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Prólogo

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Si pudiéramos acceder a las deliberaciones de los jurados en cualquier arte, seguro asistiríamos a un intercambio peculiar acerca de la creación, las formas bellas, la tradición y la ruptura, la pretendida objetividad, el buen gusto, el nervio fino, el trazo inteligente, lo ideal y lo necesario, en fin, ¿cómo se llega a un fallo en medio de todo eso? Hay quienes enfrentan la tarea como un día más en la oficina, amparados en la seguridad de sus criterios. Otros se ven asaltados por la turbación, porque, de pronto, las bases, las teorías, las referencias, todo parece inconsistente. Algunos emprenden la faena buscando algo puntual, otros prefieren la sorpresa. Y no falta quien vive el proceso como una extensión de sus cuestiones personales, atrincherándose en ideas y posturas imbatibles. El resultado de todos los concursos es siempre injusto porque la deliberación siempre es un ejercicio espurio, una gimnasia de caballos.

Pero que no se malinterprete, detrás de todo fallo siempre hay una gesta noble, una pretensión sencilla y delirante: dar con esa línea, esa imagen sugerente, ese gesto luminoso que concentre, aunque sea por un instante, todo el sentido del mundo. Es una idea romántica, lo sé, tanto como esa rara afición que cultivamos por comparar, definir categorías y marcar a fuego y etiquetas todo, con la ingenua porfía de ordenar así, a partir de nuestra simpleza, un universo que no admite categorías definitivas, mucho menos en el arte.

Estamos siempre en pos de los mejores, acaso con la esperanza de hallar un trozo de imposible. De modo que ‘los mejores’ acaban convirtiéndose en ideales, en reflejo de todo lo que somos y de todo lo que nos falta. Para atestiguarlo ahí están el trabajador de la semana, el vendedor del mes, el atleta de la temporada: su institucionalización da cuenta de lo que somos capaces y de lo que hay que hacer para igualarlos, o superarlos. Quizá por eso Goethe decía que escribir era exorcizarse un poquito, porque solo el artista era capaz de revelarnos el tamaño de la incertidumbre, el mejor retrato del vacío.

Isaiah Berlin hablaba de dos tipos de escritores, los erizos y los zorros: los erizos siempre giran sobre el mismo asunto; los zorros avanzan por empeños diversos. Julio Torri diferenciaba entre escritores de imaginación y escritores de sentimiento. Para Karl Krauss, hay escritores que llevan el fondo y la forma como el alma y el cuerpo; mientras que otros llevan el fondo y la forma como el cuerpo y el hábito. A Juan Marsé y Alfredo Bryce les gustan los escritores que se desprenden de la infancia y no hablan de ella, pero también los que no se desprenden nunca de la infancia. Pirandello señalaba que algunos narraban por placer y otros por la necesidad de hallar un valor universal. Mientras que Umberto Eco pensaba que existen los que escriben lo que el público pide y los que hacen que el público pida lo que ellos escriben. Cada hombre es un misterio y cada escritor es un conjuro.

Entonces, a lo dicho, ¿cómo llegar a un fallo?, ¿cómo enfrentar una tarea insuperable? Cualquier respuesta será siempre relativa y discutible. Pero lo cierto es que, al final, las historias acaban imponiéndose. En la lectura y relectura todas se confrontan, se revelan, se potencian y oscurecen, hasta convertirse en paisajes familiares a los que uno quiere regresar y donde seguramente, después, habrá de llegar también el público. Porque más allá de cualquier escuela, de cualquier teoría y cualquier estética, siempre sabremos coincidir delante de una buena historia. Y eso es lo que son estos ganadores del Primer Concurso Nacional de Dramaturgia Teatro Lab organizado por el centro Cultural de la Universidad de Lima: cuatro relatos ante los que resulta difícil permanecer indiferente.

“Saint-Ex”, de Rafael Anselmi (Mención honrosa) es un viaje introspectivo junto al autor de El Principito, donde es posible reconocer en el eco de sus preguntas nuestras propias derivas.

“Saturno, Arturo y Jazmín”, de Bruno Espejo (Tercer puesto), narra una historia de descomposición familiar sin victimizaciones, desde un punto de vista joven y dando cuenta en escena de la lucha por el poder familiar y social.

A su vez, “Años luz”, de Federico Abrill (Segundo puesto), destaca por abordar el tema de la incomunicación de nuestro tiempo, desafiando la comprensión y la estructura de su propia obra.

Y, por último, “Zombi”, de Daniel Dillon (Primer puesto), es una propuesta de lenguaje arriesgado que recoge tópicos impactantes de la cultura de masas para hilvanar un argumento atractivo, en el que destaca la mirada de su protagonista y su búsqueda por encontrar el sentido de las cosas.

Se trata de historias muy distintas, pero ligadas por una misma ambición alrededor del lenguaje y las imágenes. Son historias que parten del hoy, pero que conversan con viejos referentes para proyectar una visión de lo que somos, de a dónde vamos y en qué nos estamos convirtiendo.

Que empiece la lectura y que siga la función.

Giancarlo Cappello

Presidente del Jurado

Concurso Nacional de Dramaturgia

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