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Noviembre
ОглавлениеEl deshollinador
Noviembre 1.
Ayer fui a la escuela de niñas que está al lado de la nuestra, para darle el cuento del muchacho paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Setecientas muchachas hay allí! Cuando llegué empezaban a salir, todas muy contentas por las vacaciones de todos los Santos y Difuntos, y ¡qué cosa tan hermosa presencié!... Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera, estaba acodado en la pared y con la frente apoyada en una mano, un deshollinador pequeño, de cara completamente negra, con su saco y su raspador, que lloraba, sollozando amargamente. Dos o tres muchachas de segundo año se le acercaron y le dijeron:
—¿Qué tienes que lloras de esa manera? Pero él no respondía y continuaba llorando.
—Pero, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras? —repetían las niñas.
Y entonces él separó el rostro de la mano, un rostro infantil, y dijo, gimiendo, que había estado en varias casas para limpiar las chimeneas, que había ganado unas monedas y las había perdido porque se le escurrieron por el agujero de un bolsillo roto, y no se atrevía a volver a su casa sin el dinero.
—El patrón me pega —decía sollozando.
Las chiquillas se quedaron mirándole muy serias. Entretanto se habían acercado otras muchachas grandes y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus bolsones bajo el brazo, y una de las mayores, que llevaba una pluma azul en el sombrero, sacó del bolsillo diez pesos y dijo:
—No tengo más que esto; hagamos una colecta.
—También tengo yo diez —dijo otra vestida de encarnado—, y podemos, entre todas, reunir hasta lo que falta.
Entonces comenzaron a llamarse:
—¡Amalia, Luisa, Anita eh, ven a colaborar!
Muchas llevaban dinero para comprar flores o cuadernos, y lo entregaban en seguida. Algunas más pequeñas, sólo pudieron dar centavos. La de la pluma azul recogía todo y lo contaba en voz alta:
—¡Ocho, diez, quince!
Pero hacía falta más. Entonces llegó la mayor de todas, dio cincuenta pesos y todas le hicieron una ovación. Pero faltaba aún.
—Ahora vienen las de cuarto —dijo una.
Las de la clase cuarta llegaron, y las monedas llovieron. Todas se arremolinaban, y era un espectáculo hermoso ver a aquel pobre deshollinador en medio de aquellos vestidos de tantos colores, de todo aquel círculo de plumas, de lazos y de rizos.
Ya se había reunido todo, y aún más, y las más pequeñas, que no tenían dinero, se abrían paso entre las mayores, llevando sus ramitos de flores, por darle también algo.
De allí a un rato acudió la portera gritando:
—¡La señora directora!
Las muchachas escaparon por todos lados, como gorriones, a la desbandada, y entonces se vio al pobre deshollinador, solo en medio de la calle, enjugándose los ojos, tan contento, con las manos llenas de dinero y con ramitos de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el sombrero.
El día de los muertos
Noviembre 2.
“Este día está consagrado a la conmemoración de los difuntos. Sabes tú, Enrique, ¿a qué muertos deben consagrar un recuerdo en este día, ustedes los muchachos? A los que murieron por los niños. ¡Cuántos han muerto así y cuántos mueren todavía! ¿Has pensado alguna vez cuántos padres han consumido su vida en el trabajo, y cuántas madres han muerto extenuadas por las privaciones a que se condenaron para sustentar a sus hijos? ¿Sabes cuántos hombres clavaron un puñal en su corazón por la desesperación de ver a sus propios hijos en la miseria, y cuántas mujeres se suicidaron, murieron de dolor o enloquecieron por haber perdido un hijo? Piensa, Enrique, en este día, en todos estos muertos. Piensa en tantas maestras que fallecieron jóvenes, consumidas de tisis por las fatigas de la escuela, por amor a los niños, de los cuales no tuvieron valor para separarse; piensa en los médicos que murieron de enfermedades contagiosas, de las que no se precavían por curar a los niños; piensa en todos aquellos que en los naufragios, en los incendios, en las hambres, en un momento de supremo peligro cedieron a la infancia el último pedazo de pan, la última tabla de salvación, la última cuerda para escapar de las llamas, y expiraban satisfechos de su sacrificio, que conservaba la vida de un pequeño inocente. Son innumerables, Enrique, estos muertos. Todo cementerio encierra centenares de estas santas criaturas, que si pudieran salir un momento de la losa, dirían el nombre de un niño al cual sacrificaron los placeres de la juventud, la paz y la vejez; los sentimientos, la inteligencia, la vida; esposas de veinte años, hombres en la flor de la edad, ancianos octogenarios, jovencillos —mártires heroicos y oscuros de la infancia— tan grandes y tan nobles que no produce la tierra flores bastantes para poderles colocar sobre sus sepulturas. ¡Tanto se quiere a los niños! Piensa hoy con gratitud en estos muertos y serás mejor y más cariñoso con todos los que te quieren bien y trabajan por ti, querido y afortunado hijo mío, que en el día de los difuntos no tienes aún que llorar a ninguno!”
Tu padre.
Mi amigo garrón
Viernes 4.
No han sido más que dos los días de vacaciones, ¡y me parece que he estado tanto tiempo sin ver a Garrón! Cuanto más le conozco, más le quiero, y lo mismo sucede a los demás, exceptuando los arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos, porque él siempre les pone en línea. Cada vez que uno de los mayores levanta la mano sobre un pequeño, grita éste: “¡Garrón!”, y el mayor ya no pega. Su padre es maquinista del ferrocarril; él empezó a ir tarde a la escuela porque estuvo enfermo dos años. Cualquier cosa que se le pide: lápiz, goma, papel, cortaplumas, lo presta o da enseguida; no habla ni ríe en la escuela; está siempre inmóvil en su banco demasiado estrecho para él, con la espalda agachada y la cabeza metida entre los hombros; y cuando lo miro, me dirige una sonrisa, con los ojos entornados, como diciendo: “¿Y bien, Enrique, somos amigos?”
Da risa verle tan alto y gordo, con su chaqueta, pantalones, mangas y todo demasiado estrecho y excesivamente corto; un sombrero que no le cubre la cabeza, el cabello rapado, las botas grandes y una corbata siempre arrollada como una cuerda. ¡Querido Garrón! Basta ver una vez su cara para tomarle cariño. Todos los más pequeños quisieran tenerlo por compañero de banco. Sabe muy bien aritmética. Lleva los libros atados con una correa de cuero encarnado. Tiene un cuchillo con mango de concha, que encontró el año pasado en la plaza de Armas, y un día se cortó un dedo hasta el hueso, pero ninguno se lo notó en la escuela, ni tampoco rechistó en su casa por no asustar a sus padres. Deja que le digan cualquier cosa por broma, y nunca se lo toma a mal; pero ¡pobre del que le diga “no es verdad” cuando afirma una cosa! Sus ojos echan chispas entonces, y pega puñetazos capaces de partir el banco. El sábado por la mañana dio cinco pesos a uno de la clase de primero superior que lloraba en medio de la calle porque le habían quitado el dinero y no podía ya comprar el cuaderno. Hace ocho días que está trabajando en una carta de ocho páginas, con dibujos a pluma en los márgenes, para el día del santo de su madre, que viene a menudo a buscarle, y es alta y gruesa como él. El maestro está siempre mirándole, y cada vez que pasa a su lado le da palmaditas en el cuello cariñosamente. Yo le quiero mucho. Estoy contento cuando estrecho su mano, grande como la de un hombre. Estoy seguro de que arriesgaría su vida por salvar la de un compañero, y que hasta se dejaría matar por defenderlo; se ve tan claro en sus ojos y se oye con tanto gusto el murmullo de aquella voz, que se siente que viene de un corazón noble y generoso.
El carbonero y el señor
Lunes 7.
No habría dicho nunca garrón, seguramente, lo que dijo ayer por la mañana Carlos Nobis a Beti. Carlos es muy orgulloso, porque su padre es un gran señor; un señor alto, con barba negra, muy serio, que va casi todos los días para acompañar a su hijo. Ayer por la mañana Nobis se peleó con Beti, uno de los más pequeños, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué replicarle porque no tenía razón, le dijo en voz alta:
—Tu padre es un andrajoso.
Beti se puso rojo y no dijo nada; pero se le saltaron las lágrimas y cuando fue a su casa se lo contó a su padre, y el carbonero, hombre muy pequeño y muy negro, fue a la clase de la tarde con el muchacho de la mano, a hablar con el maestro. Mientras hablaba y como todos estábamos callados, el padre de Nobis, que le estaba quitando la capa a su hijo, como acostumbra, desde el umbral de la puerta oyó pronunciar su nombre y entró a pedir explicaciones.
—Es este señor —respondió el maestro que ha venido a quejarse porque su hijo Carlos, dijo a su niño: “Tu padre es un andrajoso”.
El padre de Nobis arrugó la frente y se puso algo encarnado.
Después preguntó a su hijo:
—¿Has dicho esa palabra?
El hijo, de pie en medio de la sala, con la cabeza baja delante del pequeño Beti, no respondió. Entonces el padre lo agarró de un brazo, le hizo avanzar más enfrente de Beti, hasta el punto de que casi se tocaban, y dijo:
—¡Pídele perdón!
El carbonero quiso interponerse, diciendo:
—¡No, no!
Pero el señor no lo consintió, y volvió a decir a su hijo:
—Pídele perdón. Repite mis palabras: “Yo te pido perdón de la palabra injuriosa, insensata e innoble que dije contra tu padre, al cual el mío tiene mucho honor en estrechar su mano”.
El carbonero hizo el ademán de decir: “No quiero”. El señor no lo consintió, y su hijo dijo lentamente, con voz cortada, sin alzar los ojos del suelo:
—Yo te pido perdón... de la palabra injuriosa... insensata... innoble que dije contra tu padre, al cual el mío... tiene en mucho honor estrechar su mano...
Entonces el señor dio la mano al carbonero, que se la estrechó con fuerza, y después, de un empujón repentino, echó a su hijo entre los brazos de Carlos Nobis.
—Hágame el favor de ponerlos juntos —dijo el caballero al maestro.
Este puso a Beti en el banco de Nobis. Cuando estuvieron en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió.
El carbonero se quedó un momento pensativo, mirando a los muchachos reunidos; después se acercó al banco y miró a Nobis, con expresión de cariño y de remordimiento, como si quisiera decirle algo, pero no dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia, pero tampoco se atrevió, contentándose con tocarle la frente con sus toscos dedos. Después se acercó a la puerta, y, volviéndose aún una vez más para mirarlo, desapareció.
—Recuerden lo que han visto —dijo el maestro— ésta es la mejor lección del año.
La maestra de mi hermano
Jueves 10.
El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delcati, que ha venido hoy a ver a mi hermano enfermo, y nos ha hecho reír contando que la mamá de aquel niño, hace dos años, le llevó a su casa una gran cesta de carbón, en agradecimiento a que le había dado una medalla a su hijo, y porfiaba la pobre mujer porque no quería llevarse el carbón a su casa, y casi lloraba, cuanto tuvo que volverse con la cesta llena. Nos hemos entretenido mucho oyéndola, y gracias a ella tragó mi hermano una medicina que al principio no quería. ¡Cuánta paciencia deben tener con los niños del primer año elemental, sin dientes, como los que no pronuncian la erre ni la ese! Ya tose uno, ya otro sangra por las narices, uno pierde los zapatos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado con la lapicera, y llora aquél por otra causa. ¡Reunir cincuenta en la clase, con aquellas manecitas de manteca y tener que enseñar a escribir a todos! Ellos llevan en los bolsillos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, ladrillo hecho polvo, toda clase de menudencias, que la maestra les busca pero que esconden hasta en el calzado. Y nunca están atentos. Un moscardón que entre por la ventana les distrae. En el verano llevan a la escuela ciertos insectos que echan a volar y que caen en los tinteros y que después salpican de tinta los libros. La maestra tiene que hacer de mamá, ayudarlos a vestir, cortarles las uñas, recoger las gorras que tiran, cuidar de que no cambien los abrigos, porque si no, después rabian y chillan. ¡Pobre maestra! ¡Y aún van las mamás a quejarse!
—“¿Cómo es, señora, que mi hijo ha perdido su lapicera?
¿Cómo es que el mío no aprende nada? ¿Por qué no da un premio al mío, que sabe tanto? ¿Por qué no hace quitar del banco aquel clavo que ha roto los pantalones de mi Pedro?”.
Alguna se incomoda con los muchachos, como la maestra de mi hermano, y cuando no puede más, se muerde las uñas por no pegar una cachetada; pierde la paciencia, pero después se arrepiente y acaricia al niño a quien ha regañado; echa a un pequeñuelo de la escuela, pero saliéndosele las lágrimas, y desahoga su cólera con los padres que privan de la comida a los niños por castigo. La maestra Delcati es joven y alta; viste bien; es morena y vivaz, y lo hace todo como movida por un resorte; se conmueve por cualquier cosa, y habla entonces con mucha ternura.
—¿Pero al menos los niños la quieren? —le preguntó mi madre.
—Mucho —respondió—; pero después, concluido el curso, la mayor parte ni me mira. Cuando están con los profesores casi se avergüenzan de haber estado conmigo, con una maestra. Después de dos años de cuidados, después de que se ha querido tanto a un niño, nos entristece separarnos de él; pero se dice una: “¡Oh! Desde ahora en adelante me querrá mucho”. Pero pasan las vacaciones, vuelven a la escuela, corremos a su encuentro. Y vuelve la cabeza a otro lado.
Al decir esto, la maestra se detiene.
—Pero tú no lo harás así, hermoso —dice después mirando fijamente a mi hermano y besándole—; tú no volverás la cabeza a otro lado, ¿no es verdad? ¿No renegarás de tu amiga?
Mi madre
Jueves 10,
“¡En presencia de la maestra de tu hermano, faltaste el respeto a tu madre! ¡Que esto no suceda más, Enrique! Tu palabra irreverente se me ha clavado en el corazón como un dardo. Piensa en tu madre, cuando años atrás estaba inclinada toda la noche sobre tu cama, midiendo tu respiración, llorando lágrimas de angustia y apretando los dientes de terror, porque creía perderte y temía que le faltara la razón; y con este pensamiento experimentarás cierta especie de terror hacia ti. ¡Tú, ofender a tu madre, que daría un año de felicidad por quitarte una hora de dolor, que pediría una limosna por ti, que se dejaría matar por salvar tu vida! Oye, Enrique, fija bien en la mente este pensamiento. Considera que te esperan en la vida muchos días terribles; el más terrible de todos será el día en que pierdas a tu madre. Mil veces, Enrique, cuando ya seas hombre fuerte y probado en toda clase de contrariedades, tú la invocarás, oprimido tu corazón de un deseo inmenso de volver a oír su voz y de volver a sus brazos abiertos para arrojarte en ellos sollozando, como pobre niño sin protección y sin consuelo. ¡Cómo te acordarás entonces de todas las amarguras que le hayas causado, y con qué remordimiento, le contarás todas! No esperes tranquilidad en tu vida si has afligido a tu madre. Tú te arrepentirás, le pedirás perdón, venerarás su memoria inútilmente; la conciencia no te dejará vivir en paz.
Aquella imagen dulce y buena tendrá siempre en ti una expresión de tristeza y reconvención que torturará tu alma. ¡Oh, Enrique, mucho cuidado! Este es el más sagrado de los afectos humanos. ¡Desgraciado del que lo profane! El asesino que respeta a su madre aún tiene algo de honrado y noble en su corazón; el mejor de los hombres que la hace sufrir o la ofende no es más que una miserable criatura. Que no salga nunca de tu boca una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud. Yo te quiero, hijo mío; tú eres la esperanza más querida de mi vida, pero me has entristecido.”
Tu padre.
Mi compañero coreta
Domingo 13.
Mi padre me perdonó, pero me quedé un poco triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del portero. A mitad del paseo, pasando junto a un carro parado delante de una tienda, oí que me llamaban por mi nombre y me volví. Era Coreta, mi compañero, con su chaqueta de punto color chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, tenía una carga de leña sobre sus hombros. Un hombre, de pie en el carro, le echaba una brazada de leña y él la recibía y la llevaba a la tienda de su padre, donde de prisa y corriendo la amontonaba.
—¿Qué haces, Coreta? —le pregunté.
—¿No lo ves? —respondió tendiendo los brazos para tomar la carga—; repaso la lección.
Me reí. Pero él hablaba en serio, y después de tomar el atado de leña, empezó a decir corriendo:
—Llámense accidentes del verbo... sus variaciones según el número... según el número y la persona... —Y después, echando la leña y amontonándola—: Según el tiempo... según el tiempo a que se refiere la acción... —y volviéndose al carro a tomar otra brazada—. Según el modo con que la acción se enuncia.
Era nuestra lección de gramática para el día siguiente.
—¿Qué quieres? —me dijo—; aprovecho el tiempo. Mi padre se ha ido a la calle con el muchacho para un negocio. Mi madre está enferma. Me toca a mí descargar. Entretanto, repaso gramática. Y hoy es una lección difícil. No acabo de metérmela en la cabeza. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted —dijo después al hombre del carro.
—Entra un momento en la tienda —me dijo Coreta.
Entré. Era una habitación llena de montones de haces de leña, con una balanza a un lado.
—Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro —añadió Coreta—. Tengo que hacer mi obligación a ratos y como pueda. Estaba escribiendo los apuntes, y ha venido gente a comprar. Me he vuelto a poner a escribir, y llegó el carro. Esta mañana he ido ya dos veces al mercado de la leña, en la plaza de Venecia. Tengo las piernas que ya no las siento y las manos hinchadas. ¡Lo único que me falta es tener que hacer algún dibujo!
Y mientras, barría las hojas secas y las pajillas que rodeaban el montón. —¿Pero dónde estudias Coreta? —le pregunté.
—No aquí, ciertamente —respondió—; ven a verlo.
Y me llevó a una habitación dentro de la tienda, que servía de cocina y de comedor, y en un lado una mesa en donde estaban los libros, los cuadernos y el trabajo empezado.
—Precisamente aquí —dijo—. Y tomando la pluma se puso a escribir con su hermosa letra: “Con el cuero se hacen...”
—¿No hay nadie? —se oyó gritar en aquel momento en la tienda.
—¡Allá voy! —respondió Coreta. Y saltó de allí, pesó los haces, tomó el dinero, corrió a un lado para apuntar la venta en un cartapacio y volvió a su trabajo, diciendo:
—A ver si puedo concluir la tarea...
Y escribió: “las bolsas de viaje y las mochilas para los soldados”.
—¡Ah, el café que se va...! —gritó de repente, y corrió a la hornilla a quitar la cafetera del fuego—. Es el café para mamá — dijo—; me ha sido preciso aprender a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te verá y tendrá mucho gusto... Hace siete días que está en la cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta cafetera. ¿Qué hay que añadir después de las mochilas de los soldados? Hace falta más, y no lo recuerdo. Ven a ver a mamá.
Abrió la puerta y entramos en otro cuarto pequeño. La mamá de Coreta estaba en una cama grande, con un pañuelo en la cabeza.
—Aquí está el café, madre —dijo Coreta alargando la taza—. Conmigo viene un compañero de escuela.
—¡Cuánto me alegro! —me dijo la señora—. Viene a visitar a los enfermos, ¿no es verdad?
Entretanto Coreta arreglaba la almohada detrás de la espalda de su madre. —¿Quiere usted algo, madre? —preguntó después tomando la taza—. Le he puesto dos cucharitas de azúcar. Cuando no haya nadie haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré el puchero como lo ha dicho usted, y cuando pase la mujer de la manteca le daré sus ocho pesos. Todo se hará; no se preocupe usted por nada.
—Gracias, hijo —respondió la señora—. ¡Pobre hijo mío! ¡Está en todo!
Quiso que tomara un terrón de azúcar y después Coreta me enseñó un cuadrito, el retrato en fotografía de su padre, vestido de soldado, con la Cruz al Valor que ganó en 1886, en la división del entonces príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo, con sus ojos vivos y su sonrisa alegre. Volvimos a la cocina.
—Ya he recordado lo que faltaba —dijo Coreta, y añadió en el cuaderno: “Se hacen también las guarniciones para los caballos”. Lo que queda lo escribiré esta noche, estando levantado hasta más tarde. ¡Feliz tú que tienes todo el tiempo que quieras para estudiar, y aún te sobra para ir a paseo!
Y con alegría, volvió a la tienda, comenzó a poner pedazos de leña sobre la balanza y a partirlos luego por la mitad, diciendo:
—¡Esto es gimnasia! Más que el ejercicio de pesas. Quiero que mi padre encuentre toda esta leña partida cuando vuelva a casa; eso le gustará mucho. Lo malo es que, después de este trabajo, hago unas tés y unas eles que parecen serpientes, según dice el maestro. ¿Qué he de hacer? Le diré que he tenido que mover los brazos. Lo que importa es que mi madre se ponga pronto bien. Hoy, gracias a Dios, está mejor. La gramática la estudiaré mañana, antes de ir a la escuela. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al trabajo!
Un carro cargado de leña se detuvo delante de la puerta de la tienda. Coreta salió fuera a hablar con el hombre, y volvió después.
—Ahora no puedo hacerte compañía —me dijo—. Hasta mañana. Has hecho bien en venir a buscarme. ¡Buen paseo te has dado! ¡Feliz tú que puedes!
Y dándome la mano, corrió a tomar el primer tronco, y volvió a hacer sus viajes del carro a la tienda, con su cara fresca como una rosa bajo su gorro de piel, y tan vital que daba gusto verlo.
“¡Feliz tú!”, me dijo él. ¡Ah, no Coreta, no! Tú eres más feliz; tú porque estudias y trabajas más; porque eres más útil a tu padre y a tu madre; porque eres mejor, cien veces mejor que yo, querido compañero.
El director
Viernes 18.
Coreta estaba muy temprano esta mañana porque iba a presenciar los exámenes mensuales su maestro de la clase de segundo. Coato, un hombrón con mucho cabello y muy crespo, gran barba negra, ojos grandes y oscuros, y una voz de trueno, amenaza siempre a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de las orejas a la dirección, y tiene siempre el semblante adusto, pero jamás castiga a nadie, y antes bien sonríe detrás de su barba, sin delatarse. Ocho son los maestros, incluyendo también el suplente, pequeño y sin barba, que parece un chiquillo, los van a presenciar. Hay un maestro, el de la clase cuarta, cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siempre lleno de dolores. Otro de la cuarta clase es viejo, muy canoso, y ha sido profesor de no videntes. Hay otro muy bien vestido, con lentes, bigotito rubio y que llaman el abogadito, porque siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licenciatura y compuso un libro para enseñar a escribir cartas. En cambio, el que enseña gimnasia tiene tipo de soldado; ha servido con Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de Milazo. El director, en fin, es alto, calvo, usa lentes de oro, su barba gris le llega hasta el pecho; está vestido de negro y va siempre abotonado hasta la barba; es tan bueno con los muchachos, que cuando entran todos temblando en la dirección, llamados para echarles un regaño, no les grita, sino que les toma por las manos y les hace estas reflexiones: que no deben obrar así; que es menester que se arrepientan; que prometan ser buenos, y habla con tan suaves modos y con una voz tan dulce que todos salen con los ojos húmedos y más corregidos que si los hubiesen castigado. ¡Pobre director! Él siempre es el primero en su puesto por las mañanas para esperar a los alumnos y dar audiencia a los padres, y cuando los maestros se han ido ya a sus casas, da aún una vuelta alrededor de la escuela, para cuidar de que los niños no se cuelguen en la trasera de los coches, no se entretengan por las calles en sus juegos, o en llenar los bolsones de arena o de piedras; y cada vez que se presenta en una esquina, tan alto y tan negro, bandadas de muchachos escapan en todas direcciones, dejando allí los objetos de juego, y él les amenaza con el índice desde lejos, en su aire afable y triste.
—Nadie le ha visto reír —dice mi madre—, desde que murió su hijo, que era voluntario del ejército, y tiene siempre a la vista su retrato sobre la mesa.
No quería seguir trabajando después de esta desgracia; había escrito ya su pedido de jubilación al Ayuntamiento, y tenía la carta siempre sobre la mesa, dilatando el mandarla día en día, porque le apenaba dejar a los niños.
Pero el otro día parecía decidido, y mi padre, que estaba con él en la dirección, le decía: “¡Es una lástima que usted se vaya, señor director!” cuando entró un hombre a matricular a su niño que pasaba de un colegio a otro, porque se había mudado de casa. Al ver aquel niño, el director hizo un gesto de asombro, lo miró un poco más detenidamente, miró el retrato que tenía sobre la mesa y volvió a mirar al muchacho sentándole sobre su rodillas, y haciéndole levantar la cara. Aquel niño se parecía mucho a su hijo muerto. El director dijo:
—Está bien.
Hizo la matrícula, despidió al padre y al hijo, y se quedó pensativo.
—¡Es lástima que usted se vaya! —repitió mi padre. Y entonces el director tomó su solicitud de jubilación, la rompió en dos pedazos y dijo: —¡Me quedo!...
Los soldados
Martes 23.
Su hijo era voluntario del ejército cuando murió, por eso el director va siempre a la plaza a ver pasar los soldados cuando salimos de la escuela. Ayer pasaba un regimiento de infantería y cincuenta muchachos se pusieron a saltar alrededor de la música, cantando y llevando el compás con las reglas sobre la cartera. Nosotros estábamos en un grupo, en la acera, mirando. Garrón, oprimido entre su estrecha ropa, mordía un pedazo de pan; Votino, aquel tan elegantito, que siempre está quitándose las motas; Precusa, el hijo del forjador, con la chaqueta de su padre; el calabrés; el albañilito; Grosi, el hijo del capitán de artillería y que ahora anda con muletas. Franti se echó a reír de un soldado que cojeaba. De pronto sintió una mano sobre el hombro; se volvió: era el director.
—Óyeme —le dijo al punto—, burlándose de un soldado cuando está en las filas, cuando no puede vengarse ni responder, es como insultar a un hombre atado; es una villanía.
Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro en cuatro, sudorosos y cubiertos de polvo, y las puntas de las bayonetas resplandecían con el sol. El director dijo:
—Deben querer mucho a los soldados. Son nuestros defensores. Ellos irían a hacerse matar por nosotros si mañana un ejército extranjero amenazase nuestro país. Son también muchachos, pues tienen pocos más años que ustedes, y también van a la escuela; hay entre ellos pobres y ricos, como entre ustedes, y vienen también de todas partes de Italia. Véanlos, casi se les puede reconocer por la cara: pasan sicilianos, sardos, napolitanos, lombardos. Este es un regimiento veterano, de los que han combatido en 1848. Los soldados no son ya aquéllos, pero la bandera es siempre la misma. ¡Cuántos habrán muerto por la patria alrededor de esa bandera veterana, antes que ustedes nacieran!
—¡Ahí viene! —dijo Garrón. Y en efecto, se veía ya cerca la bandera, que sobresalía por encima de la cabeza de los soldados.
—Hagan una cosa, hijos —dijo el director—: saluden con respeto la bandera tricolor.
La bandera, llevada por un oficial, pasó delante de nosotros, rota y descolorida, con sus corbatas sobre el asta. Todos a un tiempo llevamos la mano a las gorras. El oficial nos miró sonriendo y nos devolvió el saludo con la mano.
—¡Bien, muchachos! —dijo uno detrás de nosotros. Nos volvimos al verle: era un anciano que llevaba en el ojal de la levita la cinta azul de la campana de Crimea; un oficial retirado—. ¡Bravo! han hecho una cosa que les enaltece.
Entretanto, la banda del regimiento volvía por el fondo de la plaza, rodeada de una turba de chiquillos, y cien gritos alegres acompañaban los sonidos de las trompetas, como un canto de guerra.
—¡Bravo! —repitió el ex oficial mirándonos—. El que de pequeño respeta la bandera, sabrá defenderla cuando sea mayor.
El protector de nelle
Miércoles 28.
También nelle, el pobre jorobadito, miraba ayer a los militares, pero de un modo, como pensando: “¡Yo no podré nunca ser soldado!”. Es bueno y estudia, pero está demacrado y pálido, y le cuesta trabajo respirar. Lleva siempre un largo delantal de tela negra lustrosa. Su madre es una señora pequeña y rubia, vestida de negro, que viene siempre a recogerle a la salida, para que no salga en tropel con los demás, y le acaricia. En los primeros días, porque tiene la desgracia de ser jorobado, muchos niños se burlaban de él y le pegaban en la espalda con bolsones, pero él nunca se enfadaba ni decía nada a su madre, por no darle el disgusto de que supiera que se mofaban de él, y callaba y lloraba, apoyando la frente sobre el bando. Pero una mañana se levantó Garrón y dijo:
—¡Al primero que toque a Nelle, le doy un golpazo que le hago dar tres vueltas!
Franti no hizo caso y recibió el golpazo y dio las tres vueltas, y desde entonces ninguno tocó más a Nelle. El maestro lo puso en el mismo banco de Garrón. Así se hicieron muy amigos, y Nelle ha tomado mucho cariño a su amigo. Apenas entra en la escuela, busca en seguida por dónde anda y no se va nunca sin decir: “¡Adiós, Garrón!”. Y lo mismo hace Garrón con él. Cuando a Nelle se le cae el lápiz o un libro debajo del banco, en seguida, para que no tenga el trabajo de agacharse, Garrón se inclina y les recoge, y después le ayuda a arreglarse el traje y a ponerse el abrigo. Por esto Nelle le quiere mucho, le está siempre mirando, y cuando el maestro lo celebra, se pone tan contento como si lo celebrase a él. Nelle, al fin tuvo que decírselo todo a su madre: las burlas de los primeros días, lo que le hacían sufrir, y después el compañero que lo defendió y a quien tomó tanto cariño: debe habérselo dicho por lo que sucedió esta mañana. El maestro me mandó llevar al director el programa de la lección media hora antes de la salida, y yo estaba en su despacho cuando entró la mamá de Nelle, y dijo:
—Señor director, ¿hay en la clase de mi hijo un niño que se llama Garrón? —Sí, hay —respondió el director.
—¿Quiere usted tener la bondad de hacerle venir aquí un momento, porque tengo que decirle algunas palabras?
El director llamó al portero y lo mandó al aula. Un minuto después llego muy asombrado a la puerta Garrón, con su cabeza grande y rapada. Apenas lo vio la señora corrió, a su encuentro le echó los brazos al cuello y le dio muchos besos en la cabeza, diciendo:
—¡Tú eres Garrón, el amigo de mi hijo, el protector de mi pobre niño; eres tú, querido, tú, hermoso!
Después busco precipitadamente en sus bolsillos y no encontrando nada en ellos, se arrancó del cuello una cadena con una crucecita y la colgó del de Garrón, por debajo de la corbata, y añadió:
—¡Tómala, llévala en recuerdo mío, querido, en recuerdo de la madre de Nelle, que te agradece y te bendice!
El primero de la clase
Viernes 25.
Garrón se atrae el cariño de todos; Derossi la admiración. Ha obtenido el primer premio. Será también el número uno de este año; nadie puede competir con él. Todos reconocen su superioridad en todas las asignaturas. Es el primero en aritmética, en gramática, en retórica, en dibujo; todo lo aprende sin esfuerzo; parece que el estudio es un juego para él. El maestro le dijo ayer:
—Has recibido grandes dones del Señor; no tienes que hacer más que no malgastarlos.
Es también, por lo demás, alto, guapo, tiene el cabello rubio y rizado; tan ágil, que salta sobre un banco sin apoyar más que una mano; sabe ya esgrima. Tiene doce años, es hijo de un comerciante; va siempre vestido de azul, con botones dorados; vivo, alegre, gracioso, ayuda a cuantos puede en el examen y nadie se atreve jamás a jugarle una mala pasada ni a dirigirle una palabra malsonante. Nobis y Franti solamente lo miran de reojo, y a Votino le rebosa la envidia por los ojos; mas parece que él ni lo advierte siquiera. Todos le sonríen y le dan la mano o un abrazo cuando da la vuelta recogiendo los trabajos de aquel modo tan gracioso y simpático. Y regala periódicos ilustrados, dibujos, todo lo que en su casa le regalan a él, todo le da siempre sin pretensiones, a lo gran señor y sin demostrar predilección por ninguno. Es imposible no envidiarle, no reconocer su superioridad en todo. ¡Ah!, Yo también, como Votino, lo envidio. Y siento una amargura, una especie de despecho contra él alguna vez, cuando me cuesta tanto hacer el trabajo en casa y pienso que a aquella hora ya lo tendrá él acabado muy bien y sin esfuerzo alguno. Pero después, cuando vuelvo a la escuela y lo encuentro tan bueno, sonriente y afable; cuando le oigo responder con tanta seguridad a las preguntas del maestro, qué amable es y cuánto lo quieren todos, entonces todo rencor, todo despecho lo arrojo de mi corazón y me avergüenzo de haberlos tenido.
Quisiera entonces estar siempre a su lado, quisiera poder seguir todos los estudios con él; su presencia, su voz, me infunden valor, ganas de trabajar, alegría, placer. El maestro le ha dado a copiar el cuento mensual que leerá mañana: El pequeño vigía lombardo. Él lo copiaba esta mañana y estaba conmovido con aquel hecho heroico que se le veía encendido el rostro, con los ojos húmedos y la boca temblorosa. Con gusto le habría dicho en su cara, francamente: “¡Derossi, tú vales mucho más que yo! ¡Tú eres un hombre a mi lado! Te respeto y te admiro”.
El pequeño vigía lombardo (cuento mensual)
Sábado 26.
En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Marino, ganada por los franceses y los italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana de junio, una sección de caballería de Saluzo iba, a paso lento, por estrecha senda solitaria hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigo. Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarle un botón; en una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, izada la bandera, habían escapado por miedo a los austríacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el botón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire osado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el oficial, parando el caballo—. ¿Por qué no has huido con tu familia?
—Yo no tengo familia –respondió el muchacho–. Soy huérfano. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.
–¿Has visto a los austríacos?
–No desde hace tres días.
El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado; no se veía más que un pedazo de campo. “Es necesario subir a los árboles”, pensó el oficial y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando ya el árbol, ya a los soldados; después, de pronto, preguntó al muchacho
—¿Tienes buena vista, chico?
—¿Yo? —respondió el muchacho—. Yo veo un gorrioncito aunque esté a dos leguas. —¿Podríass subir a la copa de aquel árbol?
—¿A la copa de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.
—¿Y sabrás decirme lo que ves desde allí arriba, si son soldados austríacos, nubes de polvo, fusiles, caballos? —Seguro que sí.
—¿Qué quieres por prestarme este servicio?
—¿Qué quiero? —dijo el muchacho sonriendo—. Nada. ¡Vaya una cosa! ¡Si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio; pero por los nuestros... ¡Si soy lombardo!.
—Bien, súbete, pues.
—Espere que me quite los zapatos.
Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.
—Pero mira... —exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por repentino temor.
El muchacho se volvió a mirarlo con sus oros azules, en actitud interrogante.
—Nada —dijo el oficial—, sube.
El muchacho se encaramó como un gato.
—¡Miren delante de ustedes! —gritó el oficial a los soldados.
En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero con el pecho descubierto. Su rubia cabeza resplandecía con el sol pareciendo oro. El oficial apenas lo veía; tan pequeño no se divisaba allí arriba.
—Mira hacia el frente y muy lejos –gritó el oficial.
El chico para ver mejor sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.
—¿Qué ves? —preguntó el oficial.
El muchacho inclinó la cara hacia él, y haciendo portavoz de su mano, respondió: —Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.
—¿A qué distancia de aquí?
—Media legua.
—¿Se mueven?
—Están parados.
—¿Qué otra cosa ves? —preguntó el oficial después de un instante de silencio—. Mira a la derecha.
—Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas –declaró el pequeño.
—¿Ves gente?
—No; estarán escondidos entre los sembrados.
En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse a lo lejos, detrás de la casa.
—¡Bájate muchacho! —gritó el oficial—. Te han visto. Yo quiero saber más. Vente abajo. —Yo no tengo miedo —respondió el chico.
—¡Baja!... –repitió el oficial–. ¿Qué ves a la izquierda?
—¿La izquierda?
El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.
—¡Vamos! —exclamó—; ¡la han tomado conmigo! La bala le había pasado muy cerca. —¡Abajo! —gritó el oficial con energía y furioso.
—En seguida bajo –respondió el niño–, el árbol me resguarda; no tema. ¿A la izquierda quiere usted saber?
—A la izquierda —respondió el oficial pero baja.
—A la izquierda —respondió el chico girando el cuerpo hacia aquella parte donde hay una capilla—, me parece ver...
Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho caer, deteniéndose un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos. —¡Maldición! —gritó el oficial acudiendo.
El chico cayó a tierra de espaldas y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba; un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos; el oficial se agachó y le separó la camisa: la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.
—Está muerto —exclamó el oficial.
—¡No; vive! —replicó el sargento.
—¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! —gritó el oficial— ¡Animo, ánimo!
Pero mientras decía “ánimo” y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo.
También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.
—¡Pobre muchacho! —repitió tristemente el oficial—. ¡Pobre y valiente niño!
Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento acercó al lado del muerto los zapatos, la gorra, el botón y el cuchillo.
Permanecieron aún un rato silenciosos; después el oficial se volvió al sargento y le dijo:
—Mandaremos que lo recoja la ambulancia. Ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo
Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó
—¡A caballo!
Todos se aseguraron en las sillas, se reunió la sección y volvió a emprender la marcha. Pocas horas después, el pobre muerto tuvo los honores de guerra.
Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigía hacia el enemigo, y por el mismo camino que recorrió por la mañana la sección de caballería, caminaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, el cual pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florecida, arrancó las flores y se las echó. Entonces todos los soldados, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban al muerto. En pocos momentos el muchacho se vio cubierto de flores, y los soldados le dirigían todos sus saludos al parar. “¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!”.
Un oficial le puso su cruz roja, otro le besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera con el rostro pálido y casi sonriente, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.
Los pobres
Martes 29.
“Dar la vida por la patria, como el pequeño lombardo, es una virtud; pero no olvides tampoco, hijo mío, otras virtudes menos brillantes. Esta mañana, yendo delante de mí cuando volvíamos de la escuela, pasaste junto a una mujer pobre que tenía sobre sus rodillas a un niño extenuado y pálido, y que te pidió limosna. Tú la miraste y no le diste nada, y quizá llevabas dinero en el bolsillo. Escucha, hijo mío. No te acostumbres a pasar con indiferencia delante de la miseria que tiende la mano, y mucho menos delante de una madre que pide limosna para su hijo. Piensa en que quizá aquel niño tuviera hambre; piensa en la desesperación de aquella mujer. Imagínate el desesperado sollozo de tu madre, si un día te dijera: “Enrique hoy no puedo darte ni un pedazo de pan”. O cuando yo doy unos pesos a un pobre, y éste me dice: “¡Dios le dé salud a usted y a sus hijos!”, tú no puedes comprender la dulzura que siento en mi corazón con aquellas palabras, y la gratitud que aquel pobre me inspira. Me parece que, con aquel buen presagio, voy a conservar mi salud y tú la tuya por mucho tiempo, y vuelvo a casa pensando: “¡Oh, aquel pobre me ha dado más de lo que yo le he dado a él! Pues bien, haz tú por oír alguna vez augurios análogos, provocados, merecidos por ti; saca de vez en cuando monedas de tu bolsillo para dejarlas caer en la mano del viejo necesitado, de la madre sin pan, del niño sin madre. A los pobres les gusta la limosna de los miles, porque no les humilla, y porque los niños, que necesitan de todo el mundo, se les parecen. He aquí por qué siempre hay pobres en la puerta de las escuelas. La limosna del hombre es acto de caridad, pero la del niño, al mismo tiempo, es caricia.
¿Comprendes? Es como si de su mano cayeran a la vez un socorro y una flor. Piensa en que a ti no te falta nada, mientras que a ellos les falta todo; mientras que tú ambicionas ser feliz, ellos con vivir se contentan. Piensa que es un honor que en medio de tantos palacios, en las calles por donde pasan carruajes y niños vestidos de terciopelo, haya mujeres y niños que no tienen qué comer. ¡No tener qué comer, Dios mío! ¡Niños como tú, como tú, buenos; inteligentes como tú, en medio de una gran ciudad no tienen qué comer, como fieras perdidas en un desierto! ¡Oh, Enrique; no pases nunca más delante de una madre que pide limosna, sin dejarle una ayuda en la mano!”
Tu padre.