Читать книгу La melodía del abismo - Diego Soto Gómez - Страница 8
ОглавлениеPrólogo
El amanecer en sus ojos
—Me la arrebataste. Me lo arrebataste todo —le recriminó lanzando aquellas palabras con timidez, cuando era la ira la que pretendía manar de su frágil cuerpo.
La mujer no respondió ante aquella provocación. Se limitó a deslizarse despacio, como un pétalo mecido por una calmada racha veraniega, y se sentó en el lecho, junto a ella, haciendo que la madera gruñese, antes de tomarla de las manos. Sus dedos vestían una piel suave, cálida, casi transparente, como una película de hielo sobre un lago invernal. Unos hilillos purpúreos recorrían el dorso de sus manos, canales, raíces que reptaban a través de unos brazos completamente lampiños hasta perderse por los pliegues de las mangas de su camisa de estopa. Su pecho no hacía movimiento alguno, permanecía estático, dolorosamente inmóvil. El aliento no emitía ningún eco al abandonar sus labios, quizás enmascarado por la suave brisa que besaba la piedra durante aquella fresca noche primaveral.
Cuando Alissa levantó la mirada, vio en el rostro de aquella hermosa joven una dulce sonrisa. Zarcillos negros enmarcaban un semblante que sangraba una belleza oscura, caótica, pura.
—Yo solo la miré, y ella me siguió —dijo con una voz tranquilizada, suave como la caricia de un amante satisfecho tras el éxtasis.
Los dientes de Alissa castañeteaban mientras una tristeza líquida y gruesa superaba la frontera de sus pestañas y se precipitaba. La melancolía constreñía su rostro, obstruía sus fosas nasales y no le permitía rozar la fragancia de aquel ser de aura balsámica, acogedora.
—¿Vienes a por mí? —osó preguntar.
Ella negó y la joven no supo si sentir decepción o alivio. Carecía de la valentía necesaria para ansiar la respuesta.
—¿Quieres verla? —inquirió entonces y, ante la falta de comprensión en la mirada de Alissa, se limitó a sonreír.
—Yo no… —La miró a los ojos manteniéndole la mirada por primera vez—. Yo…
A través de un velo translúcido, el mundo se redujo a los ojos de aquella noble dama que la sostenía, que la mantenía anclada, como un barco en el puerto, a orillas de un mar infinito de aguas tranquilas y corrientes lúgubres. El cielo nocturno y la nieve relampagueante se fueron estrechando mientras la oscuridad de la pupila florecía y un rostro inocente comenzaba a perfilarse entre las sombras, como surgido de una tenebrosa niebla.