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1 EMPEZAR POR EL PRINCIPIO o «Las montañas están vivas...»*
ОглавлениеEn este momento tengo sobre la mesa un montón de CD que no podrían ser más diferentes: una ópera del siglo XVII de Marin Marais cuya letra describe los sangrientos pormenores de una operación quirúrgica; un cuentacuentos norteafricano cantando una canción con la esperanza de que los ejecutivos que pasan a su lado le den una limosna; una obra escrita hace 185 años que, para ser ejecutada correctamente, precisa ciento veinte músicos, cada cual con su partitura propia e intransferible (la Novena sinfonía de Beethoven). Y, además: cuarenta minutos de gruñidos y chillidos de ballenas jorobadas del Pacífico; un raga del norte de la India con acompañamiento de guitarra eléctrica y caja de ritmos; un coro de los Andes peruanos sobre cómo fabricar una jarra de agua. ¿Me creerían si les digo que existe una oda a los placeres culinarios de los tomates caseros?
Plant’em in the spring eat ’em in the summer
All Winter without ’em’s a caulinary bummer
I forget all about all the sweatin’ and diggin’
Every time I go out and pick me a big ’un
Homegrown tomatoes, homegrown tomatoes
What’d life be without homegrown tomatoes?
Only two things that money can’t buy
That’s true love and homegrown tomatoes.*
GUY CLARK
A unos les parecerá evidente que todo esto es música, pero para otros será motivo de discusión. Muchos de nuestros padres, abuelos o hijos dicen que la música que escuchamos nosotros no es más que ruido. Por definición, el ruido es un conjunto de sonidos arbitrarios, confusos o no interpretables. ¿No será que todo sonido es potencialmente musical y que solo haría falta que entendiéramos su estructura interna, su organización? A esto apuntaba el compositor Edgar Varèse cuando dio su famosa definición de música: «sonido organizado». Lo que a una persona le parece ruido a otra le parece música y viceversa. Por decirlo de otra forma, lo que para unos es Mozart para otros es Madonna; lo que para unos es Prince, para otros es Purcell, Parton o Parker. Es posible que exista una clave para entender qué tienen en común estos conjuntos de sonidos y qué es lo que ha impulsado a la humanidad desde sus albores a interesarse tan profundamente por ellos no como mero sonido, sino como música.
Como dice el musicólogo David Huron, la música se caracteriza tanto por su ubicuidad como por su antigüedad. No existe ninguna cultura, ni presente ni pasada, que carezca de música, y algunos de los objetos más antiguos que se han encontrado en excavaciones arqueológicas son instrumentos musicales. La música es importante en la vida cotidiana de mucha gente en todo el mundo, y lo ha sido a lo largo de toda la historia de la humanidad. Quien quiera entender la naturaleza humana, la interacción entre cerebro y cultura, entre evolución, mente y sociedad, tiene que examinar con atención el papel que ha desempeñado la música en la vida del ser humano, la forma en que la música y la humanidad han evolucionado juntas, moldeándose la una a la otra. Musicólogos, arqueólogos y psicólogos han tocado el tema, pero hasta ahora nadie ha reunido todas estas disciplinas para dar cuenta completa de los efectos que ha tenido la música en nuestra historia social. Este libro es casi como un árbol genealógico, un árbol de temas musicales que dieron forma a la vida de nuestros antepasados, a sus días de trabajo y sus noches de vigilia: la banda sonora de la civilización.
Tanto los antropólogos como los arqueólogos, los biólogos y los psicólogos estudian los orígenes de la humanidad pero, en comparación, se ha prestado muy poca atención a los de la música, y me parece raro. Los estadounidenses gastan más dinero en música que en medicamentos o sexo,1 y la media de tiempo diario que pasan escuchándola es superior a cinco horas.2 Ahora sabemos que puede afectar al estado de ánimo y a la química del cerebro. Comprender más a fondo la historia común entre la música y la humanidad puede ayudarnos a entender mejor nuestros gustos musicales, lo que nos agrada y lo que no, y a dominar el poder que la música ejerce sobre nuestro estado de ánimo. Y, lo que es más importante, comprender nuestra historia conjunta nos permitirá vislumbrar el poder formativo de la música y la forma en que ha guiado el desarrollo de la naturaleza humana.
El cerebro musical explica, al menos parcialmente, la evolución de la música y del cerebro a lo largo de los milenios y en los seis continentes habitados. Afirmo que la música no es una mera distracción o pasatiempo, sino un elemento fundamental de nuestra identidad como especie, una actividad que preparó el camino para conductas más complejas, como el lenguaje, las obras cooperativas de gran alcance y la transmisión de información importante de generación en generación. Propongo seis clases de canciones que nos ayudarán a entender mejor el papel que ha desempeñado la música en la evolución de nuestra especie. Son canciones de amistad, de alegría, de consuelo, de conocimiento, de religión y de amor.
Ahora se puede encontrar casi toda la música del mundo en CD, o en el medio que los está reemplazando a gran velocidad: los archivos digitales de sonido en los ordenadores (llamados genéricamente —con poca precisión— MP3). En lo que respecta al acceso a la música, vivimos en una época sin precedentes. Prácticamente todas las canciones que se han grabado en la historia se pueden encontrar en Internet, y gratis. Y aunque la música grabada no es más que una pequeña parte de toda la que se ha cantado, tocado y oído, es tan abundante —los cálculos apuntan a diez millones de canciones o más— que puede servirnos perfectamente como punto de partida para empezar a hablar de la música del mundo. Gracias a musicólogos y antropólogos intrépidos, ahora podemos acceder incluso a piezas de música raras, indígenas y de la era preindustrial. Las culturas que no han conocido la industrialización ni la influencia de Occidente han conservado su música y, por lo que aseguran sus representantes, es posible que no hayan cambiado desde hace siglos, lo cual nos proporciona una ventana a la música de nuestros antepasados. Cuanta más música escucho de este estilo, así como de artistas occidentales nuevos para mí, más consciente soy de lo inmensa que es y de lo mucho que nos queda por conocer.
Entre la variedad de nuestro legado musical se encuentran canciones sobre personas, como «Bad, Bad Leroy Brown» o «Cruella de Vil»; una canción pegadiza dedicada a un psicópata asesino que mata al juez en su juicio;3 canciones que nos exhortan a comprar tal producto cárnico en vez de tal otro (perritos calientes Armour en lugar de salchichas Oscar Mayer); una en la que se promete cumplir una promesa;4 otra que lamenta la pérdida de un padre;5 música hecha con instrumentos a los que se les atribuyen mil años de antigüedad o recién inventados; música interpretada con herramientas eléctricas; un álbum de villancicos interpretado por ranas; canciones para provocar cambios sociales y políticos; el personaje ficticio de Borat cantando el himno nacional de Kazajstán, también ficticio, que alardea de la industria minera de su país:
Kazakhastan gratest country in the world
All other countries are run by Little girls
kazakhastan number one exporter of potassium
All other countries have inferior potassium.*
Y una canción sobre la contaminación acústica suburbanita:
Here comes the dirt bike
Beware of the dirt bike...
Brainwashing dirt bike
Ground-shaking dirt bike
Mind-bending dirt bike
In control
Soul-crushing dirt bike6*
A pesar de tanta diversidad, creo que existen seis clases de canciones, seis formas en las que siempre hemos hecho y experimentado la música en nuestra vida, y que están cargadas de fuerza explicativa.
He dedicado casi toda mi vida a estudiar, componer e interpretar música: pasé unos años produciendo discos de música pop y rock y ahora dirijo un laboratorio de investigación que se ocupa de la música, la evolución y el cerebro. Sin embargo, cuando empecé este proyecto, me preocupaba pecar de falta de perspectiva. No quería ser egocéntrico ni etnocéntrico. No quería caer en prejuicios de ninguna clase, ya fuesen culturales u otros tan insidiosos como puedan ser los de género, clase y generación, ni siquiera en los de tono o de ritmo. Por eso pregunté a varios amigos músicos y científicos qué era lo que, a su juicio, tenían en común todas las clases de música.
Fui a la Universidad de Stanford a ver a mi viejo amigo Jim Ferguson, director del Departamento de Antropología; fuimos juntos al instituto y somos buenos amigos desde hace treinta y cinco años. Los antropólogos estudian la cultura y la forma en que esta moldea el pensamiento, las ideas y nuestra visión del mundo, y estaba seguro de que Jim me ayudaría a salvar todos los escollos y prejuicios que tan seductores temía podían resultar. Hablamos de las múltiples funciones que tienen las canciones en la vida cotidiana en todo el mundo; nos dimos cuenta de que la música se ha usado de tantas formas a lo largo de los siglos que sería imposible enumerarlas de forma exhaustiva.
Por todas partes se encuentran canciones sobre el trabajo, la sangre, la lujuria, el amor... Hay canciones que cantan la grandeza de la divinidad, otras que dicen que nuestro dios es el mejor de todos, otras que cuentan dónde encontrar agua o cómo hacer una canoa; canciones para conciliar el sueño y para ayudar a mantenernos despiertos. Canciones con letra, con gruñidos y sonsonetes, o que se tocan en un trozo de madera con agujeros, sobre troncos de árbol, con conchas marinas y caparazones de tortuga; canciones que se tocan golpeándose las mejillas y el pecho, al estilo de Bobby McFerrin. Pregunté a Jim qué era lo que tenían en común todas esas canciones. Me respondió que esa no era la pregunta pertinente.
Citando al gran antropólogo Clifford Geertz, Jim dijo que, para intentar comprender la universalidad de la música, la pregunta pertinente no era qué tienen en común todas las clases de música, sino en qué se diferencian. La idea de que la mejor forma de saber lo que es la humanidad consiste en extraer las características comunes a todas las culturas es un prejuicio que tenía yo sin saberlo siquiera. Ferguson —y Geertz— creen que la mejor forma, y tal vez la única, de entender lo que nos hace humanos por encima de todo es plantarnos cara a cara con la enorme diversidad de cosas que hacen los seres humanos. Para comprender la musicalidad humana de la mejor forma posible hay que partir de las particularidades, de los matices, de la inmensa variedad de formas con que nos expresamos.
Somos una especie complicada, imaginativa y adaptativa. ¿Hasta dónde llega nuestra capacidad de adaptación? Hace diez mil años, los seres humanos, junto con sus animales domésticos y su ganado, representaban el 0,1% de la biomasa terrestre vertebrada que habitaba la Tierra; actualmente constituimos el 98%.7 El ser humano se ha expandido y vive prácticamente en cualquier zona climática de la superficie terrestre, por inhabitable que parezca. También somos una especie muy variable.8 Hablamos miles de lenguas distintas y tenemos ideas religiosas increíblemente dispares, y de orden social, y maneras de alimentarnos y ritos de matrimonio. (Ya solo las definiciones de parentesco presentan una variedad pasmosa, como se puede comprobar en cualquier texto universitario de introducción a la antropología.)
Por tanto, a tenor de toda esta diversidad, la pregunta pertinente es si la música cumple una serie de funciones en las relaciones humanas, y de qué manera ha influido cada una de ellas en la evolución de las emociones, la mente y el espíritu humanos en las diferentes etapas intelectuales y culturales de la historia. ¿Qué papel ha desempeñado el cerebro musical en la formación de la naturaleza y la cultura humanas en los últimos cincuenta mil años aproximadamente? Es decir, ¿cómo nos han hecho todas esas músicas lo que somos ahora?
En conclusión, es evidente que son seis las clases de canciones que han dado forma a la naturaleza humana: las de amistad, las de alegría, las de consuelo, las de conocimiento, las de religión y las de amor, pero acepto que no les parezca convincente así como así. Es posible que no se hayan utilizado las seis en un momento y un lugar determinados. Unas han predominado, otras han retrocedido. En estos tiempos modernos, con los ordenadores y las PDA, incluso desde los comienzos de la escritura hará unos cinco mil años, ya no tenemos tanta necesidad de conservar la memoria colectiva en canciones de conocimiento para que no se pierda, aunque muchos niños anglófonos todavía aprenden el abecedario y la sucesión de números con canciones, como la políticamente incorrecta «One Little Two Little Three Little Indians». En muchas culturas del mundo que desconocen la escritura, las canciones para desarrollar la memoria y para aprender a contar siguen siendo esenciales en la vida cotidiana. Como bien sabían los primeros griegos, la música era una forma perfecta de preservar información, más eficaz y eficiente que la simple memorización, y ahora empezamos a conocer el fundamento neurobiológico de esta verdad.
Según muchas definiciones, una «canción» es una composición musical creada o adaptada para ser cantada,9 pero aquí queda un dato sin aclarar: ¿quién hace la adaptación? ¿Tiene que hacerla un compositor u orquestador profesional, como cuando Jon Hendricks añadió a los solos de Charlie Parker unas sílabas sin sentido o cuando John Denver puso letra a la música de la Quinta sinfonía de Chaikovski?10 Yo creo que no. Si canto el riff introductorio de guitarra de «(I Can Get No) Satisfaction», de los Rolling Stones (como hacíamos muchas veces mis amigos y yo a los once años), el autor de la adaptación soy yo y, aunque se separe de la parte vocal de su canción, esa línea melódica, al quedar aislada, se convierte en una «canción» por el mero hecho de cantarla mis amigos y yo. Del mismo modo, podemos cantar «As Time Goes By» con la sílaba «la», sin la letra —tal vez no sepamos que la tiene o no hayamos visto Casablanca—, y eso ya es una canción por el mero hecho de que alguien la canta. Abundando en lo mismo, supongamos que solo hubiera una persona en el mundo que conociera la letra de «As Time Goes By» y que todos los demás nos limitáramos a tararear, silbar o cantar la melodía con la sílaba «la». En este caso, la intuición me dice que no dejaría de ser una canción por el hecho de no cantar la letra.
Somos muchos los que intuimos que la categoría de «canción» es muy amplia e incluye cualquier cosa que se nos ocurra cantar o cualquier serie de sonidos que se le parezca. Insisto: espero que El cerebro musical no sea un libro estrecho de miras desde un punto de vista cultural. La música africana de tambores tiene una función importante en la vida cotidiana de millones de personas y, aunque a algunos les parezca que eso no son canciones, pasar por alto una forma de expresión tan puramente rítmica (y difícil de cantar, salvo para un Mel Tormé o un Ray Stevens) delataría un prejuicio a favor de la melodía. El rock, el pop, el jazz y el hip-hop, que son las formas musicales más populares en la actualidad, no existirían sin la percusión africana, de la que derivan. Como voy a demostrar, la percusión posee, entre otras muchas, la cualidad de producir canciones de vinculación social y amistad que tienen mucha fuerza.
Para entender la evolución de la humanidad y el papel que en ella ha desempeñado la música es muy aconsejable liberar de prejuicios la mente —y el oído—, sin excluir ninguna forma musical antes de tiempo. No obstante, la evolución de la mente y de la música se sigue con más facilidad en la música con letra, porque el significado de la expresión musical es menos discutible. Resulta más fácil hablar provechosamente del significado cuando las notas van unidas a palabras (¿o son las palabras las que se unen a las notas?). Puesto que la música no empezó a grabarse hasta hace unos cien años, y ni siquiera se escribía con toda exactitud hasta unos pocos siglos antes, el legado histórico musical se encuentra principalmente en las letras. Por estas dos razones, El cerebro musical se centra sobre todo en la música con letra.
Utilizo la palabra «canción» por abreviar y, en su sentido más amplio, en representación de todas las formas musicales. Con ella me refiero a cualquier música creada o interpretada por alguien, con o sin melodía, con o sin letra. Me interesa sobre todo la parte de la composición musical que la gente recuerda, la que se le «pega» y sigue recordando hasta mucho después de dejar de oírla, esos sonidos que intentamos repetir más adelante o tocar para otros; esos sonidos que confortan y vigorizan, que acercan a unas personas a otras. Confieso que, inconscientemente, llegué a este proyecto con el prejuicio de que las mejores canciones se popularizan y las canta mucha gente. Es posible que ese prejuicio se deba al tiempo que trabajé en la industria discográfica. Al fin y al cabo, «Happy Birthday» se ha traducido a casi todas las lenguas del mundo (incluso al klingon, como muy saben los seguidores de Star Trek: La nueva generación; la canción se titula «qoSlIj DatIvjaj»).11
Sin embargo, Pete Seeger ha señalado que, en algunas culturas, las mejores canciones son las que se componen para cantarse y tocarse a una única otra persona. Seeger ha escrito canciones como «If I Had a Hammer» y «Turn, Turn, Turn» (esta última, con letra tomada del Eclesiastés).
«Entre los indios americanos —cuenta Seeger—, cuando un joven se fijaba en una muchacha, se fabricaba un caramillo y componía una melodía. Cuando ella iba por agua al arroyo, él se escondía entre la maleza y le tocaba su canción. Si a la muchacha le gustaba, lo seguía y comprobaba a dónde llevaban las cosas. Pero era una canción solo para ella. La canción no podía ser de cualquiera, era personal e intransferible. Pertenecía a una persona. Se podía cantar la canción de otro cuando había muerto, para recordarlo, pero cada cual tenía la suya. Y, naturalmente, en la actualidad, muchos grupos pequeños tienen la sensación de que las canciones son suyas y no les gusta que se conviertan en cosa de todos».
La música tiene a menudo carácter privado, cuando tarareamos, silbamos o cantamos para nosotros al tiempo que hacemos alguna tarea cotidiana. El neurocientífico Ani Patel descubrió que en la isla de Papúa Nueva Guinea la forma musical dominante es la privada.
Todos estamos condicionados en mayor o menor medida por nuestra historia personal y la cultura a la que pertenecemos. Yo tengo los condicionamientos de un varón estadounidense que se crió en California entre las décadas de 1950 y 1960. Pero he tenido la suerte de conocer una amplia variedad de formas musicales. Antes de cumplir cinco años, mis padres me llevaban a ver espectáculos musicales y de ballet y, gracias a obras como El cascanueces o Flower Drum Song, entré en contacto a edad temprana con las escalas y los intervalos orientales: ahora los neurocientíficos creen que el contacto temprano con otros sistemas tonales es importante para apreciar más adelante la música de otras culturas. Si de pequeños somos capaces de aprender cualquier lengua con la que estemos en contacto, también nuestro cerebro es capaz de aprender a extraer las reglas y estructuras de cualquier música con la que entremos en contacto a una edad suficientemente temprana. Eso no significa que no podamos aprender otras lenguas o apreciar otras músicas más adelante, pero cuando nos las encontramos de pequeños, aprendemos a procesarlas de una forma natural porque el cerebro se conecta literalmente por sí solo a los sonidos de estas primeras experiencias. Gracias a mi padre me gustan las big bands y el swing; gracias a mi madre, la música de piano y los standards de Broadway. Mi abuelo materno era muy aficionado a la música cubana y latina, así como a las canciones folclóricas de Europa del Este. Cuando tenía seis años escuchaba a Johnny Cash por la radio y mi cerebro se conectó con el country, el blues, el bluegrass y el folk.
He oído muchas veces que la música clásica es incomparable. «¿Cómo puedes decir sinceramente que esa basura repetitiva y a todo volumen que llaman rock and roll se parece ni de lejos a la sublime música de los grandes maestros?». Adoptar esta actitud supone pasar por alto el pequeño inconveniente de que una de las mayores fuentes de inspiración y gozo de los grandes maestros era la música popular «común» de su época. Muchas de las ideas melódicas de Mozart, Brahms y hasta del bisabuelo Bach se inspiran en las baladas, en los bardos, en la música folclórica europea y en las canciones infantiles. La buena melodía (por no hablar del ritmo) no conoce límites de clase, estudios ni educación.
Casi cualquiera podría escribir sin mucho esfuerzo una lista de las canciones que más le gustan, canciones que nos alegran, nos consuelan o elevan nuestro espíritu, y que nos recuerdan quiénes somos, a quién amamos, de qué grupos formamos parte. Cuando se lo pido a la gente que asiste al laboratorio, siempre me sorprende la diversidad de las respuestas. La música es enorme. La hace gente tan variada como esas listas, gente de formación y procedencia tan diferentes como los que la escuchan. Todos los días nacen formas musicales por evolución de otras anteriores. Y cada nueva canción añade un eslabón a la larga cadena milenaria de mejoras evolutivas en la composición de canciones: unas leves alteraciones de la «estructura genética» de una canción dan como resultado una nueva.
Hay canciones que se dedican a una persona determinada, pero después mejoran (o se diluyen) por exceso de aplicación o de generalización. Cualquier chica que se llamara María o Michelle en los años sesenta (Bernstein y los Beatles), o Alison o Sally en los setenta (Elvis Costello y Eric Clapton), sabe lo que es que la acosen con la canción que lleva su nombre, trátese de amigos o de personas a las que acaba de conocer, que ríen su propia gracia al establecer la sencilla e infantil relación entre el nombre de la chica y el de la canción. Cualquiera que tenga tan poco sentido común como para llegar a cantar a alguien la canción que lleva su nombre comete una tontería doble, porque además cree que es la primera persona a la que se le ocurre hacerlo. A mí me han fastidiado, molestado y provocado incontables veces cantándome «Danny Boy» o «Daniel» (Elton John), esperando, además, que me desternillara de risa por esa muestra de ingenio. Steely Dan tienen la costumbre de cantar a personajes singulares con nombres como Rikki, Josie y Dupree, e incluso la han puesto de moda. Pero, lógicamente, cuanto más raro es el nombre, más eufórico se muestra el torturador de turno. Conozco a gente que se llama Maggie Mae, Roxanne, Chuck E. y John-Jacob (Rod Stewart, los Police, Rickie Lee Jones y una antigua canción infantil), y se quedan asombrados cuando alguien les canta su canción como si a nadie se le hubiera ocurrido hacerlo antes.12
Las canciones de amistad (de vínculación social), como «Smokin’ in the Boy’s Room» y «Tobacco Road», han dado legitimidad y han unido a decenas de millares de estudiantes de bachillerato que, por lo demás, eran unos marginados en sus institutos y se dedicaban a actividades ilegales pero «molonas». Los himnos de colegio y los himnos nacionales son una extensión de esta clase de canciones vinculadoras aunque a mayor escala; puede que la mayor de todas sea la de las canciones que unen al mundo entero, como «We are the World», de Michael Jackson y Lionel Richie. Esta clase de formación grupal y de refuerzo encuentra su expresión en las canciones de amistad, y existen pruebas de que esta clase de canciones han cumplido una función muy importante a lo largo de la historia de la humanidad.
Las de amor también crean vínculos; expresan el amor que se desea, el que se encuentra o el que se pierde. Reflejan un vínculo tan fuerte como para lograr que la gente haga cosas que no siempre redundan en su interés personal. Como canta Percy Sledge, cuando un hombre ama a una mujer, gasta hasta el último céntimo en procurar no separarse de ella.
He’d give up all his comforts
And sleep out in the rain
If she said that’s the way it ought to be13*
¿Por qué nos conmueve tanto la música? Pete Seeger dice que es por la manera en que se combinan el medio y el significado en la canción, por la combinación de la forma y la estructura con un mensaje emocional.
«La fuerza musical proviene de la idea de la forma, mientras que el habla no está tan organizada. Uno puede decir lo que quiere decir, pero, al igual que la pintura, la cocina o cualquier arte, la música tiene forma y propósito. Y el resultado nos fascina, se convierte en algo que podemos recordar. La buena música salta barreras lingüísticas, religiosas y políticas».
Esta mezcla poderosa de emoción y evolución cultural ha producido en nuestro cerebro musical diversidad, poder e incluso historia. Y lo ha hecho de seis maneras definibles.
El estudio de la conducta humana ha experimentado una revolución en los últimos veinte años gracias a la aplicación de los métodos de la neurociencia a la cognición y la experiencia musical. Ahora podemos ver el cerebro en funcionamiento, localizar las zonas que entran en acción al realizar determinadas actividades. Gracias al trabajo combinado de la biología evolutiva y la neurociencia, empezamos a hacernos una idea del proceso de adaptación del cerebro humano al pensamiento y a formular teorías sobre los motivos de su evolución. Uno de los objetivos de este libro es contrastar estas teorías en relación con la música, el cerebro, la cultura y el pensamiento. Si la música ha perdurado tanto en nuestra especie, ¿cuáles son las fuerzas culturales y biológicas que impulsan sus formas y sus usos?
Al principio no existía el lenguaje. Es posible que tuviéramos música antes de poder nombrar. Por supuesto, teníamos sonidos, y nos decían cosas: el trueno, la lluvia, el viento; el sonido de las rocas o las avalanchas cayendo por las colinas; las llamadas de alerta de los pájaros y los monos; los rugidos de los leones y los tigres, los gruñidos de los osos (¡qué miedo!). E imágenes y sonidos que complementaban nuestra conciencia de lo que ocurría en el mundo, unas veces benignos, otras peligrosos. Al carecer del lenguaje, nuestra capacidad para representar lo que no teníamos ante los ojos era sumamente limitada. ¿Era una limitación que estaba en nuestro cerebro o simplemente carecíamos de la capacidad para comunicarnos verbalmente, de palabras que sirvieran como sustitutos de lo que no estaba en nuestra conciencia?
Las pruebas reunidas por la neurociencia evolutiva indican que ambos aspectos van emparejados. Solemos pensar que solo evolucionó nuestro cuerpo —el pulgar oponible, la postura erecta, la percepción de la profundidad—, pero también lo hizo el cerebro. Antes de la aparición del lenguaje, el cerebro humano no estaba plenamente capacitado para aprenderlo, hablarlo o representarlo. El lenguaje fue surgiendo conforme el cerebro adquiría la flexibilidad fisiológica y cognitiva necesaria para manipular símbolos; el uso de verbalizaciones rudimentarias —gruñidos, llamadas, chillidos y gemidos— estimuló el crecimiento de las estructuras neuronales que sustentan el lenguaje. Pero ¿cómo nacieron la música y el lenguaje? ¿Quién los inventó? ¿Cuál es su origen?
Pensar que el lenguaje o la música fueron obra de un solo innovador o que nacieron en un espacio y un momento concretos resulta inverosímil;14 en realidad, surgieron como resultado de un gran número de mejoras, introducidas por legiones de personas a lo largo de milenios y en muchos lugares distintos. Y, sin duda, esas mejoras se desarrollaron a partir de estructuras y capacidades que ya teníamos, heredadas genéticamente de nuestros antepasados animales y protohumanos. Ciertamente, el lenguaje humano es cualitativamente diferente de todos los lenguajes animales, en concreto por su carácter generativo (la capacidad de combinar elementos para crear un número ilimitado de enunciados) y autorreferencial (la capacidad de utilizar el lenguaje para hablar sobre el lenguaje). Creo que la evolución de cierto mecanismo cerebral —probablemente situado en la corteza prefrontal— creó un modo de pensamiento que sustentó el desarrollo del lenguaje y del arte.
Este mecanismo neuronal nos proporcionó las tres capacidades cognitivas que caracterizan al cerebro musical. La primera es la toma de perspectiva,15 la capacidad para pensar en nuestros propios pensamientos y comprender que los demás pueden tener ideas o creencias que difieren de las nuestras. La segunda es la representación, la capacidad de pensar en cosas que no tenemos ante los ojos. La tercera es la reorganización, la capacidad de combinar, recombinar e imponer un orden jerárquico a los elementos existentes en el mundo. La suma de estas tres facultades otorgó a los primeros humanos la capacidad de crear representaciones del mundo —pinturas, dibujos, esculturas— que preservaban los rasgos esenciales de las cosas, aunque no necesariamente todos los detalles. Aislada o conjuntamente, estas tres capacidades son el fundamento del lenguaje y del arte, dos instrumentos que nos permiten representar el mundo no mediante reproducciones exactas, sino preservando sus características esenciales tal como las percibe nuestra mente, y transmitir esa percepción a otras personas. La conciencia de que nuestros sentimientos no son necesariamente los de los demás, junto con el impulso a crear vínculos sociales con nuestros semejantes, dio nacimiento al lenguaje y al arte, a la poesía, al dibujo, a la danza, a la escultura... y a la música.
La posibilidad de hablar de cosas que no tenemos ante nosotros es una propiedad importante del lenguaje. Podemos hablar del miedo o hablar de la palabra «miedo» sin estar asustados. Esta capacidad de representación requiere un enorme poder computacional. Para soportar esta clase de pensamiento abstracto, el cerebro humano tuvo que evolucionar hasta poder manejar millones de fragmentos de información, simultáneos y frecuentemente contradictorios, y conectarlos con otros, anteriores y posteriores.
Para conectar la información, los seres humanos empleamos un instrumento que, a diferencia de los animales, sabemos manejar: la codificación de relaciones. Nos resulta fácil captar la idea de que una cosa es más grande que otra. Si pido a un niño de tan solo cinco años que elija el más grande de los tres cubos que tiene ante sí, acertará sin esfuerzo. Si añado un cubo el doble de grande y le pido que me diga cuál es ahora el más grande de todos, dará la respuesta correcta. Un niño de cinco años tiene esa capacidad; un perro, no.
La comprensión de las relaciones resulta fundamental en música y constituye una piedra angular de todos los sistemas musicales. Una de esas relaciones es la equivalencia de octavas,16 el principio por el que los hombres y las mujeres pueden cantar juntos como si lo hicieran al unísono, pese a que la voz de las mujeres suele ser una octava más alta. Este modo relativo de procesamiento nos permite asimismo reconocer «Cumpleaños feliz», sea cual sea la clave en la que se cante, en virtud de lo que los músicos llaman transposición, y constituye la base compositiva de casi todos los estilos musicales. Pensemos en el comienzo de la Quinta sinfonía de Beethoven. Escuchamos tres notas de la misma altura y duración, seguidas por otra más larga y de menor altura. Beethoven toma este motivo y lo baja en la escala, de modo que las siguientes cuatro notas tienen el mismo contorno y ritmo. Nuestra capacidad para reconocer que el motivo es esencialmente el mismo, aunque las notas no sean idénticas, está guiada por el procesamiento relacional. Las investigaciones que se han llevado a cabo durante décadas en el campo de la cognición musical han demostrado que los seres humanos procesamos la música recurriendo tanto al procesamiento absoluto como al procesamiento relacional, es decir, atendemos tanto a la altura y la duración de las notas que oímos como a sus valores relativos. El alcance de este doble procesamiento parece ser una característica exclusivamente humana.
El desarrollo del lenguaje, de la música, de la poesía y de todas las artes necesitaba estas formas de procesamiento y los mecanismos cerebrales que las sustentan. Como ya he dicho, creo que su origen radica en la evolución de una estructura cerebral común a todos ellos. El arte tiene el propósito de representar algún aspecto de la experiencia humana, y lo hace de forma selectiva. Si un objeto artístico reproduce exactamente su modelo, no es más que una copia. El valor del arte consiste en destacar unos elementos a expensas de otros —centrarse en uno o varios aspectos de la apariencia visual o sonora de la cosa, o de los sentimientos que produce— para llamar la atención sobre los primeros. Podemos hacerlo para recordar cómo nos sentimos ante cierta experiencia o para comunicarla. La música combina la dimensión temporal del cine y la danza con la dimensión espacial de la pintura y la escultura, sustituyendo el espacio tridimensional propio de las artes visuales por un espacio de alturas (o de frecuencias). La corteza auditiva ha llegado a desarrollar mapas de frecuencia que funcionan de manera análoga a los mapas espaciales de la corteza visual.
El impulso que nos guía a la creación artística es tan poderoso que logramos satisfacerlo hasta en las circunstancias más difíciles. Durante la Segunda Guerra Mundial, muchos prisioneros de campos de concentración alemanes escribieron poesía, compusieron música y pintaron; según Victor Frankl, esas actividades daban sentido a la miserable existencia de aquellos muertos en vida. Frankl y otros autores han señalado que esa explosión de creatividad en circunstancias excepcionales no suele ser el resultado de una decisión consciente para mejorar la vida o nuestra visión de las cosas por medio del arte. Al contrario, se presenta casi como una necesidad biológica, tan esencial como comer y dormir; de hecho, muchos artistas, cuando están abstraídos en su trabajo, se olvidan de las dos cosas.
Ursula Bellugi, profesora del Salk Institute, descubrió una forma de poesía inventada por personas sordas que se comunican mediante la lengua de signos americana. En lugar de utilizar una sola mano para formar ciertos signos, utilizan las dos: mantienen en el aire el signo formado con la mano izquierda mientras la derecha crea un efecto de legato, de superposición visual. Se modifican los signos y se crean ciertas repeticiones visuales —una música para los ojos— análogas a las repeticiones, el fraseo y la métrica de la poesía oral. Creamos porque no podemos dejar de hacerlo, porque nuestro cerebro está programado para ello, porque la evolución y la selección natural favorecieron a los cerebros cuyo impulso creativo podía utilizarse para encontrar refugio o comida en situaciones difíciles, para procrear y cuidar de la descendencia al competir para lograr aparearse. La posesión de un cerebro creativo indicaba flexibilidad cognitiva y emocional, cualidades que podían ser útiles a la hora de cazar o de enfrentarse a conflictos con otros miembros del grupo o con otras tribus.
A lo largo de siglos marcados por la selección sexual, los cerebros creativos se volvieron más atractivos, puesto que podían resolver un abanico más amplio de problemas imprevisibles. Pero ¿cómo se volvieron más atractivos los cerebros musicales? Pensemos en las razones por las que nos gustan los bebés. Supongamos que ciertas personas, a causa de procesos aleatorios que escapan a nuestra comprensión (¡y a la de ellas mismas!), piensan que los niños pequeños son maravillosos, y otras personas no. Dichos procesos son formalmente análogos a aquellos otros por los que uno es más alto que su padre, se queda calvo a los veinticinco años, tiene un gran sentido de la orientación o posee la capacidad de reírse mientras todo su mundo se derrumba. Las personas a las que les gustan los niños —sencillamente por haber ganado un premio en una especie de lotería genética y ser los primeros en su familia que manifiestan esa actitud— pasarán mucho más tiempo con sus hijos, cuidarán más de ellos, jugarán más con ellos y les prestarán más atención que las personas en las que no despiertan el mismo entusiasmo. Al existir millones de casos como estos, habrá más posibilidades de que los padres a los que les encantan los niños tengan hijos más equilibrados, mejor educados y más sanos que los padres a los que no les gustan tanto. Esta diferencia en el estilo de crianza puede hacer que los hijos que han recibido mejores cuidados encuentren pareja y tengan descendencia, aunque solo sea porque hay más probabilidades de que estén sanos y vivan el tiempo suficiente, o tengan los conocimientos y el apoyo necesarios para adquirir comida y techo cuando vayan a procrear. A la larga, el número de descendientes de los hijos cuidados en la infancia será superior.
Es el principio básico de la selección natural de Darwin. Como dice el filósofo Daniel Dennett, no pensamos que los niños sean encantadores porque lo sean intrínseca u objetivamente (signifique eso lo que signifique).17 El proceso evolutivo ha favorecido la descendencia de las personas a las que les gustaban los niños, por lo que esa característica se ha difundido entre la población.
Por analogía, los seres humanos a los que la creatividad les resultaba atractiva procrearon con músicos y artistas, y así —sin saberlo— confirieron una ventaja reproductiva a su descendencia. Es posible que los primeros músicos fueran capaces de forjar vínculos más estrechos con sus semejantes gracias a su mayor habilidad para comunicarse emocionalmente, apaciguar la confrontación y aliviar las tensiones interpersonales. También es posible que pudieran codificar en sus canciones información importante para la supervivencia: las canciones eran fáciles de memorizar y daban a sus hijos una ventaja suplementaria para salir adelante. Por tanto, si nos gusta crear y escuchar canciones, no se debe a ninguna cualidad intrínseca a la música, sino a que nuestros antepasados que disfrutaban con ella sobrevivieron y transmitieron el gen que sustenta esos sentimientos.
Los psicólogos y los biólogos han observado una cosa que nos hace humanos y nos diferencia de las otras especies del planeta. No se trata de que podamos comunicarnos por medio del lenguaje (otros animales, como los pájaros, las ballenas, los delfines y hasta las abejas tienen sofisticados sistemas de señales), ni de que hayamos aprendido a utilizar herramientas (los chimpancés tienen la misma capacidad), ni de que hayamos creado sociedades organizadas (las hormigas también las tienen) o aprendido a engañar (los cuervos y los monos saben hacerlo). Tampoco se trata de que seamos animales bípedos y tengamos pulgares oponibles (como los primates), o de que solamos elegir a una pareja de por vida (como los gibones, los ratones de campo, los peces ángel, las grullas canadienses y las termitas). Lo que más nos diferencia es algo que está fuera del alcance del resto de los animales: el arte.18 Y no ya solo su existencia, sino la importancia que tiene para nosotros. Está demostrado que los seres humanos tenemos un poderoso impulso que nos mueve a crear arte de muy diversos tipos: figurativo y abstracto, estático y dinámico, obras que utilizan el espacio, el tiempo, la imagen, el sonido y el movimiento.
Nuestra necesidad de expresarnos por medio del arte queda patente en las pinturas rupestres y en la decoración de objetos por lo demás utilitarios, como atestigua el descubrimiento de jarras decoradas de treinta mil años de antigüedad. Algunas de las pinturas rupestres más tempranas muestran a seres humanos bailando. Hace casi cien años, la edición de 1911 de la Enciclopedia Británica afirmaba que la poesía había ejercido «un efecto tan grande en el destino humano [...] como el descubrimiento del uso del fuego». Establecer una equivalencia entre la poesía y el fuego es una metáfora atinada y elocuente (¿el fuego del alma de los seres humanos?, ¿el deseo ardiente de expresar sentimientos mediante ritmos y rimas?). No obstante, ¿de verdad creemos que la poesía ejerció un efecto tan profundo en el desarrollo de la historia humana? Así lo afirma la Enciclopedia Británica: la poesía y, posiblemente, las letras de las canciones han cambiado la historia, han iniciado y detenido guerras, han documentado nuestro desarrollo y han transformado nuestras ideas.
Aparte de ser un indicativo de creatividad y de la capacidad de pensamiento abstracto, el desarrollo del cerebro artístico (origen de la poesía, la música, la danza y la pintura) permitió la comunicación metafórica de la pasión y la emoción. La metáfora nos permite explicar cosas de forma indirecta, a veces evitando la confrontación, otras ayudando a comprender lo que resultaba oscuro. El arte nos permite dirigir la atención de una persona hacia aspectos de un sentimiento o de una percepción que de otro modo le habrían pasado inadvertidos, al destacar aquello que nos interesa enmarcándolo, literalmente, para aislarlo de otras ideas o percepciones.
La música y la poesía, artes del sonido, ocupan un lugar privilegiado en la historia de la humanidad: así lo ponen hoy en día de manifiesto los estudios de casos en el campo de la neurología. Las personas que padecen alzhéimer, que han sufrido un ictus o que tienen un tumor o cualquier otra lesión en el cerebro pueden perder la capacidad de reconocer rostros, incluso los de las personas con las que han pasado toda su vida, u objetos tan simples como cepillos o tenedores. Sin embargo, muchas son capaces de recitar poemas de memoria y de cantar canciones que aprendieron de niños. Todo indica que en lo más profundo del cerebro humano existe la capacidad de crear y recordar versos, tanto recitados como cantados. A lo largo de la historia, muchos artistas han sentido la necesidad irrefrenable de escribir música y poesía en campos de batalla, mazmorras, incluso en su lecho de muerte. Sin duda, este impulso surgió de las mismas mutaciones y adaptaciones de la corteza frontal que posibilitaron el nacimiento del arte y del lenguaje. Escribimos y cantamos música y poesía no por sus cualidades intrínsecas, sino porque nuestros antepasados que encontraban placer en ello fueron los que sobrevivieron, se reprodujeron y transmitieron esta preferencia visceral. Si hoy somos una especie musical, poética y artística, es porque nuestros antepasados lo fueron hace miles de años.
Sin embargo, la poesía ocupa en la actualidad un lugar mucho menos importante que en otros tiempos, puesto que a lo largo de los últimos siglos hemos sustituido los poemas por las canciones. Cualquier crío de catorce años escucha más música en un mes que la que pudo escuchar mi bisabuelo durante toda su vida. En un iPod se pueden almacenar veinte mil canciones, una cifra superior a la de los archivos de siete emisoras de radio e infinitamente más elevada que la que los miembros de una tribu de cazadores-recolectores pudieron haber conocido en la prehistoria. Antes de examinar las seis canciones que han modelado la naturaleza humana, debemos explorar con más detenimiento las letras, y preguntarnos si son poesía en todos los casos, y qué es la poesía si es que no cabe identificarla con ellas. Cuando la letra de una canción se aísla de la música, ¿transmite el mismo significado?
En la introducción al volumen que reúne las letras de sus canciones, Sting escribe lo siguiente:
La letra y la música han dependido siempre la una de la otra, como el maniquí y las ropas con que se lo viste: si los separamos, lo que nos queda es un muñeco desnudo y una pila de ropa. La publicación de las letras de mis canciones [...] [invita a plantearse] la pregunta de si la letra de una canción es poesía o es otra cosa completamente diferente [...] Mis productos han quedado despojados de las vestiduras que les daban cuerpo.
Escribir la letra de una canción no es lo mismo que escribir un poema. A diferencia de la estructura del poema, que es intrínseca, la melodía y el ritmo de la música ofrecen una armazón extrínseca. En la música hay notas que resaltan en virtud de su altura, su volumen o su ritmo; esos acentos restringen las palabras que pueden encajar con la melodía, y ayudan a crear el maniquí musical al que se adaptará la ropa de la letra. Por otro lado, en la poesía, las formas y estructuras convencionales que el poeta se impone tienen un significado: la epopeya es apta para la historia, como la elegía lo es para el lamento y la oda para el amor. Tradicionalmente, la poesía se ha estudiado desde el punto de vista de estas formas (patrones rítmicos y métricos, número de versos).19 Los sonetos eran para el amor; la epopeya encajaba con los dísticos; las endechas transmitían tristeza.
Durante toda mi vida he tratado de componer canciones. Sin embargo, los auténticos compositores a los que tengo como amigos siempre me han dicho que, aunque mis melodías tienen fuerza, mis letras cojean. Todas las comunicaciones, propuestas y conferencias que he escrito no me han ayudado a mejorar. Tengo que confesar que la poesía nunca me interesó demasiado y que tampoco la comprendía del todo, pese a haberla estudiado durante todo un curso en la universidad, allá por los setenta. Hace unos diez años, mi amigo Michael Brook, compositor de música instrumental y cinematográfica, me dijo que para componer buenas letras hay que leer poesía.
Al día siguiente me encontré por casualidad con mi antiguo profesor de poesía, al que llamaré Lee, en la universidad donde yo mismo —tras una carrera poco convencional en el mundo de la música— ejercía la docencia. Nos tomamos un café y le dije que quería mejorar como letrista. Le pregunté por la diferencia entre la poesía y las letras de las canciones. Una vez más, había formulado una pregunta inadecuada.
«Las letras son poesía —protestó Lee—. Son dos variedades de una misma cosa. Las letras de la música popular son una clase particular de poesía. Te equivocas al pensar que existe una diferencia tajante entre las dos. La poesía lírica es un género antiquísimo». Lee mencionó el tesoro de la lírica medieval e isabelina, los poemas / canciones de Campion, Sydney y Shakespeare (además de canciones alemanas como «An Sylvia», de Schubert). Señaló la práctica, nada infrecuente, de componer música a partir de poemas: la canción tradicional inglesa «Drink to Me Only with Thine Eyes» utiliza como letra un poema de Ben Jonson, y un músico actual como William Bolcom ha recurrido a autores como William Blake para componer canciones.
John Barr, presidente de la Poetry Foundation y reconocido poeta, ha expresado hace poco una idea similar. Contra la idea de una poesía encerrada en una torre de marfil, ha escrito lo siguiente:
Los amantes de la poesía suelen sentir auténtica vergüenza y hasta asco ante la poesía cowboy, los poemas infantiles, el rap y el hip-hop [...] Su sensibilidad lectora resulta ofendida. (El único placer que les ofrece la lectura es un placer culpable.) Por si fuera poco, Wallace McRae, Tupac Shakur y Jack Prelutsky escribieron obras de esa clase para públicos tan nutridos como devotos. Los defensores de la poesía seria desdeñan estas obras como simples acumulaciones de versos, indignas de la poesía auténtica, y actúan para evitar, en la medida de sus posibilidades, que se reproduzcan en el futuro [...] El resultado es una parcelación del mundo de la poesía.20
Sin duda, las letras de las canciones tienen algo de lo que carecen los poemas: la melodía, el maniquí al que Sting decía haber ajustado la ropa de sus letras. Por definición, la mayoría de los poemas debe transmitir un mensaje emocional combinando rima, metro (la organización de los sonidos en el tiempo, incluida su estructura acentual), metáforas e imágenes verbales para obtener una gran belleza expresiva. Las letras de las canciones pueden contar con los mismos elementos, pero no es obligatorio. La música puede servirles de sostén; la melodía y la armonía pueden proporcionar estructuras acentuales, impulso y una especie de contexto armónico-textual. Dicho de otro modo, la letra de una canción no tiene el propósito de ser autónoma; en cambio, las palabras de los poemas, citando un verso de Sting, «danzan solas».
Durante aquel semestre académico me reunía con Lee una vez por semana. Él llevaba algunos de sus poemas favoritos, y yo algunas de mis letras de canciones predilectas (que él nunca dejaba de recordarme que también eran poesía). Al final comprendí que, en todas sus variantes, la poesía se caracteriza por ser una especie de música. Las estructuras acentuales de las palabras componen de manera natural una especie de melodía. Por ejemplo, en la palabra «melodía», el acento recae en la cuarta sílaba, lo que la destaca de las demás sílabas y lleva a pronunciarla con un tono más elevado. ¡La palabra «melodía» tiene melodía! La buena poesía juega con los sonidos para crear un patrón de alturas placentero, y contiene agrupaciones rítmicas semejantes a las de las canciones. Un poema logrado es una experiencia sensual: la sensación de las palabras en la boca que recita y el sonido que percibe el oído que escucha forman parte del encuentro. A diferencia de la prosa, los poemas —casi todos— hay que leerlos en voz alta. Es lo que suelen hacer los amantes de la poesía. No basta con leer el poema en silencio. El lector necesita sentir el ritmo. De manera análoga, las letras de las canciones están para cantarlas: la simple lectura no transmite todos los matices expresivos que el autor introdujo durante su creación.
Hay alguna que otra letra que puede valerse por sí misma, pero Lee no dejaba de señalar que eso no conlleva superioridad alguna: se trata, simplemente, de otra característica de esa obra concreta. Gracias a nuestros encuentros semanales logré penetrar en el juego que se da entre el sonido y la forma, el significado y la estructura, propio de estos dos tipos de escritura.
Frente a la forma habitual de hablar o de escribir, los poemas y las letras tienen una característica en común: comprimen el significado, lo transmiten con menos palabras que en la conversación o en la prosa. Esta compresión nos invita a convertirnos en intérpretes activos, en partícipes del despliegue de la historia. La mejor poesía —el arte más logrado, en cualquiera de sus variedades— es ambigua. La ambigüedad llama a la participación. La poesía nos obliga a prescindir de la forma en que solemos emplear el lenguaje; la lectura y la escucha de poemas transforman nuestras ideas al respecto; prestamos mucha más atención a todo el eco de las palabras.
Tal vez los aspectos espirituales o emocionales del arte sean sus cualidades más preciadas. La poesía no es una excepción. Su propósito no es ofrecer una mera descripción, sino comunicar sentimientos e interpretaciones personales, subjetivas, de acontecimientos: es como informar de una noticia con el hemisferio cerebral derecho. Helen Vendler, profesora de Harvard e importante crítica de poesía, ha dicho lo siguiente: «Los poemas son especulaciones hipotéticas, no documentos de posición. No ocupan el mismo plano que la vida real; no son votos, ni pronunciamientos desde un podio o un púlpito, ni ensayos. Son el producto de un ensueño».
De vez en cuando nos encontramos con gente que es capaz de recitar poemas de memoria. Todos conocemos a personas que memorizan letras de canciones y las deslizan en la conversación cuando resulta oportuno. ¿Qué hace que un poema o una letra sean buenos? ¿El hecho de que sean fáciles de memorizar? Tengo la cabeza llena de letras que se escapan de sus prisiones neuronales a la primera ocasión. En Stanford, durante un temporal que duró una semana —cosa rara allí—, era como si mi cerebro tuviera vida propia, porque no dejaba de recordar canciones sobre la lluvia. Todo empezó con una de esas sincronicidades junguianas sobre las que escribe Sting. Mientras escuchaba «Rain», oí el estruendo de un trueno, seguido por el tamborileo de una lluvia ligera en el tejado. Poco después empezó a diluviar, así que salí para poner el techo al coche (un California, descapotable, por supuesto) y meter en casa al perro, que ya se había puesto a cubierto bajo las hortensias. Como no podía sacarme de la cabeza el primer verso de una canción de los Beatles («Cuando empieza a llover / corren y esconden la cabeza»), traté de pensar en otra canción. La primera que se me ocurrió fue «Raindrops Keep Fallin’ on My Head», de Bacharach y David, una canción estupenda, pero que no podría sacarme de la cabeza durante una semana —lo sabía por experiencia— si no la cortaba de raíz, y rápido.
Es curioso cómo funciona la memoria: en lugar de pasar a otra composición de Bacharach y David («Do You Know the Way to San Jose?» o «I Say a Little Prayer»), o a otra grabación de B. J. Thomas («Hooked on a Feeling» o «I Just Can’t Help Believing»), o a otra canción con la misma progresión de acordes I-I7 mayor-I7-IV («Everybody’s Talkin’», «Something»), mi corteza frontal se inclinó por buscar en mi hipocampo una canción con la palabra rain («lluvia») en el título. Al instante, de forma inconsciente, mi cerebro recordó «You and Me and Rain on the Roof», de los Lovin’ Spoonful. Me encanta esa canción. La melodía desciende por la escala desde V, sol, hasta el sol de la octava inferior, como en una reminiscencia del modo lidio. Sabía que también tenía el peligro de no podérmela sacar de la cabeza pero, al menos, me serviría para librarme de la melodía de Bacharach. ¿Por qué intentaba librarme de ella? Ah, sí, porque no podía sacarme de la cabeza «Rain». ¡Oh, no! Ya se me había vuelto a meter en la cabeza. ¡Rápido! Piensa en John Sebastian. Ahhhh. «Tú y yo y la lluvia en el tejado». Sol – fa – mi – re – do – sol – la – sol.
Llovió durante todo el día. Empezaron a formarse charcos y los desagües se desbordaron. En las intersecciones de las calles empezaron a formarse escorrentías. Los técnicos de urbanismo no habían instalado imbornales, porque en esta parte del país no suele llover tanto. Siguió lloviendo durante una semana. Mi hipocampo, sobreexcitado, no dejaba de recordarme canciones relacionadas con la lluvia, procedentes de mi inconsciente: «No Rain», de Blind Melon, «Fire and Rain», de James Taylor (y la fascinante versión de Blood, Sweat & Tears), «I Can’t Stand the Rain», de Tina Turner, «Still Raining, Still Dreaming», de Hendrix, y, por supuesto, «The Rain Song», de Led Zeppelin, cuyo primer acorde es un arpegio descendente, que cae como si fuera lluvia. Me felicité por evitar las partes más pegadizas de «Here Comes the Rain Again», de Eurythmics, o «Walk Between the Raindrops», de Donald Fagen. Sin embargo, sonaron «Rainy Days and Mondays» (The Carpenters), «Rainin’» (Rosanne Cash), «Let It Rain» (Eric Clapton con Derek y los Dominos) y dos canciones de uno de mis grupos favoritos: «Who’ll Stop the Rain» y «Have You Ever Seen the Rain?» (Creedence Clearwater Revival). Al final, otros dos de mis grupos favoritos terciaron desde debajo de mi hipocampo y sonaron en mi cabeza como si tuviera un reproductor de CD conectado directamente a las neuronas: «Prayers for Rain», de los Cure, y «Bangkok Rain», de los Cult. ¡Cuántas canciones sobre la lluvia! Y fuera no paraba de llover...
Cuando hablé con Rodney Crowell, uno de mis compositores favoritos, sobre El cerebro musical, me dijo que las primeras canciones compuestas por la humanidad probablemente trataran de los elementos, el clima, el sol, la luna, la lluvia, etcétera, fundamentales para los seres humanos de aquellos tiempos.
En mi siguiente reunión con Lee, el sol había brillado durante dos días. «Here Comes the Sun», pensé mientras cruzaba el campus para verme con él, lo que desencadenó una serie de imágenes sonoras: «Sun King» y «I’ll Follow the Sun» (los Beatles), «Let the Sunshine In» (The 5th Dimension), «Sunny» (Bobby Hebb), «You Are My Sunshine» (interpretada por Ray Charles), «Wake Up Sunshine» (Chicago), «Who Loves the Sun» (The Velvet Underground), «California Sun» (los Ramones y los Dictators), «House of the Rising Sun» (Eric Burdon con los Animals, una de las primeras canciones rock que toqué sin parar durante una semana entera). Lee llevó «The Wind and the Rain», de Robert Frost, y «Give Me the Splendid Silent Sun», de Walt Whitman. Yo llevé letras de Cole Porter y Joni Mitchell.
Muchas de mis canciones favoritas tienen rimas internas, es decir, rimas que se dan en cualquier otra parte del verso que no sea el final, como en esta letra de Cole Porter:
Oh by Jove and by Jehovah, you have set my heart aflame,
(And to you, you Casanova, my reactions are the same).
I would sing thee tender verses but the flair, alas, I lack.
(Oh go on, try to versify and I’ll versify back).*
En los dos primeros versos, el largo sonido de la o se repite en Jove, Jehovah y Casanova; además, hacia el final de ambos se da una casi rima entre heart y are. Porter es también famoso por jugar con expresiones comunes que se usan en la vida cotidiana. Así, la expresión «alas and alack» («por desgracia») se convierte en «alas, I lack» («por desgracia, no lo tengo»). Todo ello sin renunciar a las rimas al final de verso que esperamos encontrar en las canciones de nuestra época: aflame / same y lack / back.
O pensemos en los siguientes versos de «Begin the Beguine», cuyo propio título constituye un juego de palabras visual y sonoro:
To live it again is past all endeavor,
Except when that tune clutches my heart,
And there we are, swearing to love forever,
And promising never, never to part.*
En el tercer verso hay una rima interna entre there y swear. El primer y el tercer verso riman (endeavor / forever), pero Porter añade otra rima a mitad del cuarto verso al repetir never. ¡Ojalá yo pudiera escribir así!
Sin duda, hay gente a la que estos juegos de palabras le interesan menos que el contenido de la canción, personas que estudian las letras atentamente en busca de sabiduría y enseñanzas, como muchos hacíamos en los años sesenta, cuando las estrellas del rock eran nuestros poetas y creíamos que nos transmitían lecciones que habían aprendido con gran esfuerzo.
También hay quien se aprende la letra sílaba a sílaba para recordar la música, pero no presta mucha atención al contenido. Tuve una novia belga; en vacaciones me lo pasaba en grande visitando con ella a su familia y sus amigos en Mons (Bergen, en flamenco), donde estudiaba en la Faculté Polytechnique. Todos sus amigos se sabían «Hotel California», de los Eagles, sílaba a sílaba, pero casi ninguno tenía ni idea de inglés. Cuando cantaban «Warm smell of co-li-tas / Rising up through the air / Up ahead in the distance / I saw a shimmer-ing light», no tenían la menor idea de lo que decían. Como no sabían inglés, tampoco sabían dónde acababa una palabra y empezaba otra, con lo que a veces se preguntaban por el significado de palabras inexistentes, que aparecían tan solo como resultado de unir varias. Pero lo que les producía más curiosidad era el significado de la canción, y a este respecto hube de confesar que, aunque la canción me encantaba —había llegado a aprenderme nota por nota el solo de guitarra para impresionar a otros músicos—, no tenía la menor idea. El impacto emocional de los versos «puedes pagar la cuenta cuando quieras / pero no puedes marcharte» no quedaba disminuido por el hecho de que no supiera lo que Don Henley trataba de decir.
Ahí reside el poder de las letras. La existencia de elementos que se refuerzan mutuamente y que combinan ritmo, melodía, armonía, timbre, letra y significado permite que, en caso de que haya ambigüedades, contradicciones o, directamente, opacidad, como en «Hotel California», unos acudan en ayuda de otros. El hecho de que el significado literal de la canción —o de cualquiera de las de Steely Dan, el rey de las letras crípticas— resulte oscuro no merma su poder. Todos los elementos de la canción se suman para dar un resultado artístico. El conjunto invoca un significado, pero no lo delimita. De hecho, esta es una de las características que explican el poder que las canciones tienen sobre nosotros: como el significado no está perfectamente determinado, el oyente debe adoptar una actitud activa para comprenderlo. La canción es personal porque nos vemos obligados o forzados a otorgarle cierto significado por nuestra cuenta.
Muchos pensamos que tenemos una relación particularmente íntima con los autores de música popular porque sus canciones suenan en nuestra cabeza con su voz. (Por eso mismo, los amantes de la poesía valoran tanto las grabaciones en las que su poeta favorito lee sus propios poemas.) La mayoría escuchamos cientos de veces la misma canción. La voz, los matices y el fraseo del cantante se engastan en nuestros recuerdos, cosa que no sucede con los poemas cuando somos nosotros quienes los leemos. Si nos sabemos de memoria docenas de canciones de un artista, creemos conocer algo de su vida, de sus ideas, de sus sentimientos. El hecho de que el ritmo, la melodía y la estructura acentual se limiten y se refuercen mutuamente, y de que la escucha musical desencadene descargas de dopamina y otras sustancias neuroquímicas, hace que nuestra relación con las canciones se vuelva intensa y perdurable, puesto que activa más regiones cerebrales que cualquier otra experiencia. La conexión con algunas canciones es tan estrecha que los enfermos de alzhéimer recuerdan canciones y letras incluso mucho después de haber olvidado todo lo demás.
Con los Beatles se inició una época en la que los cantantes escribían sus propias canciones. Aunque Chuck Berry era autor de sus canciones, y Elvis Presley coescribió también algunas de las suyas, hasta el enorme éxito comercial de los Beatles —seguido por el de Bob Dylan y los Beach Boys, entre otros—, los amantes de la música no esperaban que los artistas fueran también los autores de las letras. Los Beatles incluso cultivaban aquella especie de conexión personal con su público. Paul McCartney ha contado que, en las primeras canciones del grupo, John Lennon y él intentaban meter todos los pronombres personales que podían. Se tomaban muy en serio la tarea de cultivar una relación muy personal con sus fans, como queda claro en el título de canciones como «She Loves You», «I Want to Hold Your Hand», «P.S. I Love You», «Love Me Do», «Please Please Me» y «From Me to You».
Pese a todo, es importante señalar que la letra es lo menos importante para algunas personas, a las que sobre todo les atraen el ritmo y la melodía. Aunque los argumentos de las óperas son de interés para muchos oyentes, tampoco faltan los que se limitan a disfrutar con la puesta en escena y la belleza de las voces. Incluso en géneros como el pop, el jazz, el hip-hop y el rock, muchos creen que las letras son un mero añadido supeditado a la melodía. «¿Qué tienen que ver las letras con la música?», se preguntan. «Existen solo para que el cantante no tenga que cantar “la la la” todo el tiempo». Y a mucha gente no le importaría nada que los cantantes se limitaran a hacer eso.
Sin embargo, para las personas que saben apreciar las letras de las canciones, comprender por qué hay algunas de tanta calidad resulta muy enriquecedor. Mientras reunía material para el libro, hablé con Sting de las relaciones entre la poesía y las letras. A los dos nos encanta Joni Mitchell, así que hablamos de su canción «Amelia», cuya letra nos parece admirable:
I was driving across the burning desert
When I spotted six jet planes
Leaving six white vapor trails
Across the bleak terrain
It was the hexagram of the heavens
It was the strings of my guitar
Oh Amelia, it was just a false alarm.21*
Obsérvese la repetición de la i larga inglesa en I y driving y de la d en driving y desert en el primer verso, y de la s en spotted y six en el segundo verso. Por supuesto, también está la aliteración entre hexagram y heavens. En la canción destaca una guitarra que conecta la música con la letra. Me encanta que Joni mencione su guitarra de seis cuerdas en el sexto verso; es una de las muchas sutilezas que dotan de coherencia interna a la letra.
Por supuesto, algunas de estas conexiones son simples coincidencias, cosas que a la propia autora se le pasaron por alto. Pero esa clase de conexiones —resultado de la compleja interacción entre la imaginación, el intelecto y el subconsciente— ocupan un lugar destacado en la gran poesía. Aunque el autor no fuera consciente de cuanto se desprende de su obra, los grandes poemas se benefician de esta clase de análisis, a diferencia de los poemas menores, cuyo interés decrece conforme los examinamos. Además, las imágenes son tangibles: un desierto ardiente, estelas de humo blanco, un terreno desolado. La canción dibuja imágenes con palabras. Y también contiene una metáfora: el viaje por el desierto es una metáfora lakoffiana de una relación amorosa.
Muchas canciones del propio Sting manifiestan sensibilidad literaria y auténtica facilidad expresiva, esa cualidad sensual a la que antes me he referido. Examinemos su canción «Russians», por ejemplo:
In Europe and America
There’s a growing feeling of hysteria
Conditioned to respond to all the threats
In the rhetorical speeches of the Soviets
Mr. Khrushchev said we will bury you
I don’t subscribe to this point of view
It would be such an ignorant thing to do
If the Russians love their children too
How can I save my little boy
From Oppenheimer’s deadly toy
There is no monopoly of common sense
On either side of the political fence
We share the same biology
Regardless of ideology
Believe me when I say to you
I hope the Russians love their children too*
Las palabras se deslizan por la lengua con toda facilidad. Son fáciles de pronunciar y producen placer en la boca. Las repeticiones de sonidos vocálicos y consonánticos (la fonología) otorgan ímpetu al poema. El significado está velado con arte por las metáforas. El último verso de la primera estrofa habla de unos hijos; el primer verso de la segunda estrofa menciona a un niño; la bomba atómica se describe desde un punto de vista infantil, «el mortal juguete de Oppenheimer». El poeta se deleita hilvanando expresiones familiares que reverberan en la memoria colectiva: «retóricos discursos», «os enterraremos», «las dos trincheras políticas», etcétera. El mensaje expresa la esperanza de que los «monstruos» de los dos bandos de la Guerra Fría —pues así es como nos enseñaron a ver a nuestros enemigos, como monstruos infrahumanos— encuentren un terreno común —y tal vez el sentido común— en el amor a sus hijos. En todo ello resuenan las palabras pronunciadas durante la guerra de Vietnam por el general William Westmoreland (famosas gracias al escalofriante documental Hearts and Minds), según las cuales los norteamericanos no debíamos avergonzarnos de matar accidentalmente a niños norvietnamitas, porque «la mentalidad oriental no otorga el mismo valor supremo a la vida que nosotros».
Como todo buen poema, las palabras de Sting crean un pulso rítmico. Si añadimos signos diacríticos, veremos claramente la estructura acentual y apreciaremos mejor ese pulso. El primer verso arranca pausadamente: tiene ocho sílabas y solo dos de ellas están acentuadas. El segundo verso acelera el ritmo: once sílabas, con tres acentuadas, y de las cuales más de la mitad (seis) empiezan por consonante. Esta tendencia se mantiene en el tercer verso: nueve de sus diez sílabas empiezan por consonante. El efecto combinado de todo ello es como una serie de pequeñas explosiones (literalmente, son explosiones, puesto que el aire sale expulsado de la boca, a diferencia de lo que ocurre con las vocales) que dan impulso a la letra.
IЙ Éurŏpe aЙd ЙmérЙcă
Thĕre's ă gŕowiЙg feéliЙg ŏf hЙstérЙă
CŏndЙtioЙed tŏ rĕspónd tŏ áll the thréats
Ĭn tЙe rЙetórЙcăl spéecЙes ŏf tЙe SóvЙeЙs
MЙstĕr KhrúshЙhev saЙd, «Йe Йill búrЙ yŏu»
Ĭ dón’t sŭbscrЙbe Йo tЙis poЙnt ŏf viĕw
IЙ’d Йe súch ăn iЙnŏrănt thЙng tŏ dŏ
If the Rússiăns lóve thĕir chЙldrĕn tŏo
Como ocurre con muchos idiomas (aunque no con todos), en inglés se suele elevar el tono en las sílabas acentuadas y bajarlo en las sílabas que no lo están. Si transgredimos esta costumbre, la entonación se confunde con la que suele utilizarse para formular preguntas. Por ejemplo, en la palabra Europe, lo normal es pronunciar un poco más alto la primera sílaba («Eu-») que la segunda («-rope»); si se hiciera lo contrario, parecería que hacemos una pregunta («Europe?»).
En «Russians», Sting entremezcla habilidosamente notas acentuadas y acentos lingüísticos. Eso insufla vida en la letra, al introducir un elemento inesperado y permitir que el texto y la melodía se refuercen mutuamente, sin que domine ninguno de los dos. A veces, la melodía se eleva sobre sílabas sin acentuar. La técnica no funcionaría con una canción dance o funk, donde los acentos lingüísticos y melódicos deben ir al unísono para marcar el ritmo. Pensemos en «I Got You (I Feel Good)», de James Brown:
I feel good
I knew that I would
I feel nice, like sugar and spice
So good, so nice, I got you22*
Dejando aparte el hecho de que todas las palabras (excepto una) son monosílabas, la estructura acentual de la melodía refuerza la estructura acentual de las palabras, lo que contribuye a la insistencia machacona del ritmo.
La letra de «Russians» funciona porque combina el texto con la melodía y fluye con naturalidad. Pero también funciona como poema porque, en ausencia de la melodía, presenta un ritmo propio, un impulso creado por su estructura acentual y el empleo de consonantes oclusivas.
«Amelia» y «Russians» son canciones de gran belleza lingüística y expresiva, que transmiten una interpretación sumamente imaginativa de sus respectivos temas. En lugar de ofrecer una descripción literal, plasman sentimientos e impresiones de acontecimientos contándonos las partes más evocadoras de la historia, a menudo mediante un lenguaje figurativo, sin recurrir a los detalles objetivos que encontraríamos en un artículo periodístico. Además, parece que en ellas late el impulso creativo, la fuerza irrefrenable que llevó al autor a escribirlas. Como sucede con muchas grandes obras de arte, en ellas se trasluce un sentido de lo inevitable, como si hubieran existido siempre y el creador se hubiera limitado a descubrirlas. La tensión armónica hace que las palabras, al unirse con la música, evoquen emociones nuevas. La combinación de la letra con la melodía, la armonía y el ritmo aporta matices y tonalidades que las palabras son incapaces de transmitir por sí solas.
El poder de las artes lingüísticas y visuales procede de su capacidad para crear abstracciones. Cuando el poeta Herbert Read escribió: «El arte, en los albores de la cultura humana, fue clave para la supervivencia, para el perfeccionamiento de las facultades esenciales en la lucha por la vida. A mi juicio, nunca ha dejado de desempeñar ese papel»,23 creo que se refería al proceso de abstracción que se da siempre en la creación y la apreciación de los objetos artísticos, y que constituye una característica del cerebro musical. Los dibujos, las pinturas, las esculturas, los poemas y las canciones permiten a sus creadores representar un objeto ausente, experimentar con distintas interpretaciones y, por tanto —al menos en la imaginación—, tener poder sobre él.24 De ahí procede en última instancia el poder de las canciones y los poemas.
Las canciones nos ofrecen un contexto con múltiples capas y dimensiones, presentes en la armonía, la melodía y el timbre. Las podemos disfrutar de muchas formas: como música de fondo, como objetos estéticos carentes de significado, como música para cantar con los amigos o cuando nos duchamos. Pueden transformar nuestro estado de ánimo y nuestras ideas. Podemos apreciar la melodía, el ritmo, el timbre, la métrica, la línea y las palabras por separado o como elementos combinados. Tal vez «I Got You (I Feel Good)» no haya cambiado la historia de la humanidad, pero ha hecho disfrutar a millones de personas durante millones de horas. En la medida en que somos la suma de todas nuestras experiencias, se ha convertido en parte de nuestros pensamientos y, como saben los neurocientíficos, eso significa que ha sido asimilada por nuestras conexiones neuronales.
Sin embargo, guiar el destino de la humanidad es otra cosa. El cerebro musical cuenta la transformación de la civilización humana gracias a la música, que hizo posible la creación de sociedades y civilizaciones. Otras formas artísticas —la literatura, la escultura, el cine y la pintura— han ejercido una profunda influencia, pero la historia de la humanidad está determinada por la música y su primacía a la hora de moldear nuestra naturaleza. A través del proceso de coevolución del cerebro y de la música, a través de las estructuras corticales y neocorticales, desde el tallo cerebral hasta la corteza prefrontal, desde el sistema límbico hasta el cerebelo, la música ha tenido una capacidad única para in-troducirse en nuestra mente. Y lo ha hecho de seis formas diferentes, cada una con su propia base evolutiva.
El verano pasado estuve en el encuentro anual de profesores de «Kindermusik». Padres, niños y profesores de más de sesenta países participaron en talleres y asistieron a conferencias. A mi juicio, lo más destacado fue la música que se interpretó antes del discurso inaugural. Cincuenta niños de edades comprendidas entre los cuatro y los doce años cantaron la siguiente canción, basada en una pieza tradicional alemana, con palmas sincopadas y movimientos sincronizados:
All things shall perish from under the sky
Music alone shall live
Music alone shall live
Music alone shall live
Never to die*
Los niños se colocaban por parejas ante el micrófono y cantaban los tres primeros versos de la canción en su lengua materna (chino, japonés, rumano, portugués, árabe...) y los últimos en inglés, formando una armonía a tres voces:
Music alone shall live
Never to die
La música, que nunca morirá, nos ha acompañado desde que conquistamos nuestra humanidad. Ha modelado el mundo con seis clases de canciones: canciones de amistad, de alegría, de consuelo, de conocimiento, de religión y de amor.