Читать книгу El paralelo etíope - Diego Olavarría - Страница 5
INTRODUCCIÓN EL SIGLO DE ETIOPÍA
ОглавлениеCasi ningún país de África –y por ende, del mundo– ha cambiado tanto en la última década como Etiopía. Cuando comencé a escribir este libro a inicios de 2012, Etiopía era el tercer país más poblado de África, lo gobernaba el dictador Meles Zenawi, apenas 1,1% de la población tenía acceso a internet y el gobierno llevaba veinte años enfrascado en un conflicto con Eritrea. Adís Abeba era una ciudad con poca infraestructura moderna, donde cochecitos soviéticos, burros y Jeeps de agencias internacionales se disputaban las avenidas de polvo, y en la que cruzar la calle implicaba arriesgar la vida.
En los diez años desde esos apuntes el país ha vivido una metamorfosis social impresionante. Aunque no he regresado para verlo con mis propios ojos, me basta leer los números y las noticias para saber que la Etiopía de hoy dista de la nación que visité. Por ejemplo: Adís Abeba se ha llenado de rascacielos y ahora tiene un tren elevado –financiado por capital chino– que le cambió el rostro a la ciudad. El país celebró elecciones democráticas en 2016, eligiendo como primer ministro a Abiy Ahmed, quien al poco tiempo firmó la paz con Eritrea. Las cifras anuncian transformaciones: el PIB per cápita prácticamente se duplicó en la última década, la población alcanzó los ciento catorce millones de habitantes (así, Etiopía superó a Egipto en población y es hoy el segundo país más habitado de África) y la tasa de penetración de internet pasó del 1,1% al 25%. En otras palabras: muchos de los monjes, guerreros y soldados que conocí hace diez años hoy seguro andan con smartphone.
Si las cosas marchan más o menos como hasta ahora, hacia 2050 Etiopía asemejará más un país del sudeste asiático –mitad ciudad, mitad campo, con cierta industria abocada a la exportación y una clase media pujante– que el país decididamente pobre y rural que me encontré hace unos años. Y dado que entonces será el octavo país más poblado de la tierra, su influencia cultural se habrá extendido a lo largo del continente y del planeta. Para entonces imagino que la música etíope se escuchará en los cafés de España –y que los comensales conocerán los nombres de los cantantes– y que habrá restaurantes sirviendo injeera en todas las ciudades grandes del mundo, no sólo en las de Europa y Norteamérica.
Por otro lado, Etiopía es un país cuya identidad está cimentada en un sustrato muy antiguo y profundo. Los viajeros que vuelven de ese país lo dicen hasta el cansancio: ir a Etiopía es trasladarse al pasado. Parte de eso tiene que ver con su cultura milenaria –más antigua que la de la mayoría de los países de Europa–, pero también tiene que ver con la atroz pobreza, que alberga formas de vida del medioevo. En las calles de Etiopía vi lazarillos guiando ciegos, a hombres fustigar con látigos a niños mendigos afuera de los templos. Es decir: vi cosas que no deberían seguir sucediendo en nuestros tiempos y que, sin embargo, suceden.
Otra cosa que ha cambiado sustancialmente desde que escribí este libro –y Etiopía tiene poco que ver aquí– está en la forma en que narramos y nos contamos los viajes. Son menos quienes buscan narrativas literarias de un país, y muchos más los que buscan el relato en las redes sociales; ahí con frecuencia consumen fotografías y videos donde la realidad se confunde con el montaje. Esa idea del viaje como una colección de «contenidos digitales», combinada con discursos bienpensantes que ven en el acto de emitir juicio sobre culturas ajenas una suerte de pecado colonial imperdonable, ha convertido la literatura de viajes en un género problemático: ¿qué pueden decirnos unos escritores –la mayoría hombres, la mayoría blancos– acerca de países que ni son los suyos? ¿Por qué nos señalan las fallas del mundo cuando podrían limitarse a tomarle foto a un atardecer o a un templo?
Ante la avalancha de los contenidos de viaje feel good –historias seudoconmovedoras, fotos de comida gourmet en sitios recónditos, supermodelos en tanga ante un paisaje– el recordatorio de que vivimos en un mundo imperfecto es, a mi juicio, más necesario que nunca. Reparar en las desigualdades y las paradojas de los sistemas globales contemporáneos es parte tan natural del viaje como lo son la curiosidad y la fascinación. En un mundo imperfecto, los viajes no pueden ser sino también una forma de adentrarse en esas imperfecciones. Las narrativas viajeras que relegan lo controversial y lo incómodo convierten el acto de viajar en algo inocuo y banal. Es decir, en una forma de la mentira. Y eso es imperdonable.
Quien se adentre en este libro hallará una serie de interrogantes y malestares que me pareció pertinente compartir. Recorrerá un país que, a pesar de los avances de la última década, sigue padeciendo males inimaginables. Recordémoslo: en medio de las transformaciones que sacuden a Etiopía, hay otras que inspiran pesimismo. La represión contra las minorías étnicas ha sido noticia constante desde 2016. Y en 2021, militares del norte de Etiopía amagaron con derrocar al primer ministro. Este conflicto, que ocurre al día de hoy, podría desembocar en guerra civil, aún no lo sabemos.
A pesar de esto, Etiopía es uno de los países más fascinantes que existen. Y si algo quise transmitir en este libro es eso: que Etiopía es un país que merece nuestro interés. ¿Es un país difícil, que pone a prueba nuestro entendimiento del mundo y hasta nuestra moral? Sin duda, si no lo fuera, ¿para qué escribir sobre él?