Читать книгу Historia de un chico - Edmund White - Страница 4

UNO

Оглавление

Estamos yendo a dar un paseo de medianoche en lancha. Es una noche de verano fría y despejada, y los cuatro –los dos chicos, mi padre y yo– bajamos las escaleras que descienden en zigzag por la colina desde la casa hasta el muelle. Old Boy, el perro de mi padre, sabe adónde nos dirigimos; se apresura por la pendiente a nuestro lado, mira para atrás, resopla y arranca un pedazo de hierba mientras gira sobre sí mismo.

—¿Qué pasa, Old Boy? ¿Qué pasa? —dice mi padre sonriendo ligeramente, encantado de excitar al perro, al que siempre llamó su mejor amigo.

Yo iba abrigado, con un suéter y un rompevientos sobre las quemaduras de sol del día. Mi padre se detuvo para examinar los dos últimos escalones que llegaban al camino que unía las casas de nuestro lado del lago. Había instalado los nuevos escalones por la tarde: unas tablas nuevas colocadas verticalmente para contener la tierra y la arena, cada una apuntalada por cuatro estacas de madera clavadas en el suelo. Era cuestión de tiempo que los escalones se hundieran y se salieran de su sitio, y habría que volver a colocarlos. Cada vez que volvía de nadar o volvía en lancha del supermercado del pueblo, pasaba y lo veía agachado sobre sus escalones eternos, o subido a la escalera, pintando la casa, o escuchaba la sierra eléctrica dando guerra en el garaje, en lo alto de la colina.

Mi padre consideraba a las visitas molestias a las que había que mantener entretenidas todo el tiempo. La expedición de esa noche era sólo una obligación. Pero los niños, los hijos de nuestros invitados, no se daban cuenta de la falta de entusiasmo de la ocasión y pensaban que era emocionante estar despiertos a esa hora. Habían corrido hasta el agua mientras yo, obediente, me quedaba junto a mi padre, que peinaba los peldaños con la luz de la linterna. Los niños hicieron una carrera hasta el final del muelle, golpeando las tablas con los pies. Old Boy los siguió, pero después volvió a buscarnos. Kevin amenazaba con empujar a su hermano pequeño al agua. Chillidos, respiraciones, un forcejeo y luego calma, seguido por el sonido de dos chicos que se limitaban a existir.

Mientras mi padre y yo bajábamos, su linterna se desvió hacia el agua, asustando a un cardumen de piscardos e iluminando varias franjas de arena. La lancha Chris-Craft, que estaba amarrada a la pata corta de la L que formaba el muelle, era grande, pesada e imponente. Estaba cubierta por dos lonas: una cuadrada con las esquinas redondeadas cubría los dos asientos delanteros; y la otra, un rectángulo perfecto más pequeño, protegía el asiento de la popa del motor, que yacía oculto y desprendía un olor a gasolina, bajo las puertas dobles de madera con bordes de cromo. Las lonas, mientras desenganchaba las arandelas y las doblaba por los pliegues, tenían un olor familiar a paño ácido. Ni mi padre ni yo nos movíamos con mucha gracia en el barco. A los dos nos daba miedo el agua: a él porque no sabía nadar, y a mí porque le tenía miedo a todo.

El rasgo más característico de mi padre era el cigarro que sostenía siempre entre los dientes, pequeños y manchados. Como lo normal era que estuviera en una casa, en una oficina o en un coche con aire acondicionado, se aseguraba de que el humo y el olor se filtraran uniforme y densamente en cada rincón de su mundo, sometiendo a quienes lo rodeaban. Quizás, como un padre zorrino, nos estaba impregnando con su hedor protector.

Aunque hacía fresco y llevaba un suéter y una campera, iba en bermudas, y el viento me ponía la piel de las piernas de gallina mientras instalaba un mástil de madera con una bandera en la popa del barco, un accesorio patriótico prohibido por las noches pero que resultaba necesario por la luz blanca que brillaba en lo alto. Para mí era un misterio cómo podía recorrer la electricidad el mástil en cuanto lo enchufaba. No me atrevía a pedirle a mi padre una explicación por miedo a que me la diera. Los asientos de cuero estaban fríos, pero la carne, piel con piel, no tardó en calentarlos.

Separarnos del muelle nos provocaba mucha ansiedad (y el amarre era aún peor). Mi padre, que de joven había sido vaquero en Texas, se reía ante tornados y serpientes cascabel, pero todo lo relacionado con este medio extraño –frío, sin fondo, resbaladizo– lo sobresaltaba. Llevaba puesta su ridícula gorra de “capitán” (toda su ropa informal era ridícula –una broma, en realidad– como si el ocio tuviera que ser absurdo de por sí). Estaba medio agachado detrás del volante. Los motores se sacudían, el faro de la proa daba vueltas, la punta roja de su cigarro latía. Yo me había bajado al muelle para desatar las sogas, las había arrojado adentro y había saltado de vuelta a la lancha; ahora estaba agachado detrás de mi padre. Empuñaba una vara larga con un gancho en un extremo, de esas que se usaban para abrir las ventanas altas en las escuelas sofocantes de primaria. Mi tarea consistía en apartarnos de forma segura del embarcadero antes de que mi padre pusiera en marcha los motores que se esforzaban por funcionar. Era humillante. Otros hombres atracaban sus lanchas con un solo movimiento, se alejaban de los muelles con una maniobra sencilla y elegante, mientras charlaban todo el tiempo, y sus hijos iban de un lado para otro de la cubierta laqueada, como monos ágiles, bromeando y riendo.

Nos habíamos puesto en marcha. La lancha arremetía con tanta fuerza que nos empujaba contra los asientos. Peter, el hermano de Kevin de siete años, iba en el asiento de atrás, con el pelo al aire bajo la bandera ondulante y la boca abierta para gritar con un terror del que disfrutaba, aunque el sonido se perdía en el viento. Agitaba un brazo delgado y se aferraba con la otra mano a una manija de cromo; aun así, se erguía con rigidez cuando chocábamos con la estela de otra lancha. Nosotros íbamos dejando atrás nuestra propia estela por la proa. La noche, costurera decidida, alimentaba la tela del agua bajo la aguja de nuestro casco, incesante, firme; pero la lancha no cosía el agua, sino la rasgaba en jirones blancos. A lo largo de la costa, asomaban de vez en cuando las luces de algunas casas entre los pinos, tan fugaces como las estrellas que vislumbrábamos a través de las nubes del cielo. Pasamos junto a un bote de pescadores que tenía el ancla echada y una única lámpara de querosén; uno de ellos agitó el puño en nuestra dirección.

El lago se estrechaba. A la derecha se encontraba el campo de golf de nueve hoyos (sabía que estaba ahí, aunque no podía verlo) con su Club House en ruinas, sus sillones de mimbre pintados de verde y su mecedora de cadenas chirriantes en el porche. Íbamos allí una vez al mes, bastante tarde, para la cena del domingo; nuestra ropa no era la apropiada, nuestras conversaciones eran demasiado superficiales y directas, y el cigarro se convertía en un brasero mugriento para protegerse de la helada social que se avecinaba.

El cigarro de mi padre se apagó y detuvo la lancha para volver a encenderlo. Desde nuestra posición, elevada y ventosa, fuimos bajando paulatinamente, con el motor reducido a una leve vibración. Cuando el tubo de escape emergió por encima del nivel del agua, emitió un quejido brusco.

—¡Madre mía, me he empapado! —gritaba Peter como un soprano—. ¡Estoy congelándome! ¡Caramba, me diste mi merecido!

—¿Demasiado para ti, amiguito? —le preguntó mi padre riendo. Me guiñó el ojo.

Mi padre solía llamar a los hijos de los invitados (y, a veces, a los padres) “amiguito”, porque nunca conseguía recordar sus nombres. Old Boy, que había ido con los ojos entrecerrados por el viento, ya que le sobresalía la cabeza del parabrisas, saltaba alegremente entre los asientos para recibir una palmada de su amo. Kevin, sentado justo detrás de mi padre, dijo:

—Sí que estaban furiosos esos pescadores. Yo también me habría enfadado si alguien con semejante lancha me asustara a los peces.

Mi padre hizo una mueca, y luego refunfuñó algo sobre que no tenían por qué meterse…

Estaba dolido.

Yo estaba horrorizado por la franqueza de Kevin. En esos momentos, los ojos se me llenaban de lágrimas de compasión impotente por mi padre: ¡ese déspota inválido, ese hombre que se metía con todo el mundo pero sufría las consecuencias con un corazón tierno e inculto! Las lágrimas también brotaban cuando tenía que corregir a mi padre cuando se equivocaba en sus afirmaciones. Normalmente yo me evitaba la molestia, y lo veía cometer sus errores con arrogancia. Pero cuando me pedía mi opinión, sin rodeos, me invadía una tristeza impetuosa, se agitaban unas alas de pánico en las esquinas de una habitación que cada vez se volvía más pequeña, y le proporcionaba el nombre o la fecha correcta, tan discreta y tranquilamente como me era posible. Porque yo sabía más que él sobre los temas que podían surgir en una conversación, incluso en aquella época, en la década de 1950.

Pero el conocimiento no era poder. Él era quien tenía poder, dinero y el derecho a leer el diario durante la cena mientras mi madrastra y yo lo observábamos en silencio; él era quien tenía treinta trajes hechos a medida, veinte pares de zapatos relucientes y camisas blancas de vestir almidonadas, las corbatas de Countess Mara y los dos Cadillacs que lo esperaban en el garaje, desde los que goteaba aceite al cemento y creaba la forma de un Saturno negro y un borrón gris con sus lunas. Su poder era lo que me dejaba estupefacto, y hacía que considerara mis conocimientos como mera astucia de la que mi padre podía presumir en alguna cena cuando le diera la gana. (“Pregúntale a este joven, le gusta leer, seguro que sabe responderte”). Pero entonces, ¿por qué, cuando titubeaba en ocasiones, se me saltaban las lágrimas? ¿Estaba triste porque él no lo tenía todo, absolutamente todo, o porque yo no tenía nada? Tal vez, a pesar de mi timidez, estaba enfrentado a él. ¿Quería hacerle daño porque no me quería?

Kevin había arreglado las cosas en un instante preguntándole a mi padre cómo creía que le iba a ir al equipo de béisbol local en la próxima temporada. De inmediato, mi padre empezó a disertar sobre nombres, promedios y estrategias que no tenían ningún sentido para mí, el buen entrenamiento de la primavera y el mal mercado de pases. Cuando Kevin lo cuestionaba en algo, mi padre se reía amigablemente de las ocurrencias del chico y lo corregía. Yo descansaba con el brazo apoyado en la banda de rodadura de goma de la borda y con el mentón apoyado en el brazo, y clavaba la mirada en el agua resplandeciente, que estaba ocupada analizando la luz amarilla de un porche lejano, rompiendo el simple resplandor en cien posibilidades cambiantes.

La charla sobre béisbol continuó un rato más mientras nos mecíamos en nuestra estela. Íbamos a la deriva, hacia una isla en la que, blanco como una polilla, se alzaba un hotel de verano abandonado tras unos abedules esbeltos y plateados. El motor, al ralentí, sonaba como un coche viejo con el silenciador en mal estado. Mi padre solía sentirse incómodo con otros hombres, pero Kevin y él habían encontrado una forma de entablar conversación y yo escuchaba a medias los murmullos de sus voces –o más bien el monólogo de mi padre y los ruidos de asentimiento o de desacuerdo de Kevin–. Así era la voz de mi padre entrada la noche: meditabunda, confiada, interminable. Old Boy la reconoció de sus caminatas juntos al anochecer y, con cautela, apoyó el hocico entre las patas en su almohadón, al lado de mi padre. El pequeño Peter salió arrastrándose por la escotilla y escuchó la charla de deportes; incluso conocía los nombres y promedios e hizo algunos comentarios. Después de que Peter se quedara en silencio durante un rato, eché un vistazo y vi que se había quedado dormido, con la cabeza echada hacia atrás sobre el borde del respaldo y la boca abierta, mientras sacudía la mano derecha.

Habíamos entrado en una zona más estrecha que llevaba a una ramificación más pequeña y fría del lago. Las luces de un coche, tras excavar un túnel entre los pinos que había alejados de la costa, desaparecieron de la vista y, de pronto, se extendieron por el agua, que pareció más negra y agitada durante ese breve resplandor. Yo había remado con esfuerzo por todo el lago, y era placentero ver cómo la lancha recorría con elegancia esas distancias agotadoras; mi padre había vuelto a encender el motor y nos encontrábamos una vez más en nuestro trono, elevado y estruendoso. Pasamos por una zona en la que el césped recortado de una propiedad descendía desde una mansión blanca con las luces encendidas y las cortinas echadas. El domingo anterior, bien entrada la tarde, mientras remaba con dificultad a través del agua turbulenta, había visto a un chico con un traje de lino y a una chica en un vestido de fiesta. Habían subido la colina despacio, alejándose de mí. Él iba un poco por delante; ella agitaba los brazos en el aire de forma muy exagerada, como si fuera una marioneta. El sol creó un arcoíris tenue en el rocío de un aspersor y volvió el césped tan verde y uniforme como el tapizado de una mesa de billar. La luz le otorgó a la pareja sombras largas e imponentes.

A mi alrededor –en la oficina de correos, donde teníamos una apartado; en las tiendas; en los muelles; en los veleros y en los esquís acuáticos– había gente joven divirtiéndose, con bronceados de yodo y aceite para bebé, cuerpos esbeltos y dentaduras impecables. Un barco se deslizaba a través del sol poniente, con la sombra de un adolescente de hombros anchos en la vela blanca. En el muelle del pueblo, miraba desde la lancha a dos jóvenes que pasaban por allí, con apenas una franja delgada de piel sin broncear visible bajo los dobladillos de los pantalones cortos. Cuando me sentaba en lo alto de la colina, en la mecedora de nuestro porche, leyendo, los oía bromear mientras tomaban el sol en la balsa blanca que había más abajo. Los veía de cerca en las cenas del club de campo: el chico con el mentón prominente y las manos de color marrón miel, con un blazer y pantalones blancos de algodón, sentando con su madre, cuya nariz era muy parecida a la de él pero más puntiaguda y con el pelo igual de rubio pero con mechones grises. Era de esas mujeres que usaban azul marino y una sola prenda tejida de amarillo y oro rosado, cuyos angostos pies calzaban zapatos Oxford azules y blancos, que conducían coches familiares, que bebían martinis en porches con muebles de ratán y alfombras de paja y cuyas voces eran más graves que las de muchos hombres. De cerca olían a ginebra, manteca de cacao y agua del lago; a veces nos sentábamos junto a esa clase de mujer y su familia en la mesa comunal. O veía a esas mujeres en una pequeña sucursal de Saks Fifth Avenue en un pueblo no muy lejano. Fingían estar aburridas o exasperadas por las idas y venidas de sus hijos: “Ni te molestes en decirme a qué hora vas a volver a casa, Scott, sabes que hasta ahora nunca cumpliste con tu palabra”. Lo veía todo y envidiaba a los padres que tenían esos hijos y a los hijos que tenían esos padres.

Mi padre nunca estaba bronceado. Tenía una barriga enorme; sus anteojos no eran de carey ni de plástico rosa translúcido (los dos únicos estilos aceptables), sino negros, con patillas metalizadas en bronce; casi nunca tomaba cócteles; no se comportaba como si estuviera en un escenario; no tenía amaneramientos atractivos. Aunque mi madrastra había ascendido socialmente tanto como se podía ascender en ese mundo, lo había hecho sola. Mi padre nunca la llevaba a ningún lado; era tan libre como una solterona y tan respetada como una matrona. Cuando estaba con nosotros en verano, en la casa de campo, se olvidaba de la sociedad y ayudaba a mi padre con los escalones o con la pintura, leía tanto como yo, preparaba comidas ricas y se adaptaba a la vida rústica. De vez en cuando, una de sus elegantes amigas se pasaba para almorzar, y de repente la casa se recargaba con la energía de esas mujeres: su entusiasmo, su aprobación, sus risas, su apasionante charla trivial, un arte tan refinado (y ahora tan inusual) como la marquetería. Mi padre sonreía a las invitadas, les estrechaba la mano y les servía unas gotas de brandy tras sus almuerzos de muñecas. Luego se marchaban en un coche destartalado: millonarias con cárdigans viejos cubiertos de pelo de gato, con sus maravillosas y animadas voces como única insignia de alcurnia.

Mi padre era cortés pero poco distinguido. Yo lo era aún menos. Pasaba tanto tiempo leyendo en casa (en la cama de mi habitación, en el sofá del salón, a la sombra en el banco al pie del muelle) que no me había bronceado. Al menos llevaba la ropa adecuada (mi hermana se había asegurado de eso), pero me sentía todo emperifollado y sin tener adónde ir.

A diferencia de mis ídolos, yo no sabía jugar al tenis ni al béisbol ni nadar crol. Mis deportes eran el voleibol y el ping-pong, y sólo sabía nadar perrito. Era afeminado. Siempre estaba haciendo gestos con las manos. En la secundaria, participé en el desfile de la clase. Todos nos pusimos togas y marchamos con solemnidad mientras sonaba la Sinfonía inacabada de Schubert. Mi hermana no pudo esperar a decirme que había sido el único chico que no se había sentado con las piernas cruzadas en el suelo del gimnasio, sino apoyado en una mano y en la cadera como la chica del anuncio de White Rock. En aquella época había un test de masculinidad muy popular que consistía en tres pruebas, y yo las fallaba todas: (1) Mírate las uñas (las chicas extienden los dedos; los chicos ahuecan la mano con la palma hacia arriba); (2) Mira hacia arriba (las chicas sólo alzan la vista; los chicos echan toda la cabeza hacia atrás); (3) Enciende un fósforo (las chicas lo hacen alejándoselo del cuerpo; los chicos se lo acercan. O puede que fuera al revés, no me acuerdo). Pero también había otras señales menos esotéricas. Los hombres cruzan las piernas apoyando el tobillo en la rodilla; los afeminados colocan una pierna sobre la otra. Los hombres nunca hablan con efusividad, los hombres son o silenciosos o escandalosos. Yo no sabía insultar: decía “miércoles” en vez de “mierda” y no sabía dónde meter el “carajo” en las frases.

Mi padre era un poco afeminado. Cruzaba las piernas del modo incorrecto. Se cuidaba demasiado las uñas (tenía un kit de manicura muy completo). Le gustaba la música clásica. No era un tipo fácil de tratar. Pero, por lo demás, aprobaba: era valiente en las peleas, era un atleta fuerte y habilidoso, no se asustaba con facilidad, tenía arranques de furia terribles, sabía insultar, era asertivo hasta decir basta, tenía la elegancia de los apostadores para perder dinero. Podía perder un montón en los negocios y marcharse sonriendo y encogiéndose de hombros.

Kevin era la clase de hijo que habría complacido a mi padre más que yo. Era el capitán de su equipo de béisbol. A primera vista tenía buenos modales, producto de su educación, no de su timidez. No se abstraía del presente con comentarios irónicos, sonrisas de superioridad, arrebatos de anhelo o dejando volar su imaginación No se había inventado otra vida; la que tenía le parecía lo bastante buena. Aunque sólo tenía doce años, ya sentía la presión palpitante de ser el mejor, de que se fijaran en él, de tener razón, de ganar, de doblegar a otros a su voluntad. Me daba bastante miedo y me resultaba atractivo (las dos cualidades parecían estar relacionadas). Como yo tenía tres años más, supongo que él esperaba que estuviera más adelantado en muchas cosas, así que, durante esa primera noche en la lancha, permanecí en silencio para no desilusionarlo. Quería gustarle.

Puede que Kevin fuera arrogante, pero no era uno de esos chicos finos del club de campo. No se arreglaba mucho y no creo que pensara mucho en esas cosas; todavía no salía con chicas y no llevaba la ropa planchada; se la ponía recién salida de la secadora hasta que se ensuciaba y su madre volvía a echarla en la lavadora. Aún veía dibujos animados en la tele antes de cenar temprano y, cuando le empezaba a entrar sueño, se apoyaba en su padre, parpadeando y sin enterarse de nada. Su hermano Peter, que tenía siete años, era un niño nervioso, obsesionado con parecerse a Kevin.

Mientras mi padre seguía ladrando órdenes, Kevin, Peter y yo atamos la lancha al muelle y la cubrimos con las lonas. Subimos todos los escalones hasta la casa. Old Boy iba por delante de nosotros, pero volvía corriendo a por mi padre para que se diera prisa. Las luces de la casa resplandecían. Los padres de Kevin se estaban quedando en mi habitación del piso de arriba, en donde la semana anterior había leído La muerte en Venecia y me había regocijado con la historia de un adulto digno que moría por el amor de un chico indiferente de mi edad. Esa era la clase de poder que quería tener sobre un hombre mayor. Y me di cuenta de que existía un mundo increíble en el que pasaban ese tipo de cosas y la gente cambiaba, se arriesgaba, prestaba atención; un mundo tan sensible como un piano de cola, en el que incluso un paso o una palabra podían despertar vibraciones en sus cuerdas tensas.

Como habían construido la casa en una colina muy pronunciada, el sótano no estaba bajo tierra, aunque las paredes de bloques de hormigón olían a tierra mojada. Tan sólo había dos habitaciones en el sótano. Una de ellas era una “sala de juegos” con un barra semicircular de bloques de vidrio que podía iluminarse desde dentro con una bombilla rosa, una verde y una naranja (la azul se había quemado).

La otra habitación era larga y estrecha. La pared que daba al lago tenía dos ventanas grandes. Normalmente había una mesa de ping-pong instalada ahí, con una red verde que nunca estaba tensa del todo. Bajo una luz cenital mi padre arremetía y maldecía y gritaba y golpeaba, o se estiraba hasta la red para darle un golpecito a la pelota y lanzarla al lado de su enemigo (porque su oponente era, inevitablemente, “el enemigo”; desafiando su energía, su fuerza, su habilidad, su destreza). Cada vez que mi hermana, una atleta campeona, estaba en la casa de campo, disfrutaba de ese interesante poder sobre nuestro padre, mientras mi madrastra y yo nos sentábamos arriba y leíamos, acurrucados frente a la chimenea con Herr Pogner, el gato persa (a quien le habíamos puesto el nombre en honor a mi maestro de clavecín). El gato dormitaba, con las patas metidas bajo el pecho; aunque sacudía e inclinaba las orejas levantadas, tan delgadas que dejaban pasar la luz de la lámpara, con cada “¡Mierda!” o “¡Hijo de puta!” o “Ya te tengo, jovencita, ya te tengo” que se alzaban por las rejillas de aire caliente que había en el suelo. Los reproches de mi hermana, más suaves pero alegres (“¡Papá!” o “En serio, papi”), ni siquiera merecían el mínimo movimiento de aquellas orejas felinas. A mi madrastra, absorta en algún libro de Taylor Caldwell o de Jane Austen (era una lectora compulsiva y nada selectiva), nunca le cautivaba tanto la lectura como para no percatarse de cuándo tenía que ir corriendo a la cocina para otorgarle al inevitable vencedor –demacrado, sonriente– su pote de medio litro de helado y una caja de galletas integrales de chocolate, que mi padre comía de su manera favorita: con un poco de manteca fría por encima.

Esa noche no había partido. Los adultos estaban sentados alrededor de la chimenea tomándose unas copas. Abajo, habían sustituido la mesa de ping-pong con tres camas en las que dormiríamos los chicos. Los padres de Kevin mandaron a dormir a sus hijos, pero a mí me dejaron que me quedara media hora más. Incluso me dieron una copa un poco cargada, aunque mi madrastra murmuró:

—Seguro que prefiere un jugo de naranja.

—Por el amor de Dios —dijo mi padre sonriendo—, dale un respiro al chico.

Agradecí aquella inusual muestra de simpatía, así que, para complacerlo, no dije nada y asentí mucho a lo que decían los demás.

Los padres de Kevin, sobre todo su madre, no se parecían a ningún adulto que conociera. Ambos eran irlandeses; ella de nacimiento, él de descendencia. Él bebía hasta emborracharse, hasta que le lloraban los ojos y no podía dejar de reír. Tenía un rostro atractivo, aunque demasiado relleno, pelo negro que brotaba como un géiser en la coronilla, unas manos grandes y rojizas cuyos nudillos se tornaban blancos cuando agarraba algo (un vaso de whisky, por ejemplo) y un trato tierno y satírico hacia su esposa, como si fuera un soñador haragán que había sido incitado a la acción por esa fiera.

Ella decía “carajo” y “mierda”, bebía whisky y tenía dos estados de ánimo: ira (se pasaba todo el tiempo gritándole a Kevin) e ira falsa, una especie de ebullición muy atractiva, ferviente pero frustrada por su honor: “Estupendo, como tú quieras”, decía, peleadora y sumisa; o “Por supuesto que te vas a tomar otra copa”.

Era todo una actuación, y quería que se viera como tal. Tenía “carácter” porque era irlandesa y se había formado como cantante de ópera. Si entraba en alguna habitación y encontraba una remera de Kevin tirada y arrugada en una silla, comenzaba a gritar “Kevin O’Malley Cork, ven aquí ahora mismo. ¡Ahora!”. No había nada que pudiera frenar esos arrebatos, ni siquiera el hecho de que Kevin se encontrara fuera del alcance de sus palabras. Ponía los brazos rígidos, apretaba los puños y los enterraba en sus flancos delgados, arrugando el vestido; se le empalidecía la nariz y su pelo fino, del color de ladrillos desgastados, parecía entrar en estado de shock y levantarse para dejar al descubierto aún más cuero cabelludo. Debido a su formación operística, su voz penetraba en cada rincón de la casa y tenía un timbre de contralto que zumbaba en la mesa redonda de metal de Marruecos. Por las mañanas, fumaba un cigarrillo tras otro, tomaba café y se sentaba sin hacer nada, vestida con una bata de seda que revelaba y resaltaba su cuerpo huesudo. Con ese rostro pecoso, libre de maquillaje, en el que destacaba un resbaladizo y brillante color rojo, parecía un joven enfadado que se había travestido para hacer una broma.

A mi madrastra, aquella pareja, con su alcohol y sus cigarrillos y sus continuas discusiones escandalosas, le parecía “ordinaria”. Mejor dicho, la mujer era ordinaria (los hombres no pueden ser ordinarios). Mi padre llegó a la conclusión más tarde de que el esposo no era “estable” (no tenían una fuente de ingresos fija). Aunque vivían en una mansión con pileta y muebles antiguos, la alquilaban; lo más seguro es que también alquilaran los muebles.

Los Cork eran unos trepadores; él en los negocios y ella en la sociedad; a mí me parecían unos farsantes fascinantes. No cabía duda de que la madre de Kevin era una mujer bohemia y escandalosa a la que le encantaba beber; yo la admiraba, sobre todo, por la forma en que había logrado moderar su efusividad para conseguir que la invitaran a algunos de los “eventos” que organizaban tanto el Club de Mujeres o el Club Steinway (el Steinway fingía ser tan sólo una pequeña reunión de damas a las que les gustaba interpretar versiones a cuatro manos de las sinfonías del “señor Haydn”, pero en realidad se encontraban en la cúspide de la sociedad). Para alcanzar dichas cimas, la señora Cork había reducido sus “mierda” y sus “carajo”. Yo no podía sino admirar la forma en que la señora Cork fingía sorprenderse ante los improperios inocentes que tanto excitaban a mi madrastra. Estaba seguro de que había sido amiga de auténticos chiflados, incluso de parejas en concubinato; al menos esa era la sensación que me daba. Un día en que nos fuimos solos con la lancha, estuvimos hablando felizmente sobre ópera. Apagamos el motor y nos dejamos llevar por la corriente. Yo me relajé y empecé a animarme hasta el punto en que me volví más amanerado; ella se relajó y se volvió más grosera.

—Ay, amigo mío —me soltó con su acento irlandés—, tú lo que quieres es escuchar a alguien que cante bien. Te voy a poner mis discos de John McCormack, y vas a llorar hasta que se te caigan los putos ojos de las putas cuencas. E lucevan le stelle te va a subir los huevos a la garganta.

Yo grité de felicidad; éramos cómplices que, de algún modo, habían quedado varados juntos en un mundo de almas incapaces de emocionarse. Yo soñaba con huir y convertirme en un gran cantante; caminaba por el bosque y cantaba.

Aquella noche, todavía no habíamos explicitado nuestra afinidad, pero ella ya estaba al tanto. Las circunstancias habían hecho que no terminara en el escenario de La Scala, sino en una casa de campo estadounidense, casada con un hombre de negocios afable y con sobrepeso. Ahora su trabajo consistía en integrarse entre personas que pudieran ayudar a su marido en su carrera (que era abogado de empresas); ella mantenía el acento irlandés y el carácter justo para ser un “personaje”. Esos “personajes” –mujeres convencionales con pequeñas excentricidades– prosperaban en nuestro mundo, como bien había notado sin duda la señora Cork. Pero no había caído en que los personajes eran viejas, ricas y pertenecían a familias de alta alcurnia. De las recién llegadas, sobre todo de aquellas con ingresos moderados, se esperaba que formaran un coro atractivo pero anodino a la sombra de nuestras pocas divas alocadas.

—Hora de dormir, jovencito —me dijo mi padre al fin.

En el sótano, me quité la ropa junto a la barra de bloques de vidrio con luces de colores y, vestido sólo con una remera y unos calzoncillos sueltos, corrí al dormitorio oscuro y me metí en mi cama. Las noches en el lago son frías incluso en julio, de modo que en la cama había dos mantas gruesas que ese mismo día habíamos sacado afuera para que se airearan y olían a agujas de pino. Podía oír a los adultos; las rejillas de metal conducían mejor el sonido que el calor. Su conversación, que al presenciarla me había parecido tan animada y sincera, sonaba ahora poco natural y vacilante. Llena de risas falsas. Los silencios se hacían cada vez más largos. Al final todos se despidieron y se dirigieron arriba. Hubo otros cinco minutos de tuberías que gemían, de retretes de los que tiraban de la cadena y de pies que avanzaban despacio. Después, largas charlas murmuradas en la cama por cada pareja. Luego, silencio.

—¿Todavía estás despierto? —me dijo Kevin desde su cama.

—Sí —respondí. No podía verlo en la oscuridad, pero podía distinguir su cama en el otro extremo de la habitación. Por los sonidos que emitía, estaba seguro de que Peter estaba dormido en la cama del medio.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó Kevin.

—Quince. ¿Y tú?

—Doce. ¿Lo hiciste con chicas?

—Claro —contesté. Siempre podía hablarle de la prostituta negra que había conocido—. ¿Y tú?

—Nah, todavía no. —Hizo una pausa—. Me han dicho que primero hay que calentarlas.

—Correcto.

—¿Cómo se hace?

Yo lo había leído en una guía para matrimonios.

—Bueno, primero apagas las luces y la besas durante un buen rato.

—¿Con la ropa puesta?

—Claro. Después le quitas la blusa y juegas con sus pechos. Pero con suavidad. No hay que ser demasiado bruto, que no les gusta.

—¿Y ella? ¿Te la toca?

—No es lo más normal. Pero puede que las mayores sí que lo hagan.

—¿Estuviste con mujeres mayores?

—Una vez.

—Se les empieza a caer todo, ¿no?

—Mi amiga era hermosa —respondí, ofendido en nombre de la dama imaginaria.

—¿Tienen eso húmedo y resbaladizo? Un chico me dijo que era como un hígado mojado en una botella de leche.

—Sólo si el juego previo fue lo suficientemente largo.

—¿Cuánto rato hay que estar?

—Una hora.

El silencio era reflexivo, como un roce de pestañas contra una funda de almohada.

—Los chicos de mi zona… los chicos del barrio…

—¿Sí? —dije.

—Nos culeamos entre nosotros. ¿Lo has hecho alguna vez?

—Claro.

—¿Qué?

—Que claro.

—Supongo que ya no lo haces.

—Bueno, sí, pero como por aquí no hay chicas… —Me sentí como debe sentirse un científico cuando está a punto de llevar a cabo el experimento más importante de toda su carrera: por fuera calmado, por dentro exultante, preparado para llevarme una decepción—. Podríamos intentarlo. —Otra pausa—. Si quieres.

En cuanto las palabras salieron de mi boca, tuve la sensación de que no vendría hasta mi cama; había descubierto algo malo en mí. Seguro que pensaba que era un maricón. Debería haber respondido “Sí” en vez de “Correcto”.

—¿Tienes algo para hacerlo? —preguntó.

—¿Qué?

—Ya sabes. ¿Vaselina, o algo?

—No, pero no hace falta. Con saliva ya… —había empezado a decir “va a funcionar”, pero los hombres no hablan así— alcanza.

Tenía el pene tan duro que hasta me dolía, doblado dentro de los calzoncillos; lo liberé y me coloqué el glande debajo la cinta elástica.

—Nah, hay que usar vaselina.

Puede que yo supiera más sobre el sexo auténtico, pero por lo visto Kevin era el experto cuando se trataba de sexo anal.

—Bueno, vamos a intentarlo con saliva.

—No sé… Bueno. —Su voz sonaba débil y como si tuviera la boca seca.

Vi que se acercaba a mí. Él también llevaba calzoncillos sueltos que parecían brillar. Aunque no llevaba remera, había estado usando una camiseta de béisbol durante toda la temporada que le había dejado el torso y la parte superior de los brazos blancos; su camiseta fantasma me excitaba, porque me recordaba que era capitán de su equipo.

Nos quitamos los calzoncillos. Lo recibí con los brazos abiertos y cerré los ojos.

—Hace un frío de locos —dijo. Me puse de lado, mirando hacia él, y él se colocó junto a mí. Le olía el aliento a leche. Tenía las manos y los pies fríos. Mantuve el brazo inferior apretujado bajo mi cuerpo, pero con el que tenía libre empecé a darle palmaditas en la espalda, nervioso. El tacto de su espalda, su pecho y sus piernas era sedoso. No tenía vello, aunque le vi un plumón bajo el brazo cuando lo levantó para darme palmaditas en la espalda a mí también. Aún tenía la piel recubierta por una capa fina de grasa infantil. Bajo la grasa, podía sentir los músculos duros y definidos. Extendió el brazo por debajo de la sábana para tocarme el pene, y yo hice lo mismo.

—¿Alguna vez los agarraste los dos con una mano? —preguntó.

—No —le dije—. A ver.

—Primero te escupes en la mano, y la mojas bien. ¿Ves? Después… Acércate, un poco más arriba. Los juntas, así. Se siente genial.

—Sí —dije—, genial.

Como sabía que no iba a dejar que lo besara, puse la cabeza junto a la suya y, en silencio, presioné los labios contra su cuello. Era suave, largo y delgado, demasiado delgado para el tamaño de su cabeza; en eso también parecía aún un niño. En el creciente calor de nuestros cuerpos, capté una leve ráfaga de su aroma, no amargo como el de un adulto, sino débilmente acre, el olor de los cebollines bajo la lluvia.

—¿Quién empieza? —preguntó.

—¿Poniendo el culo?

—Creo que necesitamos algo. No va a funcionar sin nada.

—Tú primero —dije. Aunque nos eché mucha saliva a ambos, él seguía diciendo que le dolía. La metía un par de centímetros y me decía: “¡Sácala! ¡Rápido!”. Se había puesto de lado, dándome la espalda, pero aun así podía ver que hacía muecas de dolor.

—Dios —dijo—. Es como si me estuvieran clavando un cuchillo.

El dolor disminuyó y, con la valentía de un scout veterano, dijo:

—Ok. Vuelve a intentarlo. Pero ve con cuidado y prométeme que la vas a sacar cuando te lo pida.

Esa vez fui entrando de milímetro en milímetro, esperando un poco antes de seguir avanzando. Sentía cómo se le relajaban los músculos.

—¿Está dentro? —preguntó.

—Sí.

—¿Toda?

—Casi. Ahora sí, toda.

—¿En serio? —Se estiró para buscarme la entrepierna y asegurarse—. Sï, está —dijo—. ¿Te gusta?

—Me encanta.

—Ok —respondió—. Sácala y métela, pero despacio, ¿de acuerdo?

—Claro.

Probé con unas cuantas embestidas cortas y le pregunté si le estaba haciendo daño. Él negó con la cabeza.

Se llevó las rodillas hacia el pecho y lo envolví. Mientras que cara a cara me había sentido tímido e incapaz de juntar ambos cuerpos del todo, ahora estaba pegado a él, y él no ponía objeciones; se sobreentendía que era mi turno y podía hacer lo que yo quisiera. Le pasé un brazo por debajo del cuerpo y lo agarré por el pecho; tenía las costillas sorprendentemente pequeñas, y podía contarlas; y ahora que se había relajado del todo, llegaba todavía más hondo. Que un chico tan duro y musculoso, de palabras y de ojos poco profundos y sin humor, se dejara poseer tan bien… uf, qué placer. Pero la sensación que me producía no me parecía algo que me estuviera proporcionando su cuerpo, o, de ser así, entonces debía de ser un don secreto, vergonzoso y punzante, uno que él no se atrevía a reconocer. En la lancha me había dado miedo. Había sido como el típico ganador que intimida y que ni siquiera tiene sentimientos; pero ahí estaba, dándome ese placer tendinoso y cambiante, con el pelo fino de la nuca mojado de sudor, justo sobre los huecos que el escultor había presionado con sus pulgares en la arcilla. Su mano bronceada descansaba sobre su cadera blanca. Veía los extremos de sus pestañas vibrando justo por encima de su generosa mejilla.

—¿Te gusta? —me preguntó—. ¿Quieres que apriete más? —preguntó como lo haría un vendedor de zapatos.

—No. Así está bien.

—Mira, puedo apretarlo —y sí que podía. Sus ansias por complacerme me recordaban que no tenía que preocuparme, que ante sus propios ojos, él era sólo un niño, y yo un chico de secundaria que lo había hecho con chicas, con una mujer mayor y todo. A menudo fantaseaba con que un lord inglés me secuestraba y me llevaba para siempre; alguien que me salvaría y a quien yo dominaría. Pero ahora parecía que Kevin y yo no necesitábamos a nadie mayor; podíamos escaparnos juntos, y yo me encargaría de protegernos. Ya estábamos durmiendo en un campo bajo la brisa y turnándonos para alimentarnos del cuerpo del otro, mojados por el rocío.

—Estoy a punto —dije—. ¿Quieres que la saque?

—Sigue —dijo—. Llénalo.

—Ok. Aquí va. ¡Oh, Dios, Jesús! —No pude evitarlo y le di un beso en la mejilla.

—Tu barba pincha —dijo—. ¿Te afeitas todos los días?

—Cada dos días. ¿Tú?

—Aún no, pero se me está empezando a poner el vello oscuro. Un chico me dijo que cuanto antes empiezas a afeitarte, más rápido crece. ¿Coincides?

—Creo que sí. Bueno —dije—, voy a sacarla. Te toca.

Me puse de espaldas a Kevin y oí que se escupía en la mano. No me gustaba demasiado que me penetraran, pero estaba tranquilo y feliz porque nos queríamos. La gente dice que el amor de la juventud o el amor impulsivo no es real, pero yo creo que el primer amor es el único que es de verdad. Más adelante escuchamos sus recapitulaciones fugaces a lo largo de nuestras vidas, ecos breves de la melodía original en una obra que se convierte cada vez más en el desarrollo, la elaboración mecánica de un canon cangrejo con demasiadas partes. Era consciente de que los conductos de ventilación que teníamos encima podían traicionarnos y conducir los ruidos que hacíamos a las plantas de arriba. Puede que mi padre nos estuviera escuchando. O puede que, al igual que Kevin, lo ignorara todo salvo el placer que brotaba de su cuerpo hacia el mío.

Mi padre había comenzado su propio negocio hacía quince años con el objetivo de ganar dinero, ser su propio jefe y tener control sobre su horario. Eran necesidades, no simples deseos, y cada vez que tenía que dejarlos de lado sufría, incluso físicamente. Consideraba que el dinero era el aire que necesitaban respirar las personas de las clases superiores; la riqueza y la superioridad iban de la mano. Sin embargo, cuando decía que alguien era de “buena familia”, lo primero que quería decir era que la familia tenía dinero, y sólo en segundo lugar que era respetable o ejemplar. Pero supongo que el verdadero motivo por el que quería dinero era porque le otorgaba una distinción tan absoluta como ingeniosa y solitaria; cualquier otra cosa que la gente hubiera considerado digna de conseguir le habría resultado demasiado arbitraria y agradable. Demasiado sociable.

Su necesidad de independencia era menos obvia, más velada, pero igual de intensa. La independencia le concedía los derechos feudales del mazo y la billetera, y le permitía dictar su destino y el nuestro. El destino que había elegido para él era ser un misántropo y un poeta. Dormía durante todo el día; se levantaba a las tres, como muy pronto, o a las cinco, como muy tarde; y para las seis, cuando el cielo invernal ya estaba oscuro, se sentaba para desayunar cuatrocientos gramos de panceta, seis huevos revueltos y ocho rebanadas de pan tostado con mermelada. No almorzaba, pero a las tres o a las cuatro de la mañana se comía un filete del tamaño de un plato, tres verduras, una ensalada, más pan y postre, preferentemente frutillas con azúcar y helado de vainilla. Tan sólo bebía agua mineral, que le mandaban a casa en grandes jarras de cristal, teñidas de un azul claro, que colocaba boca abajo en uno de esos dispensadores de agua fría que solían verse en las oficinas. Antes de acostarse, se tomaba un tentempié de galletas integrales de chocolate con manteca. Después, cepillaba a Old Boy en el sótano y se lo llevaba a dar un largo paseo al amanecer; le hablaba al perro como si fuera su igual, pero con una delicadeza enorme, como si el animal fuera un gran hombre que se había vuelto senil. Ese horario le proporcionaba a mi padre la calma y el silencio de la noche y le ahorraba el ajetreado desorden del día.

Trabajaba toda la noche en su escritorio, con una calculadora mecánica y una regla de cálculo, e imprimía una página tras otra de normas e instrucciones. En casa, se sentaba en su oficina, en la planta de arriba de una casa que había construido para que pareciera un castillo normando, y desde la ventana escudriñaba el césped iluminado. En la pared que quedaba a su espalda había colgado un cuadro grande y feo de unas olas que rompían bajo la luz de la luna. Fumaba cigarros hasta que se acercaba la hora de acostarse, y entonces se pasaba a la pipa. El humo dulce se filtraba a través de la calefacción central o del aire acondicionado y se extendía hasta el último rincón de la casa hermética. La hora de la pipa era el momento en que podía acercarme a él para pedirle un favor o para recibir algunas palabras agradables; me sentaba en el sofá de dos plazas que tenía al lado del escritorio de caoba clara y lo observaba mientras trabajaba. Durante una hora tras otra, escribía, con una pluma de ónice, en letras minúsculas que tenían el ángulo y la elegancia esbelta del diseño art déco; el humo de su pipa se elevaba en volutas a través de la luz rosácea que proyectaban las pantallas rojas de las lámparas de pie que flanqueaban el escritorio.

Incluso en la casa de campo, se montaba una oficina y trabajaba hasta el alba cuando no estaba afuera haciendo trabajos manuales bajo la luz artificial, su “pasatiempo”. Pero ahora, con la casa llena de invitados, se había visto obligado a modificar sus horarios y sus hábitos. Si la señora Cork hubiera sido linda, a mi padre no le habría importado sufrir la presencia de su familia; le gustaban mucho las mujeres y ellas suscitaban en él una cortesía tan deliciosa y antigua como el mejor oporto. Su misantropía irritable desaparecía ante las mujeres hermosas. Incluso bastaba con que fuera una niña pequeña; una niñita preciosa también lograría que se convirtiera en un galán. En una ocasión, una niña encantadora de diez años que se había hospedado en nuestra casa anunció a media noche que quería chocolate, y mi padre condujo ochenta kilómetros hasta un pueblo cercano, sacó de la cama al dueño de una tienda de golosinas y le pagó cien dólares por veinte bombones. En otra ocasión, le dio esa misma cantidad de dinero como propina a una voluptuosa cantante de labios brillantes en un restaurante italiano que le había cantado una versión poco convincente pero sorprendentemente íntima de Vissi d’arte, acompañada por el acordeón que tocaba un jorobado que padecía una parálisis de Bell que le congelaba la mitad de la cara, mientras guiñaba el ojo y sonreía con timidez con la otra mitad.

Lo único que había podido conservar mi padre de su rutina durante la visita de los Cork había sido llenar hasta el último momento que pasaba despierto con lo que él decía que era música “clásica”. Aunque en su mayoría era música romántica, sobre todo de Brahms. Siempre había tenido cientos de discos, que reproducía en un enorme fonógrafo de Meissen que tenía en un rincón de su despacho.

Menciono esa música constante porque, en mi cabeza, al menos, era una especie de vínculo invisible que nos unía a mi padre y a mí. Casi nunca hablaba de música, a menos que fuera para decir que Un réquiem alemán era “muy hermoso” o que el concierto de violín y violonchelo era “una pieza tremenda”, e incluso pronunciaba esas apreciaciones con cierta vergüenza; para él, la música era emoción, y él no era partidario de hablar de sentimientos.

Su verdadero amor era la última etapa de Brahms, el Intermezzi de piano y, sobre todo, las dos sonatas de clarinete. Estas piezas, tan impredecibles como el pensamiento, y tan humanas como la conversación, llenaban la casa noche tras noche. No podría haberlas puesto como música de fondo mientras trabajaba, ya que los cambios en el volumen y en la dinámica eran tan abruptos y llamativos que le habrían distraído. Nunca me duchaba con mi padre, nunca lo había visto desnudo, ni una sola vez, pero sí que nos sumergíamos juntos por las noches en esos arroyos apasionados. Mientras él trabajaba en el escritorio, y yo me sentaba en el sofá, para leer o soñar despierto, nos empapábamos de música. ¿Sentiría lo mismo que yo? Es posible que me lo pregunte sólo porque ahora que está muerto temo que no tuviéramos nada en común, y que el largo cautiverio que pasé en su casa sólo fuera para él un ligero inconveniente, un gasto enorme, una decepción. Por eso me gusta pensar que la música nos provocaba sentimientos parecidos y actuaba como fuente y trasunto de un éxtasis compartido. Siento pena por los hombres que nunca hayan querido meterse en la cama con su padre; cuando un padre muere, ¿cómo puede calentarse su fantasma si no es con un abrazo póstumo? Y, en la misma línea, ¿cómo se calienta el que sobrevive?

Kevin odiaba la música. Cuando estaba haciendo payasadas con su hermanito, volvía a caer en las tonterías de la niñez. Como a cualquier chico, les encantaba contar chistes tontos que se volvían más graciosos cuanto más se repetían. Los cantantes de ópera les hacían especial gracia (era curioso, sobre todo teniendo en cuenta que su madre era cantante), así que iban dando saltos, cantando en falsete con gorgoritos, apoyándose la mano derecha en la panza y poniendo los ojos en blanco. A mí no me gustaban esas tonterías, porque en mi mente Kevin ya se había convertido en una especie de marido. Me daba igual que fuera más pequeño que yo; su arrogancia lo había convertido en el mayor. Pero ese novio, joven pero mordaz, no encajaba con el mocoso en el que se convertía. Puede que buscara alejarme de él.

Aquella tarde se fueron todos a dar un paseo en lancha, todos menos Kevin y yo. Nosotros nos fuimos a nadar cerca del muelle. Unas nubes grises con las barrigas oscuras y venas de plata ardiente cubrían el sol. El viento se las llevó tras un rato y liberó la calidez del sol de la tarde. Estábamos parados uno al lado del otro. Yo era por lo menos quince centímetros más alto que Kevin. Los dos la teníamos dura y nos abrimos los trajes de baño bajo el agua fría y nos las miramos. Kevin señaló que tenía dos aberturas en el glande, separadas apenas por una franja de piel finísima. Le toqué el pene y él a mí.

—Nos pueden ver —dije, alejándome.

—¿Y qué? —respondió él.

Nos tiramos un buen rato en el embarcadero. Una gota de agua opulenta le recorrió el pecho, elevado y compacto, hasta llegar al hueco de entre los pezones; el derecho seguía blanco y pequeño por el frío, y el izquierdo empezaba a agrandarse y a recuperar el color. Las otras gotas no eran tan grandes: le salpicaban el cuerpo de forma impresionista bajo la luz; no se movían, sino que se evaporaban poco a poco. Los costados y el estómago, aún redondeados e infantiles, se le secaron más rápido que las hombreras brillantes que le cubrían los hombros. Durante un instante, un diamante le pendió de la nariz. A unas tres o cuatro casas, unos niños pequeños gritaban en el agua. Uno de ellos imitaba el sonido de una lancha, otro bajaba el tono de voz para que sonara más grave y resultara graciosa. Un chico mayor intentaba asustar a los más pequeños; jugaba a que era un bombardero, y ellos civiles indefensos, e imitaba muy bien a un avión. Los niños chillaban entusiasmados. Algunos se reían, pero en sus risas no había ni calidez ni ironía ni humor.

Kevin rezumaba energía; se tiró de panza al agua y me salpicó, después se dio la vuelta y me lanzó más agua con la palma de la mano. Yo sabía que tenía que gritar “¡Jerónimo!” e ir detrás de él, treparle por la espalda y tratar de ahogarlo. Jugando disolvería la tensión y la melancolía sexual; mi cuerpo no se convertiría en una trampa, sino en una especie de arma amistosa. Pero no podía oponerme al decoro de mis propias fantasías, que eran todas románticas.

Kevin se alejó nadando de mí y llegó hasta la balsa blanca. Lo observé y apoyé la cabeza sobre el tablón que tenía al lado del brazo. Una hormiga diminuta con forma de mancuerna se arrastraba a través de los pelos brillantes y relucientes de mi antebrazo. El agua que corría bajo la estructura sobre la que estaba gorgoteaba. Me apoyé sobre el codo y observé a Kevin zambullirse. Poco después, encontró algo que parecía una tapa de plástico rosa de un cubo. La tiraba una y otra vez al aire y nadaba para recuperarla. El sol de las últimas horas de la tarde, oculto una vez más por las nubes, no creó ningún camino sobre el agua hacia nosotros, sino que ahuecó bajo ella un anfiteatro dorado. La luz iluminaba a Kevin por detrás y, cuando sostenía la tapa en alto, se tornaba tan pálida y seductora como un hibisco rosa. Su cabeza era casi del mismo tamaño que la tapa. Cuando giraba la cara hacia mí, se volvía oscura, indistinguible; la espalda y los hombros cortaban haces de luz en distintas direcciones a medida que él giraba y subía y bajaba. El agua estaba oscura, opaca, pero atrapaba la luz dorada del sol; las olas eran escamas de dragón que se retorcían bajo el halo de un caballero santificado. Finalmente, Kevin volvió nadando hasta mí; bajo el agua, su cuerpo parecía pequeño, como si no tuviera huesos. Dijo que teníamos que ir a la tienda y comprar vaselina.

—Pero no nos hace falta —respondí.

—Vamos a comprarla.

A lo lejos, dos nubes de color gris malva, parecidas a dos enormes velas rectangulares de unas carabelas, pendían oscuras, inmóviles, inmanentes, detrás de la neblina. Cuando se subió al muelle, Kevin tenía los labios azules y la piel de gallina. Sus piernas eran aún suaves, salvo por los primeros pelos que empezaban a crecerle por encima de los tobillos (la primera zona de las piernas en la que los ancianos pierden el pelo). Se secó y se puso una camiseta. Tomamos el fuera borda hasta el pueblo. Entré a la tienda con él, pero le pedí que pidiera él la vaselina. Me estaba poniendo colorado y no podía levantar la vista. Él lo hizo sin rastro de culpa; hasta pidió ver el frasco mediano antes de quedarse con el más pequeño. Fuera, una película de aceite le daba un tono opalescente al agua bajo un gran eje de luz roja que recorría el cielo de azimut a zenit. Ese frasquito redondo de vaselina sería una pista que mi padre o el suyo podrían encontrar. Peor aún, representaba la aplicación de un método al sexo, la traición externa de lo que yo quería considerar amor, el estado interno. Al final se puso el sol. El lago parecía más frío y más grande, y nosotros dos parecíamos huérfanos.

Aquella noche, las dos familias se juntaron y fuimos a cenar a un restaurante que estaba a unos cincuenta kilómetros, un local en el que la gente con sobrepeso comía lechuga sumergida en un aderezo de kétchup y mayonesa, filetes cubiertos con salsa de carne, choclos recubiertos de manteca y helados bañados en chocolate, y en el que un hombre con peluquín negro y una chaqueta informal de madrás tocaba con alegría un órgano eléctrico mientras una pareja fogosa daba zancadas y giros frente a él en una recopilación confusa de antiguos pasos de baile. La camarera era a la vez cortés (“¿Cómo andamos por aquí?”) y desafiante (“Vamos, continúa”). Tenía el cabello del color del bronce, peinado con esmero, un pañuelo exuberante que estallaba justo encima de su chapa de identificación (“Susie”), una sonrisa paciente y, colgando de una cadena, unos anteojos que sólo usaba cuando apuntaba los pedidos o calculaba la cuenta. En una esquina, un toldo colorido pendía sobre una barra redonda, único motivo que parecía justificar el nombre: “La Gran Carpa”. No había nadie sentado en la barra. En sus estantes de cristal, iluminados desde abajo, yacían hileras e hileras de botellas de licor, soldados atentos en cuyo interior brillaban espíritus ardientes. Todo el lugar olía a estufa de querosén y al ambientador de pino que flotaba desde los baños. Salvo por la temática circense, el motivo dominante de la decoración parecía ser la caza, como demostraban los rifles y las cabezas de ciervo de ojos vidriosos y cornamentas polvorientas que colgaban en las paredes.

Era un lugar apestoso y agobiante, pero los adultos, con las lenguas sueltas después de unos martinis, se acomodaron para quedarse un buen rato. Las dos mujeres se sentaron juntas y hablaron sobre la moda de París y no dejaron de asegurar que nadie usaría el pantalón de paracaidista. El señor Cork, más republicano que la república, veía una conspiración comunista en cada percance que afectaba a la nación. Yo me daba cuenta de que a mi padre no se lo veía muy convencido, y menos aún ante lo apasionado que se mostraba el señor Cork. Se quitó los anteojos, se frotó los ojos y asentía cada poco tiempo durante la perorata; era su manera educada de escudarse de un charlatán, de migrar hacia su interior. El pequeño Peter había transformado un tallo de apio de la fuente de encurtidos en una canoa india, y Kevin le disparaba desde el promontorio calcáreo de un panecillo espolvoreado con harina; a la masacre la acompañaban efectos de sonido susurrados.

—¡Kevin O’Malley Cork! ¡Cuántas veces tengo que decirte que no juegues con la comida!

—¡Ay, mamá!

La cena iba de mal en peor. La frente pálida del organista resplandecía bajo su peluca negra y, con los dientes expuestos, pasó de una patética Now is the Hour con un copioso vibrato a una Zip-a-Dee Doo-Dah con ritmo latino. La camarera tentó a todo el mundo con una tarta: manzanas cocidas con canela envueltas en láminas de hojaldre que parecían cuero sintético; à la mode, por supuesto. Café para los adultos, más leche para los niños. La cuenta. La discusión sobre la cuenta. El cambio. El segundo cigarro. Los caramelos de menta. Los escarbadientes. La propina. “Buenas noches, gente. ¡Vuelvan pronto!”. Otra propina para el organista, que asiente agradecido mientras continúa tocando Kitten on the Keys.

Nos apretujamos los siete en el Cadillac de mi padre y nos adentramos en una noche fría de color gris azulado, surcada por el olor de madera quemada. Mi madrastra, la señora Cork, Kevin y yo íbamos en el asiento trasero; Peter no tardó en quedarse dormido sobre el hombro de su padre, en el asiento del copiloto. Mi padre, mientras, conducía. La cena me había dejado triste y rabioso. Algo (puede que los libros) me había dado una idea bastante diferente del modo en que debía hablar y alimentarse la gente. Albergaba ideas sofisticadas sobre el comportamiento elegante, la gastronomía y la amistad. Cuando fuera mayor, siempre sería franco, cariñoso y generoso. Nos daríamos banquetes de uvas congeladas y vino; hablaríamos hasta el amanecer sobre el corazón y escucharíamos música. “No encajo en este lugar”, grité en silencio. Quería correr a través de las olas o escapar a toda velocidad con un rubio magnífico en un descapotable o tocar rapsodias en un piano de cola en algún lugar de Europa. O que las puertas blancas y doradas se abrieran y que los amigos cariñosos y auténticos que aún no había conocido vinieran hacia mí con el rostro iluminado, amable y sonriente, e iluminado desde abajo por las velas de una tarta. Esa necesidad por amantes y amigos era tan acuciante en mi interior que podía desbordarse ante cualquier provocación: al escuchar mi propia interpretación al piano de un vals, al mirar una imagen de dos enamorados con kimonos y zuecos altos que se resguardaban bajo un paraguas de las líneas inclinadas de nieve o al sentir el cambio de las estaciones (cuando llegaba al fin el aroma de la primavera en invierno, por ejemplo).

En una ocasión, cuando tenía la edad de Kevin, quise que mi padre me quisiera y que me llevara lejos. Noche tras noche, me senté a oscuras al lado de la puerta de su dormitorio, fantaseando con delirios en los que lo seducía, me fugaba con él y le llenaba de besos mientras atravesábamos un campo nocturno florecido de estrellas a toda velocidad. Pero ahora lo odiaba y sentía que era de él de lo que debía escapar. Desde luego, si mi padre hubiera detenido el coche a un lado de la carretera y se hubiera girado para decirme que me quería, yo lo habría tomado de la mano y habríamos salido del coche que, estupefacto, rechinaría mientras se enfriaba; el único rastro que dejaríamos serían las chispas que escapaban del cigarro de mi padre.

Kevin me cogió de la mano. Estaba sentado a mi lado en la oscuridad. Yo me había movido hacia delante en el asiento para que los demás tuvieran un poco más de espacio. Nuestras manos entrelazadas quedaban ocultas entre su pierna y la mía. Justo cuando casi había estado a punto de rendirme con él y la vaselina, me colocó la mano caliente sobre la mía. Le sentía los callos en la palma, allí donde había agarrado el bate. Fuera, la media luna atravesó los altos pinos, se extendió a lo largo de un atisbo de agua, se escondió detrás de un cartel y parpadeó débilmente en las ventanas de un tren, en donde una ventana todavía iluminada enmarcaba el rostro de una mujer coronada por cabello blanco. Los perros ladraban y paraban a medida que los árboles llegaban más y más rápido y se acercaban cada vez más a la sinuosa carretera. Tan sólo de vez en cuando se veía la luz de una casa. Ahora ninguna. Estábamos en lo más profundo del bosque. El paso de granjas esparcidas a árboles densos daba la sensación de estar adentrándose en un lugar relajado y sagrado, una congregación abarrotada de hombres vestidos con túnicas y mitras cuya forma de adoración consiste en aguardar en un silencio tenso durante un siglo. Kevin me había hecho muy feliz; una felicidad alegre y rencorosa. Ahí estábamos, dos chicos tomados de la mano, delante de las narices de unos adultos aburridos. Puede que no tuviera que escapar. Puede que pudiera vivir junto a ellos, actuar con normalidad, mostrarles de lo que era capaz; y hacerlo mientras agarraba de la mano a este maravilloso niño.

Cuando estuvimos de vuelta en el sótano, nos desvestimos los tres bajo la luz deslumbrante de la mesa de ping-pong. Peter se quitó la ropa con torpeza y la dejó en el suelo hecha una bola. Tenía los hombros huesudos, la cintura diminuta y el pene como un caracol azul pálido que se asomaba de su caparazón redondo. Murmuró algo sobre las sábanas frías, se dio la vuelta y se quedó mirando hacia la pared. Kevin y yo, cada uno en un extremo del cuarto largo y estrecho, nos quitamos la ropa con más calma, no dijimos nada y apenas nos miramos. Apagamos las luces. Luego, la larga espera hasta que la respiración de Peter se tornara más lenta y profunda. El silencio invitaba a la reflexión, como cuando te escuchas tu propio pulso apretando el oído contra el colchón. Peter dijo “Porque no quiero… ardilla… sí, pero tú…”, y volvió a quedarse en silencio. Kevin seguía esperando, y yo temía que también se hubiera dormido. Pero no; apareció de repente, flotando hacia mí, con la camiseta fantasmal de su torso más oscura por el sol del día. Y con el frasco de vaselina en mano. Esa gelatina fría con un ligero olor medicinal que se calienta en seguida con la temperatura del cuerpo. Mientras entraba en él, me dijo sin rodeos, alto y claro:

—Me encanta.

Nunca se me había ocurrido que el sexo entre dos hombres pudiera satisfacer a ambos a la vez.

A la tarde siguiente, mi padre, sumamente paciente pero con unas ojeras tremendas debido a esas inusuales horas diurnas, nos llevó a los chicos a practicar esquí acuático. Volví a caminar por la borda lacada, para empujarnos del muelle con la vara larga, con movimientos rígidos, casi artríticos por el miedo. Mi padre volvió a gritarme órdenes que delataban su propia ansiedad.

—Chicos, huelo algo que se quema. ¡Se incendia el motor! Maldita sea, rápido, muchacho, abre esas puertas.

—No pasa nada, señor, está todo bien.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor, afirmativo.

—¿Seguro?

—Sí.

Yo me aferraba al parabrisas con miedo, y durante un instante vi a Kevin y a Peter con unas sonrisitas de complicidad. Pensaban que mi padre y yo éramos tontos.

Esquiar con esa lancha no era fácil. La velocidad de una embarcación tan enorme y potente podía casi arrancarte los brazos de cuajo. Una vez que estabas en el aire, la estela que se desplegaba a ambos lados parecía una montaña, y saltar sobre ella, una imprudencia, si no un suicidio. Kevin, por supuesto, se las arregló estupendamente, pese a que nunca había esquiado antes. No tardó en empezar a hacer piruetas, levantando primero un esquí y luego el otro, e iba de un lado a otro de la estela a toda velocidad. Yo lo observaba desde la butaca. Si lo perdíamos, se suponía que tenía que hacerle una señal a Peter, quien a su vez debía transmitirle el mensaje al capitán; pero Kevin sólo se cayó una vez. Pasamos al lado de la balsa, que estaba repleta de adolescentes nadadores; me alegraba que nuestro barco tirara de alguien tan atlético como Kevin. En nuestra familia, las virtudes eran totalmente invisibles a los ojos de los extraños. El prestigio social de mi madrastra y el dinero de mi padre no podían verse. Pero el cuerpo de Kevin al agacharse y al saltar sobre la estela, eso que podía verse. Cuando por fin se cansó, esperó hasta que pasamos cerca de nuestra casa, soltó la cuerda y se hundió lentamente a unos siete metros del muelle.

Esa noche vino a mi cama otra vez, pero se enfadó cuando intenté besarlo. “No me van esas cosas”, me dijo con brusquedad. Sin embargo, más tarde, cuando estábamos de pie juntos en el baño de servicio, lavándonos, me miró con una expresión que podría haber sido tanto de agotamiento como de ternura; no supe distinguirla. Por la mañana se fue a nadar con su padre. Los observé bromeando entre ellos. Kevin le daba la mano al padre y lo ayudaba a subir a la cubierta. Era obvio que eran amigos, y yo me sentía aún más rechazado.

Esa tarde, Peter, Kevin y yo fuimos a pescar en el fuera borda pequeño. Hacía calor, pero un calor húmedo, y estaba nublado, y esperamos en vano a que picaran. Habíamos echado el ancla en un pantano rodeado de juncos huecos que rayaban los laterales metálicos del barco. Yo sudaba a mares. El sudor me ardía en el ojo derecho. Un mosquito me hablaba al oído. El olor a gasolina del motor (levantado, fuera del agua poco profunda) se negaba a ascender e irse flotando. Los chicos se amenazaban con las lombrices muertas del tarro de carnadas, y Peter había espantado a todos los peces del lago con sus aullidos y con el golpeteo de sus pies. Cuando le pedí que se quedara quieto, se sonrieron con complicidad y empezaron a burlarse de mí, repitiendo mis palabras, elevando y bajando el tono, “Podrías ser más considerado”. Tras un rato, dejaron la broma de lado y pasaron a otro tema. De algún modo –¿pero en qué preciso momento?– les había hecho ver que era un maricón. Rememoré distintos momentos de los últimos días, en un intento por identificar el instante exacto en el que me había delatado. Encendimos el motor para regresar por el lago cristalino y vaporoso; todo estaba descolorido, caliente y desprovisto de inmediatez. En un mundo tan apático y debilitado, el chirrido del motor parecía particularmente cruel, como una cicatriz en el vacío. Salí a caminar solo.

Me arrastré por la carretera estrecha de las colinas de detrás de las casas que daban al lago. Un coche viejo lleno de sirvientas negras pasó junto a mí chisporroteando. Era miércoles por la noche; el día siguiente lo tenían libre. Pasarían la noche en un complejo para negros a treinta kilómetros de distancia y bailarían y reirían hasta bien entrada la noche, comerían costillas de cerdo, se pondrían vestidos largos, hablarían alto y se reirían más fuerte de lo que podían el resto de la semana en las casas serias en las que servían. La mayor parte del tiempo lo pasaban exiliadas, dispersas entre una población que les resultaba ajena; las autoridades tan sólo permitían que la tribu volviese a reunirse una vez a la semana. Eran personas efusivas que se veían obligadas a apagar sus llamas alegres y mantener sólo una luz piloto muy pálida. Por entonces yo también creía ser efusivo y alegre por naturaleza, si tuviera la oportunidad de demostrarlo.

Los grillos, con su canto monótono, llenaron el silencio que se produjo después de que el coche se alejara. Su canto parecía el latido de la soledad, un latido que recorría mis venas. Estaba desconsolado. Volví a darle vueltas a la idea de convertirme en general. Anhelaba tanto el poder que me había convencido a mí mismo de que ya tenía demasiado, que era un manipulador malvado que podría destruir a todos los de mi alrededor por medio del veneno que se filtraba por mis poros. Mi propia majestuosidad me horrorizaba. Quería alguien a quien traicionar.

Kevin y su familia se quedaron tres días más. Una noche, el señor Cork se pasó con la bebida y rompió la barandilla al tambaleare mientras subía al dormitorio. La señora Cork estalló a la mañana siguiente y le dijo a mi madrastra que detestaba los huevos “nadando en aceite”. Katy, la cocinera húngara, se encerró en su habitación y salió dos horas más tarde con los ojos rojos y sorbiéndose los mocos. Kevin y la señora Cork se pelearon, o mejor dicho ella lo atosigó y él la ridiculizó. Cuando se reconciliaron, su abrazo fue sorprendentemente íntimo: con unas caricias largas y silenciosas y besos de esquimal. Durante una tarde de lluvia, los chicos armaron alboroto en la casa hasta que Peter dio vuelta la mesa e hizo añicos uno de los azulejos pintados a mano que había sobre la superficie. Sus padres no parecieron ni inmutarse ante el destrozo y permitieron que continuasen los empujones. La señora Cork ignoraba aquel pandemonio de una forma muy descarada: cantando escalas a viva voz. Cada noche, Kevin venía a mi cama, pero yo ya no creaba fantasías en las que nos escapábamos juntos. Le tenía un poco de miedo; ahora que sabía que yo era maricón, podía burlarse de mí cuando quisiera. ¿Quién sabe lo que era capaz de hacer? Tras presenciar sus vituperios contra su madre, seguidos de las caricias, no podía seguir pensando en él como el chico de al lado. La última noche intenté besarlo otra vez, pero él corrió la cara.

La tarde en que se fueron, la señora Cork se puso de un rojo intenso de indignación y persiguió a Kevin hasta la mitad de las escaleras. Él se agachó y le gritó, con la cara retorcida:

—Eres una desgraciada, una vieja desgraciada —y la empujó por las escaleras.

Mi padre se puso hecho una furia. Levantó a la mujer del suelo y le dijo a Kevin:

—Creo que ya has hecho suficiente por hoy, jovencito.

El señor Cork, que no estaba del todo sobrio, continuó contando las maletas. Fingía no haberse enterado del estallido. Su esposa guardó un silencio herido, como si estuviera de luto. Casi ni se despidió de nosotros. Pero en cuanto salió por la puerta y llegó a los escalones del garaje, vi que le dedicaba una sonrisa torcida a su hijo. Él se abalanzó a sus brazos, se dieron un beso de esquimal y se acariciaron.

Por fin se habían ido. Mi padre y mi madrastra se sintieron aliviados, y yo también. Mi madrastra, siempre tan maniática, los había encontrado casi tan asquerosos como unos salvajes, y enumeró montones de pruebas de ello, desde las botellas de cerveza debajo de la cama hasta los hisopos usados que se habían quemado en el cenicero del baño. Mi padre dijo que eran unos “chiflados” y que los hijos encajaban más en un reformatorio que en una casa. Y que el marido hablaba demasiado sobre comunistas, bebía demasiado, sabía muy poco y parecía desequilibrado. Mi padre pensaba que a Cork no le iba a ir bien en los negocios (resultó que a él tampoco). Yo le dije que sus hijos me parecían unos “bebés”. Mi madrastra se disculpó con Katy por lo maleducados que habían sido los invitados y nos informó de que no le habían dejado propina a Katy; mi padre la compensó por las molestias adicionales que había tenido que soportar.

Luego, todos corrimos a encontrarnos con la soledad; mi madrastra y yo a nuestros libros y mi padre a su holgazanería. Parecía que ahora le caía mejor a mi padre. Puede que no fuera el hijo que creía que quería, pero era el hijo que se merecía: alguien paciente, agradecido, tan adicto a los libros como él al trabajo, tan aislado por mi soledad como él por su misantropía, alguien con quien tan sólo podía comunicarse de un modo, el mejor modo, aunque fuera el menos directo: a través de un concierto grabado que llenaba la casa hasta bien entrada de la noche, incluso hasta el amanecer.

Recuperé mi habitación. Comimos muy tarde y nos entregamos a la noche sonora y espaciosa. Mi padre se dedicó a trabajar en el escritorio. Éramos tres soñadores, cada uno cavilando felizmente en un compartimento distinto. El sonido metálico de la calculadora. El aroma de los troncos de pino ardiendo. La notable equidad y buen humor con los que el piano y el clarinete se turnaban para cantar la melodía. Al fin, el dulce olor de la pipa. Mi padre estaba en el sótano, que había vuelto a pertenecer al perro. A través de los conductos de ventilación lo podía oír: “¿Qué pasa, Old Boy? Cuéntame. Puedes contármelo”.

Más tarde, para mi sorpresa, me invitó a que los acompañara de paseo. Hacía un frío inesperado, el primer aviso del otoño, y mi padre se había puesto una gorra azul ridícula con visera y orejeras y un sobretodo holgado oscuro con cierre delantero. Cada vez que nos deteníamos, nos envolvía un manto de humo dulce; éramos como el rey disfrazado y su predilecto que se habían escapado del palacio para asistir a la feria de los campesinos. Nada podía hacer que mi padre y Old Boy se dieran prisa. Nos detuvimos en cada arbusto y cada cesto rebosante de basura detrás de cada casa silenciosa y oscura. Llegamos hasta el pueblo desierto; la tienda, la oficina de correos, el taller náutico. Había una lancha de carreras del revés, apoyada sobre unos caballetes, con la parte inferior leprosa y necesitada de lija y pintura. Una cadena tintineaba contra el mástil que había frente al correo. Una mujer con una gorra blanca de enfermera pasó conduciendo. Era el único coche que habíamos visto.

Volvimos sobre nuestros pasos. A medida que se acercaba el amanecer, los pájaros comenzaron a trinar y las hojas de los abedules ondeaban en una brisa que se volvía cada vez más intensa. Más allá de la orilla, el lago iba tomando forma poco a poco, y luego color. Detrás de una puerta, un perro que no veíamos nos ladró, y Old Boy se puso frenético de la curiosidad. “¿Qué pasa? Dime. Dímelo. ¿Qué pasa, Old Boy?”.

A medida que el sol, como la vida que regresa a un cuerpo, se apoderaba del mundo, el haz de la linterna de mi padre fue perdiendo fuerza, hasta que la claridad de algo que volvía a ser nuevo lo absorbió.

Historia de un chico

Подняться наверх