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Prólogo

David Antonio Pulido García, historiador de la Universidad Nacional de Colombia y maestro en Estudios Latinoamericanos de la UNAM, es el autor de este libro que trata sobre el papel que jugó la joven intelectualidad colombiana en tiempos de don Venustiano Carranza. Un texto muy bien recibido en la comunidad académica1.

Esta es una investigación interesante y esclarecedora de esos convulsos años en los albores del siglo XX. Es sobre todo inspiradora, evocadora. El autor nos pone a pensar en los muchachos preuniversitarios y universitarios que, sin saberlo siquiera, se le midieron a la integración de América Latina. Les tocaba. Sus inmediatos antepasados habían sucumbido en la guerra, en las tantas guerras bipartidistas del siglo anterior. Estaban cercanos, íntimamente cercanos a la gente del primer centenario de la Independencia. Su bautizo había sido en las pilas de agua del republicanismo de 1910. Se debatieron entre dos generaciones que parecían ser una sola: la del centenario y la de los nuevos. Hasta podría decirse que fue una generación Pelliceriana, que para América Latina corresponde a la intersección de las generaciones del primer centenario y del poscentenario. De ahí su diálogo con los paradigmas de ese proceso. Soñaron construir un país alejado de los extremos, de las guerras, de las dictaduras, de comunismos y fascismos. Con tanta intensidad vivieron que la juventud se les enredó como una pita en el bolsillo. Prácticamente pasaron de la preadolescencia a la madurez sin percatarse de ello. Hasta su propio vocabulario se inventaron o reinventaron; nacieron o se hicieron poetas, y decidieron hablar solamente en el lenguaje del amor y del romanticismo. Todos hombres, unos homosexuales, pero, eso sí: todos homo-sensuales, homoafectivos. A los vocabularios de los hombres de la guerra opusieron el lenguaje del afecto que se expresaba en su poesía, en su literatura y en las letras de sus cartas. Poesía en prosa era la expresión escogida para comunicarse entre ellos. Sus cartas podían durar meses en llegar. Se regalaban mutuamente sus retratos, una costumbre que hoy nos perecería extraña. Se enviaban postales de los lugares en donde estuvieran.

Hombres de letras a veces impulsados por sus Estados, las más de las veces por iniciativa propia, hasta en contra de sus Estados, y por lo regular sin saber a ciencia cierta lo que hacían. ¿Los primeros? Es muy posible que los revolucionarios extranjeros implicados en guerras intestinas, o los contrabandistas, o los bandidos también hayan puesto su granito de arena. Lo que sí tenían claro los jóvenes preuniversitarios y universitarios de comienzos de siglo XX era conciencia de poder y de futuro. Todas sus iniciativas estaban relacionadas con la conquista de espacios, y para ello se expresaron colectivamente a través de revistas, periódicos, eventos, y una animada correspondencia. Se interesaron en crear sus medios propios o en acercarse a aquellos con los que se identificaban. Todo lo que fuera con tal de no regresar a la guerra civil. Por ello a los intelectuales colombianos en la medida del paso del tiempo les interesó emularse en los hombres de letras mexicanos interesados en sacar a su país de la barbarie a través de la educación y la cultura. En síntesis: jóvenes colombianos que no querían volver a las revoluciones del siglo XIX.

Desde siempre México ha estado en los afectos de los colombianos. Es un fenómeno misterioso. Rumbo a ese país no han sido pocos los colombianos que desde tiempos remotos emprendieron viaje. La gente, sobre todo los letrados y hombres de profesiones liberales como médicos, dentistas e ingenieros, y por supuesto los estudiantes y los cantantes, y los artistas fueron los encargados de desarrollar las relaciones entre los dos países, y no los estados propiamente dichos. Es decir, la cercanía entre los dos pueblos se debe más a la iniciativa particular que a la estatal. Aunque es destacable Julio Corredor Latorre, un exitoso ingeniero bogotano encargado de los asuntos colombianos en México a principios de siglo, cuyo trabajo diplomático era más iniciativa suya que del Estado colombiano. Largos años duró el consulado en México de Corredor Latorre, catorce —decía—. El consulado existía en las mismas oficinas desde donde despachaba sus negocios particulares. La revolución había paralizado en mucho la actividad económica lo que llevó al cónsul a solicitar distintas veces ayuda para el sostenimiento de lo que supuestamente era una entidad oficial. No solo se necesitaban recursos para el mantenimiento material del consulado, sino que también había mucho colombiano empobrecido que acudía al cónsul en busca de auxilios, bien para permanecer en el país, bien para ser repatriado.

Grandes individualidades colombianas hicieron de México su residencia. El más controvertido y el que más intervino en los asuntos mexicanos fue el poeta Porfirio Barba Jacob. Tenía 24 años cuando arribó a México en 1908, fundó periódicos, hizo periodismo, se confundió con los nacionales, y con su pluma participó en el proceso de la revolución mexicana. No se puso a pensar en que no era mexicano, llegó como si lo hiciera a su propio país, y empezó su vida participando de todo sin temor al equívoco o al error. Desde su periódico Churubusco, que fundó en 1914, en plena revolución, fustigó las pretensiones de Estados Unidos hacia México y América Latina y como buscando un justo medio analizó a los controvertidos dictadores del siglo XIX, a quienes les abonó su contribución a la creación de nacionalidades. Se distanció del entusiasmo del proceso revolucionario mexicano y revaloró el incomprendido papel de Porfirio Díaz. Fue, eso sí, un decidido antiimperialista y su pluma estuvo siempre al servicio de la denuncia contra el implacable agresor. Dejó México por un tiempo y se refugió en Centroamérica. Regresó en 1918 en plena era carrancista y se vinculó al diario oficialista El Pueblo. Meses antes del asesinato de Carranza en 1920, que lamentó profundamente, se desplazó a Monterrey y fundó allí el periódico Porvenir, y poco después se convirtió en acucioso reportero en el Heraldo de México, en El Independiente, El Demócrata y Cronos. Llegado al poder Álvaro Obregón, Barba Jacob, volviendo al estilo de Churubusco, la emprendió contra los connotados hombres de la revolución, lo que le costó una nueva expulsión a sus 39 años. Como lo dirá en su poesía: era una hoja al viento, y el tiempo lanzó a Porfirio Barba Jacob por los países de Centroamérica. Vivió y trabajó en Guatemala, El Salvador, Honduras, Cuba, Perú y Colombia. Regresó a México en 1930 para no irse más. Es el mejor ejemplo del intelectual que concibió en la práctica a América Latina como su patria.

Así como había gente que llegaba a México para empezar una nueva vida, que llegaba en busca de empleo, la había también con fines ideológicos, o que a su proyecto de nueva vida le sumaba un componente ideológico radical-popular. Fue el caso de José Agustín Tamayo que había entrado por San Antonio (Texas) en 1906. Cuenta la historiografía que se relacionó con los hermanos Flores Magón. O sea que le sonaba la cuestión del anarquismo. Era dentista, vivió en Toluca y fue haciéndose carrancista por admiración a sus luchas. O el de Juan F. Moncaleano, perseguido por el gobierno y el poder eclesiástico colombianos por la edición del periódico Ravachol, y que editaba en México el periódico Luz. Fue expulsado en 1912 bajo la acusación de anarquista y extranjero pernicioso, intransigente y peligroso.

Y así podríamos llegar hasta los casos del poeta Germán Pardo García; los novelistas Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Vallejo; el escultor Rómulo Rozo, etc.

David Antonio Pulido nos cuenta en este libro la historia de un carismático presidente mexicano que en tiempos procelosos de la revolución mexicana decidió mirar hacia el sur. El advenimiento de Venustiano Carranza a la presidencia de México significó una etapa nueva para las relaciones con Colombia. Don Venus había manifestado su interés para estrechar las relaciones con Colombia y en general con los países de Sur América. Corredor definía al viejo Carranza como un leal y entusiasta paladín de la unión latinoamericana y enfatizaba en que su política internacional era abiertamente antinorteamericana. Había enviado ministros plenipotenciarios a las capitales de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Venezuela.

En abril de 1917 el presidente Carranza había designado al coronel Fernando Cuén ministro plenipotenciario en Bogotá, Caracas y Quito. Durante dos años Cuén había sido jefe del Estado Mayor de don Venus y se le conocía como gran propagandista de la unión latinoamericana, y se debía a su trabajo que el presidente hubiera nombrado ministros plenipotenciarios en las repúblicas de Sur América. Don Venustiano, que tenía su pinta parecida a la del Moisés de Miguel Ángel, estaba seguro de que el apoyo de los países de América del Sur podía contribuir al fortalecimiento del Estado mexicano emergente neutralizando los arrebatos expansionistas de Estados Unidos. En esa dirección envió cinco muchachos maduros, aunque adolescentes, para que promovieran al nuevo México, estrecharan relaciones y coadyuvaran a la creación de un movimiento estudiantil antiimperialista. Los países escogidos fueron Argentina, Brasil, Chile y Uruguay.

¡Y quién lo iba a imaginar! Que un jovenzuelo mexicano de buenas maneras impactara a las juventudes intelectuales de clase media en Bogotá, que las sedujera y las impulsara. Se llamaba Carlos Pellicer Cámara, un joven buen mozo de 22 años. Llegaba de un México que no obstante metido en la locura revolucionaria no había suspendido el curso de su vida cultural y académica. Ni siquiera había terminado su secundaria y ya aparecía como un señor de letras con capacidad para irradiar y hacer girar el mundo que le tocase a su alrededor. ¡Y llegar a Bogotá! La insalubre, húmeda y fría ciudad, que por supuesto no la padecerá como le hubiera tocado a un joven sin tantos privilegios y comodidades. Se trataba de un funcionario del Estado mexicano. Así que no se puso en contacto con la miseria de Bogotá, una ciudad pequeña que justo en 1918 había padecido de los efectos de la pandemia de la gripa española. Sin embargo, el capitalismo había despegado en Colombia y en Bogotá estaba su mejor expresión. Pellicer venía de un país de moderna prensa escrita, de grandes periódicos, ricos en material gráfico. En cambio, en Colombia los periódicos apenas despegaban. El gobierno de Carranza contaba con oficiosos y preciosos periódicos: El Universal, El Pueblo, El Demócrata, Excélsior, entre otros. Incluso así, encontró en Bogotá una prensa dinámica, propositiva y combativa: La Gaceta Republicana, El Diario Nacional, Sur América, El Nuevo Tiempo, El Tiempo, El Espectador, El Correo Liberal, Gil Blas, La Crónica y, sobre todo, Voz de la Juventud, que lo recibió con bombos y platillos, entre otros diarios.

Habría que anotar que 1919 fue un año pelliceriano para un grupo amplio de jóvenes colombianos llamados a hacer ruido en el inmediato futuro. Y al revés: para Pellicer fue un año colombiano en su vida. Lo impregnó al punto de sentirse y proclamarse colombiano. A quienes estuvieron cerca de él les significó mucho la intensidad de ese año vivido junto al personaje. Conforme avanzó la década siguiente tomó mucho sentido lo que para algunos representó ese año de agitación política y por ello mismo de intensidad en el aburguesado movimiento estudiantil de entonces. Es de perogrullo decir que los orígenes de este movimiento tuvieron esa procedencia porque no se había llegado todavía a una democratización de la educación superior. En 1919 asistía el país a un proceso de reconfiguración del bipartidismo que amenazaba con fortalecerse a la vez que el republicanismo sobreaguaba, pero hacía ruido. Justamente el ambiente al que llegó Pellicer estaba contaminado de republicanismo. Es esa la sensibilidad que lo acoge.

Se codeaba con los engominados estudiantes tratando de hacer su encomendado trabajo: poner a México a la cabeza de una defensa continental de los Estados Unidos a través no solo de las letras sino de la acción, de la organización del movimiento estudiantil. De lograrlo se hubiera iniciado un interesante compromiso entre el poder y el estudiantado, pero la inestabilidad del gobierno de Marco Fidel Suárez, sus desaciertos y debilidad frente a las pretensiones de Estados Unidos no auguraban en el plano del poder inmediato que lo que hacía el Mesías mexicano rindiera fruto. Un fruto social más allá de los buenos frutos individuales. Le tocó presenciar a Pellicer la masacre de los artesanos colombianos que pedían reivindicaciones el 16 de marzo de 1919, sin duda ha debido impactarlo. Pellicer obvió esa vía: la de penetrar la radicalidad del movimiento artesanal, no lo puede hacer, es un diplomático; escogió el camino de la oficialidad, conversó con el viejo presidente, y con cuanto hombre de poder encontraba por el sendero, incluso con el general Rafael Reyes que tanto admiraba a Porfirio Díaz. Ya en enero de 1919, apenas empezando el año, un círculo de señoritos bogotanos giraba en torno suyo, hablaba de ellos como cultos y bondadosos.

Además de parecerle costosa la vida en Bogotá, se quejó del bajo nivel académico del Colegio del Rosario, donde se había matriculado, y declaró como desastroso el estado general de la instrucción pública, lo mismo que de las vías de comunicación. Decidió por ello estudiar mucho de manera independiente inglés y francés, e historia antigua. No dejó de quejarse de la educación en Colombia. Lo aturdía la idea de terminar su secundaria en Colombia: “No me conviene seguir estudiando en esta capital cuyas escuelas de preparatoria están a base de lecciones de memoria, al pie de la letra (Oh atraso increíble), y yo nunca he ejercitado mi memoria a tal grado de poder hacer frente a este sistema estúpido y salvaje de enseñanza”2, le escribía a su madre.

El éxito de Pellicer en Bogotá estuvo relacionado con la solidaridad de la juventud capitalina hacia México, admirado en Colombia por su siglo XIX liberal, por la revolución mexicana y por el peligro real de más arbitrariedades de las autoridades de Estados Unidos hacia su territorio. Pellicer contó con la animadversión que reinaba todavía en Colombia hacia ese país. Cada vez que intervenía frente a los estudiantes, las ovaciones no eran tanto para la persona de Pellicer sino en solidaridad con los mexicanos. Sabían los colombianos del papel que estaba desempeñando el presidente Venustiano Carranza y por ello era seguido y admirado.

Fructífero fue su papel entre los jóvenes colombianos y es de esta epopeya que versa el libro. Pellicer dejó huella en Colombia, no solo coadyuvó a la configuración del movimiento estudiantil, sino que dio inicio al establecimiento de una red intelectual de óptimos resultados para el fortalecimiento de las relaciones entre intelectuales que lucharon durante el siglo XX por la conservación de los valores democráticos en el continente. A través de sus actividades los intelectuales latinoamericanos configuraron una especie de unidad continental que obligó a los estados al fortalecimiento de las relaciones diplomáticas.

César Augusto Ayala Diago, Ph. D.

Departamento de Historia

Universidad Nacional de Colombia

Notas

1 Premio Mejor Tesis de Maestría en Historia Panamericana, Instituto Panamericano de Geografía e Historia IPGH, organismo especializado de la Organización de Estados Americanos, OEA, 2019. Premio Nacional Berta Ulloa en Investigación sobre Historia Diplomática de México, Secretaría de Cultura de México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, INEHRM, 2017.

2 Carlos Pellicer, Correo familiar 1918-1920, México, Factoría Ediciones, 1998, p. 197.

Formar una nación de todas las hermanas

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