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fuego, cenizas

“Y, entre otras cosas, como después de los astros nada conocía yo en el mundo que produjera luz sino el fuego, traté de hacer comprender con mucha claridad todo lo que atañe a su naturaleza, cómo se forma, cómo se alimenta, cómo a veces da calor sin luz y otras luz sin calor; cómo puede introducir diferentes colores en varios cuerpos y varias otras cualidades; cómo funde algunos y endurece otros; cómo puede consumirlos o convertirlos en humo y cenizas, y, finalmente, cómo forma vidrio con estas cenizas, sólo por la violencia de su acción; porque pareciéndome esta transformación de las cenizas en vidrio tan admirable como cualquiera otra de la naturaleza, tuve especial placer en describirla”6. El fuego le fascinaba a Descartes. Le atraía su violencia transformativa, tan destructiva como creadora: su capacidad de reducir a cenizas el mundo, una reducción catastrófica —una epojé—que hace posible la belleza del vidrio, que es tan admirable como cualquier otra cosa de la naturaleza, pero además hace posible la belleza de la naturaleza misma y del mundo en cuanto tal.

¿Cómo pensar la terrible bella violencia del fuego? ¿Cómo leer, por ejemplo, el terrible, doloroso testimonio de Antoine Leiris, cuya esposa, Hélène Muyal-Leiris, fue asesinada el 13 de noviembre de 2015 en el atentado terrorista de París? “Ella estará con nosotros, ahí, invisible. En nuestros ojos se leerá su presencia, en nuestra alegría arderá su llama, por nuestras venas correrán sus lágrimas”7? Hélène —su fuego, su espíritu— sobrevive en nosotros. Este fuego —la llama de Hélène— quema y amenaza quemarse, consumirse, volverse humo. Por eso Leiris escribe, para recordar a Hélène, conservarla y aferrarse a ella, para llevarla hacia el futuro y que sobreviva así a su muerte. Pero para recordar y conservarla tiene que alimentar el fuego, lo que significa que, en su luto por ella, por Hélène, él la pierde, la destruye, la reduce a cenizas. Arriesga matar una vez más a quien quiere recordar y preservar, no sólo para sí mismo sino también para su hijo, Melvil: “Melvil sólo dice tres palabras, y sin embargo lo entiende todo. Mantener una conversación seria con él y decirle: ‘Mamá ha tenido un grave accidente, ya nunca volverá’, sería como contarle con palabras de adulto una historia de grandes, impedirle captar más allá de nuestras palabras lo que le toca, matarla por segunda vez [ce serait lui raconter avec des mots d’adulte une histoire de grand, l’empêcher de saisir au-delà de nos mots ce qui le touche, la tuer une deuxième fois]. Las palabras no bastan”8. Nuestras palabras, las palabras adultas, son a la vez insuficientes y excesivas. Y las de Melvil no son mejores, no son ni más ni menos útiles. De hecho, si las palabras de niño fueran mejores para palpar o asir el mundo que sin embargo ellas abren, no habría necesidad de más palabras, no habría necesidad de adquirir y desarrollar más palabras. Las palabras del niño son más escasas, pero no son fundamentalmente distintas de las del adulto. Las tres palabras que Melvil usa para comprender el mundo, su mundo, las que él usa para tocar el mundo que le toca a él —“Mamá, papá, chupete [Maman, papa, tétine]”9— también impiden (y hacen posible a la vez) que él capte ese mundo, para comprender aquello que le toca a él. Las palabras son la instancia de la posibilidad del mundo en tanto imposible. Nunca serán suficientes, hay siempre demasiadas y demasiado pocas, nos llegan siempre demasiado pronto y demasiado tarde. Y siempre marcarán, señalarán, la ausencia —la pérdida originaria— de aquello a lo que refieren. Si las palabras nos tocan y hacen posible que nosotros toquemos —y que seamos tocados por— el otro, lo hacen en la ausencia del mundo que ellas mismas hacen posible. Como si hubiera mundo y posibilidad de tocar y ser tocado antes de las palabras —ya sean muchas o pocas— que destruyen y crean el mundo, que lo arruinan y lo conservan, que reducen su singularidad en el único suspiro que lo instituye y lo repite10.

¿Qué toca a Melvil en el exceso —más allá— de las palabras que son a la vez demasiadas y demasiado pocas? ¿Qué significa tocar y ser tocado? ¿Qué es el sentido del mundo? Y ¿es ese sentido simplemente dado, sin ser mediado —como si fuera una “intuición”— por las palabras que necesitamos para recordarlo? Como si nuestra experiencia del mundo, del sentido del mundo, no estuviese, desde el principio, ligada al lenguaje —a sus como y como si necesarios— y a la imaginación que lo hace posible, pero sólo en cuanto es imposible. La experiencia del lenguaje es la experiencia del luto, del estar en duelo, del duelo originario e insuperable. Y la experiencia del duelo es la experiencia, así de simple. No hay experiencia del mundo, de la pérdida en el mundo sin la pérdida del mundo. La experiencia en tanto tal ocurre, tiene lugar, en el como si de (la experiencia de) las palabras, del lenguaje, de la imaginación11.

Anticipar, aquí y ahora, al principio, la importancia del como, y del como si que lo informa y lo arruina, es desde ya violar, traspasar, el método cartesiano, el cual exige que uno pase por la cadena de deducciones tan lentamente como sea necesario y, a la vez, tan rápidamente como sea posible, para poder tomar las deducciones por (como) intuiciones, como si la cadena sucesiva de deducciones estuviese, de hecho, dada inmediatamente en y como intuiciones intelectuales12. En la medida en que la virtualización es inevitable, y junto con ella la ruina del ser en anticipación de su posibilidad, la violencia de la imaginación —del como si, y por lo tanto de todo “como” posible— es constitutiva. Así, la imaginación (y la violencia que la imaginación no puede no engendrar) viene antes del cogito, antes del alma, antes del cuerpo. La imaginación —su violencia, su finitud, su muerte— es el suelo, el subsuelo, el fondo de todo lo que nos amenaza y lo que también nos da la posibilidad de protegernos de esa amenaza. La imaginación está en el fondo de todo el terror y, por lo tanto, de todo el terrorismo, pero también está detrás de todo lo que hacemos para anticipar el terror y el terrorismo, para protegernos de ellos. Descartes nunca lo dice explícitamente13, pero ubica la imaginación —la facultad de virtualización constitutiva y, entonces de retención y de protención, de memoria y de anticipación— en el centro de su método, a pesar de su intención de aislarla del entendimiento (del alma, del espíritu). Toda la violencia en el mundo —la violencia del mundo— proviene de la imaginación: todo el miedo, todo el terror y el terrorismo, pero también toda la esperanza en y del mundo. La imaginación promete el mundo.

6 René Descartes, Discours de la méthode, OEuvres philosophiques, edición de Ferdinand Alquié (París: Éditions Classiques Garnier, 2010), 1.617; Discurso del método, traducción de Risieri Frondizi (Madrid: Alianza Editorial, 1979), 134-135. Para todas las citas de Descartes, utilizo los tres tomos de la edición de Alquié de las OEuvres philosophiques. Cito por título de la obra seguido de tomo y página.

7 Antoine Leiris, Vous n’aurez pas ma haine (París: Librairie Arthème Fayard, 2016), 40; No tendréis mi odio, traducción de Rosa Alapont (Barcelona: Ediciones Península, 2016), 35. Traducción modificada. Le agradezco a Luis Felipe Alarcón no sólo su ayuda con las traducciones sino su ayuda en general con el texto.

8 Antoine Leiris, Vous n’aurez pas ma haine 30/No tendréis mi odio 27.

9 Antoine Leiris, Vous n’aurez pas ma haine 30/No tendréis mi odio 27.

10 Vous n’aurez pas ma haine es en gran medida una reflexión sobre las palabras, tanto sobre su inadecuación como sobre la posibilidad de duelo que estas proveen, la promesa que proveen. Leiris escribe, por ejemplo, recordando las conversaciones que habría tenido después del asesinato de su esposa: “Mantengo las apariencias. Tomo al otro de la mano, lo tranquilizo enseñándole la ciudad de cartón piedra que sirve de decorado a la película que permito que vean. En ella las calles están limpias, los habitantes son apacibles, la vida parece seguir su curso con toda la normalidad posible. No obstante, los edificios son meras fachadas, los habitantes, extras, y tras la normalidad aparente, nada, ya nada. Excepto quizá esta angustia. ¿Qué ocurrirá cuando todo el mundo pase a otra película? ¿Cuándo me encuentre a solas en mi decorado abandonado? —Lamento muchísimo por lo que estás pasando. Ánimo. . . Para ese no tengo respuesta convencional. 'Hasta pronto' es una promesa [“A bientôt est une promesse”], ‘Cuídate’, una invitación. 'Ánimo', una cadena. Significa devolverme intacto ese dolor del que han tratado de aliviarme el tiempo de una conversación. Una palabra que reduce a cenizas mi Cinecittà de pacotilla. Por lo general la conversación termina ahí. Las fachadas se han derrumbado, los extras han hecho mutis por el foro, yo me he quitado la máscara” (Leiris, Vous n’aurez pas ma haine 92/No tendréis mi odio 74-75). Las palabras de Leiris montan un set de película, una fachada (façade), con las ordenadas, limpias, calles de la normalidad, pero son palabras (“bon courage”) que también queman esa façade hasta sus últimos restos, hasta convertirla en cenizas. Este es el double bind del lenguaje: abre, construye, el mundo que nos protege, que nos resguarda de los otros y de nosotros mismos, incluso cuando hace posible la relación con nosotros mismos y con otro. Y, al mismo tiempo, destruye el mismo mundo que produce. El lenguaje promete, invita y condena. Produce el film —la ilusión, la ficción, el largometraje— que enmascara la nada, el vacío, de una vida después de la muerte de Hélène, y, al mismo tiempo, descorre la cortina para revelar una vida destruida. En general, las conversaciones terminan de esta manera.

11 En Schibboleth: pour Paul Celan, Derrida escribe: “Errancia espectral de las palabras. Esta retornancia [revenance] no viene a las palabras por accidente, tras una muerte que les llegase a unas o se les ahorrase a otras. La retornancia [revenance] es eso que se reparten [est le partage], desde su primer surgimiento, todas las palabras. Siempre habrán sido fantasmas, y esta ley rige en ellas la relación entre el alma y el cuerpo. No podemos decir que lo sepamos porque tenemos la experiencia de la muerte y del duelo. Esta experiencia nos viene de nuestra relación con esta retornancia de la marca, luego del lenguaje, luego de la palabra, luego del nombre. Eso que se llama poesía o literatura, el arte mismo (no distingamos de momento), o lo que es lo mismo, una cierta experiencia de la lengua, de la marca o del trazo como tales, quizá no sea otra cosa que una intensa familiaridad con la ineluctable originalidad del espectro. Cabe, naturalmente, traducirla en pérdida ineluctable del origen. En el duelo, la experiencia del duelo, el paso también de su límite, sería pues difícil ver una ley que domine un tema o un género. Es la experiencia, y como tal, para la poesía, la literatura, el arte mismo”. Ver Jacques Derrida, Schibboleth: pour Paul Celan (París : Éditions Galilée, 1986), 96; Schibboleth: para Paul Celan, traducción de Jorge Pérez de Tudela (Madrid: Arena Libros 2002), 89.

12 Descartes entendía el peligro potencial que la memoria, necesaria para la constitución de la cadena de deducciones, representaba para esta última. Intentaba disminuir su rol en la cadena de deducciones. Ver la séptima regla de Règles pour la direction de l’esprit: “Por lo tanto, las recorreré varias veces con un movimiento continuo de la imaginación, que intuya cada cosa y al mismo tiempo pase a otras, hasta que haya aprendido a pasar tan rápidamente de la primera a la última que, no dejando casi ningún papel a la memoria, parezca que intuyo el todo de una vez, pues de este modo, al mismo tiempo que se ayuda a la memoria, se corrige la lentitud del espíritu y en cierta manera se aumenta su capacidad” (Descartes, Règles pour la direction de l’esprit, OEuvres philosophiques 1.109/Reglas para la dirección del espíritu, traducción de Juan Manuel Navarro Cordón (Madrid: Alianza Editorial, 2003), 102-103. Y luego, en la regla onceava, Descartes insiste: “En efecto, la memoria, de la que se dijo depende la certeza de las conclusiones que abarcan más de lo que podemos captar por una sola intuición, siendo fugaz y débil, debe ser renovada y fortalecida por ese continuo y repetido movimiento del pensamiento: así, por medio de varias operaciones he aprendido, en primer lugar, cuál es la relación entre una primera y segunda magnitud, después entre la segunda y una tercera, luego entre la tercera y una cuarta y, finalmente, entre la cuarta y una quinta, no veo por ello qué relación hay entre la primera y la quinta, y no puedo deducirla de las ya conocidas, a no ser que me acuerde de todas: por lo cual me es necesario recorrerlas con un pensamiento reiterado, hasta que pase de la primera a la última tan rápidamente, que no dejando casi ningún papel a la memoria parezca que intuyo el todo al mismo tiempo” (Descartes, Règles 1.132-133/Reglas 125).

13 Pero su contemporáneo, Thomas Hobbes, sí. En el Leviatán, Hobbes primero aclara la relación entre la percepción sensorial y la imaginación. No es lo que uno esperaría: “el objeto es una cosa y la imagen o fantasía otra. Por lo mismo, el sentido es siempre fantasía original [originall fancy]” (14/46), lo que significa, Hobbes enfatiza, que “a este decaer del sentido . . . lo llamamos imaginación cuando queremos expresar la cosa misma” (16/48). La imaginación es originaria y se encuentra en deterioro desde su origen. Según Hobbes, la imaginación fundamenta toda experiencia posible. De hecho, los objetos de la experiencia son efectos de la imaginación. Lo que Hobbes llama “el sentido decayendo” —la imaginación— es el único sentido que existe: “Y esta apariencia o fantasía es lo que los hombres llaman sentido” (14/46). Y el sentido es finito: “Todo cuanto nos cabe imaginar”, Hobbes escribe, “es finito” (23/57). El resultado es que la imaginación, como sentido y, así, como el fundamento de toda experiencia, es contemporánea y contigua tanto al deseo como al miedo: “pues no hay tal cosa como perpetua tranquilidad de mente, mientras aquí vivimos, porque la vida misma no es sino movimiento, y jamás podrá ser sin deseo, ni sin temor, como no podrá ser sin sensación” (46/82-83). En la medida en que el miedo desde un comienzo se encuentra en deterioro (y por eso es finito), en la medida en que es imaginación, queda claro que el movimiento de la vida es el movimiento de la imaginación. En otras palabras, cuando Hobbes defiende que el futuro es un presupuesto basado en la relación entre el pasado y el presente, dice, en efecto, que finalmente solo existe la imaginación y su síntesis entre el ya no y el todavía no. En la medida en que el presente es el horizonte temporal del sentido, pero dado que el sentido desde un comienzo se está deteriorando y es un efecto de la imaginación, el presente es necesariamente finito, y por eso, se encuentra dividido en sí mismo. El presente se encuentra dividido entre el ya no y el todavía no. O, como Hobbes lo explica, la “imaginación y memoria son una sola y misma cosa” (16/48). Esto es así puesto que la memoria sólo es posible gracias al poder de la virtualización, la capacidad para representar lo que no se encuentra ahí. Por consiguiente, la memoria (la representación de lo que ya no es), el deseo (la anticipación de lo que todavía no es), y el miedo, son todos efectos de la imaginación. Y ¿a qué le tenemos miedo? Según Hobbes, las personas viven en el “miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (89/130). Este miedo es pura anticipación y la anticipación es la representación de lo que todavía no es. Es decir, la imaginación no sólo hace del miedo algo posible, sino también necesario: es la característica esencial de nuestras vidas. ¿Cómo sugiere Hobbes que las personas negocien este miedo? ¿Cómo podemos protegernos del miedo que nos define? La “anticipación, esto es, dominar, por fuerza o astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para ponerle en peligro. Y no es esto más que lo que su propia conservación requiere” (87-88/128-29). El problema es obvio. El mismo mecanismo que provoca nuestro miedo (que, Hobbes dice, es continuo) —a saber, la anticipación, es decir, la imaginación— también sirve para aliviarlo. En cuanto anticipamos la venida del otro que nos destruirá, que nos despojará de nuestra vida, tememos al futuro; y en cuanto tememos al futuro, anticipamos la venida del otro para protegernos del otro, del futuro —y el miedo que su venida anticipada provoca. Entonces, queda claro que en Hobbes este miedo (y esta anticipación) es incesante. No cesa cuando abandonamos el estado de naturaleza. Por el contrario, en el estado civil tenemos tanto miedo como antes: “Medite entonces él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sabiendo que hay leyes y empleados públicos armados para vengar todo daño que se le haya hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus conciudadanos cuando atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores cuando echa el cerrojo a sus arcones” (89/130). No obstante, y esto se encuentra implícito en Hobbes, como Truman Capote escribió en In Cold Blood, la “imaginación, claro, puede abrir cualquier puerta —girar la llave y dejar que el terror entre” [Imagination, of course, can open any door— turn the key and let terror walk right in]” (88). Ver Thomas Hobbes, Leviathan, editado por Richard Tuck (Cambridge: University of Cambridge Press, 1991)/Leviatán, traducción de Antonio Escohotado (Buenos Aires: Editorial Losada, 2004). Para In Cold Blood, ver Truman Capote, In Cold Blood (New York: Vintage International, 1994).

El mundo en llamas

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