Читать книгу Las elegantes - Didí Gutiérrez - Страница 3

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La primera vez que vi a Wendy fue en una boutique de uno de los barrios residenciales de la Ciudad de México. Me citó ahí con el pretexto de que le ayudara a elegir su atuendo para un funeral. Hizo caso omiso a mis sugerencias en tonos oscuros, y al final me dijo, brusca: «Ninguna Elegante se viste de luto». Al salir de la tienda me entregó en formato digital el cuento que aquí se publica y se despidió. En el texto, la autora manifiesta su interés por las telas al hacer especial énfasis en la vestimenta de cada uno de los personajes. Es, junto con el de Alí Boites, el único que hace referencia a Las Elegantes, sin mencionar el nombre del grupo. Inspirado en hechos reales, cuenta la historia de Nicolás, quien según Tienda pudo haber sido el undécimo Elegante de no ser porque era hombre.

Buenas noches

Nicolás era el primero en llegar. Nunca supe quién lo llevaba, cómo subía las escaleras hacia el salón, si caminaba o descendía de un taxi. De lo que sí me enteré casi al instante fue que era ciego. El primer día de clases, él platicaba con Marisa, que siempre traía camisetas de los Beatles, y yo caminaba de un lado a otro del centro cultural porque los sillones de la sala eran bajos y mi falda muy corta como para sentarme en ellos. Pude escuchar que Nicolás hacía un análisis de la literatura española contemporánea pues estaba casi gritando. Sus gesticulaciones y movimientos algo exagerados llamaron mi atención. Movía la cabeza de un lado a otro al hablar, como esos muñequitos que tienen un resorte por cuello, y señalaba a Marisa con el índice a la menor provocación. Pensé: «Estos extranjeros».

—Deberían matar a los que siguen escribiendo del franquismo —decía casi molesto.

—Aquí se necesita algo como eso —Marisa aprobó el comentario, convencida de que la revuelta era necesaria.

—En mi país, por lo menos, eso se lo han cogido para escribir gilipolleces —argumentaba Nicolás.

—Una guerra civil, una revolución. Eso es lo que nosotros necesitamos aquí.

Nicolás había nacido en Cataluña y tenía algunos años en México. Cuando un tema de conversación le atraía, la piel de su rostro adquiría una coloración rosada y remarcaba sus diminutas facciones, como de pájaro, en una inmensa cabeza. Marisa cursaba los primeros semestres de la carrera de sociología y junto con su grupo de amigos de pantalones entubados había formado un colectivo ecologista. Sus comentarios en clase siempre tenían un enfoque progresista a favor de la libre interpretación.

El español mencionó a algunos escritores como Quim Monzó y el apellido de un tal Atxaga como ejemplos de una generación de narradores nuevos en el panorama hispanoamericano. Remató la plática con un elogio a la literatura mexicana de la Revolución, informando sobre el trágico desenlace de sus mentores a Marisa, quien, a juzgar por sus ojos como coladeras abiertas por las que se había filtrado lo que aprendió en la primaria, parecía desconocer la historia de su propio país.

Nuestro compañero extranjero tenía unos cuarenta años. Era bajo y su cabello abundante, rojizo y rizado se movía de un lado a otro, a la par de su cabeza, al hablar. Se vestía igual todas las veces: pantalones con bolsas a los costados, una playera con el escudo de alguna congregación y botines de punta chata. El maestro era Menéndez, un cuentista de la vieja guardia: pensaba lento, oía poco y en las noches daba talleres de cuento como en el que nos encontrábamos. Siempre hallaba el momento adecuado para recordar aquella ocasión cuando lo invitaron a firmar libros en una feria de Italia: «Nos pusieron a unos mariachis atrás y los condenados, que apenas hablaban español, se pusieron a cantar el “Cielito lindo”». Este hecho le molestaba y cada vez que lo contaba se volvía a llenar de esa misma energía de su juventud, cuando le ocurrió, pues estaba convencido de que la cultura mexicana era más que dos charritos tocando una canción tradicional en una embajada. El primer día de clases, Menéndez se sentó a la cabeza, los demás nos acomodamos salteados. Entonces Nicolás le pidió a Marisa que le conectara el cable de su grabadora al enchufe y en ese momento nos dimos cuenta todos, o casi todos, de su condición.

Como si aquel gesto no hubiera sido lo suficientemente descriptivo, Menéndez anunció la presencia de un escritor invidente entre nosotros (nos llamaba a todos «escritores», aunque la mayoría no lo mereciéramos). Dijo que dadas las condiciones cambiaría la dinámica del taller: el autor leería su obra de arte en voz alta (le llamaba «obra de arte» a nuestros textos, aunque ninguno lo fuera).

El ciego no comentaba los trabajos de los demás y Menéndez tampoco le pedía su opinión. En realidad el profesor no se interesaba por ninguna otra más que la de Marta, la alumna psicóloga que psicoanalizaba a los autores y en cuyos textos siempre aparecía como antagonista un psiquiatra de apellido Ford, una dentista jubilada y un gato siamés de bigotes recortados.

Nicolás fue el primero en llevar su cuento al taller, pero la lectura se postergó por diferentes razones: una porque se fue la luz y la clase se destinó a practicar la narración oral con cuentos de ultratumba; otra fue culpa de Marta, más bien de Menéndez, quien determinó que ella leería sus minificciones en lugar de él porque, a diferencia de los suyos, los textos de su alumna preferida eran cortos y ese día se iría antes del horario.

Conforme pasaban los días, me di cuenta de que yo no sabía cómo tratar a un ciego, menos a un ciego escritor. El contacto más cercano con un artista discapacitado lo había tenido a través de las tarjetas navideñas ilustradas con los pies y la boca por pintores minusválidos, las cuales llegaban a mi casa cada diciembre en un paquete por correo postal.

Menéndez canceló, poco después, la lectura en voz alta porque, según él, se perdía mucho tiempo. El ciego lo apoyó con la condición de que lleváramos nuestros textos a su casa días antes de cada sesión para que su hermana se los leyera. Como si el compañero ejerciera sobre nosotros un influjo imposible de esquivar, todos o casi todos hicimos caso a la nueva disposición; Marta, no.

Marta fomentaba mi inseguridad. Acostumbraba rodearme de amigas feas porque las guapas me hacían sentir inferior. Ella no era precisamente bonita, pero tenía un novio de mayor edad que la recogía en limusina. El iris y la pupila de los ojos se le habían fusionado en una negrura espacial, una línea blanca y delgada contenía el lóbrego color en forma circular; un poco más de oscuridad en las cuencas y se le habrían manchado hasta los párpados. Sus ojos eran dos agujeros negros, una región del espacio exterior. Creo que el guapo era él.

Cuando le tocó de nuevo su turno, Marta parecía haberse vestido para la ocasión. Aunque hacía calor, el viento derribó varios árboles sobre los autos estacionados en la avenida. Ella portaba un atuendo primaveral que envidié: falda verde holgada con estampados de utensilios caseros, blusa morada de tela calada y botas cortas color rojo. Parecía salida de Monty Python. Repartió a cada uno las fotocopias y se acercó a Nicolás para susurrarle el relato, que para nuestra sorpresa no era una minificción, sino su primer cuento. No pude concentrarme: la voz ronca, siseante y dulce de Marta me producía placer. Sólo eran tres hojas y, mientras ella leía nerviosa, el ciego volteaba la cabeza como si pudiera verla, ladeándola al ritmo de sus palabras. Tal vez experimentara lo mismo que yo.

Al final de la clase, una de las más emotivas que habíamos tenido hasta entonces, donde todos, hasta Nicolás que nunca lo hacía, comentamos el texto revisado, Menéndez se levantó de la silla y como un pequeño y viejo dictador impuso la suspensión definitiva de cualquier respaldo al ciego debido al supuesto desorden provocado ese día. No entendimos qué pasó. Bueno, yo sospeché que tal vez se habría puesto celoso del invidente por la cercanía con su alumna preferida. Que de algún modo lo estaría castigando. Era algo cruel, tal vez la ancianidad le restara compasión.

Como era de esperarse a partir de ese momento, Nicolás sólo iba al taller a escuchar las opiniones sobre cuentos cuya trama desconocía y a firmar la lista de asistencia. Bostezaba y respiraba con la boca abierta; Menéndez lo ignoraba. Intenté hacer lo mismo porque sus sonidos comenzaban a provocarme asco, pero la sinfonía gangosa se oía cada vez más fuerte. Su desinterés se ponía de manifiesto en el tono de su piel, ya no se sonrojaba más. No usaba lentes oscuros ni se le desviaban los globos oculares como a la mayoría de los ciegos, pero luego cerraba los ojos y al abrirlos tenía los párpados mojados. Durante el descanso, se quedaba en el salón con los audífonos conectados a su grabadora apagada. Chocaba con las paredes.

Por fin llegó la noche fijada para la lectura del relato de Nicolás. La historia de un niño pobre cuya única expectativa es procurar la felicidad de su madre. Se refiere a ella como una virgen, una diosa. El muchachito trabaja en una ferretería como asistente y añora cada tarde la salida para regresar en bicicleta a su casa, recordando al padre casi santo, quien ha muerto por causas desconocidas para los lectores. El texto tenía faltas ortográficas ingenuas y carecía de elementos suficientes para ser un cuento. Menéndez dijo que era «un melodrama cursi mal armado» y le sugirió que reflexionara sobre sus aptitudes para la literatura. Otra vez se fue la luz y Nicolás se enteró por nuestras exclamaciones.

Como si con eso iluminara el salón y a nosotros sus alumnos, Menéndez intentó descorrer la cortina a sus espaldas en una maniobra contorsionista con una mano, pero no pudo porque había que tirar del cordel y no lo alcanzaba, tenía poca flexibilidad. Entonces comenzó a elogiar el libro de un autor indio que había escrito a modo de crónica su viaje por el Nilo en 1800. El ciego se levantó y se despidió con un «Buenas noches», anegándose para siempre en las tinieblas de nuestros recuerdos porque fue la última ocasión que lo vimos.

Las elegantes

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