos. En ese momento, hace ocho siglos, se consolida la metodología actual que sigue la Iglesia para celebrar un matrimonio canónico. Se determina la necesidad de verificar que el matrimonio se realiza libremente y que se crea un vínculo sacramental válido.

Por tanto, el esquema actual de matrimonio entre hombre y mujer, monógamo e indisoluble, cuenta con «apenas» ochocientos años de historia, un periodo largo pero relativamente corto en comparación con la trayectoria de la humanidad.

El divorcio como tal, también es históricamente reciente. En la Antigüedad se utilizaba el término de «repudio», que consistía en que uno de los esposos –habitualmente el hombre– daba por terminado el matrimonio y expulsaba a la mujer del hogar o la abandonaba. La mujer solo gozó de este derecho en casos muy puntuales, al tratarse en aquella época de sociedades fuertemente patriarcales. De hecho en el Código de Hammurabi figura como ley que «si la mujer aborrece al marido será echada al río y si el hombre aborrece a la mujer debe darle una mina de plata».

En el Imperio egipcio sí se han encontrado documentos que, en ciertos casos, permitían a la mujer solicitar la disolución del matrimonio. Asimismo, en la antigua Grecia, la esposa podía solicitar el divorcio si su marido había perdido la libertad –como preso o como esclavo–, si había introducido a otra mujer en el hogar conyugal o si había mantenido relaciones homosexuales.

Para los hebreos el divorcio también estaba permitido en ciertos casos puntuales, como concesión a las costumbres matrimoniales de aquel tiempo. En concreto las condiciones para el repudio están detalladas en el Deuteronomio:

Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa. Si después de salir de su casa ella se casa con otro y también el segundo marido deja de amarla, le entregará por escrito el acta de divorcio y la echará de casa. O, si muere este segundo marido, el primer marido que la despidió no podrá volver a casarse con ella, pues ha quedado contaminada. Hacer eso sería algo detestable para el Señor4.

Esto se fue flexibilizando y, en la práctica, el único requisito para que un judío se separara de su esposa era otorgar un acta de divorcio en presencia de dos testigos.

Los romanos, por su parte, –pese a las costumbres sexuales relajadas que señalábamos antes– propugnaron la monogamia y establecieron mediante leyes que podía darse fin al matrimonio por tres razones: muerte de uno de los cónyuges, pérdida de capacidad de alguno de ellos o pérdida del affectio maritalis, cuando uno o ambos así lo decidían. De hecho, la palabra divorcio proviene del latín divortium, que significa separar lo que ha estado unido.

En la cultura musulmana también se daba la posibilidad de divorcio, conocido como el talâq (que etimológicamente significa «dejar libre») o jul (cuando es la mujer quien lo solicita), pero con muchas limitaciones. De hecho esta práctica se califica como «indeseable», ya que en los dichos del profeta Mahoma señalan que «el matrimonio (nikah) es la mitad de la religión (din)» y que: «De todas las cosas que están permitidas, la que más odia Dios es el divorcio»5.

Llegada la Edad media, el divorcio continuó siendo una práctica posible en toda Europa, pero siempre con límites restrictivos. Un ejemplo es el Líber Iudiciorum, promulgado en torno al año 654 por el rey visigodo Recesvinto. Este libro regulaba el régimen económico marital y las dotes, así como asuntos como el incesto o la violación. En él también se autorizaba de forma leve el divorcio en caso de adulterio, de pérdida de la libertad del marido por esclavitud o de sodomía. Para casos de adulterio se autorizaba a tomar la vida monástica. Para casos de esclavitud se autorizaba el divorcio pero seguía existiendo el vínculo. Y para casos de sodomía o de obligación de prácticas sexuales consideradas como inmorales por parte del marido a la esposa sí se consideraba disuelto el vínculo.

Más adelante Alfonso X, el Sabio, promulgó Las siete partidas, la cuarta de las cuales se dedica íntegramente a temas matrimoniales. En este texto, escrito solo unas décadas después de la celebración del concilio de Letrán, señala que el matrimonio es:

Ayuntamiento de marido y de mujer hecho con tal intención de vivir siempre en uno, y de no separarse, guardando lealmente cada uno de ellos al otro, y no ayuntándose el varón a otra mujer, ni ella a otro varón, viviendo reunidos ambos. […] Sacramento es que nunca se deben separar en su vida, y pues que Dios los ayuntó, no es derecho que hombre los separe. Y además crece el amor entre el marido y la mujer, pues que sabe que no se han de partir, y son más ciertos de sus hijos, y ámanlos más por ello, pero con todo esto bien se podrían separar si alguno de ellos hiciese pecado de adulterio, o entrase en orden con otorgamiento del otro después que se hubiesen juntado carnalmente. Y comoquiera que se separen para no vivir en uno por alguna de estas maneras, no se rompe por eso el matrimonio.

Aparece ya claramente, por tanto, el matrimonio indisoluble y monógamo entre hombre y mujer, al tiempo que se contempla la separación, pero sin disolución del vínculo sacramental, lo cual continúa siendo una de las claves del matrimonio canónico hasta nuestros días. Solo contempla la anulación de dicho vínculo en el caso de:

Los hombres que son fríos de naturaleza, y en las mujeres que son estrechas, que por maestrías que les hagan sin peligro grande de ellas, ni por uso de sus maridos que se esfuerzan por yacer con ellas, no pueden convenir con ellas carnalmente; pues, por tal impedimento como este, bien puede la Santa Iglesia anular el casamiento demandándolo alguno de ellos, y debe dar licencia para casar al que no fuere impedido.

Y añade dos posibilidades de divorcio, una poco acostumbrada, en caso de que uno de los cónyuges quisiese tomar la vida religiosa:

[…] pues si algunos que son casados con derecho, no habiendo entre ellos ninguno de los impedimentos por los que se debe el matrimonio separar, si a alguno de ellos, después que fuesen juntados carnalmente, les viniese en voluntad entrar en orden y se lo otorgase el otro, prometiendo el que queda en el mundo guardar castidad, siendo tan viejo que no puedan sospechar contra él que hará pecado de fornicación, y entrando el otro en la orden, de esta manera se hace el departimiento para ser llamado propiamente divorcio, pero debe ser hecho por mandato del obispo o de alguno de los otros prelados de la Iglesia que tienen poder de mandarlo.

La segunda posibilidad de divorcio que señala es a causa de adulterio, pero solo por parte de la mujer, infidelidad que equipara al cambio de religión por parte de uno de los cónyuges:

Haciendo la mujer contra su marido pecado de fornicación o de adulterio, es la otra razón que dijimos porque hace propiamente el divorcio, siendo hecha la acusación delante del juez de la iglesia, y probando la fornicación o el adulterio. Esto mismo sería del que hiciese fornicación espiritualmente tornándose hereje o moro o judío, si no quisiese hacer enmienda de su maldad.

Esta legislación restrictiva en el campo del divorcio, que quedaba limitado a casos muy puntuales, se mantendrá durante siglos en España, apegándose siempre al derecho canónico y refrendándose en las distintas legislaciones posteriores. Entre ellas destaca la Ley de Matrimonio Civil de 1870, promulgada durante el reinado de Isabel II, que establece la necesidad de cumplimiento de requisitos y de la celebración de un trámite civil para que el matrimonio sea válido. En esta ley la única situación regulada era la separación causal, que solo podía ser solicitada por el cónyuge considerado «inocente» ante casos de adulterio, malos tratos o condena de uno de los esposos a cadena perpetua.

Hay, por tanto, cuestiones que se repiten a lo largo de la historia de la humanidad, incluso en diferentes culturas, para permitir la disolución o finalización del matrimonio. Estas causas históricamente admitidas pueden resumirse en tres: adulterio, violencia y prácticas fuera de la heterosexualidad normativa.

Con el paso de los siglos, la evolución social y científica ha sido enorme. La Revolución industrial y la incorporación de la mujer al mundo del trabajo hacen que la situación haya cambiado, especialmente para las mujeres. La esposa ya no queda indefensa y desvalida al ser repudiada, sino que puede tener sus propios ingresos y patrimonio, con la independencia que esto conlleva.

Asimismo, los valores de la Revolución francesa, que propugnan la igualdad, la libertad de cada individuo, la separación Iglesia-Estado y la laicidad, hicieron que el vínculo matrimonial comenzase a entenderse de otra manera. Fue precisamente en este contexto en el que se promulgó la primera ley francesa que apoyaba el divorcio, el 20 de septiembre de 1792. Este texto partió de las ideas de Montesquieu y Voltaire, quienes afirmaban que el matrimonio no es indisoluble. Las nuevas libertades civiles hacían necesario que existiera el divorcio. Desde esta perspectiva, las causas por las que se podía solicitar la disolución del vínculo matrimonial empezaron a ser más amplias: «la demencia; la condena de uno de los cónyuges a penas corporales o judiciales; los crímenes, sevicias o lesiones graves de uno de ellos hacia el otro; la conducta pública desordenada; el abandono al menos durante dos años; la ausencia sin noticias por lo menos durante cinco años; y la emigración». La legislación revolucionaria contemplaba también el divorcio por consentimiento mutuo y el divorcio por incompatibilidad de caracteres, aunque estos casos conllevaban procesos más largos que los producidos por las causas anteriormente señaladas.

En España, el divorcio entendido en los términos actuales, no fue posible hasta la llegada de la segunda República, cuando las Cortes promulgaron la Ley de Divorcio del 11 de marzo de 1932. Esta ley desarrollaba lo que ya la Constitución republicana de 1931 había anticipado en su artículo 43:

La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos y podrá disolverse por mutuo disenso o petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación en este caso de justa causa.

Pero esta ley se mantuvo apenas siete años vigente ya que fue derogada por el gobierno de Francisco Franco, tras la Guerra civil, con la Ley del 23 de septiembre de 1939 relativa al divorcio. Esta ley, que volvía a las regulaciones restrictivas previas y se apegaba de nuevo al derecho canónico, no solo supuso la prohibición del divorcio sino que anuló todas las sentencias de divorcio que se habían firmado en el periodo de vigencia de la norma republicana. Quedaban anulados los divorcios y, por ende, se anulaban los matrimonios que en segundas nupcias habían contraído las personas divorciadas. Una legislación retroactiva que, sin duda, causó situaciones complicadas y dolorosas en aquellas familias que se habían separado unos años antes.

Con la llegada de la democracia, el divorcio vuelve a ser posible en España a través de la Ley 30/1981 del 7 de julio, por la que se modifica la regulación del matrimonio en el Código civil y se determina el procedimiento a seguir en las causas de nulidad, separación y divorcio. Dicha ley supuso una revolución social en España. Entendía el matrimonio como una relación jurídica disoluble y determinaba una serie de causas y circunstancias por las cuales uno de los cónyuges podía solicitar el divorcio. Además, establecía la necesidad de un periodo de separación –entendida como cese de la convivencia conyugal– previo a la admisión del divorcio a trámite.

Dicha ley establecía como causas de separación «el abandono injustificado del hogar, la infidelidad conyugal, la conducta injuriosa o vejatoria y cualquier otra violación grave o reiterada de los deberes conyugales» en su artículo 82. Asimismo, señalaba como causa «cualquier violación grave o reiterada de los deberes respecto a los hijos comunes o respecto de los de cualquiera de los cónyuges que convivan en el hogar familiar». Hablaba también, en la línea de la legislación más antigua, de «la condena a pena de privación de libertad por tiempo superior a seis años» y añade causas como «el alcoholismo, la toxicomanía o las perturbaciones mentales, siempre que el interés del otro cónyuge o el de la familia exijan la suspensión de la convivencia». Además, al concretar las causas de divorcio –se exigía previamente la separación y cese de la convivencia en todas las anteriores–, sí distingue claramente un motivo directo de divorcio que es «la condena en sentencia firme por atentar contra la vida del cónyuge, sus ascendientes o descendientes».

Por último, la ley promulgada en la Transición se completó y modificó hace una década a través de la Ley 15/2005 que, como novedad fundamental, aceleró el proceso que antes se prolongaba durante uno o dos años, pudiendo zanjarse actualmente en apenas un mes. Por este motivo se la conoce como ley del «divorcio exprés», que incluye también como rasgo fundamental la eliminación de las causas necesarias para finalizar el matrimonio:

Basta con que uno de los esposos no desee la continuación del matrimonio para que pueda demandar el divorcio, sin que el demandado pueda oponerse a la petición por motivos materiales y sin que el Juez pueda rechazar la petición, salvo por motivos personales.

Esta ley, vigente actualmente en España, incluye además la figura de la mediación «como un recurso voluntario alternativo de solución de los litigios familiares por vía de mutuo acuerdo».

En este escenario, el divorcio es una realidad cotidiana en nuestra sociedad. Según los últimos datos del Eurostat publicados en enero de 2013, España, con un 61% de uniones que acaban en ruptura, es uno de los países europeos con más divorcios, solo por detrás de Bélgica (70%), Portugal (68%), Hungría (67%) y la República Checa (66%).

Si bien con la crisis económica hubo una caída en la cifra anual de divorcios –con valores de 126.952 en 2006 que descendieron hasta 104.262 en 20126, por tomar dos años de ejemplo–, en los últimos meses se ve un repunte en el número de matrimonios que acaban en divorcio. De hecho, según datos publicados por el Consejo General del Poder Judicial, en 2014 la cifra habría vuelto a los niveles anteriores a la crisis, con un total de 126.400 demandas de divorcio presentadas en dicho año.

Este aumento de las tasas de divorcio en nuestro país se produce en un contexto en el que, además, cada vez se celebran menos matrimonios: 158.425 en 2014 frente a los 204.772 que tuvieron lugar en 2007. De estos matrimonios, un porcentaje cada vez menor se celebran por la Iglesia: tan solo uno de cada cuatro. De hecho el matrimonio religioso está en caída libre desde que en 2009 por primera vez las bodas católicas representaron en España menos del 50% de los matrimonios celebrados.

Otro dato que completa la imagen del matrimonio hoy en nuestro país es el aumento de la cohabitación como vía de formación de pareja. Según datos de la Fundación Foessa7, el porcentaje de mujeres en edad reproductiva que estaban conviviendo con una pareja sin estar casadas era del 10,2% en 2011, más del doble que en 2001 (4,3%). La cohabitación, además, ya no se entiende principalmente como una etapa en la vida conyugal sin hijos o hijas, previa al matrimonio, sino que un número considerable de parejas de hecho deciden tener descendencia sin formalizar su unión. En este sentido, según la Fundación Foessa, la maternidad sin matrimonio previo es una vía cada vez más frecuente de formación familiar. Así, el porcentaje de nacimientos de madres no casadas se ha ido elevando progresivamente desde la llegada de la democracia, en especial durante las dos últimas décadas pasando de un 4% en 1980 a un 11% en 1995, para llegar en 2012 al 39%.

Nos encontramos, por tanto, en un escenario familiar en aguda transformación, no solo en España sino en todo el mundo. Desde la Revolución francesa a nuestro tiempo, han transcurrido dos siglos de cambios profundos y acelerados. Siglos en los que se ha transformado nuestra visión del ser humano, de la sociedad e incluso del universo. Nuestra esperanza de vida se ha duplicado, nuestro acceso a la información y a la cultura ha mejorado y no tenemos duda –al menos en la mayoría de la sociedad occidental– de que hombres y mujeres son iguales en derechos y en deberes. La teoría de la relatividad, el descubrimiento de la existencia de millones de galaxias, la física subatómica o el principio de incertidumbre han cambiado la manera en la que las personas nos situamos en el mundo.

En este contexto se entiende la urgencia de abordar –entre otros muchos– el tema del divorcio en la Iglesia desde una nueva perspectiva para poder dar respuestas reales a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Algunos capítulos más adelante nos dedicaremos, por tanto, a profundizar en dicha realidad y en las raíces de los planteamientos morales y doctrinales vigentes en este momento.

Hasta que la muerte (del amor) nos separe

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