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Capítulo 1

Los primeros “agentes del demonio

"Los que aprueban una opinión, la llaman opinión; pero los que la desaprueban, la llaman herejía.”

Thomas Hobbes

Satán, ¿era ajeno al plan de Dios o parte integrante de ese plan? ¿Es su contrincante o su necesario balance en la Creación?

Mucho antes de empezar a lidiar con las verdaderas sectas satánicas, los adoradores grupales de Lucifer o sus solitarios devotos, la Iglesia católica debió vérselas con algo que miró con el mismo afán condenatorio: los movimientos religiosos heréticos. Éstos, que no sólo cuestionaban el dogma, sino que en muchos casos ponían en entredicho la legitimidad misma de la institución, eran ni más ni menos que los agentes del Demonio.

Entre los siglos x y xii comenzaron a extenderse por Europa algunas de esas creencias religiosas heterodoxas. Uno de esos grupos, nacido en la región de Tracia (actual Bulgaria) y de Bosnia, fue el de los llamados bogomilos, nombre que derivaba del de su principal líder espiritual. Bogomil lejos estaba de oler a azufre y llevar tridente. Era un sacerdote búlgaro, pobre, que vivía pacíficamente en las montañas macedónicas, y que se atrevió a poner en dudas ciertos principios de fe.

Satán, hijo de Dios

El movimiento de los bogomilos descreía de la coexistencia entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, e iba un paso más allá; le negaba carácter divino al nacimiento de Jesús. Estos réprobos creyentes sostenían que Dios había tenido dos hijos, y éstos eran Miguel y Satán, los que representaban respectivamente al bien y al mal. Miguel es ángel jefe de los ejércitos de Dios para las religiones judía y católica; Satán, el ángel que se rebeló contra Dios.

Influenciados por los paulicianos, un movimiento cristiano que había nacido en Armenia en el siglo VII y llegó luego a los Balcanes, los bogomilos adoptaron la doctrina maniquea. Según ésta, todo en el mundo se reduce a la lucha entre el bien el mal.

El movimiento rechazaba la ortodoxia ceremonial de la Iglesia católica, y sus fieles elegían al azar a un grupo de ancianos para que se ocuparan de oficiar los ritos creados por el propio colectivo religioso. Vale decir: los bogomilos no tenían sacerdotes como tales; y menos, estables.

Las ceremonias religiosas se realizaban en casas particulares, y no en templos alzados a tal efecto, y sólo podían ser bautizados los adultos, y no con agua o aceite sino mediante plegarias y autorenuncias.

Francisco Javier Arriés es un licenciado en Ciencias Física que con ese seudónimo ha escrito una serie de artículos y libros sobre ocultismo. Se ocupó también de los bogomilos en un trabajo para la revista española Año Cero. Veamos qué nos dice al respecto:

“En tierras búlgaras el viajero se encuentra con un sorprendente folclore de cuentos y leyendas cuyos protagonistas son Dios y su hijo, el diablo, empeñados en una lucha sin cuartel. Se trata de historias en las que este último detenta el poder creador, tanto del mundo como del género humano; de relatos impregnados de dualismo, la corriente de pensamiento que afirma la existencia en el Universo de dos fuerzas antagónicas en lucha perpetua. Y es que, tras una aparente confesionalidad ortodoxa, católica, protestante o musulmana, muchos búlgaros guardan lo esencial de las enseñanzas de los iniciados de una secta que prendió en el corazón de los Balcanes y que se extendió por Europa como una mancha de aceite: los bogomilos”.

La metáfora de la mancha de aceite es más que válida no sólo para este movimiento herético sino para muchos otros, rebeldes, contestatarios, en una época en que el catolicismo debía afianzarse como religión de Estado, identificada con éste. Pero lo que más nos interesa aquí son las conexiones de las huestes de Bogomil con lo demoníaco.

Para este movimiento religioso herético, la cruz era considerada un instrumento maligno, ya que había sido utilizado para matar a Jesús. No creían en la resurrección de los cuerpos porque, a juicio de sus creencias religiosas, el mal estaba directamente ligado con lo material, con lo carnal, con lo corporal, y no era allí donde reinaba Dios, sino en el mundo espiritual.

Por ello, sus miembros renunciaban a mantener relaciones sexuales, no comían carne, no tomaban vino. Cada miembro, antes de haber sido aceptado como tal, debía pasar por un período de observación durante el cual habría de comprobarse si, en efecto, el futuro miembro se abstenía de mantener relaciones sexuales, no ingería ni carnes rojas ni cualquier otro alimento que tuviese sangre, además de abrazar los otros principios rectores generales. La prohibición estaba fundamentada en que, como dijimos, para los bogomilos, Dios era el creador del espíritu, y el demonio era el creador de la materia.

Leamos nuevamente a Arriés:

“La visión pesimista de la sociedad que exhibían los bogomilos era una consecuencia directa de su cosmogonía. El hijo primogénito de Dios Padre, Satanael, recorrió el Universo hasta sus más bajos confines, y envidió el reino de su padre. Cuando ascendió de nuevo, se rebeló contra él. Fue despojado de su carácter celeste y arrojado del cielo. Decidió entonces, secundado por miríadas de ángeles rebeldes, crear su propio reino. La creación en siete días narrada en el Génesis no sería sino obra suya. Tras crear la Tierra, el Sol, la Luna, los vegetales y los animales, concibió el plan de crear al ser humano. Para mantener al hombre bajo su imperio, Satanael dio las tablas de la ley a Moisés. Con la misma misión envió a Elías. Así se ha perpetuado el orden civil y religioso que ha tenido al hombre sometido bajo el poder de los demonios”.

Pero no sólo el demonismo seducía a los heréticos cultores de estas creencias. Los bogomilos predicaban la igualdad social, la liberación del hombre del dominio de clérigos y de nobles, postura que, sin dudas, les creó una enorme popularidad entre los pueblos de la región, muchos de los cuales profesaron este credo durante muchos años. En Bosnia, incluso, llegó a ser a su vez la religión de Estado.

Desde su aparición, en el siglo x, hasta su declive, un par de centurias más tarde, el movimiento lideró varias revueltas en contra de las autoridades constituidas, contando siempre con el apoyo de las clases populares.

A finales del siglo xii y comienzos del xiii, bajo el papado de Inocencio iii se iniciaron toda una serie de brutales persecuciones contra los movimientos heréticos de Bulgaria.

En 1463, los turcos llevaron a cabo la invasión final a Bosnia, se apoderaron de la región, y junto con la caída de la ciudad llegó el final de un movimiento casi, podría decirse, "político-religioso”, que desafió no sólo a la Iglesia católica sino también a la nobleza de aquel tiempo. Demonizados por la jerarquía eclesiástica, los mismos bogomilos asumían parte del rol que se les adjudicaba, al conceder a Satán un papel que excedía en mucho al de un mero rol de reparto.

“El Diablo es, está, obra por sí”

Otro de los movimientos religiosos considerados herético por la Iglesia católica fue el que integraron los "cátaros”. Este término tiene origen en el griego katharós, que significa "puro”, aunque los historiadores prefieren pensar que deriva del latín cattus, que significa “gato”, ya que así eran nombrados por la Iglesia católica, que se refería a ellos como los “seguidores de Satanás con apariencia de gato”. También se los denominó “albigenses”, pues se hicieron fuertes en la ciudad de Albi, Occitania, y desde allí se expandieron.

Los primeros integrantes del catarismo llegaron a Europa occidental, provenientes de Europa oriental, hacia finales del siglo x. Influidos por los bogomilos, se asentaron en el sur de Francia, lugar desde donde habrían de dejar luego fuertes rasgos en el arte y la cultura de todo Occidente, como veremos más adelante. Pero vale precisar que fue recién en siglo xiii cuando los cátaros se convirtieron en un grupo religioso con marcada influencia en casi toda Francia.

Reiteramos que no tomamos estas “herejías” por su mero sentido histórico o doctrinal. Lo que nos interesa es su relación con lo demoníaco, en tanto y en cuanto le den una “dignidad ontológica” a Satán. Esto es: que le reconozcan una existencia real y una virtud autónoma y operativa. El Demonio podría obrar a su libre albedrío, por sí.

Sin ser entonces demoníacas como cultoras o devotas de lo oscuro, esas “desviaciones” de la ortodoxia católica, de algún modo allanaban el camino a los futuros ritos demoníacos confesionales, pues le concedían a lo diabólico una existencia real. San Agustín, por ejemplo, que tuvo una juventud “descarriada” y creyó en el maniqueísmo, fue luego (fiel continuador y adaptador de Platón al cristianismo) un defensor de la idea de Dios-Sumo Bien-Luz. El Mal entonces pasaría a ser para él sólo “ausencia de bien”. El Mal y su máxima causa, el Demonio, sufrirían así una desjerarquización. Agustín les quitaría ese peso ontológico, esa dignidad de ser, que como veremos persiste en las herejías que estamos analizando.

Los cátaros, para seguir con ellos, creían en la dualidad creadora que representaban Dios y el Diablo, en donde Dios era el bien, y el espíritu, y Satán era el mal. A éste le correspondía la parte material del ser humano, o sea el cuerpo.

Esa dualidad estaba en lucha permanente, y el conflicto sólo desaparecía con el fin de la vida. Por ello ningún cátaro le temía a la muerte, muy por el contrario. Tanto es así, que el catarismo fue una de las pocas religiones en las que estaba permitido el suicidio, aunque por razones muy fundamentadas. Y la única forma aceptada de suicidio era por ayuno.

La "endura”, que así denominaban los cátaros al suicidio permitido, fue considerada por la Iglesia como la herejía más grande cometida por un movimiento religioso monoteísta. Si bien, como dijimos, la endura sólo estaba permitida cuando existían motivos extraordinarios, o cuando la persona estaba afectada por una enfermedad incurable, que le producía un gran sufrimiento.

Esta doctrina herética predicaba la salvación mediante el ascetismo, y el rechazo a todo lo que el mundo material pudiese ofrecer. Allí, precisamente, radicaba esa lucha permanente que debían librar todos sus miembros entre lo esperable, que era abrazarse sólo a lo espiritual, o sea al mundo divino, y rechazar las necesidades de la carne.

El Gran Creador

Las reglas que debían respetar los cátaros eran muy estrictas; incluso el ingreso al movimiento exigía abnegación y convencimiento. El proceso de iniciación duraba algo más de tres años, durante los cuales el aspirante debía aprenderse de memoria el Evangelio según San Juan y someterse a ayunos tres veces por semana, entre otros rigores.

Luego, ya como miembros plenos, los cátaros debían marchar siempre en parejas, vestir de negro, cubrirse la cabeza con una capucha, dejarse la barba, no mentir nunca y llevar una bolsa en la que portaban el Evangelio en su versión antedicha, y una marmita para colocar el alimento a ingerir. El recipiente no debía tener grasa porque la tenían prohibida.

Los cátaros, mucho más que los bogomilos, fueron brutalmente perseguidos por la Iglesia católica, a través de las cruzadas contra los herejes a las que aquélla convocaba, especialmente con el papa Inocencio III. Semejante ensañamiento ¿se fundamentaba sólo en cuestiones de índole dogmática o doctrinal? ¿Era un combate contra el Demonio, existiese o no?

El historiador José Julio Martínez Valero recuerda algunos hechos que dieron origen al nacimiento del catarismo, lo que explicará el porqué de tal encono de la Iglesia:

“Las razones son mayoritariamente de tipo social. El clero del siglo XII no era muy eficaz cuando dirigía sus prédicas al pueblo, que parece entendía mucho mejor a los predicadores ermitaños. Según Labal, el clero veía en la vida laica la perdición, y sólo la vida religiosa era digna de salvación. El clero veía además en la mujer la fuente de todo pecado y perdición. También se mostraba disconforme con la vida urbana que comenzaba a renacer: el auge del comercio podía ser un peligro para la explotación de los excedentes mediante el sistema económico feudal. Era por lo tanto difícil de alcanzar la salvación para los laicos”.

Para los cátaros, en cambio, el reino de Dios no era de aquí. Este mundo, en verdad, había sido creado por Satanás, quien creó también las guerras, todo lo material, e incluso... ¡a la Iglesia católica!

Los heterodoxos de Albi consideraban a dicha iglesia como autoritaria, y sostenían que mantenía el dogma entre sus feligreses merced a los terribles males que, decían, caerían sobre ellos si incumplían con los dictados de la fe católica.

Martínez Valero señala ahora las diferencias entre el accionar y los mandatos de los clérigos católicos y los cátaros:

“Los cátaros llevan una vida austera y predican en la lengua del pueblo. También desdeñan al mundo, como los clérigos, pero proponen explicaciones satisfactorias para la gente. La administración del consolamentum a la hora de la muerte limpiaba de toda impureza. La mujer consolada era igual de pura que el hombre. Sus predicaciones no tenían nada de escandaloso, por lo que podían calar en cualquier cristiano. Todo esto los convertía en un oponente de la Iglesia, ya que venían a llenar algunos 'huecos' dejados por ésta”.

A mediados del siglo xiii, los príncipes y monarcas que habían acogido en sus territorios a los miembros del movimiento religioso herético, los fueron abandonando a su suerte, más preocupados por terminar con guerras que secaban sus arcas que por proteger a los cátaros.

Y si la persecución y las Cruzadas no lograron terminar definitivamente con el movimiento, sí lo haría algunos años más tarde la Santa Inquisición.

Un prestigioso historiador, hermetista y especialista en Edad Media, el francés René Nelli, dice, en la introducción de su libro La vida cotidiana entre los cátaros:

“Hubo cátaros en Francia, en Cataluña, en Italia, en Alemania e incluso, según parece, en Inglaterra. Pero sobre todo en el Mediodía francés, desde finales del siglo xii hasta el año 1209, momento en que se desencadenó la Cruzada, el catarismo pudo organizarse en forma de Iglesia y, mediante los grandes señores ganados a su causa, ejercer una influencia social y política sobre el conjunto del país [...] Las costumbres morales que había impuesto durante la época en que triunfó se mantuvieron en cierta medida aún después de convertirse en clandestino en las ciudades y en las zonas rurales y, hasta comienzos del siglo xiv, en casi todos los sectores de la sociedad”.

Ya fuese en la forma omnipresente y extrema que refería la Iglesia (llevando, desde luego, agua para su molino), ya fuese sólo en su explicación cosmogónica, los cátaros incluyeron al Diablo como una presencia operativa. Por otra parte, esta corriente religiosa produjo reformas en los modos de llevar adelante el cortejo amoroso, dulcificó el trato hacia la mujer, y fue en parte responsable del concepto de amor ideal que se materializó en la poesía provenzal. Rechazó la mentira al punto de sostener que una relación amorosa veraz fuera del matrimonio no era pecado, y sí lo era el monótono cumplimiento de los deberes maritales dentro del matrimonio. ¿Eso era ser satánico? Para la Iglesia, sí. En todo caso, el Diablo llegaba para quedarse.

Los ritos con el Amo

Bogomilos y cátaros, entonces, fueron satanizados por la Iglesia católica, si bien no eran oscuros adoradores del Diablo, ni renegaban de la bondad de Dios. Simplemente no compartían el dogma de la Iglesia medieval, y aquello los convirtió en herejes y “satanes”.

Injustamente, estos movimientos heréticos fueron relacionados por el relato oficial católico, durante toda la Edad Media e incluso durante el Renacimiento, con los numerosos grupos o individuos que practicaban la brujería y solían reunirse en las noches del viernes o del sábado en algún lugar poco accesible de los bosques. Éstos llevaban a cabo ceremonias orgiásticas de adoración al Demonio llamadas “aquelarre” o “sabbat”. Aquéllos eran más refinados, atacaban al dogma impuesto, y por tanto eran más peligrosos para la jerarquía eclesiástica.

Pero volvamos a los brujos, y a uno de los términos antes citados. Sin dudas, denominar “sabbat” a una reunión de brujas y brujos adoradores de Satanás fue producto del encendido antijudaísmo de la jerarquía católica en tiempos del Medioevo. De ese modo, mataban “dos pájaros de un tiro”.

Equiparar el Sabbat (o sea, el descanso obligatorio que la religión judía santifica y que se celebra precisamente desde la noche del viernes a la del sábado) con una ceremonia demoníaca tenía como propósito acusar también a los judíos de adoradores del Diablo. Algo que sólo se podía afirmar en el desconocimiento general del Antiguo Testamento, donde abrevó el mismo cristianismo.

El rito, según narraban los clérigos para aterrorizar a los feligreses, se desarrollaba en un lugar del bosque sólo conocido por los participantes, que llegaban a una hora previamente acordada. Una vez reunidos todos los integrantes del grupo, bailaban al son de una música de ritmo "diabólico”, mientras que, desde un costado y con forma de macho cabrío, Satanás mismo observaba la escena.

Luego de la danza, las brujas (no los brujos) se alineaban en fila para ir, una por una, besando el trasero de Lucifer. Completada la curiosa ceremonia, todos los integrantes participaban de un banquete donde comían y bebían sin control, Más tarde se entregaban a una orgía sexual, y todo concluía al amanecer.

Lo cierto es que ni la Iglesia católica, ni su brazo armado, el Santo Oficio, han podido dejar alguna prueba concluyente de que los aquelarres, o "sabbat” fuesen algo más que una leyenda destinada a aterrorizar a las personas. Los únicos documentos exhibidos fueron confesiones arrancadas bajo tortura, lo cual los hacía carentes de toda legitimidad.

¿Demonios o dioses paganos?

Podría ocurrir, empero, que aquellos encuentros que para los clérigos católicos eran rituales demoníacos, no fuesen más que rastros de algún tipo de religión local pagana. En su libro Las brujas en el mundo, el italiano Massimo Centini, licenciado en Antropología Cultural, abona esta postura y dice:

"La teoría que pretende identificar en el complejo ritual del aquelarre los vestigios de antiguas religiones precristianas es, probablemente, la forma más racional de interpretar el sentido del fenómeno de la brujería. Margaret A. Murray, en su famosa obra Le streghe nell’Europa occidentale (1921), sugiere la relación de las prácticas mágicas llevadas a cabo por las brujas con una cultura religiosa evolucionada a partir de los rituales precristianos de la fertilidad, en una propuesta interpretativa claramente a contracorriente. Las tesis de la estudiosa inglesa, pese a tener un interés indiscutible, resultan bastante arraigadas porque presuponen la existencia de una antigua organización religiosa pagana que fue demonizada y considerada brujería por parte de la Inquisición. Según Murray, detrás del Diablo, considerado amo y señor de las reuniones de brujas, en realidad había un 'dios cornudo' pagano, una criatura que con el paso del tiempo había adoptado múltiples caras, pasando de la representación de la prehistoria a las máscaras que todavía hoy se utilizan en el folclore".

Esto no es poco probable, si recordamos a los sátiros y otras divinidades de los bosques. Pero, así las cosas, supongamos que aquellos rituales que la Iglesia y más específicamente la Inquisición identificaron como demoníacos no eran más que fragmentos de una religión precristiana. Ello probaría, según dice Centini, que la conversión no ya al cristianismo sino al monoteísmo en general, no había sido completa en todas las áreas.

Centini subraya asimismo que, ya en tiempos del Santo Oficio hubo muchos teólogos y juristas que no aceptaban la leyenda del aquelarre, esa ceremonia en la que brujas y brujos se reunían en oscuros y secretos lugares para devorar bebés, matar cristianos y protagonizar desenfrenadas orgías sexuales.

El antropólogo italiano recuerda también que los teóricos del Santo Oficio afirmaban que el Demonio podía tener una doble fisonomía al acercarse a los hombres para inducirlos al pecado. Podían ser íncubos o súcubos.

Los primeros adoptaban la forma de apuestos varones que seducían a las brujas y se unían sexualmente a ellas. Los súcubos, en cambio, adoptaban la forma de hermosas mujeres capaces de cautivar a santos y ermitaños.

Pero para la Inquisición, fundada en 1184 en Languedoc, sur de Francia, para combatir a los cátaros, la lucha contra la herejía era, en realidad, parte de una política de disciplinamiento religioso, en una época en que el cristianismo no había logrado aún consolidarse plenamente.

Por ello, los castigos solían ser realmente muy severos. Y tomemos un ejemplo.

El modo en que los inquisidores comprobaban si una mujer era bruja o no consistía en amarrarle las piernas y los brazos con tiras de cuero; luego procedían a introducir su cuerpo atado dentro de una bolsa, a la que se le ataba la parte abierta. La bolsa con la mujer adentro era arrojada al río: si el bulto emergía, eso quería decir que, en efecto, la sospechosa era bruja; si no lo hacía, se la consideraba inocente. Inocencia imposible de disfrutar, porque la mujer acababa descansando para siempre en el lecho del río.

Las otras misas, los otros libros

El Renacimiento no sólo significó el fin de la oscuridad medieval, la aparición de poderosos movimientos culturales y la refundación de las ciencias tanto humanas como naturales. En esa etapa, la Humanidad también vio florecer, aquí y allá, grupos de personas asociadas en lo que se conoció como "círculos satanistas”. Éstos eran liderados, por lo general, por un monje, y practicaban lo que ellos mismo definían como "misas negras”, una ceremonia que emulaba la misa católica pero que era, en realidad, un ritual de culto al Diablo.

Allí, los celebrantes debían ir vestidos completamente de negro, color que simbolizaba a las tinieblas y al Demonio. Además, solían ir provistos de varios amuletos; el principal, una estrella de cinco puntas invertida, que representa a Satanás. También, en lugar de consagrar el pan y el vino, se consagraba la sangre de un animal, y la blancura del altar y sus objetos sacros eran reemplazados por una mujer desnuda, considerada una representación de la Madre Tierra, sabia, fértil y dispuesta a recibir generosamente a todos sus hijos.

Resulta obvio que la aparición de estos círculos satanistas, precisamente cuando la ciencia comenzaba a imponerse por sobre la superchería y cuando la luz del pensamiento empezaba a iluminar las negras grutas del prejuicio medieval, fue algo así como una respuesta rebelde al opresivo cristianismo oficial de la época, que tantas vidas se había cobrado en nombre del dogma. ¿Dónde estaba entonces la luz y dónde las tinieblas?

Lo cierto es que en tiempos del Renacimiento comenzaron a circular entre sectores de la nobleza, y también de los limitados pero crecientes círculos intelectuales contestatarios, unos libelos conocidos como grimorios, que eran una suerte de manuales de procedimiento para llevar a cabo la invocación de los espíritus malignos.

El término “grimorio” parece venir del francés grimoire, y sería una alteración de la palabra francesa para “gramática”. En la Edad Media, las gramáticas latinas eran consideradas capitales para la formación de gente ilustrada. El vulgo, en cambio, al saber que no eran libros eclesiásticos (no eran breviarios, no eran tratados de liturgia), les atribuía una connotación mágica.

Esos grimorios, según afirma la mayoría de los historiadores religiosos, estaban escritos por algunos de los propios monjes o sacerdotes del clero católico, y en ellos se enseñaban hechizos, se detallaban los medios para la fabricación de talismanes, se daban instrucciones para llevar a cabo un aquelarre, entre otros tópicos. O sea, era una astilla del mismo árbol la que atentaba contra la salud del tallo católico.

Satanismo sin distinción de clases

Pero toda esa suerte de juego entre la rebeldía hacia las rigideces del cristianismo y el culto a Satanás tendría su primera circunstancia trágica y pública (si no contamos las numerosas víctimas de la Inquisición desde sus inicios) durante el reinado de Luis xiv, en la Francia de finales de la década de los 70 y comienzos de los 80 del siglo XVII.

Martín Careaga Montaño, en su libro Armando el rompecabezas del diablo, recuerda brevemente lo que ocurrió en la Francia del Rey Sol:

"En ese entonces, tantos como sesenta sacerdotes fueron acusados de abuso sexual y sacrificios de niños, durante las así llamadas 'misas negras. Otra acusación consistía también en que, según se decía, durante la ceremonia se requería que un sacerdote llevara a cabo un largo rito sobre el cuerpo desnudo de una muchacha adolescente, que se encontraba acostada sobre el altar. Al llegar al clímax del ritual, supuestamente, el sacerdote consagraba la hostia sobre el vientre de la joven y después la introducía en su vagina. Posteriormente tenía coito con ella y al terminar la lavaba con agua bendita, la cual se encontraba en el cáliz para consagrar y era, en realidad, orines de un macho cabrío”.

En París, lejos del palacio de Versalles en donde tenían su residencia Luis xiv y toda su corte (incluyendo las decenas de amantes del monarca), se comentaba que en aquel ambiente de privilegiado aburrimiento, entre las jornadas de cacería protagonizadas por nobles enriquecidos por los privilegios, entre intrigas y envenenamientos, existían señores y damas de la nobleza que se dedicaban a venerar al Diablo.

Entre la gente del pueblo se rumoreaba que los aburridos aristócratas cabalgaban por las ciudades linderas al palacio, siempre cubiertos por capas y albornoces para no ser reconocidos, y que se dedicaban a comprarles los hijos a los mendigos, para luego ofrecer esas criaturas en sacrificio ante un altar demoníaco, en el que un sacerdote desgarraba sus cuerpos.

Por aquellos tiempos, el abate Étienne Guibourg (1610-1686) era el sacristán de la iglesia de Saint-Marcel, en Saint-Denis, el templo más bello de la ciudad, que luego sería destruido en tiempos de la Revolución Francesa.

Guibourg, que pasaría luego a la historia como el 'sacerdote renegado”, procreó varios hijos con su amante eterna, Jeanne Chanfrain, y era famoso por tener amplios conocimientos de química. El apelativo antes mencionado se lo debía a que era el cura más reconocido en los círculos satanistas.

Junto a él, merodeaba los pasillos de Versalles un hombre hermético, de pocas palabras y mirada inquisidora: Adam Coeuret, apodado Lesage, o sea, “El sabio”. Coeuret era un normando que decía ser comerciante de lana pero que, en realidad, se pretendía “mago”, “hechicero” y celebrante de misas negras, por lo cual había sido condenado a prisión en 1668 y liberado cinco años más tarde, por la intervención de un poderoso personaje de la corte de Luis xiv.

Otro oscuro personaje que rondaba la corte del Rey Sol ofreciendo sus venenos, sus ritos de magia negra, sus fluidos abortivos y embrujos, era Catherine Deshayes, conocida como La Voisin, ya que estaba casada con un joyero de nombre Antoine Monvoisin, con quien tuvo una hija llamada Marie Margarite Monvoisin.

Debido a que la joyería de su esposo marchaba muy mal, Catherine, que tenía ciertos conocimientos de medicina y herboristería, se dedicó a producir ungüentos que aliviaban determinados dolores y, también, a vaticinar el futuro, cosa que en las clases bajas podía ser letal a poco de recorrer ese camino.

Pronto, las medicinas y los aciertos predictivos de La Voisin la convirtieron en una curandera afamada, a la que comenzaron a consultar las damas de la corte. Muchas llegaban a ella afectadas del mal de amores; otras procuraban que la maga les acercase algún menjurje capaz de enviar a la tumba a alguna cortesana rival... o a sus propios maridos.

El Diablo parecía imperar en todas las capas sociales, pero en algunas gozaba de impunidad.

El Maligno y los asuntos de alcoba

En la corte del Rey Sol, que reinó durante más de siete décadas y llenó el palacio de Versalles de amantes, parásitos y aduladores de toda laya (exigía que cada mañana 100 hombres asistieran a presenciar su ceremonia de aseo), las luchas por el poder, las conspiraciones y las intrigas eran cuestiones cotidianas; y resolverlas con la eliminación física del adversario, una práctica corriente.

El recurso más habitual para lo último era el aristocrático envenenamiento, y los productos más utilizados eran el arsénico y el antimonio. En ese escenario, una experta como La Voisin “rankeaba” alto en la consideración de los cortesanos.

Francisca de Rochechouart, casada con el marqués de Montespan, y por eso conocida como Madame de Montes pan, se había convertido en amante de Luis xiv en 1667, y hacia finales de la década de los 70 era la gran favorita del monarca; tanto que disponía de veinte habitaciones en el palacio, varias más que la propia reina.

Sin embargo, el paso del tiempo y los ocho hijos que le había dado al rey fueron engrosando su cuerpo, disminuyendo su belleza y aumentando sus temores de ser relegada en la consideración del monarca.

Se contaba en la corte que, a medida que sus temores avanzaban, la favorita recurría a más y más “hechizos”, “pases mágicos” y ceremonias satánicas para conservar el amor del rey. Uno de los hechizos más habituales utilizados por la favorita consistía en introducir en alguno de los alimentos que consumiría su amado algunas gotas de su sangre menstrual.

Se sabía también que Madame Montespan cada semana le encargaba al abate Guibourg la celebración de una misa negra, en la que la propia amante del rey oficiaba de altar, y en la que se sacrificaba a un niño para que los hechizos se cumplieran.

Los conjuros, empero, y los sacrificios humanos fueron incapaces de torcer el destino de la favorita junto al Rey Sol. Luis xiv la fue dejando de lado y, cuando Madame Montes pan, junto con el resto de la corte, se enteró de que Luis había tomado como nueva favorita a María Angélica de Scorrailes, una duquesa veintiún años más joven que ella, la despechada mujer decidió acabar con la vida del monarca y de la intrusa.

Sin embargo, tanto la conspiración contra el monarca como la intención de Montespan de envenenar a su joven contrincante saldrían a la luz, y habrían de producir uno de los mayores escándalos de la Europa de las últimas décadas de aquel siglo.

Así describe el suceso Benedetta Craveri, en su trabajo Amante y reinas. El poder de las mujeres:

“Todo empezó en febrero de 1677 con la detención de Madeleine La Grange, una adivina acusada de haber organizado, con la ayuda de un sacerdote, un matrimonio fingido con un viejo abogado con el cual se había ido a vivir, y de haberlo envenenado después para heredar sus bienes. Se trataba de un banal caso de crónica negra que no hubiera despertado especial atención si la imputada no hubiese solicitado una entrevista con el ministro de la Guerra, el poderosísimo marqués Louvois, sosteniendo estar en conocimiento de una conspiración cuyo objetivo era matar al rey y al delfín. Informado del asunto, Luis xiv ordenó trasladar a Madame La Grange de la cárcel de Vincennes a la Bastilla, generalmente reservada a los presos de Estado, confiando la investigación a un hombre de confianza de Louvois, Nicolas Gabriel de La Reynie, desde hacía diez años jefe de la policía de París y responsable de la seguridad de la capital”.

Contrariamente a lo que hubiese supuesto cualquier guardián del orden, el jefe policial creyó a pies juntillas la información de la adivina y ordenó que se iniciara una investigación para dar con los responsables de un potencial complot para asesinar al monarca y a su delfín.

La Reynie dispuso, entonces sí, una serie de detenciones de adivinas, magos y videntes, lo que rápidamente le proporcionó una información adicional de suma importancia. Supo que la gran mayoría de ellas y de ellos no sólo vendían filtros para el amor y afrodisíacos, sino que también realizaban abortos y preparaban pócimas de veneno.

Con las declaraciones de los detenidos, la policía fue sumando implicados, y de rango social cada vez más elevado. Frente a la derivación que el caso iba teniendo, el Rey ordenó que se constituyera una comisión presidida por los catorce jueces más encumbrados de los tribunales parisinos.

La ronda de detenciones, interrogatorios y confesiones fue creciendo de manera alarmante, dejando al desnudo una trama diabólica protagonizada por magos, sacerdotes, curanderas e integrantes de la nobleza; algunos, muy próximos a Luis xiv.

Dice Craveri:

“En 1679, con el encarcelamiento de Marie Bosse, Catherine Monvoisin, llamada La Voisin, y Adam Coeuret, a quien apodaban Lasage (el sabio), la pesquisa dio un giro. Los recién llegados, dos adivinas y un mago que habían trabajado juntos y que ahora se acusaban despiadadamente unos a otros, confesaron haber hecho abortar a un número elevadísimo de mujeres, haber envenenado por encargo a diversas personas, haber practicado la magia negra y haber organizado ritos satánicos y misas sacrílegas en el curso de las cuales se sacrificaba a recién nacidos”.

En 1680, Catherine Monvoisin fue condenada a morir en la hoguera. Sus cómplices admitieron haberle entregado filtros de amor a la favorita real, Madame Montespan, así como haber preparado para ella pócimas de veneno.

También reconocieron haber participado, junto a la amante de Luis xiv, de numerosas misas negras, las que detallaron profusamente.

Esas misas, según también recoge Benedetta Craverieran] oficiadas en su vientre desnudo por un siniestro prior llamado Guibourg, acompañadas del sacrificio de un niño recién nacido”.

En 1682, sin encontrar pruebas que demostrasen que efectivamente había existido una conspiración para matar al rey, la comisión fue disuelta, y sobre la favorita real no pesó acusación alguna.

Francisca de Rochechouart, o Madame Montespan, falleció en Bordoun l ' Archambault, el 26 de mayo de 1707. Tenía sesenta y siete años de edad, y era la prueba de que el culto al Diablo y sus supuestos dones y virtudes era ordinario en Francia. Y lo seguiría siendo.

Mi Señor, el Diablo

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