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HOLA, AMOR

Tú a mí no me conoces. Ni yo a ti tampoco.

Hace años que te espero en cada esquina,

en cada cruce de miradas,

en cada playa, entre cada árbol;

en cada portal, en cada nuevo saludo,

en cada nombre desconocido,

en cada tímida sonrisa.

Hace tiempo que te pienso y te espero

en cada grano de café.

Te he dibujado en mi mente como idea.

No como un plan ni como una expectativa.

Sólo como idea.

Porque las ideas vienen, llegan, te encuentran,

ocurren y mantienen vivo el destino.

En cambio, los planes son sinónimo

de objetivo, de meta.

Se trazan, se perfeccionan;

las expectativas se buscan, se luchan,

se evita en ellas los errores

para no fracasarlas y después…

Después, el golpe duele más.

Las ideas dejan espacio a la improvisación,

a la inspiración, a la espontaneidad;

se cuidan, se miman.

Y en ellas cabe aún más el amor que el dolor.

Amor, he pensado en tus manos y en tus gestos,

en el color de tus ojos, en la textura de tus labios,

a veces en tus andares, en tu pelo, en tus ideales

y en el lenguaje e idioma de tu corazón.

Pero nunca he imaginado el tono de tu voz.

Ese detalle lo reservo como la sorpresa

que me anunciará tu llegada a mí.

De espaldas y, tal vez, en una estación o en algún avión.

Pero sé que vives en un letargo lejano a nuestra próxima,

aunque imprevisible, casualidad.

Lo sé, porque te leo a veces

y cada vez con más frecuencia

e intensidad en mis sueños.

Y sé que llegarás volando como la brizna de Lorca,

como cada verano implacable que se presenta.

Porque ya te siento y el amor es eso, ¿verdad?

Un presentimiento y algún que otro

preciso y acertado latido.

La involución de un te quiero

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