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Capítulo 2
ОглавлениеJED se alejó. Estaba rígido. Elena no se podía mover. Sus pies parecían pegados al frío suelo de mármol. Se había abrazado con sus brazos.
Sólo pudo reaccionar cuando oyó el ruido del coche que los había traído del aeropuerto. Entonces, corrió hacia la entrada de la casa, dejó la puerta entreabierta, atravesó el jardín y salió al camino de piedra.
No podía dejarla de aquel modo, huir de ella sin decirle nada.
Pero la nube de polvo y el ruido rápido del motor le decía que sí era posible.
Instintivamente, Elena pensó en sacar su coche del granero y seguirlo. Pero a él seguramente le habría disgustado que lo hubiera hecho. Incluso si lo alcanzaba no lograría nada.
Él debía de haber decidido buscar lo que seguramente necesitaba: tiempo para estar solo y para pensar.
Si por lo menos le hubiera dado tiempo para explicarle, para contarle toda la verdad. Le habría hecho daño… Pero no tanto.
Corrió a un alto en el terreno. Era un suelo rocoso, lleno de aristas que arañaban y lastimaban sus pies. Pero no le importó. Desde allí, observó alejarse al coche, hasta que la nube de polvo desapareció en el valle. Luego, volvió a la casa, derrotada, destrozada.
Jed volvería cuando estuviera mejor. Sólo podía esperar. Pero por primera vez no se encontraba cómoda en su hermosa casa, símbolo de su fabuloso éxito. Aquella casa restaurada, con sus jardines, era como un trozo de las montañas de Andalucía, y en un momento de su vida le había servido para creer en sí misma, para afirmarse en la independencia emocional y económica que se había procurado.
Como le había confiado a Sam, en la última noche que había pasado en España:
–Cuando dejé a mi marido, hace diez años, y vine a Cádiz, no tenía nada, ni siquiera respeto por mí misma, porque Liam me lo había robado. Trabajé en bares y viví en un destartalado estudio. Me dediqué a escribir en el tiempo que me quedaba libre, para olvidar. Afortunadamente aquello dio sus frutos, y lo que había empezado siendo una terapia se convirtió en toda mi existencia.
Habían tomado vino en aquella noche de febrero, y ella había encendido la chimenea, porque las noches eran frías en aquellas colinas. Sam estaba pensativo y sombrío aquella noche, y la atmósfera invitaba a las confidencias.
–Ahora, gracias a mis libros, lo tengo todo: una profesión con éxito, me siento orgullosa de mi trabajo, tengo un hogar bonito en un sitio maravilloso, un grupo de amigos estupendos, seguridad económica… Todo, excepto un niño, y eso a veces me duele. Supongo que se me está pasando el tiempo. Pero como no tengo intención de casarme otra vez… –le había dicho ella, sorbiendo el vino para aplacar el dolor de su vacío vientre, de sus brazos vacíos. Liam se había negado a la paternidad. Él había querido una esposa con glamour, no una esposa cansada, atada a la casa y a un montón de niños berreando.
–Tenemos muchas cosas en común –había dicho Sam, levantándose del sillón que se hallaba en el lado opuesto al fuego. Acababa de abrir la última de las tres botellas de vino que había llevado. Aquella tarde, más temprano, se había invitado a cenar.
–Tú quieres un niño, pero no soportas la idea de un marido –había dicho Sam. Había dejado a un lado el corcho de la botella, y aunque Elena sabía que había bebido más de la cuenta, lo había dejado que le volviera a llenar la copa.
Durante los dos años que Sam había ido por allí, para tomarse unos días de descanso entre trabajo y trabajo, se había transformado en un amigo muy querido. Podía entenderse muy bien con él, y sin embargo, no había nada remotamente sexual entre ellos. Por lo que se había sentido doblemente cómoda en su compañía.
Ella le había sonreído afectivamente. Tenía razón. Ella no quería un marido, ni lo necesitaba. Nunca más tendría un marido. El que había tenido había resultado un desastre.
Sam había pateado un leño con su bota y se había quedado mirando las llamas, con la copa en la mano. Luego había agregado:
–Yo también odio la idea del matrimonio, pero por diferentes motivos. No encaja con mi forma de vida. Además te confesaré algo que no se lo diría a cualquiera: no soy una persona muy sexual. A diferencia de mi hermano.
Sam hablaba a menudo de Jed. Éste vivía en la casa familiar y llevaba el negocio familiar. Y parecía ser un mujeriego, por lo que acababa de decir.
Sam siguió diciendo:
–Desde los dieciocho o diecinueve años siempre ha tenido mujeres de todo tipo. Pero él es muy exigente y muy discreto, hay que reconocer. Estoy seguro de que se casará algún día, para tener un heredero. Seguramente no querrá que el negocio familiar se termine con él. Pero yo no me casaré. Toda mi energía física y mental está destinada a mi trabajo. Sólo me siento vivo cuando me enfrento al peligro, haciendo fotos en situaciones difíciles.
A Elena le disgustaba oírlo decir aquello. La hacía sentir incómoda.
–Como tú, lo único que lamento es saber que no voy a tener un hijo. Al fin y al cabo, pasar los genes a otra persona es la única inmortalidad que podemos alcanzar –la había mirado–. Pero esto tiene una solución. Me alegraría mucho de ser un donante para un hijo tuyo. Me pareces la mejor mujer del mundo para llevar un hijo mío en su vientre. No te pediré nada más que el derecho a visitaros a ambos cuando me sea posible. No interferiré. Piénsalo.
Había dejado la copa vacía en una mesa y se había inclinado para darle un beso suave en la frente.
–Jamás perderás tu libertad e independencia a manos de un marido. Ni siquiera tendrás que pasar por el mal trago de tener que acostarte con alguien para conseguir tener un niño. Y yo conseguiría la única cuota de inmortalidad posible –sonrió–. Piénsalo. Te llamaré por la mañana. Si estás de acuerdo, podemos ir a Londres directamente y comenzar el proceso. Hay una clínica privada dirigida por un profesor de ginecología que me debe un favor. Es útil tener amigos en cargos importantes en ciertos casos. Piénsatelo, Elena. Y ahora, me marcharé.
Al principio, ella había rechazado la idea, pero a medida que lo pensaba le iba pareciendo más aceptable.
Sam había hablado de su necesidad y deseo de tener un hijo. Había tenido razón. A veces añoraba tener un hijo en brazos, y sentía pena por la imposibilidad de lograrlo. Cuando sentía aquel vacío, todos sus logros profesionales y personales le parecían no tener ningún valor.
No se volvería a casar, y la idea de tener que acostarse con alguien para quedar embarazada le repugnaba. Y a ella le gustaba Sam Nolan, y lo respetaba. Incluso lo admiraba. Un niño con sus genes sería una bendición.
Cuando Sam había llamado a la mañana siguiente ella le había dicho que sí.
Había ido a Londres con Sam, sin saber que a las seis semanas de aquello asistiría a su funeral.
La noticia de su muerte la había hundido en la tristeza. Una vida joven y llena de talento había sido segada por una bala en una guerra en África Oriental. No sólo se había sentido devastado por ello, sino también porque, después de un mes de esperanza, había descubierto que la idea de Sam no había funcionado. Ambas noticias habían coincidido en el tiempo prácticamente.
No había conseguido su cuota de inmortalidad, y ella jamás tendría un niño a quien amar y abrazar.
Elena había conocido a Jed en aquella triste ceremonia, y desde aquel momento, todo había cambiado para ella. Para ambos.
Era de noche cuando volvió Jed por fin. Elena oyó el ruido del coche aproximándose y sintió pánico.
¿Vería de otro modo su embarazo cuando supiera cómo había sido concebido? ¿Creería que su hermano menor y ella jamás habían sido amantes? ¿Aceptaría el hecho de que sólo habían sido buenos amigos que se habían encontrado en una situación similar de frustración a la que le habían puesto una solución racional?
Las luces de fuera estaban encendidas. Eran luces doradas sobre paredes encaladas. Las flores daban su perfume dulce al aire.
Cuando el coche paró se hizo un inmenso silencio. Elena se quedó esperando. El sudor le corría por la cara y la tensión anudaba todo su ser. Ella tenía que lograr que él la escuchase. El amor que sentían la hacía merecedora del privilegio de escucharla.
Jed apareció en el arco de entrada al patio. La penumbra le daba aspecto de tentación prohibida. Elena se aferró al respaldo de un sillón de hierro que había junto a una mesa a juego. Necesitaba sujetarse.
–¿Dónde has estado?
Él no parecía tener prisa por romper el hielo. Pero alguien tenía que hacerlo.
–En Sevilla –contestó. Se acercó a ella–. Como sabes, los Nolan vamos a adquirir una propiedad en Sevilla. Tenía que ver a nuestro arquitecto dentro de quince días, para elegir la propiedad que vamos a comprar –hizo una pausa–. Por razones que supongo que comprenderás, he pensado que hoy podía ser un día como otro cualquiera para volver a tomar contacto con el trabajo.
Elena se encogió por dentro. Ellos habían planeado tres semanas de luna de miel en Las Rocas, su casa, y luego, pasar una semana en Sevilla juntos y ver a su arquitecto y visitar la ciudad. Evidentemente la luna de miel había terminado. Pero, después de lo que le había contado, ¿qué otra cosa podía esperar?
Ella hizo un gesto hacia él. Sentía un nudo en la garganta. Pero Jed no respondió a su gesto de aproximación y ella, derrotada, bajó la mano y dijo:
–¿Podemos hablar?
–Por supuesto –dijo él fríamente–. Pero dentro. Ha sido un día muy cansado.
Jed fue hacia la casa y Elena lo siguió. Casi hubiera preferido sus recriminaciones, su rabia, en lugar de aquella frialdad. Al menos hubiera sabido qué pensaba. Y podría haberlo tranquilizado, pedirle que comprendiera.
Ella no lo había conocido ni se había enamorado de él cuando había tomado la decisión de quedar embarazada. Y en aquel momento, le había parecido tener razones válidas para ello.
Jed fue hacia la cocina y sacó una botella de whisky del armario de cocina, la abrió y se sirvió una medida generosa.
–En vista de tu estado, no te pediré que bebas tú también –se bebió el whisky casi de un trago, luego se sentó en una silla de pino. Tamborileó los dedos insolentemente y dijo mirándola fríamente:
–Bueno, habla, entonces. Te escucho. ¿O quieres que empiece yo la conversación?
Elena sintió que aquella actitud le helaba la sangre y el alma. Temblorosa, apartó una silla y se sentó en el borde, no frente a él, sino más lejos, de modo que él tuviera que girarse para mirarla.
Pero él no la miró. Elena casi se alegró. No quería ver aquella indiferencia en sus ojos, después de que la hubieran mirado con tanto amor.
Ella se estremeció y entrelazó sus manos en su regazo. Echó una mirada breve a la cocina, a sus cazuelas de cobre brillando en la pared blanca, al suelo de terrazo, los cajones de madera maciza y las macetas con geranios.
Siempre le había gustado la cocina, y aquella semana, en ausencia de Pilar, Jed y ella habían preparado la comida juntos. Habían cortado la verdura de su huerta, habían lavado la fruta. Habían conversado, reído. Se habían deseado, amado… Y se habían olvidado de la comida.
No volverían a recuperar aquella magia de amor y risas. Pero ella no se atrevía ni a pensarlo.
De todos modos, él había erigido una montaña entre ellos. Y ella no sabía si podría escalarla para llegar a él.
Pero tenía que intentarlo.
Se lamió los labios en busca de palabras para empezar a hablar. Tenía que elegir cuidadosamente las palabras, para que él la comprendiera.
–Como parece que te has quedado muda, hablaré yo– se bebió lo que quedaba de whisky y la miró achicando los ojos–. He pensado en nuestra desagradable situación y he tomado algunas decisiones, que no son negociables. Permaneceremos casados –afirmó. Luego tomó la botella y llenó el vaso.
Elena sintió una punzada en su corazón.
–¿Has pensado en el divorcio? –le preguntó Elena.
Ella apenas podía creerlo, después de lo que habían vivido juntos. ¿Podría olvidar ella que él había pensado en apartarla de su vida sin darle siquiera la oportunidad de explicarle la historia?
–Naturalmente. ¿Qué otra cosa esperabas? –le dijo sin mirarla, con la vista en el vaso–. En estas circunstancias, es en lo primero que he pensado. Pero he rechazado la idea por dos razones. La primera por Catherine, mi madre, a ella le gustas. Nuestro matrimonio ha sido lo único que ha aliviado su dolor después de la muerte de Sam. Un divorcio tan pronto podría afectarla mucho. La segunda razón es el niño no nacido de mi hermano. Él murió sin saber que te había dejado embarazada. Así que por amor a mi hermano seguiremos casados. Pienso ocuparme activamente de la crianza de su hijo. Llámalo sentido del deber, si quieres. Sam se burlaba de mí por ello, pero tal vez, dondequiera que se encuentre él, agradecerá que lo tenga en este caso.
Por un momento, Elena vio dolor en la mirada de Jed. Ella también sintió su dolor. Deseaba acariciarlo, consolarlo, decirle que todo podía estar bien si él quería, si se dignaba a escucharla e intentaba comprender.
Ella se aproximó a él, pero el gesto esquivo de Jed la dejó a medio camino.
–Lo haré por mi madre y el niño. Pero al margen de eso, no quiero saber nada de ti. Volveremos al Reino Unido en el plazo de tres semanas, como lo hemos acordado. Nos mantendremos lo más alejados posible, yo haciendo viajes a las sucursales fuera del país… Tú puedes poner la excusa de que los viajes no son recomendables en el embarazo.
Se levantó y enjuagó el vaso en el fregadero. Luego, lo apoyó en el escurreplatos. Elena se reprimió un sollozo.
Cada palabra que pronunciaba Jed alzaba más el muro entre ellos, haciéndolo imposible de superar.
Daba igual lo que ella le dijera en aquel momento. Ella nunca olvidaría aquellas palabras: que el matrimonio entre ellos no sería más que eso, una palabra.
–¿Y si no estoy de acuerdo con esa farsa? –Elena se puso de pie, pero tuvo que sujetarse a la mesa–. Quiero que escuches mi punto de vista. Quiero que sepas lo que pasó. Tengo ese derecho.
–¡Tú no tienes ningún derecho! –Jed tiró la toalla con la que se había estado secando las manos. Era la primera muestra de verdadera emoción dirigida hacia ella desde que se lo había dicho–. Y has sido tú quien ha empezado la farsa. Te casaste conmigo sabiendo que podías estar embarazada de mi hermano. ¿Por qué? ¿Porque no te gustaba la idea de ser madre soltera? ¿Habías perdido a un hombre y decidiste poner la mira en su hermano? Tal vez no fuera tan guapo, pero serviría. ¿Eso es lo que has pensado? ¿Te casaste conmigo pensando que el sexo me haría hacer la vista gorda a todo lo demás? –se dio la vuelta, como si no pudiera aguantar mirarla–. Bueno, te has equivocado. No es así. Eres buena en la cama. Te lo reconozco. Pero no tan buena. En cualquier caso, puedo tener buen sexo cuando me dé la gana. Sin ningún lazo afectivo, sin secretos, sin lamentaciones posteriores.
Aquello le hizo daño. Si Jed le hubiera arrancado el corazón con sus manos, no la habría herido más.
El dolor la dejó muda. Pero tenía que hacerle comprender de alguna manera.
La desconfianza hacia ella lo había vuelto un desconocido.
–Cuando nos conocimos, realmente pensé…
A Elena se le hizo un nudo en la garganta al recordar cuando Jed se había acercado a ella en el entierro de su hermano.
–Tú debes de ser Elena Keel. Sam hablaba mucho de ti. No te marches –le había tocado brevemente la mano enguantada de negro y, de pronto, la pena que había sentido en su alma se había transformado en una corriente de calidez–. Ven a casa con nosotros. Creo que tu compañía puede ser un consuelo para mi madre y para mí. Realmente, es como si te conociera a través de Sam.
Y así había empezado todo.
Elena era consciente de que Jed observaba el esfuerzo que ella hacía al hablar. Pero él torció la boca irónicamente.
–Yo no pensaba que estuviera embarazada. Tuve el periodo el día del funeral de Sam –había manchado poco y apenas le había durado. Pero ella lo había achacado al golpe emocional por la pérdida de su amigo y al ajetreo de conseguir rápidamente un vuelo a Londres, alquilar un coche y conducir a toda prisa a casa de la familia para darles el pésame.
El siguiente periodo le había durado muy poco también. Pero no se le había ocurrido que pudiera estar embarazada de Sam. Luego, había vuelto a España a pasar un par de semanas para terminar un trabajo, apesadumbrada por dejar solo a Jed en Inglaterra. Pero querían casarse cuanto antes, y para ello antes debía entregar el trabajo. Jed también tenía que cerrar algunos negocios antes de la boda.
El amor, la magia de sentir que eran el uno para el otro, no podía haber desaparecido para siempre. ¿O si?
Elena se acercó a él más decididamente. Tenía que escucharla.
–Jed, Sam y yo…
–¡Ahórratelo! No quiero detalles sórdidos –se dirigió hacia la puerta. Sus pasos retumbaron en el suelo de baldosas–. Supongo que comprenderás que no te crea una palabra. ¿Por qué tenías un test de embarazo si estabas tan segura de que no estabas embarazada? ¿Y por qué lo has usado?
–¡Porque empecé a sentir náuseas esta mañana! Pensé que no había embarazo, pero quise asegurarme –le gritó.
¿Cómo podía tratarla de aquel modo un hombre que había dicho que la amaría hasta la muerte?
–Sam y yo jamás fuimos amantes –le dijo.
–¿No? ¿Os habéis acostado una sola noche? ¡No intentes convencerme de que él te forzó a hacerlo! Sam era incapaz. Más bien habrá ocurrido lo contrario. Mi experiencia contigo en la pasada semana, me ha demostrado que tu apetito sexual es insaciable –le dijo Jed con amargura. Luego. salió de la habitación.
En ese momento, ella lo odió.
Jamás había odiado a alguien. Ni siquiera a Liam. A su ex marido lo había despreciado. Pero nunca lo había odiado. La fuerte emoción la consumía. Elena atravesó el suelo de baldosas rodeándose con los brazos. Estaba furiosa.
¿Cómo se atrevía a tratarla como a una basura? ¿Dónde estaba el hombre al que amaba? ¿Realmente había existido, o había sido producto de su imaginación? El hombre que acababa de salir de la habitación era un hombre sin corazón, un egoísta.
Podía olvidarse de su decisión no negociable de una farsa de matrimonio. Ella no pensaba aceptarlo. ¿Acaso se creía Dios para dar órdenes y decidir su vida de ahí en adelante?
¿Realmente pensaba que ella permanecería ligada legalmente a un hombre que pensaba tan mal de ella? ¿Acaso pensaba que ella sufriría el dolor que le acarrearía aquello?
Para ella, su matrimonio había acabado en todo sentido. No pensaba volver con él a Inglaterra para vivir una mentira. Ella podía cuidar muy bien a su hijo sola. Esa había sido su intención, después de todo.
Su hijo no necesitaba una figura paterna; y menos la de un hombre intransigente y arrogante como Jed. Al día siguiente, a primera hora, le diría que hiciera las maletas; y que se fuera de su casa. No quería volver a verlo.