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Mi madre me cortó el cabello por primera vez a los seis meses. El cabello, que según varios testigos y escasas fotografías era lacio, renació crespo y seco. No sé si esto resume mi vida, todavía corta. A primera vista, se diría lo contrario. En la curva de la nuca crecen todavía hoy, inexplicablemente, cabellos lisos de bebé que trato como un rasgo vestigial. Con aquel primer corte nace la biografía de mi cabello. ¿Cómo escribirla sin caer en una futilidad intolerable? Nadie acusaría de fútil la biografía de un brazo; y sin embargo la historia de sus movimientos huidizos, mecánicos, irrecuperables, perdidos en el olvido, no puede ser contada. A los veteranos de guerra y a los amputados, que imaginan dolores que todavía sienten, bombardeos, carreras en la arena, quizás esto les suene insensible. No quedaría bien, imagino, fantasear la reconquista de mi cabeza emprendida por los sobrevivientes lacios de la base de la nuca. La verdad es que la historia de mi cabello crespo intersecta la historia de al menos dos países y, panorámicamente, la historia indirecta de la relación entre varios continentes: una geopolítica.

La biografía de mi cabello podría comenzar muchas décadas atrás en Luanda con una chica llamada Constança, rubia furtiva (¿una apetecible “chica dactilógrafa”?), pasión silenciosa de juventud de mi abuelo negro, Castro Pinto, todavía lejos de convertirse en jefe de enfermeros del Hospital María Pia; o con lo sublimes que le parecieron las trenzas postizas con que lo sorprendí cierta noche, después de una sesión de peluquería de nueve horas sentada en el piso, ya sin saber cómo ponerme, entre las piernas calientes de dos jóvenes especialmente brutas que en mitad de la tarea interrumpieron lo que estaban haciendo para convertir la feijoada y el arroz que había sobrado del almuerzo en una sopa, y de quienes sentía en la espalda el calor (y un vago olor) proveniente de la entrepierna. “Qué colosal”, dijo él. Sí: tal vez la historia de mi cabello tenga su origen en esa chica Constança, con quien no tengo parentesco, y a la que él buscaba en el largo de mis trenzas y en las jovencitas del ómnibus que, en su vejez, por los alrededores de Lisboa, lo llevaban de madrugada a la Cimov donde, encorvado, barrió el piso hasta su muerte. ¿Cómo contar esta historia, no obstante, con sobriedad y la recomendable discreción?

Quizás el libro del cabello ya esté escrito, problema resuelto, pero no el libro de mi cabello, cosa que me recordaron dolorosamente dos rubias falsas a quienes hace tiempo se lo entregué para un brushing imposible — y quienes, no menos brutas que las otras dos, comentando en voz alta “está todo erizado”, me lo estiraron de arriba abajo, luchando contra sus propios brazos, cuyos bíceps masculinos, hinchados bajo las batas, fueron todo el tiempo mi secreta revancha por la tortura. La casa embrujada que es toda peluquería para la chica que soy es muchas veces lo que me queda de África y de la historia de la dignidad de mis antepasados. Pero África también persiste en las quejas y las cepilladas reparadoras, ya de regreso en casa desde el “salón”, como dice mi madre, y en no tomarme demasiado a mal el trabajo de esas peluqueras cuya implacabilidad e incompetencia nunca me decidí a confrontar. Lo único con lo que puedo contar es con un catálogo de salones, con su historia de transformaciones étnicas en el Portugal que me tocó — desde las retornadas* cincuentonas hasta las manicuras moldavas obligadas a usar, a disgusto, el método brasileño, pasando por los episodios de retraimiento de mi exuberancia natural en una chica que, en palabras de todas estas mujeres, “es muy clásica”. La historia de la entrega del aprendizaje de la feminidad a un espacio público que comparto, tal vez, con otras personas no es el cuento de hadas del mestizaje, sino una historia de reparación.

Ninguna rubia de ómnibus le prestó jamás atención a mi abuelo Castro. Entonando para sus adentros cánticos bakongo, Papá fue el hombre oculto de quien no se sospecha la tradición honorable que lleva en sí cuando viaja a nuestro lado en el ómnibus; el hombre de tradición invisible — y qué bien sonaría esto en mayúsculas: El Hombre de Tradición Invisible, un nuevo estereotipo. Nadie lo miró nunca, a este autoproclamado cavaquista, el portuguesón, como lo llamaban en su juventud, que profería “apunta al arco, macaco” refiriéndose a los futbolistas negros y separaba a las personas según especies animales de la selva, clasificándose a sí mismo como “de tipo mono”: el que espera el fin de la conversación para mostrar su sabiduría.

Desciendo de generaciones de alienados, lo que quizás sea una señal de que lo pasa dentro de las cabezas de mis antepasados es más importante de lo que pasó afuera. La familia a quien debo este cabello trazó el camino entre Portugal y Angola en barcos y aviones, a lo largo de cuatro generaciones, con esa naturalidad del pasajero frecuente que, sin embargo, no sobrevivió en mí y contrasta con mi pavor a los viajes que, por un apego a la vida que nunca manifiesto en tierra firme, siempre temo que sean el último. Según dicen, desembarqué en Portugal particularmente despeinada a los tres años, agarrada a un paquete de galletitas Maria. Llevaba puesto un pulóver de lana amarilla hoy reconocible en una foto de pasaporte en la que impera una ancha sonrisa, propia de la feliz ignorancia de lo que significa ser fotografiado. Me reía porque sí; o tal vez incitada por una gracia de uno de mis adultos, que reencuentro bronceados y barbudos en fotografías de recién nacida en las que surjo sobre las sábanas, en una cama.

Y mientras tanto mi cabello —y no el abismo mental— es lo que diariamente me liga a aquella historia. Desde siempre me despierto con la melena revuelta, tantas veces la antítesis de mi camino, y tan lejos de los pañuelos con que aconsejan cubrir el cabello antes de ir a dormir. Decir que despierto desgreñada por desidia ya es decir que despierto todos los días con un mínimo de vergüenza o un motivo para reírme de mí misma ante el espejo: un motivo que vivo con impaciencia y a veces con rabia. Debo, quizás, al corte de cabello de mis seis meses el recuerdo cotidiano de lo que me liga a los míos. Tiempo atrás me dijeron que soy una “mulata das pedras”, de cabello feo y segunda categoría. Expresión que siempre me ofusca con su reminiscencia visual de piedras en la playa: piedras lodosas resbaladizas donde es difícil caminar descalzo.

La alienación ancestral surge en la historia del cabello como algo a lo que se le exige silencio, una condición de la que el cabello podría ser un subterfugio ennoblecido, una victoria de la estética sobre la vida, ya fuera el cabello vida o estética inequívocamente. Mis muertos están, por lo tanto, en crecimiento. Hablo y vienen como versiones de lo que fueron que no recuerdo. Esta no es la historia de sus posturas mentales, a lo que no me atrevería, sino la de un encuentro de la gracia con la arbitrariedad, el encuentro del libro con su cabello. No habría nada para decir acerca de un cabello que no fuera un problema. Decir algo consiste en traer a la superficie eso que, por ser una segunda naturaleza, no percibimos.

A la salida del avión, emulando a la amante del estadista que aterriza horas después del vuelo oficial, la joven Constança empezaba por desabrocharse el saco. El calor bochornoso de Luanda sugería la esperada ausencia de sus tías en los paseos por el jardín donde, por simple milagro, no consta que haya estado tomada de la mano con mi abuelo. Del estado del tiempo al estado del Estado, cambiaba un poco de charla por una galleta dada en la boca, mojada en té. Encuentro en ella la hombría de Papá, con los pantalones de cintura alta de entonces, el saco, el sombrero, una hombría que la joroba de inmigrante viejo abatiría. Constança era, entre nosotros, una cuestión de intervalo entre noticias, un pedido de dentífrico, del que nos desviaba la pena de ofender a la abuela, pero también un pretexto de chantaje que irritaba al abuelo Castro: o nos daba dinero para caramelos o “¿y la rubia?” — como si acerca de ella supiéramos algo más que la promesa de aliento fresco y eliminación del sarro. La dejo aquí como un tubo de Couto, por la mitad, abandonada en un vaso de plástico, entre cepillos de dientes, sin flúor, en memoria de mi querida abuela Maria, en quien instaló unos celos rabiosos por el resto de su vida.

Nunca llegué a hacer con Papá el recorrido en ómnibus hasta la Cimov, que se me aparece en forma de mito. No sé cómo sería la ciudad vista con sus ojos. Pienso hoy en la hilera de edificios al costado del camino —parduzcos, en la oscuridad— como una imagen de sus pensamientos, de su ánimo introspectivo en el ómnibus antes del amanecer. Los contornos del día eran bien claros para él. Siempre fue un hombre de objetos, un hojalatero ambulante: primero, un hombre de gasas, jeringas, bisturí; más tarde, de baldes, bálsamo analgésico, placas envueltas en papel, Bactrim Forte, termos, bolsas de plástico, lapiceras, el bolsillo de la camisa deformado por fajos de billetes de boletas del Totoloto y hojas llenas de anotaciones en las que calculaba el algoritmo de combinaciones, aseguraba él, vencedoras.

Nada hay aquí de romántico. El bálsamo y las porquerías oxidadas eran lo único que quedaba del pasado, desencajado, vencida la fecha de expiración, de la vida de enfermero en Luanda que no necesitó olvidar y a la que nunca dimitió, preservando, para los suyos, la mismísima rutina de inyecciones, prescripciones de medicamentos y algunas circuncisiones caseras a sangre fría a las que, por pura suerte, todos los niños sobrevivieron. Ante el menor estornudo o jaqueca administraba dosis de antibióticos; y fue así hasta el fin de sus días, sin importarle las quejas.

Se formó en Enfermería en Angola, estudiando de noche a la luz de una vela, cosa que pagó con cataratas prematuras. Se enorgullecía de haberse alimentado a base de bananas y maní a lo largo de toda la carrera, dieta que recordaba cerca de los años noventa, en este otro hemisferio, con la misma nostalgia con que aludía a la manteca y la mermelada de la edad de oro de nuestra familia. Desde pequeña lo imagino estudiando semidesnudo, en una choza, con la linterna apretada bajo el mentón apuntando a los libros —como, en una síntesis inverosímil de épocas y lugares, un inadaptado constructor de ferrocarriles que teme, en el campamento, un ataque de coyotes—, entablando una lucha contra el insomnio, el calor, los mosquitos; pero sé muy bien que nada de esto se corresponde con la verdad. En Luanda, en la casa de Papá, donde pasé algunas vacaciones, se comía margarina de una lata grande, algo que yo nunca había visto hacer. Fregando ollas en el calor de la tarde, las vecinas escuchaban mis historias de Portugal. Las introducía en el concepto de “escalera mecánica”, al cual reaccionaban canturreando “soy feliz, no me falta nada”. Al amanecer, no muchos años después, al salir de casa, camino al autobús y a la Cimov, cargado de una humedad fresca con la que también me encariñaría, el aire de los alrededores de Lisboa traía a la vida entera un olor indistinto a desinfectante.

La madrugada en que nació mi abuelo Castro, su padre estaba en el mar. Eso fue en una mítica M’banza Kongo, en la Provincia de Zaire, en Angola. Visto de lejos, desde la playa, el cabello rubio del albino era un punto de luz en el paisaje. Pescaba en las rocas, con una lanza, esperando ver pasar cierto pez bajo el agua. Entonces el pez reventaba, soltando una sangre negra, volviendo más nítida para el pescador su propia imagen reflejada en el fondo. A veces, en madrugadas semejantes y con la marea alta, el hombre llevaba la lanza en alto y se abría camino en el mar y lo recorría cuanto se le antojaba, lento entre las aguas partidas, ante la visión de las olas erguidas junto a él como un alto muro. No lo hacía estando acompañado o en apuros, sino para gozar de un paseo, a solas. Sin embargo, ser testigo de un don que no podía compartir le daba el sentido exacto de ser un elegido. La gracia parece oponerse a que tengamos público: es una ofrenda para usarla en soledad. El día que nació mi abuelo Castro, su padre salió de casa con cierto pez en la cabeza, algo especial que había visto pasar por ahí. La playa estaba desierta, flotaba la neblina. Como si fuera a lanzarse sobre el único pez vivo mi bisabuelo se paró sobre una roca, haciendo equilibrio, alzó el brazo y quedó fijo en su retrato —leche sobre aceite—, el cabello en una larga trenza mientras el pez reventaba en espesura y densidad. En casa, la mujer dio a luz. El pequeño Castro, le contaron después, habló en vez de llorar al salir a la oscuridad de la choza iluminada con aceite de pescado, apestando a pescado como apestaban todos, cosa que el pescador ya había anticipado. Quizás no haya playa ni peces que revienten en M’banza Kongo.

Heredé de mi abuelo Castro una colección de lapiceras imitación Parker que guardó dentro una valija durante una década. Vino a Portugal en el ochenta y cuatro con el propósito de hacer atender a uno de sus hijos, nacido con una pierna más corta que la otra, en un hospital de Lisboa. La pierna requería cuidados médicos inexistentes en Angola. Por eso no vino como inmigrante, para trabajar, sino como padre, y terminó quedándose más tiempo del previsto y después, al ritmo de las cirugías y la fisioterapia, hasta el final de su vida, como una anhelada coda de la era de Angola. En Lisboa se hospedaban en pensiones cerca del hospital, como hacía, y todavía hace, un gran número de enfermos del África lusoparlante mientras duran sus tratamientos médicos, o por tiempo indeterminado.

En la entrada de la Pensión Covilhã, incluso en la esquina de la Casa de Amigos de Paredes de Coura, los enfermos toman aire de Lisboa. Traen un ojo emparchado, una gangrena en el muslo, el brazo resguardado en un yeso ya gastado y tatuado, bajo el cual se rascan con un palito chino. Son los despojos del imperio, Camões de ocasión aunque tengan solo nueve años, eximidos de la mortalidad infantil por lo que les parecen unas vacaciones urbanas y, a semejanza de todos, destinados a conocer de Portugal, con un poco de suerte, solo el mundo de donde vinieron.

Entrar en la Covilhã es meter la nariz en una valija vieja. La pensión no tiene ese aroma a alcohol que se siente en los hospitales, sino el tufo a ungüentos vencidos combinado con el olor a podrido de las infecciones y una vaga nota metálica a sangre, restos de naftalina, en una mezcla a la vez química y orgánica, cortada por el amargor endulzado del ketchup o la Old Spice, que se vuelcan de los frascos en la valija entre pelos caídos y tintura de yodo, e inutilizan una caja de Valium. Mi abuelo se adormece en medio de este olor con una resignación cabal, le pregunta a mi tío si el cuarto no huele a mujer. “Es una impresión; duerme, Papá”, le responde el niño.

En la tasca de al lado, los enfermos conversan con los viejos, en quienes, aunque les repugnen, despiertan un poco de compasión. Se llevan el suplemento deportivo del día olvidado en una mesa al cuarto de la Covilhã y el domingo festejan los goles del Belenenses. La visión de los enfermos perturba a los viejos de la tasca, a quienes, a veces, ya en casa les quitan el apetito y les provocan vómitos, transportándolos a la guerra y a la juventud; pero son angustias calladas que disimulan ante las patronas, diciendo que les cayó mal un huevo verde o que “el vino de ese sinvergüenza de Zeca estaba picado”. Esos mismos viejos a veces les dan a los niños un huevo verde, que ellos nunca vieron, o les regalan el ketchup con que se embadurnan la nariz. “¡Pendejo, pide un deseo!”, les dicen, les explican que eso es lo que se hace cuando se prueba algo por primera vez, explicación que los niños no entienden.

Y es así que en esos días, entre pisar caca de perro con ojotas pese al otoño y adorar un cartel de helados Olá —razón de más para sobrevivir—, los niños enfermos prueban un sabor nuevo y los viejos se redimen del asco que les provocan, asco que se sacuden diciendo “listo, listo”. Entonces los pendejos cierran los ojos y piden un Perna de Pau. En eso los viejos son almas buenas, aunque solo se tengan a sí mismos en la cabeza durante la degustación, esperando la reacción de los niños para sentir algo mientras los miran.

La Covilhã superpoblada no es, en Lisboa, un hospedaje, sino una colonia de leprosos al costado del camino, al mismo tiempo en el centro de la ciudad y ostracizada, porque para llegar a ninguna parte basta dar vuelta una esquina sucia. Desde la ventana del cuarto, los enfermos ven por detrás de las rejas los fondos del hospital, acompañan la recolección de residuos y abrigan la promesa de habitaciones más amplias, imaginadas a través de las paredes grises de eso que parece más una fábrica que una casa de salud.

A veces los enfermos pasan años allí, tienen apenas un vislumbre de la ciudad y del país solamente el concepto de “chanfaina” que en los días buenos les traduce doña Olga —una beirense tal vez de Seia y dueña de la pensión—, los días en que no dice que todo es un chiquero, al espiar de reojo el caos de valijas, ropa sucia y botellas vacías que son los cuartos de los enfermos donde ella nunca entra y de donde sale el sonido de un casete que repica una lambada. La idea de Portugal que se percibe en la recepción de la Pensión Covilhã es la noción de comida típica con que comienza la ignorancia sobre cualquier país: un banquete de explicaciones rudimentarias sobre el sabor de los rojões, el sabor de la ervilha torta, el sabor de las papas de sarrabulho. Ainda vai chegando para uma horta lá na terra, piensan doña Olga y los enfermos.

Mi abuelo guardó en una de sus valijas durante diez años las lapiceras que me legaría, amarradas con un piolín y oxidadas. Vino preparado para compromisos, firmas, contratos, cuando en realidad lo esperaban años de lavabo compartido, años sin usar aftershave. Pasada una década, se mudaría de la Covilhã a São Gens, un barrio clandestino en los suburbios de Lisboa, mandaría venir de Angola a la mujer y los otros hijos, guardaría las mismas valijas sin deshacer bajo una cama nueva, en una casa que también olía a valija vieja.

* Nombre dado a los portugueses que volvieron de las antiguas colonias el 25 de abril de 1974. (N. de las T.)

Ese cabello

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