Читать книгу Reconquista (Legítima defensa) - Dean Onimo - Страница 3

Оглавление

.

—Seis meses —sentenció el eminente oncólogo.

—Nueve como mucho —añadió.

—Siendo optimistas —matizó.

—Si sigues el tratamiento a rajatabla —concluyó, mirando a su interlocutor directamente a los ojos e intentando adivinar sus pensamientos.

Expresó el inesperado diagnóstico con un tono de voz que discurría por registros de baja intensidad.

Mensaje directo.

Aunque suene fatalista.

Así, sin rodeos ni filtros con los que amortiguar el impacto emocional.

Hay situaciones en las que es preciso medir, edulcorar o incluso disfrazar las palabras.

Otras sin embargo, a menudo las más traumáticas, exigen un lenguaje sincero.

Quitar la tirita de golpe.

El doctor sabía por experiencia que su paciente poseía una capacidad extraordinaria para normalizar situaciones extremas.

Mantenían una estrecha relación de amistad desde los tiempos en los que compartieron pupitre en el internado católico.

Y, en efecto, el ilustre galeno no iba muy desencaminado en su dictamen, porque la primera idea que asaltó a Rodrigo Díaz al escuchar la sentencia condenatoria era que el banco del karma le había retirado el crédito.

Unilateralmente.

Sin preaviso.

Y sin venir a cuento.

—Vaya mierda —pensó para sus adentros.

Entonces, pasados unos instantes, comprendió de golpe la gravedad de la situación a la que se enfrentaba.

Sentado frente a su matasanos de cabecera preferido, según solía referirse al ilustre profesor en medicina oncológica, visiblemente consternado y con el aire perplejo de quien no comprende nada de lo que está sucediendo a su alrededor, respiró hondo al tiempo que paseaba una mirada desvalida por la estancia.

De gustos espartanos, el diáfano despacho de dimensiones más que respetables del anfitrión era el fiel reflejo de su personalidad.

Paredes blancas y suelo enlosado con grandes baldosas cuadradas de mármol de Carrara también blanco.

En una esquina, un perchero giratorio de madera curvada de finales del siglo XIX y estilo Art Nouveau.

Un auténtico Thonet.

Una joya de coleccionista.

Sobre la mesa de cristal que presidía la estancia, un ordenador de diseño, un par de fotos encuadradas en marcos de plata maciza en los que aparecía rodeado de su esposa y sus dos hijos, y poco más, a no ser el jarrón, también de cristal tallado, en el que parecía a punto de fenecer de aburrimiento una solitaria rosa roja.

En el hilo musical sonaba el Adagio for Strings de Samuel Barber.

A pesar de todo, Rodrigo pensó que la manera de notificarle el diagnóstico por parte del famoso catedrático era sin duda claramente mejorable.

—Vaya, vaya, Fernando, tan diplomático como siempre. No sé por qué será que no me extraña —comentó de pasada—. Todo un detalle por tu parte haber elegido como banda sonora para la ocasión un Adagio en lugar de un Réquiem —apostilló, regodeándose en el dramatismo como arma defensiva ante el letal veredicto.

El aludido no captó el sarcasmo del comentario.

Guardó silencio.

Rodrigo, por su parte, apretó los puños y la mandíbula en un acto inconsciente.

No deja de resultar irónico escuchar de labios de tu amigo, uno de los mejores expertos mundiales en la materia, tu inminente condena a muerte.

Tampoco es algo que suele ocurrir todos los días.

Sintió una inesperada punzada en el corazón.

Permaneció en silencio mirando al vacío.

El galeno se preguntó en qué estaría pensando.

La respuesta no tardó en llegar.

—¿Siendo optimistas? —preguntó el paciente, interrumpiendo el paréntesis dubitativo—. ¿En serio? ¿Te parece que existe margen para el optimismo? —insistió, lanzando una mirada de recriminación al tiempo que mostraba la sonrisa petrificada de alguien a quien vienen de desvelar la fecha de caducidad de su paso por este mundo.

Como si se tratara de un vulgar producto perecedero apilado en la estantería de cualquier supermercado de barrio.

Ante la inesperada pregunta, el doctor arqueó las cejas desconcertado.

No supo qué responder.

Como suele ocurrir con los genios, le costaba diferenciar entre ironía refinada y civilizada seriedad.

Aunque intuía que en este caso en concreto cualquier atisbo de humor estaba fuera de lugar.

Algunas personas, ante el mínimo contratiempo, se abalanzan en busca del botiquín más cercano para atiborrarse de antidepresivos o se aíslan del mundo para lamerse las heridas.

Este no era el caso de Rodrigo.

—Bueno, veamos el lado positivo —reflexionó en voz alta el recién sentenciado—. La primera certeza que te ofrecen al nacer es que algún día tendrás que morir. Que te digan cuándo ocurrirá te quita un gran peso de encima —recalcó—. Resulta hasta cierto punto placentero poder disponer del tiempo suficiente para redactar tu propio obituario —prosiguió—, ello te permite destacar tus logros y obviar tus fracasos —remató, al tiempo que se ponía en pie para acercarse a la ventana de cristales tintados que ocupaba uno de los laterales del despacho.

Al otro lado de la cristalera pudo recrearse la vista con un precioso jardín en el centro del cual una fuente expulsaba chorros intermitentes de agua por la boca de un dragón esculpido en mármol.

Un número indeterminado de pájaros de diverso plumaje, piando melódicamente, poblaban los árboles que rodeaban la fuente.

Permaneció absorto durante unos minutos admirando la bucólica imagen que se extendía ante sus ojos.

A Fernando, sin embargo, esos instantes le parecieron una eternidad.

—Hablemos de los pasos a seguir. Ya sabes, medicación, dieta y fecha de ingreso —enumeró el doctor, tratando de romper el incómodo silencio.

Sin embargo, en su fuero interno y conociendo muy bien a su paciente, Rodrigo desde siempre había sido individualista, terco, desobediente e indisciplinado, intuía que por desgracia este último no lograría superar el semestre de vida.

Evitó, no obstante, incidir en las letales consecuencias de la inminente metástasis.

Y aprovechó para sentarse en su butaca favorita.

—Tómate unos días para poner todo en orden y cuando estés preparado podrás volver e instalarte en nuestro mejor aposento —propuso el doctor con una forzada sonrisa, tratando de convencer a su amigo de las bondades de su ofrecimiento.

Algo que por desgracia estaba predestinado al fracaso.

—Ya hablaremos —respondió Rodrigo haciendo un vago gesto con la mano cuyo significado dejaba claro que ya estaba todo dicho—. A propósito —prosiguió, para quitar hierro a una situación no exenta de dramatismo—, tendrás que reconocer conmigo que el primer día de lo que me queda de vida ha comenzado con mal pie —frivolizó, dejando escapar un suspiro resignado.

El galeno guardó silencio.

Y un manto de frustración sobrevoló la sala.

—No pierdas la fe —exhortó el oncólogo, sin cambiar de posición, con los codos apoyados en la mesa de cristal y el mentón reposando sobre sus manos entrelazadas. Titubeó un instante antes de añadir—: Dios no te abandonará en este trance.

—Genial, lo que me faltaba. Ya ha vuelto a darle la vena mística al meapilas —pensó Rodrigo para sí.

Las creencias religiosas de los dos amigos nunca habían discurrido por caminos paralelos, Fernando, continuando con la tradición, era creyente convencido desde su más tierna infancia.

Dios siempre figuraba en lugar preferente en la lista de invitados a la mesa familiar, el hecho de que este último jamás se presentara a la hora de la cena no parecía frustrar las esperanzas de los allí reunidos de que el día menos pensado El Todopoderoso apareciese por la puerta de improviso para compartir con ellos buenas viandas regadas con mejores vinos.

Fernando había sido un buen estudiante católico.

Fiel a sus principios, tras un corto y casto noviazgo, tanto él como su futura esposa se presentaron ante el altar a cual más virgen.

Y a partir de entonces se había convertido en un buen padre y mejor marido.

Por supuesto, el llamado «Silencio de Dios» no era algo que le hiciese dudar de su fe.

Incluso en esas situaciones espeluznantes, pavorosas e inexplicables en las que esperas que el Santísimo te envíe algún mensaje tranquilizador, él continuaba aferrado a sus creencias y eso, a pesar del mutismo recibido por toda respuesta a sus plegarias.

Aleluya.

Por su parte, teniendo en cuenta que la religión en el seno de su familia era un asunto secundario, el mayor aliciente o mejor dicho, el único imán de Rodrigo para asistir a misa los domingos, tenía nombre de mujer.

Magdalena, para ser exactos.

Nombre propicio para una futura pecadora.

Dieciséis años como mucho, según un rápido cálculo del joven enamorado tras un detallado inventario del contenido del sujetador de la beldad.

En la iglesia parroquial, Rodrigo, sentado un par de filas por detrás del objeto de su deseo, fijaba los ojos en las curvas voluptuosas de la chica y no desviaba la mirada hasta que esta última desaparecía de su vista escoltada por su madre.

Una mujer de armas tomar, a quien las miradas lascivas del imberbe jovencito no habían pasado desapercibidas.

Y, de un domingo para otro, de Magdalena nunca más se supo.

Los tres domingos siguientes Rodrigo estuvo buscándola desesperadamente durante toda la ceremonia sin resultado positivo.

Y cuando ella ya no volvió a aparecer por el templo, mientras escuchaba la homilía del sacerdote encaramado en el púlpito, el frustrado y encelado galán pasó del desganado interés inicial mostrado hacia el sermón del clérigo, una repetida y tediosa monserga, a la apatía posterior más absoluta.

Esa misma mañana decidió que, a priori, la Iglesia Católica ya no le ofrecía ningún atractivo, acicate, gancho, reclamo o como quieras llamarlo.

Buscando cualquier excusa a la que poder agarrarse, más tarde explicó a quien quiso oírle que había dejado de asistir a misa cuando comprobó que allí dentro el único que podía beber vino era el cura.

A partir de entonces los caminos religiosos de los dos amigos bifurcaron de un día para otro.

Para Fernando, la congregación de fieles formaba parte sin lugar a dudas de su hábitat natural.

En cuanto a Rodrigo, descubrió que si en la década de los años sesenta del siglo pasado, en Londres despertaban los maravillosos Swinging Sixties, a las costas mediterráneas llegaban las fascinantes primeras suecas.

Y quien dice suecas, dice holandesas, noruegas o danesas.

Un abanico de rubias erótico libidinosas, salaces, emancipadas y de costumbres libertinas se desplegó ante su mirada perpleja.

Y lo más increíble, con la primavera, cada quincena llegaban nuevas remesas ávidas de encamarse con los aborígenes.

Un acontecimiento cósmico.

Que Dios bendiga a las agencias de viajes escandinavas, porque gracias a ellas varias generaciones de habitantes de la cuenca del Mare Nostrum fueron conscientes de que existía otra forma de vida mucho más saludable para la salud mental al norte de los Pirineos.

También es justo reconocer que con tanto trajín y cambio permanente de pareja, a veces las valkirias dejaban tras de sí una estela de enfermedades venéreas que tardaban meses en curarse.

Sarna con gusto no pica.

El Erotismo con E mayúscula llamó a su puerta y él, cuando descubrió quién era, solícito, se echó a un lado, dijo con una sonrisa bobalicona en los labios: «adelante» y le facilitó la entrada a su hogar sin pensárselo dos veces.

Entre la soporífera misa matinal de los domingos y los tórridos atardeceres del resto de la semana con las suecas, él optó por lo seguro.

Las suecas.

Ya se sabe que si a cualquier edad la carne es débil, a los quince años la flaqueza alcanza límites insospechados.

Una época de la vida en la que, con las hormonas descontroladas, puedes encontrar estímulo sexual hasta en las páginas del listín telefónico.

En cuanto a lo concerniente a este último punto, los dos amigos también discrepaban a menudo manteniendo posturas antagónicas.

Por ejemplo, ya desde niños cuando fantaseaban sobre cómo sería la chica de sus sueños, Fernando se la imaginaba siempre vestida y Rodrigo siempre desnuda.

Superada la fase de auto descubrimiento, ese amor desinteresado con el que uno suele obsequiarse a sí mismo en la intimidad de la habitación a oscuras o en la soledad del cuarto de baño, para Rodrigo la pérdida de la inocencia fue un puro trámite.

De hecho, un fin de semana en los brazos de una ardiente y descontrolada vikinga marcó el punto de no retorno.

No hubo reproches.

Se despidió de la «señorita inocencia» de manera expeditiva y sus caminos nunca más volvieron a cruzarse.

Fue un hola y adiós.

—¿Qué me dices? —preguntó el galeno, interrumpiendo los pensamientos de su amigo.

—¿Cómo? —articuló el interrogado aterrizando de nuevo en la realidad—. Vamos a ver, Fernando —dijo, retomando su discurso con semblante serio—, después de viajar por los cinco continentes enfrentándome a toda clase de aberraciones y situaciones peligrosas, la experiencia me dice que hoy en día resulta bastante complicado confiar en alguien. De hecho estoy persuadido de que ni siquiera Dios sigue conservando la fe en sí mismo —opinó antes de concluir—, me temo que le han robado la cartera.

—Ya empezamos de nuevo con tus ingeniosidades de tres al cuarto —constató el doctor armándose de paciencia y a quien las salidas de pata de banco de su amigo hacía tiempo que habían dejado de sorprenderle—. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado esta vez? —preguntó incrédulo, lanzándole una mirada de reproche.

—El nuevo inquilino del Vaticano, ¿te suena? —inquirió Rodrigo con una sonrisa burlona en los labios—. ¿Un Papa jesuita y argentino? ¿No te parece algo de lo más sospechoso? —insistió removiendo el cuchillo en la llaga—. Para mí que el diablo ha perpetrado un golpe de Estado en el Paraíso y se ha quedado con las llaves del portón —acabó aseverando, antes de añadir—: ¿Y me pides ahora que tenga fe?

—Otra de tus teorías fantasiosas y como de costumbre, algo que a todas luces no tiene ni pies ni cabeza —exclamó el doctor dando muestras de un ligero desagrado, mientras miraba desconcertado a su interlocutor como si este último acabara de proferir un sacrilegio.

A veces se preguntaba si últimamente su amigo no andaría mal de la cabeza.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre para rebatir mis argumentos? —continuó provocando Rodrigo, a quien este tipo de enfrentamientos religiosos con Fernando le recordaban tiempos mejores.

Sin embargo, este último, creyente convencido y al tanto de la deriva irrefrenable hacia el laicismo de su compañero de estudios, siempre se había mostrado reticente a entablar discusiones estériles que no llevaban a ninguna parte.

—Pues poco más hay que añadir al respecto, tú lo has dicho todo —zanjó Fernando evitando con ello prolongar el debate.

—Exacto, ahí lo tienes —dijo Rodrigo, ahondando en la herida. No estaba dispuesto a soltar presa—. Ahora bien —continuó sin que nadie le animara a hacerlo—, imagina a alguien como tú, sin ir más lejos, que se pasa la vida acudiendo a la iglesia para asistir a la Santa Misa cada domingo —prosiguió—, rezando a diario, siendo buena persona, sin cometer ni un solo pecado a lo largo de toda tu existencia y que, cuando mueres y llamas a las puertas del Cielo convencido de que te aguarda la eterna felicidad, resulta que el que te está esperando en la entrada con una sonrisa diabólica es el mismísimo Satanás: «Hola, Fernando, bienvenido a mis dominios, coge una pala y no pares de echar carbón a la caldera. Por la cuenta que te trae no dejes que se apague el fuego». ¿Cómo te sentirías?

—No tiene gracia —respondió el interpelado—, ya sería tiempo de que madures de una vez por todas —aconsejó impertérrito.

A punto estuvo de entrar al trapo de la provocación.

No obstante, decidió pasar por alto las frivolidades de su amigo, teniendo en cuenta la sobredosis emocional que representaba para este último asumir su nueva situación de paciente terminal.

Paradójicamente, lo más irónico del caso era que este no parecía ser tampoco el momento más adecuado para mantener este tipo de debates.

Así y todo, tuvo que reconocer a su pesar que Rodrigo Díaz, con sus inverosímiles ocurrencias, a veces hasta resultaba ingenioso.

No siempre divertido.

Pero ingenioso al fin y al cabo.

Admitió a regañadientes, todo hay que decirlo, que el hecho de que el Santo Padre fuese jesuita y por si esto no fuera suficiente, también argentino, era algo que planteaba algunas preguntas difíciles de responder.

«Tendré que comentarlo con Isabel, a ver qué le parece», pensó para sí, antes de añadir en voz alta:

—Corramos un tupido velo —ofreció el galeno mirando a Rodrigo directamente a los ojos.

Alto el fuego.

Cese temporal de hostilidades.

Firmaron tablas.

El tipo de empate que es del agrado de todas las partes.

Una vez más la sangre no llegó al río.

Rodrigo asintió varias veces con la cabeza, después entrecerró los ojos y a continuación, tras rascarse pensativamente la nariz, fue consciente de que la tensión acumulada se había evaporado poco a poco.

Acto seguido, preguntó intrigado al tiempo que señalaba con el dedo la pared situada al fondo de la sala:

—¿Y esos cuadros?

—Son dos óleos sobre tela de 40 x 40 centímetros que adquirimos el mes pasado. Pensé que sería una buena idea tenerlos colgados ahí mismo para dar una pincelada de color al despacho —ilustró el galeno, inquiriendo a continuación—. ¿Te gustan?

—Mucho, aunque no pensaba que fuese tu estilo.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, mírate y mírame. Convendrás conmigo que corresponden más a mis gustos que a los tuyos.

Sin pronunciar palabra, ambos adoptaron instintivamente la actitud desafiante de dos duelistas buscando los puntos débiles de su rival, mientras se tomaban un tiempo para estudiarse detenidamente el uno al otro.

Eran conscientes de que habían alcanzado una edad en la que tenían muchas más cosas que contar del pasado que del futuro.

Pese a todo, puede que ya no estuvieran en la flor de la juventud, pero tampoco es que fuesen plantas marchitas.

Los dos sobrepasaban por poco el metro ochenta de estatura.

Aunque nacidos el mismo año, once meses separaban su fecha de nacimiento.

Fernando vino al mundo a principios del mes de enero y Rodrigo a mediados de diciembre.

Rodrigo, ancho de hombros, sin una pizca de grasa, con un cuerpo fibroso, gozaba de una excelente forma física a pesar de acercarse inexorablemente a la séptima década de su vida.

Fernando, por el contrario, debía esforzarse a diario para lograr contrarrestar la persistente curvatura de su abdomen.

Tanto el uno como el otro habían tenido indudable éxito en su respectivas profesiones.

Cada cual a su manera había trabajado su estética personal.

Bueno, como saltaba a la vista, uno bastante más que otro.

Rodrigo, pese a la inesperada condena a muerte, lucía un bronceado saludable y vivía al margen de superfluas sofisticaciones.

Por esa misma razón y manteniéndose fiel a sus ideas, vestía de manera informal.

Unos pantalones vaqueros descoloridos Levi’s 501, unas zapatillas embarradas Converse All Star, una camiseta arrugada adquirida en uno de los numerosos establecimientos del grupo Inditex y la joya de la corona, una chaqueta de cuero de Claude Montana.

Esta última, una reliquia icónica con más de treinta años de existencia de la que Rodrigo no se separaba jamás.

Fernando, por su parte, sibarita, siempre elegante, de exquisitas maneras y gustos refinados, lucía un traje impecable de tres piezas confeccionado a medida por uno de los mejores sastres londinenses de Savile Row con el pliegue de los pantalones perfectamente planchado.

El cuello de la camisa almidonado así como una pajarita a juego con el pañuelo que desbordaba del bolsillo superior de la chaqueta completaba su clásica y conservadora indumentaria.

Obviamente, no podían faltar los zapatos Churchs pulcramente lustrados.

Incluso cuando se cubría con la inmaculada bata blanca que colgaba del perchero Thonet y que combinaba a la perfección con las canas que adornaban las sienes de su poblada cabellera, el conjunto resultante le confería el aspecto imperial de un tribuno romano.

Para rizar el rizo, un cordón brillante de seda negra sujetaba las gafas de concha de carey que colgaban de su cuello.

—De acuerdo, tú ganas —concedió el médico al cabo de un momento, dándose por vencido, añadiendo de inmediato una matización esencial—, para qué vamos a engañarnos, es cosa de mi mujer.

—¿Quién es el pintor? —inquirió Rodrigo.

—Se llama Kim en Joong —ilustró el oncólogo.

—¿Coreano?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó estupefacto.

—Hombre, Fernando, por el nombre. ¿Cómo si no?

—Ya veo —convino el doctor antes de aclarar—. Es un sacerdote.

—Un monje, querrás decir —puntualizó Rodrigo.

—No, un sacerdote. Dominico por más señas. Le llaman «el pintor de la luz» —informó Fernando—. Isabel ha entrado en una etapa de misticismo religioso, cosa rara en ella y que, como podrás suponer, a mí me alegra enormemente—.

—Me encantan los cuadros, felicita a Isabel de mi parte —dijo Rodrigo mientras admiraba la caligrafía oriental y el torbellino cromático que configuraba las dos pinturas.

Isabel, la esposa y madre de los hijos del amigo oncólogo.

Cuando Rodrigo les presentó, supo enseguida que los dos eran almas gemelas, hechos el uno para el otro y que estaban predestinados a encontrarse.

Él fue un simple intermediario.

Desde el primer instante, pudo comprobar que ambos habían sentido una mutua e hipnótica atracción.

Con el paso del tiempo Isabel se había convertido en una investigadora de prestigio que no había dudado en arriesgar el patrimonio familiar heredado de sus progenitores para obtener fondos con los que poder investigar enfermedades raras.

Esas que no interesan a las grandes multinacionales farmacéuticas por falta de rentabilidad inmediata.

Isabel y Fernando, contrariamente a sus tocayos los Reyes Católicos, formaban una pareja bien avenida, altamente cualificada y comprometida en salvar el mayor número posible de vidas humanas.

Algo digno de respeto y admiración, que decía mucho a su favor y que por desgracia no suele abundar hoy en día.

Antes de separarse, los dos amigos dedicaron unos instantes a rememorar antiguas vivencias en común.

Puro compromiso social entre personas dotadas de una educación exquisita.

Poco después Rodrigo recuperó su chaqueta del sillón en el que la había depositado al entrar y se dispuso a iniciar una retirada estratégica.

Fernando también se levantó para acompañarle.

Al llegar a la puerta, justo antes de salir, Rodrigo giró sobre sí mismo y sin razón aparente se fundió con Fernando en un fuerte abrazo que sonaba a despedida definitiva.


.

Obviando el flamante ascensor de cristal, Rodrigo decidió bajar por las escaleras.

Cabizbajo, atravesó el inmenso vestíbulo de la clínica.

Al llegar a la calle, indeciso, alzó la mirada al cielo y respiró hondo.

—Un día agradable para pasear —pensó, al tiempo que hurgaba en los bolsillos de sus pantalones en busca de un pañuelo con el que secarse el sudor que manaba de su frente.

Demasiadas emociones enfrentadas.

Para su asombro, notó cómo en algún lugar recóndito del cerebro sus congénitas defensas mentales comenzaban a levantar barreras destinadas a evitar que los traumas se instalaran a vivir en su mente.

Quién le iba a decir al salir de casa esta mañana que su vida sufriría un cambio tan drástico.

Camino de la clínica, recordaba haber deambulado unos minutos entre los tenderetes del mercadillo ecológico que tenía lugar una vez a la semana en la plaza en la que se encontraba su hogar.

Había intercambiado saludos con varios vendedores a los que solía comprar frutas, verduras o miel, así como una gran variedad de quesos artesanales.

Todos productos de proximidad.

Recién traídos de las huertas y vaquerías situadas en los alrededores de la ciudad.

Kilómetro cero.

Algunos de los comerciantes, además, llevando al límite su defensa del medioambiente, acudían pedaleando.

Orgullosos, transportaban su carga en vistosos triciclos eléctricos decorados como los famosos tuktuks y trishaws del sudeste asiático.

También de vuelta a casa, como hacía cada semana, tenía previsto adquirir un batido saludable de verduras recién exprimidas y un par de pasteles vegetarianos.

Parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.

Decidió regresar a su domicilio caminando.

A medida que avanzaba fue contando las palmeras zarandeadas por el viento de levante que bordeaban el paseo marítimo.

A continuación, y sin saber la razón exacta, también anotó mentalmente los pasos que separaban una palmera de la siguiente.

Al cabo de un rato, detuvo su caminar y se sentó en uno de los bancos del paseo.

Con la mirada perdida en el horizonte, encendió un cigarrillo mientras trataba de asumir los cambios radicales que se avecinaban en su existencia.

Las risas de un ruidoso grupo de adolescentes al pasar interrumpieron sus reflexiones.

Todos vestían camisetas blancas de la diseñadora británica Katharine Hammett con mensajes escritos en letras enormes en defensa del medioambiente o en contra de la proliferación de residuos plásticos.

Saltaba a la vista que, pese a su juventud, formaban parte de una generación que ya estaba concienciada con la ecología.

Y que provenían de familias adineradas, porque esas vistosas camisetas no resultaban económicas precisamente.

Dos de los chicos, seguramente con la intención de epatar a las jovencitas que les acompañaban, asumiendo más riesgos de los estrictamente necesarios, cabalgaban patinetes tuneados, saltando y caracoleando por encima de cualquier banco, bordillo o barandilla que se cruzase en su camino.

Sin ser conscientes de ello, ponían en peligro con cada acrobacia su integridad física como si fuera algo de lo más normal del mundo.

Inconscientes, con toda la vida por delante, desbordaban alegría de vivir.

Ellas, cosa rara para su edad, reían a mandíbula batiente mostrando sin complejos sus correctores dentales al tiempo que animaban a los chavales a superar sus arriesgadas proezas.

Nuevos tiempos, nuevas actitudes, nuevas maneras de enfocar la existencia.

«Bueno, esto es lo que hay. Supongo que así son las cosas hoy en día. Ni peor, ni mejor que en épocas pasadas, simplemente diferente», pensó para sí Rodrigo en un intento pueril por establecer comparaciones inadecuadas en las que él sin duda tenía todas las de perder.

Entonces, advirtió las miradas furtivas que le lanzaban las jóvenes.

Pensó para sí que no debía de lucir muy buen aspecto teniendo en cuenta que las mocosas le miraban como a alguien recién salido de algún afterhours de mala muerte.

Se limitó a sonreír y se encogió de hombros.

Reanudó la marcha.

Mientras esperaba a que el semáforo pasase a verde, lanzó una ojeada a su alrededor.

Comprobó que había cámaras de vigilancia en las cuatro esquinas de la intersección de las dos avenidas.

Cámaras en las tres sucursales bancarias cercanas.

Más cámaras en la fachada de la farmacia y en los principales establecimientos circundantes.

Cámaras, cámaras y más cámaras.

Alzó la mirada al cielo.

Como si implorara ayuda divina.

Entonces, atónito, acertó a divisar un punto negro que permanecía suspendido en el aire.

—Hay que joderse —se dijo para sí—, ahora también nos espían con drones —prosiguió, al tiempo que arqueaba las cejas—. Estamos rodeados, controlados, vigilados.

Se planteó un urgente cambio de domicilio.

Instalarse en el campo, lejos de las urbes masificadas.

Recluirse en una cabaña al borde de un lago y acabar lo que le quedaba de vida bucólicamente.

De repente, el peculiar sonido que indicaba a los invidentes que el semáforo estaba en verde para los peatones interrumpió sus pensamientos.

Se internó confiado por el paso de cebra.

En el momento en el que atravesaba vio llegar a toda velocidad a dos coches que parecían competir entre ellos.

Tuvieron que frenar haciendo chirriar los neumáticos.

El hedor característico de la goma quemada invadió el ambiente.

Parados uno al lado del otro, al tiempo que hacían rugir sus motores, los conductores kamikazes se lanzaron miradas de desprecio.

Retadoras.

No intercambiaron ni una sola palabra.

Ninguno hizo ademán de apearse, ni siquiera se dignaron a bajar los cristales de las ventanillas de sus respectivos automóviles.

Uno de ellos, con aspecto de psicópata recién escapado de algún manicomio cercano, simplemente le hizo al otro una peineta.

El interpelado, con pinta de majareta loco de atar, respondió con un corte de mangas.

Todo de lo más visual.

Emoticonos de carne y hueso.

Rodrigo continuó su camino.

.

El inconfundible estruendo de la deflagración le cogió por sorpresa en el preciso instante en el que se disponía a doblar la esquina.

Instintivamente se protegió la cabeza con los brazos al tiempo que en un acto reflejo se apoyaba contra la pared del edificio situado a sus espaldas.

Fruto de años de experiencia, de manera espontánea, su cerebro calculó el tipo y la cantidad de explosivo utilizado, la distancia letal que alcanzaría la onda expansiva, así como los daños que sin duda ocasionaría a su paso.

Esperó unos segundos antes de asomar la cabeza.

El espectáculo que pudo observar era dantesco.

Un escenario en ruinas.

Y entonces, el silencio sepulcral que había seguido a la explosión, se rompió de improviso con los aullidos de dolor de los supervivientes.

El caos se apoderó del lugar.

Cuando creía que la pesadilla había tocado fondo, levantó la vista y el corazón le dio un vuelco.

Situó sin ningún género de duda la zona cero del atentado terrorista justo enfrente del edificio en el que habitaba.

Sin pensárselo dos veces, cruzó la plaza a la carrera, sorteando los restos de los tenderetes desperdigados del mercadillo.

Evitó fijar su mirada en los cuerpos mutilados que yacían por doquier.

Tenía otras prioridades.

El pesado portón del inmueble había desaparecido parcialmente.

Divisó algunos trozos al fondo del portal.

Subió las escaleras de dos en dos sin aflojar el ritmo.

Con mano temblorosa logró al tercer intento introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta.

De su apartamento diáfano, lo más parecido a un loft neoyorquino, no quedaba nada que se pudiera aprovechar.

El ventanal que daba a la plaza, arrancado de cuajo y los cristales hechos añicos.

Del mobiliario solo quedaban trozos desvencijados esparcidos por todas partes.

Algunas paredes estaban agrietadas.

Lanzó una ojeada a su alrededor y solamente encontró desolación.

Todos los cuadros que colgaban de las paredes, arrasados.

Su extensa colección de vinilos, volatilizada.

Los libros que ocupaban varias estanterías que siempre habían permanecido perfectamente colocados por orden alfabético, también habían volado por los aires.

La vajilla antigua ribeteada de oro de veinticuatro quilates adquirida en el curso de uno de sus viajes por tierras asiáticas, en mil pedazos.

Así como el peculiar mueble bodega que mantenía a la temperatura adecuada botellas de vino seleccionadas de las mejores añadas y procedentes de varias denominaciones de origen de prestigio.

Todo ello reposaba diseminado por los suelos, en una mezcla caótica, junto con la ropa contenida en los dos exclusivos armarios comprados a precio de oro en el Rastro de Madrid a un reconocido anticuario.

Como si hubiese pasado un tornado devastador, más propio de otras latitudes, todas sus pertenencias habían desaparecido y lo poco que quedaba de ellas era prácticamente irrecuperable.

Bueno, todo no, recordó que la semana pasada había llevado a enmarcar una copia exacta de 46 x 55 centímetros del cuadro L’origine du monde obra de Gustave Courbert, cuyo original está expuesto en el Museo d’Orsay de París.

Resultaba irónico que El origen del mundo se hubiese salvado de una catástrofe apocalíptica más acorde con el final de los tiempos.


Entonces vio a Mister Miau.

Frente a él, el cuerpo sin vida de su gato reposaba en una esquina de la sala.

Rodrigo se esforzó en mantenerse en pie, todo giraba a su alrededor y le costaba recuperar el aliento.

Le temblaban las piernas.

Hiperventilando, tuvo que apoyarse en la pared para evitar una caída.

Pese a que cerró los ojos con todas sus fuerzas, las imágenes no desaparecieron.

Tras varias tentativas infructuosas decidió abandonar y enfrentarse a ellas de una vez por todas.

Mister Miau era mucho más que su gato.

Era su amigo y confidente.

Formaba parte de su existencia.

Rodrigo, desolado por dentro, no soltó ni una sola lágrima.

Era algo innato en él.

Sufría pero nunca lloraba.

Simplemente contemporizaba con el dolor.

Hasta hoy.

Hasta ahora.

De repente y contra todo pronóstico, las lágrimas brotaron imparables, empañando sus ojos al tiempo que un grito desgarrador emergía de su garganta.

La imagen de Rodrigo Díaz, sentado en el suelo, con las rodillas contra el pecho, el cuerpo inerte de su gato en su regazo y los brazos cruzados en actitud protectora, resultaba particularmente triste y conmovedora.

Rememoró el primer día en que sus vidas se cruzaron.

Cuando una tarde, al volver a casa del trabajo, vio a un gato callejero acurrucado en el rellano de la escalera.

De pelo completamente negro y mirada inteligente.

Parecía muerto de hambre.

Cuando Rodrigo abrió la puerta, en un visto y no visto, el minino ya se había colado en el piso.

Esa misma noche compartieron cena.

Y desde entonces, vivían juntos aunque no revueltos.

Cada cual disponía de su espacio personal e intransferible.

Aunque para ser sinceros, Mister Miau no solía respetar las reglas de convivencia preestablecidas.

Otro partidario incondicional de la teoría según la cual es mejor pedir perdón a posteriori que permiso con antelación.

Era un gato orgulloso, de elegantes andares felinos.

Sus movimientos eran pausados, incluso indolentes, pero ello no impedía que de repente pudiera salir disparado como un resorte para atrapar al vuelo a sus presas favoritas.

Las palomas.

Apestosas ratas con alas, que osaban invadir su territorio y se atrevían a utilizar el balcón como si de un vulgar retrete se tratara.

Después de despedazar a sus trofeos de caza, a menudo empezaba a toser de manera intermitente y al cabo de un rato acababa vomitando, cosa que preocupaba a su dueño sobremanera.

Sin embargo, la veterinaria le había tranquilizado al confirmarle en más de una ocasión que no se trataba de algo grave.

—Todavía le quedan muchos cojines por destripar.

Según ella, ese era el diagnóstico apropiado tras consultar las radiografías y los resultados de los análisis de sangre.

Además de excelente cazador, como buen sibarita, Mister Miau adoraba que le pasasen la mano por el lomo, que deslizasen los dedos por el espinazo, que le rascaran detrás de las orejas y debajo de la barbilla.

No era capaz de disimularlo.

Un ruidoso a la vez que ronco ronroneo delataba su estado de felicidad.

—Chico, jamás serás un buen jugador de póquer, tienes que aprender a camuflar mejor tus alegrías —solía recordarle a menudo Rodrigo.

También es verdad que si alguien tenía la mala idea de intentar tocarle la tripa, en una milésima de segundo el lindo gatito mutaba en feroz pantera de la selva tropical, mostraba los colmillos con un rugido amenazador al tiempo que sacaba a pasear sus garras afiladas.

Y ahora, algún desalmado había acabado con su vida.

Rodrigo, sobreponiéndose al dolor que le embargaba, decidió llevar sus restos al cementerio para darle sepultura en el diminuto jardín de rocalla que se encontraba adosado al panteón familiar.

Al fin y al cabo, para él, su gato formaba parte de la familia.

Incluso más, si cabe, que alguno de sus parientes lejanos.

De los cercanos, ya no quedaba nadie.

Abandonó el apartamento con lo puesto.

Llevaba el cuerpo aún caliente de Mr. Miau bien sujeto bajo el brazo enrollado en un retal de cortina que milagrosamente se había salvado de la quema.

Al salir del portal camino del camposanto, se detuvo un instante y lanzó una ojeada a la plaza.

Había gente depositando ramos de flores y velas encendidas en medio de un silencio respetuoso interrumpido por algún que otro lamento esporádico.

Rodrigo tuvo por cierto que antes del anochecer no tardarían en presentarse grupos de rumanas o búlgaras, nunca lograba distinguirlas, para arramblar con todo y vender las flores a los clientes de las terrazas de bares y restaurantes.

Las velas servirían para iluminar las chozas de los poblados chabolistas en los que malviven hacinados miles de sin papeles con el visto bueno de las autoridades encargadas de controlar la inmigración ilegal que, bien sea de motu propio o por indicación de sus superiores, optaban por mirar hacia otro lado.

Para unos, pillaje y profanación.

Para otros, reciclaje y beneficio.

También observó abochornado la presencia de los primeros «despreciables turistas carroñeros», la mayoría enfermos patológicos adictos a un turismo tétrico, que acudían prestos a satisfacer su curiosidad morbosa y a grabar con sus móviles las imágenes más truculentas para el recuerdo.

Y lo qué es aún peor, para compartirlas en las redes sociales como si fuesen trofeos de caza.

Rodrigo Díaz, contrariado, molesto y entristecido abandonó el lugar con la cabeza gacha.

Las escenas impactantes de la masacre abrieron la parrilla de los telediarios y acapararon la totalidad de las portadas de la prensa escrita.

Horas más tarde, haciéndose eco de rumores procedentes del Ministerio del Interior, los medios de comunicación informaron de que el terrorista suicida responsable de la masacre era un conflictivo joven argelino de veintitrés años bien conocido por sus desmanes en el barrio y que solía frecuentar la mezquita situada a escasa distancia del lugar del atentado.

Rodrigo, tomando buena nota de ello, se limitó a levantar acta.

De golpe, con la muerte de Mister Miau, su existencia, que hasta esta mañana había sido perfecta, acabó desmoronándose por completo.

El odio visceral que experimentaba le corroía las entrañas.

Alguien tendría que pagar por ello.

La venganza le pareció la mejor opción para dar una razón de ser a sus últimos meses de vida.

Un semestre bien organizado da para mucho.

Como no esperaba nada positivo de algunos jueces y fiscales, teniendo en cuenta su precedente actitud en situaciones similares y que tampoco confiaba en que las cosas cambiasen en un sistema judicial demasiado politizado y obediente a la voz de su amo, decidió tomarse la justicia por su mano.

Ironías del destino, la historia se volvía a repetir diez siglos más tarde.

Porque, a pesar de no ser conscientes de ello, los autores de la masacre habían declarado la guerra al adversario más peligroso que pueda existir.

Ese que no tiene nada que perder.

Demostrando con ello que no conocían la historia o que en las escuelas coránicas no se la habían explicado como Dios manda.

Por lo que estaban condenados a repetir los mismos errores que condujeron siglos atrás a su expulsión de el Al Ándalus manu militari.

Resulta que Rodrigo, apellidado Díaz de Vivar, era descendiente directo de otro famoso Rodrigo.

Más conocido como el Cid Campeador.

.

Ahmed Cheurfi, carnicero halal de tercera generación, vino al mundo a orillas del mar Mediterráneo en la ciudad argelina de Orán, en el epicentro de un barrio en el que abundaban familias formadas por republicanos españoles que se habían visto obligados a huir para salvar la vida ante la inminente victoria de las tropas nacionales comandadas por el general Franco.

Él realizó el viaje en sentido contrario.

En busca de un futuro mejor, desembarcó en el puerto de Alicante procedente de Alger tras una travesía complicada con olas de más de cuatro metros y vientos huracanados que superaban la fuerza seis.

Esto ocurrió a principios del mes de enero del año dos mil dos, pocos días después de la puesta en circulación del Euro, la nueva moneda europea.

Estuvo buscando durante cierto tiempo un lugar donde instalarse.

Finalmente optó por un local espacioso encajonado entre un colmado regentado por tres hermanos tunecinos y un bazar chino en el que todos los empleados pertenecían a la misma familia.

En el locutorio, territorio colombiano situado en la acera de enfrente, el incesante vaivén de gente de todo pelaje así como los oscuros y continuos trapicheos a plena luz del día no parecían extrañar a nadie.

Se trataba de un tramo de calle de no más de noventa metros de largo en el que estaban representados ciudadanos oriundos de cuatro continentes.

Gente diferente, ajenos a las raíces religiosas y culturales europeas.

Las fachadas pintadas, o más bien embadurnadas con todo tipo de reivindicaciones, así como la ropa tendida en las ventanas, dejaba bien a las claras que en este entorno la moda occidental no llevaba las de ganar.

Un territorio multicultural del que, vaya por Dios, la única cultura ausente era la de los nativos del lugar.

El típico cajón de sastre africano.

Todos los colores oscuros.

Ni uno blanco.

Hacía tiempo que todos los antiguos moradores nacionales, blancos, católicos y practicantes, habían emigrado a otras latitudes menos pintorescas.

—Bienvenido al mundo capitalista —saludó el mayor de los tres hermanos tunecinos, al tiempo que le ofrecía un puñado de dátiles, cuando Ahmed se presentó como el nuevo vecino.

Este último agradeció el detalle con una inclinación de cabeza al tiempo que se llevaba la mano al corazón.

Le preguntaron por su nombre y no necesitó deletrearlo.

Desde uno de los balcones que daban a la calle, un adolescente al que se le caía la baba resbalando por el mentón le dirigió una retahíla de gritos en un idioma desconocido entre risas histéricas.

Posiblemente fuese tonto de nacimiento.

O puede que, siendo bebé, resbalase de las manos de su madre y se golpeara la cabeza contra el suelo.

No se paró para averiguarlo.

Las iniciales miradas recelosas de los vecinos mutaron en tolerantes y no tardaron en volverse claramente acogedoras al comprobar que el nuevo carnicero además de buena persona era poco conflictivo.

Con el paso del tiempo se había creado una buena reputación, por lo que la clientela de la carnicería había aumentado exponencialmente.

Por otra parte, bien es verdad que cada mañana en el trayecto comprendido desde su domicilio hasta la carnicería, observaba a veces las miradas de desdén cuando no de desprecio que le lanzaban algunos de los peatones con los que se cruzaba.

Se mentalizó para ignorar las muestras de rechazo y que ello no le afectara más de lo estrictamente necesario.

Ni más ni menos que lo que le ocurre a cualquier europeo cuando pasea por ciudades del continente africano, donde por cada mirada o sonrisa amistosa recibe más de cien rencorosas, agresivas e insultantes.

Nada nuevo bajo el sol.

Eso no tendría por qué ocurrir en un mundo perfecto.

Pero ocurría por la sencilla razón de que este en el que nos ha tocado vivir no lo era.

También había formado una familia de la que se sentía orgulloso.

Su hija de trece años, estudiante modelo, soñaba con ser doctora y poder especializarse en pediatría.

A su hijo, sin embargo, los estudios le agobiaban.

Entrenaba a diario para llegar a ser, según sus propias palabras, el mejor jugador de fútbol del mundo.

Siendo su ídolo, como no podía ser de otra manera, el otrora jugador y ahora famoso entrenador.

Argelino como su padre, por más señas.

La vida de Ahmed transcurría plácidamente en un país que le había permitido realizarse y en el que podía disfrutar de una calidad de vida como en pocos otros lugares del planeta.

Mantenía el contacto con su lugar de nacimiento conectándose por Internet a varios medios de comunicación argelinos.

Sus diarios de información preferidos eran Echoroukonline y TSA (Tout sur l’Álgerie).

Cumplía con las tradiciones y los preceptos del islamismo si bien nunca adoctrinó a su familia.

Esa posibilidad jamás se le pasó por la mente.

Simplemente no formaba parte de su manera de ser.

También asistía a los rezos en la mezquita con cierta regularidad aunque lejos de compartir el fervor religioso de algunos de sus compatriotas.

Sobre todo desde la aparición de un nuevo imán recién llegado de Arabia Saudita.

Un auténtico fanático de corte yihadista radical.

.

Como todos los residentes del barrio, Ahmed había escuchado los ecos lejanos de la explosión.

Sin embargo, concentrado en preparar un pedido para el restaurante marroquí de la esquina, no prestó demasiada atención.

Instantes después los vecinos colombianos del locutorio informaron, gritando a los cuatro vientos, que se trataba de un atentado terrorista.

Con todo y con eso, Ahmed, sin darse por aludido, continuó absorto con su labor.

Lo primero es lo primero.

El sonido ensordecedor de la sirena se aproximó con rapidez inusitada.

Cuando el coche de policía detuvo su marcha tras aparcar directamente sobre la acera delante de la carnicería, Ahmed levantó la mirada intrigado.

Acto seguido comprobó cómo se abría la puerta del copiloto del coche patrulla y una joven policía penetraba a la carrera en el establecimiento.

—¿Es Usted Ahmed Chourfi? —preguntó sin más preámbulos. Ante la respuesta afirmativa, añadió—: Tiene que acompañarnos al hospital. Su hijo ha sufrido un accidente.

El carnicero depositó el cuchillo ensangrentado que llevaba en la mano sobre el mostrador, recuperó la chaqueta que colgaba de un perchero adherido a la pared y abandonó el establecimiento tras los pasos de la agente uniformada.

Al bajar la persiana metálica que cerraba el establecimiento, notó que le temblaban las manos.

—¿Cómo ha ocurrido? —inquirió con voz entrecortada, una vez instalado en el asiento trasero del vehículo policial.

Le costaba controlar los temblores de sus manos sudorosas.

—Ya le informarán cuando lleguemos —respondió el conductor sin apartar la vista del frente.

Resultaba evidente que la joven policía recién salida de la academia no estaba suficientemente preparada para afrontar la magnitud de lo ocurrido.

—¿Mi mujer y mi hija se encuentran bien? —insistió el carnicero.

Sin responder a la pregunta, los dos policías intercambiaron una mirada de conmiseración.

«Pobre hombre», pensaron al unísono.

Tenían orden prioritaria de acompañar a los familiares de los heridos en el atentado.

De los parientes de los fallecidos ya se ocuparían más tarde los psicólogos.

—Mi hijo, ¿dónde está mi hijo? Chourfi, se llama Elyaz Chourfi —informó el carnicero con la voz entrecortada por los jadeos.

La carrera desde la entrada del hospital le había dejado sin aliento.

—En estos momentos está siendo intervenido —informó una de las encargadas de la recepción del complejo hospitalario tras consultar la pantalla de un ordenador situado sobre el mostrador—. Parece que va para rato. Puede tomar asiento —añadió señalando una estancia situada a su derecha.

Ahmed tuvo que permanecer varias horas en la sala de espera sin recibir ninguna explicación.

Cada vez que preguntaba por su familia todo eran excusas.

Paseó de un lado para otro con las manos entrelazadas a la espalda.

Parecía un león enjaulado.

Se desplazó varias veces hasta la máquina expendedora de bebidas.

Bebió algunos botellines de agua mineral.

Se sentó y se levantó en innumerables ocasiones.

Le resultaba imposible quedarse quieto.

A pesar del pánico que le embargaba, consiguió conservar cierta compostura.

Aunque puede que no por mucho tiempo.

Una joven enfermera se acercó para comunicarle el número de la habitación en la que habían ingresado a su hijo.

En todo momento había evitado mantener contacto visual con su interlocutor.

No se sentía con fuerzas suficientes para colorear una auténtica tragedia con mentiras piadosas.

El murmullo amortiguado de las conversaciones que emanaba de las habitaciones situadas a ambos lados del interminable pasillo del hospital, venía acompañado por momentos de algún lamento que se escuchaba con sordina.

Al entrar en la habitación en la que le habían indicado que se encontraba su hijo, Ahmed tuvo que sujetarse al dintel de la puerta.

Una expresión de horrorizado asombro se dibujó en su semblante.

—Hemos hecho todo lo posible para salvarle la vida —informó con cara de circunstancia el único médico que permanecía de pie al lado de la cama en la que yacía el joven—, nos hemos visto obligados a amputarle la pierna derecha —continuó sin levantar la vista del suelo.

Se notaba que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio en este momento.

—Deberá llevar una prótesis para tratar de mitigar estéticamente los estragos causados por los explosivos —prosiguió, en un intento desesperado por desdramatizar una situación a todas luces aterradora.

Ahmed se acercó a la cabecera del lecho y tomó delicadamente la mano de su hijo dormido entre las suyas.

Expresar sentimientos en público no formaba parte de su modo de ser.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, se vio obligado a utilizar la manga de su chaqueta para secarse las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

Pensó que a su vástago le habían arrebatado el futuro, impidiéndole disfrutar de una mínima calidad de vida para el resto de su existencia.

Un precio demasiado alto para alguien tan joven.

—Tardará algún tiempo en despertar —informó el galeno.

Y cuando parecía que las cosas no podían empeorar, entraron en la habitación dos personas que se presentaron como especialistas en psicología catastrófica.

Ahmed tuvo una premonición.

Apretó los puños preparándose para lo peor.

—Vuelvan más tarde —musitó con un hilo de voz.

—Me temo que eso no es posible. Tome asiento por favor —respondió el más joven de los dos.

Estaba convencido de que, aunque parezca mentira, es preferible dar las malas noticias en conjunto antes que informar a los afectados con cuentagotas.

Ahmed se dejó caer en una de las incómodas sillas.

La actitud de los recién llegados no dejaba lugar para la esperanza.

.

El centro islámico de la ciudad ayudó en todo lo relativo al entierro de su esposa e hija.

Siguiendo el rito musulmán, varias mujeres de la comunidad lavaron a sus dos familiares.

A continuación, colocaron los cuerpos sobre el costado derecho orientado hacia la Qibia.

Para terminar, cerraron los ojos de las fallecidas y cubrieron sus cuerpos con una tela blanca de algodón.

Como Rodrigo Díaz de Vivar, Ahmed Cheurfi también puso en el punto de mira a los que consideraba responsables de la muerte de sus seres queridos.

No tardarían en lamentarlo.

.

Rodrigo Díaz, desde el mismo día de su nacimiento, vivió y creció rodeado de artefactos pirotécnicos que se manufacturaban en la fábrica propiedad de su familia.

Su padre proveía de fuegos artificiales a numerosas poblaciones de la región, gracias a los contactos privilegiados que mantenía a base de continuos sobornos a alcaldes y concejales de todos y cada uno de los partidos políticos que ocuparan el poder en ese momento.

Mientras tanto, su madre diseñaba y modelaba muchos de los ninots que arderían en las próximas Fallas.

Apenas cumplidos los cuatro años, el joven Rodrigo ya había fabricado sus primeros petardos y cohetes.

Se movía a sus anchas por todos los rincones de los talleres respirando con fruición el aroma inconfundible de la pólvora quemada.

Con el tiempo elaboró artilugios explosivos cada vez más complejos.

Cuando llegó el momento de incorporarse a filas, como no podía ser de otra manera, desempeñó su cometido en una compañía de artificieros.

Una vez cumplido el servicio militar obligatorio, tras pasar por la academia logrando excelentes calificaciones y siendo uno de los alumnos más aventajados, obtener el diploma de técnico especialista en desactivación de artefactos explosivos fue simplemente un mero trámite.

Ingresar en los Tedax tampoco supuso un problema.

Teniendo en cuenta su historial académico le acogieron con los brazos abiertos.

Recibió con no disimulado orgullo la chaqueta, el pantalón, el protector pélvico y el de pie, así como el casco.

Todo con el nuevo sistema de refrigeración incorporado.

Todo un lujo para la época.

A partir de entonces, tuvo que enfrentarse a los zarpazos cotidianos de la banda terrorista ETA y a desactivar bombas en un entorno hostil y en un ambiente de guerrilla solapada sin salir de su propio país.

Fueron tiempos de plomo, en los que, para las fuerzas de seguridad del Estado, las provincias vascongadas eran lo más parecido a territorio comanche.

Más tarde, cuando las cosas se fueron normalizando, Rodrigo, para compensar que el trabajo, desde su punto de vista, se había vuelto monótono, rutinario y carente de alicientes, buscó nuevos desafíos.

En sus ratos libres, ideó sofisticados dispositivos a la vez que perfeccionaba sus conocimientos en robótica, investigando en concreto todo lo relacionado con drones y grúas de brazos articulados guiadas por control remoto.

Y de improviso, llegó ese tipo de oferta que no puedes rechazar.

Al tanto de sus investigaciones, una de las principales multinacionales del sector privado, puntera en la lucha para sofocar incendios en gaseoductos, oleoductos, yacimientos de gas y pozos petrolíferos, le ofreció incorporase a su plantilla de empleados de élite.

Un motorista enfundado en el inconfundible uniforme de la compañía, logotipo incluido, le entregó en mano la invitación para personarse en la sede central de la misma.

El día previsto y a la hora convenida se presentó en la recepción.

Tras identificarse ante los responsables de seguridad, estos comprobaron sus datos, le entregaron una cartulina reservada para los invitados VIP indicándole que debería llevarla colgada al cuello en todo momento, antes de señalar una fila de sillas en las que esperar a que alguien de la dirección acudiera para acompañarle.

Pocos minutos después, vino a buscarle una atractiva secretaria de piernas interminables que le guio a través de un laberinto de mullidos pasillos enmoquetados hasta una puerta de tamaño XXL decorada con incrustaciones doradas.

Durante todo el tiempo que duró el recorrido, Rodrigo permaneció hipnotizado por el vaivén provocador de sus caderas.

Sin lugar a dudas la encantadora muchacha era consciente de despertar curiosidad a su paso y quien dice curiosidad dice cualquier otro tipo de interés.

Libidinoso sin ir más lejos.

La joven belleza acarició levemente el panel con los nudillos, esperó unos segundos, abrió la puerta e invitó a entrar al apuesto visitante con una sonrisa cómplice.

Acto seguido, giró sobre sus talones y se alejó ondulando los glúteos como si estuviera en época de carnaval en el Sambodromo de Río de Janeiro.

Rodrigo tuvo que forzar la mirada para distinguir, allá en la lejanía del descomunal despacho, una figura humana que parapetada tras una mesa tallada en madera de secuoya le hacía signos con la mano invitándole a acercarse y tomar asiento en uno de los dos sillones de cuero situados frente a ella.

Acostumbrado a tratar con hombres, la presencia de una mujer dirigiendo una multinacional de estas características no dejó de sorprenderle.

La sorpresa le duró poco.

El tiempo justo de comprobar la mirada extremadamente inteligente con la que la dama en cuestión estaba haciendo una completa radiografía de su persona.

No se sintió incómodo.

—¿Sorprendido? —preguntó la anfitriona, como si le hubiera leído el pensamiento.

Estaba habituada a causar ese tipo de reacción.

—Si le soy sincero debo admitir que sí —confesó el aludido, antes de añadir—: aunque obviamente si ocupa usted ese lugar es que se lo merece y se lo habrá tenido que ganar a pulso —reconoció sin que le temblara la voz—. de todas formas para mí esta situación no representa ningún problema si es a eso a lo que se refiere — concluyó sin desviar la mirada.

Ya estaba todo dicho y la decisión tomada.

Resultaba obvio que, de entrada, ambos, se habían causado una buena impresión.

La señora presidenta supo de inmediato que la persona que estaba sentada frente a ella era el candidato ideal y que cumpliría con sus obligaciones de la mejor manera posible.

Sabía reconocer a los sujetos valiosos para la empresa de una sola ojeada.

No obstante, extrajo unos papeles de una carpeta situada sobre la mesa, consultó las anotaciones detenidamente y no tuvo más remedio que llegar a la misma conclusión que su jefe de personal.

No podían dejar escapar a Rodrigo Díaz de Vivar.

Y no lo hizo.

Firmaron todos los papeles necesarios esa misma mañana.

Los años siguientes fueron un continuo ir y venir a lugares de nombres a menudo impronunciables, trabajando en condiciones límite.

Sofocando incendios accidentales o provocados, siempre bajo presión y la mayoría de las veces arriesgando la vida.

Rodrigo cumplió con creces con su deber.

Nunca defraudó las expectativas que sus superiores habían puesto en él.

Cuando llegó el momento de la jubilación se retiró en la cúspide de su profesión.

Y apenas unos meses más tarde, de modo inesperado y de un día para otro, su vida dio un vuelco de ciento ochenta grados.

El eminente oncólogo, Fernando, su amigo de infancia, fue el emisario elegido por la Parca.

El encargado involuntario de notificarle el inminente final de su paso por este mundo.

Y un descerebrado terrorista, desalmado e hijo de puta había acabado con la vida de Mr. Miau.

Con el fin de evitar las continuas llamadas con las que Fernando no dudaría en atosigarle a diario, envió un último mensaje a su amigo por WhatsApp informándole de que estaría ilocalizable durante las próximas semanas.

Pensaba viajar por las islas y atolones de la Polinesia Francesa, especificó sin saber exactamente el porqué de esta aclaración.

Fue lo primero que le vino a la cabeza y de hecho era uno de los viajes que tenía previsto efectuar en lo que se suponía iba a ser una jubilación dorada.

En cuanto a este último punto, por desgracia, los idílicos periplos planeados con tanta ilusión tendrían que esperar a otra vida.

Y eso, solo en el caso improbable de creer en la reencarnación.

A continuación, desmontó el móvil pieza a pieza para evitar ser localizado.

En el fondo, sabía que no lograría confundir al matasanos.

Se conocían demasiado bien, dependiendo el uno del otro en esa etapa de la vida en la que se forjan las verdaderas amistades.

Por esa misma razón, entre ellos, sabían diferenciar la franqueza del engaño.

Compartieron a lo largo de los años en el internado una inmejorable alianza de intereses, en la que ambas partes salían beneficiadas.

Pactaron un «quid pro quo» ecuánime, estable y ponderado.

Cuando Fernando sufría el acoso de los matones de la escuela, allí estaba Rodrigo para arreglar las cosas a su manera.

Un par de certeros puñetazos acompañados de algún que otro doloroso puntapié en la entrepierna de los acosadores y asunto solucionado.

En contrapartida, Fernando siempre se mostraba dispuesto a echar una mano en época de exámenes.

Se habían vuelto expertos en deslizarse notas aclaratorias al amparo del pupitre sin que los profesores tuvieran la más mínima sospecha.

Por lo que, teniendo en cuenta estos antecedentes, el mensaje, lejos de tranquilizar al oncólogo, logró exactamente el efecto contrario.

«¿La Polinesia Francesa? ¿A quién quieres engañar?» pensó, notando cómo le asaltaba un atisbo de inquietud. «¿Qué estarás tramando?» se preguntó, respondiéndose él mismo a continuación: «Supongo que nada bueno».

Por supuesto, continuó llamando y enviando mensajes al móvil de su amigo a pesar de que el dichoso contestador automático respondiera una y otra vez «el número al que llama no está disponible en estos momentos…».

«Bueno, ya darás señales de vida cuando lo creas conveniente» acabó admitiendo el galeno, dándose por vencido.

.

A raíz del atentado terrorista, Rodrigo se vio obligado a instalarse de manera provisional en un pequeño estudio de alquiler mientras reparaban los destrozos causados en su apartamento.

Por suerte, su nuevo domicilio se encontraba ubicado en el mismo barrio.

En un edificio de fachada señorial de principios del siglo XX recientemente restaurado.

La constructora, ávida de beneficios, había conseguido dividir los espaciosos apartamentos originales en un sinfín de minúsculos cuchitriles.

En su afán por multiplicar su inversión, estos últimos carecían de recibidor.

Al abrir la puerta de entrada te dabas de bruces directamente con la sala de estar. Otra puerta corredera, transparente por más señas, separaba el cuarto de baño, en el que apenas podías moverte sin chocar contra algo, del resto del diminuto habitáculo.

La cocina tampoco es que fuese mucho mejor.

Funcional a la vez que pequeña.

Muy, muy pequeña.

Una mesa y cuatro sillas, un par de estanterías así como un sofá cama, todo de diseño sueco, de la «prestigiosa» empresa Ikea por más señas, según le informó sin ruborizarse el arrendador, componían el limitado mobiliario.

El incómodo sofá cama ocupaba la pared del fondo de la habitación, con lo que si tenías la habilidad necesaria para poder desplegarlo sin lesionarte antes de perder la paciencia, la estancia se convertía por arte de magia en algo parecido a un dormitorio.

Por suerte un amplio y luminoso balcón que daba a una arbolada avenida compensaba con creces todo lo anterior.

El piso se adaptaba a sus nuevas necesidades y el precio, contra todo pronóstico, no resultó desorbitado.

Rodrigo hizo un cálculo por encima del estado de sus finanzas.

¿Qué sentido tenía ahorrar a estas alturas?

Podía permitirse alquilar la suite presidencial del mejor hotel de la ciudad sin que se resintiera su economía.

Por desgracia, tendría que vivir furtivamente lo que le quedaba de vida.

En un mundo predominantemente digital tiranizado por la ciberseguridad y la ciberdefensa, las escuchas telefónicas y todo tipo de controles electrónicos, él permanecería anclado en un confortable entorno analógico.

Y continuaría ilocalizable, evitando cualquier contacto con el pasado.

«Bueno, supongo que a partir de ahora soy lo más parecido a un fugitivo» pensó con un suspiro de resignación.

Tomó asiento.

Comprobó que la pluma estilográfica tenía tinta, retiró el capuchón y se dispuso a escribir.

En primer lugar, apagón digital total.

Ni móvil, ni tablet, ni ordenador, ni tarjetas de crédito.

Prescindir de la tecnología le conferiría una posición privilegiada.

La buena noticia es que como pensaba llevar a cabo su cruzada en solitario, no necesitaría contactar con nadie.

Ayudándose de varios rotuladores de diferentes tonalidades con los que diferenciar las prioridades, fue introduciendo los datos y apuntes perfectamente ordenados en carpetas multicolores para poder localizarlos rápidamente.

A medida que se le iban ocurriendo las ideas, fue anotándolas en el cuaderno.

Acto seguido, apuntó una lista con todos los materiales necesarios para llevar a cabo su venganza.

Consultó una libreta con las tapas de cuero que había sobrevivido a mil batallas tratando de descubrir en sus páginas manoseadas qué contactos podrían serle de utilidad en el caso que le ocupaba.

Proveerse de todos los artículos imprescindibles para construir los artefactos tampoco representaría un quebradero de cabeza, conocía varios puntos de venta en los que encontrar lo que buscaba.

Por supuesto, relacionar las compras de las piezas dispares con las que montar los dispositivos no estaba al alcance de cualquiera.

Solamente un profesional con muchos años de experiencia podría hacerlo.

Por suerte para él, ese tipo de especialista altamente cualificado suele desarrollar su trabajo en el sector privado. El salario que se recibe en los Cuerpos de Seguridad del Estado no es precisamente un aliciente.

Tras dedicar varias horas a elaborar un plan de ataque letal, barajando varias posibilidades a cual más mortífera, decidió tomarse un respiro.

Antes de levantarse para dirigirse a la cocina y poner agua a hervir para hacer un té verde acompañado de tostadas, mantequilla y mermelada de arándanos, también apuntó en la libreta que le servía de recordatorio, que siempre debería pagar la totalidad de sus adquisiciones al contado y en efectivo.

Concretar quién era exactamente el enemigo no resultaría tarea fácil.

Carecía del tiempo necesario para elegir entre Al Qaeda, Estado Islámico, Al Shabab, Ansar al Sharia, Abu Sayyal.

Demasiadas ramas del mismo árbol.

Decidió que talaría directamente el tronco.

Recordaba que viajando por Francia en los años ochenta del siglo pasado, le habían impactado varios grafitis garabateados en el muro exterior de un cementerio a la salida de París.

El primero rezaba «fuera argelinos».

Así, sin más.

A escasos metros, el siguiente mensaje ya había evolucionado y proclamaba sin complejos «fuera magrebíes».

Y para terminar, en letras enormes, alguien con visión claramente premonitoria, posiblemente algún pied noir obligado por las circunstancias a tener que retornar a la metrópolis, profetizando el negro futuro que nos esperaba, decidió globalizar la denuncia escribiendo

«FUERA EL ISLAM».

Claro aviso a navegantes.

Como según todos los indicios quedaba meridianamente claro quién había sido el responsable del cruel atentado que había costado la vida a su gato, Rodrigo decidió focalizar sus pesquisas en esa dirección.

Pasó parte de la noche devanándose los sesos pensando en qué tipo de respuesta sería la más apropiada.

Y bien entrada la madrugada el objetivo empezó a cobrar forma.

A falta de poder castigar como se merecía al autor material de la masacre, ya que el muy cabrón se había inmolado en el atentado, dirigiría su venganza contra el inductor.

Para los investigadores, aunque carecían de pruebas fehacientes con las que incriminarle, ese era sin lugar a dudas el nuevo imán de la mezquita.

A Rodrigo, sus indagaciones le llevaron hasta la empresa que había efectuado la instalación eléctrica de esta última.

Descubrir a la proveedora de gas tampoco supuso un problema.

Dedicó todo el fin de semana a planear la estrategia puliendo una y otra vez los últimos detalles.

No dudaba de su victoria, pues se sabía sobradamente preparado para entablar esta contienda.

Días más tarde estaba literalmente rodeado de explosivos.

Por simple cuestión de eficacia e incluso de supervivencia, había aprendido desde su niñez a trabajar en un entorno austero donde cada cosa debía ocupar un lugar determinado.

Dedicó su tiempo a preparar minuciosamente los artilugios necesarios para montar varios artefactos.

Estaba familiarizado con el manejo de explosivos hasta el punto de poder realizar todo el proceso de montaje con los ojos cerrados.

Su fijación por la meticulosidad rayaba en el trastorno obsesivo compulsivo.

Cosa que le había salvado la vida en más de una situación comprometida.

.

La mañana del día D, abrió los ojos sobresaltado al escuchar el estruendo del despertador bailando sobre un montón de monedas depositadas en una bandeja metálica.

A punto estuvo de dar con sus huesos por tierra.

Rodrigo Díaz se presentó en la mezquita luciendo la mejor de sus sonrisas.

Vestía un mono de faena de color azul oscuro.

Contrariamente a lo que se podía esperar, descubrió decepcionado que el morabito ocupaba toda la planta baja de un edificio bastante destartalado y no tenía nada que ver con otros que había tenido la ocasión de admirar en el curso de sus viajes por países islámicos.

Por ejemplo algunas joyas arquitectónicas como la Mezquita del Sha en Isfahán, la gran Mezquita de Hassan II en Casablanca o incluso la de los Omeyas en Damasco.

O, la más impresionante de las modernas, la de Sheik Zayed en Abu Dabi.

«Bueno, entre los creyentes mahometanos parece que también hay clases» se dijo para sus adentros.

Acto seguido saludó al imán en árabe.

Ante la mueca de estupefacción de este último, explicó que en el pasado había tenido una novia Palestina.

Que una musulmana se hubiera encamado con un infiel fue cosa que no pareció alegrar demasiado al clérigo.

—Revisión rutinaria de la instalación eléctrica —informó Rodrigo abandonando la sonrisa y adoptando la actitud que se supone a todo profesional en la materia, al tiempo que mostraba una tarjeta de identificación expedida por el Ayuntamiento en la que figuraba su foto.

—Sígame —invitó el imán, con cara de circunstancia.

Rodrigo deslizó una mirada al vetusto cuadro eléctrico al tiempo que carraspeaba mostrando signos de desaprobación.

—Esto no está bien. Nada bien —murmuró, mientras se rascaba la cabeza con gesto dubitativo.

A continuación dio a entender al religioso que dar el visto bueno a la deficiente y a todas luces manipulada instalación tenía un precio.

Resignado, el imán le ofreció quinientos euros.

Rodrigo aceptó encantado.

Una situación que a ninguno de los dos pareció extrañar.

El rushwat o bachich, o sea el soborno puro y duro, es moneda corriente y de curso legal en cualquier ámbito de la vida cotidiana en Oriente Medio y en el norte de África.

—Necesitaré algún tiempo para arreglar todo este desastre —comentó señalando con un amplio ademán el amasijo de cables que colgaban por todas partes.

—Ya me avisará cuando esté acabado. Veo que no me necesita —musitó el aludido con un ademán de disculpa.

Giró sobre sí mismo y se alejó abandonando a Rodrigo a su suerte.

«Está claro que esta gente no teme nada. El peligro de ser atacados es algo que no parece importarles demasiado» pensó este último.

Las medidas de seguridad no es que fueran insuficientes, es que eran inexistentes, persuadidos como estaban los responsables de que el lugar estaba exento de riesgos.

Minutos más tarde, Rodrigo abandonó el lugar tras haber realizado los arreglos oportunos.

De vuelta a casa se desvió para entrar en una iglesia cercana.

Depositó los cinco billetes de cien euros en el cepillo situado en uno de los laterales del altar.

«Espero que el cura no se lo gaste todo en vicios» pensó, pecando de optimismo al tiempo que una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro.

Sonrisa que desapareció en un santiamén cuando comprobó al doblar la esquina cómo un grupo de gente de todo pelaje, la mayoría jubilados, observaban fascinados cómo una gran bola de roca suspendida del cable de una grúa de grandes dimensiones estaba demoliendo la fachada del edificio en el que se encontraba ubicado el cine más antiguo del barrio.

Bajo los embates de la enorme canica de piedra, iban desapareciendo uno a uno innumerables recuerdos de juventud que ya daba por perdidos.

Una imagen desoladora donde las haya y que retrataba en toda su crudeza el final de una época.

Rodrigo recordó con un atisbo de nostalgia las tardes de sesión doble en las que la muchachada disfrutaba de películas de romanos, de indios y vaqueros o de las aventuras de Tarzán, mientras alfombraba el suelo con ingentes cantidades de cáscaras de pipas de girasol.

«Cuando abra la nueva tienda que ocupará el lugar donde estaba el cine, no pienso comprar nada, nunca, jamás. Sea lo que sea que vendan» se juró para sus adentros.

-

El agregado cultural de la embajada, acompañado y protegido por uno de los guardaespaldas de la delegación consular, penetró en la mezquita, como solía hacerlo cada primer lunes de mes.

Avanzó con paso firme al encuentro del imán.

Una vez en el interior del despacho de este último, ofreció el brazo derecho para que su acompañante le liberara con una llave especial de las esposas que le unían a una valija metálica.

Depositó la pequeña maleta que contenía el dinero encima de la mesa.

Sin más, dio media vuelta para dirigirse a la salida.

Con un gesto vago de la mano respondió a los zalameros agradecimientos del religioso.

Al agregado cultural le parecía que expulsar a los infieles de Al Ándalus resultaba excesivamente oneroso.

Sin embargo cumplió con la tarea encomendada sin rechistar.

«Es el precio a pagar para vencer en la guerra de liberación» se dijo para sus adentros.

Una vez en el exterior, siguiendo una rutina preestablecida, los dos musulmanes se instalaron para tomar un copioso desayuno en la terraza de un bar situado en la misma calle unos metros más arriba del templo.

No prestaron atención al anciano que ocupaba una mesa contigua a la suya y que parecía ensimismado con el contenido de la taza que sujetaba con mano temblorosa.

Rodrigo sonrió disimuladamente.

Su caracterización le había llevado más de dos horas de trabajo.

Un abuelo achacoso no representaba ningún peligro para nadie y más tarde tampoco nadie recordaría su presencia.

Rodrigo colocó la taza, cogió un periódico que había depositado previamente sobre la mesa y, parapetado tras las hojas de papel fingió de manera más que convincente que estaba leyendo.

Comenzó a pasar las páginas del diario lentamente.

Uno de los dos árabes lanzó una mirada y comentó riéndose por lo bajo:

—El viejo seguro que está buscando si salen amigos suyos en la prensa.

—¿Amigos suyos? —inquirió su acompañante poniendo cara de sorpresa.

—Sí —aclaró el primero—, en la sección de necrológicas.

Ambos estallaron en una carcajada.


.

Para iniciar su venganza Ahmed no necesitaba armamento sofisticado de última generación.

En un mundo bélico en el que reinaba la tecnología punta, las maletas con bombas nucleares, también llamadas sucias, los misiles intercontinentales indetectables, los drones armados teledirigidos por control remoto desde lugares situados a miles de kilómetros de distancia, más todas las armas letales de las que el común de los mortales ni siquiera imagina que existen, él utilizaría simplemente los artilugios mortíferos que tenía a mano y que dominaba a la perfección.

Era muy bueno en lo suyo.

Separó dos cuchillos de acero de Damasco.

Nada más.

Rompiendo con la tradición, herencia de sus antepasados, concentró su atención en afilarlos meticulosamente con la piedra de agua japonesa que le había regalado su hijo por su último cumpleaños.

Una mueca de aprobación apareció en su semblante mientras se recreaba con el resultado obtenido.

Y puso rumbo a una cita a la que no podía faltar.

Ahmed deambuló por los alrededores bastante más tiempo del realmente necesario antes de decidirse por fin a penetrar en la mezquita.

Una vez en el interior de la misma, enfiló decidido el largo pasillo mal iluminado que conducía a una pequeña habitación que hacía las veces de despacho y en la que el clérigo solía recibir a los visitantes.

De las paredes de la estancia colgaban varias citas del Corán.

—¿Qué puedo hacer por ti? —inquirió el imán tras los saludos protocolarios.

—El atentado —musitó Ahmed con un hilo de voz—. No solo han muerto infieles, también creyentes y buenos musulmanes inocentes.

—Daños colaterales. Nada por lo que debas preocuparte —comentó el clérigo, sin mostrar ni un asomo de remordimiento.

Exhibía la certeza arrogante de estar en posesión de la única verdad.

Respuesta equivocada.

—Mi mujer y mis hijos no son daños colaterales —alcanzó a pronunciar el carnicero.

El religioso titubeó levemente.

Fue solo un instante en el que tuvo la perturbadora premonición de que su vida corría serio peligro.

Ese segundo que tardó en reaccionar, a la postre, resultó fatal para sus intereses.

Intentó huir a la desesperada.

Mala idea.

Eso enfureció, aún más si es posible, a Ahmed, que no pudo reprimir el ataque de ira profunda procedente de esa parte del cerebro donde reside el odio en estado puro.

El poder transformador de la furia ciega le proporcionó la fuerza necesaria.

Alargó la mano, atrapó al imán por el cogote y girando sobre sus talones estampó el cráneo de este último contra el quicio de la puerta antes de degollarle quirúrgicamente.

Fue un visto y no visto.

No hizo falta ensayar, degollar formaba parte de su rutina diaria.

Una vez acabado su cometido, se dispuso a abandonar el lugar.

Lanzó una mirada a su alrededor y entonces descubrió la valija que permanecía abierta encima de la mesa.

Asombrado al comprobar su contenido, una cantidad nada desdeñable de fajos de billetes nuevos, como recién sacados del banco, decidió llevársela consigo, ocultándola bajo su vestimenta.

Imposible renunciar a semejante fortuna caída del cielo.

Cuando se presenta una buena ocasión simplemente hay que saber aprovecharla.

Consideró el hecho como una señal absolutoria.

No perdió ni un minuto más en recrearse ante el resultado de su acción punitiva.

Al salir de la habitación, se cruzó en el pasillo con un vejestorio que avanzaba lentamente arrastrando los pies y que se apoyaba en un bastón.

Se dirigía hacia la sala en la que el clérigo continuaba desangrándose.

A Ahmed solo le quedaban dos salidas, continuar caminando o volver sobre sus pasos para rebanar el pescuezo al intruso.

Disponía de un mínimo instante para decidir quién merecía morir y quién continuar viviendo.

Optó por acelerar el paso.

El anciano reprimió un grito de espanto, horrorizado, no le gustó nada lo que vio, a duras penas logró arrodillarse junto al cuerpo que yacía en el suelo al tiempo que trataba de taponar la hemorragia.

Histérico, no sabía qué hacer, ni cómo reaccionar.

Cuando las puertas del templo se cerraron a sus espaldas, Ahmed decidió que a partir de ahora evitaría llevar a cabo su venganza en lugares cercanos a cualquier mezquita.

Las visitas a los rezos de los viernes tendrían que esperar.

Inició la marcha haciendo esfuerzos por controlar los nervios y calmar las pulsaciones descontroladas de su corazón.

A Rodrigo le extrañó ver salir precipitadamente de la mezquita a una figura que le resultaba familiar.

Bajó ligeramente el periódico para poder observar mejor.

Al pasar por delante del lugar en el que permanecía sentado, reconoció al carnicero argelino a quien solía comprarle los ingredientes necesarios para cocinar cuscús y mechoui.

Avanzaba a paso ligero, poniendo tierra de por medio, como si intuyera lo que se avecinaba.

—Hoy es tu día de suerte —masculló el anciano caracterizado, mientras observaba cómo Ahmed desaparecía de su vista al doblar la esquina.

A los árabes de la mesa contigua la actitud del carnicero también les llamó la atención.

El sudor que resbalaba de su frente en un día para nada caluroso, la respiración entrecortada al caminar y la típica mirada huidiza de alguien que no las tiene todas consigo, les hizo sospechar lo peor.

Sin previo aviso y al unísono saltaron de sus sillas, como eyectados por un resorte, emprendiendo una veloz carrera.

Un mal presentimiento sobrevoló sus cabezas.

La macabra visión que descubrieron al penetrar en la mezquita, un viejo arrodillado en el suelo junto al cuerpo del imán, les dejó impactados.

El semblante de los recién llegados cambió paulatinamente de pálido a cadavérico.

Mientras el guardaespaldas trataba de taponar la sangre que brotaba de la garganta del religioso, el agregado cultural buscó ansiosamente con la mirada el maletín que contenía el dinero.

Con expresión de incredulidad, comprobó alarmado que había desaparecido.

Maldijo por lo bajo.

Acto seguido extrajo de uno de sus bolsillos el móvil para pedir ayuda.

En el preciso instante en el que marcaba el primer dígito del número de emergencias, el universo se desplomó sobre sus cabezas.

Literalmente.

Porque ese fue el momento elegido por Rodrigo para detonar el artefacto.

La deflagración fue de tal envergadura que los cuerpos de todos los presentes quedaron descuartizados en el acto.

Descubrir a quién correspondía cada resto humano necesitaría mucho tiempo e infinita paciencia por parte de los forenses encargados del caso.

«Me pregunto cuál de ellos llegará antes al paraíso prometido» pensó Rodrigo, antes de desaparecer.

Días después del siniestro, existían versiones antagónicas sobre la causa real que originó la explosión.

Unas optaban por atribuir lo sucedido a un hecho accidental, algo fortuito, mientras otras señalaban que sin duda fue a todas luces provocado.

Sin embargo, como nadie estuvo en condiciones de aportar pruebas irrefutables que permitieran esclarecer el caso, tanto en un sentido como en otro, al final los responsables de la investigación decidieron curarse en salud, decantándose por la hipótesis más plausible.

Achacaron los hechos a una fuga de gas.

Ahmed, por su parte, esperaba que el cuerpo del imán estuviese lo suficientemente destrozado para que la razón real de su muerte no fuera descubierta cuando le practicaran la autopsia.

También fue consciente de que él había sobrevivido de milagro.

Y que salir milagrosamente ileso debía de tener algún significado.


.

Rodrigo, caminando cabizbajo y absorto en sus pensamientos, no prestó atención y se internó por un entramado de callejuelas inhóspitas en el corazón de la ciudad que en un pasado no demasiado lejano rebosaban alegría de vivir.

Cuando se dio cuenta del error garrafal que había cometido ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

Comprendió que había penetrado en la dirección equivocada y en un territorio del que él no formaba parte.

Porque, contrariamente a lo que se supone que tendría que ocurrir en un entorno perfecto, en la mayoría de las ciudades civilizadas del primer mundo existen fronteras para nada borrosas en las que el sentido de supervivencia aconseja no internarse a los nativos.

Sin embargo, nadie había tenido la delicadeza de instalar carteles preventivos o más bien disuasorios advirtiendo de los riesgos.

«Prohibido el paso».

«Área restringida».

«Campos de minas».

«Peligro permanente».

De modo que, contra toda lógica, incluso en la información ofrecida en Internet en la página oficial del Ayuntamiento, el lugar estaba descrito como «típico a la vez que pintoresco».

Bueno, por la misma regla de tres, también lo es Chernóbil en los folletos publicitarios del Ministerio de Turismo ucraniano.

Observó cómo una anciana de cara demacrada a la que le costaba caminar arrastraba a duras penas un carrito de la compra sobre la desigual acera plagada de baches.

El hecho de que la calle estuviera cuesta arriba y bastante empinada, por cierto, tampoco es que facilitara las cosas a la pobre mujer.

La señora se detuvo delante de la puerta mugrienta y a mitad carcomida de un edificio casi en ruinas.

Por la fachada del mismo discurría un anárquico cableado externo prueba irrefutable de conexiones fraudulentas a la red eléctrica.

Mientras rebuscaba en el interior de un bolso de tela, mantuvo en todo momento el carrito a sus pies, al tiempo que lanzaba miradas desconfiadas a su alrededor.

El cabello canoso aún llevaba restos de la última vez que se había teñido el pelo, de eso hacía mucho tiempo, y el blanco de las canas había degenerado en un tono amarillento enfermizo.

Despeinada y sin maquillar, un abrigo raído y unos zapatos deformados por el paso del tiempo y el uso diario, eran signos evidentes que dejaban bien a las claras que atravesaba por un periodo de escasez y que su economía no era precisamente boyante.

De improviso, el genuino instinto de ayuda de Rodrigo hizo acto de presencia.

Y sus problemas personales pasaron a un segundo plano.

«A estas edades nadie tendría que malvivir en estas condiciones. Condenados a habitar en un lugar en el que reinan las insatisfacciones» pensó, apiadándose de ella «y además, teniendo que compartir vecindario con lo peor de cada raza».

Aceleró la marcha para dar alcance a la desconocida.

—Permítame que le eche una mano —ofreció solícito.

La señora dio un respingo sobresaltada al tiempo que enarbolaba un bastón en actitud amenazadora.

—Lo siento, no pretendía asustarla —dijo él, con voz pausada mientras sonreía afablemente.

—No pasa nada, pensé que era uno de esos ladrones drogadictos —exclamó la anciana, tratando de adivinar las intenciones del intruso.

Así que interpuso en todo momento su cuerpo entre el carrito y Rodrigo por si este pretendiera arrebatárselo.

—¿Qué hace por estos andurriales, se ha perdido? —inquirió ella, preguntándose a qué venía ese súbito arrebato de generosidad.

—Me he equivocado de calle —respondió él.

—Pues debería prestar más atención por dónde camina, este no es un buen lugar para pasear —advirtió ella.

Escrutando la cara de Rodrigo con atención, al cabo de un momento llegó a la conclusión de que este último no representaba un peligro inminente, incluso parecía una buena persona.

Por desgracia, hacía mucho tiempo que ella no se había cruzado con ninguna buena persona.

Estaba rodeada de maleantes y de gente dañina para sus semejantes.

La gran mayoría sádicos de manual, el tipo de persona que siendo testigo de un accidente de tráfico opta por disfrutar del dolor ajeno y robar las pertenencias del accidentado en lugar de llamar a una ambulancia.

Cosas del barrio.

—Ya he notado que no hay demasiados blancos por la zona —comentó él.

—Solo quedo yo —informó ella—, y eso es porque no puedo marcharme —añadió.

—¿Marcharse adónde? —se interesó Rodrigo.

—A mi pueblo, de donde nunca tendría que haber salido —declaró la anciana, resignada, al tiempo que se enderezaba para recomponer su postura.

—¿Y por qué no lo hace?

—Porque con la miseria de pensión de viudedad que cobro no me daría para poder vivir y además sentiría mucha vergüenza de que me vieran llegar allí en estas condiciones .

—¿Y no recibe algún tipo de ayuda?

—Los servicios sociales me visitan a menudo —comentó ella antes de añadir —aunque estoy convencida de que vienen con tanta asiduidad con la esperanza de encontrar mi cadáver y así quitarse el problema de encima.

—Aparte de la vergüenza, ¿qué le impide irse a su pueblo?

—Ya se lo he dicho, la falta de dinero.

—¿De cuánto dinero estaríamos hablando?

—Pues ahora que me lo pregunta, no sabría contestarle. Nunca se me ha ocurrido hacer cálculos.

—¿Treinta mil serían suficientes? —ofreció él.

—¿Pesetas? —inquirió ella.

—No, señora, las pesetas ya no existen desde hace mucho tiempo, le estoy hablando de euros —puntualizó él.

—¿Treinta mil dice usted? ¿Me toma el pelo? Me conformaría con la mitad o incluso con menos —manifestó ella estupefacta, poniendo los ojos como platos.

Saltaba a la vista que no alcanzaba a comprender.

—Pues en ese caso prepare las maletas —dijo él—, mañana por la mañana pasaré a buscarla con un taxi para llevarla a la estación y le entregaré el dinero —añadió.

—No tiene gracia —le recriminó ella—, no está nada bien reírse de una pobre vieja como yo —gimoteó, pensando hasta dónde podía dar crédito a la inesperada oferta.

La expresión de su cara venía a decir: ¿dónde está la trampa?

—Le aseguro que no es ninguna broma —la tranquilizó él, antes de confesar cuando comprobó que había captado su atención—, mi médico me ha confirmado que estoy muy enfermo y que me queda muy poco tiempo de vida, por otra parte, me sobra dinero para lo que me queda de vida. Eso es todo —declaró, preguntando a continuación—: ¿Quedamos mañana a las diez?

—¿Lo dice en serio? —exclamó ella, poniendo cara de circunstancias.

La extrañeza reflejada en su rostro era algo digno de verse.

—Por supuesto —contestó él.

Tuvo que emplearse a fondo para lograr convencer a la señora de que sus intenciones eran amistosas.

—Rodrigo —informó él, cuando la anciana le preguntó por su nombre.

—Lo siento mucho, aquí le estaré esperando. Que Dios le bendiga —musitó ella, tratando de contener los sollozos.

—Bueno, dejemos a Dios tranquilo, supongo que tendrá mejores cosas de las que ocuparse, porque visto lo visto, en este barrio no es que se note mucho su presencia —soltó Rodrigo en tono sarcástico.

Una simple ojeada dejaba bien claro que los seguidores de Alá no es que fuesen mayoría, es que eran los únicos moradores en muchos metros a la redonda.

—Le aseguro que no echaré de menos este lugar —dijo ella tras un fugaz parpadeo—, no entiendo ni una palabra de lo que dice toda esta gente que nos ha invadido. —Se pasó una mano temblorosa por el cabello antes de continuar—. En mi propio país, resulta que nadie habla mi idioma —suspiró decepcionada—, de modo que, para comprar en una tienda que no sea de los chinos, de los moros o de los negros tengo que caminar varias calles y por si fuera poco las cajeras de la tienda suelen ser ecuatorianas —informó antes de exclamar—: Con ellas al menos puedo conversar sin que me miren con odio.

Y ya que tenía a mano a alguien que parecía comprenderla y a quien no molestaban sus opiniones, aprovechó para explayarse a fondo.

—Mire, yo vengo de un pueblecito de La Mancha, mi abuelo era campesino y mi padre también —soltó de buenas a primeras—. Primero creo que fueron las hormigas argentinas, después las avispas asiáticas, los mosquitos africanos y los cangrejos azules o rojos salidos de no se sabe dónde, vaya usted a saber —enumeró sin tomar aliento—. Todas son especies depredadoras —afirmó de manera contundente, su nerviosismo iba en aumento y ya puestos, continuó su discurso—. También tengo un sobrino que es pescador y me cuenta que a través del canal de Suez están entrando peces asesinos que acaban con toda la pesca. —Rodrigo hizo ademán de estar de acuerdo—. Eso sin hablar de las plantas —prosiguió ella—. Y, para colmo, como no escuchamos a la naturaleza así nos va. O sea, las plantas, los bichos y ahora una invasión de humanos llegados en pateras. —No se molestaba en ocultar la antipatía que le generaban los inmigrantes—. Lo que quiero decir es que toda esta chusma que se ha instalado sin pedir permiso son aún mucho más dañinos que las plantas y las especies invasoras y como nadie pone el grito en el cielo, acabarán con nosotros más pronto que tarde.

El resentimiento que reflejaba su rostro dejaba bien a las claras que estaba harta de toda esa gente venida de otros continentes y que despreciaba todo lo relacionado con el país de acogida.

—Bueno, pues hasta mañana —dijo Rodrigo, aprovechando que ella había detenido su diatriba para tomar aire, al tiempo que depositaba unos billetes en la mano temblorosa de la señora—, póngase guapa, compre ropa nueva y vaya a la peluquería y así podrá hacer una entrada triunfal en su pueblo —añadió guiñando un ojo.

Y de repente, una fugaz sonrisa iluminó el semblante de la anciana.

Sin duda la primera en años.

Esperó a que la señora entrara en su casa y cerrara la puerta antes de reiniciar la marcha.


.

Apenas había caminado unos pasos, cuando notó alarmado cómo el contorno iba perdiendo nitidez.

Angustiosamente borroso.

A pesar de agudizar la vista todo lo posible, no fue capaz de distinguir lo que le rodeaba.

Confuso, sintió cómo un escalofrío le recorría la columna vertebral.

Su corazón bombeaba a mil latidos por minuto y un nudo en la garganta le impedía respirar con normalidad.

La piel de gallina, el vello de punta y los huevos de corbata.

Síntomas de cansancio.

«Vaya, el primer ataque en serio» se dijo para sí. «Espero que esto no empeore con demasiada rapidez, necesito algo más de tiempo para acabar lo que he empezado» pensó intentando poner orden en sus ideas.

Por suerte para él, consiguió dejarse caer en el único banco operacional de una plazoleta con el mobiliario urbano deteriorado hasta límites inimaginables.

Cuando por fin logró recuperar la vista, se preguntó intrigado si las manchas que adornaban el banco no serían salpicaduras de sangre.

Lanzó una ojeada precavida a su alrededor.

Y lo que vio no logró tranquilizarle.

Lo primero que percibió al levantar la cabeza fueron las malas vibraciones que sobrevolaban el lugar.

Las muestras de vandalismo saltaban a la vista y las persianas metálicas embadurnadas de todos los establecimientos de la plazoleta que permanecían bajadas despejaban cualquier duda acerca de dónde había ido a aterrizar.

En un planeta desconocido.

Zona catastrófica.

Revoloteando a merced de las ráfagas de viento, numerosos papeles, cartones, plásticos y hojarasca de los pocos y esmirriados árboles que sobrevivían no se sabe cómo, alfombraban el entorno.

La suciedad omnipresente, acumulada por doquier, era de tal magnitud que podría divisarse sin demasiados esfuerzos desde cualquiera de los satélites que pululaban alrededor de la Tierra.

En nuestro planeta existen lugares paradisíacos, coloridos, luminosos e impregnados de felicidad.

Este no formaba parte de esos idílicos enclaves.

Era un sitio dejado de la mano de Dios.

El sol marchito no parecía interesado en iluminar la plazoleta.

Ni flores, ni plantas, ni pájaros piando.

En lugar de aquellos aromas familiares del pasado, el aire estaba emponzoñado con hedores del presente.

Y después estaban ellos.

Humanos que actuaban como zombis.

O zombis con apariencia humana.

No tardó en descubrir que él era el único que desentonaba en el ambiente.

Como la anciana le había confesado y cada vez más autóctonos experimentaban en sus propias carnes, él también se sintió fuera de lugar en su propio país.

Una impresión agudizada por las miradas amenazadoras del resto de los allí reunidos.

Saltaba a la vista que su presencia no despertaba demasiadas simpatías.

Disimuló como mejor supo y se puso a la defensiva.

Se mantuvo erguido apoyando la espalda en el respaldo del banco por si tenía que tomar impulso.

Introdujo ostensiblemente las manos en los bolsillos de la chaqueta para despejar cualquier duda al tiempo que ponía cara de póquer.

Eso hizo que el grupo de alimañas se lo pensara dos veces.

Mal cliente.

No obstante la alegría duró poco.

El más joven de los presentes le dedicó un vistazo amenazador.

El resto de la banda avanzó con él haciendo piña.

Todos y cada uno eran supervivientes de desiertas travesías dunares y mares embravecidos.

No siempre podemos elegir los mejores campos de batalla.

Rodrigo con resignada lucidez dejó vagar la mirada.

Por su expresión impasible no dejaba vislumbrar sus intenciones.

«Bueno, parece que voy a tener que defenderme» pensó mientras cambiaba de postura en el incómodo banco en el que había tomado asiento.

Cuando tienes un conflicto con un tipo que viene a por ti, lo mejor es olvidarte de los preliminares y atizarle con todas tus fuerzas antes de que lo haga él.

Rodrigo Díaz de Vivar fiaba sus actuaciones a la facilidad natural para adaptarse a las circunstancias.

Esta vez, sin embargo, tuvo que admitir que tenía escasas posibilidades de salir victorioso de la contienda y por otra parte existían enormes probabilidades de que acabara con algún que otro hueso roto más pronto que tarde.

Y cuando la situación amenazaba con complicarse más de la cuenta, la casualidad quiso que el coche patrulla con las luces encendidas se detuviera frente a él.

Colgando del retrovisor, el toro de Osborne y una bandera española.

—Señor, este no es un sitio apropiado para descansar —aconsejó uno de los agentes a través de la ventanilla bajada sin hacer amago de apearse del vehículo policial—. Este lugar es igual de peligroso a cualquier hora del día que de la noche —previno cortésmente.

—He tenido un desmayo, estaba recuperándome —informó Rodrigo con el mayor desenfado del que era capaz teniendo en cuenta las circunstancias.

Con las mejillas hundidas y la respiración entrecortada, parecía exhausto.

—¿Quiere que le acompañemos al hospital? —ofreció uno de los dos policías, lanzando una mirada inquisitiva.

—No, gracias, parece que ya me encuentro mejor —agradeció Rodrigo, declinando la generosa oferta.

Aunque saltaba a la vista que ofrecía un aspecto cuanto menos lastimoso, por lo que sus palabras no sonaron muy convincentes.

—Podemos acompañarle hasta su domicilio si lo prefiere —insistió el agente—. Para eso estamos aquí —añadió solícito.

—Gracias de nuevo, no será necesario. —Negando con la cabeza, Rodrigo volvió a rechazar la invitación.

Al policía no le pareció una buena idea y así se lo hizo saber.

Mientras tanto, como quien no quiere la cosa, el grupo de africanos iba avanzando poco a poco en actitud chulesca.

—Ni un paso más —amenazó el agente, indicándoles con un gesto de la mano que detuvieran su avance.

Obviamente ninguno se arredró.

Se sentían en territorio conquistado.

—¿Por qué se comportan como gilipollas? —preguntó el conductor.

—Porque quieren y porque pueden —respondió el copiloto.

—No, lo hacen simplemente porque se lo permiten —terció Rodrigo con escepticismo.

—Dígame algo que yo no sepa —musitó uno de los uniformados.

En ese momento uno de los provocadores, alto, flaco y con dientes de conejo, lanzó un improperio en tono despectivo, arrogante y bravucón.

—¿Y ese qué ha dicho, un insulto en moro? —preguntó uno de los uniformados a su compañero.

—Supongo que sí —respondió el interrogado—, es un puto descarado, déjamelo a mí, voy a romperle la cara —añadió enfurecido.

Reaccionó como si hubiera recibido una bofetada.

Ante la clara falta de respeto, el copiloto salió del coche, desenfundó la porra y se dirigió decidido hacia el grupo que continuaba provocándole.

Hizo un último intento por tranquilizarles.

Ninguno parecía decidido a dar su brazo a torcer.

La confrontación estaba servida.

El agente de policía siguió avanzando.

La expresión hostil en su mirada no dejaba lugar a malentendidos.

Y entonces, al comprobar que el segundo agente les apuntaba con la pistola de reglamento sin que le temblara la mano, el ademán desafiante de los componentes de la cuadrilla se desvaneció tan rápido como había aparecido.

En el último instante, viendo que la cosa iba en serio y presintiendo el peligro inminente, el grupo se echó para atrás, dio media vuelta y huyó a la carrera.

—Esto acabará mal —refunfuñó uno de los agentes.

Lo que había comenzado años atrás como un problema local, con el transcurrir del tiempo se había convertido en una emergencia nacional y a menos de poner remedio urgentemente estaba a punto de degenerar en epidemia continental.

Cuando en una fosa séptica calculada para veinte personas resulta que se ponen a cagar veinte mil, la instalación no suele tardar mucho en reventar.

Habrá mierda por todas partes.

No hay que ser físico o matemático para llegar a esa conclusión.

Simplemente se trata de hacer uso del sentido común.

—No te preocupes, ya falta menos —comentó su colega.

Esperaba pacientemente el día, por cierto que no tardaría mucho en llegar, en el que el gobierno de turno levantara la veda y permitiera a las fuerzas del orden, obviando sutilezas, disparar con fuego real.

Por supuesto él ya tenía decidido que apuntaría directamente a la cabeza.

Rodrigo se puso en pie, dio las gracias a los policías y se dirigió caminando lentamente hacia territorios más acogedores.

A medida que se alejaba, notó en la nuca la mirada de rechazo de la pandilla de maleantes que permanecían parapetados detrás de uno de los chaflanes de la plaza.

Tendría que volver uno de estos días para darles una lección que nunca olvidarían.

El ataque de tos le pilló por sorpresa.

Tuvo que apoyar la mano en uno de los decrépitos muros de la callejuela por la que se había internado para evitar dar con su cuerpo en tierra.

A continuación, a fuerza de voluntad siguió avanzando con pasos inseguros, mientras notaba un dolor desconocido.

No afectaba a una parte de su cuerpo en concreto, era algo más general, permanente, un tormento sordo difícil de describir e imposible de comprender para alguien que no lo haya experimentado nunca.

—Estoy jodido —pensó para sus adentros.

Asustado, muy asustado.

Y muy jodido.

Sabía que no podía rendirse a estas alturas, aún no estaba preparado para abandonar su cruzada.

Sacó fuerzas de flaqueza centrando sus pensamientos en sus ansias de venganza.

—Cáncer terminal —musitó uno de los policías señalando con la barbilla, mientras observaba de lejos cómo Rodrigo trataba de recuperar la compostura.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió su compañero, poniendo cara de pasmo.

—Los mismos síntomas que mi padre antes de fallecer hace tres años —aclaró el interrogado mirando con cara de lástima a la figura que se alejaba.

Parecía desolado.

—Lo siento —murmuró su colega.

—No te preocupes, ya lo he superado —dijo el agente haciendo un gesto de la mano para quitarle importancia—, espero que no tenga que pasar por lo que pasó mi viejo —añadió.

—¿Por qué lo dices?

—Pues porque los médicos mienten más que los abogados, que ya es decir —aseveró el agente, añadiendo a continuación—: Por ejemplo, una colonoscopia, «no se preocupe, es indoloro» te dicen con la mejor de sus sonrisas. Puede que a ti no te duela, capullo, pero a mí que me metan por el culo cualquier cosa por pequeña que sea, es algo que me va a traumatizar para el resto de mi vida.

—¿A qué viene eso?

—Tengo cita la semana que viene para hacerme una.

—Ahora comprendo tu enfado.

—Bueno, vamos a cambiar de tema —dijo el futuro conejillo de indias.

Pisó el embrague, puso la primera, pisó el acelerador y el vehículo policial abandonó la plazoleta.

A Rodrigo le costó llegar a su hogar algo más de lo habitual.

Notó que le temblaban las manos, las piernas y otras partes del resto del cuerpo que no supo identificar a primera vista.

Mal asunto para trastear con artefactos explosivos.

Tan peligroso o incluso más que dejar que te opere de fimosis un cirujano miope y con Parkinson.

Logró montar la cama y se acostó completamente desnudo.

Los cojines que hacían las veces de colchón no eran precisamente los más cómodos del mundo, sin embargo y pese a ello logró conciliar el sueño en apenas unos segundos.

.

Eran las diez y media de la mañana cuando Rodrigo Díaz de Vivar se colocó la peluca al tiempo que se caracterizaba para la ocasión.

Presentaba un aspecto descuidado aunque no desaliñado.

Cerró la puerta tras de sí y partió en pos de su nuevo objetivo.

El anciano apareció de improviso como surgido de la nada.

Tomó asiento en uno de los bancos oxidados por falta de mantenimiento de la plazoleta y depositó a sus pies un maletín de colores llamativos.

Con los nervios a flor de piel bajo una fachada de aparente tranquilidad, paseó una mirada con ojos inexpresivos por el entorno.

Deslumbrado por el sol, utilizó la mano como visera sobre los ojos.

Contó hasta una decena de tipos con mala pinta.

Un mosaico colorista.

Ciudadanos del norte del continente africano, algunos más claros que otros y otros bastante más oscuros que los primeros.

Todos malvados.

El que más y el que menos carne de presidio, delincuentes habituales, reincidentes, convictos y confesos que deberían estar entre rejas si los jueces no fuesen tan condescendientes.

Sin embargo, para él, carecían de cualquier tipo de inmunidad y la perversidad de sus continuos actos delictivos no era precisamente un atenuante.

En otras palabras, eran material desechable y perecedero.

A punto estuvo de darles el pésame por adelantado.

Porque puede que al anciano le asaltaran algunos sentimientos, pero quedaba meridianamente claro que el de compasión no se encontraba entre ellos.

Encontrar un ápice de empatía hacia el resto de la humanidad por parte de este amasijo de desechos humanos sería más difícil que localizar a algún vecino de Sodoma que conservara la virginidad anal.

Esta vez no le cogerían desprevenido, estaba convencido de que todo saldría bien y según lo previsto, pero por si acaso, se había preparado a conciencia para reaccionar como es debido en el caso improbable de que algo fallara.

Lanzarse al vacío sin red acarrea riesgos innecesarios, como por ejemplo romperte los huevos contra el suelo al caer.

Acarició la pistola que llevaba en el bolsillo.

No dudaría en utilizarla si la situación lo requiriera.

En el cargador de la misma había balas suficientes para acabar con todos ellos.

El abuelo constató eufórico cómo todos y cada uno de los allí presentes fijaban una mirada codiciosa en la valija.

Auténticas alimañas depredadoras, se preguntaban sin duda qué se traía entre manos el carcamal recién llegado.

Este último consultó ostensiblemente su reloj de muñeca y, visiblemente alarmado, se levantó con no poco esfuerzo y abandonó el lugar con andares presurosos.

En ningún momento hizo ademán de recoger el maletín del suelo.

Para los allí reunidos, un regalo caído del cielo.

Se apretujaron frenéticamente unos contra otros mientras se empujaban entre insultos en un intento desesperado por ocupar la pole position.

Apenas el anciano dobló la esquina, los diez como un solo hombre, se abalanzaron al unísono sobre el objeto de sus anhelos.

El abuelo fue contando lentamente a medida que aceleraba el ritmo de sus pasos.

Y entonces, al llegar a veintitrés, escuchó la explosión a sus espaldas, algo que para ser sinceros no le cogió por sorpresa.

Estaba claro que más pronto que tarde eso tendría que ocurrir.

«La curiosidad tiene un precio, en este caso la muerte» pensó, parapetándose tras un humor ácido mientras dejaba aflorar una sonrisa al tiempo que levantaba el puño en un gesto triunfal dedicado a Mr. Miau.

Se escabulló discretamente antes de que alguien pudiera reparar en su presencia.

En ningún momento dio señales de arrepentimiento por lo que acababa de hacer.

El sentido de culpabilidad era para él una losa pesada que hay que ignorar cuando el tiempo que te queda de vida es limitado.

En el preciso instante en el que emergió del callejón para incorporarse al concurrido bulevar, se cruzó con un coche patrulla de la policía nacional que se dirigía velozmente haciendo sonar la sirena hacia el lugar del suceso.

El telediario informó de que los restos humanos, brazos y piernas cercenadas, cabezas decapitadas y cuerpos desmembrados irreconocibles que se habían recuperado en el lugar del atentado correspondían a nueve jóvenes varones originarios del Magreb.

¿Un ajuste de cuentas entre bandas rivales?

Para los investigadores, la conexión entre narcotráfico y el fanatismo terrorista había quedado probada en innumerables ocasiones.

El anciano, por su parte, se preguntó cuál de los diez era el que se había salvado.

Aunque, con un poco de suerte, puede que el décimo estuviera ingresado en la UVI del hospital más cercano a la espera de reunirse con sus compinches a la mayor brevedad posible.

Por supuesto, los medios de comunicación especularon con todo tipo de teorías a cual más inverosímil.

Y Rodrigo Díaz ni lo confirmó ni lo desmintió.

Simplemente permaneció en la sombra, ignoró las especulaciones y guardó silencio.

En cuanto a la opinión pública, la verdad es que había opiniones para todos los gustos, aunque la balanza se decantaba claramente por los que estaban a favor de devolver los golpes.

Y eso a pesar de que la crudeza de las imágenes mostradas no era apta para todos los públicos.

.

Ahmed Cheurfi continuaba con su vida, compartiendo las horas del día entre su trabajo en la carnicería y las visitas diarias para ver los avances logrados por su hijo en la clínica privada especializada en traumatologías, en la que permanecía ingresado.

Todo ello pagado con el dinero de la valija sustraída en la mezquita.

Las continuas sesiones de rehabilitación que soportaba el adolescente lisiado, con entereza digna de elogio, tardarían meses, si no años, en conseguir que lograra caminar de nuevo sin la ayuda de muletas.

Para el carnicero halal, esa situación avivaba el odio visceral que le impedía dormir más de dos horas seguidas y, además, empezaba a ocasionarle serios estragos en su equilibrio mental.

No pasaba ni una sola noche en la que no soñara con llevar a cabo su venganza.

Necesitaba urgentemente encontrar un enemigo al que enfrentarse para no volverse loco.

Una conversación entre clientes de la carnicería, mientras esperaban ser atendidos, aportó la solución a sus deseos.

—Te digo que esos jóvenes barbudos están radicalizados —comentó uno de ellos.

—A saber qué estarán planeando. No paran de traer botellas de butano —añadió su acompañante.

—Algunas incluso son botellas de las grandes, de esas que se usan en las cocinas de los restaurantes —insistió el primero.

—Un continuo trasiego de gente desconocida. Dicen que varios de ellos han estado combatiendo en Siria e Irak —ilustró el segundo.

—Tan solo espero que no nos hagan saltar por los aires —concluyó el más rechoncho de los dos.

Parecían realmente preocupados.

Ahmed decidió tomar cartas en el asunto.

Aunque todavía no sabía cómo.

Y entonces, por una de esas casualidades que suelen darse en contadas ocasiones en la vida de una persona, tuvo un golpe de suerte.

Una mañana anormalmente tranquila en la que los clientes brillaban por su ausencia, apareció por la puerta del establecimiento un individuo con pinta de pertenecer al grupo que tenía atemorizados a los clientes que días atrás habían intercambiado comentarios en la carnicería.

Se trataba de un sujeto de lo más desagradable, alto, extremadamente delgado, barbudo, de mirada desafiante y alguien para quien cuidar de su higiene personal no parecía formar parte de sus prioridades.

En un instante la carnicería apestaba a una mezcla nauseabunda, compuesta a partes desiguales de humo de hachís, sobaco rancio y del peculiar hedor de pies desatendidos.

Ahmed tuvo que esforzarse para controlar las náuseas y no vomitar allí mismo.

Al asqueroso personaje, sin embargo, la peste que emanaba de su persona no parecía molestarle y quedaba claro, vista su actitud despreciativa, que la opinión del resto los mortales le traía sin cuidado.

Entonces Ahmed Cheurfi decidió actuar.

Fue un impulso repentino, nada premeditado.

Con un ardid improvisado logró atraer a la trastienda al recién llegado.

Apenas estuvieron fuera del alcance de las miradas de los escasos peatones que deambulaban por la calle en esos momentos, sin perder ni un segundo, asestó un fuerte golpe en la cabeza al desprevenido aprendiz de talibán.

Este ni siquiera intuyó el repentino ataque y en consecuencia no pudo hacer nada para evitarlo.

Cuando despertó minutos más tarde comprobó que estaba completamente desnudo y fuertemente sujeto con cuerdas a una silla metálica.

A pesar de todos sus esfuerzos, comprobó angustiado que le resultaba imposible zafarse de las ataduras.

La angustia dio paso al pánico al observar cómo el carnicero afilaba con gesto lento un hacha de considerables dimensiones.

—Tú y yo tenemos que hablar —dijo Ahmed mirándole directamente a los ojos—, vas a decirme todo lo que sabes —concluyó al tiempo que se desvestía de cintura para arriba.

—Estás muerto —amenazó el terrorista—. Tú y toda tu familia —puntualizó—, violaremos a tu madre, a tu mujer y a todos tus hijos —enumeró con una mueca desencajada.

Su mirada de reptil destilaba veneno.

Contrariamente a sus esperanzas, las amenazas no surtieron efecto.

Más bien todo lo contrario.

Nombrar a la esposa y a los hijos resultó ser un tremendo error.

De esos que suelen acarrear una muerte dolorosa.

Primero fue la oreja izquierda.

Un corte limpio.

Por un instante no sintió nada.

Después el dolor se hizo insoportable y comenzó a chillar como una rata.

No obstante, se negó a contestar a las preguntas.

En vista de su negativa, Ahmed decidió aumentar la apuesta.

A continuación, tras colocarle un rudimentario torniquete por encima del codo del brazo derecho, una amputación quirúrgica a la altura de la muñeca separó la mano de su cuerpo.

Se trataba de ese tipo de herida que ningún cirujano, por bueno que fuese, podría suturar.

Al joven barbudo los ojos se le salían de las órbitas, la baba le chorreaba por la barbilla y se le aflojaron los esfínteres.

Pese a todo, persistió en su actitud, negándose a responder al insistente interrogatorio de su torturador.

Pero cuando vio cómo el matarife dirigía la mirada hacia su entrepierna, supo que había llegado el momento de contar todo lo que sabía con pelos y señales.

No estaba lo suficientemente preparado para sufrir una castración traumática en directo y sin anestesia.

Adoctrinado desde niño en la Madrasa para ser un mártir de la fe, dispuesto a entregar su vida por Al Qaeda, sabía que no llegaría a viejo.

Aunque jamás se le pasó por la mente que acabaría su paso por este mundo en el congelador de una carnicería halal.

Confesó entre dolorosos jadeos que el comando estaba compuesto por seis combatientes entrenados para morir matando.

Tenían previsto atentar desde varios frentes a la vez y en diferentes lugares contra la multitud que acudiría en masa a las fiestas patronales de la ciudad.

Dos de los componentes de la célula yihadista portarían chalecos bomba adosados al cuerpo que pensaban detonar al paso de las autoridades, mientras otros dos acribillarían a la multitud y cuando se les acabaran las balas apuñalarían al mayor número de infieles posible al grito de «Al-lahu-akbar».

Los dos restantes a bordo de sendas camionetas rebosantes de bombonas de butano se lanzarían contra la multitud antes de saltar por los aires.

Muestras inequívocas de una interpretación sui generis de los preceptos del islam, una religión de lo más pacifista según algunos se empeñan en hacernos creer.

Pero que los hechos, tozudos ellos, se encargan de contradecir a diario.

Para él, ahí acabó todo.

Ahmed necesitó unas cuantas horas para desmembrar el cuerpo y pasarlo varias veces por la trituradora industrial.

Fue depositando la pasta resultante en un cajón de plástico que apartó en una de las esquinas de la sala de congelación.

Tuvo que efectuar varios viajes para desembarazarse de los restos.

Optó por llevarlos a la escollera que servía de rompeolas situada al final del puerto comercial.

Allí donde los pescadores aficionados acudían a matar el tiempo con la esperanza de cobrarse algún pescado con el que pavonearse ante la familia y los colegas.

Por increíble que parezca, hubo peces, con una evidente pérdida del sentido del olfato, que no dudaron en darse un auténtico festín con los despojos del cadáver.

Por otra parte, algunos paseantes confesaron haber visto a un par de tiburones acercarse peligrosamente a la orilla.

Este detalle a Ahmed no le sorprendió demasiado, había leído en alguna parte que los escualos pueden oler la sangre a varios kilómetros de distancia.


Le quedaban apenas diez días para evitar una nueva matanza.

Horas más tarde se presentaron en la carnicería dos de los yihadistas radicales preguntando por el desaparecido.

—Estuvo aquí. Compró y se marchó —informó el carnicero sin pestañear.

Los barbudos con turbante no mostraron el menor asomo de sospecha, partieron sin despedirse en busca de su camarada.

El aspecto bonachón de Ahmed jugaba a su favor.

No obstante, este último memorizó sus rostros, grabándolos en su retina.

No tardarían en reencontrarse.

.

La antigua taberna, con solera para unos, mesón castizo para otros, había sido rebautizada como cafetería, con nuevo logotipo incluido.

«Cafetería CHIC» rezaba el cartel, para ser del todo exactos.

Una auténtica insensatez.

Otra más de las perpetradas en las grandes urbes diariamente con la excusa de tener que adaptarse a la globalización así como a los gustos de las nuevas generaciones.

Atónito, Rodrigo permaneció unos segundos inmóvil, sopesando la posibilidad de haberse equivocado de lugar.

En ese preciso instante se abrió la puerta y unos parroquianos uniformados abandonaron el establecimiento.

Aprovechó para colarse.

Automáticamente, casi todas las cabezas de los presentes se giraron al unísono para comprobar quién era el recién llegado.

—Uno de los nuestros —pensaron.

Acto seguido retomaron sus conversaciones.

A Rodrigo no dejaba de sorprenderle que a pesar de haber abandonado el cuerpo hacía ya bastantes años, aún adivinaran de un simple vistazo su condición de polizonte.

Paseó la mirada por el interior del bar hasta dar con la persona que estaba buscando.

Tomó asiento en el taburete contiguo al que estaba sentado su antiguo camarada.

—Un té verde —pidió cuando se le acercó el camarero—, con leche de soja —especificó antes de añadir señalando la copa vacía—, y también otro brandy para mi socio.

Una mueca de estupefacción se dibujó en el semblante de su vecino de barra.

—¿Té verde con zumo de judías? —atinó a murmurar, al tiempo que alargaba la mano para atrapar un puñado de cacahuetes de un cuenco de barro cocido situado sobre el mostrador—. ¿Tan mala está la cosa?

—Nada grave, consejo del médico —aclaró el recién llegado.

—¿Desde cuándo sigues los consejos de los matasanos? —insistió Pelayo Guerrero.

El exinspector de la brigada criminal podría haber sido Pelayo para los amigos, pero como hacía mucho tiempo que carecía de ellos, todos le llamaban don Pelayo o incluso alguno, inspector Pelayo.

La expresión lúgubre que a menudo reflejaba su semblante no ayudaba precisamente a considerarle el mejor compañero de juerga.

Desde siempre vestía un traje oscuro, a menudo arrugado, camisa negra con el botón cercano al cuello desabrochado y corbata a juego.

O sea, el atuendo perfecto para asistir a un funeral.

Para los cánones actuales, no era ni alto ni bajo, posiblemente rondara el metro setenta y cinco de estatura, aunque el cuerpo fibroso de su época juvenil se había convertido poco a poco en la bola de sebo que, en la actualidad, él paseaba por el mundo sin ningún tipo de complejo.

También el negro azabachado de la abundante cabellera de sus años mozos había degenerado como por arte de magia en una incipiente a la vez que imparable calvicie en la que destacaba por méritos propios la despoblada coronilla.

La visión de esta última dejó a Rodrigo descolocado.

Ya se sabe que las comparaciones suelen ser odiosas, pero la primera imagen que le vino a la mente fue la del culo pelado de un chimpancé de Borneo.

Tras jubilarse sin demasiados honores, Pelayo pasaba casi todas las tardes atornillado a su asiento en la taberna ubicada enfrente de la comisaría en la que había prestado sus servicios durante los últimos quince años.

Acodado en un emplazamiento estratégico de la barra del bar, estaba al tanto de todos los rumores y comentarios que los jóvenes policías intercambiaban entre ellos cuando acudían para compartir pinchos y cervezas.

Prescindiendo de vasos o jarras, algunos bebían a morro directamente del botellín.

Cosa que a él le resultaba bastante desagradable.

«Se están perdiendo las formas» pensaba a menudo.

El lugar se había convertido en un punto de encuentro entre colegas.

Pelayo Guerrero era una auténtica esponja, se empapaba de cualquier información de manera continua y guardaba cada dato interesante perfectamente compartimentado.

Los nuevos inspectores solían saludarle con cierto respeto dada su reputación, aunque enseguida ignoraban su presencia y sintiéndose en la seguridad de estar entre afines descubrían líneas de investigación de casos pendientes que se supone deberían pertenecer al secreto del sumario.

—Bueno, ¿qué te trae por aquí? —preguntó, quitándose las gafas para limpiar los cristales con el reverso de su corbata.

—Pasaba por el barrio y me apetecía recordar tiempos pasados.

—Ya veo. —Por supuesto, no creía que fuese una casualidad la presencia del artificiero en la taberna.

Se conocieron en la academia y durante algún tiempo compartieron el sueño de llegar a ser los mejores en su especialidad.

Habían creado vínculos afectivos forjados por el contacto cotidiano.

Con el tiempo acabaron convertidos en viejos compadres, de esos que pueden confiar ciegamente el uno en el otro.

Después, cada uno se internó por caminos profesionalmente divergentes.

Se notaba que Pelayo se sentía a gusto instalado en un ambiente conocido y seguro. Sin duda alguna, lo más cercano a su zona de confort.

Sujetaba con mano firme su copa, siempre la misma, no necesitaba cambiarla por una nueva.

Un signo con el pulgar levantado, y el barman vertía otra generosa medida de brandy.

También, siempre de la misma marca.

—No pienso volver a casarme —soltó de improviso y sin venir a cuento Pelayo—, porque no nos engañemos, todos sabemos cómo suelen acabar los divorcios. Económicamente, el marido siempre termina trasquilado, cornudo y apaleado —afirmó categórico.

«A quién coño le puede interesar que te cases o que no te cases» pensó Rodrigo para sí.

Se armó de paciencia.

Pelayo solía rematar sus peroratas con frases lapidarias.

Confesaba sin rubor a quien estuviese dispuesto a escucharle que para él el divorcio, y ya iba por el tercero, era más bien como una liberación en lugar de una pérdida.

—¿Y a ti qué tal te va con tu mujer? —preguntó el exinspector al ver que Rodrigo no se daba por aludido.

—No era mi mujer, solo vivíamos juntos y nos separamos hace ya bastante tiempo —informó Rodrigo—. Ya sabes, diferencias irreconciliables que impedían la convivencia. Su cableado sensorial comenzó a sufrir continuos cortocircuitos.

—En otras palabras, se le fundieron los plomos —tradujo Pelayo a lenguaje coloquial, acompañando sus palabras con una sonora carcajada.

—Sí, algo así —confirmó Rodrigo.

Acostumbrado a las elucubraciones de su colega, quien siempre te sorprendía con salidas de esas que no te esperas, Rodrigo trató de capear el temporal cambiando de tema.

Como de costumbre, no tuvo éxito.

Cuando a Pelayo se le metía algo entre ceja y ceja no paraba y continuaba exprimiendo el tema hasta la última gota.

Reconquista (Legítima defensa)

Подняться наверх