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El cuco

Las flores se llenan de color. Los árboles se visten de verde. Llega la voz del cuco que canta cucú, cucú. Así es como el varón busca la hembra. El sol acaricia con sus rayos la cara de una mujer joven y bella, que lleva un largo vestido de flores que se fusiona con el cuadro a su alrededor. Eleonor Lucrecia, como se llamaba la joven mujer, se acercaba lentamente a la puerta de una casa de dos pisos con un enorme patio. Era temprano, las siete de la mañana.

Ella miraba a su alrededor con ansiedad. Llevaba una cesta con un bulto. De las mantas asomaba una criatura pequeña, de ojos grandes, tal vez un niño, que miraba a su madre con espanto. Sus manos temblaban. Dejó rápidamente la cesta ante la puerta, procurando que no la viera nadie. Atravesó rápidamente el jardín y salió por la puerta de metal. Cuando se alejó, oyó el estridente llanto del bebé; se estremeció y fijó la mirada en el suelo.

Al oír la voz del bebé, el dueño de la casa, un hombre de mediana edad, abrió la puerta y vio la cesta. Llamó a su mujer, quien con gran sorpresa le dijo:

—Querido Eduardo, Dios nos ha enviado a este bebé. No pudimos tener hijos propios, pero así tendríamos uno. ¿Qué te parece? Podemos adoptarlo.

—Querida Lucia, esto es un regalo de Dios. Por fin tendré una persona a la que dedicarme, aparte de a ti, claro está.

Llena de alegría, Lucia tomó la cesta con el bebé. Al mismo tiempo Eleonor Lucrecia se acercaba a su casa sollozando. Estaba mareada. Entró en su habitación y dio un portazo. Se tumbó en la cama y ocultó la cara en la almohada. Su teléfono sonó. Leyó el nombre de David en la pantalla. Con las manos temblorosas y los ojos rojos, la mujer tomó el auricular.

—Eleonor, ¿te has deshecho del bastardo?

Justo en ese momento aparecieron ante sus ojos cuadros del grosero comportamiento de aquel hombre. Una noche, bajo el efecto del alcohol, él abusó de la confianza de la muchacha, que creía que podía pasar la noche con él sin complicaciones. En lugar de eso él la tumbó en la cama, desgarró su ropa y la penetró con rapidez, envolviéndola en el humo del cigarrillo que fumaba. Apenas oía sus palabras y le dijo:

—Eres una bestia, no me llames más. Mucho tiempo observé a una familia sin hijos. Ellos cuidarán de mi hijo como si fuera suyo. Lo dejé ante la puerta de su casa.

—Has hecho bien. Tú eres una mujer desgraciada y chiflada. No puedes cuidar de ti, y mucho menos de otra persona.

Después de esas palabras Eleonor Lucrecia colgó el teléfono. Se había quedado pálida. Entonces se acercó a la ventana, la abrió y respiró profundamente. En el árbol que había frente a ella vio un ave del tamaño de una paloma, de cola larga, color gris en la parte superior del cuerpo, pecho multicolor y abdomen de rayos oscuros. Ponía sus huevos en el nido del bisbita común, un ave menor que habitaba el árbol desde hacía años. Cuando dejaba sus huevos en el nido ajeno, el cuco volaba lejos. Eleonor se consolaba viendo lo que sucedía en ese árbol. Las crías del cuco habían nacido antes de los demás y, como es su instinto, empujaron al resto de los huevos del nido. Eleonor pensó que se parecía a esta ave: en vez de construir un nido propio, el cuco utiliza el de un anfitrión. Al igual que el cuco hembra, ella encontró un nido idóneo y esperó a que este no estuviera custodiado. El ave tira uno de los huevos y deposita en su lugar el suyo. Ella también hizo así: su soledad espiritual y su destino, nada envidiable, la habían obligado a dejar la custodia de su hijo en las manos de otra madre.

Con la mirada perdida en el cielo nublado Leonor pensaba: «Ojalá el niño sea feliz con esa nueva familia. Sin duda, esas personas cuidarán de él mejor que yo. Están bien acomodados, tienen buenas profesiones y son padres que lo amarán. ¿Qué más necesita mi hijo? Recibirá buena formación y gozará de la vida, algo que yo nunca logré».

Los padres adoptivos habilitaron para el bebé una habitación llena de almohadas y juguetes de peluche. Estaban rodeados de personas llenas de alegría que les llevaban más y más regalos. Les felicitaban por el hecho de que por fin se había cumplido su deseo de tener un hijo. En la atmósfera alegre de la fiesta el teléfono de Lucía comenzó a sonar larga e insistentemente. Se fue a la otra habitación. La llamaba el médico de cabecera, el doctor Rosental, que con gran solemnidad le dijo:

—Querida Lucía, tengo una excelente noticia para ti: de los siete embriones que fertilizamos in vitro tres se están desarrollando muy bien y podría implantártelos en estos días.

Al oír aquellas palabras, a Lucía se le cayó el teléfono cayó de la mano.


Paraíso en el desenlace

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