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Antes de Isabelle no sabía nada de sexo.

Antes de Isabelle no conocía la libertad.

Antes de Isabelle no conocía París, donde el sexo y la libertad son dos de sus temas eternos.

Antes de Isabelle no sabía nada de la vida.

Antes de Isabelle…

Visto desde la perspectiva que te dan los recuerdos…

Antes de Isabelle no era más que un chaval.

¿Y después de Isabelle?

Después del «antes» y antes del «después»… En eso se sustentan todas las historias. Sobre todo aquellas que están eclipsadas por asuntos íntimos.

Y con Isabelle siempre fue una cuestión íntima. Incluso cuando no pasábamos la tarde en los brazos del otro.

Las tardes e Isabelle.

La trayectoria exhaustiva de este pequeño relato que, para mí, es una gran historia. Porque es la historia de mi vida.

Todas las vidas son relatos fugaces. Es precisamente eso lo que hace que mi narrativa, tu narrativa, nuestra narrativa, sea fundamental. Cada vida tiene su propio significado, sin importar lo efímero o secundario que pueda resultar. Cada vida es una novela. Y cada vida, si se lo permiten, disfruta de sus tardes con Isabelle. Donde todo es posible e infinito, y tan fugaz como una tormenta de arena en el Sáhara.

Las tardes e Isabelle.

Ese lugar en el que, en un punto de inflexión de mi vida, me crucé con el constructo más escurridizo: la felicidad.

*

París.

La primera vez que la vi fue cuando tenía veintiún años, allá por 1978. Eran las ocho y dieciocho de la mañana, según mi reloj de pulsera. Tres minutos después, pasé bajo el reloj de estilo art déco suspendido sobre los gélidos terrenos de la Gare du Nord.

Enero en París. Todo noir et blanc y una oscuridad que lo invade todo. Acababa de bajarme del tren nocturno procedente de Ámsterdam. Una travesía de ocho horas interrumpida por instantes de sueño fugaces mientras iba sentado completamente recto en un estrecho vagón. Durante todo el viaje pude sentir los efectos obnubilantes de la marihuana que había inhalado en un coffeeshop de Prinsengracht, justo antes de mi partida. A la entrada del metro había una pequeña panadería en donde, con un croissant y un café cortado, calmé los efectos de una noche en ayunas. Al lado había un tabac. Pagué tres francos por un paquete de Camel que me duró un día. Unos instantes después, como todos los demás que esperaban el tren de la ligne 5 con dirección sur, era totalmente esclavo del cigarrillo de primera hora de la mañana.

El metro. A estas horas tan próximas al amanecer, aún había margen para moverse en uno de sus vagones de segunda clase. Todo el mundo exhalaba nubes de humo y de aire helado. El metro de aquel entonces se caracterizaba por un olor penetrante a madera quemada y a axilas que no conocen el desodorante. Las tenues luces fluorescentes arrojaban un fulgor subterráneo de color aguamarina a sus vagones de madera. Y los carteles te invitaban a ceder tu asiento a los mutilados en la guerra.

Tenía la dirección de un hotel en Jussieu, en el distrito 5, no muy lejos del Jardin des Plantes. Era un hotel de medio pelo con un precio tirado: cuarenta francos por noche. Seis dólares americanos. Lo que me dejaba con otros cuarenta al día para alimentarme y comprar bebida e ir al cine y fumar cigarros y visitar cafeterías y…

No sabía cómo acabar esa frase. No tenía un plan secreto ni ninguna treta preconcebidos. Me acababa de graduar antes de lo previsto por una universidad estatal del Medio Oeste. Ya había aceptado una beca en una facultad de Derecho que garantizaba a sus graduados una trayectoria sin obstáculos hacia los niveles más altos de la sociedad.

Ahora que el dinero que papá había gastado en mi educación estaba justificado, por fin me merecía sus mayores alabanzas:

—Qué bien lo has hecho, hijo —me dijo.

Lo que no le pareció tan acorde con su visión del mundo fue que, una vez que las vacaciones de Navidad acabasen, yo cruzara el Atlántico en avión.

Mi padre. Un individuo distante y taciturno. No era un monstruo, ni un autoritario espantoso, pero estaba ausente. A pesar de que nunca viajaba y de que casi todos los días estaba en casa a las seis de la tarde. Era propietario de una pequeña empresa dedicada a los seguros compuesta por él y otros tres empleados. Su padre fue un soldado profesional al que todo el mundo se dirigía como «el coronel». Una vez, en un momento de rara sinceridad, después de que mi madre muriera debido a un cáncer virulento y veloz, papá me confesó que pasó la mayor parte de su infancia temiendo al hombre de la mano de hierro. Nunca fue severo conmigo, sobre todo porque siempre fui un chico prudente, un buen estudiante. Mantuve mi cabeza gacha y trabajé duramente con el objetivo de complacer a un padre que no era capaz de mostrarme demasiado afecto.

Mi madre era una estoica. Una mujer callada, maestra de profesión, que parecía resignada a su gélido destino junto al hombre con el que aceptó casarse. Nunca discutió con mi padre, siempre se mostró como un ama de casa hacendosa que me crio con la idea de convertirme en «un buen chico destinado a cosas más importantes». De ella heredé el interés por los libros. Me compró un atlas y me picó el gusanillo por conocer el mundo más allá de nuestras rústicas fronteras. A diferencia de papá, era cuidadosamente cariñosa conmigo. Sentí su amor, me quería a su manera, aunque de forma reposada.

Cuando enfermó, yo acababa de cumplir doce años. Mi miedo a perderla era inconmensurable. Seis semanas fue lo que duró la pesadilla, desde el diagnóstico hasta su muerte. Me dijeron que su cáncer era terminal cuando solo le quedaban diez días de vida. Yo sabía que estaba enferma. Pero ella escuchaba a mi padre y seguía negando que el final de su vida acechaba de manera irrevocable. Solo fue capaz de decirme directamente que se moría la noche antes de que se la llevaran a un hospital en Indianápolis, a una hora de casa. Los siguientes días, deambulé en un estado de trauma silencioso. Ese viernes, papá vino a la escuela sin avisar, hablando entre susurros con mi tutor y, después, me hizo señas para que me fuera con él. Cuando salimos me confesó:

—A tu madre solo le quedan unas horas de vida. Nos tenemos que dar prisa.

Pero cuando llegamos, mi madre ya estaba en coma. Mi padre dejó que el oncólogo de guardia hiciera lo propio y nos confirmase que no había esperanzas de que sobreviviera a esa noche. Mamá no salió nunca del coma. No pude hablar de nuevo con ella, ni decirle adiós.

Un año después de su muerte, mi padre me comunicó su intención de casarse con una mujer llamada Dorothy. La había conocido en su iglesia. Era contable. Poseía la misma faceta reservada que papá y me trataba con una amabilidad distante. Cuando me marché a la universidad estatal para empezar mi primer año de estudios allí, ella lo convenció para vender la casa familiar y adquirir una propiedad conjunta. Yo, de hecho, respiré aliviado cuando esto sucedió. Estaba satisfecho con que papá conociera a esta mujer tan esquiva. La presión de ser un apoyo para mi padre desapareció, incluso aunque él no hubiera demostrado necesitarlo ni por asomo. Porque eso hubiera significado mostrarse vulnerable frente a su hijo. Y papá nunca se lo hubiera permitido. Dorothy me dijo que considerase la habitación de invitados como mi hogar. Le di las gracias y la usé durante las festividades importantes como Acción de Gracias o Navidad, pero, por lo general, me mantuve alejado. Ambos dijeron lo que se esperaba de ellos cuando entré en la élite de las facultades de Derecho. Pero a mi padre, siendo como era un tipo que no confiaba en el enorme y horrible mundo más allá de su propia y reducida experiencia vital (nunca había salido del país, excepto cuando estuvo en la Marina durante la guerra), no le complació la idea de que me fuera a París.

—Hijo, lo teníamos que haber hablado.

—Lo estamos hablando ahora.

Y le expliqué sin alzar la voz cómo, gracias a todos esos veranos trabajando de asistente en un despacho de abogados local, a las diez horas por semana apilando libros en la biblioteca de la universidad y a mi esmero por ser tan austero como él me enseñó, había reunido el dinero suficiente como para asumir los gastos en los que pudiera incurrir durante unos meses más allá de las fronteras de Estados Unidos. La carga extra de trabajo que había asumido los dos últimos semestres suponía que me libraría de la universidad, y de los costes que esta conllevaba, en tan solo unas semanas.

—No estoy de acuerdo, hijo.

Pero no volvió a sacar el tema, especialmente después de que Dorothy le hiciera ver que le acababa de ahorrar unos cuantos miles de dólares al haber terminado mi carrera unos meses antes de lo estipulado. La noche que me fui, papá me llevó al aeropuerto e incluso me entregó un sobre con doscientos dólares en efectivo como un «regalo de despedida». Me dio uno de sus abrazos superficiales y me dijo que le escribiera de vez en cuando. Era su forma de decirme: «arréglatelas por tu cuenta». Aunque, a decir verdad, siempre lo había tenido que hacer.

En el metro, una mujer pocos años mayor que yo miraba detenidamente mi chaqueta de plumas azul, mi mochila y mis botas de montaña. Me la imaginaba juzgándome ipso facto: «Muchachito universitario estadounidense en el extranjero y perdido». Sentí la imperiosa necesidad de romper con ese cliché, de acabar con todas las limitaciones y el sistemático conformismo de mi vida hasta la fecha. Y quise pedirle su número de teléfono y decirle: «Ya verás cuando lleve un atuendo más a la moda». Pero no sabía francés.

En Jussieu había una tienda de excedentes del ejército en la que vendían chaquetones de marinero negros, importé des États-Unis. Me probé uno. Parecía un Kerouac errante. Valía cuatrocientos francos; un precio elevado para mí. Aunque era un abrigo que llevaría todos los días durante el invierno. Y era un abrigo que me permitiría integrarme en el paisaje urbano; me haría olvidarme de mi condición de estadounidense ansioso en el extranjero.

Y estaba ansioso.

Porque estaba solo. Y apenas conocía el idioma. Y no tenía amigos. Y carecía del sentido estricto que había definido mi vida hasta este momento.

La ansiedad es el vértigo de la libertad.

Y ahora tenía libertad.

Y París.

Y un chaquetón negro de marinero.

Y la sensación de que, por primera vez, mi vida era una tabula rasa.

Con frecuencia, empezar de cero puede causar pavor. Especialmente cuando has crecido con la creencia de que es necesario contar con una certeza delimitada.

Una vez en el hotel, pagué una semana de alojamiento, cogí la llave, subí por las escaleras y cerré la puerta, dando paso a unas cuantas horas en estado de inconsciencia. Me desperté pensando: «No me debo a nada ni a nadie».

Un descubrimiento desconcertante.

*

Mi habitación del hotel: una cama antigua de metal con un finísimo colchón. Un lavabo de porcelana con manchas y unos grifos parcialmente oxidados. Un armario de madera de caoba agujereado, una mesita de café antigua y una silla. Papel pintado floral amarillento por el paso de los años y el humo de los cigarrillos. Un pequeño radiador que no dejaba de repiquetear con un compás rítmico. Vistas al callejón. Paredes que dejaban escapar los sonidos; una ruidosa máquina de escribir, un hombre con una tos seca incesante. Aun así, dormí hasta bien entrada la tarde. El aseo estaba al final del pasillo. Un inodoro para evacuar de pie y en cuclillas. Horrible. Al lado, una cabina de ducha con una vieja cortina de vinilo verde y una manguera con una alcachofa. El agua estaba caliente. Me enjaboné el cuerpo y el pelo, eliminando así los restos de mi larga siesta. Usé la toalla de baño áspera que habían dejado sobre mi cama para secarme y taparme mientras corría de vuelta a mi habitación. Me vestí y salí a ver mundo.

Nevaba. París estaba emblanquecido. Tenía hambre; no había comido nada caliente desde hacía más de un día. Encontré un lugar pequeño escondido detrás del boulevard Saint-Michel: steak frites, medio litro de vino tinto, un crème caramel por veinticinco francos. «Estoy demasiado pendiente del dinero —pensé—, del precio y del valor contradictorio de todas las cosas». La moderación y el sacrificio habían sido los dos credos principales que me habían inculcado en casa desde bien pequeño. Me quería deshacer de ellos. Sin embargo, en cierto modo, también quería sobrevivir los siguientes cinco meses sin tener que volver corriendo a casa para buscar trabajo. El 1 de junio me esperaba una pasantía estival junto a un juez federal en Minneapolis. Pero, antes de todo ello, tenía por delante esta coyuntura, este espacio sin más obligaciones que mantenerme dentro de mi presupuesto.

Caminé la mayor parte de la noche, ajeno al frío y a la nieve que todavía caía. Si no has crecido rodeado de una grandeza urbanística épica, o de cualquier cosa que contenga tan siquiera un ápice de monumentalismo histórico, París te hace sentir diminuto. A pesar de que su arquitectura me deslumbró por completo, mi atención se centró en otros lugares: en las callejuelas y los laberintos de callejones estrechos. Se podía sentir que el sexo lo impregnaba todo, desde las mujeres de la noche pescando clientes en los bordes de las aceras hasta las parejas enmarañadas en abrazos apoyadas en las paredes, las farolas e incluso contra la barandilla de piedra del Pont Neuf. Seguí el recorrido del Sena; agua gélida y oscura en un movimiento incesante. Me daban envidia los amantes. Me daba envidia cualquiera que estuviera ligado a otra persona, que no se sintiera solo en la oscuridad.

Aprendí a andar sin rumbo.

Mi primera semana en París fue simplemente eso: una caminata prolongada sin dirección concreta. Ahora, para mí, amanecía sobre las diez de la mañana. Había una cafetería al lado del hotel en la que desayuné lo mismo todas y cada una de las mañanas: citron pressé, croissant, grand crème. Era un lugar frecuentado por trabajadores locales (basureros, trabajadores de las carreteras), así que era barato. El dueño: mala dentadura, ojos cansados, siempre profesional, siempre detrás de la barra. Al cuarto día, me saludó inclinando la cabeza: «La même chose?», me preguntó. Le respondí con un bonjour y otro saludo con la cabeza. Nunca nos dijimos nuestros nombres.

Un International Herald Tribune diario no tenía cabida en mi presupuesto, pero el dueño de la cafetería tenía la edición del día anterior todos los días detrás de la barra.

—Un compatriota tuyo del hotel siempre lo compra antes del desayuno y luego lo deja en la mesa cuando se marcha —me explicó.

O al menos es lo que creo que me dijo, ya que mi francés era precario.

Il arrive quand?

Me había comprado un cuaderno, una pluma estilográfica barata, un diccionario y un libro de verbos básicos. Me había fijado la tarea diaria de aprender diez palabras nuevas y de conjugar dos verbos en présent, passé composé et futur proche cada día.

—Todos los días a las siete. Creo que no duerme mucho. Un hombre cuya mirada es el fiel reflejo de una vida de penurias.

Me gustó tanto esa descripción —«Un homme aux yeux trop mâchés par la vie»— que la escribí en mi cuaderno.

El café se llamaba Le Select. Toda una contradicción puesto que no había nada de selecto en él. Era un lugar pequeño, básico, con un puñado de mesas y sin espacios destinados al ocio. Yo no tenía experiencia en cafeterías. Solo conocía las americanas, los diners, con café americano de filtro, con gramolas y linóleos sucios, y camareras que mascaban chicle y exhibían una sonrisa cansada. El alcohol formaba parte del ritual matutino del local. La mayoría de los basureros (les éboueurs) se bebían un calvados con el café, y un par de gendarmes pasaban a menudo a por su vin rouge escanciado de botellas de un litro sin etiqueta. Nunca pagaban por sus bebidas. En Le Select aprendí el arte de procrastinar intencionadamente. Me sentaba allí hasta bien entrada la mañana con mi desayuno, mi periódico del día anterior, mis cigarrillos, mi cuaderno y mi pluma estilográfica. Nunca me echaron, nunca me molestaron. Fue así como acabé captando una idea clave de las cafeterías: la sensación de comunidad improvisada y de refugio caluroso en medio de la fría indiferencia de las calles de la ciudad.

Alrededor del mediodía, me iba a merodear a otra parte, con frecuencia a los cines de la rue Champollion. Películas del oeste antiguas, cine negro clásico, musicales desconocidos, eventos dedicados a directores: Hitchcock, Hawks, Wells, Huston… Todo en versión original en inglés, con los subtítulos en francés paseando por la parte inferior de la pantalla. Un lugar en el que esconderse por diez francos cada séance.

Séance: una sesión, pero también una reunión. Una suerte de ritual donde encontrarse.

Otra palabra para mi cuaderno.

Decidí explorar a pie los veinte distritos. Frecuenté museos y galerías. Era un habitual de las librerías con libros en inglés. Iba a garitos de jazz en la rue des Lombards. Me comí un tayín por primera vez. Estaba desesperado por mantenerme ocupado; un antídoto a la soledad de mis días y noches. Me dije que vagar aplacaría la soledad. Sin embargo, caminar sin rumbo aumentó mi sensación de nostalgia. No era infeliz en París, era infeliz conmigo mismo y era incapaz de identificar el porqué. No echaba de menos mi hogar, ni añoraba en absoluto Estados Unidos. Disfrutaba de lo novedoso que tenía por delante. Pero la tristeza, como si de una mancha persistente se tratase, se negaba a desaparecer.

La pareja de la habitación de al lado siempre estaba discutiendo. El recepcionista nocturno —Omar, un bereber del sur de Marruecos— me dijo que eran serbios. Refugiados, siempre enfadados el uno con el otro.

—Su mundo se vendría abajo si fueran amables entre sí. Así que se aferran al enfado.

El sonido de la máquina de escribir también era una constante de las noches en el hotel. No me molestaba. Me afectaba como un metrónomo; el tac, tac, tac me arrullaba en el mundo de los sueños. Una noche de mi segunda semana, al llegar tarde de una séance en un club de jazz, vi que la puerta de mi vecino estaba entornada. El humo ensombrecía la luz del interior.

—Puedes entrar —dijo una voz entre una espesa bruma. Una voz americana.

Abrí la puerta y me encontré en una versión idéntica de mi habitación, salvo porque el inquilino la había tomado como su residencia a tiempo completo. Sentado en una silla de madera curvada había un chico de unos veintitantos. Pelo por los hombros, gafas redondas de acero, con un cigarrillo entre los dientes, con la mirada empañada.

—¿Eres mi vecino? —preguntó—. ¿Debería hablarte en mi pésimo francés?

—En inglés me va bien.

—¿El sonido al teclear no te deja dormir?

—No duermo con el abrigo puesto.

—Así que has visto mi puerta abierta… ¿y has decidido pasar a saludarme?

—Puedo marcharme.

—También puedes sentarte.

Así fue como conocí a Paul Most.

—Sí, escribo. No, no he publicado ni una sola palabra. No, no te voy a contar de qué trata mi novela, lo que demuestra un gran autocontrol por mi parte. Sí, soy de Nueva York y sí, tengo un fondo fiduciario lo suficientemente grande como para que sea mi perdición.

Era un refugiado de un padre autoritario, un banquero de inversiones. De clase alta. Con contactos. Park Avenue. Episcopal de Alta Iglesia.

—El combo colegio privado más Ivy League. Entré en Harvard. Me echaron de Harvard. Falta de interés en el trabajo. Dos años en la Marina Mercante. Ey, a Eugene O’Neill le fue bien. Volví a entrar en Harvard gracias a los contactos de papá. Aprobé por los pelos. Pasé un año en el Cuerpo de Paz, enseñando a casos perdidos en Alto Volta. Superé la gonorrea, la sífilis, la tricomoniasis. Cambié Uagadugú por París hace quince meses. Encontré este hotel, negocié un acuerdo y aquí paso las noches, escribiendo hasta entrada la madrugada.

—¿Tu padre no ha intentado llevarte a casa y meterte en el mundo de Wall Street?

—Papaíto me ha dado por perdido. Mientras estuve en Alto Volta, en un instante de locura ocasionado por la fiebre del dengue, respondí a la petición del Harvard Magazine para mandarles las llamadas «Class Notes», unas breves noticias personales de los graduados. ¿Y qué fue lo que les envié? «Paul Most, promoción del 74, convive en el oeste de África con un caso de gonorrea crónica». En fin, me pareció ingenioso.

—¿Lo publicaron?

—Qué va. Pero las paredes de los Ivy oyen. Papá me escribió a través del American Express de París para decirme que a partir de entonces estaba solo, sin su generosidad, ante el malvado y enorme mundo. Por supuesto, él sabía que no podía impedirme disfrutar del fondo que su padre había creado para sus cinco nietos. Me tenían que pagar mi parte de la cuota del interés del capital cuando cumpliera los veinticinco años… Eso pasó hace siete meses, casi al mismo tiempo que papá cortó la red. Ahora tengo una paga mensual de ochocientos dólares perfectamente establecida. Dado que he negociado un descuento con los dueños de esta morada descuidada a veinticinco francos la noche, tengo mi pequeña cama en París por poco más de cien dólares al mes. E incluso me cambian las sábanas dos veces por semana.

Entonces, me preguntó dónde me había criado. Se lo conté y su respuesta fue la siguiente:

—Menudo lugar pequeño y aburrido al que llamar hogar.

Le señalé el aguardiente, un Vieille Prune, y me sirvió un vaso. Cogí uno de sus Camel. Me preguntó dónde había ido a la universidad y le conté todo por lo que me preguntaba.

—Cielos, ¿no serás el señorito «universidad estatal»? ¿Y ahora qué estás haciendo? ¿Disfrutando de un gran tour tirado de precio antes de volver para formar parte de la aseguradora agraria de tu papi?

—Empiezo en la Facultad de Derecho de Harvard en septiembre.

Eso llamó su atención.

—¿De verdad?

—De verdad.

Chapeaux. Un camarada de Harvard.

«Y alguien que no entró gracias a papaíto».

Pero ese pensamiento se quedó en el tintero.

Cambió de tema y jamás volvió a preguntarme sobre mi vida. Aunque, tras dos cigarros y tres aguardientes, hizo este comentario:

—Sé por qué estabas detrás de mi puerta esta noche. La agonía de París. La ciudad es cruel para todo aquel que está por su cuenta. Ves que todo el mundo está interconectado y eso amplifica tu estatus de chiquillo perdido. Eso, y que vuelves a la vacía y barata cama.

—Ya somos dos.

—Oh, yo tengo a alguien. Solo que no está aquí esta noche. Pero tú estás solo y eres incapaz de conectar con nadie.

Quería contradecirle, protestar, reprocharle su crueldad. Sin embargo, sabía que eso me llevaría a una lucha dialéctica, que es donde él quería que acabase. Era consciente de la trampa que me estaba tendiendo, así que contesté:

—Culpable.

—Vaya, vaya, un hombre honesto.

—¿Alguna idea de cómo me puedo sentir menos solo aquí? —pregunté.

—Asumo que sabes poco o nada de francés.

—Lo básico. No puedo mantener una conversación.

—Te podría invitar a una fiesta mañana por la noche. La presentación de un libro de un amigo de Sabine.

—¿Quién es Sabine?

—La mujer que debería estar aquí esta noche. No me pidas explicaciones.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Un campesino con garra.

—No me crie en una granja —le espeté.

Respondió con una sonrisa de satisfacción.

—Si te invito, debo advertirte: ni seré tu acompañante, ni te presentaré a nadie.

—¿Entonces por qué me invitas?

—Porque has dicho que te sentías solo. Llamémoslo una obra de caridad.

Tomó un cuaderno y garabateó una dirección.

—Mañana por la noche a las siete.

Miró detenidamente mis vaqueros grises de campana, mi jersey marrón de cuello redondo, mi camisa azul con botonadura.

—Estamos en París. Quizá deberías ponerte algo negro.

*

Volví a la tienda de excedentes del ejército, donde me atendió el mismo hombre con cara de boxeador. Le dije lo que necesitaba y puntualicé que mi presupuesto era limitado. Me tomó las medidas de un vistazo. «Delgaducho», susurró. Después se fue a hurgar entre las estanterías. Sacó un jersey de cuello alto negro de lana que costaba treinta y cinco francos y un par de pantalones de lana negros por cuarenta y cinco francos. Tuvo que sacudirles el polvo antes de que me los probara. Me quedaban bien.

—Tengo unas botas de invierno negras de la Légion étrangère. De cuero suave y ya amoldadas. Calientes, pero no pesadas y con buena suela. Perfectas para París. Sesenta francos.

Me las probé. Me valían.

—Dame ciento diez francos por todo —agregó—. Ahora eres une symphonie en noir.

*

—Parece como si acabases de bajar del USS East Village.

Me saludó Paul Most casi antes de que entrara en la librería.

—Me dijiste que cambiara de estilo.

—Y veo que lo has hecho, marinero.

La librería se llamaba La Hune. Most estaba fuera fumando un Camel. Había una mujer con él, delgadísima, con el pelo encrespado, una chaqueta de motorista y una bufanda de seda negra.

—Esta es Sabine —explicó.

Le tendí la mano. Sabine contempló esta acción divertida y se inclinó y me dio un beso en cada mejilla.

—Mi amigo novato no tiene ni idea del protocolo local —replicó Most.

La respuesta de Sabine fue como un bofetón verbal.

Tu sais que je refuse de parler en anglais.

Most le respondió con un torrente de francés rápido en un tono que rozaba lo agresivo. Sabine hizo un puchero y le espetó:

T’es un con.

Le acababa de llamar imbécil. Oportuno.

—¿Has visto lo que has provocado? —me comunicó Most, sonriente.

Se dirigió a la puerta.

—Te veo en la barra.

La librería no era muy grande. Había estanterías repletas por todas partes, libros apilados, una multitud densa. Busqué la barra y eché mano al vino. Me choqué contra una estantería con un letrero que decía: Philo. Eché una ojeada y miré fijamente el desfiladero de volúmenes de Beauvoir, Deleuze, De Maistre, Democritus, De Morgan, Derrida, Descartes, Diderot, Dworkin…

Êtes-vous obsédé par les philosophes dont le nom commence par «D»?

La voz era tranquila, grave, en tono de broma. Me giré para encontrarme frente a una mujer con una gran melena roja y ondulada. Unos ojos intensos y verdes: transparentes, observadores e ingeniosos. Su cara era suave, con pecas, sin maquillaje. Llevaba un vestido, negro y ajustado, medias negras y botas negras. Con un cigarro entre los largos dedos, las cutículas un poco mordisqueadas. Un anillo de oro en el dedo anular izquierdo. Lo primero que pensé: vulnerable. Lo segundo: hermosa. Lo tercero: me he quedado prendado. Lo cuarto: maldigo ese anillo de matrimonio.

—¿Americano? —dijo.

—Eso me temo.

—No hace falta que te avergüences por ello.

Su inglés era inmaculado.

—Me avergüenzo de no saber francés. ¿Por qué hablas tan bien inglés?

—Práctica. Viví dos años en Nueva York. Debería haberme quedado, pero no lo hice.

—¿Y ahora?

—Ahora vivo aquí.

—¿A qué te dedicas?

Otra sonrisa divertida.

—Te gusta realizar interrogatorios. ¿Eres un abogado criminalista?

—Voy por ese camino. Déjame adivinar. ¿Eres profesora?

—¿Por qué tanta insistencia en saber lo que hago?

—Es mi necesidad natural de plantear preguntas.

—La curiosidad es digna de admiración. Soy traductora.

—¿Del inglés al francés?

—Y también del alemán al francés. Y viceversa.

—¿Dominas tres idiomas?

—Cuatro. Mi italiano es aceptable.

—Me siento un patán.

—No conozco esa palabra: «patán».

—Alguien proveniente de un lugar remoto, rústico. Un paleto.

—A ver si lo adivino, ¿el que inventó esa palabra era neoyorquino?

—Sin lugar a dudas.

Rebuscó en el diminuto bolso negro de cuero que llevaba colgado del hombro, y sacó un pequeño cuaderno negro y un bolígrafo plateado.

—¿Cómo se escribe «patán»?

Lo deletreé.

—Me encanta el argot. Es la verdadera naturaleza de los idiomas.

—Ponme un ejemplo de argot parisino.

Grave de chez grave.

Chez significa «en casa de», ¿no?

—Estoy impresionada; para ser alguien que dice no saber francés…

Le expliqué lo que hacía para aprender vocabulario.

—Qué diligencia. Entonces indudablemente no eres grave de chez grave, ya que significa «estúpido».

—A veces me siento así, estúpido.

—¿En general o solo aquí en París?

—Aquí. Ahora. En esta librería. Con toda esta gente inteligente y cosmopolita.

—¿Y te estás diciendo a ti mismo que no eres más que un «patán» —¿lo he pronunciado bien?— que proviene de un lugar remoto?

—Captas el argot con rapidez.

—Cuando eres traductora, las palabras lo son todo.

—Por lo tanto, también eres curiosa.

—Sin remedio.

Me rozó levemente el brazo, posando por un momento los dedos. Le sonreí y me devolvió la sonrisa.

—Me llamo Isabelle.

—Yo soy Sam. Es curioso que me hayas preguntado sobre los filósofos. Estaba mirando todos esos nombres en los lomos de los libros, todos los que empezaban por D, y no pude evitar pensar en lo limitados que son mis conocimientos.

—Pero te das cuenta de que tienes carencias, de que quieres aventurarte a lugares intelectuales que has evitado hasta ahora; es maravilloso. Para mí, la curiosidad lo es todo. Así que deja de llamarte «patán». Has llegado hasta aquí esta noche y has tropezado con un evento tan ridículamente parisino. ¿Conoces el libro que se está presentando o a la autora?

—Soy un intruso.

—Entonces, te admiro aún más si cabe. Mira hacia allí, a la mujer más bien menuda de rizos indomables. Ella es Jeanne Rocheferand. Philosophe. Normalienne. Será académicienne antes del fin de la década.

Era diminuta, de unos sesenta años, extremadamente delgada. Llevaba unos pantalones y una camiseta con estampado de leopardo. Tenía el pelo negro y abundante. Un chico de unos veintiocho años con aspecto de motorista francés y gafas de aviador verdes la rondaba. La charla le aburría y tenía la mano puesta sobre las nalgas de la mujer.

—No entiendo ninguno de esos conceptos —dije.

—¿Y por qué deberías hacerlo? Son importantes aquí, dentro de nuestro propio mundo. Quédate el suficiente tiempo, aprende el idioma y todo cobrará sentido.

—Tan solo me voy a quedar unos meses. Y me marcharé.

—Pues no aprenderás mucho, aunque quizá no se trate de eso.

—Desconozco cuál es el objetivo.

—«Objetivo». Qué palabra y concepto tan americanos.

—¿Es un problema?

Un roce delicado con los dedos de nuevo.

—Es adorable. Aquí nadie hablará nunca de objetivos, de metas. Todos teorizamos en demasía, cegándonos con palabrería intelectual. Pero todo en la vida se reduce a permitirnos lo que queremos. O a crear límites, fronteras para nosotros mismos.

—¿Eres una persona libre?

—Sí y no. Y sí, me permito ciertas cosas y me impido traspasar los límites hacia lugares en los que podría encontrar más libertad. Los riesgos y los compromisos habituales propios de un determinado tipo de vida urbanita.

—Yo no soy urbanita.

—Estás aquí. Es un comienzo.

Echó un vistazo a su reloj.

—La hora, la hora. Tengo una cena…

Sin pensarlo ni planearlo, le tomé la mano. Cerró los ojos. Y los abrió. Aflojó los dedos y dio un paso atrás.

—Un placer, Sam.

—Un placer, Isabelle.

Silencio.

Ella le puso fin.

—Pídeme mi número.

—¿Me darías tu número de teléfono?

Nuestros ojos se encontraron.

—Te lo podría dar.

Buscó rápidamente en su bolso, de donde sacó una pequeña tarjeta.

—Aquí tienes. Estoy disponible en este número la mayoría de las mañanas y de las tardes.

Se inclinó sobre mí y me besó en ambas mejillas. Sentí un arrebato de deseo por alguien a quien acababa de conocer. Ella se dio cuenta y sonrió.

À bientôt.

Y se marchó.

Me quedé ahí, sosteniendo la tarjeta. Contemplé su tipografía simple y de color negro.

ISABELLE de MONSAMBERT

Traductrice

9 rue Bernard Palissy

75006 Paris

01 489 62 33

Saqué mi cartera y coloqué la tarjeta en una pequeña ranura. Quería pensar que la llamaría al día siguiente.

—Así que has conseguido el número de Isabelle. Paul Most hablaba a mi lado con una botella de vino en la mano.

—¿Cómo sabes su nombre?

—La conocí en otro evento literario la semana pasada. Empezamos a hablar y le pedí su número. No me lo dio. Parece que eres el elegido, colega, si es que eliges serlo. Has obtenido la tarjeta, pero la pregunta ahora es: ¿te atreves a usarla?

Most desapareció con una Sabine malhumorada. Hice un gesto de despedida con la cabeza a la escritora; fue un hola y adiós. Ella sonrió y el novio motero frunció el ceño. Miré alrededor, la fiesta se estaba dispersando. Salí a la noche oscura de París. Eché un vistazo al menú del Café de Flore, estaba fuera de mi presupuesto. Regresé al distrito 5 y encontré una brasserie barata donde me comí un croque monsieur y me bebí dos vasos de vin ordinaire mientras repasaba mentalmente mi conversación con Isabelle. Abrí mi cartera para volver a mirar su tarjeta. Seguía pensando en el anillo de matrimonio que tenía en el dedo anular izquierdo. Su invitación: «À bientôt». Si es que elegía llamarla.

Saqué un aerograma que había comprado en una oficina de correos local y mi pluma. Escribí una breve nota a mi padre contándole que seguía vivo y coleando, que París era «interesante» (prefería los eufemismos), que tenía ganas de pasar el verano con el juez y de ir a Harvard después. Añadí esa última frase para asegurarle que haría lo correcto y que, sin lugar a dudas, volvería a casa. Todavía necesitaba satisfacer la autoridad que él representaba para mí. Si papá hubiera sido un hombre totalmente distante, me hubiera resultado más fácil tener perspectiva con respecto a su indiferencia hacia mí. Que nunca fuera gélido conmigo, pero que tampoco me apoyara, no hacía más que aumentar la culpa; la sensación de que algo en mi interior era responsable de su infinita reserva.

Firmé la carta con un «Con cariño, Sam», me acabé la última copa de vino y me fumé un Gauloise antes de volver al hotel. Saqué la tarjeta de Isabelle de la cartera y la dejé en un rincón de la mesa que ahora hacía las veces de escritorio. La coloqué debajo de un cuaderno, donde quedó intacta durante dos días. Proseguí con mi rutina: desayunar, ir al cine, deambular por la ciudad. En una ocasión, llamé a la puerta de Paul Most en busca de compañía, pero no hubo respuesta. Rellené más páginas de mi cuaderno, vi dos películas del Oeste en un cine de la rue Champollion, en donde era el único cliente de la sala, y encontré el barrio chino en el distrito 13 de París, donde me comí una manita de cerdo de Sichuan sin otro motivo que comerme una manita de cerdo de Sichuan. Dormí a rachas intermitentes. No paraba de repetirme: coge la tarjeta, haz la llamada. Me imaginé su voz divertida diciéndome: «No me interesa en absoluto un patán como tú».

A altas horas de la noche, sobre las tres de la madrugada, escuché cómo discutía la pareja de al lado. El hombre la hostigaba. La mujer lloraba, tratando de suplicarle, demandándole clemencia. Daba igual que el serbocroata fuera un idioma extraño para mí. La jerga de la rabia expresada por una pareja no necesita traducción. Tanto si se canalizaba en una avalancha de reproches como si se ponía de manifiesto mediante largos silencios en la mesa (la forma favorita de mis padres de transmitir un mensaje), ese sentimiento de desprecio es inconfundible. Desprecio. ¿Era ese el sentimiento subyacente que daba paso al detonante final de las relaciones más íntimas? Salí de la cama y me serví una copa de vino de la botella de un litro de tinto a quince francos que había comprado el día anterior. Se podía beber, era barato. Me encendí un cigarro mientras escuchaba cómo la pelea llegaba a su punto álgido. Ahora la mujer contraatacaba reprendiendo al hombre, hundiéndole con su menosprecio. Era el turno de él para sollozar e implorar. Me estiré y encendí la pequeña radio que había traído conmigo desde el otro lado del Atlántico y encontré una emisora de jazz en el dial FM donde cantaba una mujer con un tono mezzosoprano melancólico en su búsqueda de «alguien que me cuide». Ese anhelo universal… Aunque, a estas alturas de mi vida, lo estaba empezando a comprender: todo el mundo, en el fondo, está solo en medio del caos de la vida. Bebí más vino mientras la cantante seguía interpretando con estridente ambición la búsqueda de esa alma gemela escurridiza. Al lado, acababan de arrojar un objeto que se hizo añicos, seguido de gritos y puertas que se abrieron. Los vecinos se quejaron. Subí el volumen del jazz, me acabé el cigarrillo. Manoseé la tarjeta que estaba metida a medias en mi cuaderno y tomé la decisión de llamar a Isabelle cuando amaneciera.

*

En Le Select había un teléfono público. Un jeton (la ficha que se compraba para que funcionara) estaba atascado en su ranura. Le pregunté al chico de detrás del mostrador si podía usar el teléfono de baquelita roja ubicado cerca de las botellas de Pernod Ricard. Lo colocó delante de mí en el mostrador de cinc. El dial rotatorio sonó como una ruleta que daba vueltas a medida que marcaba el número.

Oui, allô?

Respondió al tercer tono.

Bonjour, Isabelle?

Oui?

Parecía titubeante. Como si dijera: «¿Quién es?».

C’est moi… Sam.

—¿Sam?

L’américain. Hace tres días… en la librería.

—Oh… Samuel. Qué agradable sorpresa.

Sem-you-el. Le otorgó una musicalidad extravagante a mi nombre.

—Me preguntaba si…

No era capaz de acabar la frase. Merde.

—¿Querrías tomar algo conmigo?

Ella acababa de terminar la frase por mí. Doble merde.

—Sí, me gustaría.

—Bien.

Podía apreciar un tono de regocijo en su voz. Podía imaginármela pensando: «Un chaval. Un chavalín americano asustado».

—Si tienes mi número de teléfono, entonces también tienes mi dirección.

Miré de reojo la tarjeta. Todo era un territorio novedoso y vertiginoso para mí.

—Sí, la tengo.

—¿Tienes algo en donde escribir?

Revolví en el bolsillo de mi chaqueta en busca de mi cuaderno y un bolígrafo.

—Listo.

Me dio el código de la puerta. Me indicó que la calle desembocaba en la rue de Rennes y que debía coger el metro a Saint-Germain-des-Prés.

—¿A las cinco? —preguntó. —¿Qué día?

—Hoy. A menos que estés ocupado.

¿Ocupado con qué?

—Allí estaré.

À très bientôt.

La última (y única) vez que habíamos hablado, ella había dado por finalizada la conversación con un «À bientôt». Ahora ese «hasta pronto» había subido de categoría gracias a un très. Mi francés aún era básico, pero había comenzado a distinguir las complejidades sutiles, los símbolos y los significados que conllevaba la incorporación de un más atractivo très.

Un día claro de enero. Frío, con un cielo de un azul intenso. Anduve y me adentré en el distrito 10. Un canal, calles mugrientas, edificios ruinosos. Seguí caminando para apaciguar la ansiedad de mi interior. El canal se dirigía hacia la Bastilla. ¿Por qué ese miedo interno? Esa tarde, en el canal, mientras intentaba disipar mis preocupaciones caminando, ¿era ese el instante preciso en que esa percepción se arraigó? En mi infancia me habían inculcado una culpabilidad atroz. Una creencia ratificada por mi padre de que merecía que me mantuvieran apartado, sin ser realmente digno de amor. Un punto de vista paterno que ahora me hacía plantearme: ¿cómo una mujer tan peculiar e intelectual como Isabelle iba a considerar que este ingenuo chiquillo del Medio Oeste podría ser digno de su interés?

Cuando el canal se desvaneció, me sumergí en el metro. Minutos más tarde estaba sobre el nivel del suelo en Saint-Germain-des-Prés, de noche. La danza eléctrica de las farolas, de los haces de luz de los coches y de los neones. Atravesé la rue de Rennes. Bernard Palissy era una calle corta y angosta; el número 9, un edificio ancho y bajo. Una editorial ocupaba la planta baja y tenía una exposición de sus últimas obras en un pequeño escaparate. Marqué el código en el teclado y la puerta se abrió con un enérgico clic. Entré al patio adoquinado, lleno de ventanas estrechas. Isabelle me había dicho que tenía que dirigirme hacia el final y buscar su nombre en una lista de timbres. Llamé una vez. Otro enérgico clic. Abrí la puerta y descubrí unas escaleras angostas. Una voz —su voz— desde arriba:

—Es una escalada alpina.

La barandilla era una cuerda, las escaleras tenían forma de espiral ascendente con una pendiente muy pronunciada. En cada rellano diminuto había dos puertas pintadas de color granate. Llegué al quinto descansillo. La cumbre. Isabelle estaba de pie junto a una puerta abierta, con un jersey de cuello alto y una falda de lana negra, estrecha y larga que envolvía con firmeza su complexión estrecha y larga. Sujetaba un cigarro entre sus dedos. Fui consciente de que me estaba evaluando. Sonrió y, acto seguido, se inclinó para darme un beso en cada mejilla.

—Te mereces un trago por el esfuerzo.

La seguí hacia dentro. Me encontré en un pequeño apartamento, un lugar rectangular y estrecho. Los techos eran bajos, casi los rozaba con la cabeza.

—Me preocupaba que estuvieras algo apretujado aquí.

—Las desventajas de ser alto.

—Me gusta tu altura. La mayoría de franceses son pequeños, en todos los sentidos de la palabra.

Tomó mi abrigo, rozando con los dedos la manga de mi jersey. Quería rodearla con los brazos. En cambio, me encendí un cigarrillo. Isabelle se dirigió a una estantería situada en el hueco de la cocina y cogió dos grandes copas. Las dejó sobre la mesa y fue a por una botella de vino y un sacacorchos. Extrajo el corcho con una facilidad innata y sirvió aproximadamente tres dedos de vino en cada vaso. Un remolino de un rojo tánico intenso. Quería beberme el mío de un trago: un poco de coraje líquido.

—Tenemos que esperar cinco minutos. Un vino debe respirar.

Di una calada profunda y firme a mi cigarrillo. Isabelle me agarró, pasando los dedos por la mano que no tenía ocupada. Me senté en el sofá, repitiéndome: no tires de ella hacia ti.

Se dejó caer a mi lado y me apretó los dedos con más intensidad.

—Bésame.

Y en un abrir y cerrar de ojos estábamos entrelazados. Mis labios contra los suyos, sus manos en mi cabeza, nuestras lenguas unidas. Ella, con las piernas abiertas, rodeándome. Meciéndome hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. La pasión aumentando: instintiva, delirante. Quitándonos la ropa el uno al otro. Su ropa interior negra, simple. Cogió mi cinturón, me bajó los pantalones y me aferró con su mano. Su piel pecosa como su cara, translúcida. Su triángulo de vello. Dejó escapar un gemido silencioso en respuesta a mi caricia. Me agarró guiándome hacia dentro y yo la penetré todo lo profundamente que pude. Ahora sus gemidos ya no eran silenciosos. Me clavaba las uñas en la espalda. Estábamos poseídos, fuera de control. No había conocido nunca tal locura, tal libertad. Traté de contenerme todo lo que pude. Terminé con una explosión salvaje, un efecto eléctrico. Reprimí mis suspiros. Me desplomé junto a ella. Aún temblaba. Era consciente del ritmo acelerado de su corazón, de la humedad de nuestra piel, de la forma en la que estábamos unidos. Su mano tomando la mía, aferrándose a ella. La solidaridad de la pasión compartida. Me sujetó la cabeza con ambas manos mientras me miraba profundamente y con detenimiento a los ojos. En los suyos pude ver preguntas. Me besó. Me pasó el dedo índice desde la frente hasta los labios.

—Puedes volver —dijo.

Sonreí, tratando así de esconder mi ansiedad. La ansiedad causada por estar tan cautivado por ella. Encendió un cigarrillo para cada uno. Alcanzó las copas de vino, me pasó una y, a continuación, hizo chinchín contra la mía.

À nous —brindó. Por nosotros.

*

Esa noche llamé a la puerta de Paul Most.

—Estoy escribiendo —gritó por encima del tac-tac aletargado de su máquina de escribir.

—Te invito a tomar algo si necesitas una excusa para dejar de escribir.

—Excusa aceptada —concedió.

Cinco minutos después estábamos acaramelados con unos calvados y unos cigarrillos en una esquina de Le Select.

—¿Y cuándo te has enamorado? —me preguntó.

Esta pregunta me desestabilizó. Porque me hizo plantearme: ¿acaso soy tan transparente?

—No sé de qué hablas —le contesté.

—Y una mierda. Acabas de entrar a formar parte del club de los enamorados. A ver si adivino, ¿la bella y huidiza Isabelle…?

No dije nada mientras miraba mi rojizo brandi de manzana. Most cogió mi paquete de cigarrillos.

—Tu silencio te delata; eres culpable.

Era mi turno para encenderme un nuevo pitillo.

—¿Alguna vez te has enamorado del todo? —pregunté al final.

—Claro. Unas treinta y tres veces. Y siempre acompañado por un sentimiento de ironía durante la caída en picado. Pero tú no eres así, muchachito. Como dice la canción: «¿Cómo hacer que vuelvan a la granja cuando ya han visto París?»*.

Apreté los labios. Agoté al límite el cigarrillo y apuré los restos de mi calvados.

—Vamos, llámame gilipollas.

Mantuve el silencio.

—Así eres tú; el chico de la granja, siempre tan educado.

—No me crie en una puta granja —protesté. Most sonrió.

—Jaque mate. Déjame adivinar: nunca antes te habías sentido así, nunca habías conocido una pasión parecida… —se jactó.

Levanté la mano, como un policía deteniendo el tráfico.

Volvió a sonreír.

—La cuestión es la siguiente —dijo—. He tenido un par de estos rollos desde que estoy aquí. Funcionan con la condición de que comprendas que la mujer casada francesa tiene un conjunto de normas… No vas a salir herido mientras aceptes sus normas y no pienses que puedes imponerle las tuyas. Confía en mí, tu corazón no va a conseguir aquello que tanto anhela.

No podía parar de pensar en aquello que no sabía cómo expresar:

¿Cómo podíamos Isabelle y yo haber hecho el amor de esa forma si no estábamos enamorados?

*

Llamé a las diez de la mañana. Error. Demasiado pronto. Demasiado ansioso. Mientras el dial del teléfono de Le Select giraba como una ruleta, me decía a mí mismo: «Todavía no, no ahora mismo. Espera». Aunque ella había dicho «Llámame mañana» cuando me marché aquella primera tarde. Desde entonces, había repasado cada momento de lo que había sucedido. Cegado por todo ello. Con miedo de poder perderlo.

¿Es lo que se conoce como dualidad? ¿La iniciación a la pasión verdadera te tiende una trampa por medio de un embriagador baile frenético ante la posibilidad de que todo se te escape entre los dedos? Lo cual te genera más ansiedad cuando intentas contenerlo. Aunque en una etapa tan precoz no tienes ni la más remota idea de lo que podría llegar a ser, si es que acaso llegara a tener continuidad.

Bonjour, Samuel. Qué temprano —contestó con un tono formal, divertido, correctivo—. ¿Qué has estado haciendo desde ayer?

—Echarte de menos.

Joder. Demasiado abierto en canal.

—Me alegra oír eso. Fueron unas horas fantásticas.

—¿Cuándo podemos pasar las próximas horas fantásticas?

Mon jeune homme

—Puedo acercarme más tarde.

—Me encantaría. Pero debo irme de fin de semana en unas horas. ¿El lunes a las cinco de la tarde?

—Mmm, vale.

—Parece que dudas.

—No dudo. Solo soy un estúpido.

—No tienes ni un pelo de estúpido, Samuel. Será un gran placer disfrutar de nuestra próxima cita.

Me sentí desesperado. ¿Por qué tenía la sensación de que era un enamoramiento unidireccional? Pero tan pronto como se cruzaron estos pensamientos por mi mente, los silencié. En cambio, contesté:

—Nos vemos el lunes, entonces.

Merveilleux. Bon weekend, Samuel.

Fin de la conversación.

«Debo irme de fin de semana en unas horas».

El lunes me resultaba una fecha lejana, distante. Me rondaba un deseo temerario: llamarla de nuevo e insistir en disfrutar de una hora apasionada hoy mismo. O aparecer en la rue Bernard Palissy y…

Destruirlo todo gracias a la inmadurez de mi impulsividad.

Aparté el teléfono. Pedí otro café. Regresé a mi periódico y a mi cuaderno. Abrí Pariscope y busqué películas y conciertos de jazz y recitales de órgano gratuitos que tenían lugar en iglesias. Con ellos llenaría mi tiempo hasta el lunes. Así tendría la sensación de estar ocupado.

El fin de semana se diluyó con lentitud. Intenté no divagar por el mundo de las expectativas exacerbadas. Traté de aplacar el miedo que me provocaba una posible cancelación de última hora, a pesar de que ella no había dejado entrever hasta el momento que tal cosa fuera posible.

La mañana del lunes llegó de la mano de un golpe a una puerta exterior. Cuando me dirigía al pasillo para ir al aseo, vi a Paul Most en el pasillo con dos maletas a los pies.

—Anda, qué pasa —me saludó.

—Llamé a tu puerta dos veces. No obtuve respuesta.

—Estaba ocupado. Y ahora me estoy yendo.

—¿Por qué motivo?

—Mi padre murió hace dos noches.

—Lo siento mucho.

—Valoro el tópico.

—Lo decía con el corazón.

—Ya lo sé. Estoy de mal humor. Papá no era un tipo agradable. Pero debo hacer lo correcto. El entierro es el miércoles. Mi madre me ha dicho que no me han excluido del testamento. Eso también es su forma de decirme que no sea irrespetuoso, que si la apoyo no meterá a los abogados por medio.

—Entonces esto es todo. La despedida definitiva. ¿Sin regreso?

—Mi tiempo en este lugar ya ha concluido. Estoy en un momento en el que tendría que dejar de ser un nómada y conseguir una casa, lograr una carte de séjour, encontrar trabajo y hacer de París mi hogar. Para conseguir los papeles, debería casarme. Hay candidatas para ello. Pero hay que tener cuidado con estas mujeres francesas bohemias que propugnan el amor libre sin ataduras. Todas tienen un lado burgués. Empezarán a hablar de compromiso, propiedad, bebés. Se las programa para ello a una edad influenciable. La fachada de libertad sexual a menudo oculta una trampa de la cotidianidad.

—¿Conseguirás evitar todo eso cuando vuelvas a casa?

—Desde luego que no. En cinco años estaré casado y me dedicaré a algo académico y limitante. A menos que antes de eso haya aceptado el pacto con el diablo y esté siguiendo los pasos de papá en el mundo de la publicidad. Era el ejecutivo de J. Walter Thompson por antonomasia. Hábil, inteligente, con mucho éxito, sin mucha presencia. Nunca me tuvo en estima.

Le pasé la mano por el hombro. Él se zafó.

—¿Es tu idea de consuelo? —me preguntó.

—Soy solidario.

—¿Y eso qué me aporta?

—La creencia pasajera de que alguien lo entiende.

—América me espera.

—Tengo ganas de leer tu libro.

—Nunca se publicará.

—¿Por qué dices tal cosa?

—Porque reconozco lo que es una mierda cuando lo leo.

Tras rechazar mi ofrecimiento de ayuda, bajó las escaleras con dificultad. Eché un vistazo a su habitación. Había dejado todos sus libros. Pilas de cuadernos sin usar. Botellas de vino y de alcohol. Le llamé.

—¿Qué vas a hacer con todas tus cosas?

—Pertenecen al pasado. Sírvete tú mismo.

—Qué amable.

—Soy de todo menos amable. Y sé que, en el futuro, este idilio parisino también te parecerá el último oasis de libertad antes de hacer lo que acabamos haciendo la mayoría de los yanquis: bailar al son de la danza del conformismo.

Nuestras últimas palabras. Un portazo a la puerta principal. Se había ido.

Fui a su habitación. Más de cien libros. Una pila de blocs de notas amarillos. Una colección de bolígrafos. Casi media docena de cuadernos negros vacíos. Papel cuadriculado. Lápices. Cuatro botellas de tinto sin abrir. Dos de aguardiente Vieille Prune. Los restos de una vida en tránsito. Sentí un extraño escalofrío en la nuca. Esa sensación de que acabamos abandonando irremediablemente todo eso que acumulamos, todo lo que amontonamos, todo y a todos con los que conectamos. Ninguno de nosotros elude este destino. Es por lo que debemos sortear la timidez con respecto al presente. Aquello que tenemos, en definitiva, está aquí y ahora.

Lo único que tenía —y quería— en aquel preciso momento era a Isabelle.

*

Caímos sobre la cama en cuanto crucé su puerta. El uno encima del otro. Instantes después, estábamos desnudos sobre el edredón. El parón de cuatro días había agrandado el inmenso deseo. Atrayéndome hacia sí, abrió las piernas para que entrase más profundamente para luego cerrarlas obligándome a llegar aún más allá. Sus gemidos iban en aumento. Mis brazos la rodeaban. El aroma de su perfume, con tintes sutiles a lavanda, flotaba a mi alrededor. Mis dedos se posaron sobre sus pezones, escuchando cómo aumentaba su respiración. El compás enloquecido de nuestro vaivén hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Sus gritos iban en aumento. Con la mano metida en la boca mientras se dejaba llevar. Instantes después, mi presión interna detonó en forma de explosión repentina, como si se tratara de un golpe en la cabeza y, a continuación, se convirtió en un sentimiento parecido a la más profunda de las liberaciones. Me dejé caer sobre la almohada, agotado. Se giró hacia mí, acariciándome la cara con los dedos.

Mon amour.

Lo dijo entre suspiros.

Mon amour —susurré.

Un beso largo, profundo. Cuando salió de la cama, una vela centelleante sobre su escritorio ensombreció su cuerpo alargado. El pelo rojo seductor le caía sobre el rostro. Sus ojos brillaban.

Aún conservo grabada una pequeña imagen: la belleza desnuda de Isabelle instantes después de que nos hubiéramos llevado el uno al otro a un momento de éxtasis. El balanceo de las estrechas caderas al realizar movimientos rápidos y ventajosos para ambos. Abriendo una botella de vino, encontrando los vasos. Sacando el paquete de Camel Filters, un mechero Zippo de acero, un cenicero de una cafetería descascarillado.

Por aquel entonces entendía tan pocas cosas de la vida. Aun así, podía captar lo milagroso de que todos esos elementos simples convergieran y suscitaran algo similar al agradecimiento por pasar ese momento perfecto con una mujer impresionante de la que aún no sabía nada, pero con la que estaba en la cama en un edificio del siglo xviii en el París del siglo XX.

—¿Qué tal tu fin de semana?

Tan pronto como salió esa pregunta de mi boca, me arrepentí de su banalidad, del tono seudoinquisitivo sobre sus asuntos personales. Sentí cómo se puso en tensión y le recorrió un escalofrío momentáneo de desagrado.

—Bien. Tranquilo.

—¿A dónde fuiste?

—A nuestra casa en Normandía. Cerca de Deauville. Tiene playa, la Mancha, el canal. Tiempo británico en Francia. Encantadoras tinieblas.

Nuestra casa. Era la primera vez que usaba un pronombre en plural para hacer referencia a su vida fuera de este pequeño espacio debajo de la cornisa.

—¿Lo elegiste por su tiempo plomizo?

—Por su playa. Porque está a dos horas de París. A mí me encanta el azul del sur, el esplendor de la luz, el olor del norte de África cuando bajas del tren en Marseille Saint-Charles…

—¿Y por qué no tienes una casa allí?

—El trayecto en tren de París a Marsella es de nueve horas. A un mundo de distancia. Poco práctico para un fin de semana fuera de la ciudad. Además, la familia siempre ha tenido una casa en Normandía.

—¿Tu familia?

—Qué va. Mi familia política; se remonta a muchos años atrás, con profundas conexiones en el mundo militar, los niveles superiores de la República y, por supuesto, dentro de entidades financieras.

—¿Y tú? ¿No tienes una familia adinerada?

—Mis padres eran ambos profesores de instituto. Amantes de los libros, interesantes, independientes, veladamente insatisfechos. Mi padre quería escribir novelas, mi madre creía que tenía que ser una académica de alto nivel. En cambio, daban clase en colegios. Por eso, por las limitaciones de la vie quotidienne, acabaron desencantados con su matrimonio. Así que ambos comenzaron una relación con otra persona, lo que dio paso al caos habitual. Se divorciaron y se casaron de nuevo con una copia exacta del otro. Los seres humanos tenemos la necesidad de repetir.

—¿Tienes hermanos?

—Hija única.

—Como yo.

—Es un tanto extraño ser el único producto derivado de todos sus años en la cama. Dime por qué fue tan triste para ti ser su único hijo.

—No he dado a entender…

—No es necesario. Se deduce en gran parte por la forma en que te comportas.

—¿Soy tan transparente?

—Para una compañera de andanzas como yo, sí. Es una de las múltiples cosas que percibí sobre ti aquella primera noche en la librería: un joven solo, y no solamente porque esté solo en París. Un tipo de soledad más profunda, tal vez una que conoció en la infancia.

No supe qué decir. Excepto:

—Y extrajiste todo eso simplemente de nuestra primera conversación.

—¿Te has ofendido?

—Para nada.

—Pero, por tu tono, pareces sorprendido.

—Sorprendido porque me hayas entendido tan bien y tan rápido.

Se inclinó para besarme.

—Bueno, cuéntame por qué fue tan solitaria.

Era lo último que quería relatar mientras estaba desnudo a su lado entre las sábanas retorcidas. Pero una voz interior me insinuó: si esquivas el tema, desaprovecharás una intimidad esencial entre los dos.

Así que le hablé de mamá y de papá, y de cómo fue crecer de manera corriente en Indiana sabiendo que mi futuro se estaba gestando en otro lugar… Sobre todo tras la muerte de mi madre. Me escuchó en silencio. Cuando acabé, me pasó el brazo por encima, atrayéndome hacia sí.

—Es posible que mi mundo haya sido diferente al tuyo. Pero tu infancia me resulta familiar. También viví lo mismo, pero con una madre tan independiente como papá. Atrincherada en sí misma.

*

Mediados de febrero. Nuestra cuarta semana juntos. Nuevas nevadas. Y luego una semana inhóspita de lluvia. Aprendí una nueva palabra: glauque. Sombrío. Lúgubre. Isabelle estaba resfriada. Su tos constante se acabó convirtiendo en una tos ronca.

«Tengo que dejarlo», dijo mientras apagaba un Camel Filter en el cenicero en equilibrio sobre mi pecho desnudo. Eran las seis de la tarde según su reloj europeo y estábamos en la cama. Nuestros encuentros seguían el mismo patrón: dos veces por semana de cinco a siete de la tarde, siempre con un intervalo de unos tres o cuatro días. Las normas. Sus normas. Nunca las cuestioné. No tras aquella llamada de la mañana después, cuando le sugerí abiertamente que la espera de cuatro días para verla me parecía eterna. Su respuesta fría lo dejó claro: «Estos son los límites. Acéptalos o largo».

Los acepté. Apretaba los labios cada vez que sentía que se me podía escapar una muestra de amor a pesar de que eso era exactamente lo que me sucedía: estaba enamorado. No había nada en el mundo que quisiera más que a ella. Somos el uno para el otro, pensaba, a todos los niveles.

Ella lo sabía. Sentía la convulsión romántica que se arremolinaba dentro de mí y le gustaba porque eso intensificaba la pasión que compartía con ella. Pero, en una ocasión, cuando iba a confesarle mis sentimientos (susurrando «Je t’aime»), me puso un dedo en los labios.

Arrête —musitó.

Esa era otra de las normas: podíamos dirigirnos el uno al otro como amantes, pero no estábamos «enamorados». Si bien en la cama no se trataba de tener relaciones sexuales, sino de hacer el amor.

Seguí esas normas. Le formulé algunas preguntas sobre su vida y averigüé que estaba traduciendo una novela de un autor austriaco que se especializaba en lo que ella denominaba la «narrativa fragmentada». A menudo ojeaba sus estanterías abarrotadas: volúmenes en cinco idiomas de numerosos autores que eran desconocidos para mí. Tenía enormes lagunas en mi limitada educación cultural que ahora quería paliar.

—Qué poca ficción he leído.

—Pues empieza desde ahora mismo.

*

Al día siguiente, con una lista, confeccionada por ella, de la mano, fui a Shakespeare and Company y compré novelas de Dreiser y Flaubert y Zola y Sinclair Lewis. Tenía otro elemento más para incorporar a mis días tan ociosos. Me fijé la tarea de leer al menos dos novelas por semana. Isabelle era mi profesora de literatura. Lo descubrí todo sobre la reescritura obsesiva de Flaubert en Madame Bovary, y que fue la primera novela que abordó el tema del hastío doméstico y el carácter tóxico del matrimonio.

—La mayoría se casa por amor —dijo ella—. Luego se despiertan años más tarde para encontrarse atrapados en la monotonía, la desgana de la relación conyugal a largo plazo.

—Pero obviamente esa no es tu historia.

Apretó los labios. Sabía que mi comentario provocaría esa respuesta. Y aun así, lo hice porque llevábamos varias semanas adentrados en nuestro romance —prefería la palabra aventure (descubrí que era uno de los múltiples sinónimos en francés para la palabra affaire)— y todavía no conocía nada de su vida más allá de nuestros encuentros vespertinos. Ni sobre su marido. Todas las conversaciones se alejaban de él, aquella tercera parte que se sobreentendía.

—Hablo en general —dijo—. De todas formas, una de las grandes verdades sobre Madame Bovary es que Emma no es muy inteligente y no logra reconocer desde el principio que Charles, el médico rural con el que se va a casar por interés, es un aburrido.

—¿Cómo se llama tu marido?

Una pausa.

—Charles.

*

Ahora tenía un nombre.

Algunos días más tarde descubrí su profesión: banquero de inversiones para una empresa financiera de París. Divorciado, sin hijos, ya que su mujer no podía concebir. Un tipo de lo más elegante; refinado, muy culto, con buenos contactos, discreto. Conoció a Isabelle en 1969 cuando ella rondaba la veintena y estaba escribiendo su tesis en la Sorbona. Acababa de dejar su relación con un «motero maoísta» llamado Edmond.

—Todo en Edmond era extremo. Su política, su visión del sexo, su enfado con todo lo establecido. Un año interesante, pero su agresividad se tornó peligrosa. Un día, simplemente decidí: ya no más; y de repente se convirtió en un niño pequeño. Llorando, pidiendo, suplicando otra oportunidad. La agresividad, el radicalismo de su perspectiva… era todo fachada. Y la dependencia es una cualidad tan poco atractiva en un hombre…

¿Me quería decir algo?

—Después di un giro radical y me enamoré de un hombre del mundo de las finanzas.

Acababa de hacerle un cunnilingus; un deseo postcoital por enterrar mi cabeza entre sus piernas. No se opuso. Al contrario, la última vez que habíamos estado juntos me había explicado cómo, cuando estaba dándole placer de esa forma, le gustaba que separase los labios y los acariciara con la lengua; cómo respondía mejor a un movimiento lento, pausado, hacia arriba y hacia abajo. Yo aprendía rápido. Al principio, ella dudó si confesarme lo que le daba placer. Le dije que tenía que contármelo todo.

Me enseñó a no apresurarme. A contenerme hasta que ella hubiera llegado al clímax, la forma que teníamos de intuirnos cuando estábamos unidos, cuándo aumentar el ritmo; cuándo ser delicado. Me interrogó sobre mi experiencia previa y admití que era limitada. En el instituto tuve una novia llamada Rachel cuya familia era fervientemente baptista. Cuando compartimos nuestra primera vez, me di cuenta de que le encantaba el sexo. «Sabes que te quiero. Y que lo haya hecho contigo significa eso». Pero teníamos diecisiete años. Éramos una típica pareja adolescente del Medio Oeste: sexo en el asiento de atrás del Buick de su hermano soldado, sexo por seis dólares la noche en un motel ubicado en el vecino estado libertino de Illinois, una falsa alarma de embarazo. Ella quería algo más serio y yo hui a la universidad estatal de Bloomington. Rachel acabó en un instituto de formación del profesorado, donde uno de los profesores la dejó embarazada. Tuvo un hijo y se casó con un hombre veintitrés años mayor que ella.

—Al menos no soy tan vieja —dijo Isabelle.

—¿Cuántos años tienes?

—¿No sabes que es una pregunta prohibida?

—No cuando nos estamos acostando.

Una pausa. Apretó los labios. Luego:

—Tengo treinta y seis.

—Eso no es ser vieja.

—Eres demasiado amable. Y voy a cambiar de tema. Soy plenamente consciente de que yo he sacado a la luz la diferencia de edad que hay entre los dos.

—Me gusta que seas mayor que yo.

—Me gusta que seas menor que yo.

—¿Cuántos años tiene tu marido?

Alcanzó los cigarrillos.

—No me has hablado de tus otras amantes —esquivó mi pregunta.

—En la universidad estuve demasiado ocupado estudiando como para tener una novia fija.

—Pero te habrás acostado con mujeres durante estos cuatro años.

—Con tres o cuatro. Una graduada en economía llamada Elaine quiso tener algo serio conmigo.

—¿Pero querías huir del cautiverio?

—¿Y tu marido?

—¿Qué pasa con mi marido?

—¿Su edad?

—Cincuenta y uno.

—Así que tiene quince años más que tú… y yo tengo quince años menos.

—Casualidad.

Me enteré de que se habían conocido en una cena en casa de un amigo en común.

—¿Conoces la expresión un coup de foudre? Lo que los americanos llamáis «amor a primera vista». Es lo que sentimos Charles y yo en esa primera cena. Unas semanas después, dejó a su mujer y buscó un apartamento para los dos.

—¿Aún le amas?

—Sí, mi amor por Charles sigue estando ahí, sigue siendo intenso.

—Entonces, ¿por qué haces esto?

—En la vida son necesarias varias habitaciones, varios habitáculos.

—¿Como el que compartes con un hombre más joven y oportunamente soltero como yo?

—¿Por qué ese tono de enfado?

—Nunca pensé que esto fuera un habitáculo. Un acuerdo.

—Yo tampoco lo veo así. Simplemente trataba de explicar que…

—Soy, metafóricamente, una habitación. Un lugar al que puedes acceder cuando te place sin los líos derivados de un compromiso para luego cerrar su puerta.

—Samuel, por favor…

—¿Por favor, qué? ¿Que acepte tu enfoque «racional» sobre lo que tenemos?

—¿Y qué es lo que tenemos?

—Amor.

—Estás confundiendo pasión con amor. La pasión es algo que creamos juntos a la perfección. Ansío estas horas juntos. Tocarte, sentir tu deseo, que te hago falta. Mientras espero que sientas mi deseo, que me haces falta.

—Tienes lo que siempre he querido.

—Pero apenas sabes nada sobre mí.

—¿Qué quieres decir?

—No compartimos nuestro día a día.

—Porque tú limitas nuestros encuentros. Dos veces a la semana, dos horas. Nada más.

Estoy casada. Comparto mi día a día con alguien diferente. Una vida que no tengo pensado perturbar. Nunca has vivido con nadie, ¿a que no?

Negué con la cabeza, consciente de que mi falta de experiencia en tales cuestiones jugaba en mi contra; un espejo que me obligaría a sostener la mirada al caprichoso e inmaduro amante que en ese momento estaba sobrepasando todos los límites; el principal, querer más de todo lo que ya tenía con Isabelle. Suele desarrollarse así cuando se trata de asuntos íntimos. Es imposible que estos no vayan más allá de un disfrute erótico del otro. Llega cierto punto en el que tienen que cobrar otro sentido y es entonces cuando la posibilidad de un futuro se suma a la ecuación. La pasión por sí misma resulta insuficiente. Aún tenía que trabajar en esa necesidad humana del compromiso y la propiedad. Isabelle me llevaba ventaja en ello.

—Cuando algún día tengas una relación de convivencia, verás cómo la vida estando juntos cambia. No importa lo profundo que sea el amor, la cotidianidad llegará. Te despertarás al lado del otro un día sí y otro también. La lujuria que habíais tenido el uno por el otro se calmará. Porque la novedad, la inmediatez apasionada se pierden. Y si tenéis hijos…

—¿Por qué no tenéis hijos?

—Es una conversación para otro momento.

Apagó el cigarrillo, abrió el edredón, salió de la cama, su cuerpo ágil (que ahora tan bien conocía) iluminado por la llama de la vela que había sobre la pequeña mesa en donde comía. Abrió la puerta del diminuto aseo y extrajo un albornoz de tejido de rizo de un gancho del interior. Mientras se lo ponía, anunció:

—Tengo una recepción y debería estar allí en menos de una hora.

—Entonces, ¿quieres que me vaya?

—Creo que ha sido suficiente hoy —afirmó.

—Te refieres a que he empezado a ponerme posesivo.

—Me refiero a que si no puedes aceptar que dentro de los límites impuestos hay mucho placer mutuo del que podemos disfrutar juntos, si insistes en que «necesitas más», entonces debo dar esto por terminado ahora mismo.

Parpadeé. En numerosas ocasiones. Observé con detenimiento su cara. Tensa, controlada, racional. Una voz interior me advirtió: «No pierdas todo esto por la estupidez de tu egoísmo».

—Lo siento.

—No lo sientas. En cierta manera, es conmovedor. Adorable.

—Voy a ser claro: no tengo una vida real más allá de eso.

—Estás aquí. Vives aquí en París.

—Y te tengo a ti. Dos veces por semana. Que es maravilloso.

—Así es.

Salí de la cama. Me acerqué a ella. Puse los brazos a su alrededor y abrí su albornoz. La acerqué a mí, otra vez empalmado. Dio un paso a atrás y cerró el albornoz.

—No tengo tiempo —susurró.

—Tu evento es a las siete. Solo son las seis.

—Y se celebra en el huitième. Necesito media hora para llegar allí en metro y otra media antes para prepararme.

—Para borrar todo rastro de mí; de nosotros. Él va a estar allí, ¿no?

—¿Con «él» te refieres a mi marido? ¿A Charles? Sí, va a estar allí. Quien recibe el premio es un viejo amigo.

—¿Por qué no tenéis hijos? —pregunté sin pensar. La pregunta me salió disparada. Se frotó los ojos. Giró la cara y se puso de frente a mí.

—Se llamaba Cédric. Nació el 31 de diciembre de 1973. Las primeras semanas estuvieron llenas de una felicidad absoluta, incluso a pesar de las noches sin dormir, del cansancio, de la implacabilidad. Charles se entregó a él. Ser madre era todo lo que siempre había deseado, especialmente tras haber crecido con unos padres que estaban poco seguros sobre su paternidad, que siempre estaban a otras cosas.

Hizo el ademán de acercarse a los cigarrillos y al mechero que había en medio del desastre que habíamos provocado en su cama. Recogí ambos objetos, así como mis pantalones que estaban de camino. Mientras ella prendía un cigarrillo, yo me vestí a medias.

—Te estás vistiendo porque sabes lo que estoy a punto de contarte.

Cogí mi camiseta y la levanté por encima de la cabeza. Aunque acababa de decir la verdad —presentía lo que estaba por venir—, no dije nada. Me miró fijamente a los ojos. Los suyos no vacilaron mientras explicaba:

—La noche del 12 de marzo de 1974, dejé a Cédric en su cuna. Le abracé mientras le susurraba cuánto le quería y se quedó dormido poco después. Mi marido y yo nos fuimos a acostar y dormimos toda la noche sin interrupción. Cuando me desperté, ya eran casi las ocho. Charles y yo nunca nos levantábamos tan tarde porque el bebé nos servía como despertador. Pero esa mañana reinaba el silencio. Entré a la habitación y vi que nuestro bebé estaba ahí tumbado, en su cuna, sin moverse, con una sonrisa en el rostro. Nunca me olvidaré de esa sonrisa, estará conmigo hasta el día en que abandone esta vida. Apenas unos instantes después de cogerlo en brazos, empecé a gritar. Porque no respiraba, porque no respondía a mis chillidos. Yo le suplicaba que me respondiese. Él no se movía de ninguna manera. Porque Cédric estaba muerto.

Silencio. Seguía perforándome con la mirada.

—Síndrome de muerte súbita del lactante. La policía, el médico forense que hizo la autopsia, el psiquiatra al que me enviaron cuando empecé a planear mi propia muerte ya que me parecía la única solución al inmenso y horrible dolor que me ahogaba… Todos los expertos me dijeron lo mismo: no había hecho nada mal. El síndrome de la muerte súbita del lactante no tiene sentido alguno. Fue como si el ángel de la muerte simplemente eligiera, de manera aleatoria, un niño sano y decidiera poner fin a su diminuta vida. Cédric tenía dos meses, dos semanas y dos días cuando murió. Los dos años siguientes a su muerte me convertí literalmente en una reclusa. Perdí quince kilos, nada de lo que me recetaban los médicos para dormir me hacía efecto durante más de tres horas. Ningún tranquilizante se llevaba consigo el dolor. Charles y yo hablamos en serio sobre internarme durante algún tiempo. No voy a decir que hubo un día en el que todo cambió, en el que pulsé un interruptor mental y la agonía se terminó. La agonía nunca terminará, pero no tuve más remedio que reanudar mi vida.

Cierta parte dentro de mí sabía que debía cogerle la mano. Pero a otra parte, a la más angustiada, le rondaba otra pregunta.

—Y tras esta tragedia…

Me interrumpió.

—¿Hemos intentado tener otro hijo?

Era el momento en que creía que ella apartaría la vista. No lo hizo.

—Aún no. Pero voy a dejar la píldora en cuanto vuelvas a Estados Unidos.

—¿Charles lo sabe?

—Charles es mi marido. Por supuesto que hemos hablado sobre este asunto tan importante. Es lo que hacen las parejas, Sam.

—Gracias por esa información tan importante.

—¿Por qué usas ese tono tan caprichoso?

—¿Caprichoso? ¿Caprichoso? Como un niño pequeño…

—No he dicho tal cosa.

—Pero es lo que me consideras: un joven inocente con cierta destreza sexual. Alguien a quien puedes ver durante unas horas aquí y allá, y luego abandonarlo en cuanto decidas que estás lista para tener un nuevo bebé.

—Mi decisión de verte, de disfrutar de estos momentos tan valiosos contigo, no tiene nada que ver con mi decisión de intentar tener un hijo de nuevo. Tras la muerte de Cédric, decidí que nunca volvería a tener un hijo porque no podía soportar la angustia de una posible pérdida. Y luego cambié de opinión.

—Sobre todo porque la estancia del chavalito americano aquí llega a su fin.

—Cómo te atreves a ser tan superficial —me espetó con un deje de enfado en su voz.

—¿Superficial? Acabo de ser tu pausa para follar, tu folleteo de «aún estoy pasando por un duelo». Al que vas a echar tan pronto como decidas…

—¿Dónde está tu empatía, Samuel? ¿Tu delicadeza?

—Nunca te plantearías tener un bebé conmigo.

Me lanzó una mirada asesina, con los ojos bien abiertos.

—Ah, ¿así que de eso se trata este berrinche? Debería ser con tu esperma…

—Te quiero…

—No tienes ni idea de lo que es el amor, Samuel. Porque aún no tienes ni idea de la vida.

—Mientras que tu anciano marido…

—No tiene ni pizca de anciano. Pero sí, tiene más del doble de años que tú y es un adulto maduro, hecho y derecho.

—No como yo.

—Sí, no como tú. Porque un hombre de verdad muestra compasión, y es comprensivo y altruista. Charles y yo perdimos a nuestro hijo en común, lo peor que le puede pasar a una pareja. Y Charles estuvo a mi lado mientras yo acariciaba con los dedos la locura. Eso es un hombre de verdad, no un adolescente malhumorado con una perspectiva limitada sobre las complejidades de…

Tomé mi jersey y mi chaqueta.

—No te voy a robar más tiempo.

Salí por la puerta y bajé las escaleras sin mirar atrás para comprobar si ella estaba observando cómo salía de su vida.

*

La noche siguiente, me encontraba en un tren con destino a Venecia. Para ahorrar, no compré una litera de segunda clase ni reservé un asiento. Mientras el atardecer se dibujaba en el cielo, una pareja de ancianos que acababa de subir a bordo en Chambéry me comunicó que estaba estirado en los asientos que habían reservado. Todo el compartimento estaba reservado. De hecho, el resto de compartimentos también lo estaban. Aún no estaba abierto el vagón restaurante y, de todas formas, estaba fuera de mi presupuesto. Pasé las siguientes horas eternas en el pasillo de ese vagón, usando mi mochila como respaldo. Me seguía repitiendo que mi salida de la vida de Isabelle estaba completamente justificada, que me había estado usando todo el tiempo. Como llegué a comprender más adelante, cuando somos culpables de haber hecho algo estúpido —de haber tomado una decisión equivocada—, a menudo reescribimos la historia para hacerla llevadera. Pero cuanto más intentaba falsificar la narrativa para justificar mi pésimo comportamiento, más me daba cuenta de que estaba esquivando el quid de la cuestión. En un intento por distraerme, volví a la novela que llevaba en mi mochila. Madame Bovary. Isabelle llevaba tanta razón sobre Flaubert. Un camaleón que fue pionero en lo literario al escribir la primera novela sobre el aburrimiento doméstico. Charles Bovary era un niño de mamá, triste y pueblerino. Un tipo aburrido. El Charles de Isabelle era un hombre cosmopolita de éxito. Habían encontrado el amor juntos, habían tenido un hijo juntos y luego habían soportado un dolor inimaginable juntos. Y yo había hecho caso omiso a su duelo. Estúpido orgullo. Y una falta de matices emocionales que ponía de relieve mi inmadurez.

La guardia de fronteras italiana subió al tren en Ventimiglia. Uno de los policías me pidió un cigarrillo después de estampar el sello de entrada en mi pasaporte con. Dentro de mi cabeza se estaba gestando un plan: bajarme del tren ahí, tomar el siguiente tren que cruzase la frontera de vuelta y regresar a París más tarde esa noche, pero no sin antes bajarme del tren durante una hora en Lyon para llamar a Isabelle y rogarle que me perdonase.

Lyon estaba a cinco horas en tren de París. Estaría de vuelta antes de la medianoche. Caería rendido en la cama, dormiría profundamente como duermen los arrepentidos, los expiados. Cuando llegase la mañana, iría a Le Select y holgazanearía sin propósito. A las cinco me encontraría introduciendo el código de la puerta en el número 9 de la calle Bernard Palissy y estaría de vuelta en los indulgentes brazos de Isabelle.

¿Qué me impidió avanzar con ese plan y reparar el daño antes de que la distancia lo agravase? Aunque estuviera tan desesperado como para saltar del barco y salir corriendo a París, mi conocimiento de Isabelle —si bien limitado al contorno asombroso de su cuerpo— me indicó que consideraría ese acto como algo propio de adolescentes, de personas que mostraban claros signos de dependencia. Además, dados los acontecimientos del día anterior, tal vez hubiera decidido borrarme de su vida. ¿Y quién la podía culpar?

Venecia. Cielos de colores oscuros, lluvia ligera traicionera, las luces lóbregas de los canales. Un hotel de medio pelo con una cama incómoda y con vistas a un callejón donde unos gatos furiosos se pasaban gran parte de la noche copulando. Admiré la majestuosidad acuática barroca del lugar. Escuché cantar a Monteverdi en San Marcos y creí que era posible que Dios existiera, o al menos uno que permitiera tal música extasiante de las esferas. Andaba cinco o seis horas cada día, como si fuera una cura para mi tristeza, que iba in crescendo. Me aseguré de que, más allá de solicitar comida o servicios, no me hallara en ninguna situación que diera pie a entablar una conversación. Eran más medidas de castigo, pero una parte de mí tampoco quería hablar con nadie en ese momento. Reservé un pasaje en un barco postal con destino a Alejandría. Zarpaba en cuatro días y, dos días después de haber comenzado su trayecto, hacía escala en el puerto ateniense del Pireo. Sin embargo, antes de perderme en Grecia, decidí marcarme lo que se conoce en fútbol americano como un pase «Ave María»: un intento por dar la vuelta a una causa perdida. Fui a Western Union y le envié un extenso telegrama a Isabelle.

Actué como un estúpido. Lo siento de veras; discúlpame por mi desconsideración, por herirte. Solo tienes que pedírmelo y volveré a París. Y no te exigiré nada más que nuestras preciadas tardes juntos. Estoy aquí, en Venecia, hasta este viernes.

Entenderé si dices que no, y no te molestaré más si esa es tu respuesta.

Pienso en ti con infinita ternura.

Con todo mi cariño.

Añadí una posdata en la que incluí la dirección de mi hotel por si quería contestarme. Y que después me podría localizar a través de American Express en Atenas.

No esperaba saber nada de ella.

No supe nada de ella. Mi sensación de derrota se agravaba con las horas, y Venecia, una de las ciudades más espectrales, siniestras y anegadas, no hacía más que aumentar mi pena silenciosa.

El último día tenía que dejar mi habitación antes del mediodía. Dejé mi mochila en recepción y acudí a una pequeña cafetería cercana para almorzar un plato de pasta barato. Me bebí dos vasos de vino. Cuando volví al hotel para recoger mi mochila y después tomar un vaporetto hasta el puerto, el dueño me entregó un sobre amarillo.

—Acaba de llegar hace cinco minutos —dijo—. Estás de suerte… o no.

Porque, claro, un telegrama siempre trae consigo o buenas o malas noticias.

Abrí el sobre.

Samuel:

Tu mensaje me ha emocionado. Independientemente de aquellas últimas horas que pasamos juntos, ten en cuenta que cuando vuelvas a París me encantaría recibirte de nuevo en el número 9 de la rue Bernard Palissy. Por la tarde, bien sûr.

Je t’embrasse,

Isabelle

*

«Por la tarde».

Ese sería nuestro futuro. Su forma de decirme de nuevo: «Esto es todo lo que puedo ofrecer». Abandoné el pensamiento de niño malcriado y lo sustituí por esta revelación: «Te está volviendo a abrir la puerta».

Me metí el telegrama en el bolsillo. Le pedí al chico del mostrador que me guardase la mochila durante unas horas más y me dirigí a la agencia de viajes en la que había reservado mi pasaje en barco. Tras pagar un pequeño importe, me dejaron cambiarlo por un billete a París en segunda clase para esa noche. Después me encaminé hacia la oficina de correos y envié otro telegrama.

De vuelta en París mañana tarde.

Je t’embrasse fort.

Más tarde, llamé a mi hotel en París. El recepcionista me indicó que mi antigua habitación quedaría libre para la noche siguiente. La reservé para las próximas diez noches. Ya solo me faltaba una última tarea personal de la que encargarme: encontrar una oficina de la aerolínea TWA y reservar un vuelo de vuelta a Estados Unidos para dentro de unas semanas. Un vuelo sin escalas desde París a Nueva York a bordo de un 707 y, a continuación, una conexión hasta Minneapolis. Mi pasantía era inminente; la secretaria del juez me había escrito vía American Express unas semanas antes de mi huida para hacerme saber que me había encontrado alojamiento en un pequeño hotel enfrente de sus oficinas. El coste del hotel corría por su cuenta, pero todo lo demás lo tendría que cubrir con los cien dólares semanales que me pagarían. Qué ganas de contestarle ahora: «Que le jodan a tu pasantía, me quedo viviendo en París a precio de ganga». Era consciente de que, si cancelaba con tan poca antelación, eso supondría una mancha en mi futuro currículo jurídico. En cambio, envié un telegrama en el que manifestaba que estaba de acuerdo con todo lo que ella me había propuesto y que «tenía muchas ganas de aprovechar esa maravillosa oportunidad».

Mentiras, mentiras, puras mentiras.

Pero todos nos esforzamos para cumplir con nuestras obligaciones con la esperanza de que eso nos ayude a progresar.

La ansiedad de la libertad.

Y yo regresaba a todas las obligaciones que me había autoimpuesto.

Pero primero…

El tren a París. Reservé una litera. Dormí intermitentemente.

Tuve que salir de mi litera en el norte de Múnich. Un cambio de trenes. Ahora ocupaba un asiento estrecho de segunda clase hasta París. La Gare de l’Est al final de la tarde a comienzos de primavera, una luz translúcida irradiada a través del techo de vidrio. Pasé por delante de dos cabinas telefónicas. No llamé.

—¡Monsieur Sam!

Omar me saludó mientras yo me arrastraba junto con mi mochila hacia el diminuto vestíbulo del hotel. Incluso me dio un beso en cada mejilla.

—¿Qué tal va todo, Omar?

—Normal. Sin cambios.

Mi antigua habitación. Deshice la mochila, cogí una toalla, recorrí el pasillo hasta la ducha y me quité de encima todas esas horas de viaje.

A la mañana siguiente, el dueño de Le Select me entregó el Herald Tribune del día anterior y el teléfono. Mientras el dial del teléfono de Le Select giraba como una ruleta siete veces en el sentido de las agujas del reloj, apareció a mi lado mi desayuno estándar: citron pressé, croissant, grand crème. Cerré los ojos cuando dio tono. Un tono. Dos tonos, tres, cuatro, cinco, seis… Mierda, había salido. Siete tonos, ocho, nueve…

Âllo?

Parecía que se había quedado sin aliento, como si hubiera llegado corriendo.

—¿Isabelle?

—¿Sam?

—Sí, soy yo.

—Justo a tiempo.

—¿A las cinco?

—Eh, sí.

Me escondí en el cine y exploré una librería. Intenté rebajar mi ansiedad; ese miedo constante en mi interior, desde mi infancia, a que me rechazasen.

No tuve que consultar mi cuaderno para introducir el código de la puerta de Isabelle. Estaba grabado en mi interior. La puerta se abrió, crucé el patio y llegué a la Escalier C. Llamé al timbre que estaba al lado de su nombre. Un zumbido. Estaba dentro.

—Hola…

Su voz desde arriba. Me dije: «No subas las escaleras a la carrera». Subí las escaleras a la carrera mientras las suelas de mis zapatos golpeaban rítmicamente la madera gastada.

—Un hombre con prisa.

Su voz de nuevo, cada vez más cerca. La espiral de escaleras girando en cada piso. Hasta que allí estaba, frente a ella. Llevaba el pelo rojo suelto. Nos sonreímos. Quería lanzarme a sus brazos. En cambio, acepté la mano que me tendía. Me empujó a través de la puerta y esta se cerró detrás de nosotros. Tiró su cigarrillo al fregadero de la cocina, luego colocó una mano detrás de mi cabeza, agarrando mi pelo. Tiro de mí hacia delante, me besó deliberadamente con lentitud. Con los dedos que tenía libres, agarró la zona de mis vaqueros que ya estaba dura, desesperada por estar dentro de ella.

El aroma de Isabelle me envolvió. El deseo que había sentido durante semanas. La sensación de que no había nadie en el mundo como ella, no había nadie a quien deseara tanto. Ella, con la cabeza en mi pecho. Un gemido silencioso mientras me dejaba llevar. El equilibrio cogido por sorpresa. Perdí la noción del tiempo y del espacio, hasta que me dejé caer hacia un lado y ella tomó mis manos entre las suyas. Sus ojos radiantes. Pasando el dedo índice por el contorno de mi mandíbula, dejándome cubrirle la cara, los ojos con besos dulces.

*

Le dije que quería abrazarla desnuda. Me dejó quitarle el vestido y me liberé también de mi ropa. Se agachó y me besó.

—Te he echado de menos —dijo—. Más de lo que creía posible.

—Y yo a ti.

Me recorrió la cara con el dedo otra vez; la rodeé con los brazos. Unos instantes después, estábamos haciendo el amor de nuevo. Esta vez no se asemejó a un reencuentro pasional enloquecido. En cambio, hubo mucho mimo y una sensación intensificada de intimidad que no había conocido hasta entonces. El vínculo, la complicidad; eran territorios inexplorados para mí. Sobre todo porque Isabel respondía del mismo modo. Empujándome más dentro. Con los ojos fijos en los míos, como si en la vida no hubiera nada más que nosotros dos en ese preciso instante. Como si ambos hubiéramos encontrado algo tan grandioso como pasajero.

—Ha sido… extraordinario. E insólito —dijo mientras me miraba.

—Estoy de acuerdo, aunque hablo desde mi escasa experiencia…

—Créeme, lo que compartimos aquí cuando estamos juntos nunca podría mantenerse en el día a día. Y por eso no quiero que cruces el Atlántico en… ¿Cuándo tienes que irte?

—En nueve días. Pero puedo volver… Cuando pueda escaparme.

—Y cuando yo esté disponible. Porque voy a dejar la píldora la próxima semana en cuanto te vayas. Tal vez me quede embarazada rápidamente o tal vez no. On verra. Ya veremos. Te mantendré informado, pero volverás conmigo, ¿sí?

Miré por la estrecha ventana más allá de los libros y papeles esparcidos en su escritorio. Observé las sombras de las gastadas tejas, el resplandor cobrizo del comienzo del atardecer, el hecho de que me encontraba en ese pequeño apartamento en lo alto de una escalera larga y estrecha en el distrito 6 de París, en la cama con esa mujer excepcional y extraordinaria que me estaba declarando su amor de una forma que yo no llegaba a comprender del todo. Pero ¿acaso tenía que entenderlo todo sobre ese momento que pasábamos entrelazados bajo unas vigas inclinadas del techo? ¿No acababa de contármelo todo?

Me incliné y la besé.

—Quiero volver a verte.

Cerró los ojos, con una sonrisa diminuta en los labios.

—Muy buena respuesta, Samuel.

_______

* N. de la T.: Se refiere a la canción «How Ya Gonna Keep ’em Down on the Farm After They’ve seen Paree?», que fue popular tras la Primera Guerra Mundial.

Isabelle por la tarde

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