Читать книгу La red oscura - Dean Koontz - Страница 7

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Jane Hawk se despertó en la fría oscuridad y durante un momento no fue capaz de recordar dónde se había dormido, solo que, como siempre, estaba en una cama de tamaño regio y tenía la pistola debajo de la almohada sobre la cual debería encontrarse la cabeza de su pareja, si no estuviera viajando sola. El gruñido de un motor diésel y el zumbido de la fricción de dieciocho neumáticos sobre el asfalto le recordaron que estaba en un motel, cerca de la carretera interestatal, así que era... lunes.

El reloj de la mesita de noche informó con un suave resplandor numérico verdoso de la mala pero no inusitada noticia de que eran las 4:15 de la madrugada, demasiado temprano para lograr las ocho horas de sueño, demasiado tarde para imaginarse que podría volverse a dormir.

Se quedó tumbada un rato, reflexionando sobre lo que había perdido. Se había prometido a sí misma dejar de recordar un pasado lleno de amargura. Ya pasaba menos tiempo mortificándose, lo cual podría considerarse un avance si últimamente no hubiera empezado a pensar en lo que aún no había perdido.

Cogió una muda de ropa y la pistola y entró en el baño. Cerró la puerta y la sostuvo con una silla de respaldo recto que había trasladado desde el dormitorio al registrarse la noche anterior.

El servicio de limpieza era tan malo que, en la esquina sobre el lavabo, los hilos radiales y las espirales creadas por una araña se extendían a través de un área más amplia que su mano. Cuando se había acostado a las once, la única provisión que colgaba en la red era una polilla que no dejaba de forcejear. Durante la noche, la polilla se había convertido en una cáscara, en un cuerpo hueco translúcido, con las alas desprovistas de su polvo de terciopelo, quebradizas y fracturadas. La regordeta araña vigilaba en esos momentos a un par de lepismas capturados, una comida menos abundante, aunque algún otro bocado no tardaría en caer en aquel matadero de telaraña.

Fuera, la luz de una lámpara de seguridad doraba el vidrio esmerilado de la pequeña ventana del cuarto de baño, que no era suficientemente grande como para permitir que ni siquiera un niño fuera capaz de entrar. Sus dimensiones también le impedirían a ella escapar en una situación de crisis.

Jane colocó la pistola sobre la tapa cerrada del inodoro y dejó abierta la cortina de vinilo mientras se duchaba. El agua estaba más caliente de lo que esperaba de un alojamiento de dos estrellas, y le alivió el dolor acumulado en los músculos y los huesos, pero no permaneció bajo el chorro de agua tanto tiempo como le hubiera gustado.


La pistolera de hombro incluía una funda con un enganche giratorio, un cargador de repuesto y un arnés de gamuza. El arma colgaba justo detrás de su brazo izquierdo, una colocación profunda que permitía una ocultación magnífica bajo sus abrigos deportivos especialmente diseñados para ello.

Además del cargador de repuesto, guardaba otros dos en los bolsillos de la chaqueta, con un total de cuarenta balas, contando las de la pistola.

Quizá llegaría el día en que cuarenta no fueran suficientes. Ya no tenía respaldo, ningún equipo en una furgoneta a la vuelta de la esquina si todo se iba a la mierda. Esos días se habían terminado de momento; tal vez para siempre. No podía armarse para librar un combate infinito. En una situación en la que cuarenta balas no fueran suficientes, tampoco lo serían ochenta u ochocientas. No se engañaba a sí misma respecto a sus habilidades o a su resistencia.

Llevó sus dos maletas al Ford Escape, levantó la puerta trasera, cargó el equipaje y cerró el vehículo.

El sol que aún no había salido debía haber producido una o dos llamaradas solares. La brillante luna plateada que se ponía en el oeste reflejaba tanta luz que las sombras de sus cráteres se habían desdibujado. No parecía un objeto sólido, sino un agujero en el cielo nocturno, una luz pura y peligrosa que brillaba procedente de otro universo.

Devolvió la llave de la habitación en la recepción del motel. Detrás del mostrador, un tipo con la cabeza afeitada y perilla le preguntó si todo había sido de su gusto, casi como si de verdad le importara. Casi le respondió «con todos los bichos que hay, me imagino que muchos de sus huéspedes son entomólogos», pero prefirió no dejarlo con una imagen más memorable de ella de la que tendría al imaginarla desnuda.

—Sí, todo bien —contestó, y salió de allí.

Había pagado en efectivo por adelantado al llegar, y había utilizado uno de sus permisos de conducir falsificados para proporcionar la identificación requerida, según la cual, Lucy Aimes, de Sacramento, acababa de abandonar el edificio.

Los primeros escarabajos voladores de alguna especie de principios de la primavera chasqueaban al chocar contra los conos de metal de las lámparas montadas en el techo de la pasarela cubierta, y sus exageradas sombras de patas saltarinas se agitaban en el cemento iluminado bajo sus pies.

Mientras caminaba hacia el restaurante contiguo, que formaba parte del edificio del motel, se fijó en las cámaras de seguridad, pero no miró directamente a ninguna de ellas. La vigilancia se había vuelto ineludible.

Sin embargo, las únicas cámaras que podían descubrirla eran las de los aeropuertos, las estaciones de tren y otras instalaciones similares, que estaban conectadas a computadoras que ejecutaban avanzados programas de reconocimiento facial en tiempo real. Sus días de volar se habían terminado. Iba a todas partes en coche.

Cuando todo comenzó, era una rubia natural de cabello largo. En esos momentos, era una morena con el pelo más corto. Los cambios de ese tipo no podrían engañar al reconocimiento facial si alguien te estaba persiguiendo. A menos que se cubriera con un disfraz tan obvio que también llamaría una atención no deseada, no podía hacer demasiado para cambiar la forma de su cara o los muchos detalles únicos de sus rasgos para escapar de esa detección mecanizada.


Una tortilla de queso de tres huevos, una loncha doble de tocino, una salchicha, mantequilla extra para el pan tostado, sin patatas fritas caseras, y café en vez de zumo de naranja. Se alimentaba de proteínas, porque demasiados carbohidratos la hacían sentir lenta y torpe. No le preocupaba la grasa, porque tendría que vivir otras dos décadas para desarrollar arteriosclerosis.

La camarera le trajo más café. Tendría treinta años y era bonita, pero como una flor algo marchita, demasiado pálida y demasiado delgada, como si la vida la adelgazara y la blanqueara día tras día.

—¿Se ha enterado de lo de Filadelfia?

—¿Qué ha pasado?

—Unos pirados han estrellado un avión privado directamente contra cuatro carriles llenos del típico atasco mañanero. La tele dice que debían ir hasta los topes de combustible. Han incendiado casi dos kilómetros de autopista, un puente se derrumbó por completo, los coches y los camiones estallaron, con toda esa pobre gente atrapada dentro. Horrible. Tenemos un televisor en la cocina. Es demasiado horrible para verlo. Te dan arcadas. Dicen que lo hacen por Dios, pero llevan el diablo dentro. ¿Qué vamos a hacer?

—No lo sé —respondió Jane—. No creo que nadie lo sepa.

—Yo tampoco lo creo.

La camarera regresó a la cocina y Jane terminó de desayunar. Si dejas que las noticias te quiten el apetito, no habrá un solo día en el que puedas comer...


El Ford Escape negro parecía recién sacado de la fábrica de Detroit, pero este tenía algunos secretos bajo el capó y la velocidad necesaria para dejar atrás cualquier clase de vehículo policial.

Dos semanas antes, Jane había pagado el Ford en efectivo en Nogales, Arizona, que estaba directamente al otro lado de la frontera internacional con Nogales, México. El automóvil lo habían robado en Estados Unidos, le habían colocado nuevos números de bloque de motor y más caballos de potencia en México, y lo habían devuelto a Estados Unidos para venderlo. Las salas de exhibición del distribuidor eran una serie de graneros en un antiguo rancho de caballos; nunca anunciaba su inventario, nunca emitía un recibo ni pagaba impuestos. Cuando se lo pidió, le proporcionó una matrícula canadiense y una tarjeta de registro legítima garantizada por el Departamento de Vehículos Motorizados de la provincia de Columbia Británica.

Cuando amaneció, todavía estaba en Arizona, a buena velocidad hacia el oeste por la Interestatal 8. La noche palideció. A medida que el sol iluminaba lentamente el horizonte a su paso, las altas nubes de cirros que tenía delante se tiñeron de rosa antes de oscurecerse hasta convertirse en un tono coralino, y el cielo se encendió a través de los distintos tonos de un azul cada vez más intenso.

A veces, en los viajes largos, le apetecía escuchar música. Bach, Beethoven, Brahms, Mozart, Chopin, Liszt. Esa mañana prefirió el silencio. En aquel estado de ánimo, incluso la mejor música sonaría discordante.

Sesenta kilómetros después del amanecer, cruzó la frontera del estado que llevaba al sur de California. Durante la siguiente hora, las nubes altas y blancas de algodón descendieron, se acumularon y se tiñeron de gris formando una densa masa compacta. Después de otra hora, el cielo se había vuelto más oscuro, hinchado, maligno.

Salió de la carretera interestatal cerca de la periferia occidental del Bosque Nacional de Cleveland, en dirección a la ciudad de Alpine, donde el general Gordon Lambert había vivido con su esposa. La noche anterior, Jane había consultado una de sus antiguas pero todavía útiles Guías Thomas, un libro de mapas encuadernado en espiral. Estaba segura de que sabía cómo encontrar la casa.

Además de otras modificaciones realizadas al Ford Escape en México, le habían eliminado todo el sistema de GPS, incluido el transpondedor que permitía rastrear continuamente su posición por satélite y otros medios. No tenía sentido estar fuera de la red si el vehículo que conducías se conectaba a una red cada vez que doblabas una curva.

Aunque la lluvia era tan natural como la luz del sol, aunque la naturaleza funcionaba sin tener unas intenciones precisas, Jane vio maldad en la tormenta que se avecinaba. En los últimos tiempos, su amor por el entorno natural lo había puesto a prueba la percepción, quizás irracional pero profundamente sentida, de que la naturaleza estaba actuando como cómplice de la humanidad en algunos asuntos perversos y destructivos.


En Alpine vivían catorce mil personas, y seguro que una buena parte de ellas creían en el destino. Menos de trescientas eran de la tribu de indios kumeyaay de la reserva de Viejas, que poseían el casino de Viejas. Jane no tenía ningún interés en los juegos de azar. La vida ya era una continua tirada de dados a cada minuto, y eso era todo el juego que podía soportar.

El barrio comercial, con pinos y robles alineados en las calles, era pintoresco al estilo de la frontera del Oeste. Algunos edificios realmente databan del Viejo Oeste, pero otros de construcción más reciente imitaban ese estilo con diversos grados de éxito. La gran cantidad de tiendas de antigüedades, galerías, tiendas de regalos y restaurantes sugería un turismo anual que era anterior al propio casino.

San Diego, la octava ciudad más grande del país, estaba a menos de cincuenta kilómetros y seiscientos metros de altura. Dondequiera que al menos un millón de personas vivieran muy cerca las unas de las otras, una parte importante necesitaría, algún día, huir de la colmena para ir a un lugar menos abarrotado.

La casa de listones de madera blancos y persianas negras de los Lambert estaba en las afueras de Alpine, y ocupaba aproximadamente veinte áreas de terreno, con el patio delantero delimitado por una valla y el porche amueblado con sillas de mimbre. La bandera roja y blanca, alzada hasta lo más alto del mástil situado en la esquina noreste de la casa, ondeaba suavemente con la brisa, con el recuadro con las cincuenta estrellas tenso y claramente a la vista recortado contra el melancólico cielo cuajado de nubes.

Los cuarenta kilómetros por hora del límite de velocidad le permitieron a Jane conducir lentamente sin revelar que estaba estudiando el lugar. No vio nada fuera de lo común, pero si sospechaban que estaba allí debido al vínculo que compartía con Gwyneth Lambert, serían circunspectos casi hasta el punto de ser invisibles.

Pasó por delante de otras cuatro casas antes de que la calle llegara a un callejón sin salida. Una vez allí, giró y aparcó el Escape en el arcén del camino, en dirección al recorrido que acababa de hacer.

Aquellas casas se encontraban en la cima de una colina con vistas al lago El Capitán. Jane siguió un sendero de tierra a través de un bosque abierto y luego a lo largo de una ladera verde sin árboles con una hierba salvaje que sería tan dorada como el trigo a mediados de verano. Al llegar a la orilla, caminó hacia el sur examinando el lago, que parecía a la vez plácido y desordenado porque las nubes revueltas se reflejaban en la serena superficie espejada. Prestó la misma atención a las casas que tenía a su izquierda levantando la vista como si las admirara una por una.

Las cercas indicaban que aquellas propiedades ocupaban solo las parcelas aplanadas de la parte superior de la colina. Las vallas blancas que había delante de la casa de Lambert se repetían por todas partes.

Caminó detrás de dos residencias más antes de regresar a la propiedad de los Lambert y subir la ladera. La puerta trasera tenía un simple pestillo de gravedad.

Tras cerrar la puerta a su espalda, estudió las ventanas, que tenían las cortinas completamente abiertas y las persianas levantadas para dejar entrar la mayor cantidad posible de la luz trémula del día. Le pareció no ver a nadie observando el lago o vigilando cómo se acercaba.

Con todo decidido ya, siguió la cerca por el lado de la casa. Subió los escalones del porche y llamó al timbre mientras las nubes bajaban y la bandera chasqueaba bajo una brisa que olía débilmente a lluvia o al agua del lago.

Un momento después, una delgada y atractiva mujer de unos cincuenta años abrió la puerta. Llevaba puestos unos vaqueros, un suéter y un delantal hasta la rodilla, decorado con fresas bordadas.

—Señora... ¿Lambert? —preguntó Jane.

—Dígame.

—Tenemos un vínculo al que espero poder recurrir.

Gwyneth Lambert sonrió a medias y alzó las cejas.

—Ambas nos casamos con marines —dijo Jane.

—Eso es un vínculo, sin duda. ¿En qué puedo ayudarla?

—También somos viudas las dos. Y creo que las dos podemos culpar de ello a las misma personas.


La cocina olía a naranjas. Gwyn Lambert estaba horneando magdalenas de chocolate y mandarina en tal cantidad y con tal laboriosidad que era imposible no suponer que estaba tan ocupada como defensa contra los bordes más afilados de su dolor.

En las encimeras había nueve platos, cada uno con media docena de magdalenas recién enfriadas y ya cubiertas con envoltura de plástico, destinadas a sus vecinos y amigos. Un décimo plato de dulces todavía tibios estaba sobre la mesa del comedor, y otra tanda estaba subiendo en el horno.

Gwyn era una de esas maestras cocineras impresionantes que lograban maravillas culinarias sin apenas esfuerzo aparente. No había cuencos con restos de mezcla o platos sucios en el fregadero. No había una capa de harina sobre las encimeras. No había migas ni otros restos en el suelo.

Después de rechazar una magdalena, Jane aceptó una taza de café solo muy cargado. Ella y su anfitriona se sentaron a lados opuestos de la mesa mientras el vapor fragante se elevaba lánguidamente de la intensa infusión.

—¿Dijiste que tu Nick era teniente coronel? —preguntó Gwyn.

Jane había usado su nombre real. El vínculo entre ella y Gwyn requería que esa visita se mantuviera en secreto. En esas circunstancias, si no podía confiar en la esposa de un marine, no podría confiar en nadie.

—Coronel —corrigió Jane—. Lucía el águila de plata.

—¿Con solo treinta y dos años? Un muchacho con esa energía en la vida se habría acabado ganando sus estrellas.

El marido de Gwyn, Gordon, había sido teniente general, con tres estrellas, un nivel por debajo de los oficiales con mayor rango del cuerpo.

—Nick recibió la Cruz Naval y un DDS más un pecho entero lleno de otras condecoraciones —le explicó Jane.

La Cruz Naval estaba justo un nivel por debajo de la Medalla de Honor. Con una modestia innata, Nick nunca había hablado de sus medallas y condecoraciones, pero a veces Jane sentía la necesidad de fanfarronear de él, de confirmar que él había existido y de que su existencia había hecho que el mundo fuera un lugar mejor.

—Lo perdí hace cuatro meses. Estuvimos casados seis años.

—Cariño, serías una auténtica novia adolescente —comentó Gwyn.

—En absoluto. Tenía veintiún años. La boda fue la semana siguiente a mi graduación en Quantico y mi admisión en el FBI.

Gwyn pareció sorprendida.

—¿Eres del FBI?

—Si vuelvo alguna vez. Ahora mismo estoy de baja. Nos conocimos cuando Nick estaba asignado al Mando de Desarrollo de Combate del FBI en Quantico. No vino a por mí. Tuve que acercarme a él. Era la cosa más hermosa que hubiera visto en mi vida, y yo soy una mula muy tozuda cuando quiero conseguir algo. —Se sorprendió cuando su corazón se le agarrotó y la voz se le quebró—. Estos cuatro meses a veces me parecen cuatro años... Luego me parece que solo han pasado cuatro horas. —Su desconsideración la consternó de inmediato—. Mierda, lo siento. Tu pérdida es más reciente que la mía.

Gwyn le contestó agitando la mano para quitarle importancia mientras los ojos se le llenaban de lágrimas sin derramar.

—Un año después de que nos casáramos, fue en 1983. Gordie estaba en Beirut cuando los terroristas volaron el cuartel de los Marines y mataron a doscientos veinte. A menudo estaba en algún lugar muy malo, así que lo imaginé muerto miles de veces. Pensé que todo lo que imaginaba me prepararía para enfrentarme a ello si un día alguien vestido de uniforme azul llamaba a la puerta con un aviso de muerto en combate. Pero no estaba preparada para... para la forma en que sucedió.

Según las noticias, un sábado, apenas poco más de dos semanas antes, cuando su esposa estaba en el supermercado, Gordon salió por la puerta trasera de la cerca de la casa y bajó la colina hacia la orilla del lago. Llevaba una escopeta con empuñadura de pistola añadida y cañón corto. Se sentó cerca del agua, con la espalda apoyada en una orilla cubierta de hierba. Debido al cañón corto, fue capaz de alcanzar el gatillo. Los navegantes en el lago presenciaron cómo se pegó un tiro en la boca. Cuando Gwyn llegó a casa después de la compra, encontró la calle llena de coches de policía, la puerta de su casa abierta, y su vida cambió para siempre.

—¿Te importa que te haga algunas preguntas? —inquirió Jane.

—Estoy destrozada pero no rota. Pregunta.

—¿Existe alguna posibilidad de que fuera al lago acompañado de alguien?

—No, ninguna. Nuestra vecina lo vio bajar solo, y llevaba algo en las manos, pero no se dio cuenta de que era un arma.

—Los navegantes que lo presenciaron, ¿los han investigado a todos?

Gwyn pareció desconcertada.

—¿Investigados?

—Tal vez tu marido fuera a reunirse con alguien. Quizá se llevó la escopeta por precaución.

—¿Y que tal vez fuera un asesinato? No pudo serlo. Había cuatro barcos en la zona. Al menos media docena de personas lo presenciaron.

Jane no quería hacer la siguiente pregunta porque podría parecer una acusación de que el matrimonio de los Lambert había tenido problemas.

—Tu esposo... ¿Gordon estaba deprimido?

—Nunca. Algunas personas abandonan toda esperanza. Gordie la conservó toda su vida, era muy optimista.

—Me recuerda a Nick —comentó Jane—. Cada problema que surgía en su camino no fue más que un desafío, y le encantaban los desafíos.

—¿Cómo sucedió, cariño? ¿Cómo lo perdiste?

—Estaba preparando la cena. Fue al cuarto de baño. Como no regresaba, fui a ver, y lo encontré completamente vestido, sentado en la bañera. Había usado su cuchillo de combate, el Ka-Bar, para cortarse el cuello tan profundamente que se seccionó por completo la arteria carótida izquierda.


Había sido un invierno húmedo con El Niño, el segundo en la última media década, con una lluvia normal en los años intermedios, una anomalía climática que había terminado con la sequía del estado. En esos momentos, la luz de la mañana en las ventanas se atenuaba como si estuviera atardeciendo. Aunque antes se mostraba cristalino, el lago exhibía ya salpicaduras blancas por la fuerte brisa que lo cruzaba como si fuera una gran serpiente durmiendo a la sombra de la tormenta amenazante.

Mientras Gwyn sacaba del horno las magdalenas ya terminadas y las ponía en la rejilla para que se enfriaran, el tictac del reloj de pared pareció aumentar de volumen. A lo largo del mes anterior, los relojes de todo tipo habían atormentado periódicamente a Jane. De vez en cuando le parecía oír débilmente el tictac de su reloj de pulsera; se volvió tan irritante que se lo quitó y lo guardó en la guantera del automóvil o, si estaba en un motel, lo llevaba al otro lado del cuarto para enterrarlo debajo del cojín de un sillón hasta que lo necesitara. Si se le estaba acabando el tiempo, no quería que nada le recordara insistentemente ese hecho.

Gwyn sirvió café para las dos, y Jane le hizo otra pregunta.

—¿Gordon dejó una nota?

—Ni una nota ni un mensaje de texto ni un mensaje de voz. No sé si me gustaría que hubiera dejado algo o estar contenta de que no lo haya hecho.

Dejó la jarra de cristal de nuevo en la cafetera y se sentó en su silla otra vez.

Jane trató de hacer caso omiso del reloj; el tictac sonaba más fuerte, pero, sin duda, era algo imaginario.

—Guardo una libreta y un bolígrafo en el cajón de mi dormitorio. Nick los usó para escribir un último adiós, si una es capaz de convencerse a sí misma de verlo de esa manera. —Lo inquietante de esas cuatro oraciones le helaba el corazón cada vez que pensaba en ellas. Las citó—: «Hay algo mal en mí. Necesito. Lo necesito mucho. Necesito estar muerto».

Gwyn había cogido su taza de café, pero la dejó de nuevo en la mesa sin tomar ni un sorbo.

—Eso es muy extraño, ¿no?

—Eso pensé. Creo que la policía y el forense también creyeron lo mismo. La primera frase estaba en su cursiva apretada y meticulosa, pero la calidad de las demás estaba deteriorada, como si tuviera que luchar por controlar la mano.

Se quedaron mirando el día oscuro, compartiendo el silencio, y luego Gwyn habló de nuevo.

—Debe haber sido horrible para ti ser quien lo encontrara.

Esa observación no necesitaba una respuesta.

Jane volvió a hablar sin dejar de mirar su taza de café, como si su futuro pudiera leerse en los patrones del brillo reflejado procedentes de las luces del techo.

—La tasa de suicidios en Estados Unidos cayó hasta alrededor de diez y medio por cien mil personas a finales del siglo pasado. Pero en las últimas dos décadas, ha vuelto a la media histórica de doce y medio. Hasta el pasado abril, cuando comenzó a subir. A finales de año, el dato anual era de catorce por cien mil. Como promedio, eso son más de treinta y ocho mil casos. La tasa más alta es de cuatro mil quinientos suicidios añadidos. Y por lo que puedo decir, en los primeros tres meses de este año, ya hay más de mil quinientos, lo que para el 31 de diciembre supondrá casi un total de ocho mil cuatrocientos casos por encima de la media histórica.

Mientras le recitaba aquellas cifras a Gwyn, las repasó una vez más, pero siguió sin tener ni idea de qué hacer con ellas ni por qué parecían relacionadas con la muerte de Nick. Cuando levantó la vista, se dio cuenta de que Gwyn la miraba con bastante más intensidad que antes.

—Cariño, ¿me estás diciendo que estás investigándolo? Sí, sí que lo estás haciendo. Entonces, hay mucho más en todo esto, mucho más de lo que me has dicho, ¿verdad?

Había mucho más, pero Jane no quería compartir demasiado y posiblemente poner en peligro a la viuda de Lambert. Gwyn la presionó.

—No me digas que estamos de vuelta en otra clase de guerra fría con todos sus trucos sucios. ¿Hay muchos militares entre esos ocho mil cuatrocientos suicidios adicionales?

—Bastantes, pero no se trata de una parte desproporcionada. Se distribuye por igual entre todas las profesiones. Doctores, abogados, maestros, policías, periodistas... Pero son suicidios inusuales. Personas de éxito y equilibradas sin antecedentes de depresión o problemas emocionales o en mitad de una crisis financiera. No encajan en ninguno de los perfiles habituales de aquellos con tendencias suicidas.

Una ráfaga de viento golpeó la casa, haciendo sonar la puerta trasera como si alguien probara con insistencia el pomo para ver si la cerradura estaba echada.

La esperanza sonrojó la cara de Gwyn y le brindó una vivacidad que Jane no había visto antes.

—¿Estás diciendo que tal vez Gordie estaba... qué? ¿Drogado o algo así? ¿No sabía lo que hacía cuando salió con la escopeta? ¿Hay una posibilidad de que...?

—No lo sé, Gwyn. He encontrado algunas pistas diminutas que he unido, y todavía no puedo entender su significado, si es que significan algo. —Le dio un sorbo al café, pero ya había bebido suficiente—. ¿Hubo algún momento el año pasado en el que Gordon no se sintiera bien?

—Quizás un resfriado. Un diente cariado y una endodoncia.

—¿Ataques de vértigo? ¿Confusión mental? ¿Frecuentes dolores de cabeza?

—Gordie no era una persona a la que le dieran dolores de cabeza. Ni nada que lo frenara.

—Me refiero a algo llamativo, una verdadera migraña incontenible, con las características luces centelleantes que te nublan la visión. —Vio que aquello le recordaba algo a la viuda—. ¿Cuándo fue, Gwyn?

—En el WIC, la conferencia «Y si», este septiembre, en Las Vegas.

—¿La conferencia «Y si»?

—El Instituto Gernsback reúne a un grupo de futuristas y de escritores de ciencia ficción durante cuatro días. Los reta a pensar fuera de lo común sobre la defensa nacional. ¿En qué amenazas no nos estamos centrando que podrían ser más graves de lo que pensamos dentro de un año, diez años, veinte años?

Se llevó una mano a la boca y frunció el ceño.

—¿Pasa algo? —le preguntó Jane.

Gwyn se encogió de hombros.

—No. Por un segundo, me pregunté si debería estar hablando de esto. Pero no es un gran secreto ni nada parecido. Ha atraído mucha atención de la prensa a lo largo de los años. Verás, el instituto invita a cuatrocientas de las personas con las ideas más avanzadas, desde oficiales militares de todas las ramas del servicio hasta científicos clave e ingenieros de los principales contratistas de defensa, para escuchar en las mesas redondas paneles y hacer preguntas. Es todo un acontecimiento. Los cónyuges son bienvenidos. Las parejas asistimos a las cenas y a los actos sociales, pero no a las mesas redondas. Y no es ningún tipo de soborno, por cierto.

—No pensé que lo fuera.

—El instituto es una organización sin ánimo de lucro y apolítica. No tiene ningún vínculo con los contratistas de defensa. Y cuando recibes una invitación, tú te tienes que pagar el viaje y el alojamiento. Gordie me llevó con él a tres conferencias. Y he de decir que le encantaban.

—Pero ¿el año pasado tuvo una migraña grave en el evento?

—La única que ha tenido. El tercer día, por la mañana, pasó casi seis horas en la cama. Insistí en llamar a la recepción y encontrar un médico, pero Gordie era de los que pensaba que cualquier cosa menos grave que una herida de bala es mejor dejar que se arregle sola. Ya sabes que los hombres siempre tienen que demostrarse cosas a sí mismos.

Jane se estremeció ante un recuerdo.

—Nick estaba tallando un trozo de madera y se rajó la mano cuando se le escapó el formón. Probablemente necesitaba cuatro o cinco puntos de sutura, pero él se limpió la herida, la cubrió bien de crema antibiótica y se la tapó con cinta adhesiva. Pensé que moriría por envenenamiento de la sangre o que perdería la mano, y a él le parecía que mi preocupación era muy graciosa. ¡Graciosa! Deseé darle un tortazo. De hecho, se lo di.

Gwyn sonrió.

—Bien hecho. De todos modos, la migraña desapareció a la hora del almuerzo, y Gordie solo se perdió una mesa redonda. Como no fui capaz de convencerlo de que pasara por el médico, fui al spa y me pagué una sesión de masaje. Pero ¿cómo te enteraste de lo de la migraña?

—Por una de las otras personas a las que he entrevistado, un viudo de Chicago. Su esposa tuvo su primera y última migraña dos meses antes de ahorcarse en el garaje.

—¿Fue a la misma conferencia?

—No. Ojalá fuera así de simple. No logro encontrar conexiones como esa entre un número importante de ellos. Solo hilos frágiles, relaciones tenues. Esa mujer era la directora ejecutiva de una organización sin ánimo de lucro que presta servicios a personas con discapacidades. Según todos los informes, era feliz, productiva y amada por casi todos.

—¿Tu Nick tuvo también una única migraña?

—No me dijo nada al respecto. Los suicidios sospechosos que me interesan... En los meses anteriores a su muerte, algunos se quejaron de breves episodios de vértigo, o de sueños extraños e intensos. Otros sufrieron temblores en la boca y en la mano izquierda que desaparecieron después de una semana o dos. Algunos experimentaron un sabor amargo que aparecía y poco después desaparecía. Cosas diferentes y, en su mayoría, de escasa importancia. Pero Nick, al menos que él me dijera, no tuvo ningún síntoma inusual. Cero, nada, nada de nada.

—¿Has entrevistado a los seres queridos de esta gente?

—Sí.

—¿A cuántos?

—A veintidós personas hasta ahora, incluyéndote a ti. —Al ver la expresión de Gwyn, Jane se explicó—. Sí, lo sé, es una obsesión. Tal vez sea una insensatez.

—No eres ninguna insensata, querida. Es que a veces, simplemente, es... difícil seguir. ¿Adónde irás ahora?

—Hay alguien que vive cerca de San Diego con quien me gustaría hablar. —Se reclinó en la silla—. Pero esas conferencias en Las Vegas todavía me intrigan. ¿Tienes algo de eso, un folleto, un programa concreto de esos cuatro días?

—Probablemente habrá algo de eso en el estudio de Gordon, en el piso de arriba. Voy a buscarlo. ¿Más café?

—No, gracias. He tomado mucho en el desayuno. Lo que sí necesito es un baño.

—Hay un lavabo en el pasillo. Ven, te lo enseñaré.

Un par de minutos más tarde, en el cuarto de baño libre de polvo y de arañas, mientras Jane se lavaba las manos en el lavabo, se miró cara a cara en el espejo. Se preguntó, y no era la primera vez que lo hacía, si al emprender aquella cruzada dos meses antes no habría empeorado más todavía algo que ya de por sí resultaba nefasto.

Tenía tanto que perder, y no solo su vida. Lo de menos, de heho, era su vida.

Desde el techo, a través del conducto del baño, el viento creciente hablaba desde el segundo piso hasta el primero, como un troll que se hubiera mudado desde su morada habitual bajo un puente hasta una casa con vistas.

Justo cuando salía del baño, un disparo restalló escaleras arriba.


Jane desenfundó la pistola y la empuñó con ambas manos con el cañón apuntando hacia la derecha, hacia el suelo. No era su arma reglamentaria del FBI. No se le permitía llevar esa arma mientras estaba de permiso. La que empuñaba también le gustaba mucho, tal vez incluso más: una Heckler & Koch Combat Competition Mark 23, con cañón para la munición .45 Colt.

El ruido había sido un disparo. Era inconfundible. No había oído ningún grito antes ni después, ni tampoco sonido de pasos.

Sabía que no la habían seguido desde Arizona. Si alguien la hubiera estado esperando allí, habría acabado con ella cuando todavía estaba sentada a la mesa de la cocina, con la guardia bajada.

Tal vez el tipo retenía a Gwyn y había disparado una vez para atraer a Jane al segundo piso. Eso no tenía sentido, pero la mayoría de los malos se dejaban llevar por la emoción, con poca lógica y razón.

Se le ocurrió otra posibilidad, pero no quiso profundizar en ella todavía.

Si la casa tenía escaleras traseras, probablemente estarían en la cocina. No había visto nada de eso. Había dos puertas cerradas. Una despensa, por supuesto. La otra probablemente era la puerta del garaje. O la del lavadero. Vale, las escaleras delanteras eran las únicas escaleras.

No le gustaban las escaleras. No había sitio para esquivar a la izquierda o a la derecha. No había posibilidad de retirarse, porque le daría la espalda al tirador. Una vez que empezaba el ascenso, no quedaba más que subir, y cada uno de los dos tramos estrechos sería una galería de tiro de corto alcance.

Se mantuvo medio agachada en el rellano entre los dos tramos, y giró rápidamente alrededor del poste de la escalera. No había nadie allí arriba. El corazón le retumbaba como un tambor de desfile. Hizo frente al miedo. Sabía lo que tenía que hacer. Ya lo había hecho antes. Uno de sus instructores había dicho que era un ballet sin mallas ni tutús, que tan solo se necesitaba saber qué movimientos hacer, justo dónde hacerlos, y al final de la actuación, te arrojaban flores a los pies, metafóricamente hablando.

El último tramo. Allí era donde un profesional intentaría acabar con ella. Apuntando hacia abajo, su arma estaría justo debajo del nivel de los ojos; apuntando hacia arriba, ella estaría en su línea de visión, lo que le proporcionaría mayor seguridad en el disparo a su posible oponente.

La parte superior de las escaleras y seguía viva.

Mantente agachada y cerca de la pared. Empuña la pistola con las dos manos. Los brazos extendidos. Detente y escucha. Nadie en el pasillo de arriba.

Había llegado el momento de despejar las puertas, lo que era casi tan jodido como las escaleras. Al cruzar un umbral la podrían acribillar, justo casi al final de la inspección.

Gwyn Lambert ocupaba un sillón en el dormitorio principal y tenía la cabeza girada hacia la izquierda. El brazo derecho le había caído en el regazo y todavía empuñaba flojamente el arma. La bala le había entrado por la sien derecha, le había abierto un túnel en el cerebro y le había salido rompiendo la sien izquierda, lo que había salpicado la alfombra con trozos de hueso y mechones de cabello y cosas peores.


No parecía que aquello fuera una puesta en escena. Era un verdadero suicidio. No se había oído ningún grito antes del disparo, ni pasos u otros sonidos después. Solo el movimiento y el acto, y el terror o alivio o arrepentimiento en el instante entre ellos. Vio un cajón de la mesita de noche abierto, donde quizás estaba guardada el arma para proteger la casa.

Aunque Jane no había conocido a Gwyneth el tiempo suficiente como para sentirse abrumada por la pena, sí que la afligió una tristeza apagada pero terrible y una ira intensa, esta última porque no se trataba de un suicidio ordinario, no era consecuencia de la angustia o la depresión. Para ser una mujer que solo dos semanas antes había perdido a su esposo, Gwyn lo había llevado tan bien como cualquier otra persona pudiera hacerlo. Se había puesto a hornear magdalenas para llevarlas a los familiares y amigos que la habían apoyado en ese momento tan angustioso, pensando en el futuro. Además, por lo poco que había averiguado sobre esta otra esposa de un militar, una cosa que sabía sin lugar a dudas era que Gwyn no habría atormentado a otra viuda afligida poniéndola en la situación de tener que ser la primera en descubrir otro suicidio.

Un pitido repentino hizo que girara en redondo. Le dio la espalda al cadáver y alzó la pistola. No había nadie. El sonido procedía de una habitación contigua. Se acercó a la puerta abierta con precaución hasta que reconoció el tono como la señal de la compañía telefónica alertando a su cliente de que un teléfono había quedado descolgado.

Cruzó el umbral del estudio de Gordon Lambert. En las paredes había fotografías suyas de cuando era más joven, con su equipo de combate y sus hermanos marines en lugares exóticos. Gordon vestido de uniforme de gala, alto y guapo, posando en la foto con un presidente. Una bandera enmarcada que había ondeado en combate.

El auricular del teléfono del escritorio yacía sobre la alfombra, colgando de su cable en espiral. Se sacó un pañuelo de algodón de un bolsillo de la chaqueta, que solo llevaba para evitar dejar huellas dactilares, y colgó el teléfono mientras se preguntaba con quién habría hablado Gwyn antes de tomar aquella decisión mortífera. Levantó el teléfono y marcó el código de rellamada automática, pero no obtuvo respuesta.

Gwyn aparentemente había subido las escaleras para buscar un folleto o un programa de la conferencia «Y si». Jane se acercó al escritorio y abrió un cajón.

El teléfono sonó. No se sorprendió. No apareció el identificador de llamadas.

Levantó el auricular pero no dijo nada. Su cautela quedó pareja con la de la persona que había al otro lado de la línea. No fue una llamada fantasma iniciada por un fallo del sistema ni un número incorrecto. Escuchó música de fondo, una canción antigua del grupo America, grabada antes de que ella naciera, «A Horse With No Name».

Ella fue la que colgó. Teniendo en cuenta las extensas propiedades en aquel barrio, era poco probable que nadie hubiera oído el único disparo. Sin embargo, tenía cosas urgentes que hacer.


Quizá ya estuviera acudiendo alguien. O tal vez no tenían ningún agente en las cercanías, pero la prudencia requería que se esperara visitas hostiles. No tuvo tiempo de buscar en el despacho del general.

Limpió todo lo que recordaba haber tocado en la planta baja. Lavó y guardó rápidamente las tazas de café y las cucharas. Aunque nadie podía oírla, realizó cada tarea en silencio. Con el paso de cada semana, se había vuelto más silenciosa en todos sus actos, como si se estuviera preparando para ser un fantasma y quedar en silencio para siempre.

En el lavabo, el espejo captó su atención durante un momento. Tal era la naturaleza fantástica de la misión que había emprendido, tan extraños eran los descubrimientos que estaba haciendo, que a veces parecía razonable pensar que lo imposible podría ser posible, y en ese caso que, cuando saliera del lavabo, su imagen permaneciera en el espejo para incriminarla.

Cuando salió de la casa por la puerta principal, no se sentía diferente del ángel de la Muerte. Ella había llegado, una mujer había muerto y ella se marchaba. Algunos decían que algún día no habría muerte. Si tenían razón, la muerte también podría morir.

Al pasar por delante de las casas de los vecinos, no vio a nadie en las ventanas, a nadie en un porche ni a ningún niño jugando debido al riesgo de la tormenta que se avecinaba. Los únicos sonidos que se oían eran aquellos que el inconstante viento provocaba en los objetos diarios, como si la humanidad hubiera sido expurgada, y sus construcciones intactas, pero condenadas a ser borradas poco a poco por eones de desgaste por el clima.

Condujo hasta el final de la manzana, donde podía girar a la izquierda o seguir recto. Siguió conduciendo durante más de un kilómetro, giró a la derecha y luego a la izquierda, sin un destino inmediato en mente, mirando repetidas veces por el espejo retrovisor. Confiada ya en que no tenía a nadie siguiéndola de lejos, encontró la interestatal y condujo hacia el oeste, hacia San Diego.

Quizá llegaría el día en que la Tierra cayera bajo una observación tan precisa y continua que los vehículos sin transpondedores no fueran menos rastreables que los legalmente equipados. En un mundo así, ella nunca habría llegado a la casa de Lambert, para empezar.


Una noche del noviembre anterior, seis días antes de la muerte de Nick, mientras lo esperaba en la cama y él se cepillaba los dientes, había visto una historia en las noticias de televisión que la intrigó y que últimamente había vuelto una y otra vez a su memoria, como si fuera pertinente a lo que ella estaba soportando en esos momentos.

La noticia trataba sobre unos científicos que estaban desarrollando implantes cerebrales utilizando proteínas sensibles a la luz y fibras ópticas. Dijeron que mantenemos una conversación incesante con nuestros cerebros: nuestros sentidos «anotan» la información, nuestros cerebros la interpretan y «leen en alto» las instrucciones. Se estaban realizando experimentos en los que los implantes cerebrales captaban las instrucciones del cerebro y las transmitían más allá de los puntos donde se interrumpía la comunicación, como en los daños producidos por un accidente cerebrovascular o en un nervio espinal, lo que hacía posible que un parapléjico moviera las extremidades protésicas simplemente pensando en moverlas. Las personas con ciertas enfermedades de las neuronas motoras que bloqueaban sus cuerpos, incluso negándoles la capacidad de hablar, podrían, con tales implantes, «pensar» su parte de una conversación y escucharse hablar. Sus pensamientos, traducidos en impulsos luminosos por las proteínas sensibles a la luz, serían procesados por programas informáticos y traducidos al lenguaje por un ordenador.

En ese momento, Jane se había maravillado de que todo estuviera cambiando con tanta rapidez, que el futuro parecía acercarse a toda velocidad cargado con un mundo lleno de milagros y maravillas.

Ahora estaba atrapada en un mundo de violencia y horror en el que esa vieja noticia parecía no tener relevancia. Y, sin embargo, seguía recordándola, como si tuviera una tremenda importancia.

Quizá recordaba la historia no por nada en concreto, sino por lo que Nick le había dicho poco después. Llegó a la cama agotado por un día difícil, lo mismo que ella. Ninguno de los dos tenía energía para hacer el amor, pero disfrutaron de estar uno al lado del otro, cogidos de la mano y hablando. Justo antes de que ella se durmiera, él se llevó la mano a los labios, la besó y dijo:

—Haces que me estremezca.

Sus palabras la siguieron a los sueños más encantadores, donde fueron pronunciadas en una variedad de situaciones caprichosas, siempre con gran sensibilidad.


En Benny’s at the Beach, el ataque contra los viajeros de Filadelfia era tan importante para la clientela como lo sería la Stanley Cup. Las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, había suficiente cobertura de deportes televisivos, en vivo y en diferido, para saciar a cualquier fanático, pero a esa hora, la del almuerzo, las dos pantallas del bar estaban sintonizadas a las noticias por cable, con los textos inferiores móviles de las pantallas dedicados a los recuentos de muertos y a las declaraciones de indignación de políticos en vez de a victorias pasadas y estadísticas de jugadores.

De hecho, Benny’s no estaba en la playa, sino a dos manzanas del sonido de las olas rompientes, y si había sido uno de los lugares favoritos de San Diego durante cincuenta años, como su cartel decía, lo más probable era que ya no fuera propiedad de alguien llamado Benny, si alguna vez lo había sido. Los clientes parecían ser de clase media, un grupo demográfico cada vez más reducido durante la última década. A esa hora, ninguno había bebido lo suficiente como para saltar indignado ante aquel horror, aunque Jane notó como algo casi tangible la ira, el miedo y la necesidad de formar parte de un grupo, algo que los había llevado hasta esos taburetes y sillas.

Comía en el último reservado, que era más estrecho que los otros, hecho para dos en lugar de cuatro. La mesa de granito laminado seguramente había sido de formica cuando Benny mandaba en el lugar. Las mesas y la tela de diseño en los cojines del banco y los taburetes, junto con un suelo de mármol en forma de arlequinado, proclamaban una prosperidad y un estatus en realidad nunca logrado, pero tan estadounidense que Jane lo encontró sorprendentemente conmovedor.

Entre los clientes había un columnista del periódico local que estaba almorzando y tomando una cerveza o dos, aunque no podía contener sus instintos de reportaje. Ella lo vio moverse por la larga estancia con una libreta, un bolígrafo y una botella de Heineken, repartiendo su tarjeta e invitando a los clientes a discutir el último acto de terrorismo.

Tenía unos cuarenta años y un buen pelo, en el que parecía haberse gastado en estilismo más de lo que un contable le habría aconsejado. Estaba orgulloso de su trasero, y llevaba los pantalones vaqueros un poco más apretados de lo necesario. También le gustaban sus antebrazos varoniles, y llevaba las mangas de la camisa arremangadas en un día que no era suficientemente cálido como para eso.

Llegó a su reservado como reportero y como hombre, con un cálculo en la mirada que algunas mujeres encontrarían ofensivo, aunque ella no. No se mostró grosero, y no tenía manera alguna de saber que ella había abandonado aquel juego. Era consciente de que los hombres se fijaban en ella en cualquier circunstancia, y sabía que si rechazaba una entrevista de tres minutos, ya fuera de un modo educado o despectivo, se demoraría más y la recordaría más vívidamente.

Se llamaba Kelsey, y ella le dijo que se llamaba Mary. Por invitación suya, el periodista se sentó al otro lado de la mesa.

—Un día terrible.

—Uno de ellos.

—¿Tienes amigos o familiares en Filadelfia?

—Solo conciudadanos.

—Sí. Pero duele de todas maneras, ¿no?

—Debería.

—¿Qué crees que deberíamos hacer al respecto?

—¿Tú y yo?

—Todos nosotros.

—Darnos cuenta de que es parte de un problema mayor.

—¿Y cuál es?

—Las ideas no deberían importar más que las personas.

Él levantó una ceja.

—Eso es interesante. Explícate un poco.

A modo de explicación, ella revirtió el orden de dos palabras y eliminó la negación.

—Las personas deberían importar más que las ideas.

El periodista esperó a que continuara. Cuando, en cambio, ella tomó el casi último bocado de su hamburguesa, dijo:

—Mi columna no es política, sino de interés humano. Pero si tuvieras que ponerte una etiqueta política, ¿cuál sería?

—Asqueada.

Él se echó a reír mientras tomaba notas.

—Podría ser el mayor partido político de todos. ¿De dónde eres?

—De Miami —mintió—. ¿Sabes una noticia que deberías investigar?

—¿De qué se trata?

—De la creciente tasa de suicidio.

—¿Está aumentando?

—Compruébalo.

Él le dio un trago a la cerveza sin dejar de observarla.

—¿Por qué una chica como tú tiene un interés tan morboso?

—Soy socióloga —volvió a mentir—. ¿Alguna vez sospechaste que una mierda como este ataque de Filadelfia se podría usar?

Aunque escribía una columna de historias humanas e intelectuales, tenía la mirada de periodista policial que no solo veía las cosas, sino que las analizaba capa por capa.

—¿Usar cómo?

Ella señaló con un gesto la televisión más cercana.

—Esa historia a la que dedican como un minuto de cada hora, entre los episodios de cobertura de Filadelfia.

Un ex gobernador de Georgia había matado a tiros a su esposa, a un generoso colaborador de sus campañas, y luego se había suicidado.

—Te refieres a la atrocidad de Atlanta —dijo Kelsey. Era el titular que la prensa amarilla ya le había dado al caso—. Es algo espantoso.

—Si hubiese sucedido ayer, sería la gran historia. Pero ocurre el mismo día que lo de Filadelfia, y ya nadie lo recordará la próxima semana.

Kelsey no pareció entender lo que quería implicar.

—Dicen que la esposa y el donante de bolsillos generosos estaban teniendo una aventura. —Después de terminarse la hamburguesa, se limpió las manos en una servilleta—. Ahí tienes uno de los mayores misterios de nuestro tiempo.

—¿Cuál?

—Quiénes son «ellos», esos que siempre «dicen» lo que oímos.

Él sonrió y le señaló su botella vacía.

—¿Te invito a una Dos Equis?

—Gracias, pero una es mi límite. ¿Sabías que la tasa de homicidios también ha aumentado?

—Hemos escrito sobre eso, claro.

Apareció la camarera y Jane pidió la cuenta. Inclinándose sobre la mesa hacia Kelsey, le susurró:

—Apuesto a que subirán más dentro de poco.

Él contestó inclinándose hacia ella, tomando su intimidad como algún tipo de invitación.

—Cuéntame.

—Asesinatos con suicidio. Lo del gobernador podría ser una indicación de lo que vendrá. La próxima fase, por así decirlo.

—¿La siguiente fase de qué?

Había sido sincera hasta este punto, pero a partir de ahí, habló de forma inexpresiva cuando entró en la fantasía que lo haría levantarse y seguir su camino.

—De lo que comenzó en Roswell.

Era un periodista demasiado experimentado como para dejar que su sonrisa se petrificara o poner los ojos en blanco.

—¿Roswell, Nuevo México?

—Ahí es donde llegaron por primera vez. ¿No serás un negacionista de los ovnis, verdad?

—Por supuesto que no. El universo es infinito. Ninguna persona con criterio podría creer que estamos solos aquí.

Pero para cuando la camarera trajo la cuenta, Kelsey se había negado a morder el anzuelo cuando le preguntó si creía en los secuestros extraterrestres, le había agradecido a Jane, o a Mary de Miami, que compartiera la información, y pasó a hacer otra entrevista.

Después de pagar en efectivo y pasar serpenteando entre la multitud del almuerzo, echó un vistazo atrás, tal vez de forma intuitiva, y vio al columnista mirándola. Cuando apartó la mirada, él se llevó un móvil a la oreja.

No era más que un tipo que se había acercado a ella, un tipo del que ella se libró con bastante habilidad, solo un tipo al que todavía le gustaba lo que veía. El teléfono no había sido más que una coincidencia; no tenía nada que ver con ella.

Sin embargo, una vez fuera, se movió con rapidez.


Unas cometas blancas recortadas contra las nubes de color oscuro volcánico de la inminente tormenta, las gaviotas que se abalanzaban desde el mar y descendían por el cielo hasta refugios seguros en los aleros de los edificios y entre las frondas de las palmeras fénix.

Jane podría haber aparcado en el estacionamiento del restaurante. No lo había hecho. Había dejado el Ford en un parquímetro de la esquina y a dos manzanas de distancia.

Se acercó al vehículo desde el otro lado de la calle, sin demostrar tener ningún interés en él, mientras en todo momento estudiaba con atención los alrededores para determinar si estaban vigilando al Ford.

Se dijo a sí misma, y no por primera vez, que así era la forma en que los paranoicos se movían por la vida, pero aún creía en su propia cordura.

Aunque no vio ninguna vigilancia, caminó una manzana más allá del Escape antes de cruzar la calle y acercarse por detrás.

El periodista le había dado las gracias por compartir la información, y, de hecho, siempre había sido una persona que compartía, en el sentido de que había sido abierta con los demás con respecto a sus sentimientos, esperanzas, intenciones y creencias. Su aislamiento actual, por lo tanto, resultaba mucho más difícil de soportar. Debido a que la amistad requería compartir, tuvo que renunciar a ver a viejos amigos y hacer otros nuevos durante todo el tiempo. Compartir podría ser su muerte o la de aquellos con quienes ella compartiera cualquier cosa.

Cuando vendió su casa, cuando convirtió todo lo que tenía en efectivo y lo escondió donde no se podía encontrar fácilmente, pensó que «la duración» podría ser de seis meses. En ese momento, tras dos meses de ese viaje y a casi a cinco mil kilómetros de donde había comenzado, ya no tenía la falsa confianza de poner una fecha aproximada para el fin de la misión.

Se apartó de la acera y metió al Ford en un río de vehículos. En casi todos los casos, cada automóvil y todoterreno y camión y autobús señalaba continuamente su posición en beneficio de los recolectores comerciales de megadatos, las agencias policiales y cualquier persona que poseyera el futuro.


La nueva Biblioteca Central de San Diego, ya fuera un triunfo posmoderno o una mezcolanza lamentable, según el gusto de cada uno, tenía casi ciento cincuenta mil metros cuadrados repartidos en nueve pisos, lo que la hacía demasiado grande para lo que quería Jane. Sus espacios estaban demasiado vigilados como para que se sintiera cómoda, y era demasiado difícil salir con rapidez y sigilo en caso de una emergencia. Fue en busca de una biblioteca más antigua.

Se había deshecho de su ordenador portátil semanas antes. Hoy en día, servían de localizadores tanto como el GPS de un vehículo. Su fuente de ordenadores preferida era una biblioteca pública, dondequiera que estuviera. Incluso así, dependiendo de la información que buscaba y revisaba en línea, no se demoró mucho en ningún lugar.

Encontró una filial de la biblioteca en un edificio al estilo de las misiones españolas, de una arquitectura poco original pero honesta, con un techo de tejas de cañón, paredes de estuco amarillo pálido, ventanas con marcos de bronce y travesaños. Las florecientes palmeras plataneras se alzaban en el aire con sus grandes frondas, como si fueran a remar y a llevar el edificio al pasado, a una época más serena.

El área de estacionamiento de la biblioteca también daba a un parque con caminos sinuosos, una zona de pícnic y un área de juegos para niños. Como ya se había convertido en su costumbre, Jane pasó por delante de su destino y detuvo el coche en una calle lateral a una manzana y media. Después de sacar una pequeña libreta, un bolígrafo y una billetera, metió su bolso debajo del asiento antes de salir y cerrar las puertas.

Dentro de la biblioteca, había muchos más pasillos de libros que de ordenadores. Eligió un puesto de consulta que estaba a dos sillas de otro ocupado por un vagabundo de aspecto desaliñado, cuya presencia le aseguró que cualquier otro visitante evitaría todo ese conjunto de ordenadores.

Tenía el cabello oscuro enmarañado como la escoba de una bruja, y una barba de profeta de esquina callejera erizada y cruzada con un mechón blanco como si un rayo la hubiera dejado rígida y selectivamente blanqueada. Llevaba puestas unas botas de cordones, unos pantalones de camuflaje y una camisa de franela verde, y encima de todo, una voluminosa chaqueta negra de nailon acolchada. El enorme hombre aparentemente había logrado superar los bloqueos de la biblioteca frente a las páginas web obscenas y estaba viendo pornografía con el sonido apagado.

Ni siquiera miró a Jane, y no se estaba acariciando. Estaba sentado con las manos sobre la mesa, y contemplaba lo que se veía en la pantalla con algo parecido al aburrimiento, e incluso con lo que parecía ser una especie de desconcierto. Había drogas, como el éxtasis, que si se tomaban en una cantidad demasiado elevada durante demasiado tiempo, hacían que el cerebro dejara de producir endorfinas naturales, por lo que ya no podría experimentar el asombro, la alegría o la sensación de bienestar sin ayuda química. Tal vez esa podría ser su condición, porque su cara arrugada y quemada por el sol no mostró expresión alguna mientras miraba con la quietud y la aparente incomprensión de la escultura de un ser humano.

Una vez conectada, Jane buscó y encontró el Instituto Gernsback, que organizaba la conferencia anual «Y si», entre otros eventos. Su propósito declarado era «inspirar la imaginación de los líderes empresariales, científicos, gubernamentales y artísticos con el propósito de alentar la especulación informada en busca de soluciones innovadoras a los problemas significativos a los que se enfrenta la humanidad».

Bienhechores. Para las personas con intenciones malvadas, no existía una cobertura mejor que una organización sin ánimo de lucro dedicada a mejorar la condición humana. De hecho, la mayoría de las personas en el instituto podrían tener buenas intenciones y estarían haciendo el bien, pero eso no significaba que comprendieran las intenciones ocultas de sus fundadores o su misión principal.

Anotó en el cuaderno los datos que parecían más pertinentes para su investigación. Usó códigos numéricos y alfabéticos que había diseñado ella misma, de modo que toda esa información estuviera anotada de una manera que nadie más que ella podría leer. Después tecleó los nombres codificados de los directores ejecutivos y de los nueve miembros de la junta del instituto, solo uno de los cuales, David James Michael, le resultó familiar.

David James Michael. El hombre con tres nombres de pila. Estaba en otro lugar en toda aquella compilación de nombres, fechas y lugares. Lo estudiaría más tarde para encontrarlo.

Tras salir de la página de pornografía, el vagabundo veía vídeos de perros en YouTube, nuevamente con los altavoces silenciados, con las manos descansando a cada lado del teclado y la cara devorada por el tiempo tan inexpresiva como un reloj.

Después de cerrar la sesión y guardarse el cuaderno y el bolígrafo, Jane se puso en pie, se acercó al individuo y le puso un par de billetes de veinte dólares en la mesa, junto al ordenador.

—Gracias por su servicio al país.

Él la miró como si hubiera hablado en un idioma desconocido. Sus ojos no estaban inyectados en sangre ni estaban lacrimosos por el alcohol, sino que mostraban una mirada gris, clara y agudamente observadora.

Al ver que no decía nada, ella le señaló el tatuaje en el dorso de su mano derecha: una punta de lanza azul como fondo, dentro de la cual había una espada alzada en dorado dividida por tres relámpagos dorados, la insignia de las Fuerzas Especiales del Ejército, y debajo de eso las letras DDT.

—No debe haber sido un servicio fácil.

El vagabundo señaló con la barbilla los cuarenta dólares.

—Hay gente que lo necesita más que yo —dijo con la voz de un oso con la garganta irritada.

—Pero a ellos no los conozco —respondió ella—. Me sentiré agradecida si se los entrega por mí.

—Eso puedo hacerlo. —No cogió el dinero, sino que volvió a centrar su atención en los vídeos de perros—. Hay un comedor social cerca de aquí al que siempre le vienen bien las donaciones.

Jane no sabía si había hecho lo correcto, pero era lo único que podía hacer.

Cuando salió de la zona donde estaban colocados los ordenadores, miró hacia atrás, pero él no la estaba mirando.


La tormenta no había estallado todavía. El cielo sobre San Diego seguía cargado con una oscuridad de mediodía, como si todo el peso del agua y los truenos potenciales almacenados en el lejano Alpine se hubieran deslizado hacia la ciudad a lo largo de las horas anteriores, para agregar presión al diluvio costero que se avecinaba. A veces, tanto el clima como la historia estallaban con demasiada lentitud para aquellos que esperaban impacientes lo que venía después.

En el parque adyacente a la biblioteca, siguiendo un camino sinuoso, vio delante de ella una fuente rodeada por un estanque lleno de agua reflectante. Caminó hacia allí y se sentó en uno de los bancos frente al agua que surgía floreciente en numerosos arroyos finos y cubría el aire de diminutos pétalos plateados.

El parque estaba escasamente ocupado para la hora que era, solo había media docena de personas a la vista, dos de ellas paseando perros con menos calma de la que podrían tener bajo un cielo más benevolente.

Jane sacó su cuaderno del bolsillo interior de una chaqueta deportiva, buscó en la creciente lista de nombres y encontró una entrada anterior para David James Michael. Era el individuo que, como había descubierto en su reciente sesión de la biblioteca, formaba parte de la junta directiva del Instituto Gernsback que organizaba la conferencia «Y si», a la que solo se podía asistir por invitación, en la que estuvieron Gordon y Gwyn Lambert, ambos muertos por suicidio.

La anotación que aparecía después de la primera mención de Michael la llevó al suicidio de un tal T. Quinn Eubanks en Traverse City, Michigan. Eubanks, un hombre de riqueza heredada y logros personales considerables, formó parte de la junta directiva de tres fundaciones benéficas, incluida la Seedling Fund, donde uno de sus colegas directores era David James Michael.

Su siguiente línea de investigación estaba clara, o tan clara como cualquier otra cosa en aquel caso.

Antes, sin embargo, tenía que hacer una llamada a Chicago.

Llevaba encima en todo momento un móvil desechable con minutos de prepago. Por lo que ella sabía, los desechables nunca habían sido rastreables. Incluso si tales modelos de ganga emitían ya señales de identificación, ella siempre los compraba con dinero en efectivo y no necesitaba identificación para activar el servicio.

Un grupo de colegialas uniformadas pasaron apresuradamente en respuesta a las prisas de una monja con un hábito contemporáneo, que parecía pensar que la tormenta estallaría en cualquier momento.

El aire estaba todavía demasiado quieto. Como las placas tectónicas, una masa de aire fresco y una masa más caliente que la otra se deslizarían la una contra la otra y provocarían una repentina ráfaga de viento, y el aguacero llegaría uno o dos minutos después de eso.

Segura de su intuición atmosférica, y sin querer usar el teléfono mientras estaba en el coche, donde podría quedar atrapada en caso de que estuviera equivocada sobre la seguridad de un móvil desechable, Jane sacó el teléfono que utilizaba en ese momento del bolsillo interior de la chaqueta y marcó el número de la línea directa de Sidney Root.

La esposa de Sidney, Eileen, había sido la abogada defensora de los derechos de las personas con discapacidades en Chicago, de quien Jane le había hablado a Gwyneth Lambert. Eileen Root sufrió un primer y último dolor de cabeza por migraña mientras estaba fuera de casa en un seminario, y tres semanas después se ahorcó en el garaje de la casa familiar.

Al igual que el marido de Jane, la esposa de Sidney dejó una nota antes de suicidarse, un mensaje aún más perturbador y críptico que el de Nick: «El bueno de Sayso dice que se ha sentido solo durante todos estos años, por qué Leenie dejó de necesitarlo, él siempre estuvo ahí para Leenie, ahora necesito estar ahí para él».

Ni Sidney ni los tres hijos que tuvo con Eileen («Leenie»), habían oído hablar de un individuo llamado Sayso.

Jane había viajado a Chicago y se había reunido con Sidney Root poco después de que le concedieran una licencia en el FBI, al principio de su investigación extraoficial, antes de que descubriera que, debido a tales investigaciones, se vería perseguida por una misteriosa conspiración tan esquiva como una confederación de fantasmas. Había usado su verdadero nombre en aquel momento, y, por necesidad, lo empleó de nuevo cuando le contestó a la tercera señal de llamada.

—Oh, sí, traté de llamarte hace unos días —dijo—, pero el número que me diste estaba fuera de servicio.

—Me mudé, pasé por muchos cambios —contestó, y era toda la explicación que le daría—. Pero todavía tengo esta obsesión, ya sabes, todavía estoy buscando una explicación, y esperaba que pudieras dedicarme unos minutos.

—Por supuesto. Espera que cierre la puerta de la oficina. —Era un arquitecto en un gran despacho, con cuatro colegas. La puso en espera, y unos segundos después volvió—. Bueno. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Sé que el mundo de las organizaciones sin ánimo de lucro es enorme, y que fue tu mujer la que se movió en esos círculos, tú no tanto, pero ¿recuerdas a Eileen hablando de algo llamado Instituto Gernsback?

Pensó un momento, pero luego dijo:

—No me suena de nada.

—¿Y el Seedling Fund?

—Eso tampoco.

—Ahora un par de nombres. ¿David James Michael?

—Mmmmm... Lo siento, no.

—¿Quinn Eubanks?

—No siempre soy bueno con los nombres.

—El seminario en Boston donde Eileen tuvo la migraña, dijiste que el evento fue una presentación de la Universidad de Harvard.

—Sí. Puedes buscarlo.

—Lo hice. Pero me pregunto si ella asistió a alguna otra conferencia poco antes o después de esa.

—A Eileen le apasionaba su trabajo. Tenía una agenda muy ocupada. No puedo recordar, pero podría buscártelo.

—Te estaría muy agradecida, Sidney. ¿Te parece a esta misma hora mañana?

—Realmente todavía tienes esa obsesión.

—No olvides las estadísticas de suicidio que te di.

—Las recuerdo. Pero como te dije en ese momento, fíjate en toda la locura del mundo que nos rodea, toda la violencia y el odio que hay hoy en día, las crisis económicas, y no necesitarás ninguna otra explicación de por qué más personas tienden a estar más deprimidas que nunca...

—Excepto que Eileen no estaba deprimida.

—Bueno, no. Pero...

—Y tampoco lo estaba Nick.

—No estaba deprimida —dijo Sidney—, pero por eso traté de llamarte el otro día. ¿Recuerdas la nota que dejó?

Jane citó de memoria el comienzo.

—«El bueno de Sayso dice que se ha sentido solo durante todos estos años...».

—Al principio, no compartimos mucho el contenido —le explicó Sidney—, porque... Bueno, porque era muy extraño, nada propio de Eileen. No queríamos que la gente la recordara... como una enferma mental, supongo. Hace poco, su única tía viva, Faye, se enteró de la nota y resolvió el misterio. Durante cierto tiempo, cuando Eileen tenía unos cuatro o cinco años, tuvo un amigo imaginario llamado Sayso. Hablaba con él, se inventaba historias sobre él. Como ocurre siempre con ese tipo de cosas, se le pasó. ¿Quién sabe por qué al final ella recordaría eso?

Jane se estremeció ante la idea de que un amigo imaginario, olvidado desde hacía mucho tiempo, llamara a una mujer de cincuenta años para que se uniera a él en la muerte, aunque si le hubieran pedido que explicara el escalofrío, no podría haberlo hecho.

—¿Cómo vas? —le preguntó Sidney.

—Bastante bien. No duermo bien.

—Yo tampoco. A veces, si me despierto por mis propios ronquidos, me disculpo con ella por el ruido. Quiero decir en voz alta. Olvido que ya no está allí.

—He viajado mucho, quedándome en moteles —dijo—, y no puedo dormir en una cama doble. Nick era un tipo grande. Así que tiene que ser de matrimonio. De lo contrario, es como admitir que ha muerto, y no duermo en absoluto.

—¿Todavía estás de baja en el FBI?

—Sí.

—Hazme caso, vuelve al trabajo. Al verdadero trabajo, en lugar de buscar una explicación para algo que nunca se podrá explicar por completo.

—Tal vez lo haga —mintió ella.

—No quiero ponerme pesado, pero de verdad que el trabajo me ha ayudado.

—Tal vez lo haga —mintió de nuevo.

—Dame tu nuevo número de teléfono para que pueda llamarte cuando averigüe si Eileen estaba en otra conferencia más o menos por esas fechas.

—Te llamaré mañana —respondió—. Gracias, Sidney. Eres un amor.

Cuando colgó, le pareció que era la única persona que quedaba en el parque. Los céspedes y caminos estaban desiertos hasta los límites de su visión. Ni una paloma que se pavoneara por allí. Ni una ardilla corriendo.

En el momento equivocado, en el lugar equivocado, una ciudad podía estar tan aislada como el Ártico.

El tráfico pasaba por las calles que la flanqueaban al norte y al sur: los murmullos de motores, los chirridos de neumáticos, los silbidos de los frenos de aire, los pitidos ocasionales de claxon, el traqueteo de una tapa de alcantarilla suelta. Incluso cuando se alejó del chisporroteo de la fuente de salpicaduras, el ruido del tráfico parecía curiosamente amortiguado, como si el parque estuviera cerrado con un vidrio de doble panel aislado.

El aire se mantuvo tranquilo bajo la presión atmosférica, con el cielo lleno de montañas oscuras como el hierro que pronto se desplomarían en forma de diluvio, con la ciudad expectante, las ventanas de los edificios reluciendo con la luz que normalmente se apagaría con el sol a esa hora, los conductores encendían los faros y los vehículos se deslizaban a través del falso atardecer como sumergibles siguiendo carriles submarinos.

Jane se había alejado tan solo unos pocos pasos de la fuente cuando detectó un zumbido semejante a avispas enfurecidas. Al principio, le pareció que procedía de encima de ella y luego de detrás, pero cuando giró en círculo y quedó de nuevo frente a la arboleda de palmeras fénix hacia la que se había estado moviendo, vio el origen flotando a unos seis metros de ella: un dron.


El dron cuadricóptero civil de alta gama, más pequeño que cualquier versión militar, se asemejaba a un vehículo de aterrizaje lunar en miniatura no tripulado combinado con un insecto. Parecía similar al DJI Inspire 1 Pro, aunque algo más grande, aproximadamente unos siete mil dólares en aeronáutica. Las compañías inmobiliarias solían utilizar esos aparatos para filmar propiedades a la venta, y cada vez más empresas comerciales de otras clases les sacaban partido. También eran los preferidos de aficionados con dinero, que iban desde los legítimos entusiastas de los drones hasta los equivalentes contemporáneos a los mirones de antaño.

Allí, a solo dos o tres metros del suelo, bajo las sombras de las copas en cascada de las palmeras, era una efigie del temido dios máquina de mil películas y relatos, una amenaza más ligera que el aire con un impacto tan potente como un golpe de martillo pilón que le provocó una sacudida de miedo que la recorrió por completo. La nave incumplía todas las leyes que se aplicaban al uso de naves no tripuladas civiles, al menos como Jane las conocía.

No creyó que su presencia allí pudiera ser una mera coincidencia. Su cámara de tres ejes se mantuvo fija en ella.

De alguna manera, les había proporcionado su ubicación. Cuál podía haber sido su error no importaba en ese momento; ya podría resolver eso más tarde.

Si una batería de apoyo le proporcionaba a la nave el doble de tiempo de vuelo que un Inspire 1 Pro, podría permanecer en el aire aproximadamente de media hora a cuarenta minutos. Eso significaba que lo debían haber lanzado desde algún lugar cercano, probablemente desde una furgoneta de vigilancia.

El operador del dron la vigilaría hasta que llegaran suficientes agentes para arrestarla. O tal vez no eran de un cuerpo de orden público, en cuyo caso no habría agentes, y ellos simplemente la... apresarían. Ellos la estaban persiguiendo. Los omnipotentes, casi místicos «ellos». Pero ella no tenía idea de quiénes podrían ser «ellos».

En cualquier caso, ya estaban cerca.

El parque todavía parecía desierto. No por mucho tiempo.

No intentó echar a correr de inmediato, sino que se movió hacia el dron cuando se percató de algo en el aparato que requería que mirara mejor. Su atrevimiento le permitió darse cuenta, antes de lo que hubiera ocurrido de otra manera, de que aquello no era un modelo civil, o que lo habían modificado radicalmente después de adquirirlo. Tal vez la luz de la tormenta y las sombras la engañaban, aunque sabía que no era así, o tal vez en su paranoia se imaginaba a partir de una silueta inocente la presencia de un silenciador que rodeaba el estrecho agujero de un cañón, pero sabía que la paranoia no tenía nada que ver con eso.

Le habían montado un arma al dron.

Cuando el aparato se dirigió hacia ella, se echó hacia un lado y se puso detrás del grueso tronco de una palmera fénix. Si se hubiera girado y hubiera echado a correr de inmediato, le habrían disparado por la espalda.

En ese breve y desesperado momento de cobertura, sacó la Heckler & Koch de su pistolera de hombro.

Pensó a toda velocidad tratando de comprender la amenaza en su totalidad. El problema del peso impedía que un dron civil se convirtiera en un arma con un cargador de gran capacidad. Sin un arma, una nave corriente, con cámara y batería, pesaba alrededor de unos tres kilos y medio. El peso del arma y la munición afectaría a la estabilidad y reduciría considerablemente el tiempo de vuelo, así que tendría que ser un arma de poco calibre cargada con unos cuantos proyectiles, y dudaba que tuviera mucha precisión.

Por supuesto, solo necesitaba acertar en el blanco una vez.

Esperaba que el asesino por control remoto apareciera a su izquierda. Luego lo oyó circunnavegar la enorme y vieja palmera... por la derecha.

Antes de que la cámara pudiera encontrarla, se apartó del tronco. Con la espalda pegada al tronco de tres metros de diámetro de la inmensa palmera, siguió la estela del dron mientras giraba hacia ella.

El mecanismo de disparo no sería un arma completa. Sin empuñadura, sin cargador estándar. Solo lo esencial. Un arma de calibre 22. Algo así como una cinta de alimentación en miniatura con, digamos, cuatro proyectiles.

Ella tenía la ventaja de oír. El dron tenía un ojo pero no una oreja. El operador remoto estaba básicamente sordo.

Pero los proyectiles de punta hueca con funda de cobre, incluso los de calibre 22, podían matar a corta distancia.

Ella dejó de tratar de esconderse. Se alejó del árbol, lo rodeó rápidamente, y se acercó con audacia al dron por detrás.

El operador tenía tal vez un campo de visión de 70 grados. Debió sentir una amenaza en su zona ciega. Con un zumbido de avispa furiosa, el dron comenzó a girar repentinamente en modo flotante.

Con la pistola empuñada a dos manos, a quemarropa, Jane disparó tres, cuatro, cinco veces, y el rugido de cada disparo rebotó como una bola de billar en cada tronco de palmera en el parque. La puñetera máquina era poco más que unas patas de aterrizaje y hélices, con un fuselaje estrecho, la cámara suspendida en un anillo de cardán, y no era un objetivo muy grande, por lo que deseó que su pistola hubiera sido una escopeta. Por otro lado, aquel abuelo de Terminator no estaba blindado ni, en ningún sentido, diseñado para resistir una ráfaga de disparos. No importó si le acertó con un proyectil o con cinco, el aparato empezó a soltar pedazos de sí mismo, se tambaleó en el aire, rebotó contra otra palmera y se estrelló rodando en la hierba, con miles de dólares reducidos a centavos de chatarra.

No se dio cuenta de que había un segundo dron hasta que lo vio venir muy rápido desde la fuente.


Dos drones, una furgoneta de vigilancia desde la cual fueron lanzados, seguramente un grupo de cuatro o más tipos a punto de llegar en cualquier momento: tenían recursos y querían atraparla, tal vez incluso con más ganas de lo que ella se había imaginado.

Cuando se giró para huir del segundo aparato, la enorme y vieja palmera le bloqueó el camino. Antes de que pudiera rodear el árbol, una ráfaga de agujas de acero delgadas trazó sobre la madera una línea vertical, fallando por unos escasos centímetros.

Debería haberlo sabido. Un dron aéreo de entre tres y cuatro kilos y medio no podría soportar el retroceso ni siquiera de un arma del calibre 22 y a la vez mantener la precisión. Se trataba de un arma de aire comprimido de poco retroceso y que disparaba dardos. No eran exactamente dardos, ya que no tenían estabilizadores, por lo que a nivel técnico eran versiones en miniatura de los virotes utilizados por las ballestas. ¿Veneno? ¿Tranquilizante? Tal vez esto último. Querrían interrogarla, así que, desde su punto de vista, el veneno podría ser preferible.

Fuera de la vista de la calle, Jane se movió entre las palmeras fénix, y el aparato zumbó en su persecución mientras los pájaros salían disparados de la protección de las copas de los árboles, chillando y graznando su consternación al verse obligados a salir a la tormenta inminente. Las grandes copas de las palmeras provocaban que los troncos estuvieran más separados de lo que ella necesitaba, lo que la obligó a pasar demasiado tiempo al descubierto. Sin dejar de zigzaguear y de agacharse, contaba con que el dron no podría apuntarla con precisión, pero mientras buscaba urgentemente una cobertura, se dio cuenta de que no había otra opción excepto la continua evasión frenética. El aparato podía volar a unos veinte metros por segundo con el aire en calma, mucho más rápido de lo que podía correr. No podría esquivarlo durante mucho tiempo. Y nunca más se saldría con la suya con el truco de rodear el árbol que le había funcionado antes; puede que el dron no tuviera cerebro, pero su operador remoto sí que lo tenía.

Los disparos atraerían a la policía, pero eso no era necesariamente algo bueno. Dos meses antes, cuando todo aquello comenzó, había aprendido que no todos los policías estaban del lado de los justos, que en aquella época peligrosa donde las sombras proyectaban sus propias sombras, cuando la oscuridad a menudo fingía ser la luz, el justo y el injusto llevaban el mismo rostro.

Sin dejar de zigzaguear de un árbol a otro en un maratón de carrera de obstáculos que nunca podría ganar, en un extraño enfrentamiento onírico entre las palmeras fénix del que no se alzaría como un ave fénix si la mataban, Jane sintió un tirón en la manga derecha. Esquivó otro tronco de palmera y vio tres dardos finos clavados a través del tejido suelto de su abrigo deportivo, y que habían fallado en acertarle la piel por menos de un centímetro.

Al principio ya del crepúsculo de la tarde oscurecida, un brillo repentino restalló de un modo apocalíptico centelleando a través del parque como si quisiera incinerar todo lo que tocaba y anunciar un mundo de cenizas que pronto llegaría. Todas las sombras saltaron de regreso hacia las cosas que las provocaban o temblaron por el césped y se extendieron como espíritus desposeídos en busca de un nuevo objeto que los alojara. No se dio cuenta de que el cielo había lanzado un rayo que había caído cerca hasta un segundo después del fogonazo, cuando el trueno sacudió el día con tanta fuerza que sintió cómo temblaba el suelo bajo sus pies.

Una de las muchas lecciones que le habían enseñado en Quantico era a guiarse por su entrenamiento, hacer lo que se sabía que había funcionado en otras mil ocasiones para otros mil agentes, pero también darse cuenta cuándo seguir al pie de la letra las normas supondría un epitafio y una condecoración post mortem, y por ello confiar en una intuición que era más certera que cualquier otra cosa aprendida. Tras la luz cegadora, la marea de sombras desterradas se apresuró a regresar a su origen en respuesta a la llamada del trueno. Mientras el día se oscurecía a su alrededor, se dejó caer al suelo, rodó sobre su espalda, tan vulnerable como una ofrenda en un altar azteca, con el verdugo aéreo acercándose como si respondiera a la llamada de la sangre del sacrificio. Vio que el dron ajustaba el cañón de su arma en montura giratoria y apuntó la pistola hacia el aparato para disparar los cinco proyectiles que le quedaban en la pistola.

Un destello de acero le pasó al lado de la cara y acribilló el suelo cuando el aparato disparó una ráfaga y falló. El dron se estremeció hacia arriba y hacia atrás al sufrir un impacto, como si quisiera ganar altitud y retirarse. En cambio, al haber perdido una de sus alas rotativas, descendió y se balanceó, y luego osciló mientras se esforzaba por realizar un giro, para finalmente acelerar en un picado hacia un hueco en los árboles y chocar contra un tronco de palmera a unos diez metros por segundo, donde se partió como un huevo estrellado.

Jane se puso de pie sin recordar cómo se había levantado. Sacó el cargador vacío, se lo guardó en el bolsillo, metió otros diez proyectiles en la Heckler & Koch, enfundó el arma y echó a correr.


Fuera de la arboleda de palmeras, al aire libre, cerca de la fuente, por fin los vio aparecer. Dos individuos se apresuraron a salir del estacionamiento de la biblioteca, que estaba al oeste de ella, y otros tres llegaron corriendo desde la calle en el lado norte del parque. Ninguno de ellos iba de uniforme, aunque seguramente no se trataba de ciudadanos que hicieran ejercicio.

El Ford Escape estaba en una zona de parquímetros a una manzana al sur del parque, pero no quería llevarlos hacia el coche, por si todavía no lo tenían localizado.

Huyó hacia el este, la parte más extensa de aquella zona verde, contenta de haber evitado regularmente los carbohidratos, de hacer ejercicios de estiramiento todas las noches y de correr de forma habitual.

Incluso de lejos se dio cuenta de que los cinco que la perseguían eran suficientemente fornidos como para haber jugado para la NFL en posiciones defensivas: eran tipos enormes, de grandes músculos y una resistencia considerable. Pero ella pesaba cincuenta y dos kilos, y cada uno de sus perseguidores pesaba el doble de su tamaño; un mayor peso requería energía adicional para moverlo. Ella era delgada y veloz, y su motivación, su supervivencia, le proporcionó un impulso más potente que cualquier otra cosa que pudiera impulsarlos a ellos.

No miró hacia atrás. Hacerlo la retrasaría. La atraparían o no, y la carrera la ganaba más a menudo la presa que confiaba en su resistencia.

El segundo rayo quemó el cielo, más brillante que el primero, y partió hasta el corazón el árbol más alto que estaba a la vista, un roble vivo cercano, del cual surgió una lluvia de astillas ardientes, de trozos incandescentes de corteza. Todo un bloque se separó del tronco principal con una fronda de ramas intrincadas, como si fuera una fantástica antena receptora de microondas que captara señales de incontables mundos.

Aunque la masa que se derrumbó se estrelló cerca de ella, Jane simplemente levantó un brazo para taparse la cara y protegerse los ojos de la metralla de ramas rotas, ramitas y hojas ovaladas de color marrón crujiente incendiadas y que pululaban en el aire como una plaga de escarabajos.

Mientras el último de los restos se desplomaba detrás de ella y el estruendo del trueno se alejaba por la ciudad, al llegar al extremo este del parque, el cielo, antes oscuro, palideció, bruscamente verdoso, y la catarata de lluvia cayó con fuerza silbando a través de los árboles y la hierba. Las gotas se estrellaron contra el pavimento y repiquetearon contra las tapas de metal de los bidones de basura, llevando con ellas el tenue olor a ozono, una forma de oxígeno creada por la alquimia de los rayos.

Los torrentes de lluvia plateada quedaron teñidos de repente con hebras rojas cuando las luces de freno revelaron a los conductores que reaccionaban ante el abrupto descenso de la visibilidad. Sin dudarlo, saltó de la acera al asfalto reluciente bajo sus pies y se sumergió en el tráfico en mitad de la manzana, donde fue recibida por el sonido de las bocinas y el bramido de los frenos. Vislumbró brevemente algunas caras sorprendidas y algunas furiosas detrás del rítmico compás de los limpiaparabrisas antes de que se desvanecieran detrás de la lluvia fresca que humedecía el vidrio.

Tras llegar intacta a la otra acera, giró hacia el sur y corrió a toda velocidad esquivando a otros peatones que podrían haber estado molestos pero no sorprendidos de ver a una mujer joven, sin paraguas, apurada por encontrar refugio. Giró hacia el norte en la esquina, corrió media manzana antes de cambiar la calle por un callejón, luego el callejón por un estrecho pasaje de servicio entre edificios, adecuado solo para el tránsito peatonal.

A mitad del claustrofóbico pasaje, por fin se arriesgó a mirar hacia atrás. No vio a ninguno de los cinco matones del parque, pero sabía que no se habría deshecho de todos ellos. Estaban en la zona, y probablemente se cruzarían en su camino por sorpresa.

Se detuvo solo para dejar caer su teléfono móvil desechable a través de las barras de una rejilla de drenaje. Incluso por encima del coro de la lluvia, lo oyó caer en el agua oscura que había abajo, y luego echó a correr una vez más.


Salió del estrecho pasaje y entró en una nueva calle a mitad de manzana. Estaba a punto de cruzarla cuando se dio cuenta, a cincuenta o sesenta metros a su izquierda, en el lado opuesto de la avenida, de la presencia de un hombre grande con ropa oscura, tan empapado como ella, ajeno a los bulliciosos peatones que lo rodeaban. Podría haber sido cualquiera, alguien sin importancia, a la búsqueda de otra persona, pero la intuición le advirtió que retrocediera hacia el pasaje del que había salido un momento antes.

Justo un instante antes de que se escondiera de nuevo, se dio cuenta de que la había visto. Levantó la cabeza y se puso rígido, igual que un perro de ataque se quedaría inmóvil durante un segundo al captar el olor de la presa.

Se retiró al pasaje de un metro de ancho y corrió parpadeando para quitarse la lluvia de los ojos, desanimada por el sonido de su trabajosa respiración con la boca abierta. Tenía la garganta caliente y enrojecida. Le martilleaba el corazón y advirtió un leve reflujo de ácido en la parte posterior de su garganta.

Aquella caza a la mujer a plena luz del día, en una ciudad repleta de gente, era una locura. Una locura, algo increíble, pero no más increíble que Nick suicidándose con su cuchillo de combate, que Eileen Root ahorcándose en el garaje, que los yihadistas estrellando un avión contra cientos de automóviles, camiones y autobuses en una autopista concurrida, era una locura.

Llegó en tromba al callejón por el que había pasado antes, muy consciente de que no tenía tiempo para alcanzar ningún extremo de la manzana antes de que llegara su perseguidor, y en ese momento vio una camioneta aparcada en la parte trasera de un restaurante, con el logotipo de una panadería adornando uno de sus lados. El conductor estaba entregando pan, pasteles o ambas cosas, y llevaba puesto un impermeable amarillo mientras terminaba de apilar cuatro cajas grandes de plástico a prueba de lluvia en una carretilla de mano, que empujó hasta el almacén de recepción o la cocina de su cliente.

Se dirigió a toda prisa hacia la puerta del conductor, miró dentro de la cabina a través de un vidrio parcialmente nublado por la condensación interior, vio que nadie lo ocupaba, y se apresuró hacia la parte trasera del vehículo. Decidió no ir al área de carga, donde el conductor había dejado una de las dos puertas entreabiertas, tal vez porque tenía más mercancías que descargar. Se subió a la parte delantera del camioneta por el lado izquierdo y cerró la puerta del pasajero de la cabina detrás de ella antes de deslizarse por debajo del nivel de la ventana, tan metida en el espacio para los pies como pudo.

La lluvia corría por el parabrisas, y la visión por las ventanas en ambas puertas laterales quedaba parcialmente oculta por la condensación. La luz interior de la cabina estaba apagada, con el salpicadero a oscuras. Mientras se mantuviera allí abajo, probablemente no la verían, a menos que su perseguidor abriera una puerta. Pero era más probable que pensara que había encontrado una entrada desbloqueada en uno de los negocios que quedaban en el callejón, el más obvio, el restaurante.

Mientras trataba de calmar la respiración, oyó ruidos fuera. No los distinguió con claridad debido a la lluvia.

Luego oyó el característico crujido de una voz transmitida por una radio de mano, aunque las palabras no fueron del todo discernibles.

El individuo que tenía la radio estaba cerca, demasiado cerca. Debía estar de pie al lado de la camioneta de la panadería. Su voz era profunda y apagada, pero suficientemente clara.

—A media manzana al este de tu posición. Detrás de un lugar llamado Donnatina’s Restaurant.

La voz lejana chasqueó, y Jane tampoco pudo entenderlo en esta ocasión.

—Está bien —dijo el individuo más cercano—. Vosotros dos por delante. Barred bien todo el lugar, los baños, por todos lados, haced que venga a mí.

Su voz se desvaneció cuando se alejó de la camioneta hacia la entrada trasera de Donnatina’s.

Jane pensó en sacar su pistola. Pero acurrucada en el espacio para los pies, con la espalda encajada entre el asiento y la puerta del pasajero, mirando hacia el volante, en realidad no sería capaz de disparar en condiciones a nadie llegado el caso.

De todos modos, no le darían una razón para disparar primero. Ya fuera porque se tratara por casualidad de una autoridad legítima de alguna clase o de un grupo totalmente ilegal, querrían llevársela para interrogarla.

Ellos.

Aunque no podía ponerles nombre en ese momento, algún día conocería su identidad. Eso era lo que le había prometido a Nick, y aunque se trataba de una promesa hecha después de que él llevara semanas en la tumba, ella la cumpliría como si se la hubiera hecho al hombre vivo, la cumpliría de un modo tan sagrado como había cumplido sus votos matrimoniales.

Pasaron un par de minutos antes de que el conductor abriera la puerta del compartimento de carga que había dejado entreabierta cuando había llevado la primera parte de su entrega al restaurante.

La ventanilla de paso entre la cabina y la parte trasera de la camioneta se había quedado abierta. Oyó al individuo de la radio de mano, ahora con voz clara, que se dirigía al conductor.

—¿Ha visto a una mujer, morena, de uno setenta de alto, una tía buena pero medio ahogada en lluvia como yo?

—¿Que si la he visto dónde?

—Aquí, en el callejón. Tal vez entrando en este lugar.

—¿Cuándo?

—Desde que está aquí.

—He estado entregando.

—Así que no la ha visto.

—¿Con este tiempo de mierda, con una capucha y la cabeza gacha?

Una voz masculina diferente entró en la conversación.

—La zorra es lista, Frank. Está en otro sitio.

Frank dijo:

—Odio a esa cabrona.

—Ponte a la cola. ¿Quién es este plátano de plástico?

El conductor del impermeable amarillo contestó:

—Llevo haciendo entregas aquí desde hace cinco años y nunca he visto lo que llamaría una tía buena.

Frank le habló al recién llegado.

—Es el tipo de la panadería. No tiene nada.

—Lo que tengo es trabajo pendiente, con esta lluvia de mierda. Bueno, ¿y ustedes, qué son, policías o algo así?

—Mejor no pregunte —replicó Frank.

—Mejor no —dijo el conductor, y comenzó a descargar más cajas de plástico a prueba de agua llenas de productos horneados.

Jane esperó, escuchó, deseando ver en cualquier momento un rostro en una de las ventanas, borroso y amenazador como una cara en un sueño.

La fuerte lluvia tamborileó sobre el camión. Ya no hubo más rayos o truenos. La lluvia en California rara vez iba acompañada de semejante pirotecnia.

El conductor no tardó en volver. Ella lo oyó meter la carretilla en la camioneta. Cerró la puerta trasera sin hablar con nadie.

Jane casi se levantó del espacio para los pies para salir de la camioneta, pero en ese momento oyó la voz entrecortada y llena de estática de alguien que hablaba por una radio de mano, que habían subido de volumen para compensar la mala recepción.

La puerta del conductor se abrió y el repartidor se colocó detrás del volante antes de asustarse al verla.

—Por favor, no —le susurró ella.


El conductor tenía más o menos la edad de Jane. Su cara ancha y agradable, cubierta de pecas y rematada por unas cejas de color óxido sugería un cabello pelirrojo bajo la capucha de color amarillo brillante.

Cerró la puerta, encendió el motor, activó los limpiaparabrisas y se alejó del restaurante. Antes de llegar al final de la manzana, dijo:

—Vale, ya están muy atrás. Puedes levantarte.

—Prefiero quedarme aquí un poco más. Déjame salir en tu próxima parada.

—No hay problema.

—Gracias.

Frenó al final de la manzana.

—Pero si hay algún lugar concreto al que quieras ir, tampoco hay problema.

Ella se lo pensó mientras giraba a la derecha hacia la calle.

—¿Cómo te llamas?

—Lo creas o no, Ethan Hunt.

—¿Por qué no me lo iba a creer?

—Bueno, Ethan Hunt... como Tom Cruise en esas películas de Misión: imposible.

—Te gastan bromas con eso, ¿verdad?

—No por alguien que sepa la verdad sobre la entrega de productos de panadería. Desarmo armas nucleares y salvo al mundo una vez al mes.

—Una vez al mes, ¿eh?

—Bueno, cada seis semanas.

A ella le gustó su sonrisa. No había ni suficiencia ni engreimiento en él, algo que caracterizaba tantas sonrisas hoy en día.

—Necesito llegar a mi coche. —Le dijo dónde estaba aparcado—. Pero si en algún momento ves a alguno de esos matones, no pares, sigue adelante.

Salió retorciéndose del espacio para los pies y se sentó en el asiento del pasajero.

La lluvia cubría las calles y las alcantarillas rebosaban. Los faros de halo de los vehículos que se aproximaban hacían que la lluvia que caía pareciera aguanieve y cubriera el asfalto con hielo.

—Probablemente sea mejor que no te pregunte tu nombre —comentó Ethan Hunt.

—Sería más seguro para ti.

—¿No crees que los paraguas sirvan para algo?

—El aspecto de rata ahogada es tan atractivo —respondió ella.

—Si alguna rata ahogada tuviera la mitad de tu atractivo, me casaría con ella.

—Gracias. Creo.

—Voy por una ruta indirecta solo para asegurarme de que no haya ningún problema.

—Eso me ha parecido que estabas haciendo.

—Además, quiero que esto continúe un poco.

—Ha pasado demasiado tiempo desde la última maleta nuclear, ¿eh?

—Me parece una eternidad. Esos de ahí atrás eran unos tipos malos de verdad.

—Sí, lo sé.

—¿Seguro que puedes encargarte de ellos por tu cuenta?

—¿Te estás ofreciendo voluntario?

—Ni hablar. A mí me aplastarían como a un bicho. Solo preguntaba.

—Me las apañaré.

—Me haría sentir mal pensar que no podrías. —Se detuvo junto a su Ford Escape—. No hay matones a la vista.

—Eres un hombre encantador, Ethan Hunt. Gracias.

—Supongo que no hay ninguna manera de que esto pueda llevar a una cita.

—Hazme caso, Ethan, sería una cita infernal.

Salió a la lluvia y, cuando cerró la puerta, oyó que él le decía:

—Pero no serías aburrida.


Aquellos que parecían entender lo que estaba detrás del aumento de los suicidios, que incluso podrían haberlo diseñado, estaban claramente relacionados con unas agencias gubernamentales que todavía no había identificado. Jane asumió que también tendrían influencia con las autoridades a nivel estatal, incluida la Patrulla de Autopistas de California.

Al salir de la ciudad, evitó las autopistas porque allí era donde se encontraban en mayor número las patrullas policiales. Había puntos estrechos de paso obligatorio en los que el tráfico podía detenerse o reducirse fácilmente para una inspección minuciosa. Los drones habían transmitido un vídeo de ella, y los individuos de los que había escapado en la persecución a pie habían visto que su largo cabello rubio ahora era más corto y castaño. Los encargados de atraparla ya tendrían una nueva descripción sobre ella.

Tenía pensado recorrer unos pocos kilómetros de costa hasta llegar a La Jolla, ver a un hombre esa noche y hacerle una pregunta que, según su respuesta, podría decidir su futuro. En vez de eso, siguió una serie de calles cubiertas de lluvia hacia la costa, rodeó la ciudad de La Jolla y se encaminó hacia la Reserva Estatal de Torrey Pines.

Desde allí entró en la carretera S12 del condado. Esa ruta costera recorría una serie de pintorescas ciudades costeras desde Del Mar y Solano Beach hacia el norte, hasta Oceanside.

En la playa de Torrey Pines aparcó en una zona de estacionamiento, que estaba desierta con aquel tiempo. Rebuscó debajo del asiento del pasajero en busca de un pequeño juego de herramientas y de ahí sacó un destornillador.

Salió a la tormenta. Los altos pinos susurraban. La lluvia, empujada por el viento, bailaba sobre el suelo y se alzaba desde la acera con el silbido amenazante de un millar de serpientes enojadas.

Los dedos húmedos resbalaron sobre el destornillador, pero logró quitar las placas de matrícula delantera y trasera, todo ello, según creía, sin ser observada por nadie.

Si había cámaras de tráfico cerca de donde ella había dejado el coche antes de caminar hacia la biblioteca, como había en casi todas partes en las áreas metropolitanas en la actualidad, los agentes no tardarían en comenzar a revisar el vídeo de todas las calles que salían desde el parque donde casi la habían atrapado.

Incluso con la visibilidad notablemente reducida por la lluvia, seguro que esperaban encontrar un vídeo en el que ella saliera del coche y que luego regresara allí. Tenía que asumir que sabían que ella estaba conduciendo un Ford Escape negro y que tenía matrícula canadiense.

En California, un automóvil sin matrícula a menudo no llamaba la atención de la policía, porque los concesionarios no proporcionaban matrículas temporales a los coches recién comprados. Mejor ir sin matrícula que pasearse con una que podría estar en la lista de delincuentes buscados por la policía al cabo de un par de horas.

Puso las placas de matrícula debajo del asiento del conductor, se sentó al volante y encendió el motor. Empapada de nuevo, encendió la calefacción subiéndola unos cuantos grados y aceleró el chorro de aire.

Cuando los limpiaparabrisas barrieron la lluvia incesante del parabrisas, vio el Pacífico cercano, azotado por la tormenta y cubierto de bruma, y más que una masa de agua que se dirigiera hacia la orilla parecía un mar de humo gris surgido de los incendios de algún inmenso holocausto nuclear.


Después de pararse en Cardiff-by-the-Sea para repostar, dejó la carretera costera hacia la Interestatal 5. Estaba a más de treinta kilómetros de los límites de la ciudad de San Diego, y la autopista merecía el riesgo por la mayor velocidad que permitía.

Salió de la tormenta justo al norte de Oceanside, donde el terreno costero era plano y estaba cubierto de matorral, un lugar inhóspito bajo la luz intensa y clara de finales de invierno.

Durante el viaje, con tiempo para pensar, decidió que su primer error fue responder a la pregunta de Gwyn Lambert: «¿Adónde irás ahora?». Ella le había dicho que tenía que ver a alguien cerca de San Diego.

El vínculo entre Jane y Gwyn había merecido su confianza. Eran esposas de marines. Viudas de marines. El triple vínculo de servicio, deber y dolor. Le había caído bien la mujer. No había tenido ninguna razón para sospechar que Gwyn estaba de alguna manera comprometida y en un precipicio emocional.

¿Con quién había hablado Gwyn por teléfono antes de suicidarse? ¿Por qué había hablado con alguien? ¿Para decirle que Jane se dirigía a algún punto cerca de San Diego? Si ellos, esos «ellos» con ramificaciones por todos los lados como tentáculos, no tenían un agente suficientemente cerca de Alpine como para detenerla, saber cuál era su siguiente destino reduciría en gran medida sus parámetros de búsqueda.

Pero «cerca de San Diego» abarcaba quizás unos doscientos sesenta kilómetros cuadrados y hasta un millón y medio de personas. Tal vez eso redujera la búsqueda, pero, ciertamente, no localizaba su paradero.

A lo largo de las semanas anteriores, sus perseguidores tal vez habían supuesto que estaba usando los ordenadores de las bibliotecas para hacer sus búsquedas en Internet. Sin embargo, había numerosas bibliotecas en la zona de San Diego, incluidas muchas en colegios y universidades. Podrían anticipar que querría saber más sobre la conferencia «Y si» y el Instituto Gernsback después de enterarse de su existencia por Gwyn. Pero para encontrarla, tendrían que haber montado una vigilancia en esas páginas web, con la capacidad de identificar en tiempo real todas las consultas de cualquier biblioteca de la zona de San Diego; luego habrían necesitado ser capaces de rastrear de inmediato la consulta e identificar la firma única del puesto del ordenador.

Si los buscadores ya se le estaban acercando incluso mientras terminaba su tarea en la biblioteca y le daba cuarenta dólares al veterano sin hogar, su segundo error había sido quedarse en el parque que estaba al lado y llamar por teléfono a Sidney Root a Chicago. Si conocieran a cada una de las veintidós personas de quienes había reunido pruebas hasta ese momento, esperarían que se pusiera en contacto nuevamente con una o más de ellas. Vigilar el tráfico telefónico en tiempo real para tantas personas, en múltiples plataformas de telecomunicaciones, sería una tarea enorme, y no estaba segura de que ni siquiera la tecnología actual lo permitiera.

Suponiendo que todo eso fuera posible, también tendrían que rastrear su llamada, recorriendo el laberinto de microondas de millones de llamadas a la vez a las transmisiones particulares desde el teléfono desechable, y luego, de alguna manera, usar esa señal en una búsqueda de GPS para ubicarla en el parque.

Todo en cuestión de unos pocos minutos.

Con solo unas pocas horas de aviso desde el momento en que Gwyn los había llamado, habrían necesitado colocar equipos de agentes en puntos estratégicos por toda la ciudad, de modo que, si lograban determinar la posición de Jane, al menos un equipo tendría la oportunidad de llegar hasta ella en cuestión de minutos.

Tal vez habían tenido suerte. Pero en cualquier caso, suerte o no, la entidad que se encontraba en su camino de repente parecía ubicua, de mayor poder y alcance que cualquier otra organización de orden público, más eficiente que cualquiera de las agencias gubernamentales con las que estaba familiarizada, casi omnipresente y omnisciente.

Aunque hubieran identificado su vehículo, esperaba usarlo durante cierto tiempo todavía. Sus recursos financieros no eran ilimitados, y aquel era su segundo coche desde que había comenzado esa odisea.

Salió de la Interestatal 5 en San Juan Capistrano hacia la carretera estatal 74. Mientras el Escape subía por las escarpadas colinas cubiertas de chaparral del Bosque Nacional de Cleveland, el estado de ánimo de Jane se ensombreció con mayor rapidez que el creciente crepúsculo. El paisaje desértico de la zona fronteriza, más verde en esa época del año de lo que lo estaría más tarde, era muy apreciado por excursionistas y los entusiastas de la naturaleza, y algunos lo consideraban hermoso. A ella le parecía inhóspito, incluso desolado, como si más allá de las ventanillas del Ford yaciera un planeta herido que luchaba bajo un sol moribundo.

Luego descendió hacia el lago Elsinore y siguió más allá. Era un mundo rural que parecía aislado. Prados exuberantes y matorrales de valle. Caminos privados con grava y pintura que conducían a propiedades apartadas de la ruta estatal. Las pequeñas arboledas de álamos y coníferas separadas entre sí daban testimonio de un acuífero bajo una tierra en la que de otro modo habría sido difícil arraigar.

La sensación de una zona remota era una ilusión, porque la colmena del sur de California seguía siendo rápidamente accesible al oeste, e incluso en aquel imperio interior menos bullicioso, las ciudades «pequeñas» como Perris y Hemet se jactaban de tener setenta u ochenta mil habitantes cada una.

Llegó a un carril privado flanqueado por robles, giró a la derecha y se detuvo delante de una puerta de tablones pintada de blanco y llena de alambre. Bajó la ventanilla y alargó la mano hacia un telefonillo. Sin embargo, no necesitaba anunciarse. Ella tenía un código personal de cinco dígitos que pulsó en el teclado, y la puerta se abrió. Más allá se encontraba, para ella, el lugar más importante del mundo.


La casa de tablones blancos era una residencia modesta aparte del lujo de un amplio porche que la rodeaba por completo.

Duke y Queenie estaban tumbados en ese porche, entre las sillas de mimbre, y se pusieron de pie de un salto cuando el Ford llegó al final del largo camino de entrada. Eran dos pastores alemanes, magníficos ejemplares con pechos amplios y costillas bien arqueadas y lomos rectos, tanto mascotas familiares como perros guardianes que habían sido bien entrenados.

Jane se detuvo detrás de la preciada camioneta Ford verde manzana de 1948 de Gavin, que había cortado, canalizado y modificado él mismo, agregando un guardabarros de un La Salle de 1937 y una sección del morro también La Salle muy personalizada con una rejilla de acero inoxidable, lo que la convertía en un vehículo propio con un estilo muy singular.

Los perros la reconocieron porque había dejado la ventanilla del conductor bajada para asegurarse de que captaran su olor incluso antes de que saliera del Ford.

Bajaron los escalones del porche y corrieron hacia ella, con las colas azotando el aire con alegría. Si ella hubiera sido una desconocida, su acercamiento habría sido muy diferente, circular y cauteloso y lleno de amenazas.

Se arrodilló sobre una pierna y le dio a cada perro su parte de afecto. Le lamieron profusamente las manos, un saludo amistoso que podría haber provocado rechazo a algunas personas, pero que ella recibió con alegría. Eran los guardianes de su tesoro, y ella dormía mejor sabiendo que estaban allí.

Por mucho que amara a los perros y admirara la disciplina que Gavin les había inculcado, no había ido allí principalmente para verlos. Después de un minuto, se puso de pie y se dirigió hacia la casa, con los pastores dando saltos a su lado.

Con el paso elástico y fluido de una doble amputada, cuyas prótesis desde las rodillas terminaban en patas en forma de cuchilla que la permitían ser una dura competidora en una carrera de 10 kilómetros, Jessica cruzó la puerta principal y entró en el porche. Pelo negro azabache. Tez cheroqui. Bendecida con la belleza que provenía de los orígenes de su reserva genética, como siempre, era una figura llamativa.

Había perdido las piernas nueve años antes, cuando tenía veintitrés, sirviendo en Afganistán. No formaba parte de las tropas de combate del Ejército, pero los artefactos explosivos en las carreteras no distinguían entre las tropas armadas y los servicios de apoyo. A pesar de que había perdido las extremidades en ese país abandonado de la mano de Dios, allí fue donde conoció a Gavin, un combatiente que había visto mucha acción pero que había salido intacto. Llevaban ocho años casados.

Jane subió corriendo los escalones antes de que Jess pudiera bajarlos, y se abrazaron con fuerza allí, en el porche, mientras que a su alrededor los perros se movían de un lado a otro, golpeando las sillas de mimbre con sus colas, gimiendo de placer ante aquella reunión inesperada.

—¿Por qué no has llamado? —le preguntó Jess.

—Luego te cuento.

Tenía tres teléfonos desechables de repuesto, todos activados. Había comprado cada uno de ellos en una tienda diferente, en tres ciudades muy separadas. Aún no había usado ninguno de ellos, y no había forma de que sus perseguidores pudieran rastrearlos, pero lo ocurrido en San Diego la había asustado tanto que no quería correr el riesgo de llamar a este lugar especial, a este refugio en un mundo que de lo contrario era cada vez más una jungla de peligro y caos.

—Tienes buen aspecto —comentó Jess.

—Mientes como un vendedor de alfombras, amiga.

—Habla de ti todo el rato.

—Pienso en él todo el rato.

—Dios, me alegro mucho de verte.

El chico salió por la puerta principal. Los ojos azules le brillaban de emoción, pero era tímido, y se quedó parado allí, a la sombra de la galería, en esos momentos indiferente a los perros con los que solía juguetear. Ella lo había visto solo una vez en los últimos dos meses, y en esa ocasión, como parecía ser el caso en ese preciso momento, había tenido miedo de hablar o de correr hacia ella, como si temiera que ella pudiera evaporarse como lo hacía en sus sueños.

Con solo cinco años, Travis ya era la viva imagen de su padre. El pelo despeinado de Nick. La nariz fina de Nick, el mentón fuerte. La intensidad de su presencia y el aura de inteligencia que, al menos para su madre, irradiaba de sus ojos, recordaban de forma misteriosa a Nick.

—Eres tú de verdad —murmuró.

Jane se arrodilló, no solo para estar a su nivel, sino también porque notó que las piernas se le debilitaban de repente y le fallaban. Se abalanzó en sus brazos, y ella lo abrazó como si alguien pudiera intentar arrancarlo de ella en cualquier momento. No pudo dejar de acariciarlo y de besarle en la cara. El olor de su pelo era embriagador, lo mismo que la suavidad de su piel.

Cuando comenzó su búsqueda de la verdad, nunca imaginó que tendría que enfrentarse a gente tan poderosa y despiadada cuya primera amenaza hacia ella fue matar a su único hijo, el único que podría tener, ese muchacho que era el testimonio vivo del extraordinario amor que ella había conocido con su padre.

No conocía ningún otro lugar donde pudiera esconderlo con tanta esperanza y paz mental como había sentido cuando lo llevó allí. Jessica y Gavin habían sido unos desconocidos para él dos meses antes, pero ahora eran de la familia.

Decidida a limpiar el nombre de Nick, a demostrar que no se había suicidado en ninguna interpretación significativa de la palabra, había emprendido sin saberlo un camino del que no podía haber retirada. Aquellos a quienes trataba de sacar a la luz no permitirían que se alejara y viviera ni siquiera en la profunda humillación de la derrota. Habían traído algo nuevo y terrible al mundo, con un propósito que ella aún no entendía, y tenían la intención de que su plan, fuera cual fuera, saliera adelante a cualquier precio. Ya había muchos asesinatos involucrados, así que dos asesinatos más, una madre y su hijo, para ellos ni siquiera sería un inconveniente. Sabía poco, pero sabía demasiado y sospechaba más, y no habría nadie a quien pudiera arriesgarse a pedir ayuda hasta que lo supiera todo.

El chico se aferró a ella.

—Te quiero, mamá.

—Yo también te quiero. Tanto, tanto. Haces que me estremezca, cariño.

La red oscura

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