Читать книгу Tres hombres en bicicleta - Джером К. Джером, Джером Джером - Страница 6
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Tres hombres necesitan un cambio. Anécdota en la que se muestra el mal resultado del engaño. La cobardía espiritual de George. Harris tiene ideas. Cuento del viejo marinero y el regatista sin experiencia. Una tripulación cordial. Peligro de hacerse a la mar cuando sopla viento de tierra. Imposibilidad de hacerse a la mar cuando sopla viento de mar. Las objeciones de Ethelbertha. La humedad del río. Harris sugiere una excursión en bicicleta. George piensa en el viento. Harris sugiere la Selva Negra. George piensa en las colinas. Plan adoptado por Harris para subir las colinas. Interrupción a cargo de la señora Harris.
—Lo que necesitamos es un cambio —dijo Harris.
En ese momento se abrió la puerta y la señora Harris asomó la cabeza para decir que la enviaba Ethelbertha para recordarme que no debíamos llegar tarde a casa, por Clarence. Me inclino a pensar que se preocupa innecesariamente por los niños. En realidad, al pequeño no le pasaba nada. Por la mañana había salido con su tía, que, si lo ve contemplar melancólico el escaparate de una repostería, entra con él y le compra bollitos de crema y bizcochos rellenos hasta que él insiste en que ya ha comido suficiente y, de un modo educado, pero con firmeza, rehúsa comer nada más. Después, claro, solo quiere una porción de pudin para almorzar, y entonces Ethelbertha piensa que se ha puesto enfermo por algo.
La señora Harris agregó que, por nuestro propio bien, subiéramos enseguida, porque en caso contrario nos perderíamos la narración de Muriel de La fiesta del té del Sombrerero Loco, de Alicia en el país de las maravillas. Muriel es la segunda hija de Harris, tiene ocho años y es una niña radiante e inteligente, pero la prefiero cuando declama obras más serias.
Le dijimos que acabaríamos nuestros cigarrillos y la seguiríamos de inmediato, y también le pedimos que no dejara empezar a Muriel hasta que llegáramos. Nos prometió que haría esperar a la niña tanto como le fuera posible y se fue. Harris, en cuanto se cerró la puerta, retomó la frase interrumpida.
—Ya sabéis qué quiero decir: un cambio completo.
La cuestión era cómo conseguirlo.
George sugirió un negocio. Era el tipo de sugerencia que solo él podía hacer. Un soltero piensa que una mujer casada no sabe ni cómo apartarse del camino de una apisonadora. Una vez conocí a un joven ingeniero a quien se le ocurrió ir a Viena de negocios. Su mujer quiso saber de qué negocios se trataba. Él le dijo que tenía que visitar las minas de los alrededores de la capital austriaca y redactar informes al respecto. Ella le contestó que lo acompañaría; era esa clase de mujeres. Intentó disuadirla: le dijo que una mina no era un lugar adecuado para una mujer bonita. Pero ella le dijo que lo comprendía perfectamente y añadió que, de hecho, no se proponía bajar con él a las galerías, sino que se despediría de él cada mañana y se entretendría hasta su regreso echándoles un vistazo a los escaparates de las tiendas vienesas y comprando algunas cosas que le hacían falta. Una vez planteada la idea ya no supo cómo desdecirse, y durante diez interminables días estivales visitó las minas vienesas y por las noches escribió informes que su mujer enviaba por correo a su empresa, donde no los necesitaban en absoluto. Me apenaría mucho que tanto Ethelbertha como la señora Harris pertenecieran a esa clase de esposas, pero de todos modos es mejor no abusar de los negocios, deben reservarse para casos de verdadera emergencia.
—No —dije—, debemos ser sinceros y varoniles. Le diré a Ethelbertha que he llegado a la conclusión de que un hombre nunca valora la felicidad de la que disfruta. Le diré que para aprender a apreciar mis propias ventajas como deben ser apreciadas, me he propuesto separarme de ella y de los niños durante al menos tres semanas. Le diré —continué, dirigiéndome a Harris— que has sido tú quien me ha mostrado cuál es mi deber al respecto, y que es a ti a quien debemos…
Harris posó su vaso precipitadamente.
—Si no te importa, viejo amigo —me interrumpió—, preferiría que no lo hicieras. Se lo dirá a mi esposa y… bueno, no me gustaría que se me reconozcan méritos que no merezco.
—Pero sí que los mereces —insistí—, la sugerencia es tuya.
—Fuiste tú quien me dio la idea —me interrumpió Harris de nuevo—. Ya sabes, me dijiste que para un hombre es una equivocación caer en la rutina, y que la vida doméstica ininterrumpida hastía el cerebro.
—¡Hablaba en general! —le expliqué.
—A mí me pareció muy acertado —dijo Harris—, y pensé repetírselo a Clara. Tiene una gran opinión de tu buen sentido común, lo sé. Estoy seguro de que si…
—No nos arriesguemos —interrumpí a mi vez—. Es un asunto delicado y se me ocurre una salida. Diremos que ha sido George quien sugirió la idea.
Hay una falta de amabilidad en George a la que a veces me molesta mucho enfrentarme. Cualquiera hubiese pensado que debía sentirse agradecido por tener la oportunidad de ayudar a dos viejos amigos frente a un dilema, en cambio se puso desagradable.
—Hacedlo —dijo George—, y les contaré a ambas que mi verdadero plan consistía en organizar una excursión para todos, incluidos los niños, a la que traería a mi tía y para la que alquilaría un antiguo château que conozco en Normandía, en la costa, donde el clima es típicamente conveniente para los niños delicados y la leche no es como la que se consigue en Inglaterra. Y añadiré que rechazasteis mi sugerencia, argumentando que solos nos lo pasaríamos mejor.
Con un hombre como George la amabilidad no sirve de nada, tienes que ponerte firme.
—Hazlo —le dijo Harris— y por mi parte aceptaré tu oferta. Alquilaremos el château. Traerás a tu tía, yo me encargaré de eso, y pasaremos un mes allí. Los niños te adoran, J. y yo desapareceremos. Prometiste enseñar a pescar a Edgar, y serás tú quien juegue con ellos a animales salvajes. Desde el domingo pasado, Dick y Muriel no han dejado de hablar de tu hipopótamo. Haremos picnics en el bosque, solo para unas once personas, y por las noches habrá música y recitados. Muriel conoce a la perfección seis piezas literarias, como quizá ya sepas, y los demás niños son muy estudiosos.
George claudicó, no tiene nada de valiente, pero no se rindió con elegancia. Dijo que si éramos tan mezquinos y cobardes y teníamos un corazón tan ruin como para cometer semejante maldad asumía que no participaría en ello, y que si yo no tenía la intención de acabarme la botella de clarete él se tomaría la molestia de servirse otro vaso. También añadió, sin lógica alguna, que al fin y al cabo todo aquello no importaba demasiado, porque tanto Ethelbertha como la señora Harris eran mujeres con un gran sentido común que ni por un instante pensarían que aquella sugerencia pudiera surgir de él.
Solucionado este punto, la cuestión era: ¿qué clase de cambio?
Harris, como de costumbre, prefería el mar. Dijo que conocía un yate perfecto para la ocasión, uno que podríamos pilotar nosotros mismos, sin necesidad de una tripulación de patanes vagabundeando a nuestro alrededor, aumentando los gastos y quitándole encanto al asunto. Uno que un simple niño espabilado podría gobernar. Conocíamos ese yate, y le dijimos que ya habíamos estado en él. El olor a cloaca y a moho se impone sobre todos los demás aromas, que ninguna brisa marina es capaz de disipar. Por lo que se refiere al sentido del olfato, casi es mejor pasar una semana en Limehouse Hole. No hay lugar donde protegerse de la lluvia, la cabina mide diez pies por cuatro y la mitad del espacio lo ocupa una estufa que se cae a pedazos cada vez que se enciende. Tienes que bañarte en cubierta, y la toalla sale volando por la borda en el mismo instante en que uno sale de la tina. Harris y el chico harían todo el trabajo interesante: tirar de las cuerdas, desplegar las velas, zarpar del puerto y navegar sobre las olas y todo eso, dejando que George y yo nos ocupáramos de pelar patatas y fregar platos.
—Muy bien, entonces —dijo Harris—, alquilemos un yate apropiado, con su patrón, y hagamos las cosas con estilo.
También me opuse a esto. Conozco a ese patrón, su noción de la navegación consiste en lo que él llama «fondear en mar abierto, pero a vista de tierra», manteniendo el contacto con su mujer y su familia, por no hablar de su pub favorito.
Años atrás, cuando era joven e inexperto, yo mismo alquilé un yate. Tres cosas se combinaron para conducirme a tal insensatez: había tenido una racha de inesperada buena suerte, Ethelbertha había expresado su deseo de respirar brisa marina y a la mañana siguiente, al ojear casualmente una copia del Sportsman en el club, me topé con el siguiente anuncio:
Para regatistas. Oportunidad única. Pícaro, yola de veintiocho toneladas. Su propietario, por repentina partida a causa de asuntos de negocios, desea alquilar este magníficamente equipado galgo del mar por cualquier periodo, largo o corto. Dos camarotes y salón. Pianette Woffenkoff. Tina para lavar nueva. Términos, diez guineas semanales. Dirigirse a Pertwee & Co., 3A, Bucklensbury.
Me pareció la respuesta a una plegaria. La tina para lavar nueva no me importaba gran cosa, creo que la poca ropa que pudiéramos ensuciar bien podría esperar, pero la pianette Woffenkoff resultaba muy seductora. Me imaginaba a Ethelbertha tocando por las noches, algo con un estribillo, que quizá la tripulación, después de haber practicado un poco, podría cantar mientras nuestro galgo del mar se deslizaba sobre las olas plateadas.
Tomé un coche y fui directamente al 3A de Bucklensbury. El señor Pertwee era un caballero de aspecto sencillo que tenía un despacho muy poco ostentoso en el tercer piso. Me enseñó una acuarela del Pícaro navegando con viento a favor. La cubierta formaba un ángulo de noventa y cinco grados con el océano. En la acuarela no habían representado a ningún ser humano, supongo que se habrían caído por la borda. En realidad, no comprendo cómo nadie podría haberse mantenido en cubierta, a menos que estuviera clavado a las tablas.
Hice notar este inconveniente al agente, quien me explicó que el cuadro representaba al Pícaro doblando no sé qué lugar en la memorable ocasión en que ganó el Medway Challenge Shield. El señor Pertwee asumía que yo conocía los detalles del evento, así que no me atreví a hacerle ninguna pregunta. Dos manchitas que había cerca del marco de la pintura, que en un primer momento tomé por polillas, representaban, según parece, la segunda y tercera embarcaciones ganadoras de la célebre carrera. Una fotografía del yate fondeado en Gravesend impresionaba menos, pero sugería mayor estabilidad. Y como todas las repuestas a mis dudas fueron satisfechas, lo alquilé por quince días. El señor Pertwee dijo que era una suerte que solo lo necesitara durante una quincena (más tarde le daría la razón), pues se ajustaba al momento en que iba a ser alquilado de nuevo. Si se lo hubiera pedido para tres semanas, se habría visto obligado a rechazar mi solicitud.
Arreglada la cuestión del alquiler, el señor Pertwee me preguntó si había pensado en algún patrón. Y el hecho de que no fuera así también era una suerte (parecía que ese día la fortuna me acompañaba a todas partes), pues Pertwee estaba seguro de que lo mejor que podía hacer era mantener a Goyles, que estaba a cargo del yate en aquel momento, porque era un patrón excelente, según me aseguró el señor Pertwee, un hombre que conocía el mar del mismo modo en que un hombre conoce a su propia esposa y que nunca había perdido una vida.
Aún era temprano y el yate estaba amarrado en Harwich. Así que me subí al tren de las diez cuarenta y cinco en Liverpool Street y a eso de la una estaba hablando con el señor Goyles en cubierta. Era un hombre corpulento, de modales paternales. Le conté mi idea, que consistía en costear las islas holandesas y luego acercarnos hasta Noruega. Me contestó: «A la orden, señor», y pareció entusiasmado con el viaje, y dispuesto, según dijo, a disfrutarlo. Pasamos a la cuestión de las provisiones, detalle que pareció aumentar su entusiasmo. Confieso que la cantidad de comestibles sugerida por el señor Goyles me sorprendió. Si corrieran los tiempos de Drake y los piratas del Caribe, habría temido que se estuviera preparando para algo ilegal. Sin embargo, sonrió con su aire paternal y me aseguró que no exagerábamos en absoluto. Lo que sobrara se lo repartiría la tripulación que se lo llevaría a casa, pues parece que esa era la costumbre. A mí, en cambio, me pareció que aquello sería suficiente para abastecerlos durante todo el invierno, pero no quise pasar por tacaño y guardé silencio. La cantidad de bebida requerida también me sorprendió. Calculé lo que necesitaríamos nosotros, y luego Goyles habló por boca de la tripulación. He de decir en su favor que tenía a sus hombres en gran consideración.
—No tenemos la intención de celebrar nada parecido a una bacanal, señor Goyles —le sugerí.
—¡Una bacanal! —replicó—. Pero si eso solo es para añadir unas gotas al té.
Me explicó que su lema era: «Busca a hombres buenos y trátalos bien».
—Así trabajarán mejor —añadió el señor Goyles—, y volverán cuando se les necesite.
Personalmente, yo no tenía ningún interés en que volvieran. Aún no los conocía y ya empezaba a tenerles cierta aversión: me parecía una tripulación codiciosa y glotona. Pero el señor Goyles fue tan jovialmente categórico, y yo era tan bisoño, que dejé que se saliera de nuevo con la suya. Y me prometió que también sobre este asunto se encargaría de que nada se echara a perder.
También le permití que se ocupara del reclutamiento de la tripulación. Me dijo que lo haría de buen grado y que solo necesitaría a dos hombres y un muchacho. Si se refería a la liquidación de las vituallas y de las bebidas, creo que se quedaba corto, aunque es posible que se refiriese a la navegación del yate.
Pasé por el sastre y le encargué un traje de regatista y un sombrero blanco, que me prometieron que confeccionarían de prisa y que tendrían listo a tiempo, y luego fui a casa a contarle a Ethelbertha todo lo ocurrido. Su alegría solo quedó empañada por una reflexión: ¿podría la modista hacerle a tiempo un vestido de regatista para ella? Es tan típicamente femenino.
Nuestra luna de miel, que habíamos celebrado poco tiempo atrás, resultó algo breve, así que decidimos no invitar a nadie y tener el yate para nosotros solos. Y gracias a Dios que lo decidimos así. El lunes nos pusimos las nuevas galas, y partimos. He olvidado qué vestía Ethelbertha, pero, fuese lo que fuese, su aspecto era encantador. Mi traje era azul marino adornado con un fino ribete blanco que, creo, surtía un gran efecto.
Goyles nos esperaba en cubierta y nos dijo que el almuerzo estaba preparado. Debo admitir que Goyles se había asegurado los servicios de un cocinero bastante capaz. En cuanto a las habilidades de los demás miembros de la tripulación, no tuve oportunidad de juzgarlas. Pero si hablo de ellos en estado de reposo, puedo decir que me parecieron muy alegres.
Mi idea era que tan pronto como la tripulación terminara su almuerzo leváramos anclas. Mientras, yo me fumaría un cigarro, y con Ethelbertha a mi lado y apoyados en la borda contemplaríamos los blancos acantilados de la patria desaparecer progresivamente por la línea del horizonte. Ethelbertha y yo cumplimos con nuestra parte del programa y luego esperamos en la soledad de la cubierta.
—Parece que se lo están tomando con calma —señaló Ethelbertha.
—Si durante estos catorce días —dije— deben comerse la mitad de lo que hay en este yate, necesitarán invertir bastante tiempo en cada comida. Es mejor no meterles prisa o no podrán ni con una cuarta parte.
—Se habrán echado una siesta —dijo Ethelbertha más tarde—, pronto será la hora del té.
Ciertamente, estaban muy callados. Fui a proa y llamé al capitán Goyles desde la escalerilla. Lo llamé tres veces y entonces subió lentamente. Parecía más pesado y más viejo que antes. Llevaba un cigarro apagado colgando del labio.
—Cuando esté listo, capitán Goyles —dije—, zarpamos.
El capitán Goyles se quitó el cigarro de la boca.
—Hoy no, señor —replicó él—, con su permiso.
—¿Qué pasa hoy? —pregunté. Sé que los marineros son gente supersticiosa y pensé que quizá el lunes era considerado un día de malos augurios.
—El día es perfecto —respondió el capitán Goyles—. Es en el viento en lo que pienso. No parece que vaya a cambiar.
—¿Pero necesitamos que cambie? —pregunté—. Me parece que sopla desde donde debe hacerlo, y viene a morir justo detrás de nosotros.
—Sí, sí —dijo el capitán Goyles—, morir es la palabra justa, y pronto moriríamos, y no lo quiera la Providencia, si zarpáramos ahora. Verá usted, señor —explicó en respuesta a mi expresión de asombro—, esto es lo que llamamos viento de tierra, es decir, el que sopla, como si dijéramos, directamente desde tierra.
Cuando me di cuenta de ello tuve que darle la razón: el viento soplaba de tierra.
—Puede cambiar por la noche —dijo el capitán Goyles, más esperanzado—, de todas maneras, no sopla con violencia y el yate navega bien.
El capitán volvió a colgarse el cigarro del labio y yo regresé a popa y le expliqué a Ethelbertha la razón del retraso. Ethelbertha, que parecía mucho menos animada que al subir a bordo, quería saber por qué no podíamos navegar cuando el viento soplaba desde tierra.
—Si no soplara de tierra —dijo ella— soplaría desde el mar, y eso nos mandaría a la costa de nuevo. A mí me parece que este viento es precisamente el que necesitamos.
—Eso es por tu inexperiencia en estos asuntos, mi amor. Parece que es el viento que necesitamos, pero no lo es. Es lo que llamamos viento de tierra, y el viento de tierra siempre es muy peligroso.
Ethelbertha quería saber por qué el viento de tierra era muy peligroso.
Su reticencia me molestó un poco. Quizá estaba algo malhumorado, el monótono vaivén de un pequeño yate fondeado deprime el ánimo más ardiente.
—No puedo explicártelo —repliqué, que además era verdad—, pero navegar con este viento sería de máxima temeridad, y yo te quiero demasiado, querida, para exponerte a riesgos innecesarios.
Aquella me pareció una conclusión bien clara pero Ethelbertha simplemente replicó que, vistas las circunstancias, habría preferido no embarcar hasta el martes y se derrumbó.
A la mañana siguiente el viento soplaba del norte. Me levanté temprano y se lo señalé al capitán Goyles.
—Sí, sí, señor —respondió—, es una lástima, pero no puede evitarse.
—¿No cree posible que zarpemos hoy? —aventuré.
No se enfadó conmigo, simplemente se rio:
—Bien, señor, si usted quisiera dirigirse a Ipswich, diría que no podríamos esperar nada mejor, pero como nuestro destino es, como bien sabe, la costa holandesa, pues ahí tiene.
Le llevé la noticia a Ethelbertha y decidimos pasar el día en la costa. Harwich no es una ciudad muy alegre y al anochecer ya se la puede llamar aburrida. Tomamos té y berros en Dovercourt y luego regresamos al embarcadero a esperar que el capitán Goyles llegara con el bote. Lo esperamos durante una hora. Cuando llegó estaba más alegre que nosotros. Si él mismo no me hubiera dicho que nunca bebía más que un vaso de grog caliente por la noche, habría asegurado que estaba borracho.
Al día siguiente el viento soplaba del sur, lo que provocó una cierta inquietud en el capitán Goyles. Al parecer resultaba tan peligroso zarpar como quedarnos donde estábamos. Nuestra única esperanza era que cambiara antes de que pasara nada. Ethelbertha empezaba a sentir antipatía hacia el yate y decía que preferiría pasar una semana en una máquina de baño a estar allí, porque al menos una máquina de baño se estaba quieta.
Pasamos otro día en Harwich, y aquella noche y la siguiente, como el viento seguía soplando del sur, dormimos en el hotel King’s Head. El viernes el viento soplaba directamente del este. Encontré al capitán Goyles en el embarcadero y le sugerí que, bajo aquellas circunstancias, podríamos zarpar. Pareció irritarse ante mi insistencia.
—Si usted supiera un poco más sobre estos asuntos, señor —dijo—, vería por sí mismo que es imposible. El viento sopla directamente de mar.
—Capitán Goyles, dígame qué es lo que he alquilado. ¿Un barco o una casa flotante?
Mi pregunta le sorprendió.
—Es un yate.
—Lo que quiero decir —proseguí— es si puede moverse o debe permanecer aquí quieto. Si debe permanecer quieto, dígamelo con franqueza y traeremos algunas macetas de hiedra para que crezca sobre los ojos de buey, pondremos flores y un toldo en la cubierta y haremos que esto quede bien bonito. Si, por el contrario, puede moverse…
—¿Moverse? —interrumpió el capitán Goyles—. Si tenemos el viento adecuado y favorable detrás del Pícaro…
—¿Y cuál es el viento favorable? —le pregunté. El capitán Goyles se mostró confuso—. Durante esta semana —proseguí—, hemos tenido viento del norte, del sur, del este y del oeste… con variaciones. Si conoce algún otro punto de la brújula desde donde pueda soplar, dígamelo y esperaré. De lo contrario y si el ancla no ha echado raíces en el fondo del océano, zarparemos hoy y veremos qué pasa.
Comprendió la firmeza de mi determinación.
—Muy bien, señor —respondió—. Usted es el amo y yo estoy aquí para obedecerle. Solo tengo un hijo que aún depende de mí, gracias a Dios, y no dudo de que sus albaceas testamentarios cumplirán su cometido y se ocuparán de mi parienta.
Aquella solemnidad me impresionó.
—Señor Goyles —dije—, sea sincero conmigo. ¿Hay alguna esperanza de que el clima sea el adecuado para que podamos salir de este condenado agujero?
El capitán recobró su habitual cordialidad.
—Verá usted, señor, estas costas son muy características. Todo irá bien si conseguimos alejarnos de ellas, pero zarpar en un cascarón como este…, bueno, para serle sincero, señor, hay que pensárselo un poco.
Dejé al capitán Goyles con la seguridad de que observaría el clima como una madre vigila el sueño de su bebé; el símil fue suyo y me llegó al alma. A las doce lo vi de nuevo: contemplaba el cielo desde la ventana del pub Ancla y Cadena.
A las cinco en punto de la tarde tuve un golpe de suerte: en medio de High Street me encontré con un par de amigos navegantes que estaban en tierra por culpa de una avería en el timón. Les conté mi aventura y parecieron menos sorprendidos que divertidos. El capitán Goyles y los dos marineros continuaban observando el clima. Corrí al King’s Heady avisé a Ethelbertha. Los cuatro nos fuimos tranquilamente al embarcadero, donde encontramos el yate. A bordo solo estaba el muchacho. Mis dos amigos se hicieron cargo del Pícaro y a eso de las seis navegábamos rápida y alegremente costa arriba.
Aquella noche fondeamos en Aldborough y al día siguiente alcanzamos Yarmouth, donde, como mis amigos tenían que quedarse, decidí abandonar el yate. Por la mañana, temprano, vendimos los suministros en subasta pública en la playa de Yarmouth. Perdí dinero, pero tuve la satisfacción de fastidiar al capitán Goyles. Dejé el Pícaro a cargo de un marinero local que por un par de soberanos se comprometió a gobernarlo de vuelta a Harwich y nosotros regresamos a Londres en tren. Seguro que hay yates distintos al Pícaro y patrones que no se parecen al señor Goyles, pero aquella experiencia me provocó prejuicios contra unos y otros.
George también pensó que un yate nos acarrearía una buena cantidad de responsabilidades, así que desechamos la idea.
—¿Y qué tal el río? —sugirió Harris—. Hemos pasado momentos muy agradables.
George dio una calada a su cigarro en silencio y yo casqué otra nuez.
—El río ya no es lo que era —dije—. No sé exactamente qué pasa, pero hay algo en el río, quizá sea la humedad, que me provoca lumbago.
—A mí me pasa lo mismo —agregó George—. No sé por qué, pero ahora ya nunca duermo bien en la cercanía del río. En primavera pasé una semana en casa de Joe, y cada tarde me despertaba a las siete y ya no podía pegar ojo.
—Era una simple sugerencia —observó Harris—. Personalmente, tampoco creo que me siente bien, me afecta a la gota.
—Lo que a mí me conviene es el aire de la montaña —dije—. ¿Qué os parece si vamos de excursión por Escocia?
—En Escocia siempre hay humedad —dijo George—. Estuve tres semanas en Escocia y no hubo manera de que estuviera seco ni un solo día… Vaya, no en ese sentido.
—En Suiza se está bastante bien —dijo Harris.
—Ellas no nos dejarán ir a Suiza solos —objeté—. Ya sabes lo que pasó la última vez. Ha de ser un lugar donde ninguna mujer o niño criados con delicadeza sean capaces de vivir, un país de malos hoteles, incómodo para viajar, donde pasemos dificultades, nos esforcemos mucho, quizá incluso pasemos hambre…
—¡Calma! —interrumpió George—. ¡Calma, por favor! No olvidéis que yo vendré con vosotros.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Harris—. ¡Una excursión en bicicleta!
George mostró una expresión de duda.
—En una excursión en bicicleta hay que subir muchas cuestas y el viento siempre sopla en contra —dijo.
—Pero también hay bajadas y el viento sopla a favor —señaló Harris.
—¡Pues nunca me lo ha parecido! —dijo George.
—¿No se os ocurre nada mejor que una excursión en bicicleta? —persistió Harris.
Yo me sentía inclinado a darle la razón.
—Y os diré por dónde —continuó—. Por la Selva Negra.
—¡Pero si allí todo son cuestas! —se quejó George.
—No todo —replicó Harris—. Quizá unas dos terceras partes. Y hay algo que olvidas.
Miró a su alrededor con cautela y bajó el tono hasta hablar en un susurro:
—Hay pequeños ferrocarriles que suben esas cuestas, una especie de trenes cremallera que…
La puerta se abrió y apareció la señora Harris para decirnos que Ethelbertha ya se estaba poniendo el sombrero y que Muriel, cansada de esperar, ya había recitado La fiesta del té del Sombrerero Loco sin nosotros.
—En el club. Mañana a las cuatro —me susurró Harris al levantarse, y al subir las escaleras yo se lo dije a George.