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ОглавлениеHACIA UN LUGAR PARA ARAUCA EN EL DERECHO NACIONAL
Édgar Ardila Amaya
La Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia —EJCUN— ha venido adelantando desde el año 2005 una labor de extensión e investigación en Arauca con diferentes sectores poblacionales y un amplio espectro de entidades estatales relacionadas de alguna manera con las necesidades de amparo de derechos, la regulación social y el acceso a la justicia. Por diferentes razones, la intensidad en las labores ha sido mayor en los cuatro municipios que descienden desde los Andes orientales por el piedemonte, constituyen la zona del Sarare y reúnen aproximadamente la mitad de la población y del área del departamento de Arauca.
Este capítulo busca entender hacia dónde se dirige la labor que realiza la EJCUN en desarrollo y empoderamiento de instancias comunitarias de gestión de conflictos. Aquí, se describen los elementos fundamentales del enfoque y los principales rasgos de la estrategia y la metodología de búsqueda que la Escuela, como equipo de la Universidad, hace al interior de la región tratando de identificar cómo pueden transformarse positivamente los escenarios jurídicos y, desde allí, extraer aprendizajes para otras regiones de Colombia que pueden estar sometidas a condiciones similares.
Desde su definición misional, la Universidad se propone aportar en la elaboración del proyecto de nación para Colombia. Ese proyecto cultural convoca una serie de acciones de amplio espectro que, aunque tienen su vértice en la formación de profesionales, se encaminan hacia la construcción y transformación de la identidad colombiana en diálogo y sinergia con pluralidad de actores a partir de saberes y capacidades de origen diverso que constituyan respuestas a las necesidades del país.
En el caso de Arauca, nuestro proyecto cultural tiene retos grandes que se vienen sumando a desafíos históricos que en el último medio siglo ni siquiera se habían encarado. Arauca es un territorio marginalizado y olvidado desde el centro del país, de condición fronteriza, profundamente marcada por la desigualdad, el racismo y la discriminación étnica, que no ha logrado construirse como región y tampoco ha contado con canales que la conecten adecuadamente con una nacionalidad que, generalmente, la esquiva o le muestra los dientes.
A continuación, tratamos de precisar en qué se concreta ese compromiso que asumimos en relación con la región desde nuestro lugar como equipo de la Universidad que trabaja en el campo del derecho y la administración de justicia. Luego, enmarcamos teórica y metodológicamente el sentido con el que nos acercamos a interactuar con estas dinámicas sociales. Finalmente, describimos los retos que hemos asumido a lo largo de nuestra experiencia en el departamento de Arauca y evaluamos la manera como los encaramos.
LA JUSTICIA COMUNITARIA Y LA CONSTRUCCIÓN DE COLOMBIANIDAD EN EL SARARE
Hay una gran distancia entre las fórmulas jurídico-políticas de la modernidad y la realidad de nuestras estructuras orgánicas. Mientras en Europa el concepto de nación precede al del Estado y se concibe como un conjunto humano, que por compartir territorio e historia se siente parte de lo mismo, la Constitución establece la nación a partir del discurso de un pequeño grupo que se considera heredero de españoles y no se identifica con la mayoría, de las pretensiones territoriales que fijan en las normas y de los mapas que no están integrados espacialmente. De acuerdo con esto, el orden jurídico se organiza sobre una nación que es poco más que una formalidad, no solo porque carece del requerido fundamento identitario, sino también del alcance territorial que pregona.
La gran profesora colombiana María Teresa Uribe caracteriza amplias zonas por la carencia institucional del Estado, que no implica necesariamente la falta de presencia física, sino su incapacidad de operar y, en consecuencia, su impotencia para producir los referentes simbólicos de lo nacional que ordenen las relaciones sociales. Con lo cual, en caso de conflicto, la acción reivindicatoria o retaliatoria por mano propia solo encuentra alternativas viables en la intervención de poderes territoriales no nacionales que pueden imponer el orden o competir para imponerlo (Uribe, 2001).
Si bien hoy podemos constatar que —además de una plaza de Bolívar y una estatua de Santander— en esos municipios hay jueces y otros operadores de justicia, su presencia allí en muchos casos no es más que simbólica, porque no garantiza el orden nacional en el territorio, pues para actuar carecen de capacidad operativa, de garantías de seguridad para ellos, de respaldo de la fuerza pública para sus actuaciones y de legitimidad en la comunidad (García, 2008). Así, los conflictos que más afectan a la comunidad son gestionados por los poderes extraestatales, en territorios de todas maneras con orden extraestatal o, de manera más violenta y letal, en las zonas de caos donde compiten los diferentes actores por el dominio territorial (Ardila, 2018).
Arauca es un caso particular dentro de este panorama. Sin haber encontrado una vía para que la región avizorara en la historia condiciones físicas, políticas, económicas y culturales de integración con el resto del país, en apenas cinco décadas ha sido sometida a dinámicas provenientes del resto del país que la lesionan y la fraccionan aún más. Arauca, cultural y físicamente, hace parte de la región bastante homogénea que se conoce como “Los Llanos”, y que comparten Colombia y Venezuela. De manera más o menos similar al resto de los departamentos de esta enorme región, Arauca permaneció más integrada con los llanos1 y relativamente aislada del resto del país, y no ha encontrado oportunidad de participar en la construcción de identidad nacional2.
La expansión paulatina y centenaria de la economía ganadera de pastoreo, aunque generalmente no reivindicaba títulos de propiedad, atacó los sistemas de relacionamiento de la población indígena con la naturaleza, especialmente de los pueblos nómadas. La expulsión creciente de los llamados “guahibos” de sus propios territorios ha estado sustentada en un ideario racista desde el que no solo se les ha excluido de las pocas oportunidades existentes, sino que se les ha asesinado3. Sin embargo, es en la segunda mitad del siglo XX que se producen los rasgos más profundos del actual escenario de fraccionamiento social y cultural, luego de una migración desordenada y agresiva que no solo ataca de frente la territorialidad de los pueblos nativos, sino una cierta comunalidad existente en el pastoreo de ganado.
Durante la mayor parte de la Colonia predominó la población indígena, en parte sometida a la explotación ganadera impulsada por los jesuitas, aunque hubo una paulatina colonización de zonas aledañas, incluso venezolanas, que fueron definiendo una configuración cultural y fenotípica que se conoce externamente como el llanero, y allá denominan criollo. Esta población aprendió de los indígenas su interacción con la naturaleza, pero se vinculó con la ganadería en el pastoreo de los grandes hatos que sucedieron a la expulsión, en el siglo XIX, de la Compañía de Jesús.
Esa situación empezó a tener un cambio rotundo y unos choques interculturales por la migración masiva de los departamentos andinos a partir de la violencia del medio siglo, pero que arreció con la expectativa generada por el descubrimiento de petróleo en los años ochenta. La población del Sarare por lo menos se duplicó en treinta años, principalmente, por la inmigración, que expandió una tendencia cultural y fenotipo andino en los municipios de Saravena, Fortul y Arauquita, que los lugareños denominan “guates”.
Los desplazamientos forzados por el conflicto armado compelieron por décadas a oriundos de Santander, Boyacá y otras regiones de Colombia a abrirse espacio en este territorio, en disputa con la población ya asentada. Pero los recién llegados no pudieron dejar atrás los factores y los actores que los llevaron hasta allí y tampoco encontraron respuestas institucionales a sus necesidades en el nuevo territorio. Por el contrario, lo protuberante ha sido la presencia y el control de los actores armados. Con un Estado ausente, en medio de los esfuerzos autogestionarios de las comunidades, fueron medrando proyectos territoriales guerrilleros que, ante las necesidades de las comunidades, procuraron cooptar los recursos y las organizaciones que ellas habían desarrollado o, simplemente, imponer sus condiciones para hacer alguna oferta para la solución de conflictos y otras necesidades de la comunidad.
En los años ochenta, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se hizo fuerte y predominó en el territorio. En los noventa, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lograron disputarle amplias zonas e imponerse en varias de ellas en una confrontación crónica que se prolonga hasta esta década, dejando más líderes sociales víctimas que bajas entre las partes. Al comienzo del siglo, aprovechando el repliegue de la guerrilla, logrado por las fuerzas armadas del Estado, grupos paramilitares se expandieron desde el sur, arrasando el liderazgo social existente entonces. En todos los casos, las comunidades tuvieron que reconstruirse luego de que, al asesinar o desplazar a sus líderes, se les privaba de los recursos colectivos para atender sus necesidades.
Frente a muchos de sus problemas, en las últimas décadas, el Estado viene dando respuestas muy precarias y limitadas en su alcance. El Sarare, a pesar de la enorme riqueza petrolera —que en su mayoría se bombea por un tubo sin que llegue a verse—, es una zona marginalizada y se encuentra por debajo de los índices de satisfacción de las necesidades que se registran en el país (datos de pobreza, participación, estratos económicos, PIB per cápita, NBI).
Pero ese no es el único problema, el territorio está fuertemente fragmentado. Por una parte, a causa de la lucha bélica por el territorio, se ha incrementado el aislamiento de unas zonas y otras; y se han dividido en su interior, incluso, las comunidades y hasta a las familias por la desconfianza, la polarización y la estigmatización mutuas. Por otra parte, las dinámicas de poblamiento y la ubicación socioeconómica han demarcado cuatro grupos sociales que tienden a diferenciarse y a discriminar de arriba hacia abajo así: en la cresta, beneficiarios de la economía petrolera y de los recursos públicos, como la burocracia estatal sempiterna; enseguida, los guates, que a través de la apropiación de la tierra y el comercio se han convertido en el sector que dinamiza la economía capitalista en la región y constituye la población mayoritaria, salvo en Tame; en un nivel inferior, está el sector que identifica a todos los llaneros, los criollos, que son población en general carente de propiedades y de acceso a los beneficios sociales y se ubica en zonas muy marginales; en la parte más baja, u’was, hitnüs, macaguanes, betoyes y sikuanis, muy reducidos en sus miembros, población indígena que se mantiene aferrada a su identidad, de cara a una sociedad que mayoritariamente los excluye.
En lo relacionado con la labor que desempeña la EJCUN, se evidencia que las entidades encargadas de garantizar derechos y gestionar conflictos han tenido una presencia insular, discontinua, desarticulada e insuficiente. Por ello, los requerimientos de justicia rara vez llegan a puerto mediante la oferta institucional nacional. De allí que la Constitución y las otras leyes de la República no sean una herramienta reconocida para ordenar la vida y regular los comportamientos sociales en la región. De hecho, a pesar de que en ello se agotan las acciones estatales, las entidades encargadas de agenciar la legalidad en el territorio son muy poco robustas y tienen un alcance territorial que apenas rasguña lo más importante de la conflictividad, que se circunscribe a un radio de acción principalmente urbano. Los programas de promoción y defensa de derechos, y de acceso a la justicia han estado reducidos a unos recursos muy limitados de la cooperación internacional.
La acción coactiva de actores ilegales es, en parte, una consecuencia de esa exclusión. La instrumentalización de la violencia para tramitar los conflictos ha sido un recurso más utilizado que la fuerza que corresponde a los actores estatales en buena parte del territorio. La población se somete a los actores armados no solo por miedo a sus represalias, sino también, en muchos casos, por la necesidad que se tiene de zanjar conflictos que no se está dispuesto dejar en suspenso, y ese es el camino que predomina. Es la contracara de la inacción del Estado que aparece en muchos estudios sobre la violencia en esta u otras zonas del país. Pero tampoco desde aquí puede comprenderse plenamente el conjunto de dinámicas que determinan los comportamientos y enmarcan las dinámicas de orden social reinantes en la zona.
La manera como la gente actúa y se relaciona entre sí, también como tramita sus controversias, es la sumatoria de diversos vectores que interactúan de manera compleja y muchas veces contradictoria. Están sin resolverse los choques que surgen de las normas que siguen las personas para trabajar, para acceder a la naturaleza y a los bienes, para intercambiar recursos, para reproducirse o para participar en las acciones colectivas, pues estas no son homogéneas. Para los indígenas y una parte del campesinado, los parámetros son los que plantaron los ancestros; mientras que, para los colonos de las últimas décadas, son los que trajeron de sus zonas de origen. El impulso de las normas estatales también llega débil al pasar por los filtros de comunidades de fe o de grupos políticos poco interesados en el discurso de la legalidad.
Además, ya hemos visto que, como resultante de ese juego vectorial muchas veces también conflictivo, han ido surgiendo, con mayor o menor sostenibilidad, instancias, saberes y procedimientos mediante los cuales las comunidades han buscado atender por sí mismas las necesidades de justicia que se presentan a su interior. Esas normas y esas instancias, con sus limitaciones y sus defectos, tienen una profunda y extensa significación en la vida de los sarareños. El modo de ser araucano se ha venido construyendo en esa área comunitaria todavía poco visible pero mucho más real y presente que los códigos legales y las metralletas. Hay una trayectoria de experiencias, incluso algunas efímeras y ocasionales, que han ido dejando también enseñanzas sobre cómo abordar los conflictos y han decantado capacidades que se han convertido en el patrimonio más valioso para enfrentarlos. Son esas normas y esas instancias las que representan el sentir y el ser de este territorio llanero.
Es allí donde se ubica el lugar específico de la EJCUN en la misión de la Universidad. La resignificación de la nación no puede hacerse con la exclusión de Arauca, de sus identidades, de su obra colectiva, de las normas que encauzan su interacción, de los instrumentos que han generado para tramitar sus controversias pacíficamente. El sistema jurídico y la función de administrar justicia debe buscar los caminos para que este acumulado pueda ser canalizado. Empeñarse en desconocerlo, intentando imponer modelos únicos, es remar contra la corriente y, sobre todo, puede tener un efecto que solo llega a destruir lo poco o mucho con lo que cuenta la población.
Si, ante la inexistencia o la ineficacia del Estado, son las instancias y las reglas comunitarias lo que funciona en medio de la dura realidad específica del piedemonte, se trata de conocerlas y reconocerlas, de valorarlas y evaluarlas, de fortalecerlas y de criticarlas. De hecho, es necesario partir de la base de que no se trata de una realidad uniforme, sino de un escenario en el que se han ido estructurando tendencias y proyectos diferentes y, en muchos sentidos, contradictorios entre sí. Entonces, nuestra labor no se limita a describir y a ser testigos de su experiencia, se trata de entablar un diálogo con su normatividad y sus instancias en busca de que la propia comunidad se transforme y fortalezca desde sus propias contradicciones y en su interacción con las dinámicas nacionales. Pero también se trata de que el proyecto de nación y de sus estructuras jurídicas se enriquezcan con el aporte que se hace desde una región específica, de que la oferta institucional se nutra con los aprendizajes que se elevan también desde estas realidades que no son excepcionales en el país.
¿REINVENTARNOS O SIMPLEMENTE RECONOCERNOS?
La epopeya fundacional de la nación iroquesa, una de las más extendidas de nuestro continente al momento de la Conquista, no narra una guerra sino una paz. Hiawatha fue un personaje real que dedicó su vida hasta lograr, a través del diálogo cuidadoso y fecundo, que se fueran construyendo las instituciones y las reglas comunes que les permitirían vivir en paz y prosperar sin que las contradicciones fueran causa de conflagración. Onondogas, mohicanos, entre otros, hasta entonces enemigos acérrimos, a través de esa narrativa, proyectaron los valores éticos y políticos con los que fueron dándose sentido como grupo humano y establecieron las condiciones organizativas que requerían para proyectarse hacia el futuro como una nación.
Por la misma época, los Estados europeos se estaban creando a través de la espada y la conquista. Ricardo Corazón de León, el Cid Campeador, Juana de Arco y tantas otras figuras guerreras representan lo que llegó a imponerse como identidad de naciones enteras y que llevó a que, incluso hasta mediados del siglo XX, en el viejo continente no se reconociera preeminencia en quien no hubiera liderado una acción bélica. Fue con esa idiosincrasia que exportaron su institucionalidad y sus modelos de organización política a los territorios de quienes llamaron “pieles rojas” o simplemente “hombres rojos”, destruyendo o reduciendo saberes e instituciones de todo el continente, a veces muy sofisticados, como los que habían alcanzado entre los aztecas mesoamericanos o en el Tahuantinsuyo, de la zona Andina. Muchas estatuas lo dicen, los grandes personajes que han protagonizado la historia luego del siglo XVI se representan con una espada ensangrentada en alto.
La imagen no cambia: un jinete que no se apea para interactuar con la población común. Tanto el conquistador como el prócer representan el poder foráneo que desconoce a los actores y al territorio mismo. De hecho, la gran efeméride del piedemonte araucano es un diálogo de Bolívar y Santander, donde no se recuerda que haya participado la gente de ahí; ni que, posteriormente, las causas de los indígenas y los campesinos de entonces hubieran dejado alguna huella en los planes del gobierno al que le pusieron pertrechos, provisiones y personas que fueron a luchar. Hoy, en la escena siguen campeando guerreros que, sin bajarse de sus cabalgaduras y sus camionetas, aseguran que serán los vencedores.
Las comunidades araucanas, en medio de dificultades y tras reiteradas pérdidas, han tenido que prodigarse por sí mismos, y mediante la cooperación y el apoyo mutuo, muy buena parte de los recursos que disfrutan en común. La base de esa resiliencia ha sido el aprendizaje colectivo para el cuidado de la convivencia mediante normas de comportamiento y la gestión de conflictos. Las pautas de conducta para la interacción interna y con el exterior se dirigen armonizar al máximo los procesos vitales diversos que coexisten, al mismo tiempo que procuran el cuidado colectivo frente a los factores de violencia que pueden irrumpir o escalar. La gran vulnerabilidad en la que se vive, especialmente en las zonas rurales, ha llevado a que cualquier tipo de controversia a su interior sea motivo para que toda la comunidad se sienta implicada y se sienta beneficiada cuando se produzca un resultado satisfactorio que la zanje. Cuantos más incidentes sean resueltos mediante las herramientas comunitarias creadas para atender la conflictividad, menos vulnerables serán a la acción violenta.
En el Sarare no es visible un personaje mítico como Hiawatha, pero de tantos acumulados y tantas capacidades de acción colectiva es posible construir una epopeya que no sea escrita por los amanuenses de los guerreros. Arauca podría ser una esquina del país que, superando los índices más altos de violencia que le han acompañado por décadas, se convierta en el vértice de una narrativa y unas prácticas institucionales, desde las cuales podamos encontrar no solo un lugar para Arauca en lo que somos como país, sino que Colombia se transforme con los acumulados que en el Sarare, al igual que en regiones similares, ya se han venido alcanzado como normas de convivencia e instancias de regulación de conflictos que logran impactos que siguen siendo impensables desde el derecho y las instancias estatales.
Los acumulados comunitarios deben fortalecerse para que se apropien conscientemente con vocación de permanencia y desarrollen su potencial, y para que se proyecten nacionalmente en diálogo con la institucionalidad del país. Y es allí donde encuentra su sentido la labor que realizamos desde una entidad académica como la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia en esas tierras. Entendemos que nuestro papel debe ser el de participar en la construcción del proyecto de nación desde el Sarare y para el Sarare. Es decir, un proyecto dirigido a que lo que es la región sea una parte del horizonte del país y que lo que construimos como país le aporte a la región. Que la suerte de los Hiawathas que germinan en las comunidades piedemontanas sea recogida como activo en los acumulados normativos e institucionales del país y que en lo nacional haya un aporte reconocible y útil para la gestión de las necesidades específicas del territorio, empezando por la convivencia pacífica, la inclusión y la igualdad en las relaciones.
Ese marco define los propósitos de una labor académica que para ser participativa exige que se haga de la mano y en diálogo con los diferentes sujetos que interactúan en el territorio. En primer lugar, ante todo la labor es de visibilización. Debe contarse con sensibilidad para percibir los problemas y sus respuestas. Al mismo tiempo, con herramientas conceptuales y metodológicas que permitan reconocer y hacer visibles, para la comunidad y los actores llamados a interlocutar con ella, las dinámicas mediante las cuales se regula y gestiona la convivencia. Se busca que se reconozca el aporte y la potencialidad que tienen a través de un enriquecimiento teórico y comparativo.
En segundo lugar, el rol de la Universidad es el de aportar en la transformación positiva de lo que existe. Es el más exigente, porque nos movemos entre dos extremos peligrosos que deben evitarse. De un lado, existe el riesgo de que se entable una relación vertical en la que se impongan los conocimientos académicos y los valores que portan y, en consecuencia, el mejoramiento que se promueve se reduzca a una modernización más burda o más sofisticada. Del otro lado, puede caerse en una visión que mitifica lo comunitario y se limita a recoger y hacer un mejoramiento formal por considerar que la intervención contamina los procesos, dejando intactas o reforzando dinámicas de violencia estructural, de dominación, de explotación o de discriminación. El mejoramiento implica el diálogo de saberes en un ejercicio constante de autoevaluación de lo que se hace y de autocrítica sobre lo que hay y lo que se propone.
En tercer lugar, nuestra labor es la de aportar en el posicionamiento de las herramientas comunitarias. Su fortaleza y su impacto están marcados por su capacidad de incidir gracias al apoyo que reciben y a los canales mediante los cuales actúan. Entonces, como equipo académico tenemos una tarea de interlocución mediante la cual acompañemos la producción de capital social comunitario y construyamos puentes para generar condiciones para una interacción horizontal y un diálogo de saberes también con los diferentes actores presentes en el territorio, incluidos los operadores jurídicos.
Nuestra labor se dirige entonces a procurar el diálogo con actores e instancias situadas en espacios subalternos o marginales que, aunque no aparecen en los libros de historia, en los discursos políticos ni en los programas oficiales, cimentan algún nivel de convivencia y son lo más importante para que allí pueda continuar la vida en común. Más allá en las comunidades cuentan con muy poco. A esa escala, los códigos y las instituciones oficiales tienen muy poca o nula incidencia en la gestión de los conflictos y el orden social; mientras el uso directo de la fuerza, estatal o no, por basarse primordialmente en la intimidación, puede causar fractura en la comunidad y solo tiene un impacto limitado en el tiempo y en el espacio. Resulta evidente que las respuestas comunitarias a las necesidades de justicia son las que logran impactos sostenibles, y generalmente son las que llegan y resultan creíbles en cada sitio.
Con la misma perspectiva deben leerse los programas de acceso a la justicia que el Estado ha adelantado en este y otros territorios similares en el país. Lo que se ofrece son unas figuras que son sucedáneas de la justicia estatal, que cuentan con menos recursos, menos exigencias formales, casi nulo respaldo institucional y menos alcances para atender casos. En ellas no se ve la intención de incluir y recoger los procesos y las instancias puntuales existentes. Por ello, tampoco resultan creíbles y logran un impacto muy reducido. De hecho, pueden llegar dando palos de ciego al desconocer las prioridades en las necesidades de justicia que tiene la gente en cada lugar. Los irrisorios recursos que se les asignan4 no les permiten continuidad ni en el territorio —porque casi solo alcanzan la zona urbana de municipios rurales— ni en el tiempo —son inversiones episódicas, sin sostenibilidad financiera—, mientras que los actores y las instancias comunitarias están presentes todos los días, en lugares mucho más cercanos física, social y culturalmente para sus factibles usuarios.
Llegar a una zona con una oferta insostenible de justicia causa un daño peor que la ausencia generalizada del Estado, porque genera unas expectativas que deslegitiman lo logrado por la comunidad a través de sus propias instancias o procedimientos y transforman intereses en pretensiones jurídicas que probablemente las instancias oficiales no van a poder garantizar. El acceso a la justicia, entendido como la finalidad de mejorar las condiciones de convivencia y garantía de los derechos, tiene mucho más sentido si se construye sobre lo que la comunidad misma prodiga, reconociendo sus limitaciones y sus alcances, sus ventajas y sus desventajas, sus carencias y sus aportes. La gestión de los conflictos y la convivencia puede avanzar mucho, incluso en los programas oficiales, si se apalanca en las capacidades comunitarias y se dirige a trabajar de la mano con sus propias instancias para superar los problemas que tienen.
Y en esa dirección se inscribe la labor de la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional. Como actor externo, a través del diálogo y el análisis conjunto con los actores locales, la Escuela apunta a fortalecer en la comunidad la respuesta a las necesidades de justicia que se le presentan y a transformar la experiencia colectiva con la normatividad y los conflictos. Como equipo universitario, no solo aportamos saberes y herramientas que puedan ser apropiadas críticamente en nuestros escenarios directos de acción, sino que procuramos identificar y abstraer los elementos y aprendizajes que pueden favorecer a otros grupos humanos, a través de la gestión de conocimiento dirigido a obras escritas o a la labor pedagógica nuestra o de entidades colegas.
Es en ese sentido que encontramos en esta región una escuela para el país. En conjunto con los actores del Sarare hemos hecho aprendizajes sobre la justicia comunitaria que pueden irrigarse al resto del país para mejorar la respuesta a la conflictividad y la administración de justicia, cohesionarnos desde la diversidad, construirnos como nación desde los diferentes rincones del territorio y convivir pacíficamente en todas las escalas, estableciendo condiciones para que los conflictos sean tramitados adecuadamente desde los espacios más próximos.
En cuanto a lo primero, por la necesidad que tiene la comunidad de unos mínimos de armonía, es prioritario que la gestión comunitaria de los conflictos se realice con integralidad, sobre todo en estas zonas, donde la fortaleza interna de las instancias se funda sobre el propósito implícito de evitar que los conflictos desborden a la comunidad como condición para la sobrevivencia incluso física. En la comunidad puede conocerse el contexto de cada conflicto y los factores que inciden en su desarrollo o tratamiento. Para avanzar en esa gestión integral, debe contarse con herramientas —capacitación específica, recursos y respaldo— que eleven la calidad de las actuaciones y las decisiones e impactar positivamente en los factores que causan los conflictos y los escenarios en los que se generan. Tales herramientas deben afinarse para lograr ampliar progresivamente el espectro de asuntos frente a los que las instancias comunitarias han de actuar en sus diferentes momentos y complementarlas con una coordinación horizontal con la oferta de justicia que hace el Estado.
En cuanto a lo segundo, para prosperar o al menos convivir desde la diversidad de vectores sociales y culturales que confluyen en cada espacio, donde requieren de estructuras de relacionamiento, reglas de asignación, formas organizativas y pautas de comportamiento social, es necesario que la comunidad desarrolle conciencia sobre la existencia, los alcances y los límites de sus normas frente a las imposiciones de actores externos. Allí debe desarrollarse capacidad crítica para identificar las pautas de comportamiento que participan de la violencia cultural o estructural, y de esa forma discernir lo que ha de transformarse en ella misma de los cambios que deben promoverse hacia fuera, hasta el nivel nacional.
Finalmente, la convivencia pacífica es la finalidad que, si bien está presente en todas las experiencias de justicia comunitaria, determina el dinamismo con el que se produce en estas zonas de confrontación armada. Generalmente a partir de un caso, las instancias comunitarias pueden producir impactos de pacificación: desactivación de acciones de violencia directa, disminución de las pretensiones o las acciones de las partes, desmotivación del apalancamiento social en los actores armados y reducción de las posibilidades de sometimiento comunitario a las lógicas bélicas. Son aprendizajes que deben fortalecer a las comunidades internamente como substrato de una sociedad pacífica. Mientras no haya un proceso de paz entre los guerreros, que la guerra sea solo de ellos. Pero, quizás desde los acumulados en los saberes y recursos orgánicos de este Hiawatha subyacente, puede haber instrumentos para que nos convirtamos en un país que pueda vivir en paz.
Poner el énfasis en la experiencia comunitaria con la normatividad y la gestión de los conflictos no significa que lleguemos a las comunidades con las manos vacías desde el derecho y la administración de justicia. En nuestra Constitución Política nacional actual existe una poderosa oferta que en muchos aspectos debe construirse como realidad en la sociedad para llegar a ser el país democrático, garante del amplio catálogo de los derechos humanos, incluyente y participativo que se anuncia desde la cabeza de nuestro ordenamiento jurídico. Es necesario que las prácticas sociales y las dinámicas de poder realmente existentes llenen de contenido esos marcos de acción.
Uno de los temas a construir socialmente de cara al ordenamiento es el de la justicia comunitaria, para la que se establecieron unos vértices en la propia Constitución Política de 1991, a ser desarrollados no solo mediante leyes y reglamentos, sino, principalmente, mediante el encuentro de las figuras legales con las instancias y las dinámicas sociales que tendrían vocación de llenarlas de contenido e impacto en la realidad. Si bien existen otras modalidades de justicia comunitaria, aun en el sistema jurídico, aquí nos ocupamos de las dos figuras que tienen potencialidad y desarrollos sociales en Arauca: la justicia indígena y la justicia en equidad.
En el departamento existen cinco pueblos indígenas organizados en más de veinte comunidades que, además de los problemas que padece el resto de la población, han sido discriminados, excluidos y expulsados paulatinamente de sus territorios. Aunque ellos han logrado sostener sus idiomas, sus estructuras normativas y cierta institucionalidad, la mayoría se encuentran en grave riesgo de extinción étnica e, incluso, física. Haciéndose necesario un plan de salvaguarda (Auto 003 y 004 de la Corte Constitucional de Colombia) dentro del cual descuella el componente gobierno propio y jurisdicción indígena a tono con el artículo 246 y otras normas de la Constitución Política. Si bien ha avanzado un proceso de reconstrucción y fortalecimiento interno, el principal esfuerzo ha sido el dirigido al reconocimiento externo de las instancias, los procedimientos y las normas de cada comunidad, en las instancias estatales.
De otra parte, nueve de cada diez pobladores rurales y urbanos del Sarare son criollos y guates. Entre ellos, pese a su diversidad, encontramos las instancias y normas que se articulan con diferentes procesos organizativos, especialmente la junta de acción comunal que opera con un amplio mandato, por legitimidad y eficacia, como gobierno comunitario y de gestión de conflictos. La sostenibilidad de dichas instancias y normas puede garantizarse si se logra que una figura como la conciliación en equidad, creada también en 1991, les proporcione los canales de interacción con el ordenamiento jurídico nacional sin despojarlas de sus capacidades alcanzadas y los potenciales por desarrollar.
Así, tanto la jurisdicción indígena como la justicia en equidad constituyen una oportunidad real de que nuestra institucionalidad nacional se fortalezca con el contenido que puede proporcionarle nuestra diversidad cultural y social. La jurisdicción indígena se funda en el reconocimiento constituyente de que las comunidades indígenas cuentan con su propio orden jurídico. Por tanto, las autoridades del Estado tienen el deber de interactuar y cooperar con ellas y someterse a su autoridad en lo que tienen competencia. La justicia en equidad remite al consenso de las partes, a las normas propias y a los valores de cada comunidad como la sustancia de las decisiones.
Como puede verse, una y otra ofrecen en esencia marcos legales mínimos —siendo más acotados para la justicia en equidad— que permiten conectar los procesos sociales y culturales existentes a la juridicidad nacional. Desde allí, puede establecerse una interlocución con las instancias homólogas del Estado para construir y desarrollar dinámicas de cooperación y apoyo mutuo.
Pero nada de eso se logra automáticamente. Ha sido necesario desarrollar varios procesos simultáneos en que nos hemos comprometido como EJCUN: 1) procesos de interacción y de diálogo que vayan generando los puentes en el territorio, un lenguaje, objetivos, complementariedades, además de rutas en común entre procesos que han estado históricamente distanciados y apenas empiezan a superar la desconfianza mutua; 2) procesos ante los programas nacionales para superar el centralismo opresivo que reproduce la rigidez —que no ha podido imponerse en el territorio a lo largo de la historia— mediante formatos inamovibles que no estiman la construcción colectiva y controlados por actores ajenos al territorio; y 3) procesos ante los actores armados que se desenvuelven en niveles muy diferentes de la confrontación bélica, para que no obstaculicen la operación de la justicia en equidad y su aporte en la edificación de democracia local.
Como equipo de la Universidad venimos trabajando con esa perspectiva desde el año 2005 en Arauca. Ciertamente, con las comunidades indígenas solo ha sido posible desarrollar una labor episódica y puntual. Salvo, entre 2010 y 2012, cuando acompañamos el arranque de un proceso profundo de todas las comunidades indígenas u’wa, hitnü, macaguane, betoyes, sikuani, para el fortalecimiento del gobierno y la justicia propios, gracias a una alianza con la asociación departamental de cabildos y al compromiso institucional de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
En cambio, la labor con la justicia en equidad ha sido más constante. Desde 2006, la EJCUN viene empeñada en la tarea de construir al lado de actores, principalmente comunitarios, una conciliación en equidad que sea el puente que permita que las dinámicas comunitarias de gestión de la conflictividad y la regulación social ganen presencia y eficacia desde las respuestas propias a los problemas propios y encuentren maneras de trabajar de la mano con la oferta estatal, para, desde allí, potenciar su aporte a la paz de la región y del país.
Este libro da cuenta de la contribución que, desde este equipo de la Universidad Nacional, hacemos en la búsqueda de una suerte de Hiawatha sarareño, en un escenario de compleja conflictividad social intensamente impactada por la guerra y afectada por la carencia de potencia del Estado para gestionar las controversias, ordenar el territorio y garantizar la oferta de derechos establecida en sus leyes. La obra se organiza en tres partes. En la primera, se describe el escenario; en la segunda, se da cuenta de la manera como se produce la acción y la interacción de la Escuela en el territorio; y en la tercera, se describen las dos principales estrategias.
La primera parte recoge tres trabajos que buscan generar una aproximación al territorio, desde la perspectiva específica de la regulación social y el acceso a la justicia. En el primer capítulo, se desarrolla una mirada documentada y analítica sobre la incidencia de las dinámicas de poder y de violencia predominantes en el Sarare, que enmarcan la gestión de los conflictos y encauzan las conductas sociales. En el segundo capítulo, se estudia la manera como la diversidad cultural y social participan en la fragmentación y estructuración de un territorio con dinámicas de violencia que trascienden el fenómeno de la guerra. En el tercer capítulo, se describen la diversidad de instancias y procedimientos que determinan la manera como se produce la gestión de los conflictos, principalmente en las zonas rurales.
La segunda parte refiere la manera en la que se ha decantado la postura política respecto del alcance del concepto de justicia comunitaria, a partir de la delimitación del concepto y su enfoque como proceso social transformador. En ella buscamos describir y analizar la orientación de la acción territorial para construir proyecto de nación desde la regulación social y la gestión de la conflictividad. Para ello, se divide en tres capítulos.
El capítulo cuarto presenta las apuestas política y metodológica de la Escuela de Justicia Comunitaria, con miras a situar su lugar de enunciación. Además, presenta la propuesta que la Escuela le plantea al país, propuesta que existe en buena parte gracias al trasegar territorial araucano. En ella sustentamos por qué y cómo podemos ordenar jurídicamente nuestros territorios, incluyendo las necesidades y los acumulados institucionales que se producen incluso en la periferia del país. En el quinto capítulo, exploramos de nuevo la manera como interactúa la justicia en equidad en un territorio como el araucano, y presentamos la justicia comunitaria como un concepto aplicado desde las figuras reconocidas y no reconocidas vigentes en múltiples contextos. Este capítulo permite ver un contraste claro con denominaciones impulsadas desde una visión del Estado neoliberal que restringen su cariz transformador. En la Escuela nos sentimos orgullosos de los avances ejemplares que ha tenido la figura en la región; sin embargo, las tendencias del Estado y su burocracia han reducido sus alcances haciéndose necesario buscar nuevas salidas que la fortalezcan como justicia comunitaria. El último capítulo de esta segunda parte describe el proceso de impulso a la justicia en equidad en el territorio araucano, desde su concepción como construcción social y regional de la justicia, en un diálogo entre las situaciones contextuales que determinaron su configuración inicial, evolución y transformación hacia la necesaria búsqueda de la paz. Allí, los autores hacen una lectura de su propia experiencia como protagonistas desde la Escuela del proceso en el que hemos estado trabajando durante tres lustros. También, muestran cómo la interacción sostenida en el territorio nos enseña y nos lleva a cambiar. Los procesos golondrina que apenas se posan en el territorio por unos meses no tienen que cambiar porque es posible que ni siquiera lleguen a entenderlo.
La tercera parte del libro muestra aspectos destacados de la experiencia de la Escuela en la región: la figura de los conciliadores en equidad y el aporte más importante que se está haciendo desde allí a una estrategia nacional de acceso a la justicia. Por lo tanto, esta parte final es una lectura de los aprendizajes araucanos en dos capítulos.
El séptimo capítulo plantea la comprensión del aporte de los conciliadores en equidad como autoridades comunitarias, entendidos como capacidades locales para la paz desde un enfoque que se orienta a entender su dimensión humana y el aporte que desde su liderazgo hacen a la paz. Gracias a ello puede apreciarse cómo la selección de las personas más valiosas para una práctica que transforme el ideario de justicia lleva a logros si se combina con una metodología de trabajo que se centra en fortalecer su capacidad de conocer y gestionar las normas y los poderes que determinan la vida en su comunidad. El octavo capítulo hace una aproximación a la manera como se están trabajando los Sistemas Locales de Justicia (SLJ) en el Sarare. Es el planteamiento que recoge los mayores aprendizajes que el territorio araucano lega al resto del país: la configuración de los SLJ como la principal política pública regional de acceso a la justicia, desde sus dos principales dinámicas, la articulación de los operadores y actores de justicia para el diseño e implementación de rutas de acceso a la justicia y el reconocimiento y acompañamiento de las dinámicas de justicia comunitaria en lo veredal, en la figura de Terminales Rurales de Justicia (TRJ). Aquí nos centramos en esta figura como instancia de acceso que produce un impacto sostenible de las instancias estatales mientras se presenta como herramienta efectiva para recoger las capacidades desarrolladas en las comunidades.
Así pues, se cristaliza con este libro un proceso de reflexión alrededor de una experiencia que no solo ha contribuido a transformar el territorio a partir de la intervención de los conflictos, sino a hacer un ejercicio académico situado en los bordes de la juridicidad estatal, allí en donde las comunidades marginales y subalternas inventan y recrean mundos posibles que transforman en esperanza el contexto de guerra al que se resisten en los campos material y simbólico, de tal manera que se pueda reconocer en la academia colombiana que Arauca es una Escuela de Justicia Comunitaria para el resto del país, y, por qué no, para el continente.
Notas
1 Viejos pobladores refieren que en su infancia conocieron la televisión y los símbolos patrios de Venezuela antes que los colombianos.
2 Por ejemplo, es notoria la frustración que produjo en la región la indiferencia nacional que se tuvo con el Sarare en la celebración del Bicentenario de la Independencia, a pesar de la enorme valoración que tiene en la región el encuentro histórico de Bolívar y Santander, por considerar a Tame el punto de partida de la victoria independentista.
3 Está instalada en la memoria de los más viejos como fueron testigos directos de lo que se llamaba “guahibiadas” que eran jornadas en las que grupos de población “criolla” o “guate” cazaban como a manadas de animales silvestres a grupos indígenas en su propio territorio.
4 El dinero invertido o canalizado por el Estado para el programa de Conciliación en Equidad en los cuatro municipios es aproximadamente de USD 400.000 en tres lustros; cifra similar a lo que cuesta una inspección de policía, el menos costoso de los operadores de justicia estatal, en el mismo tiempo.