Читать книгу Para esta mañana diáfana - Daniela Alcívar Bellolio - Страница 8
ОглавлениеEn viñedos donde el himno de las abejas ahoga la monotonía dormimos en busca de tranquilidad, sumándonos a la estampida.
Él se me acercó.
Todo seguía igual que de costumbre, excepto por el peso del presente, que arruinó el pacto que hicimos con el cielo.
En verdad, no había motivo para alegrarse, ni tampoco necesidad de dar la vuelta.
Solo por estar de pie ya nos habíamos perdido, escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.
John Ashbery
El amanecer se demoraba ese día en que yo miraba todos los matices del cielo desplegarse detrás del enorme vidrio de la sala de espera del aeropuerto. Se demoraba, pensaba yo, más de lo que debería. Los colores no terminaban de definirse, oscilaban interminablemente esa mañana, esa casi mañana, esa casi noche, entre el violeta y el negro, entre el azul y el rosa tal vez, un poco más cerca del horizonte. Es difícil decirlo. Yo llevaba unos días ya sintiendo un hueco en el vientre, ese espacio que sabía irse abriendo cada marzo, en lo más hondo de mi vientre. Aparecía como un punto, cuando yo me había olvidado casi de su existencia, y entonces trataba de ignorarlo, tan insignificante era. Me distraía con el trabajo, con las perras, con los libros. Pero había algo que no me dejaba, ante ese vacío mínimo en el centro de mi cuerpo, vivir en paz. Con los años aprendí, entonces, que ante la aparición del vacío, pequeñísimo en principio, cerca de febrero o marzo, debajo de mi ombligo, pero más adentro, lo único que podía hacer era fingir, hasta que fuera imposible seguir haciéndolo.
En ese amanecer lento en el aeropuerto, aún trataba de fingir —tanto le temo— que el hueco no había vuelto a manifestarse tras meses de latencia silenciosa. Sin embargo esa división interior, esa suerte de espacio neutro, ese punto que había sido origen y luego fue puro desenlace, fue lo que me hizo comprar un pasaje de avión a la costa, que me imaginara tirada sobre la arena desierta, de cara al sol y escuchando el rumor del mar y actuara en consecuencia.
Una noche nos habíamos echado en una planicie a mirar las estrellas. Es poco lo que recuerdo de todo eso, salvo la magnitud del cielo que nos cubría, su negrura profunda presionada débilmente por las estrellas que brillaban, sin embargo, con toda su fuerza. Yo le pregunté dónde estaría la luna, pero no recuerdo qué respuesta me dio. Y esa inmensidad nos trajo, creo, una certeza renovada del final de todo lo que veíamos y de nosotros mismos, y nos trajo también, o al menos a mí, paz, porque supe ante la vista de ese paisaje sideral, que ningún dolor podría ser tan duradero, y que si nada podía durar lo suficiente como para ser relativamente importante con respecto, por ejemplo, a la estrella más brillante que veíamos (luego me enteré de que las estrellas que vemos en el cielo fulgurando están casi siempre muertas y su luz ya no existe en su punto de origen), poco podrían importar nuestras vidas como construcciones individuales, y menos aun nuestra vida común. Reímos también esa noche bajo las estrellas, porque era lo que más hacíamos juntos, sobre todo de cara a la pérdida.
Una voz dijo por el altoparlante que todos los vuelos estaban retrasados por las condiciones climáticas, los fuertes vientos que hacen que vuelos de treinta minutos duren cuatro horas o dos días. Yo tenía cierta expectativa de ver el amanecer desde el avión, pero ahora ya claramente eso no iba a pasar. No me moví de mi asiento ni reclamé nada. Cada vez que la vida me había tendido una trampa me había quedado paralizada, y no pretendía hacer más ante una trampa menor como esta. Solo me quedé mirando la claridad avecinarse sobre todo lo visible, iluminarlo todo y dejarlo expuesto, ineludible, desnudo.
La luz de esa mañana, tan amarilla, me recordó una película francesa que vi hace unos años. Tiene un hermoso nombre: A nuestros amores. La protagonista es una muchacha de quince o dieciséis años que una noche, tras traicionar a su novio de adolescencia con un soldado, descubre que no podrá jamás volver a serle fiel a nadie. Llora entonces, amargamente, y a partir de ahí se enamora compulsivamente de un hombre tras otro, y luego los abandona. Su padre y su hermano, y quizá también ella, piensan que es incapaz de amar. Yo creo otra cosa: que ninguno de nosotros, ni yo ni nadie que conozca, puede amar tan sinceramente como ella. Que nadie que yo conozca, y mucho menos yo misma, es tan sabio que entienda de entrega y de desapego a tal punto que se conviertan, juntos, en amor. Al final, se va a Estados Unidos, abandonando a un hombre con el que había estado casada por un tiempo, al encuentro de un nuevo amor.
Ahora yo empezaba a sentir otra vez el vacío en mi cuerpo, y sentí con su aparición también una necesidad imperiosa de entregarlo todo. Todo lo que tuviera quería entregarlo, para estar vacía por fin de todo y no solo de un segmento indefinible, inexistente, inmaterial, y por lo tanto incomprobable, de mí. Quería tal vez ser como la protagonista de la película. Pero enseguida me di cuenta de que no tengo nada que entregar, de que todo se concentra en el punto que había vuelto a aparecer, que volverá siempre a aparecer, intempestivamente, aunque de modo ritual, y a pesar de los momentáneos olvidos, duraderos o fugaces; de que por esa mínima porción de ausencia, anidada en algún lugar debajo de mi ombligo, pero mucho más adentro, pasaba también yo y todo lo que me trajera la vida. Esa certeza me tranquilizó: de algún modo todos los desconciertos, todos los desajustes y todo lo que no entiendo se cifró en un punto de mi propio cuerpo, resumiéndolo y explicándolo. Todo el deseo y el desaliento, y todo el silencio acumulado, en un exacto lugar que no puede ser alcanzado sino apenas rodeado, que solo existe por defecto, y al que solo es posible acercarse a tientas, para encontrar algo hecho del instante de despertar o de entregarse al sueño, en que una conciencia se insinúa apenas pero se hunde enseguida en un silencio inmenso. Luego esa sensación de tranquilidad me abandonó.
Recordé también un sueño que tuve una noche de fines de marzo, dos o tres años atrás. Yo estaba acostada sobre la arena y le hablaba a alguien que no aparecía. Le contaba algo y me reía. Aunque no lo veía, sabía que estaba ahí, y le seguía hablando. A unos pocos metros, el mar golpeaba contra unas rocas altas, haciendo salpicar agua sobre mi cuerpo. El sol brillaba sobre las olas del mar y contra las rocas, y a mí no me importaba que todas mis palabras quedaran sin respuesta, porque tenía la certeza de que me estaban escuchando. Sentía el paso suave y horizontal de la brisa sobre mi cuerpo, y su sonido plácido se arremolinaba en mis orejas. Aunque estaba acostada bocarriba, el sol no me molestaba, pero daba de lleno sobre el mundo, aquietándolo todo, silenciándolo todo, salvo el rumor del mar. Y a pesar de mi posición, desde la cual solo hubiera podido ver el cielo azul de esa mañana de sueños, el paisaje se me presentaba clarísimo: el océano inmenso e ininterrumpido, agitado apenas por una marea débil, descompuesto en millones de fulguraciones producidas por el sol, y confundido en la lejanía con el cielo también infinito y azul. De un momento a otro el cielo se oscureció y el mar se agitó con violencia. Yo me levanté y empecé a correr buscando a la persona a la que había estado contándole cosas. Siempre sabía adónde dirigirme, pero algo me impedía llegar. Mis pies se hacían pesados y la tormenta arreciaba, ennegreciendo el cielo y el mar, y las rocas que antes me protegían del mar y me lo entregaban amablemente en forma de gotas, se habían convertido en una especie de laberinto antiguo e interminable. Escuchaba o creía escuchar que me llamaban, pero cuando seguía los sonidos me encontraba con una pared y con otra, tan altas que no me dejaban ver el mar detrás de ellas. Pero el sonido de la tormenta sí atravesaba esas paredes y me atemorizaba.
Le conté a una amiga el sueño, no tan perpleja (nada en el sueño llevaba a la perplejidad, era un sueño alegórico y más bien vulgar) como resignada, y creo que fue la primera vez que lloré, aunque sin alivio, por sentirme invadida por ese vacío recurrente.
Me preguntaba, ya por fin en el avión, si en la playa a la que llegara encontraría un paisaje similar al del sueño, sabiendo que la pregunta era estúpida y la asociación banal. Pero no pude evitar preguntármelo de todos modos, y eso me hizo sonreír para mí misma, notando con un poco de vergüenza el placer que me produciría una coincidencia como esa, algo que me dijera que entre las imágenes impersonales de mis sueños y el mundo existía algún acuerdo, alguna concordancia, aunque fuera lejana.
Desde Manta tomé un bus tras otro, en busca de un lugar despoblado donde pudiera observar el mar sin compañía. Pasé toda esa tarde viajando, y el movimiento trajo calma a mi mente. Por las ventanas de los buses pasaba todo tipo de paisajes, atravesados por esa bruma de la tarde en la costa, que cae suavemente sobre el mar y lo tiñe todo de gris. En mi mente la playa estaría soleada, pero no me molestaba la llovizna finísima que rasgaba los vidrios ni el frío discreto que erizaba un poco mi piel en los brazos. Por el contrario, la pérdida de contornos que ejecutaba esa bruma, la indiferenciación que trajo al paisaje, y el motor ruidoso de los buses, lograron un efecto de apaciguamiento que agradecía en silencio sin darme cuenta.
Vi decenas de caseríos miserables agruparse a los lados de la ruta, y en algunas curvas el mar se dejaba ver, inmenso y gris.
Decidí quedarme entre San Jacinto y San Clemente, y alojarme en el primer hotel que encontré frente al mar, un edificio de dos pisos, con los pilares que sobresalían en lo alto —expectativas incumplidas de crecimiento vertical—, vago color salmón en las paredes y olor a fritura desde el lobby. Costaba doce dólares la noche y mi habitación, la única que sería ocupada en todo el hotel, tenía un balcón de cemento que daba al mar, una televisión ínfima y sin señal acomodada en un soporte de pared, un ventilador de techo y una cama horriblemente incómoda, con su toldo. Tomé un ron en el restaurante del hotel cuando cayó la noche, un poco satisfecha por el cuadro decadente que me busqué: sentada sobre una silla plástica blanca, en medio de un espacio de puro cemento e iluminado por focos pelados, amarillos, sin filtro alguno que suavizara su efecto sobre el ambiente, con una salsa sonando desde la radio de la cocina, y al primer sorbo de ese licor de última categoría, sentí una especie de alivio. Después del segundo sorbo me moví con mi silla a la entrada del lugar, para reemplazar las ventanas y sus mosquiteros por la negrura en la que se podía escuchar el mar, y a veces, también, ver unos fantasmas blancos, móviles y escurridizos, que se manifestaban por unos pocos segundos y luego volvían a desaparecer, movidos por la elegancia de la marea, la espuma. Estaba sentada de frente a la playa, interrumpiendo la puerta de entrada por la que, de todos modos, nadie entraría en toda la noche y seguramente en todo el mes. Sentía la luz amarillenta del restaurante a mis espaldas, y su luminosidad alcanzaba solo la parte trasera de mi cuerpo. El sonido próximo y sordo del mar, la brisa sobre mi rostro y las formas abstractas que la luz creaba en el dorso de mis manos y en una zona de mi vaso que goteaba me distrajeron un buen rato. Pedí un segundo ron, que tomé de un trago. El frío de los hielos diluyéndose en el licor me refrescaba por unos segundos, y esa frescura me animaba a tomar otro ron más, a pesar del mal sabor. En la mitad del tercero, que tomé pausadamente, noté que no había sentido el hueco desde que empecé a viajar por tierra desde Manta. Sonreí, complacida supongo por ese triunfo modesto. Pedí un cuarto ron y me lo llevé al balcón de mi cuarto. Lo tomé lentamente, apacible y un poco borracha, mirando con complacencia la negrura en que el mundo entero se había escondido. Ni una estrella asomaba para tensionar esa paz umbrosa que miraba desde mi cuadrado de cemento. Apagué la luz del cuarto para que tampoco mi presencia interviniera en esa oscuridad. Y sumida en ese espacio negro sin matices ni relieves, en el que lo único particular era el sonido indistinto del mar, me terminé mi ron como si estuviera a punto de confundirme con todo lo que me rodeaba, casi extasiada, casi feliz. Dormí con la puerta del balcón abierta, a pesar de los mosquitos, para escuchar el sonido del mar. Me desperté convencida de haber dormido largamente y sin sueños, y de hecho las sábanas estaban casi intactas. Esto me alegró, porque mi sueño tuvo que haber sido pacífico según el testimonio vago de la cama. Permanecí acostada boca arriba un buen rato, absorta en las astas del ventilador que zumbaba monótonamente, acalorada y con una leve resaca. El color de la luz que entraba por el balcón me indicó que el sol brillaba sin obstáculos. Vi el reloj, eran las diez de la mañana. Me levanté y salí enseguida a la playa, que reventaba de quietud y soledad.