Читать книгу Los cuentos del baúl - Dana Elisa Tronqui - Страница 3
ОглавлениеEl señor Mario
Del otro lado de un pequeño bosque, se encontraba un valle de igual tamaño con un río. Se vislumbraban diminutas casas hechas de ramas y barro y ninguna tenía puertas o ventanas. Solo una era mucho más grande, se levantaba al pie de una colina, con dos ventanales y una imponente puerta.
En uno de los extremos, al costado del camino principal, pastaba un viejo caballo amarrado a un carro.
Cerca de la laguna, se escucharon voces, risotadas que se acercaban. Cuatro hombres aparecieron cargados de presas, conejos, patos, caranchos, entre otros. Buena había sido la jornada, por eso estaban tan alegres.
Uno de los mayores era Tiburcio, padre de Bianco, de unos veinte años, que lo seguía de cerca desde atrás. El otro mayor era Valentín, gran amigo de Tiburcio y, por último, Anastasio, de veinticinco.
Llegaron al carro, y entre risas, anécdotas y bromas acomodaron la preciosa carga. De pronto Bianco se quedó inmóvil, con la mirada fija hacia delante.
—Eh, Bianco, ¿qué pasa? —Le preguntó su padre, mientras seguía acomodando.
El chico solo movía el brazo lentamente y señalaba. Todos miraron hacia donde apuntaba, en el medio del camino, a unos diez metros de ellos. Un carpincho enorme como jamás habían visto parecía observarlos moviendo solo su nariz de tanto en tanto. Todos quedaron inmóviles hasta que Tiburcio hizo señas a Anastasio que, muy sigilosamente, tomó el arma que tenía a su lado y empezó a prepararse.
Tiburcio dirigió miradas y señas que sus compañeros comprendieron de inmediato. Entonces, con Valentín y Bianco caminaron hacia el carpincho, abriéndose en abanico para rodearlo lentamente, mientras que Anastasio preparaba su arma. Cerca estaban los tres, Anastasio ya tenía un disparo certero, cuando el carpincho, como un soplido, saltó y corrió a internarse en uno de los senderos del bosque.
Rápido, Tiburcio dio órdenes. Anastasio se quedó en el carro y los otros tres se internaron en el sendero tras el carpincho. Uno a uno fueron desapareciendo.
A medida que avanzaban, el sendero se tornaba cada vez más siniestro y oscuro. Pronto perdieron de vista al animal. La tarde caía y estaban cansados y sedientos, querían volver. Se lamentaban de haber perdido semejante presa. De repente, Bianco señaló un punto en el bosque. Un destello de luz se veía entre los árboles, hacia allí fueron y llegaron a un pequeño valle, donde vieron las pequeñas casas y la gran casa de piedras con una enorme hoguera frente a su puerta. Era la única que tenía luz interior, así que se dirigieron a ella y observaron que nada se movía, excepto el fuego de la hoguera.
Entraron al lugar, que tenía un gran mostrador, varias mesas y sillas, y un cuadro que cubría casi toda la pared. En él se veían, de un lado, un grupo de soldados de la conquista; del otro, un grupo de indios adaptados; en el medio, una gran mancha blanca y, hacia arriba, en la ladera de la colina, una casa de troncos y piedras con una puerta y dos grandes ventanas a oscuras. El cielo era tormentoso.
En las mesas, grupos de dos o tres hombres observaban impávidos a los recién llegados. Detrás de la barra, con los brazos apoyados, un regordete semipelado y bigotón los miraba, mientras que de fondo se desatacaban botellas de diferentes vinos y licores.
—¡Ah, bueno! ¡Es una pulpería! Tenemos mucha sed, ¡vengan esos tragos, pulpero!
Los que estaban en la mesa observaban sin gesto, salvo el de beber de vez en cuando un trago.
Todos pidieron otro trago y, de repente, desde un rincón, sonó una voz cómica, estridente y pegajosa.
—Ah, los recién llegados son cazadores perdidos, seguro perseguían un pato y no agarraron ni una pluma.
No era muy chistoso, pero la forma en que hablaba hacía imposible contener la carcajada. Así comenzaron a hablar con el desconocido que, entre risas y anécdotas, deslizó que lo llamaban señor Mario y que le decían “el que está allí siempre”.
Eran tan cómicas las historias que el señor Mario contaba que ninguno escapaba de la risa por más sangrientas que fueran.
Comenzaba un relato siempre con ese tono cómico que explicaba que, hacía muchos años, él vivía tranquilo y feliz con sus animales en una casa en la ladera de la colina, sobre un pequeño valle, hasta que un día unos hombres ocuparon el lugar con armas y animales que habían cazado para comer. Pronto se les terminaron esas presas y atacaron a los animales del señor Mario. El hombre continuó relatando que se reunió con el cacique indio del otro lado de la colina y una noche lo llevó al valle donde estaban pernoctando los soldados, y avanzaron sobre ellos cortándoles las cabezas.
En ese momento, por la forma cómica del relato, Tiburcio se dio cuenta de que el señor Mario estaba hablando como si hubiera estado allí tres siglos antes. ¡No podía ser! Estaba loco… Por alguna razón, miró el cuadro y la casa tenía luz…
El señor Mario continuaba su historia:
—Mi trato era que los indios se llevaran las cabezas y yo con el resto tuve que hacer una gran hoguera para cocinar todo eso y que mis animales y yo comiéramos bien durante unos días.
Ninguno de los que estaba en la pulpería hacía un solo gesto, solo el pulpero esbozaba una pequeña sonrisa, entre las carcajadas de Tiburcio y Bianco.
—¡Vámonos de acá rápido —gritó Tiburcio.
Corrieron hacia el bosque, que se inundó de sonidos y gritos a su paso.
Amaneció, un carro se hundió en el pequeño arroyo del valle y cuatro nuevas casas aparecieron en el caserío.
El gran cuadro ya no tenía la mancha blanca, era un hombre como el señor Mario el único al que se le veía la cara.
La casa de la colina se iluminó y muchos animales brotaron en ella.