Читать книгу Vidas tocadas por Taizé - Cristina Ruiz Fernández - Страница 8

1 Hermano Charles-Eugène La colina

Оглавление

«¿Hay realidades que embellecen la vida llenándola de alegría y felicidad interior? Sí, las hay. Y una de ellas es la confianza».

HERMANO ROGER,

Dios solo puede amar

No importa cuál sea el lugar de origen, desde dónde haya empezado el viaje, si se ha ido en avión, en tren, en coche o en autobús. Para llegar a Taizé, hay que hacer la última etapa recorriendo una sinuosa carretera que sube la colina desde Cluny. Una señal de carretera anuncia que ya casi hemos llegado y, un par de curvas más tarde, se atisba la torre de la iglesia románica del pueblo. Más tarde habrá tiempo de bajar hasta allí pero, mientras tanto, el autobús sigue subiendo y, al fin, se divisa el enorme campanario que acoge a todas aquellas personas que quieren pasar bajo él. El sonido de las campanas de Taizé es una melodía desordenada y bella que marca la vida en la colina. Con su repicar metálico que se prolonga durante varios minutos, nos recuerdan tres veces al día que es el tiempo de orar.

Pero el arco de las campanas de Taizé es mucho más que eso, es el signo de que ya hemos llegado, de que todo empieza, de que somos bienvenidos. Bajo ellas y en su entorno se acumulan grupos constantes de jóvenes charlando, esperando, jugando, a veces incluso bailando. Es posible que al llegar alguien nos ofrezca un té y unas sencillas galletas, pero con un riquísimo sabor a mantequilla bretona. Los cuencos de Taizé llenos de té son una especie de sacramento de la acogida, del bienestar. Ya estamos aquí, ya somos de aquí. En la memoria sensorial, Taizé huele a té de limón y galletas de mantequilla.

Junto a las campanas se encuentra La Casa, una pequeña estancia que hace las veces de punto de información. Cada espacio de referencia tiene en Taizé un nombre propio que, en este caso, es en castellano. Lo mismo sucede con otro lugar muy especial a pocos pasos del campanario, La Morada, que es el vínculo directo entre la comunidad y el exterior.

Allí me cita el hermano Jasper para ir a conocer al hermano Charles-Eugène, uno de los primeros hermanos que formaron parte de la comunidad, además secretario personal del fundador, Roger Schutz.

La Morada tiene como primera estancia una especie de recepción o sala de espera donde se pasan avisos a los hermanos. Un punto de encuentro, pero también el lugar al que acudir con cualquier necesidad que se presente durante la estancia en Taizé, ya sea material o espiritual. Mientras espero, ojeo un ejemplar de The New York Times que alguien ha dejado allí. Leo sin leer algunos folletos, estoy un poco nerviosa ante la entrevista, porque soy consciente de que hablar con el hermano Charles-Eugène es un poco como conversar con el archivo histórico de la comunidad, tener enfrente al relato vivo de cómo empezó todo aquí.

Al fin, llega el hermano Jasper y me lleva al interior de La Morada, que se revela como un espacio de paz, lleno de recovecos donde mantener pequeñas o grandes conversaciones. Un espacio dividido en salitas donde pueden juntarse personas de dos en dos o pequeños grupos, lugares de escucha donde los hermanos reciben a aquellos jóvenes que quieren realizar una estancia más larga en la comunidad, o que se están planteando su vocación. Un sitio para hablar con calma. Y, tras las pequeñas salas, un jardín cerrado y tranquilo en el que se ven, dispersos como semillas, pequeños grupos o personas charlando de dos en dos. Es el jardín de la casa de los hermanos.

Allí me espera el hermano Charles-Eugène y dos sillas, comenzamos. En el jardín de La Morada, entre los árboles, se oye el canto de los pájaros. A veces se les oye incluso más fuerte que la voz del hermano, que habla en perfecto español pero bajito, delicadamente. Incluso a la hora de transcribir la entrevista, se oyen en la grabación los pájaros, que me recuerdan que están ahí y me invitan a preguntarme sobre tantos ruidos que hay en mi día a día... ¡Tan diferente a cómo transcurre la vida en Taizé!

—Para mí es un gusto poder hablar con usted y tener la oportunidad de encontrar a alguien que lleva aquí tanto tiempo. ¿Desde qué año?

—Llevo aquí desde 1958, este año cumplo 60 años aquí.

—Increíble.

—Increíble, pero verdadero –dice sonriendo–. Tenía 20 años cuando entré en la comunidad.

—Y, ¿puedo preguntarle por su vocación? ¿Cómo llegó aquí?

—Se pueden decir cosas sobre eso, pero lo más importante no se puede decir con palabras. Es un poco lo mismo que cuando preguntan a alguien por qué te casaste con esta persona. Claro que puedes decir algunas cosas, pero lo más esencial es más hondo, más ancho que las palabras. Es tu corazón que, en un cierto momento, se siente captado por una realidad que te habla, que te atrae y que te convence. Y luego, claro que necesitas también tu cabeza para pensarlo un poco. Y después, con tu cabeza, puedes expresarlo con palabras. Yo puedo decir que me gustó mucho el modo de rezar, me gustó la manera que tenía el hermano Roger de ver las cosas, una manera muy ancha.

Una visión «ancha», ensanchar. Una palabra que me va a acompañar en todas las entrevistas y que está llena de significado y de memoria. La voluntad de ensanchar forma parte de la herencia espiritual del hermano Roger, fundador de la comunidad, que fue asesinado el 16 de agosto de 2005 en la iglesia de la Reconciliación, el templo central de la colina. Cuentan que la tarde antes de morir había llamado al hermano Charles-Eugène para decirle que anotara unas palabras: «En la medida en que nuestra comunidad cree en la familia humana posibilidades para ensanchar...»1. Roger Schutz, que tenía ya 90 años y estaba muy fatigado, no concluyó la frase, pero dejó ese verbo como legado, como leitmotiv para el futuro. Las palabras y escritos del hermano Roger son la argamasa para construir la comunidad.

—Para mi vocación recuerdo que uno de los elementos importantes fue que, cuando tenía 17 o 18 años vivía en Suiza y no había venido a Taizé, escuchaba un disco que se había grabado aquí de la noche de Navidad. Era la Eucaristía de la Nochebuena con una meditación del hermano Roger que reflexionaba sobre la Carta de Tito, en la que Pablo dice que «se manifestó la gracia de Dios, fuente de salvación para toda la humanidad»2. Y el hermano Roger comentaba esto diciendo que, por Jesús, una semilla ha sido depositada en la humanidad, una semilla de catolicidad, de universalidad que es pequeña al comienzo y que llegará a ser un árbol inmenso. Esa imagen del árbol inmenso me hablaba muchísimo y entendía que, aunque Taizé era muy pequeño en aquel tiempo, él se refería en el fondo a lo que saldría de Taizé. Y yo me decía: «¡Ay, quisiera ver ese árbol inmenso!». Y ahora lo veo.

—De aquella pequeña comunidad, han pasado a ser una gran comunidad, un gran árbol. ¿Cómo ha sido este cambio?

—Sí, pero el árbol no es la comunidad como tal, como si fuera el objetivo por sí misma. El objetivo es el Evangelio, que se abre a todo el mundo, a todos los hombres. Y mucho más tarde el hermano Roger decía otra cosa en la misma línea: «Cristo no ha venido para crear una religión más, sino para ofrecer una comunión a toda la humanidad». Y es esa visión, una visión muy ancha.

—¿Es esa la esencia de la comunidad?

—Lo esencial de la vocación de los hermanos está en esta línea. Otra palabra del hermano Roger –hablo mucho de él, pero es quien lo fundó todo–: «Quisiéramos vivir una parábola de comunión». En el sentido de que una parábola es una imagen, una historia, algo visible que enseña una cosa más grande. Lo que quisiéramos vivir es con un grupo pequeño –aunque ahora somos una comunidad más grande, somos 100, ante el número de los hombres de la Tierra sigue siendo muy poco, una comunidad muy pequeñita–, que sea un pequeño signo, una pequeña parábola, una historia visible de lo que quisiéramos para toda la humanidad: vivir la unidad, la reconciliación. A partir de personas muy distintas como somos, de todos los continentes, de diversas culturas, colores, confesiones, edades..., pero intentando reconciliarnos siempre si hay algo que nos opone, vivir siempre la unidad entre nosotros. Y queremos decirlo no tanto con palabras, aunque ahora lo estoy diciendo con palabras, sino con la vida, con nuestra vida: decir que es posible vivir en comunión incluso entre personas muy distintas. Es lo que quisiéramos permitir vivir también a los jóvenes que vienen aquí, pero en su caso no para toda la vida como nosotros, sino durante una semana. Cuando vienen aquí viven esto: una gran diversidad, vienen de todos los continentes, son de muchos colores..., pero todos unidos en la misma oración, en el mismo camino, cada uno a partir de lo que es, del punto donde está, pero caminando hacia una comunión.

—Para lograr esa unidad entre personas tan diferentes, ¿el secreto está en la oración?

—Se puede llegar a la reconciliación también sin la oración, porque hay personas que no son creyentes y que se reconcilian, pero para nosotros la oración es la clave, es el punto central. Por ejemplo, lo veo en los encuentros de jóvenes desde hace muchos años: hubo cambios, muchos cambios, pero el hecho de que la oración esté en el centro tres veces al día, eso nunca cambió. La oración sí cambió un poco para adaptarse a la diversidad, pero el hecho de que la oración esté en el centro, y que los días se organizan en torno a la oración tres veces al día, eso nunca ha cambiado.

—Y, ¿por qué los jóvenes? ¿Por qué poner el foco en ellos?

—Es algo que sucedió así. No es que un día el hermano Roger o nosotros pensáramos: «¡Vamos a acoger a los jóvenes!», no, claro que no. Si hubiera sido esa la idea, el hermano Roger nos lo decía a veces, si hubiera pensado que Taizé sería un lugar de acogida para los jóvenes, habría elegido un sitio más accesible, porque es complicado llegar aquí, hace falta realmente querer para venir aquí. Incluso con que hubiese sido 30 kilómetros más al sur, habría sido más fácil. Pero no, la idea era otra, era vivir una vida de comunidad, un poco retirada, una vida monástica.

Y los jóvenes han ido viniendo, cada vez más numerosos. Y eso es algo que se explica un poco con la historia. El concilio Vaticano II hizo surgir de manera muy fuerte y muy visible la cuestión de la unidad de los cristianos, algo que estaba muy poco presente antes en la conciencia de la gente.

—Era impensable incluso...

—Por eso, obviamente, Taizé era un sitio de búsqueda de la unidad y el papa Juan XXIII invitó al hermano Roger al Concilio. Enseguida hubo una gran crisis entre los jóvenes en los años 68 y 70, por lo que muchos empezaron a venir aquí buscando, buscando... Y nosotros pensamos: «Bueno, vienen, tenemos que acogerles». Y fue así como empezó, de una manera no buscada, sino por los acontecimientos. Lo que nos asombró, y todavía ahora nos asombra, es que todo eso continúa. Porque los jóvenes del año 68 o de los 70 eran completamente distintos de los jóvenes de hoy, o de los jóvenes de los años 80. No podemos explicar por qué todo esto continuó con jóvenes distintos, con búsquedas muy distintas; no tenemos una respuesta. Somos, en el fondo, y fundamentalmente, monjes. Y a los monjes les gusta acoger, forma parte de la realidad fundamental de la vocación monástica. Siguen viniendo y seguimos acogiéndolos –afirma el hermano Charles-Eugène con una sonrisa de complicidad.

—Y usted que ha visto a tantas generaciones de jóvenes pasar por aquí, ¿cuáles diría que son las diferencias entre los de entonces y los de ahora?

—Sí, son muy distintos, pero es difícil definir esto, y es difícil decir cosas generales. Los jóvenes del 68 tenían una crisis fuerte, pero era un periodo bastante fácil económicamente, ellos sabían que su futuro sería más fácil que el de sus padres. Era un tiempo de progreso económico después de la Segunda Guerra Mundial, todo iba hacia arriba y querían rehacer el mundo de otra manera. Era una generación muy viva, muy rica, que tenía muchas ideas... ¡Hablaban mucho! Era interesante y a veces difícil.

Los jóvenes de hoy son casi lo contrario, muchas veces tienen una gran preocupación por su futuro, muchas veces los padres, incluso los abuelos, les tienen que ayudar para vivir, porque el futuro económico no está tan asegurado, no es tan obvio. Por eso es una mentalidad totalmente distinta.

Pero hay una cosa común que se preguntan todos los que vienen aquí: en el ambiente en el que vivo, ya sea el 68 o el 2018, cuál es el sentido de mi vida, qué quiero hacer con mi vida, acaso Dios espera algo de mí...

El hermano Charles-Eugène titubea un poco, mientras echa hacia atrás la memoria.

—A veces pienso en cómo era yo cuando vine aquí la primera vez en 1958, y cómo es un joven que viene hoy con 19 años. Por una parte, todo es distinto, pero por otra, hay también algo semejante en ese sentido, en esa pregunta: «¿Qué quiero hacer con mi vida?». Quisiera tener una vida fuerte, buena, buscar el sentido de la vida y entonces plantearme qué espera Dios de mí, quién es Dios para mí, cómo buscar una relación con Dios.

—Sí, porque en realidad, aquí hay una invitación al sentido, a la acción, no es un mero retirarse fuera del mundo, sino estar en el mundo, ¿no? ¿Por qué se plantea la vida de fe de esa manera?

—La razón fundamental es que Cristo vino al mundo no para que nos encerráramos, sino para enviarnos hacia los demás y para ayudar a crear una comunión y una justicia entre los seres humanos, eso forma realmente parte del centro del Evangelio.

Un momento realmente importante con esa generación difícil del 68 es cuando surgió el lema «lucha y contemplación».

—No es una frase disyuntiva, no se excluyen entre sí los dos términos.

—Era una generación que necesitaba palabras fuertes. No era «lucha o contemplación», como a veces algunos pensaban cuando decían: «Si luchas por la justicia, la contemplación es una pérdida de tiempo». Otros pensaban que estaban aquí sobre todo para rezar y que no teníamos que entrar en la política o en cosas de ese tipo. Pero poner «y» y no «o» fue importante.

Ahora ese lema no lo utilizamos, no lo decimos de esa manera, sino que hablamos de «vida interior y solidaridad humana». Por ejemplo, el lema que salió la semana pasada para el encuentro entre jóvenes cristianos y musulmanes fue «Vida interior y Fraternidad», es una manera de decir un poco lo mismo.

—Fraternidad como llamada a la solidaridad entre todos los seres humanos.

—Sí, a la solidaridad y a la vida interior. Nunca separamos las dos cosas...

—Y en esos años, a lo largo de la trayectoria de la comunidad, ¿ha habido momentos históricos que hayan influido especialmente?

—¡Oh, pero si todas las fechas son importantes! Porque lo importante es ayudar a la gente a vivir el momento actual... –se para un poco a pensar. En una vida cargada de historia, al hermano Charles-Eugène le cuesta elegir un momento u otro–. Una fecha importante, sin duda, fue la caída del muro de Berlín. Durante muchísimos años fuimos a Europa del este de manera escondida, muy discreta. Mandábamos jóvenes, voluntarios, a Checoslovaquia, Hungría, Rusia...

—Sí, he leído que el hermano Alois, actual prior de la comunidad, fue uno de aquellos jóvenes y viajó a la actual República Checa. Y allí ¿qué hacían? ¿Contactaban con grupos que existían de manera clandestina?

—Sí, sí. Se aprendían de memoria las direcciones, que eran difíciles porque son idiomas complicados, pero no podían llevar una lista escrita. Así visitaban las parroquias, a los jóvenes, a veces hacían oraciones. Oficialmente iban, por ejemplo, para hacer un campamento de esquí en invierno en las montañas de Chequia. Y realmente se iban con jóvenes checos a esquiar en las montañas. Y sí hacían esquí, pero una vez que estaban muy lejos de los ojos de la policía, también hacían oración tres veces al día y por las mañanas la reflexión bíblica. O en verano organizaban campamentos de senderismo en la montaña y así se hacían encuentros escondidos. O si no se podía eso, hacían oración, a veces solo con una familia. Pero había una gran red de relaciones y fue por eso que en 1989, cuando se abrieron las fronteras, el número de jóvenes aquí se duplicó en un año. Tuvimos problemas prácticos de logística muy complicados.

—De manera inesperada, además.

—Sí, porque fue inesperado, fue muy rápido. Y ahora siguen viniendo.

—Hoy por hoy, ¿cuáles son los desafíos del mundo a los que Taizé abre sus brazos?

—Uno de los desafíos importantes es el de los migrantes. Acogemos aquí a jóvenes de África, de Siria, a algunas familias. Es un momento difícil para Europa en este nivel y quisiéramos que los corazones quedaran abiertos. Y es un desafío realmente difícil.

La acogida a personas perseguidas está en el origen y el ADN de la comunidad de Taizé. Aquel fue el germen de la comunidad, que comenzó como espacio de protección de refugiados judíos o perseguidos por otras razones y a los que el hermano Roger empezó a alojar con ayuda de su hermana Geneviève. Se dedicaron a esta tarea durante dos años, después de los cuales tuvieron que huir a Ginebra puesto que iban a ser apresados por la Gestapo.

A lo largo de mi estancia y de los encuentros iré descubriendo cómo Taizé ha vuelto la mirada a sus orígenes y es, de nuevo, lugar de acogida para demandantes de asilo y gente necesitada de refugio. Varias familias de refugiados procedentes de Siria han sido acogidas por la comunidad, que les acompaña en el proceso de regularización de su situación. También jóvenes procedentes de lugares de conflicto en África subsahariana han encontrado en Taizé un hogar donde reconstruir sus vidas. No hacerlo sería volver la espalda a una parte fundacional de su identidad.

—¿Qué queda hoy del legado del hermano Roger? ¿Qué quedará para el futuro?

—Creo que todo el espíritu que vivimos de apertura, de acogida, de reconciliación viene de él. Después, claro, hay que ir adaptándolo. Él mismo lo decía en la regla de Taizé: «Adáptate al momento presente»3. No quería imponer normas demasiado fijas para dejar la posibilidad de que se acomoden las cosas a cada época. Pero esas realidades fundamentales de reconciliación y de fraternidad vienen de él. Es su mensaje de paz, de comunión y creo que eso permanece hoy muy vivo, porque es el sentido mismo de Taizé.

—De hecho me ha sorprendido al leer Las fuentes de Taizé que no es una regla monástica al uso; incluso pensé que me había equivocado de libro en un primer momento. No dice: «Esto se hace así y así», hay una libertad.

—Sí, sí, él quería que fuese así –se para un momento para evocar las ideas del hermano Roger–. Como en el cuerpo humano está la columna vertebral, que no es tan gruesa, él decía: «Necesitamos algunas cosas fundamentales, algunos valores esenciales, muy fuertes, y después el resto puede girar, según la época». Muchas cosas pueden cambiar, pero ha de haber un eje central muy fuerte. Y después, como las ruedas, el resto puede girar si el eje es fuerte. Pero el eje no tiene que ser demasiado grande, sino sólido.

—¿Es ese eje, son esas pocas cosas esenciales, lo que puede traer la unidad de las Iglesias cristianas?

—La unidad de las Iglesias no es una meta en sí misma, es más un medio para ayudar a los seres humanos a estar unidos. No es una meta porque, si lo fuese, sería como si la Iglesia fuese su propia meta. Y Jesús les decía a sus discípulos que «fueran uno para que el mundo pueda creer»4, no para sí mismos, ni para ser más fuertes o por el hecho de estar bien juntos, sino para que el mundo pueda creer, para dar un signo de comunión.

—Para mostrar que esa unidad es posible, claro. Eso me hace entenderlo mejor, no ver esa unidad como un objetivo per se.

—Aquí el ecumenismo está muy presente, pero no como meta en sí mismo, sino como medio.

—Como medio para cambiar el mundo, para cambiar el corazón de las personas. ¿Cree usted que el paso por Taizé cambia la vida de la gente?

—No es que Taizé cambie la vida, es Dios quien cambia la vida. Quizá Taizé puede ayudar, pero no por ser Taizé, sino porque es el Evangelio lo que convierte a las personas.

—Es el encuentro con Dios, y Taizé como vehículo.

—Sí, sí, Taizé como lugar.

Un lugar maravilloso, casi se diría que un pedazo del cielo, pero muy enraizado en la Tierra. Acabamos nuestra charla y se oyen risas de uno de los grupos de jóvenes que están reunidos en el jardín. Uno quisiera quedarse allí para siempre, pero hay que continuar. Salvo para unas pocas personas, la colina es un lugar de paso. Así lo describió el propio papa san Juan Pablo II al afirmar que «se pasa por Taizé como se pasa junto a una fuente: el viajero se detiene, bebe y continúa su ruta»5. Un camino que lleva al compromiso local, ya sea grande o pequeño, a la vida cotidiana, pero llena de sentido.

Para beber de esta fuente acuden a la comunidad miles de jóvenes cada año que, con su movimiento incesante, habitan la colina. La estancia habitual es una semana –de domingo a domingo–, y la presencia tan numerosa de chicos y chicas conforma una suerte de ciudad llena de vida. Pasados La Casa y el campanario se abren los distintos espacios que estos jóvenes habitan. Salas de reuniones, una carpa para comer y, más arriba, la iglesia de la Reconciliación, rectilínea y sencilla, con sus cúpulas de regusto ortodoxo. Al seguir adelante se encuentran, a un lado, más de 40 barracones donde dormir, habitaciones con literas, una inmensa explanada en la que plantar las tiendas de campaña. A lo lejos El Oyak –el espacio más bullicioso de Taizé– donde, durante algunas horas al día, se abre un pequeño bar y una tienda con productos de primera necesidad. Es el punto de encuentro para unos jóvenes que necesitan también cantar, bailar, charlar y conocerse unos a otros. Tras la caseta de El Oyak por la noche suenan las guitarras: canciones de campamento pero también temas de moda, flamenco y hasta La Macarena.

La colina se va poblando, volviéndose una tierra habitada de peregrinos que vienen a beber en abundancia el agua llena de vida.

Aunque esta población nómada está compuesta fundamentalmente por jóvenes, también Taizé abre las puertas de manera menos numerosa a la acogida de adultos y familias con hijos. Según avanzamos por la colina, para ellos existen dos espacios: una zona para los adultos que llegan individualmente o en pequeños grupos, y otra zona donde se alojan quienes vienen acompañados de niños y niñas –ya sean parejas, madres o padres solos con sus hijos o, incluso, tíos y abuelos que traen a sus sobrinos o nietos a vivir la experiencia de Taizé–. Ese espacio en el que los más pequeños son bienvenidos y cuentan con actividades especiales se llama Olinda y está en el pueblo vecino de Ameugny, aproximadamente a 1,5 kilómetros de la Iglesia de Taizé.

Hacia allí me encamino después del encuentro con el hermano Charles-Eugène. Será un camino que recorra muchas veces en estos días, al volver de cada oración o reposando el eco de las palabras tras cada entrevista. Una ruta entre campos y vides, un paisaje hermoso, sereno, sembrado de vacas completamente blancas que pastan mirando las montañas a lo lejos. El entorno natural de la colina es otro facilitador del encuentro con Dios en Taizé. La posibilidad de pasear, buscando espacios de absoluto silencio, separados del bullicio de las zonas comunes, es el mayor lujo en un lugar sin lujos. Además de los caminos que unen los pueblos de esta región borgoñona, descendiendo un poco la colina hacia el este se abre un espacio privilegiado para encontrar naturaleza y silencio: la fuente de Saint Étienne. Un lago para reflexionar que es el entorno fundamental para quienes eligen pasar en silencio su semana en Taizé.

Así, la geografía de la colina se ha ido adaptando a las necesidades de los peregrinos que han ido llegando a Taizé desde hace más de 60 años. Necesidad de hospedaje, de alimento, de compartir, de silencio y de oración, los ingredientes básicos de una semana en esta comunidad ecuménica.

Vidas tocadas por Taizé

Подняться наверх