Читать книгу Rebelión en la granja - Джордж Оруэлл - Страница 6
ОглавлениеCAPÍTULO I
El señor Jones, de la Granja Señorial, había cerrado con llave los gallineros al caer la noche, pero estaba demasiado borracho para acordarse de cerrar las trampillas. Con el haz de luz de su farol bailando de un lado a otro, cruzó el patio dando bandazos, se quitó las botas en la puerta trasera, se echó un último vaso de cerveza del barril de la trascocina y se dirigió a la cama, donde ya roncaba la señora Jones.
Tan pronto como se apagó la luz del dormitorio, hubo una agitación y un aleteo en todos los edificios de la granja. Durante el día se había corrido la voz de que el Viejo Comandante, el premiado verraco de raza blanca mediana, había tenido un sueño extraño la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales. Se había acordado que todos debían reunirse en el establo principal en cuanto no hubiera peligro de que el señor Jones fuera a descubrirlos. El Viejo Comandante (así lo llamaban siempre, aunque había sido exhibido con el nombre de El Esplendor de Willingdon) era tan apreciado en la granja que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño con tal de escuchar lo que tenía que decir.
En un extremo del establo principal, en una especie de plataforma elevada, el Comandante ya se había instalado en su lecho de paja, bajo un farol que colgaba de una viga. Tenía doce años y últimamente había engordado bastante, pero seguía siendo un cerdo de aspecto majestuoso, de apariencia sabia y benevolente a pesar de que nunca le hubieran limado los colmillos. Al poco tiempo, comenzaron a llegar los demás animales y se acomodaron según sus propias costumbres. Primero aparecieron los tres perros: Campanilla, Enteco y Roñica, y luego los cerdos, que se colocaron en la paja dispuesta de inmediato frente a la plataforma. Las gallinas se posaron en los alféizares de las ventanas, las palomas subieron revoloteando hasta las vigas, las ovejas y las vacas se tumbaron detrás de los cerdos y empezaron a rumiar. Los dos caballos percherones, Púgil y Trébol, entraron juntos, caminando muy lentamente y apoyando sus enormes y peludas pezuñas con gran cuidado de no pisar a ningún animalito que hubiera oculto en la paja. Trébol era una robusta yegua maternal que se acercaba a la mediana edad y que nunca recuperó su figura después de su cuarto potro. Púgil era una bestia enorme, de casi dos metros de altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos. Le cruzaba el hocico una raya blanca que le otorgaba una apariencia algo estúpida y, de hecho, no tenía una inteligencia excelente, pero era respetado unánimemente por su firmeza de carácter y tremenda capacidad de trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo de la granja y el de peor carácter. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía, por lo general era para hacer algún comentario cínico; por ejemplo, decía que Dios le había dado una cola para ahuyentar a las moscas, pero que hubiera preferido no tener cola ni moscas. No se juntaba con los animales de la granja y nunca se reía. Si le preguntaban por qué, respondía que no veía nada de que reírse. Sin embargo, y aunque no lo admitiera abiertamente, sentía devoción por Púgil; los dos solían pasar los domingos juntos en el pequeño potrero que había al otro lado del huerto, pastando uno al lado del otro y sin pronunciar palabra.
Los dos caballos acababan de tumbarse cuando una camada de patitos, que había perdido a su madre, entró en el establo, parpando débilmente y vagando de un lado a otro en busca de un lugar donde no los pisotearan. Trébol hizo una especie de muro alrededor de ellos con su gran pata delantera, y los patitos se acurrucaron en su interior y se durmieron rápidamente. En el último momento, Maribella, la tonta y bonita yegua blanca que tiraba del carro del señor Jones, entró remilgadamente, masticando un terrón de azúcar. Ocupó un lugar cerca de la parte delantera y comenzó a coquetear agitando su melena blanca, esperando llamar la atención sobre los lazos rojos con los que estaba trenzada. Por último, llegó la gata, que miró a su alrededor, como de costumbre, buscando el lugar más cálido, y finalmente se apretujó entre Púgil y Trébol; allí ronroneó satisfecha durante todo el discurso del Comandante sin escuchar ni una palabra de lo que dijo.
Ahora todos los animales se hallaban presentes excepto Agüero, el cuervo domesticado, que dormía encaramado detrás de la puerta trasera. Cuando el Comandante vio que todos se habían acomodado y lo esperaban con atención, se aclaró la garganta y comenzó a decir:
—Camaradas, ya saben acerca del extraño sueño que tuve anoche. Pero volveré a él más tarde. Primero, tengo que decir otra cosa. No creo, camaradas, que permanezca con ustedes muchos meses más y, antes de morir, siento que es mi deber transmitirles la sabiduría que he adquirido. He gozado de una vida larga, he tenido mucho tiempo para pensar mientras yacía solo en mi establo, y creo que puedo afirmar que entiendo la naturaleza de la vida en esta tierra tan bien como cualquier otro animal viviente. Es de esto de lo que quiero hablarles.
”Y bien, camaradas, ¿cuál es la naturaleza de nuestra existencia? Afrontémoslo: nuestras vidas son miserables, sufridas y breves. Nacemos, se nos provee la cantidad de comida justa para mantener el aliento en nuestros cuerpos, y aquellos de nosotros que somos capaces nos vemos obligados a trabajar hasta agotar el último reducto de nuestras fuerzas; y en el mismo instante en que nuestra utilidad llega a su fin, somos masacrados con una crueldad espantosa. Ningún animal en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o del esparcimiento después de su primer año de vida. Ningún animal en Inglaterra es libre. La vida de un animal es pura miseria y esclavitud: ésta es la pura verdad.
”Pero ¿forma esto simplemente parte del orden de la naturaleza? ¿Se debe a que esta tierra nuestra es tan pobre que no puede permitir una vida digna a quienes habitan en ella? ¡No, camaradas, mil veces no! El suelo de Inglaterra es fértil, su clima benigno, capaz de proporcionar alimento en abundancia a un número de animales mucho mayor de los que ahora lo ocupan. Esta simple granja nuestra podría albergar a una docena de caballos, veinte vacas, cientos de ovejas… y todos ellos disfrutarían de una comodidad y una dignidad que ahora se encuentran casi más allá de nuestra imaginación. ¿Por qué continuamos entonces en esta condición miserable? Porque prácticamente la totalidad del producto de nuestro trabajo nos lo arrebatan los seres humanos. Ahí, camaradas, se halla la respuesta a todos nuestros problemas. Se resume en una única palabra: el Hombre. El Hombre es el único enemigo real que tenemos. Eliminemos al Hombre del mapa, y la causa fundamental del hambre y del exceso de trabajo quedará erradicada para siempre.
”El Hombre es la única criatura que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado, es incapaz de correr lo suficientemente rápido para atrapar conejos. Sin embargo, es el señor de todos los animales. Los pone a trabajar, les retribuye con lo mínimo que les impedirá morir de hambre, y el resto se lo queda para él. Con nuestro esfuerzo se labra la tierra, con nuestro estiércol se fertiliza y, sin embargo, ninguno de nosotros posee más que su propio pellejo. Ustedes, vacas que están ante mí, ¿cuántos miles de litros de leche les han ordeñado durante este último año? ¿Y qué le ha pasado a esa leche que debería haber servido para criar terneros robustos? Hasta la última gota ha ido a parar a las gargantas de nuestros enemigos. Y ustedes, gallinas, ¿cuántos huevos han puesto en este último año y cuántos de ellos se han convertido en polluelos? La gran parte ha ido a parar al mercado a cambio de dinero para Jones y sus hombres. Y tú, Trébol, ¿dónde están esos cuatro potros que pariste y que deberían haber sido el sostén y regocijo de tu vejez? Cada uno de ellos se vendió al cumplir el primer año de edad… nunca volverás a verlos. A cambio de tus cuatro partos y toda tu labor en el campo, ¿qué has recibido en retribución, salvo raciones escasas y una cuadra?
”Y ni siquiera se nos permite que las vidas miserables que llevamos alcancen su duración natural. Yo no tengo de qué quejarme, porque soy uno de los afortunados. He llegado a los doce años de vida y he tenido más de cuatrocientos hijos. Tal es la vida natural de un cerdo. Pero, al final, ningún animal escapa al cuchillo cruel. Ustedes, jóvenes puercos que están sentados frente a mí, cada uno de ustedes gritará cuando acaben con su vida dentro de un año. A tal horror debemos llegar todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas, cada uno de nosotros. Ni siquiera a los caballos y a los perros les aguarda un destino mejor. Tú, Púgil, el mismo día en que esos grandes músculos tuyos pierdan su poder, Jones te venderá al matarife, y éste cortará tu garganta y hervirá tu carne para los raposos. En cuanto a los perros, cuando envejezcan y pierdan los dientes, Jones les atará un ladrillo al cuello y los ahogará en la charca más cercana.
”¿No está claro, entonces, camaradas, que todos los males de esta vida nuestra surgen de la tiranía de los seres humanos? Deshagámonos del Hombre, y el fruto de nuestro trabajo será nuestro. Casi de la noche a la mañana podríamos ser ricos y libres. ¿Qué debemos hacer entonces? ¡Trabajar día y noche, en cuerpo y alma, por el derrocamiento de la raza humana! Éste es mi mensaje para ustedes, camaradas: ¡Rebelión! No sé cuándo vendrá esta Rebelión, puede ser en una semana o dentro de cien años, pero sé, con la misma certeza que veo esta paja bajo mis pies, que tarde o temprano se hará justicia. ¡Que sea éste su objetivo, camaradas, durante el breve resto de sus días! Y, sobre todo, transmitan este mensaje mío a quienes vengan después de ustedes, para que las generaciones futuras continúen su lucha hasta la victoria.
”Y recuerden, camaradas, su resolución no debe flaquear. Ningún argumento debe desviarlos. Jamás escuchen a quienes les digan que el Hombre y los animales comparten un interés común, que la prosperidad de uno es la prosperidad de los demás. Es todo mentira. El Hombre no sirve a los intereses de ninguna criatura salvo a los de sí mismo. Y entre nosotros los animales que exista perfecta unidad, perfecta camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.
En ese momento se produjo un tremendo alboroto. Mientras el Comandante hablaba, cuatro ratas enormes habían salido a hurtadillas de sus agujeros y se habían sentado sobre sus cuartos traseros para escucharlo. Los perros las habían atisbado de repente, y fue sólo gracias a una rápida carrera de regreso hacia sus agujeros que salvaron la vida. El Comandante alzó su pezuña para requerir silencio.
—Camaradas —dijo él—, aquí hay un punto que debe ser resuelto. Las criaturas salvajes, como las ratas y los conejos, ¿son nuestras amigas o nuestras enemigas? Sometámoslo a votación. Propongo esta cuestión a los congregados: ¿son las ratas camaradas?
La votación se efectuó de inmediato y se acordó por una abrumadora mayoría que las ratas eran camaradas. Sólo hubo cuatro disidentes, los tres perros y la gata, quien luego se descubrió que había votado en ambos bandos. El Comandante continuó:
—Me queda poco más que decir. Simplemente repito, recuerden siempre su deber de hostilidad hacia el Hombre y todas sus costumbres. Todo lo que camina sobre dos patas es un enemigo. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tiene alas, es un amigo. Y recuerden también que, en la batalla contra el Hombre, no debemos llegar a asemejarnos a él. Incluso cuando lo hayan vencido, no adopten sus vicios. Ningún animal debe vivir en una casa ni dormir en una cama, ni vestir ropas, ni beber alcohol, ni fumar tabaco, ni tocar dinero, ni dedicarse al comercio. Todos los hábitos del Hombre son nocivos. Y, por encima de todo, ningún animal debe tiranizar jamás a los de su propia especie. Débiles o fuertes, inteligentes o necios, todos somos hermanos. Ningún animal debe matar jamás a otro animal. Todos los animales somos iguales.
”Y ahora, camaradas, les hablaré acerca de mi sueño de anoche. No puedo describírselo. Era un sueño que mostraba cómo será la tierra cuando el Hombre haya desaparecido. Pero me recordó algo que había olvidado hace mucho tiempo. Años atrás, cuando apenas era un cerdito, mi madre y las otras cerdas solían tararear una vieja canción de la que sólo conocían la melodía y las tres primeras palabras. Aprendí esa melodía en mi infancia, pero hacía mucho tiempo que se había desvanecido de mi memoria. Anoche, sin embargo, la recordé en mi sueño. Y, lo que es más, también rememoré la letra de la canción, estoy seguro de que era cantada por los animales del pasado, cuya memoria se había perdido durante generaciones. Les cantaré esa canción ahora, camaradas. Soy viejo y mi voz está ronca, pero cuando les haya enseñado la melodía, podrán cantarla mejor ustedes mismos. Se llama “Bestias de Inglaterra”.
El Viejo Comandante se aclaró la garganta y empezó a cantar. Como había dicho, su voz era ronca, pero entonaba bastante bien, y se trataba de una melodía conmovedora, una mezcla entre “Clementine”* y “La cucaracha”. La letra decía así:
Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda,
bestias de toda tierra y región,
escuchen mis buenas nuevas
de un dorado tiempo mejor.
Tarde o temprano llegará el día,
el Hombre tirano será derrocado
y los fértiles prados de Inglaterra
sólo por las bestias serán hollados.
Las anillas desaparecerán de nuestros hocicos
y los arneses de nuestros lomos,
embocadura y espuela se oxidarán para siempre,
los látigos crueles no nos abatirán como el plomo.
Inimaginables y abundantes riquezas:
trigo y cebada, avena y heno,
trébol, frijoles y remolachas…
en ese día todo será pleno.
Refulgirán brillantes los campos de Inglaterra,
más puras serán sus fuentes,
más suaves soplarán sus brisas,
el sufrimiento acabará finalmente.
Todos hemos de trabajar para que llegue ese día,
aunque muramos antes del amanecer;
vacas y caballos, gansos y pavos,
todos debemos esforzarnos por vencer.
Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda,
bestias de toda tierra y región,
escuchen bien y difundan mis buenas nuevas
de un dorado tiempo mejor.
La cadencia de esta canción transportó a los animales al más salvaje entusiasmo. Casi antes de que el Comandante hubiera finalizado, habían comenzado a cantarla ellos mismos. Incluso los más estúpidos habían captado la melodía y algunos fragmentos de la letra, y en cuanto a los inteligentes, como los cerdos y los perros, se aprendieron de memoria la canción completa en unos minutos. Y entonces, tras algunos intentos preliminares, la granja entera estalló en el canto de “Bestias de Inglaterra” a un formidable unísono. Las vacas la mugían, los perros la gañían, las ovejas la balaban, los caballos la relinchaban, los patos la graznaban. Estaban tan encantados con la tonada que la corearon cinco veces seguidas y podrían haber continuado cantándola toda la noche si no hubieran sido interrumpidos.
Desafortunadamente, el alboroto despertó al señor Jones, quien saltó de la cama, convencido de que había entrado un zorro en el establo. Empuñó la escopeta que permanecía siempre en un rincón de su dormitorio y disparó un cartucho número seis hacia la oscuridad. Los perdigones se incrustaron en la pared del establo y la reunión se disolvió apresuradamente. Todos huyeron a sus correspondientes lugares para dormir. Los pájaros revolotearon a las partes más elevadas, los animales se acomodaron en la paja y, al momento, toda la granja cayó en un profundo sueño.
* “Oh My Darling Clementine” es una canción popular estadunidense cuya autoría nunca se ha establecido claramente, pero que según Gerald Brenan proviene de la balada de origen español “¿Dónde vas, buen caballero?”, y que fue transmitida a los mineros anglohablantes por los buscadores de oro mexicanos durante la Fiebre del Oro de California en el siglo XIX. (N. del t.)