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Un viaje con luces a estribor

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Para el escritor venezolano Mariano Picón Salas, autor de una de las más amenas biografías de Francisco de Miranda que se conozcan y sobre la cual figura un ensayo en este libro, abordar el tema del Generalísimo se traducía en un ejercicio de penetración psicológica que abarcaba al mismo tiempo lo individual y lo social, el irracionalismo y la lógica, la cultura y el instinto. Y nada resultaba mejor –a juicio de Picón Salas– en este esfuerzo por sintetizar categorías tan aparentemente contrapuestas que el drama de lo que significó el último año y medio de la vida política de Miranda, el período de su definitiva actuación venezolana que mediara entre diciembre de 1810 y julio de 1812 cuando, ya cansado de tantas conspiraciones, bajó por última vez «del país de la utopía a un áspero y limitado rincón de lo concreto».

Miranda se destaca, entre otros rasgos curiosos, por la asombrosa capacidad que tuvo de asumir papeles diversos, o de reinventarse a sí mismo, a lo largo de sus 66 años de vida. Tanto, que en sus documentos personales resulta muchas veces difícil deslindar lo real de lo simulado, o de lo fingido, o de lo simplemente inventado por su frondosa imaginación. Y una prueba contundente en tal sentido es que esa licencia para la hipérbole se incrementa a medida que el venezolano, quien en 1771 se embarca en La Guaira a bordo de una goleta sueca con destino a España, se va distanciando cada vez más de su lugar de origen.

Por ello no resulta extraño que en Rusia, uno de los lindes más apartados de su periplo europeo, llegara a presentarse como noble y coronel, granjeándose el reclamo del representante español en San Petersburgo debido a la portación de tan cuestionables títulos[21]. Sin embargo, por más que el ministro español protestara ante la audacia del venezolano, el historiador Caracciolo Parra Pérez ha dedicado un par de minuciosas páginas de su libro Miranda y la Revolución Francesa para explicar que no se trató de una simple impostura. Después de todo, la zarina Catalina II resolvió conferirle ese mismo rango honorífico dentro del Ejército ruso al almirante y aventurero medio español, medio napolitano, José Rivas. Y ya, en cuanto al título de «conde», la confusión emanó, al parecer, de las propias convenciones empleadas en la Corte rusa.

Aparte de haber contado con el «entero asentimiento» de Catalina en lo que a su coronelato se refiere, el mismo Miranda daría por sentado que el trato de «conde» era un rudo equivalente del «don» español, seguido, en cierta forma, como regla comúnmente observada en la Corte[22]. La explicación autojustificativa es poco creíble, por decir lo menos, y, en todo caso, la portación de tal título terminó dando lugar a una breve pero enervante querella en la cual tanto el cuerpo diplomático como la comunidad de expatriados que residía en San Petersburgo fueron tomando partido mientras duró la estancia de Miranda en Rusia.

Miranda actuaría siempre como una figura provista de tal pluralidad de máscaras que, por ejemplo, partió de Holanda rumbo a Suiza en 1788 con un pasaporte que lo identificaba como «Monsieur de Merov»; ese mismo año se paseaba por el norte de Alemania bajo el supuesto nombre de «Monsieur de Méran, comerciante livonio»; en Estocolmo, con una ligera variación, encubriría su identidad haciéndose llamar «M. de Meiroff, caballero de Livonia», siendo, al parecer, ese gentilicio estonio o letón («livonio») de su particular agrado. En otras oportunidades se encofraría bajo los nombres de «caballero de Meirst» (en Suiza), «coronel Mirandov» (durante su estancia en San Petersburgo), «señor Morprosán» (en algunas localidades de Suecia), «Monsieur Méroud» (en el sur de Francia), «Édouard Lerroux D’Helander», como fugitivo en París, «Eleuteriatikós» (en cartas sobre arte y política) o «coronel Martín de Maryland», lo cual vendría a ser el caso durante su estadía en Roma. Ni siquiera al final, al preparar los planes para una evasión del presidio de La Carraca en Cádiz, en julio de 1816, renunció al empeño de recurrir a un nombre ficticio. Como si consciente –o no– de verse en las vecindades de la muerte, no volviera a utilizar más su verdadera identidad y se firmara como «José de Amindra» en las afanosas cartas que les dirigiera a sus más consecuentes amigos ingleses para que lo ayudasen a conseguir una libertad que lucía cada vez más incierta.

En todo caso sus papeles personales, atesorados a lo largo de una vida de andanzas, permiten seguir al detalle el uso recurrente de heterónimos y cambios de identidad que vertió en pasaportes y en su abundante correspondencia, y que no solo le servía para ponerse a resguardo de las asechanzas a las cuales lo sometían las autoridades españolas sino que, hoy por hoy, y dadas las seductoras perspectivas que ofrece el tema, podría dar pie para explorar algunos aspectos de su enigmática y nocturna personalidad.

Otro escritor venezolano –Arturo Uslar Pietri– se referiría de esta forma al expediente de sus nombres falsos:

A veces para confundir, a veces para ocultarse, a veces, acaso, por la pura dicha de inventar un personaje o de hacer más perfecta e increíble la aventura, es coronel, conde, mártir de la Inquisición, Monsieur de Meyrat, el caballero Meiroff, o, como el anagrama de una novela sentimental, el señor Amindra, pero siempre y en todo momento el caraqueño Francisco de Miranda al servicio de la independencia de América[23].

El colombiano Ricardo Becerra; el español Antonio Egea López; los españoles de origen Pedro Grases y Carlos Pi Sunyer; los estadounidenses William Spence Robertson y Joseph Thorning; el ecuatoriano Alfonso Rumazo González, y los venezolanos Caracciolo Parra Pérez, Mariano Picón Salas, Ángel Grisanti, José Nucete Sardi, Santiago Key Ayala, Manuel Segundo Sánchez, Héctor García Chuecos, Alfredo Boulton, el Hermano Nectario María, José Manuel Siso Martínez, José Luis Salcedo Bastardo, Josefina Rodríguez de Alonso y Miriam Blanco-Fombona de Hood son autores que llegaron a consagrarse al estudio de Miranda en sus respectivos tiempos. Además, en ciertos casos, tal fue el grado de su aporte que algunas tentativas posteriores (con excepción de lo emprendido por Rafael Pineda en relación con el tema de Miranda y las artes, o por Gloria Henríquez y Miren Basterra en lo que toca a la reordenación de su archivo) pueden ser tomadas como simples variaciones de lo escrito por aquellos.

Con todo, lo que más tiende a sobresalir por aquí y por allá al revisar buena parte del registro bibliográfico es una visión pintoresca o audaz de Miranda, cuyos disímiles conocimientos le permitían acceder a una posición inusitada y moverse libremente por el universo culto de su tiempo, cautivando por igual a cortes y filósofos gracias a su reputación de hombre ingenioso, de buen conversador y de inteligente hombre de mundo.

Aun a riesgo de semejantes simplificaciones o lugares comunes, no hay duda de que, al menos cronológicamente hablando, Miranda llegó a ser el primer hispanoamericano que obró dentro de una dimensión internacional. Fue sin duda el primero que incursionó en el juego de la política a ambas orillas del mundo atlántico, intentando derivar de ello un provecho significativo a la hora de estimular la ruptura de los dominios españoles de ultramar, y quien se presentaba como portavoz de un vasto movimiento insurreccional haciendo gala de una sorprendente capacidad conspirativa con la cual movilizó a influyentes amistades, desde la zarina Catalina II hasta los diputados de la Gironda, pasando por los financistas ingleses, los gobernantes británicos de Jamaica y Trinidad, los comerciantes de Boston y los políticos de Washington y Filadelfia[24]. El hecho de que haya visto o tratado de cerca a Jorge Washington, Federico el Grande, Napoleón Bonaparte, el príncipe Potemkin, Thomas Jefferson o Alexander Hamilton dice mucho a este respecto.

Esta versatilidad de su figura es lo que le permite desplazarse por los salones donde urde inagotables aventuras aristocráticas, o participar en discusiones donde se elogia la «libertad racional» y se analizan la superstición y el fondo común de impostura que se atribuía a casi todas las religiones, o iniciar al joven Bernardo O’Higgins (más tarde director supremo de Chile) en el ámbito de una logia, o visitar un burdel en Italia y describirlo en su Diario de viajes con el lenguaje más soez y descarnado que cupiese imaginar de parte de un observador del siglo XVIII[25]. Es el Miranda que viaja sin cesar, amparado por pasaportes diversos y quien, luego de casi 30 años de azares (1784-1810), fue tramando una red de intrigas y conspiraciones que desorientaron durante largo tiempo a la diplomacia española.

Ahora bien, no es cuestión de dejarse ganar por la idea de que Miranda guardó siempre una actitud altiva dada su condición de prófugo de la justicia española o, dicho de otro modo, que se considerara infalible o inapresable ante quienes reclamaban su entrega con el fin de que fuese juzgado por los cargos que pesaban en su contra. Lejos de ello, resulta más que probable que el hecho de cargar con semejante acusación a cuestas lo sumiera a ratos en una profunda ansiedad, alternada con estados de abatimiento y depresión.

Audacias aparte frente a quienes se empeñaran en seguirle los pasos, o a la hora de hacer su presentación de una corte a otra, o de deambular de un salón en otro, lo que no puede negársele será su persistente empeño por construir complejas redes de contacto a ambos lados del Atlántico y comprender el valor que, como rasgo distintivo de su época, revestía el acopio de información y la actividad publicitaria a los fines de la acción política. Con el correr del tiempo, Miranda se hará cada vez más diestro en tales menesteres.

A tal grado llegó la obsesión con el «fugitivo» Miranda luego de su ruptura más o menos definitiva con España, en 1783, hasta su repudio absoluto a toda vinculación con la Corona a partir de 1790, que por doquier agentes, ministros y encargados de negocios ante diversas cortes de Europa intercambian inteligencias para gestionar su detención u obtener formalmente su extradición con el fin de trasladarlo a Madrid y someterlo a juicio en razón de una larga lista de insubordinaciones, infidencias y supuestos ilícitos cometidos por el venezolano mientras servía en las Antillas entre 1780 y 1783 como oficial al servicio de Carlos III.

En cuanto al riesgo que corrió en más de una oportunidad de ser objeto de una orden de extradición, sobresale un caso curioso que bien vale comentar, aun cuando no sin antes hacer una pertinente aclaratoria al respecto. Si en alguna parte estuvo a salvo de semejante riesgo fue en Londres, asiento de su más larga residencia europea, todo ello para frustración de los diplomáticos españoles, los cuales, por más que insistieran en que Miranda había incurrido en graves delitos contra la Corona (al haber faltado a sus deberes como oficial español o al tramar conspiraciones en contra de las autoridades en las provincias americanas), debían tropezarse con los pruritos con que en Inglaterra era venerada la figura del asilo como parte de una tradición liberal muy asentada contra toda persecución por razones de índole política o religiosa.

Ahora bien, donde las leyes no daban tregua en la isla –basándose para ello en otra premisa imperturbable dentro del firmamento liberal, como suponía serlo el principio de propiedad– era en materia de deudas. Y Miranda, desde luego, era quien –por sus aprietos económicos, su situación por lo general bastante ajustada, o debido a su estilo de vida a salto de mata– más podía temer que, aprovechándose de las disposiciones existentes sobre deudores, las autoridades españolas echasen mano de él, aun cuando se hallara aparentemente a salvo en la capital británica.

El caso en cuestión figura bastante bien documentado y prueba los riesgos que corrió el venezolano, escaso como llegó a verse de fondos en más de una oportunidad. Se trató para más señas de una instancia que ni siquiera tenía asideros en la realidad y que un testigo resumiría así:

(…) el embajador de España [en Londres] encargó (…) que se [le] presentase a un español endeudado, que se encontraba hacía ya más de un año en la cárcel, para prometerle su rescate si juraba que Miranda le debía dinero, lo que el otro hizo. Se encontró un abogado que exhibió ante un juez la reclamación del español y obtuvo la orden de arrestar a Miranda[26].

Lo que lo salvó de este aprieto fabricado por la legación española fue que, entre las protecciones que en el pasado reciente le dispensara la zarina Catalina II, figuraba que las legaciones rusas (incluyendo la de Londres) lo alojasen en sus respectivas sedes cuando el viajero así lo creyera oportuno. Miranda se prevalió de tal privilegio en Estocolmo (octubre de 1787) y de nuevo en Copenhague (enero de 1788). Esa misma prerrogativa la explotó también hallándose por segunda vez en Londres, en 1789, cuando aún no disponía de domicilio propio. Por tanto, el fabricado caso lo sorprendería alojado en la residencia del ministro ruso ante la Corte de Saint James.

Bien vale la pena escuchar el desenlace:

El susodicho [juez], habiéndose presentado con su orden de detención en casa [del ministro ruso], Miranda declaró (…) que pertenecía al personal de la Embajada de Rusia y no pudieron arrestarle. Pero temiendo que, a pesar de todo, no le ocurra esto un día, sea de noche, sea en la calle, Miranda [le ha rogado al ministro ruso que] lo inscriba en el registro que los ministros extranjeros comunican al secretario [de Asuntos Exteriores] y que contiene los nombres de todo su personal[27].

Miranda tendría razones, pues, para jactarse más adelante de decir que había hallado la forma de escapar a la «venganza» de España «por el apoyo decidido (…) de esta mujer célebre»[28]. Tanto así que, como puede verse, la mano larga y generosa de Catalina II hizo posible que Miranda fuese agregado a la lista del personal de la embajada rusa en Londres para que lograra acogerse a la inmunidad que le confería esta figura.

Se trata sin duda de otra prueba de la alta distinción que le dispensara la zarina y que además, en este caso, ha servido para darles pábulo a las más jugosas fantasías, como las supuestas hazañas de alcoba de Miranda a la hora de granjearse los favores de su protectora, algo que compite también con el poderoso mito que lo señala como afanoso coleccionista de vellos púbicos y otros trofeos de similar naturaleza.

De acuerdo con Karen Racine, biógrafa de Miranda, la popularización que ha cobrado la idea del Miranda «erotómano», o sea, del depredador incapaz de controlar su libido, ha terminado sirviéndole la mesa a un lamentable estereotipo cultural que, entre otras cosas, oscurece totalmente el hecho de que Miranda fuese –como también lo testimonian las páginas de su Diario y su correspondencia personal– muy sensible y respetuoso de las opiniones femeninas[29].

Aún más, el mito del erotómano relega a la trastienda lo que, en el caso de Miranda, figura como una auténtica rareza entre sus contemporáneos. Me refiero a lo mucho que hizo por llamar la atención sobre la desvalida condición en que se hallaba la mujer en algunas de las sociedades que llegó a examinar de cerca o, incluso, por abogar a favor de sus derechos, tal como lo hizo mediante un atrevido documento dirigido a la Asamblea Nacional francesa en 1792 proponiendo la concesión de derechos políticos al sexo femenino, considerándolo una necesidad social. Incluso le escribiría lo siguiente a Jérôme Pétion, su amigo girondino y miembro de la Convención Nacional:

¿Por qué dentro de un gobierno democrático la mitad de los individuos, las mujeres, no están directa o indirectamente representadas, mientras que sí están sujetas a la misma severidad de las leyes que los hombres hacen a su gusto? ¿Por qué al menos no se las consulta acerca de las leyes que conciernen a ellas más particularmente como son las relacionadas con matrimonio, divorcio, educación de las niñas, etc.? Le confieso que todas estas cosas me parecen usurpaciones inauditas y muy dignas de consideración por parte de nuestros sabios legisladores[30].

De modo pues que la imagen que ha prevalecido en torno al inescrupuloso seductor de mujeres, una suerte de Lotario como aquel descrito por Cervantes, se aviene mal a la idea antes señalada según la cual, y a diferencia de muchos de sus contemporáneos, las convicciones liberales de Miranda se aproximaban en este caso a lo que debía ser una relación un tanto menos desigual de género en la esfera pública[31].

Volviendo al caso de la zarina, si algo llama primeramente la atención al respecto es que Miranda, tan afanoso como lo fue para el detalle, no dejó apuntada una sola línea en su Diario de viajes respecto a los supuestos encuentros furtivos con Catalina II, como sí lo hizo en cambio acerca de otras muchas mujeres, aun de probada condición noble. Podría aducirse que no se trataba de cualquier partido de la alta sociedad sino de la emperatriz de todas las Rusias, lo cual habría hecho especialmente imprudente confiar semejantes intimidades a las páginas de su Diario. Ahora bien, podría uno preguntarse: ¿es que acaso cualquiera se vería forzado a dejar prueba de ello?

Algunos biógrafos, muy escrupulosos en tal sentido, como el estadounidense Joseph Thorning, hablan de lo imposible de tal relación «indecorosa» sin que ningún testimonio de la época sea capaz de sugerir que semejante cosa tuviese lugar[32]. Sin embargo, tampoco existen razones para descartar totalmente la especie como si fuere obra del más puro invento. Al menos cierta comidilla entre los propios contemporáneos de Miranda da a entender que la zarina, entrada en años, y el viajero venezolano, que justamente cumpliría en Rusia los 37 años, se entregaron a mutuos extravíos.

Existe por ejemplo un testimonio que corrió por cuenta de Stephen Sayre, caracterizado además por la más pícara ambigüedad, según el cual «Miranda viajó provisto de enormes ventajas y nada ha escapado a su penetración, ni tan siquiera la emperatriz de todas las Rusias»[33]. El envidioso Sayre (quien, por cierto, rivalizaría ferozmente con Miranda más tarde, en el contexto de la Revolución Francesa) remataría haciendo un ingenioso e impúdico juego de palabras en torno a la reciente expansión territorial rusa bajo el empuje de Catalina: «Debo hacer la mortificante confesión de haber permanecido 21 meses en la capital [rusa] sin haberme familiarizado nunca con las partes internas de los muy extensos y conocidos dominios de la zarina»[34]. Thomas Paine, el autor de Los derechos del hombre, sería, en cambio, un poco más discreto: «[Miranda] no me hizo mención de sus aventuras con Catalina de Rusia, ni tampoco yo le dije lo que sabía al respecto»[35].

Como quiera que sea, el tema llegó a suscitar tanto ruido con el correr del tiempo que ni siquiera alguien tan atildado como Parra Pérez desestimó opinar al respecto. Veamos lo que llegó a decir:

¿En qué consistieron realmente las relaciones de Miranda con la zarina? Se ha escrito que cierto día nuestro venezolano habría gozado del privilegio de «alcoba» y que por ello se explica la protección que le fue concedida por Catalina. Otros han negado el hecho. A decir verdad, en ello no habría habido nada de extraordinario.

Todo el mundo sabe que Catalina buscaba los hombres guapos y no vacilaba mucho para otorgarles el más íntimo favor; suministró pruebas de su escandaloso ardor más allá de sus 60 años. Miranda, por su parte, era demasiado listo para desperdiciar la ocasión, si se hubiese presentado, y cuanto puede afirmarse es que, si el hecho no está probado, en lo que le concierne, ciertamente no es inverosímil[36].

Sin que sepamos de qué forma el proverbialmente meticuloso historiador arribó a semejante conclusión, Parra Pérez da por sentado que nada de extraño habría tenido que la zarina, en medio de su «escandaloso ardor», gustase físicamente de Miranda puesto que, en ella, los «instintos sexuales» dominaban su «facultad psicológica»[37].

La historiadora Inés Quintero, quien también quiso terciar en este terreno lleno de ambigüedades y de más dudas que certezas, es rotunda a la hora de formular su parecer:

Uno de los aspectos que mayor atención ha despertado entre los estudiosos de Miranda y entre quienes se interesan o sienten curiosidad por este personaje ha sido su relación con Catalina de Rusia. Llama la atención que una de las convenciones más recurrentes se refiere a la posibilidad de que haya habido un romance entre el caraqueño y la zarina. Los más entusiastas están convencidos de que fue así y, por lo general, en las conversaciones informales, cuando se habla del tema, siempre aparece algún fan de Miranda que da por descontado el éxito obtenido por este donjuán tropical en la lejana Rusia, nada más y nada menos que con la poderosa Catalina la Grande. Yo misma he sido interrogada al respecto en más de una ocasión y mi respuesta ha sido más bien disuasiva. La verdad, no creo que haya ocurrido, de ninguna manera. Los indicios, el trato, los testimonios no van en esa dirección. (…)

Todas las menciones que hace Miranda en su Diario respecto a los encuentros, contactos personales y diálogos sostenidos con la zarina dejan ver el protocolo, la distancia, el entorno cortesano en el cual se desenvuelven[38].

Como quiera que fuere, en ese Miranda apasionado, tenaz, enigmático, urdidor de conjuras y rápido para el encubrimiento de sus pasos y de su verdadera identidad, tuvo pues la monarquía española a uno de sus más constantes adversarios. Aquel que transitaba con comodidad y soltura en medio del carácter apolíneo y materialista de su época profesando al mismo tiempo el gusto por el misterio, «el lado nocturno de la naturaleza humana» que animaba a las sociedades secretas, o admitiendo la seducción que le suscitaban algunos cultos iniciáticos y hasta ciertas corrientes pretendidamente científicas, entonces en boga, como el mesmerismo y la frenología[39].

Fue Miranda también un hombre de contrastes y conflictos personales que se movió entre concepciones distintas de la vida. Por una parte, su contradictoria aspiración aristocrática y su necesidad de acomodarse a la excelencia de la nobleza (por ejemplo, como se ha dicho, en San Petersburgo asumió para sí el título de «conde»), que marcaba para él el prestigio del linaje, y, por la otra, la llana postura de los tesoneros canarios que, como su padre (inmigrante y mercader), se hicieron un nombre con su propio esfuerzo, que trabajaron hasta acumular pequeñas pero bien administradas fortunas que muchas veces provocaron la desconfianza y el recelo de las principales familias del vecindario de Caracas.

Al abordar este tema, el ensayista Oscar Rodríguez Ortiz echa mano de la locución latina sine nobilitate para referirse así a quien vive, actúa y respira como los nobles, fascinado por las maneras y aparatos de los grandes[40], citando de paso a un autor español a juicio de quien toda esa energía social de Miranda se veía atizada por un resentimiento que le serviría, a fin de cuentas, para vengar las humillaciones de las cuales fuera objeto su propia familia[41]. Por su parte, y a propósito también de esta forma tan contradictoria que tuvo Miranda de combinar prejuicios y aspiraciones, María Elena González Deluca no deja de llamar la atención acerca de la concepción «aristocrática» que este contrapuso siempre al republicanismo más extremo. A fin de cuentas –y con razón–, la historiadora califica semejante actitud de «extraña», sobre todo si se toma justamente en cuenta la manera como, algunos años antes, Miranda había llegado a ver cómo su familia había sido discriminada por los verdaderos mantuanos[42].

Incluso, resulta más que probable que Miranda alentara a otros a darles mayor colorido y realce a sus orígenes sociales de los que realmente tuvo para adecuarlos a la imagen que se fue construyendo de sí mismo a medida que más se alejaba de su vecindario de origen. Así parecieran testimoniarlo al menos los afanes de William Burke –amigo y socio de Miranda en aventuras periodísticas–, quien, en 1808, ofrecería a su lectoría inglesa una semblanza que lo hacía entroncar con un linaje más o menos encumbrado en su comarca natal[43].

Claro está que su condición de exiliado casi perpetuo debió contribuir –y mucho– a que Miranda se construyera una imagen un tanto distorsionada de sí mismo y acerca de su propia procedencia dentro del orden social del cual era oriundo. En todo caso, esa aristocracia de excepción que se labró a lo largo de los años, esa suerte de aristocracia del espíritu, ejercitada y desarrollada en los altos salones europeos, lo llevaría a aprovisionarse de conocimientos de toda clase y formarse una visión ambiciosa a fuerza de amplia. Para ello se anexa maestros particulares en lenguas modernas, se provee diccionarios y tratados de todo tipo, compra libros a raudales y se informa de todo cuanto aumente su caudal de experiencias. No existe prácticamente ninguna disciplina del conocimiento ante la cual no discurra su curiosidad: idiomas, arte, literatura, política, matemáticas, astronomía, ciencias naturales, filosofía. Tal como lo observara el escritor Santiago Key Ayala, «pareciera como si antes de consagrarse a la emancipación de las colonias españolas ha comenzado a emanciparse él mismo»[44].

En esto de emanciparse a sí mismo puede que hubiere algo de quien buscaba en los viajes que lo llevarían a recorrer desde Kronstadt hasta Atenas, o desde Toulouse hasta Esmirna, una especie de independencia frente a su propio pasado. Tanto así que existen razones para suponer que ese credo de emancipación iría mucho más allá: a la larga, se emanciparía también de su propia familia hasta casi no dejar traza de ella en su epistolario.

Aún en España, entre 1771 y 1772, y en La Habana, diez años más tarde, persistirá en mantener cierta correspondencia con los suyos y comprometerse en la remisión de uno que otro obsequio, especialmente dirigidos a Rosa Agustina, la preferida de sus cinco hermanas. Sin embargo, la lejanía (y el deliberado distanciamiento) irá dando lugar cada vez más a las reconvenciones que le formulara su propia parentela. «Por Dios, Panchito, escribe a tu padre, no puede ser feliz ni honrado el que no cumple con su familia», le espetaría su cuñado Francisco Antonio Arrieta[45]. Su propia hermana predilecta –Rosa Agustina–, quien desde mucho antes le reprochara su falta de espíritu familiar, rogándole que «no negara el consuelo de la correspondencia de la familia»[46], le dejaría caer estas líneas:

No seas ingrato, ya que tenemos perdida la esperanza de verte, siquiera que tengamos el consuelo de ver tus letras, que te aseguro que me compadece mi padre cuando, conmigo a solas, se lamenta de que habiéndote traído la fortuna tan cerca no haya visto siquiera una letra tuya, por lo que te suplico no le niegues este alivio que a ti te cuesta tan poco; desde que mi madre murió no hemos tenido letra tuya[47].

Miranda tardaría en responder a tales reproches y, cuando así lo hiciera, sería sobre todo interesado en suplicarle a su cuñado Arrieta que, por intermedio suyo, le solicitara a la familia que le dispensase el favor de gestionarle dos mil pesos destinados «a satisfacer a las personas que generosamente [me] han favorecido». Tal carta estaría fechada en Londres en 1785, durante su primera estadía en la capital inglesa[48].

Como bien lo advierte Manuel Lucena Giraldo, ya cumplidos los 33 años (es decir, doce desde que se marchara de Caracas), Miranda se desata definitivamente de sus orígenes y toma distancia[49]. Por su parte, Inés Quintero observa que, transcurrido ese lapso, el desapego e indiferencia con respecto a la familia será notorio[50].

Tal vez no bastaba siquiera con que fuese desaprensivo en la órbita de los asuntos familiares puesto que mucho más llamativo aún es el hecho de que apelara de manera un tanto insincera al recuerdo de los suyos. Así ocurrirá en más de una oportunidad cuando pretexte haber sido objeto de un insidioso hostigamiento y una persecución soez por parte del Gobierno de Madrid, al punto de privarle –y tales serían sus palabras– «hasta de la correspondencia con mis padres y familiares en América»[51].

Este empleo instrumental que hará de la familia habría de extenderse incluso a la necesidad de entremezclar la urgencia de trasladarse al Caribe hispánico para emprender los proyectos a los cuales poco a poco venía dándoles calor con el deseo de entrar en posesión de sus propiedades y reencontrarse con su parentela. Así se lo expresaría a los ingleses en 1790, lo repetirá en 1797 y volverá a insistir tercamente en el mismo argumento hacia fines de 1810, cuando el propio Gabinete de S.M.B. viera con poca simpatía que Miranda pretendiese partir a Caracas justo cuando lo hacía de regreso la misión oficial destinada por la Junta Suprema a Londres para informar a las autoridades británicas de lo actuado desde el 19 de abril y sensibilizarlas respecto a sus reclamos, aun en medio de la fidelidad que le guardaba a Fernando VII.

En este sentido, si algo seguramente procuró evitar el Gabinete de S.M.B., en respeto a la integridad de los compromisos que traía contraídos con el Consejo de la Regencia española, fue la posibilidad de ver que Miranda, quien expresaba querer «regresar al seno de mi familia en condición de simple ciudadano», lo hiciera a bordo de una nave de guerra británica, con todas las implicaciones protocolares y simbólicas que pudiera revestir el caso[52].

Cabe observar empero que, pese a las distancias que impusiera el tiempo, Miranda sí tuvo un fugaz reencuentro con su única hermana sobreviviente al darse su retorno a Caracas en diciembre de 1810[53], aun cuando, por las razones que fuere, no tardó en tomar alojamiento más bien en casa de los Bolívar[54]. Es de señalar que tampoco debía ser mucho lo que aún quedara en pie del antiguo solar familiar luego de tantos años de ausencia y de la virtual quiebra que sufriera su padre. Esto hace suponer que, entre los motivos que le dieron sentido a su regreso, la familia –como continuidad de todo cuanto representara Caracas en el plano afectivo– pudo obrar como un aliciente más bien marginal. Ahora bien, ni qué decir tiene que la muerte de su madre, ocurrida en 1777 luego de haber tomado los hábitos de mercedaria y llevar vida de reclusión en un convento de Caracas, no pareció suscitar mayor reacción o comentarios de parte del distante primogénito[55]. Su padre, quien permaneció viudo durante once años (pues murió en 1791[56]) apenas figuraría como una sombra que tendería a desvanecerse cada vez más de su epistolario.

Como si fuere poco, existía algo que lo ligaba demasiado a ese pasado lleno de heridas: su propio nombre, que era también el de su padre: Sebastián Francisco. Desde muy temprano decide invertirlo y se firma «Francisco Sebastián» en lugar de «Sebastián Francisco»; tal vez hubiese resuelto hacerlo así en momentos en que comenzaba a definir mejor sus contornos individuales o distanciarse de aquel mundo de nexos coloniales que informara su biografía hasta que decidiera zarpar de Caracas en 1771.

De hecho, según lo observa su biógrafo Joseph Thorning, el envenenado aire de Caracas debió hacer que, a través de su partida, Miranda intentara buscar satisfacciones compensatorias[57]. Inés Quintero concuerda a tal punto que, por su parte, apunta lo siguiente:

En una sociedad fuertemente jerarquizada como la caraqueña del siglo XVIII, en la cual el futuro de las personas estaba determinado por la calidad e hidalguía de sus ascendientes, y cuando todavía estaba fresco el incidente que había enfrentado a su papá con los principales mantuanos de la ciudad, el hijo mayor de los Miranda Rodríguez tenía dos posibilidades: o se conformaba con vivir en un entorno en el cual sería considerado y valorado como el hijo de la panadera, un sujeto ordinario y de baja esfera, o se disponía a labrarse un futuro diferente fuera de su lugar natal[58].

Más adelante, hallándose ya en Europa, sencillamente relega el primero de sus dos nombres de pila, o acaba por ignorarlo, y será solo Francisco de Miranda; tal vez lo haya hecho por percibirlo hasta entonces como un ingrato recuerdo y, por tanto, para sepultar en el olvido el linchamiento judicial que, por cuestiones de privilegio, promovieran los miembros del Cabildo de Caracas en contra de su padre Sebastián, a quien le negaban los méritos y servicios prestados en ciertas esferas, principalmente como oficial de una de las milicias locales conocida como Compañía de Blancos. Su hijo solo conservará la preposición «de» (o sea, Francisco de Miranda) porque entiende que esto le dará realce en el ambiente de cortes y salones en los cuales comenzaría a incursionar durante sus recorridos por Europa[59].

De tal modo, es posible aducir –como lo apunta Antonio Álamo– que la humillación de lo ocurrido tras aquel amargo cruce en torno a una cuestión de honor estamental que tuvo como protagonista a su padre fuera una causa influyente en la formación del carácter de Miranda y que, en medio de ese pleito registrado entre Sebastián y los mantuanos, hubo de crecer en los meandros de su ser interior el discernimiento de la independencia política y la defensa personal, algo que más tarde le fue tan característico[60].

Inés Quintero, en tiempos recientes y a la vista de nuevas evidencias documentales, es quien mejor ha recorrido las incidencias de este incómodo y escandaloso incidente ocurrido con los criollos principales de la capital en abril de 1769, llevándola a concluir que, en efecto, no pareciera una simple coincidencia que la decisión de Miranda de marcharse a Europa ocurriera poco tiempo después[61].

A su juicio, todos los agraviados reiteraban el mismo argumento: no estaban dispuestos a alternar en el batallón de blancos con un hombre tan bajo, que tenía tienda abierta de mercader, que estaba casado con una mujer de baja esfera, sin ninguna estimación y que, además, ejercía el oficio de panadera[62]. Luego precisa lo siguiente a la vista de los miramientos estamentales: «Lo que les molestaba de manera más visible era que pudiese valer lo mismo ser un plebeyo isleño de Canarias, cajonero y mercader, hijo de un barquero, que ser caballero, noble (…) y aun titulado, como lo eran, en su mayoría, los agraviados»[63]. Lo importante era que Sebastián tampoco se quedaría quieto y así lo puntualiza la propia Quintero:

Miranda, por su parte, abrió causa [contra dos de los capitulares] por injurias, promovió una certificación de limpieza de sangre que permitiese demostrar que tanto él como su mujer eran blancos y de notoria calidad y renunció al grado de capitán que le había sido otorgado en el batallón de la discordia[64].

Ahora bien, en este punto se plantea una cuestión interesante puesto que la malquerencia de Miranda (hijo) irá dirigida, por igual, durante el resto de su vida, hacia los criollos principales, por una parte, y hacia la Corona, por la otra. Sin embargo, lo que llama la atención acerca de la enervante disputa de la cual fuera testigo a los diecinueve años es que fue la propia Corona la que, a fin de cuentas, mediante una disposición expresa como resultado del Cabildo en querer insistir con el caso, le quitó la razón a este para concedérsela en cambio al vituperado Sebastián. Quintero resume el desenlace del pleito de esta manera:

El Cabildo insistió en la querella y dirigió al monarca un largo memorial denunciando la afrenta irrogada a la nobleza de la ciudad (…). Alegaba el Cabildo que lo ocurrido (…) había sido una ofensa inadmisible contra la parte más virtuosa y decente de la ciudad. (…)

Transcurrido más de un año, el rey se pronunció sobre el suceso. La respuesta del monarca no solamente desautorizaba de manera contundente todas las actuaciones del Cabildo capitalino, incluyendo la persecución a Miranda por el uso del uniforme, sino que le ordenaba abstenerse de tomar resoluciones sobre materias para las cuales no estaba facultado. (…)

[Se] exigía perpetuo silencio sobre la indagación de la calidad y el origen de Sebastián de Miranda, mandando a privar de sus empleos y condenando a severas penas a cualquier militar o individuo que, por escrito o de palabra, lo motejara o no lo tratase en los mismos términos que acostumbraba anteriormente[65].

El biógrafo estadounidense de Miranda, Joseph Thorning, deja caer por su parte este comentario a propósito de la disputa, bien que exagerando un tanto la celeridad con que tuvo lugar su resolución[66]:

Teniendo en cuenta los medios de comunicación (…) debe convenirse en que la respuesta vino con rapidez casi meteórica. Más aún, el decreto real era claro y decisivo. Los miembros del Cabildo de Caracas y sus aliados, los comandantes de la milicia, fueron reprendidos. Don Sebastián de Miranda y Ravelo era apoyado en todos los particulares. El tendero-agricultor era reconocido por Carlos III como capitán de milicias retirado, con perfecto derecho a su bastón y atuendo marcial. En breve, en cada uno de los puntos específicos en disputa, fue confirmado[67].

De modo que todo ello debió gestar en el hijo que recién salía de la pubertad una reacción emocional compleja ante tan ruidoso pleito. Tanto así que Miranda –y es lo que explicaría una pareja animadversión en este caso– pudo llegar a experimentar un resentimiento tan amargo hacia el núcleo de los principales de Caracas como hacia el hecho de que su padre hubiese tenido que depender, única y exclusivamente, de una remota autoridad situada al otro lado del Atlántico para validar sus logros personales y poner a salvo su decoro[68].

Quizá no sea el lugar de hacerlo aquí, pero así como figura ampliamente documentada su letanía de quejas en contra de la Corona y su falta de fe en el sistema español de gobierno, tal vez convendría examinar en algún momento lo que también fuera la complicada relación que, en la órbita espiritual y prácticamente hasta el final de su existencia, sostuvo el Miranda «criollo» con su cercanísima identidad española, al punto de confesarse en cierto momento discípulo de Diego Saavedra Fajardo[69].

Después de marcharse de Venezuela en 1771, bien provisto de cartas de crédito facilitadas por su padre en razón de los beneficios de su comercio en el ramo de telas, cueros y frutos, Miranda se inicia en el mundo militar español, para lo cual adquiere el rango de capitán en los ejércitos de Carlos III. Luego de una breve permanencia en la propia Península, entre sus primeras aventuras (1773-1775) no pasa inadvertida su participación en la defensa de los dominios en África del Norte. Actuó primero en Melilla, en respuesta a la amenaza planteada por el sultán de Marruecos contra todas las fortificaciones y presidios españoles que se extendían entre Orán y Ceuta, y, luego, en el curso de una malograda expedición destinada a Argel.

Durante esta temprana experiencia de tipo militar, el joven caraqueño somete a la opinión de los oficiales superiores sus variadas hipótesis de campaña con la soltura y el convencimiento propios de quien se iniciaba precozmente en tales lides pero que, en el fondo, daba muestras de exhibir también cierta arrogancia de la cual no dejó de hacer gala. Tanto así que, a propósito de las recomendaciones que formulara durante la campaña norafricana y su propia participación en medio de los asedios y combates que tuvieron lugar entre 1774 y 1775, tuvo la avilantez de insinuar que se creía merecedor de la Orden de Santiago en virtud de haber observado una meritoria conducta. Desde luego, sus superiores dejaron sin respuesta tamaña insinuación[70].

A la hora de resumir lo actuado hasta entonces, Parra Pérez apuntará lo siguiente: «Sus jefes de África comprueban que ha demostrado valor, capacidad y aplicación notable (…) sin más reproche que el de ser algún tanto imprudente»[71]. Así, si el rasgo dominante de su temperamento lo constituía la audacia, este otro fue sin duda el causante de sus peores sinsabores: nada más entre julio de 1777 y enero de 1778, es decir en menos de seis meses, fue encarcelado en Cádiz por desacato y arrestado en otra oportunidad por insubordinación, siendo luego absuelto del cargo.

Incluso, es posible que no hubiese nada de falso en la imputación que señalaba a Miranda como responsable del uso impropio de las cajas del regimiento. No obstante, Parra Pérez niega de plano que tal pudiese haber sido el caso, apostando ciegamente a la honradez del venezolano. En este sentido, dirá para más señas: «[Miranda] no se entregó (…) en parte alguna a ningún género de especulación ilícita contraria a la probidad o a su honor de oficial español»[72]. Sin embargo, tal conjetura no tiene de nuestra parte un carácter preconcebido ni se trae a colación con el objeto de someterlo a alguna clase de desmerecimiento; solo que resulta factible suponer que, en más de una de sus actuaciones (tan propias a él como a cualquier oficial en una guarnición de frontera), Miranda pudo haber llegado a transitar los bordes de la legalidad, aunque no demasiado lejos del límite.

Con todo, pese a que llegara a defenderse atribuyéndole las cuentas incompletas del regimiento a un ayudante suyo[73], las imputaciones que pesaban en su contra no solo apuntaban a esas irregularidades que supuestamente observara en materia de intendencia, sino –lo que era más grave aún– hacia el hecho de haber incurrido en abuso de autoridad y tratos violentos hacia sus subalternos[74].

Para complicar aún más las cosas, y cuando ya había atravesado nuevamente el Caribe y venía de participar en una expedición que puso sitio a la ciudad portuaria de Pensacola, en la costa de Florida, con cuyo gesto el Ejército español (en alianza con Francia) tomó partido por los estadounidenses insurgentes durante la última etapa del enfrentamiento de estos con las autoridades británicas, se le acusaría en La Habana de ejercer influencias malsanas y fomentar celos entre sus colegas militares.

Otros hechos, ya más concretos, estimularían también la malquerencia y las celosas rivalidades. Desde que se le hiciera cargo parlamentar con el gobernador de la rendida plaza de Pensacola por el hecho de ser uno de los contados oficiales de la expedición que dominara la lengua inglesa, la confianza que le profesaran sus superiores en Cuba (y tal vez un alto grado de autoestima que le permitía creerse inmune) hizo que Miranda incursionara en ciertas transacciones cuya legalidad era ciertamente cuestionable. Por ejemplo, en la propia Pensacola compró tres esclavos (llamados Bob, Perth y Brown), recibiendo en obsequio un cuarto. Nada más se sabe de ellos, a no ser, y es probable, que Miranda los introdujese de contrabando a su regreso a La Habana para venderlos después.

Puede que lo anterior no pase de ser un dato difícil de probar y, por tanto, que se halle desprovisto de cierta fiabilidad. Pero, al propio tiempo, existen indicios suficientes que sí permiten suponer en cambio que, luego de verse a cargo de un canje de prisioneros tras la captura de Providencia, en las islas Bahamas, el venezolano viajó a Jamaica en nombre de Juan Manuel Cajigal (a quien servía en calidad de edecán) y obtuvo, en condiciones un tanto cuestionables, ciertas mercancías de origen inglés con la idea de ingresarlas en Cuba de manera subrepticia. Todo hace pensar que los treinta mil pesos que le fueran confiados para cubrir los suministros y el pasaje de los prisioneros que pretendían ser transportados a La Habana eran más que suficientes para tal fin, y que un excedente de dichos fondos llegara a ser utilizado para comprar artículos de manufactura inglesa, los cuales eran abundantes en Jamaica, para su rápida venta en los mercados de Cuba[75].

Esas operaciones destinadas a introducir artículos de contrabando para provecho suyo, y en complicidad con sus superiores, no tendría nada de extraño si nos remitimos a lo que él mismo apuntara acerca de La Habana, ciudad a la cual calificaría en su Diario como «el centro mismo del vicio y la corrupción». Pero lo importante es que Miranda también traería a cambio valiosa información acerca de la situación militar de Jamaica, así como una relación detallada de sus puertos, bahías, fortificaciones y principales poblados, lo cual acaso le permitiera matizar cualquier juicio acerca de aquellos oscuros negocios de los cuales se le acusaba.

De cualquier modo que fuera, estos líos por obra de trasgresiones y especulaciones, y otra larga acumulación de enojosos incidentes propiciados en gran medida por su carácter atrevido e inconforme, terminarían envolviéndolo en una madeja aún mayor de malquerencias. El carácter insistente de las acusaciones en su contra a raíz de la misión a Jamaica haría que, al iniciarse ya el año 1783, Miranda dudase de la imparcialidad con que podía llegar a ser juzgado en Cuba con arreglo a las órdenes dimanadas del Despacho Universal de Indias. Aun cuando se convino que permaneciera bajo la fianza y custodia de su superior Cajigal, y tal vez convencido de que la favorable disposición de este solo podía proveerle una protección temporal, el acosado subalterno optó entonces por refugiarse en el puerto de Matanzas[76]. Será entonces cuando, al decir de Inés Quintero, tome una determinación que le cambia la vida: decide escapar de territorio español y se esconde hasta conseguir la manera de salir de la isla[77]. Por su parte, María Elena González Deluca lo sintetiza así: «Sin opciones para una efectiva defensa, Miranda consideró que la única manera de eludir la condena era huir; se convirtió así en desertor del ejército español»[78]. El 1.º de junio de 1783 logrará tomar pasaje a bordo de una goleta que lo deposita en Carolina del Norte. Un mes más tarde, cuando ya se halle en tierras republicanas, se emitirá en su contra una sexta orden de captura. Esta vez vendrá firmada por el propio Carlos III[79].

Miranda en ocho contiendas

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