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SEIS VECES CONTRA EL SUELO
ОглавлениеEN JULIO, EN EL SUBÁRTICO, volar de noche no supone ningún problema. Por las noches no oscurece. Hace rato que ha pasado la hora de la cena en Anchorage cuando el prospector Richard Busk atornilla un par de asientos adicionales en su avioneta De Havilland Beaver e introduce el cargamento destinado a su concesión minera de los montes Bonanza, en el centro-sur de Alaska.
Busk se está construyendo una casita, así que lleva madera para los marcos de las ventanas, contrachapado para las paredes y un neumático nuevo para uno de sus vehículos todoterreno; aparte de eso, hoy lleva también a dos absurdos recién casados del norte de Idaho.
No es que sus pasajeros tengan una pinta extraña: lo que los hace absurdos es el hecho de que les parezca buena idea pasar la luna de miel cribando oro en los montes alaskeños. Ambos tienen el pelo castaño y corto, ambos visten vaqueros: Luna Uno y Luna Dos. Llevan algunos instrumentos para cribar —bateas y picos y pinzas— y hasta una draga portátil de gasolina (pesa como cuarenta kilos; pronto verán que no es tan portátil), y, en su delirio, pretenden volver a casa con suficiente oro como para forjarse las alianzas de matrimonio.
Los recién casados han comprobado que Alaska es más dura de lo que creían. Aquí todo parece regirse por la ley de Murphy. En lo que llevan de viaje ya han metido la pata unas cuantas veces. Han tenido que pedir que les remolquen el jeep desde la cima de una montaña al final de Nabesna Road, al este de Anchorage, donde han pasado dos días acampados bajo la lluvia y rezándole a su batería muerta (Luna Uno se había dejado la llave puesta en el contacto) antes de darla por perdida. La reciente esposa ha escrito en su diario:
12 de julio: Llevamos dos noches atrapados en una montaña cerca de una mina abandonada. Estoy asustada, casi lloro del miedo. DJ me ha dejado aquí para ir a buscar ayuda. Ojalá estuviera en casa con mis hijos. Este sitio me pone los pelos de punta. Temo por las avalanchas.
Pero las cosas empiezan a pintar mejor. Han conseguido deshacerse de ese coche traicionero y ahora se encuentran a bordo de esta avioneta con el prospector, volando rumbo norte por la ensenada de Cook y sus verdes riberas pantanosas para virar después hacia el oeste, entre los restos de nubes bajas, y proseguir de frente —aunque al final, felizmente, por encima— hacia los montes Blockade, enharinados de nieve y blanquiazules por efecto de las sombras que proyectan los ventisqueros a las 21.30, tres buenas horas, casi cuatro, antes del ocaso.
Hasta donde alcanza la vista —un centenar y medio de kilómetros a esta altitud—, no se divisa nada salvo los picos que descuellan entre la soledad auténtica y natural del planeta Tierra. Nada ocurre aquí que no venga ocurriendo desde hace eones: las montañas que se alzan y se derrumban, la nieve que cae y se derrite, la interminable migración de los glaciares a través de los arroyos. Nada ocurre salvo el ciclo del viento y las estaciones y las aguas, la vida de los animales y las plantas, el granito y la lava y la arena. Y el oro: los enormes campos de hielo que, con su color azul mugriento y su intrincado relieve, se deslizan valle abajo, desmenuzando el oro de las rocas de cuarzo, llenando el río Tlikahila de agua de escorrentía, de pepitas y polvo y escamas de oro. Y así en la totalidad de los… ¿cuántos kilómetros cuadrados tendrá este páramo? ¿Quinientos mil? ¿Un millón? ¡Más de un millón de kilómetros cuadrados de oro!
Los montes Bonanza deben de estar bien surtidos. Solo es cuestión de seguir volando con esta Beaver monomotor algo anticuada. Ni siquiera Busk sabe qué edad tiene el aparato. Lo compró hace más de cinco años en Ottawa, Canadá. Es una máquina sencilla, de batalla, sin más ornatos que una inscripción de los indios crees garabateada en el costado. Los recién casados no ven más que una cafetera medio escacharrada, pero les han asegurado —Richard Busk, concretamente— que no hay de qué preocuparse. El motor, un Pratt & Whitney radial, fue reconstruido hace menos de un año y no tiene ni cien horas de vuelo desde entonces, 87,6 para ser exactos. Es verdad —aunque nada serio— que una de las juntas pierde aceite sobre la boca del escape derecho, lo cual explica el pequeño chorro de humo negro que despide la cubierta de proa (remendada con parches de aluminio de tres colores: plata, rojo y azul), y Luna Uno se pregunta si no fue algo así —¿algún problema en una junta?— lo que hizo que el transbordador Challenger explotara en pleno vuelo…
Estos dos cheechakos (recién llegados) se han plantado aquí con el mismo sueño que todo el mundo: ser bien acogidos en esta región inhóspita, recibir la bendición de la prosperidad en una tierra que ha maltratado a muchos de sus semejantes, devorándolos o matándolos de hambre, abandonándolos y congelándolos, rompiéndoles los huesos para dejarlos imposibilitados a cientos de kilómetros de quien pudiera socorrerlos, ahogándolos o sepultándolos vivos, atacándolos y desgarrándolos hasta la muerte.
El plan original era reunirse con un amigo prospector de Montana, que sería el encargado de guiarlos hasta el oro. Sin embargo, ha sido imposible dar con él en Anchorage y ya empezaban a sentirse como si la propia Alaska se les hubiera perdido en algún lugar de la principal carretera del estado. Quizá la hubieran extraviado en las proximidades de Tok, ese pueblo donde los camioneros hacen parada y al que llegaron tras cruzar la frontera y recorrer cincuenta kilómetros de carretera vacía. De repente, en todas direcciones, empezaron a ver objetos que aterrizaban y despegaban, que cruzaban el horizonte con suministros para alguna gran empresa. El estado se denomina a sí mismo la «Última Frontera», y ciertamente estaban bien lejos de los centros comerciales y las cadenas de comida rápida, pero aun así no podían evitar la clara sensación de que la Última Frontera estaba siendo devorada a toda prisa por los Últimos Pioneros del país. El rugido de los tráileres, el zumbar de los helicópteros y el constante ir y venir de los aviones de hélice emitían un runrún de comercio a nivel básico: la pareja de cheechakos podía sentir cómo las compañías petroleras saqueaban el suelo bajo sus pies y cómo los empresarios del turismo excursionista aspiraban la soledad de los alrededores y se servían de inventos portentosos, sobre todo del avión, para poner esa tierra salvaje al alcance de cualquiera. Aquel afanarse bajo la perpetua luz del día tenía cierto regusto a Vietnam.
Pero entonces, en Anchorage, donde peinaron los mohosos aeródromos en busca de alguien, quien fuera, que pudiese acompañarlos hasta una veta de oro, toparon con Richard Busk, confiado valedor de la Nueva América, miembro destacado del Partido América Primero, soñador del Gran Sueño, el sueño del oro, la libertad, la autosuficiencia. Fue el empleado de una oficina de flete de avionetas quien les habló de Busk: «Un tipo pintoresco. Es famoso».
Cuando lo vieron, Busk parecía el espectro del primer pionero americano: alto y flaco, mirada límpida, rostro magullado. En el bolsillo llevaba unas fotos de sí mismo junto a una pieza cazada recientemente, de un flechazo, cerca de su cabaña de los montes Bonanza: una criatura grande y muerta similar a un elefante, solo que con pelo.
—Más de quinientos kilos de oso pardo —dijo—. Tres metros de envergadura de pata a pata.
¿Cómo se mata semejante bicho de un flechazo?
—Le di en el pulmón, corrió unos cientos de metros y se desplomó. Se desangran rápido —explicó.
Había instalado temporalmente su negocio en un reservado de un restaurante de Anchorage frecuentado por alaskeños veteranos. El reservado estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de su explotación minera, pero muchos habitantes de las zonas rurales habían bajado a la ciudad ese verano para hacer campaña por el coronel Bo Gritz, candidato presidencial y antiguo héroe de los boinas verdes. Esperaban que los guiase hacia una Nueva América hecha para gente como ellos, esa que vive, según sus propias palabras, «en la vanguardia de la libertad». Estaban dispuestos a hacer lo que fuera por Gritz, si bien es cierto que en términos generales no sienten excesivo aprecio por los políticos ni los burócratas. El propio Busk se niega a pagar impuestos sobre el dinero que gana.
Richard Busk no se parecía a nadie que los recién casados hubieran conocido, pero aun así confiaron en él al instante y saltaron de alegría cuando los invitó a pasar dos o tres días en los montes Bonanza aprendiendo a buscar oro. Aunque algunas de sus ideas sonaban, por así decir, extremas, Busk como persona tendía a granjearse las simpatías de la gente por su carácter abierto y natural, así como por su forma de hablar clara y sin tapujos. Parecía conocer a cada persona con la que se cruzaban. Llevaba ahí desde los años setenta y saltaba a la vista que era uno de los personajes emblemáticos de la región.
El sol estival ha conseguido desnudar los picos, que ahora se alzan grises y negros, tirando a verdes allá donde asoma una escasa sombra de vegetación. La pequeña Beaver pasa con lentitud ilusoria entre un par de cordilleras, conduciendo a Richard Busk y sus dos cheechakos hacia los montes Bonanza.
En un momento dado, el motor, que solo tiene 87,6 horas de vuelo, ronca y borbotea violentamente para luego dar paso a medio segundo de imponente y catedralicio silencio, hasta que Busk se las arregla para devolverlo a la vida. Después de eso el aparato empieza a emitir una amplia variedad de intermitentes y totalmente inidentificables ruidos percutivos que van y vienen por debajo del zumbido general del motor, asomándose y escondiéndose una y otra vez como hacen los fantasmas en el tren de la bruja, aunque esto da mucho, pero que mucho más miedo.
Busk ya tuvo problemas con esta misma avioneta hará unos cuatro años, regresando de la bahía de Bristol por la tundra con un cargamento de salmón. El motor de marras, con solo 170 horas de vuelo tras una reconstrucción, se caló de forma inexplicable y la hélice dejó de girar. Lo que ocurrió entonces fue que el anillo del cigüeñal estaba mal colocado, de modo que al rato, de repente, finalmente —muy finalmente— el ensamblaje acabó fallando. Hacer aterrizar la avioneta en esa región llana y anchurosa no tuvo mayor dificultad, pero Busk tardó dos semanas en conseguir otro motor y volar el aparato hasta su destino. Son cosas que ocurren de vez en cuando.
De hecho, el piloto que esa vez lo sacó de allí también estuvo a punto de estamparse al aterrizar en la pista de Busk: tomó tierra con una deriva de cuarenta y cinco grados e hizo un trompo que lo puso de través. A veces la suerte tiene estas jugadas.
Ahora mismo, por ejemplo. En estos momentos, el famoso Richard Busk intenta mantener estables las revoluciones por minuto del motor con la convicción de que cualquier cambio inesperado podría ahogarlo, al tiempo que no deja de avizorar por la ventanilla derecha en busca de un lugar decente donde aterrizar con el cacharro. Ahí abajo no se ve más que el impetuoso río Tlikahila, glaciares abruptos, marjales de color metálico y cientos de miles de abetos que apuntan hacia arriba como las estacas de una trampa.
Luna Uno tiene su cuaderno en el regazo y, por si alguien lo encuentra algún día entre los cientos de miles de kilómetros cuadrados de superficie vacía que hay en Alaska, acaso en el estómago de un oso grizzly, garabatea: «El aceite forma manchas caleidoscópicas por todo el parabrisas derecho; humo gris que sale del suelo». Luna Dos busca su mirada y Luna Uno le sonríe, le guiña un ojo, se encoge de hombros. Luna Dos parece aliviada. Luna Uno anota: «ruidos metálicos y estampidos aleatorios…», pero no puede seguir escribiendo porque dentro de la avioneta está demasiado oscuro: el aceite que se pierde por la cubierta de proa empaña todo el parabrisas. Detrás de ellos, el humo se esparce por el cielo formando un chorro de medio kilómetro de largo.
A todo esto, Busk se gira sobre su asiento y estira el brazo para agarrar una lata de aceite, mientras con la otra mano sigue sujetando los mandos. Al hacerlo se le cae la pistola sobre el regazo de Luna Dos, que trata de devolvérsela educadamente, pero el hombre está muy ocupado vertiendo el aceite por la boca de un manguito que sobresale del suelo entre los dos asientos delanteros. Su cara adopta un gesto cómico y sus labios se mueven frente al micro de la radio, repitiendo dos sílabas que suenan como «jersey, jersey» pero que probablemente sean «¡Mayday! ¡Mayday! ¡Mayday!».
Está lloviendo cuando efectúan un humeante aterrizaje de emergencia en Port Alsworth, un poblado consistente en un hangar, una pista de aterrizaje y unos cuantos edificios a orillas del lago Clark, a algo más de cien kilómetros de su destino en los montes Bonanza.
La parejita empieza a dudar de que vayan a llegar ahí algún día. Ni ahí ni a ningún lado. Quizá tengan que quedarse aquí el resto de sus vidas, quizá por toda la eternidad, quietos como estatuas junto al famoso Richard Busk y su Beaver, contemplando cómo el aceite se desliza por el parabrisas y se derrama desde el fuselaje. La varilla indica que apenas quedan unas gotas: Busk calcula que el motor habrá estado perdiendo como un litro por minuto, y que en cinco o diez minutos más la cosa se hubiera puesto fea y habrían tenido que tomar tierra en algún marjal semihelado.
Se comen unas hamburguesas con queso de quince dólares en la minúscula cafetería y pasan la noche en una habitación de cien pavos con dos literas y sin baño a diez metros del cobertizo de la letrina. Pueden dar gracias de que siguen respirando. Richard Busk está sentado en una de las camas de abajo, aturdido aún por la reciente maniobra. Los recién casados lo escuchan mientras habla; es medianoche y fuera la luz se torna algo más azulada, sin llegar a oscurecer del todo.
—Seis veces, seis, he estado a punto de estamparme contra el suelo, y es agotador. Te destroza los nervios —les explica Richard, por si no se habían dado cuenta.
Luna Uno piensa: «¿Pero qué dice este? ¿Seis veces?».
—Bueno, alguna más si contamos las emergencias menores, como la de hoy.
Glenn Alsworth, que a pesar de su aspecto juvenil parece el dueño de todo lo que hay aquí, incluido el Servicio Aéreo del Lago Clark, en cuya pista han aterrizado, se ha acercado a saludarlos después de su milagrosa aparición:
—¿Qué se cuenta el famoso Richard Busk?
Ellos no son de por aquí y no tienen ni la menor idea de que ese tipo es Richard Busk, el famoso Richard Busk. Famoso no por prospector ni por sus dotes de piloto. Famoso por sus aterrizajes de emergencia.
Famoso por todas las veces que se ha quedado en la estacada en mitad de este paisaje despiadado, con su clima vengativo y su gigantesca soledad; famoso por sus descensos repentinos, inexplicables, siempre con un motor recién reconstruido con el que se abalanza raudo y silencioso desde lo alto de las nubes; famoso por su manera de impactar contra el suelo dejándose pedazos del tren de aterrizaje, parabrisas, alambres, estabilizadores y demás piezas y fragmentos de su ingenio volador, cuando no alguno de sus dientes. Por lo visto, la misma extraña Fuerza que le ha permitido salir vivo de todos estos lances ha decretado también que el lugar de Richard Busk no está en los cielos, porque no deja de caerse.
Esa misma Fuerza ha tenido a bien no cebarse en exceso con la pareja de cheechakos. Puede que hayan experimentado algo parecido a aquella vez que Richard Busk, tras ir a cazar muflones a las montañas Wrangell, hizo aterrizar su Piper PA-12 en un glaciar a mil setecientos metros de altitud, cobró sus piezas, se arrojó por el precipicio, ganó velocidad y de repente se encontró con que el motor había dejado de funcionar. «Aunque yo estaba seguro de que tenía combustible», les explica a la pareja en la inoscura oscuridad alaskeña. Resultó que en algún momento unas abejas se habían introducido por las aberturas del sistema de inyección y habían obstruido los conductos. Tras planear siguiendo un tortuoso cañón, el Piper volcó entre las rocas del río Nizina. Busk consiguió salir de la cabina y subsistir, según explica, «con cuatro uvas pasas al día», hasta que dio con él un helicóptero. Sacude la cabeza. «Estas cosas te destrozan los nervios.»
Hace unos años, su avioneta terminó boca abajo después de recorrer varios cientos de metros sobre el tren trasero. Se dirigía a Port Moler, adonde pretendía llegar antes de que estallara una tormenta, pero una «turbulencia» lo sorprendió en pleno vuelo: de repente, un golpe de viento puso el aparato boca abajo y Richard salió disparado a través del parabrisas, dejando la avioneta hecha añicos a su espalda.
Una noche, al partir de King Salmon a bordo de su primera Beaver con el último cargamento de pescado de la jornada y un viento de veinticinco nudos, de repente se encontró ascendiendo en ángulo recto sin motivo aparente, lo que lo obligó a bajar el morro y aterrizar a media luz en una playa llena de botes, anclas y aparejos, donde tuvo que ejecutar un giro de noventa grados nada más tocar el suelo; logró completar la maniobra y detenerse a pocos pasos de un terraplén de nueve metros. Lo que había ocurrido era que, durante el despegue, había golpeado una roca y se había cargado la cola del aparato.
En todos estos casos hubo que ir a recoger las avionetas a los extraños parajes donde las había estrellado: desoladas tundras, arenales, playas, picos de montañas. Hubo que extraerlas de barrancos, ríos o cavidades, enderezarlas, reensamblarlas y convertir el lugar del accidente en una pista de despegue para poder ponerlas en el aire nuevamente. Una de estas, tras un amerizaje imprevisto, tuvo que ser remolcada por todo el pueblo de Naknek —por la calle principal, entre los postes telefónicos y los edificios de las tiendas— hasta un estanque, donde la sumergieron para eliminar la corrosiva agua marina.
¡Y los cheechakos sin saberlo! Este es el famoso Richard Busk, padre de seis chicos y dos chicas, con otra en camino para otoño… «Aunque —admite— he tenido más accidentes de avioneta que hijos.»
Aparte de ellos, todo el mundo lo sabía. Ahora todos duermen, mientras los recién casados escuchan y aprenden. La gente de por aquí —unos cuantos pilotos y mecánicos, la familia Alsworth y sus empleados domésticos— duerme el sueño de quien nunca se ve metido en bretes de esa magnitud, de quien nunca se queda tirado en medio de Alaska ni va por la vida reventando avionetas. Los recién casados no pueden dormir, no hasta que se les baje la adrenalina. No les queda otra que escuchar las historias para no dormir de Richard y el sonido de la lluvia.
Llueve con ganas cuando, dos días después, Glenn Alsworth, su nuevo piloto, posa su Cessna en una mesa de los montes Bonanza y deja ahí a la pareja de recién casados de Idaho y su equipaje.
—Vendré a recogerlos dentro de nueve días —dice.
—Apúnteselo, por favor —le ruega Luna Uno.
Por de pronto, él y Luna Dos tendrán que arreglárselas solitos. Richard Busk espera en Port Alsworth velando a su difunta Beaver. Los cheechakos no le preocupan. Sabrán arreglárselas. Les ha dibujado un mapa en una servilleta y les ha dado su mejor consejo: «El secreto está en no dejarse dominar por el pánico».
Al ver elevarse la avioneta en dirección a los negros cumulonimbos, Luna Uno se siente menguar de tamaño hasta acabar desapareciendo del todo. Mientras la buena de su esposa solloza, él, de pie bajo el chaparrón, hace un cortés intento de orientarse sosteniendo el mapa dibujado a mano donde se indica cómo llegar al sendero y a un cuatriciclo. El papel se le hace pedazos entre las manos. También tienen un mapa general de la región del Servicio Geológico, pero evidentemente ahí no pone dónde están.
La parejita no consigue localizar el sendero con esa borrasca, pero sí divisa unas cuantas cabañas y máquinas como de juguete diseminadas por los alrededores, unos quinientos metros más abajo, siguiendo el curso del arroyo. Luna Uno hurga en el equipaje, carga una mochila con lo que cree y espera que sea lo esencial para la supervivencia y, sin reparar en lo engañosos que resultan los tamaños y distancias en espacios tan abiertos, guía a Luna Dos hasta el borde de la mesa para descender entre la maleza; tienen frío y están empapados, cualquier cosa suelta restalla enloquecidamente bajo el viento, tropiezan, se caen, ruedan por el lodo, se levantan una y otra vez, recorren como pueden esos quinientos metros que resultan ser tres kilómetros, ella llorando y él sonriendo y tratando de animarla, aunque también, y a menudo, blasfemando cual poseso, hasta que por fin dejan atrás los matorrales y alcanzan la orilla del arroyo, que por lo visto es más bien un río enfurecido.
Desde hace un par de semanas llueve de forma intermitente en toda la región, y a pesar del aguacero y el viento racheado, la atónita pareja distingue el rugir estrepitoso y constante de los ríos Synneva y Bonanza, que, convertidos en vorágines, bajan en tromba por el valle a cincuenta kilómetros por hora, arrastrando rocas y vegetación. Al otro lado del curso de agua, puede verse la cabaña. No queda otra que buscar el punto menos profundo y vadearlo. Alaska está hoy magnánima: ni los ahoga ni los magulla demasiado. Se arrastran hasta la cabaña y abren la puerta.
Luna Dos está chorreando y tiembla. Su marido la ayuda a sentarse en una silla. Hay que prender el fuego. Pero antes será mejor que dé un discurso. Toma las manos de ella y le hace una promesa:
—Pase lo que pase en esta vida, cuando salgamos de aquí, nunca, nunca volveremos a poner los pies en Alaska.
Por fortuna, a su mujer le rechinan tanto los dientes que no puede compartir con él lo que piensa. Luna Uno busca algo que decir.
—Nunca —repite.
Probablemente ella sabe que es mentira. Como de costumbre, su marido ha vuelto a joderlo todo, pero claro, no puede divorciarse de él ahí, en medio de la nada…
¡La nada! ¡Alaska!
Tras examinar el mapa pasado por agua del Servicio Geológico, Luna Uno dibuja un círculo de unos ciento cincuenta kilómetros de diámetro: ahí está él, ahí está ella. Dentro de ese círculo no hay nadie más. Concluye que se encuentran por lo menos a un centenar de kilómetros de la persona más próxima.
Se acerca a la puerta, donde la lluvia pura de Alaska, cuya temperatura excede apenas la de la nieve, cae incesante, y calcula la distancia recorrida por la ladera, que desde esa perspectiva se ve muy claro que en realidad es un barranco. ¡La única región aún nueva del Nuevo Mundo! Se acerca a una pila de leña y se pone a partir los troncos de abeto húmedos con una hachuela. ¡La Última Frontera! Que para él será literalmente la última como no se ponga las pilas.
Al día siguiente, aprovechando que la lluvia concede un receso, salen a inspeccionar la zona de la mina: la cabaña, la letrina exterior vandalizada por los osos, tres cobertizos, dos pisos de una futura construcción de tres alturas más un ruinoso galpón prefabricado propiedad de otro minero y una cabaña de abeto de cuatro por cuatro metros francamente bonita, con la letrina todavía intacta, propiedad de un amigo de Richard. Tres o cuatro personas tienen concesiones aquí: Richard las vende a unos 15.000 dólares por dieciséis hectáreas. Luna Uno fantasea con cómo sería ser el titular de una de estas concesiones, uno de los huraños prospectores que viven aquí rodeados de recursos naturales.
Otra opción sería adentrarse en esta inmensa soledad y reclamar algún terreno como propio. Para ello solo hace falta encontrar minerales en terrenos de titularidad del Gobierno —el tamaño habitual de una concesión es de unas ocho hectáreas— y registrarse en la sucursal del distrito de la Oficina de Administración de Tierras. Después de eso, hay que invertir cien dólares anuales en la explotación —un par de días de bateo bastarían para satisfacer este requisito— y abonar veinte dólares en metálico por año y concesión.
Cruza el río, descubre el sendero que no han conseguido encontrar durante la tormenta y sube hasta la cumbre, donde Richard Busk tiene aparcado el cuatriciclo. Nuestro flamante prospector carga las cosas que se han quedado en la pista de aterrizaje y desciende la ladera embarrada de la montaña a horcajadas sobre esa extraña máquina. Una vez abajo, prefiere no vadear los quince metros del arroyo subido al vehículo; en lugar de ello, carga los bultos a hombros y se prepara para iniciar su andadura en el negocio del oro.
Según lo que ha leído, los montes Bonanza abundan en «intrusiones graníticas»: bloques de granito que se abren paso desde las profundidades, señal de que se han formado a una temperatura y una presión muy elevadas, lo cual favorece la presencia de vetas de cuarzo que, a su vez, suelen contener oro.
De acuerdo con los cálculos de un equipo de prospección geológica, la zona del lecho principal del arroyo contiene unos diez dólares de oro por metro cúbico de tierra: unos quinientos millones de dólares del precioso metal solamente en esta porción de la concesión de Richard.
Otros antes que él ya habían encontrado oro. El primer depósito de oro de los montes Bonanza se construyó en un árbol junto al río en 1913 y pertenecía a una pareja de prospectores que hicieron ese mismo viaje por río y a pie, acarreando el equipo sobre su espalda. La pequeña casa del árbol sigue ahí, pero dentro ya no hay nada. En cuanto a Richard Busk, todo lo que usa, incluidas dos retroexcavadoras, se lo hace traer en avioneta o helicóptero. Necesita toda la maquinaria que pueda transportar hasta ahí, ya que su concesión cubre un total de unas seis mil hectáreas. Adquirió el terreno hace once años y resulta evidente que ha encontrado oro, solo que nunca le ha dicho a nadie cuánto exactamente. Lo suficiente para ir pagando avionetas.
Al cabo de unos días deja de llover. La parejita sube a la loma que hay al otro lado y echa un vistazo a la nada que se despliega en un radio de cien kilómetros: los montículos de tintes oliváceos se extienden hasta los confines del mundo, y desde todas partes llega una especie de suave música de violín que parece no provenir de ningún sitio pero que se propaga entre los matorrales y los abetos bajos cada vez que el viento se desplaza por el paisaje.
A lo largo de los días siguientes, descubren una huellas de oso de tamaño preocupante, aunque el oso en sí no se deja ver en ningún momento. Hacen amistad con una marmota gigantesca a la cual alimentan cada día y bautizan como Smithers, nombre de un pueblo de la Columbia Británica por el que pasaron hace dos semanas, cuando todavía no vivían solos en el monte sin demasiadas esperanzas de volver a ver la civilización. Los espacios que los rodean parecen infinitos, pero el mundo se va haciendo más pequeño y amistoso. La vida, reducida a lo básico y eterno, se estabiliza y canaliza su fuerza a través de unos pocos elementos: el fuego, el agua, la comida, el sexo, el oro.
Debido a su peso, el oro se mueve, cuando se mueve, corriente abajo siguiendo una trayectoria lo más recta posible y abrazándose a la cara interna de los meandros. Cuando las crecidas bajan con fuerza pueden remover los sedimentos de la orilla, arrastrando las escamas y las pepitas, pero cuando la corriente se detiene, el oro se detiene también.
Luna Uno instala su «cajón elevador» de la marca Keene —una especie de superbatea— en la confluencia de los ríos Bonanza y Synneva, donde un meandro pronunciado augura buenos resultados. Se trata de un combo portátil, con un motor Briggs & Stratton de tres caballos. El aparejo cuesta en torno a mil dólares, pero eso es calderilla comparado con el montón de oro que con él puede extraerse de las profundidades de Alaska. Una vez montado y puesto en marcha, cosa que tampoco cuesta tanto, el artilugio se alza a un metro del suelo y le ahorra a uno el 95 por ciento del trabajo. El cajón, con sus abrazaderas de acero y sus mangueras blancas, todo tan nuevo y reluciente y de aspecto casi aséptico, no desentonaría en el arsenal de un equipo de neurocirujanos. Chupa todo lo que se le pone a tiro en el lecho del río y luego, al escupirlo sobre el filtro, arma un estruendo considerable que compite con los rugidos del Bonanza.
Tiene potencia y resistencia, pero no cerebro. El operador, en teoría, debe suplir esa carencia, así como el buen hacer sin el cual el oro no sale de su escondrijo.
Porque el oro se esconde —de algún modo, parece saber que todo el mundo aspira a capturarlo, fundirlo y encerrarlo en sitios como Fort Knox— y, aprovechando su relativa pesadez, se entierra con misteriosa habilidad hasta tocar el lecho de roca, donde se oculta entre grietas y fisuras mientras toneladas de otros materiales suben a la superficie, materiales como los que Luna Uno, con sus botas de pescador, aspira ahora mismo en el río Bonanza, cuyas aguas casi heladas bajan a gran velocidad, dejándolo insensible de la cintura para abajo. El movimiento del oro es predecible, y sin embargo es condenadamente difícil de encontrar. Mientras tanto, cada pequeña cosa que brilla —cada guijarro humedecido, cada fragmento de esquisto o cuarzo reflectante, cada minúscula ala de escarabajo— exige ser inspeccionada con palpitante excitación.
Luna Uno dedica un par de horas todos los días a dragar en busca de oro en el Bonanza, y luego pasa un rato más acuclillado con la batea en el agua, lavando los sedimentos concentrados hasta obtener una arenilla negra, de la que luego se obtiene… absolutamente nada. ¡Ni rastro del oro!
Dentro de aproximadamente una semana, si es que Glenn Alsworth vuelve a recogerlos, podrán saber que Richard Busk ha regresado sano y salvo a la civilización. Con todo, al aterrizar en el aeródromo de Lake Hood, en Anchorage, el piloto con el que iba descendió demasiado deprisa y con demasiada brusquedad y acabó clavando el morro de la avioneta en la pista.
De vez en cuando oyen en el cielo el débil sonido de un motor lejano. Cuando eso ocurre, a Luna Uno le gusta subirse a la loma, gritando y agitando los brazos. Todavía falta para que Glenn Alsworth vaya a recogerlos; pasan buena parte del tiempo acordándose de Glenn y esperando que él también se acuerde de ellos.
Nuestro prospector novato no encuentra oro, pero está viviendo la gran experiencia de su vida, y si la vida fuera lo suficientemente larga, está seguro de que acabaría dragando una fortuna. Algo hay en este reluciente arroyo desbordado que sabe a oro. Y algo hay también en su interior que siente una atracción lujuriosa al contemplar esas voluptuosas aguas bajo las cuales se va puliendo el oro.
Los recién casados tendrán que renunciar a sus alianzas de matrimonio —o por lo menos a hacérselas con el oro de los montes Bonanza—, pero lo cierto es que en este Edén tampoco les hacen ninguna falta. Pasan los días vagando por la soledad, descubriendo cosas que uno no puede gastar, solo guardarse dentro. Encuentran algo de paz y algo de magia, y hasta cierto punto inician el proceso de encontrarse el uno al otro.