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DÍAS DE FUEGO

EDUARDO GALLEGO

GUILLEM SÁNCHEZ

CONTENIDO

I LA CAPTURA

II EL MAGO DEL PUEBLO

III ES BUENO CONOCER GENTE

IV DE PASEO POR EL CAMPO

V LAS VIRTUDES DE LA TAXONOMÍA

VI DE VIAJE

VII ALDEANOS EN LA GRAN CIUDAD

VIII TODA UNA EXHIBICIÓN

IX CUESTIÓN DE CONFIANZA

X DE VUELTA A CASA

XI LA VIDA SIGUE

XII SACRIFICIOS

XIII HUIDA A NINGUNA PARTE

XIV EPÍLOGO

CAPÍTULO I: LA CAPTURA

Mientras los caballos saciaban la sed en el riachuelo, el niño alzó la cabeza y miró a su alrededor con aire ausente. Era un espléndido día de primavera. El sol lucía en lo alto de un cielo azul intenso y sin nubes, aunque el viento frío de la sierra hacía que los hombres se arrebujaran con las capas de lana negra. Las últimas lluvias habían limpiado el aire, y podían divisarse a lo lejos las cumbres coronadas de nieve. Las hojas de las hayas, aún tiernas, daban al bosque un tono verde claro, luminoso y alegre. Pero nada de eso importaba al niño. Había sido adiestrado única y exclusivamente para cumplir su tarea; todo lo demás era superfluo y no le prestaba atención.

Al tiempo que las bestias hundían los hocicos en el agua, los hombres aprovecharon para estirar las piernas y desentumecer los músculos. Llevaban a sus espaldas demasiadas horas de cabalgada y dormir al raso. El aburrimiento también pasaba factura en lo que parecía una misión larga y rutinaria. Al cabo de un rato reemprendieron la marcha.

El responsable de aquella tropa era un capitán veterano, suspicaz por naturaleza. La misión que le habían encomendado no le gustaba. De momento, todo había ido como la seda, pues se movían por zonas seguras. Al menos, eso afirmaban los espías. Confiaba en sus soldados, ya que no era la primera vez que se internaban en territorio enemigo. Sin embargo, ahora les acompañaba nada menos que uno de los Consejeros del Gran Señor. Y por si faltaba algo, estaba el niño.

El capitán lo observó de reojo y reprimió un escalofrío. Parecía tan poquita cosa, con aquella expresión neutra en sus ojos grises y esa mata de pelo rubio como la paja… Pero había sido testigo de lo que era capaz de hacer semejante criatura, y por su culpa aún sufría pesadillas. Por suerte, los soldados no lo sabían. Mejor para ellos. Suspiró. Ojalá regresaran a casa cuanto antes. Se consoló pensando que ya quedaba menos para dejar al Consejero y al niño en la capital de aquel reino. Luego debería esperar a que cumplieran con su cometido y escoltarlos de vuelta al Castillo. Era sencillo. ¿Qué podía salir mal?

–Ahí vienen, mi teniente –susurró el centinela.

–Muy bien, Darío. Tú que tienes vista de águila, trata de contarlos.

El centinela entornó los ojos y permaneció unos minutos en silencio, inmóvil.

–Hay catorce, mi teniente –dijo al fin–. Por su forma de conducirse y la cantidad de acero que portan, se trata de hombres de armas, y no de los nuestros.

–El pastor que nos puso sobre aviso tenía razón, bendito sea.

–Sí, mi teniente –El centinela siguió escrutando al grupo que se aproximaba–. Un momento… Uno de ellos viste ropa más lujosa que el resto; no da la impresión de tratarse de un militar. Y juraría que el jinete del centro es un niño –Miró con mayor atención–. Sí, lo es.

–¿Un niño? Qué raro… Bueno, ya nos enteraremos de qué se le ha perdido por aquí. Venga, muchachos, ahora toca ganarse el jornal. Me gustaría capturarlos con vida para interrogarlos.

Y ahí se acabó la charla. El teniente impartió órdenes con rápidos gestos de las manos, en lenguaje de batalla. Los hombres obedecieron en silencio, ágiles como gatos. Sus uniformes verdigrises los camuflaban a la perfección entre las sombras del bosque ribereño. No en vano, los Exploradores del Ejército de Su Majestad presumían de ser los mejores en su oficio. La combinación de expertos soldados y milicianos locales que conocían el terreno como si fuera su propia casa funcionaba a la perfección.

Puesto que debían tomar prisioneros, los arqueros dejaron tranquilas las flechas y se situaron detrás de los honderos. Estos desenrollaron las correas de cuero que llevaban en torno a la cabeza a modo de turbantes, las cargaron con cantos rodados que guardaban en bolsas al cinto y esperaron a que el objetivo se pusiera a tiro, escondidos tras los árboles en un recodo del camino.

El ataque resultó totalmente imprevisto y de efectos fulminantes. Antes de darse cuenta de lo que ocurría, cuatro hombres yacían inconscientes en el suelo. Otros tantos aullaban de dolor por las certeras pedradas recibidas y los caballos se encabritaban, nerviosos y desconcertados.

–¡Emboscada! –gritó por fin el capitán, haciéndose cargo de la situación–. ¡Dispersaos y resguardaos entre los árboles! –Y entonces recordó lo más importante–. ¡Proteged al niño por encima de todo! ¡Aunque sea a costa de vuestras vidas, si hace falta!

Dos jinetes que aún permanecían ilesos flanquearon al niño, a modo de escudos humanos. También se acercó el Consejero, un tipo alto y delgado, de facciones zorrunas. Parecía fuera de sí, con el semblante desfigurado por una mezcla de miedo y furia. Ordenó a grito pelado:

–¡Niño! ¡Nos están disparando desde la izquierda! ¡Acaba con ellos como te hemos enseñado!

El capitán sintió que un negro espanto se abatía sobre él. Temblando, se preparó para lo que ocurriría a continuación. Los demás, en cambio, miraron al Consejero como si este se hubiera vuelto loco. El niño, por su parte, se limitó a alzar lentamente un brazo en dirección al enemigo. Su cara seguía sin mostrar expresión alguna, pero la mirada parecía más dura y brillante que un momento antes. Cuando tuvo el brazo levantado, apuntando recto hacia el adversario, el Consejero se tapó el rostro, anticipándose a lo que iba a suceder. Los atacantes estaban condenados, y aún no lo sabían.

Pero no está permitido a los hombres ser dueños de su propio destino. Y aun en momentos en los que este parece ya escrito, la más pequeña de las casualidades puede cambiar el curso de los acontecimientos. Así fue como una piedra golpeó el casco de uno de los soldados, rebotó y acabó descalabrando al caballo que montaba el niño. El pobre animal, sobresaltado y dolorido, se encabritó, dio un brinco inverosímil y huyó a galope tendido.

–¿Adónde va ese maldito crío? –Reaccionó el Consejero; en su rostro, el estupor dejó paso a la alarma–. ¡Sígalo, capitán!

El militar se percató de lo que ocurría y, espoleando su caballo, cabalgó detrás del niño como si en ello le fuera la vida. Recordaba claramente las órdenes recibidas: protegerlo e impedir a toda costa que el enemigo se apoderase de él. Nada era más importante que eso, pero sus hombres caían uno tras otro por culpa de los honderos. Mientras, el fugitivo amenazaba con perdérsele entre los árboles.

Por su parte, el niño trataba de cumplir la orden recibida, pero necesitaba un momento de calma para concentrarse y acabar con el objetivo asignado. Incapaz de coger las riendas, tenía que aferrarse a las crines del caballo para no salir despedido, lo cual le impedía hacer nada más. Oía a los soldados luchar y se daba cuenta de que estaban siendo neutralizados uno a uno, así que se soltó, guardó el equilibrio lo mejor que pudo y se volvió para levantar de nuevo el brazo y terminar con todo. Pero al girarse hacia atrás para apuntar no vio venir una rama baja. El caballo agachó la cabeza pero él recibió un tremendo golpe en las costillas y cayó al suelo de bruces.

Fue extraño. Le pareció que tardaba una eternidad en dar con sus huesos en la tierra, aunque en buena lógica aquello no pudo durar más que unos instantes. Ni siquiera llegó a sentir el impacto final. Simplemente, los colores y la luz se desvanecieron ante sus ojos, y ya no supo más.

Instantes después, el capitán llegó a su lado, con el Consejero a la zaga. Este descabalgó y se arrodilló junto al caído. Empezó a zarandearlo con desesperación.

–¡Despierta, maldito! –le gritó–. ¡Has de ocuparte del enemigo!

El capitán meneó la cabeza.

–Está fuera de combate, señor.

El Consejero tuvo que admitirlo por fin y miró al capitán, pálido como el yeso. Se incorporó y señaló al pequeño. Su mirada fue muy elocuente.

–Ya conoce usted las órdenes: bajo ningún concepto…

El capitán tragó saliva y asintió. Aunque todo se había ido al infierno, los atacantes no debían saber lo que el Gran Señor se traía entre manos. Maldita la gracia que le hacía tener que liquidar a un pobre crío. Era un soldado, no un verdugo, pero había recibido unas instrucciones terminantes. Después debería asegurarse de que el enemigo no obtuviera información comprometedora en los interrogatorios. Y lo primero era lo primero. Desenvainó la daga de misericordia, mientras con la otra mano apartaba la cota de malla y dejaba la garganta del niño al descubierto. El Consejero apartó la mirada.

El teniente de Exploradores se acercó al lugar donde los milicianos maniataban a los prisioneros que aún seguían sanos. Estos, al ver cómo caían su capitán y el Consejero, y considerando que el soldado que se rinde vale para otra guerra, habían depuesto las armas. Los compañeros menos afortunados eran atendidos por sus captores.

–¿Cómo ha ido la cosa, Darío?

–Muy bien, mi teniente. No hemos sufrido bajas. En cuanto a ellos, cinco están ilesos y otros seis sufren contusiones de diversa consideración. Se repondrán, aunque los chichones serán espectaculares, eso sí. –Sonrió.

–Tendré que felicitar a los honderos; menuda puntería –comentó el teniente–. ¿Y esos dos? –Señaló a unos cuerpos tendidos sobre la hierba.

–Según un prisionero, se trata de su capitán y un aristócrata, o algo parecido. Nuestros hombres llegaron hasta ellos justo cuando el capitán iba a degollar al niño inconsciente. Los detuvieron y todo parecía normal, pero de repente cayeron redondos. En un primer momento creímos que se habían suicidado.

–¿Se desplomaron así, sin más? ¿Cómo te lo explicas?

–Parecen profundamente dormidos, aunque… Huélales la boca. ¿No nota nada extraño, mi teniente?

Este así lo hizo, y se le escapó un gruñido de contrariedad al identificar aquel sutil aroma.

–Apestan a suero del olvido… –Al ver la cara de asombro de Darío trató de explicárselo–. Hace años capturamos a un espía que mostraba los mismos síntomas. Cuando estos tipos despierten, serán incapaces de recordar sus propios nombres, y no digamos la misión que les encomendaron. Tardarán meses en recuperarse, y para entonces parte de su memoria habrá sido alterada por la droga. Cualquier confesión que les saquemos será engañosa, sin duda. Sí, muy típico de los servicios secretos del maldito Gran Señor… Sin embargo, el suero es muy caro y difícil de preparar. Realmente, estos dos recibieron órdenes importantes que no desean que sepamos, pero ¿cuáles y por qué? Apuesto a que tratan de encubrir algo de extrema importancia.

–Quizá el niño sea la respuesta, mi teniente –sugirió Darío.

–Eso creo yo también –Asintió, pensativo–. ¿Qué tal se encuentra?

–Parece que ya se ha recobrado del porrazo, aunque se niega a hablar.

–No me extraña, después de lo que ha tenido que pasar el pobrecillo –El teniente se acercó hasta él y le preguntó con amabilidad–. ¿Cómo te sientes, chaval?

El niño, que permanecía sentado en un tronco caído, reparó en su presencia y lo contempló fijamente. El teniente le sostuvo la mirada hasta que tuvo que bajar los ojos. Se había puesto nervioso, por alguna razón que no acertaba a explicar. Se alejó unos pasos.

–No hay forma de que abra la boca, mi teniente –le informó un soldado–. Para mí que es un poco simplón –Se golpeó la frente con un dedo–. Corto de entendederas, no sé si me explico.

–Igual tienes razón. Así que bajo la capa portaba una cota de malla ligera…

–No sólo eso, mi teniente. Debajo de la cota hay un gambesón con piezas metálicas cosidas entre las capas de tejido. No sé cómo puede moverse, el pobre. Resulta chocante que vaya tan protegido, y más teniendo en cuenta que querían pasarlo a cuchillo.

–Pues esas tenemos –Se encogió de hombros–. Los prisioneros son soldados profesionales del ejército del Gran Señor, a quien los dioses confundan. Puede que escoltaran al niño de una provincia a otra de su país, atajando por nuestro territorio. A lo mejor se trata del heredero de algún noble, importante para los juegos de poder que se traen entre ellos. No me extrañaría que lo quisieran matar por cuestiones políticas: eliminarlo de una línea sucesoria… En ese reino mueren muchos príncipes por las intrigas palaciegas. De ahí el incógnito y su temor a que nos apropiemos de él. En fin, nosotros debemos seguir patrullando la frontera. Dejaremos a los cautivos en el fuerte más cercano. Que otros se preocupen de averiguar qué se les ha perdido a estos desgraciados por aquí.

–¿Qué hacemos con el niño, mi teniente? –preguntó Darío–. Aparte de las contusiones, se lastimó una pierna al caer del caballo. Nos retrasará todavía más el ritmo de marcha.

–Pues… –Se lo pensó unos instantes–. Hay un pueblo cerca… ¿Cómo se llama?

–Albaidares, mi teniente.

–Sí, eso. ¿Tienen mago? –Darío asintió–. Caramba, qué nivel. Mejor será que le llevemos al muchacho para que lo cuide. Por más que se trate del heredero medio tonto de algún noble extranjero, quizá el mago logre sonsacarle alguna información. Cuando regresemos ya le preguntaremos qué ha podido sacar en claro.

Pese a su silencio, el niño no perdía detalle de cuanto le rodeaba. Se daba cuenta de que era libre. El concepto era nuevo para él. Ya no estaba en el Castillo, ni le rodeaban los Consejeros, ni le gritaban los Amos. Podía irse, pues esos soldados que le rodeaban no suponían ningún obstáculo.

Los estudió desapasionadamente. Eran molestos, con su manía de formularle preguntas estúpidas. ¿Por qué debía soportarlos? Se preparó para acabar con todos ellos, pero cuando iba a alzar los brazos para exterminarlos se le acercó un joven sonriente que le tendió algo.

–Hola, chiquillo. Seguro que tienes hambre, ¿verdad? Prueba estos dulces; te gustarán. Se llaman cordiales de almendra, y mi abuela los prepara como nadie. Están para chuparse los dedos. Venga, no seas tímido.

El niño contempló los dulces y luego al joven, extrañado. Aquello no era normal. De los mayores sólo cabía esperar órdenes y castigos; nunca ofrecían cosas de buenas maneras. Tomó un cordial entre los dedos y lo olió. Sus tripas rugieron. Se dio cuenta de que llevaba muchas horas sin probar bocado, y aquello tenía muy buen aspecto. Lo mordió con cautela. Sabía de maravilla, y devoró el resto en un periquete. También aceptó una cantimplora con agua fresca que le ofreció el solícito miliciano. No dio las gracias, ni dijo nada. Se limitó a coger lo que le ofrecían y a mirar al soldado con curiosidad.

Al menos, aquellos tipos le daban de comer. Y pensándolo bien, no sabía adónde ir. De momento los dejaría vivir y seguiría con ellos. Siempre podría exterminarlos a todos más tarde, se dijo.

El soldado miró al niño y sonrió complacido.

–Aunque no hable, parece simpático –le comentó a un compañero–. En el fondo, los críos de su edad son un encanto. Mi hermano menor, sin ir más lejos…

Los dos jóvenes entablaron una amena conversación, mientras el niño bebía agua y seguía sin decir nada al tiempo que los observaba fijamente, del mismo modo que una víbora antes de lanzar un ataque fulgurante para morder a su presa.

CAPÍTULO II: EL MAGO DEL PUEBLO

Albaidares era un pueblo de montaña que, salvo el tamaño, en poco se distinguía de las aldeas cercanas, con sus casas de madera con techos de pizarra negra. Estaba situado en un valle resguardado que se abría hacia la llanura. En los días claros podía divisarse el mar a lo lejos, y su influencia benéfica suavizaba el clima durante los rigores del invierno. Había agua abundante, bosques frondosos y prados verdes, ideales para que pastara el ganado. En el otoño podían recolectarse todo tipo de setas y bayas silvestres. Era un buen lugar para vivir, y sus habitantes estaban orgullosos de él. A pesar de que no había en Albaidares más de doscientas casas, se trataba de una comunidad próspera. Pagaba sin falta sus impuestos a las arcas reales y tenía alcaldesa propia. Además, para envidia de las comarcas vecinas, contaba también con un mago residente.

El mago se llamaba Eliseo. Le faltaba poco para cumplir cuarenta años y, pese a su título, no ofrecía en verdad una imagen imponente. Era delgado, no muy alto, y en sus cortos cabellos y la cuidada barba ya despuntaban algunas canas. Sus ojos marrones no castigaban al resto de los mortales con miradas fieras o desdeñosas, como los sabios presuntuosos de la capital. Al contrario, le otorgaban una expresión bonachona, dulce incluso. Tampoco vestía como se esperaba de alguien de su rango. Para vivir en la montaña, lo más práctico era copiar a los lugareños, usar prendas calientes y cómodas, y mandar a paseo las apariencias.

De joven, a Eliseo le habría gustado convertirse en un sabio o un mago de ciudad. Para ello estudió en la Universidad Real, pero las asignaturas no se le daban bien. Era un desastre a la hora de recitar de memoria larguísimas e inútiles invocaciones en lenguas muertas. Él lo atribuía a su falta de retentiva, aunque su afición a pasar las tardes en la calle de las Tascas, en vez de hincar los codos delante de los libros, también contribuyó al fracaso académico. En lo más importante, la Retórica, tampoco destacaba. Asimismo, su porte no era de los que impresionaban al pueblo, y odiaba hacer la pelota a los profesores. Como consecuencia, acabó entre los últimos de su promoción, lo que le impidió optar a algún cargo decente. Finalmente se tuvo que conformar, y gracias, con un puesto de ínfima categoría en un pueblecito situado en el último confín del reino.

Los magos constituían un cuerpo de funcionarios con misiones diversas. Según su rango se encargaban de supervisar la enseñanza en las escuelas, velar por el mantenimiento de las buenas costumbres, oficiar ceremonias sagradas o asesorar en los juicios. Los más afortunados poseían el don de la oniromancia, es decir, la interpretación fiable de los sueños. Otros se atrevían a leer el porvenir en las rayas de las manos o en los posos del té. Eliseo tampoco era de esos. Sus dotes de adivinación eran equiparables a las de un adoquín. Al principio se lamentó de su triste suerte y deseó que la Gran Magia existiera en realidad, no sólo en los cuentos de viejas. Qué hermoso sería, como en las leyendas, disfrutar del poder de dominar los elementos, o ser capaz de manipular las voluntades ajenas. Así, ninguno de sus compañeros de profesión lo miraría por encima del hombro o, aún peor, le tendría lástima.

Pero la vida es como es y no como nos gustaría que fuera, así que Eliseo acabó en Albaidares. Al principio se encontró totalmente fuera de sitio. Estaba convencido de que había decepcionado a los aldeanos, que sin duda esperaban a un personaje de mayor categoría. Lo pasó mal durante los primeros meses, pero en cuanto acabó de compadecerse logró salir adelante.

En una aldea tan pequeña y aislada todos eran analfabetos. Por ello se empeñó en enseñar a leer a niños y jóvenes, para que los mercaderes no los estafaran cuando acudían a las ferias de ganado con sus padres. Asimismo, descubrió que le gustaba anotar los usos y virtudes de las plantas silvestres. Entre lo que contaban las viejas del pueblo y lo que consultaba en su modesta biblioteca, se convirtió en un experto curandero. Acabó ayudando a las comadronas en los partos, oficiando bodas y funerales, ejerciendo de veterinario, mediando en los pleitos entre familias… Cuando había que levantar un granero o reparar una acequia, sudaba y se ensuciaba como el que más. Así, poco a poco y casi sin quererlo, se ganó el afecto de los aldeanos. Descubrió que eso era mucho más importante y satisfactorio que sus antiguos sueños de gloria. Allí, en las montañas, se vivía estupendamente y sin sobresaltos.

Hasta que un buen día los soldados le trajeron al niño.

El niño se sentaba en un rincón del cuarto, con la mirada perdida. Eliseo estudió disimuladamente al recién llegado. Había escuchado con atención el relato del teniente, y aceptó cuidar del pequeño hasta nueva orden. Ahora que los militares se habían marchado, a él le quedaba un desafío por delante.

–Para tratarse del presunto heredero de un noble o incluso un príncipe, parece un tanto desnutrido –comentó.

–Eso se cura con ejercicio y unos buenos potajes, créame usted. Ya verá cómo el aire de la sierra le abre el apetito.

Quien así hablaba era Rebeca, la alcaldesa. Se trataba de una fornida matrona que había traído al mundo cuatro robustos hijos y tres hijas tan formidables como ella. Cuando el mago llegó al pueblo, se nombró su protectora sin que nadie se lo pidiera. A veces resultaba un tanto agobiante con su excesivo instinto maternal, pero Eliseo la apreciaba de veras. Siempre le traía algo de comer «de lo que sobraba del puchero», decía, y cocinaba de fábula.

–Lo que más me preocupa, Rebeca, es ese silencio. Tiene un aire ausente, como si su mente estuviera muy lejos de aquí. ¿Es incapaz de relacionarse con los demás, o acaso no quiere?

–Eso le corresponde a usted averiguarlo, señor mago, que tiene muy buena mano con los niños. Yo me limitaré a prepararle una comida como mandan los dioses.

Rebeca salió por la puerta de la casa y se detuvo en seco. Medio pueblo se había congregado por allí para curiosear. Puso los brazos en jarras y gritó:

–Pero ¿habrase visto tal panda de cotillas? ¿No tenéis nada mejor que hacer, holgazanes? ¡Ahuecad el ala y dejad tranquilo al señor Eliseo!

Cuando empleaba ese tono de voz, lo mejor era obedecerla sin rechistar. Los vecinos se retiraron, aunque acabaron juntándose en corrillos, charlando animadamente. No todos los días ocurría un acontecimiento tan notable como la visita inesperada de los soldados y la entrega de un niño misterioso.

Una vez se hubo marchado la alcaldesa, a Eliseo se le escapó un hondo suspiro y se aprestó a enfrentarse con el nuevo habitante de la casa. En ese momento, oyó una voz a sus espaldas:

–La que nos ha caído encima, ¿eh, papá? ¿Cómo vas a conseguir hacerte entender por un sordomudo?

–Calla, hija; no seas maleducada con nuestro invitado. Quizá se convierta en tu hermano adoptivo.

–Sí, sólo me faltaba eso… –Se sentó en la mesa, frente al recién llegado, y apoyó la barbilla sobre sus manos, observándolo con atención–. He conocido a bebés con más facilidad de palabra que él. Esperemos que al menos ya no tenga que usar pañales.

El niño no dio muestras de darse por aludido. Por un momento, Eliseo se olvidó de él y centró la atención en su hija.

Hablando con propiedad, no era su verdadero padre. Aún recordaba, como si fuese ayer, el día en que la encontró. Había salido a explorar las cercanías del Pantano de los Tritones en busca de hierbas medicinales. Allí tropezó con un bebé que reposaba en un lecho de musgo junto al agua. Estaba envuelto en hojas de acanto y no se movía. Por un momento se temió lo peor: lo más probable era que el frío hubiera matado a la desvalida criatura. Sin embargo, en cuanto la tomó en brazos, ella abrió los ojos y lo miró fijamente. Se quedó pasmado. Los bebés solían tener los iris azulados y la vista un tanto desenfocada, pero la niña lucía unos ojos negros como la noche misma. Su expresión era de sorpresa, incluso de interés, como una adulta.

Eliseo la adoptó. Sus pesquisas para dar con los padres fracasaron, así que al final debió hacerse cargo de ella, pese a su inexperiencia en el difícil arte de criar hijos. Tuvo que aprender sobre la marcha a cambiar pañales y calentar biberones. Averiguó qué significaban los distintos tipos de llanto, y se acostumbró a levantarse a altas horas de la madrugada para consolarla. Por fortuna, todas las madres del pueblo le ayudaron. Estaban convencidas, y con fundamento, de que un hombre soltero era incapaz de ocuparse de una niña pequeña él solo.

Así fue cómo se convirtió en hija de todo Albaidares, salvo algún que otro vecino arisco. A la hora de bautizarla, Eliseo quiso llamarla Ondina, en honor a las criaturas mitológicas que cuidaban de lagos y ríos. Conforme fue creciendo, Ondina se hizo merecedora del nombre. Su larga cabellera negra, brillante como la seda, parecía fluir como el agua. Igual ocurría con su cuerpo al caminar: exhibía una gracia natural, al estilo de una bailarina. También era atolondrada y le encantaba jugar a todas horas, aunque últimamente se la veía más tranquila. Parecía esforzarse en ser responsable, tal como quería su padre adoptivo. En cualquier caso, irradiaba alegría a quienes la rodeaban, haciéndose querer. ¡Ay, cómo pasaba el tiempo! Aquel bebé regordete se había convertido en una niña alta y delgada de doce años. Dentro de poco entraría en la edad del pavo y empezaría a darle nuevos quebraderos de cabeza: con qué chicos saldría, a qué hora se recogería por las noches…

Eliseo sonrió sin poder evitarlo. Pensó que, de seguir así, se le iba a quedar cara de tonto, como esos padres primerizos a los que se les cae la baba cuando cuentan a las visitas las gracias de sus retoños. De momento debía ocuparse de otro rapaz de la misma edad que Ondina, del cual no sabía ni el nombre. Caviló sobre cómo ganarse su confianza. ¿Sería el hijo retrasado de un noble extranjero, como opinaba el teniente? ¿O simplemente se trataba de un chico huraño y desconfiado? Las primeras impresiones eran las más importantes. Por eso no quería empezar con mal pie con el misterioso chaval.

Pero Ondina se le adelantó, como siempre. Se plantó ante el niño, puso los brazos en jarras, lo miró de arriba abajo como si se tratara de un bicho raro y sin ningún miramiento le dijo:

–Desde luego, estás hecho una pena, y hueles que apestas –Arrugó la nariz–. Tendremos que quitarte todo ese hierro oxidado que llevas encima. Por cierto, ¿se te comió la lengua el gato, o qué? ¿Cómo te llamas?

Eliseo asistió divertido a aquella suerte de interrogatorio. Ondina era siempre tan avasalladora… Desde luego, si aquel crío no se espabilaba con ella, entonces se trataba de un caso perdido.

De hecho, el niño había estado sumido en sus pensamientos, ponderando la situación actual. Se aburría de estar sentado en aquella habitación sin hacer nada. Justo cuando se decidió a liquidar a todos aquellos pelmazos y huir en busca de lugares más interesantes, las palabras de Ondina lo sacaron de su ensimismamiento. Reparó en ella y quedó desconcertado.

Nunca antes había visto nada parecido. En el Castillo de Los Amos estuvo siempre rodeado de hombres adultos: cuidadores, adiestradores, carceleros, pajes, esclavos, soldados… Y ninguna mujer. Por supuesto, sabía que existían. Ocasionalmente lograba cruzarse con alguna pero, por lo que había observado, nunca le hablaban. De hecho, les prohibían acercarse a él. Fue una pena, ya que le habría interesado charlar con ellas, pero los Amos le castigaron cada vez que se lo pidió. Eran muy severos; para ellos, cualquier cosa que lo distrajera de su brutal entrenamiento debía ser apartada de su presencia. Al final, escarmentado, el niño acabó por ignorarlas. En cambio, ahora se encontraba con lo que parecía un cachorro o larva de hembra humana. La estudió detenidamente. Sí, tenía una forma similar a la suya, aunque más alta, y el trasero se le antojó algo más redondeado. Por un momento se quedó embelesado admirando su espectacular melena, que ondulaba a cada movimiento como si estuviese viva.

Ondina se percató del examen al que estaba siendo sometida, y aquello la irritó. «¿Será insolente el mocoso?». Enfurruñada, le espetó:

–¡Eh, tú! ¿Acaso tengo monos en la cara, o qué?

Algo en el tono de voz le dijo al niño que no admitiría réplica. Le recordó al de los adiestradores aunque, a diferencia de estos, el cachorro de mujer no le daba miedo. En cambio, a saber por qué, le fascinaba. Y así habló por primera vez en semanas, para su propia sorpresa:

–Perdona.

–¡Vaya, pero si tienes lengua! ¡Qué completo! –se mofó Ondina– Bueno, ya es algo para empezar –Se dirigió a él con fingida cortesía–. ¿Serías tan amable de decirnos cómo te llamas?

–Ellos siempre se dirigían a mí como «tú» o «niño» –Se encogió de hombros–. ¿No os parece adecuado?

Padre e hija se miraron, perplejos. El crío se había expresado con fluidez. Su vocabulario no parecía el de un retrasado mental, sino el de alguien bien educado. ¿Se trataba, en efecto, del hijo de un noble? Pero lo que había dicho… ¿«Ellos»? ¿Y no tenía nombre? ¿Qué demonios les había traído el teniente de Exploradores? Sin embargo, Eliseo no deseaba agobiarlo con preguntas el primer día. Ya habría tiempo. La paciencia siempre daba buenos resultados, pese a lo que opinara la impulsiva Ondina. Compuso su mejor sonrisa:

–Tranquilo, hijo. Debes de haber pasado por un infierno estos días: la batalla, la caída del caballo, la captura… Mejor será que te des un buen baño. Luego repondrás fuerzas con las maravillosas recetas que prepara doña Rebeca. Dejaremos las preguntas para más tarde, si te parece bien.

El niño volvió a maravillarse de que lo trataran con amabilidad en vez de impartirle órdenes secas, tajantes, como en el Castillo. Puede que en el mundo existieran lugares donde las normas fueran distintas a las que le habían enseñado. Y en verdad le apetecía un baño caliente, comer y descansar. Seguiría en aquella casa un poco más y dejaría con vida a sus anfitriones, de momento.

–De acuerdo –se limitó a responder, y permitió que le ayudaran a desvestirse.

Desembarazarse de la cota de malla resultó complicado, ya que el niño no había usado una antes de que le pusieran aquella para cumplir la misión. Por su parte, ni Eliseo ni Ondina eran militares, precisamente. Al final lograron sacársela por encima de la cabeza sin arañarlo demasiado, para alivio de todos. El mago, aunque no entendía mucho de armas, tuvo la impresión de que la cota era de acero sólido, de las buenas. No se trataba de un adorno ceremonial e inútil, al estilo de las que vestían los nobles en los desfiles.

El gambesón, una especie de jubón acolchado, también se les resistió, por culpa de los cierres que llevaba a los costados, asegurados por correas. Además pesaba bastante, debido a las placas metálicas encerradas entre capas de cuero, algodón y lino.

–Me recuerda al corsé de doña Agnes, la cuñada del herrero –comentó Ondina, mientras forcejeaba con una hebilla rebelde–. Con tal de parecer más delgada, se embute en esa prenda que parece un instrumento de tortura. Necesita media docena de vecinas para poder abrocharlo y… ¡Huy!

En su afán por liberar el gambesón, la niña había tirado demasiado fuerte. La correa se soltó bruscamente de la hebilla, escapándosele de entre las manos. Ondina perdió el equilibrio y cayó de culo. El niño, pillado de improviso, trastabilló y evitó a duras penas el batacazo apoyándose en la mesa. Por desgracia golpeó sin querer una vasija de barro. Esta fue a parar al suelo, quebrándose con estrépito.

Los tres se quedaron contemplando el estropicio. El primero en reaccionar fue el niño. Suspiró y se quitó la camisa.

–Venga, castigadme y acabemos con esto.

Ondina y su padre se quedaron helados. El niño tenía la espalda como un mapa, llena de cardenales y cicatrices. Algunas marcas eran antiguas, señal de que lo azotaban desde hacía bastante tiempo. Pero más que aquellas marcas de tortura, lo que hizo estremecer a Eliseo fue la naturalidad con que el crío hablaba, sin emoción, como quien comenta el tiempo que hace o pide un vaso de agua. Sin duda, consideraba que recibir palos era algo natural.

«¿De dónde has salido, chico?». Eliseo se enfadó de veras, aunque procuró disimularlo, pero la mirada que cruzó con su hija fue significativa. Nadie tenía derecho a tratar así a un semejante, cuanto menos a un niño. Era inhumano. Respiró hondo antes de tomar la palabra.

–Basta de disparates, criatura. Nadie va a pegarte en esta casa –El niño lo miró, sin comprender–. Una cosa es la disciplina, y otra el salvajismo. La rotura del cacharro se ha debido a un accidente. Si te sientes culpable, mi hija te llevará a casa del alfarero para que repongas la pérdida. Así, de paso, te instruirás sobre el trabajo de un artesano. Y ahora, ¡al baño! Ondina, tú busca mientras tanto en el pueblo ropa de su talla. También echaré un vistazo a esa pierna que te lastimaste al caer del caballo. Hay que curar bien la herida y vendarla para que no se infecte.

«Qué gente más rara», pensó el niño. Decididamente, seguiría con aquella pareja una temporada, y aprendería antes de emprender el vuelo.

Eliseo consiguió meter al niño en el barreño sin mayores incidentes. Le entregó una pastilla de jabón y el cepillo para la espalda. Le llamó la atención su manera de cumplir las órdenes sin rechistar, de modo automático. «Como un animal amaestrado», le vino a la mente, y no pudo desechar la idea. Aquel crío era un auténtico enigma; no cejaría hasta descifrarlo. Su forma de hablar mostraba que había recibido una buena educación, pero reaccionaba como el más pasivo de los esclavos. No daba la impresión de sentirse feliz por su nueva situación. Ni triste, por cierto. Su falta de emotividad lo inquietaba.

Lo observó de nuevo, procurando no parecer indiscreto. El crío se estaba enjabonando a conciencia, aunque con mucho cuidado de no salpicar y manchar el piso.

–Me parece que el baño se ha enfriado, hijo. ¿Quieres que te traiga un cubo de agua caliente? –preguntó, solícito.

–No te preocupes; está bien así –le respondió.

Eliseo habría jurado que el agua empezó a humear levemente en ese momento, aunque lo atribuyó a su imaginación. Luego, mientras el niño se vestía en la habitación contigua, comprobó que, en efecto, el barreño estaba más caliente de lo habitual. El mago se encogió de hombros y se olvidó del asunto.

Cuando el niño regresó, ya ataviado como un joven aldeano, Ondina comentó:

–Caramba, hasta pareces un ser humano normal y corriente…

El niño la ignoró, como de costumbre, y se sentó en un taburete. Aquel desinterés molestó a Ondina, acostumbrada a que en el pueblo todos le hicieran caso. Por supuesto, no pudo permanecer callada más de cinco segundos.

–Bueno, y ahora ¿nos dirás por fin cómo te llamas, si no es molestia? Más que nada, para mantener una conversación, ya sabes.

El niño la miró un momento y luego contempló sus propias manos. Siguió sin abrir la boca, pero Ondina no se resignaba a darse por vencida.

–No hables tanto, chaval, que me tienes la cabeza loca –dijo, en son de guasa.

El niño suspiró.

–Ya mencioné antes que ellos no estimaron necesario ponerme un nombre. Si vosotros no podéis pasar sin él, adjudicadme uno.

–¡Expósito! –saltó Ondina.

–Calla hija, no seas cruel –la regañó Eliseo–. ¿Seguro que te da igual? –El niño asintió–. Pues no sé… Podríamos mirar en el Gran Compendio de las Onomásticas y elegirlo.

–¡Sí, como doña Rebeca! –intervino Ondina, juguetona–. Cada vez que le nace un hijo, abre el libro al buen tuntún, arroja un dado y les encasqueta a las pobres criaturas lo que la suerte decide. ¿Qué tal si probamos?

–Esto… –El mago miró a su hija, suspicaz–. Me temo que resultaría un poco arriesgado. Sin duda conoces lo caprichoso que es el azar, y los hijos de doña Rebeca… En fin, qué te voy a contar.

–¿Qué tienen de malo sus nombres? Exuperancia, Consolación, Sigiberto, Zósimo, Atanagildo, Gaudencio, Calipigia…

–Más que nombres, me parecen crímenes –El mago tuvo una idea y le tendió el libro al niño–. Escoge tú. Vienen en orden alfabético.

Así averiguó que sabía leer. El niño hojeó el vetusto tomo sin demasiado interés, hasta que dio con algo que atrajo su atención. Señaló una línea.

–Vania servirá.

–¿Vania? Resulta poco usual, pero si ese es tu deseo… ¿Te gusta por algún motivo especial?

–Me ha recordado a alguien. –Y ya no dijo más sobre el tema, para frustración de Eliseo. En realidad, así se llamaba uno de los pocos Adiestradores que, en el Castillo, sonreía y le obsequiaba con una palabra amable de vez en cuando.

–Suena bien, aunque sea extranjero –apostilló Ondina, y el tema quedó zanjado.

Mientras aguardaban la comida, Eliseo trató de mantener una conversación con Vania. Quería ganarse su confianza, animarlo y, de paso, tratar de averiguar algo sobre su origen y andanzas previas. Sin embargo, se topó con un muro de silencio que habría exasperado a alguien menos paciente. Desde luego sacó de sus casillas a Ondina, que trató, con mayor o menor sutileza, de picar a su nuevo hermano adoptivo. Este adoptó un aire abstraído. Parecía como si su mente anduviera por sitios muy lejanos. «En fin, tiempo al tiempo», se resignó Eliseo.

La llegada de doña Rebeca con un puchero lleno hasta los topes de cocido puso término a una situación que se estaba tornando embarazosa.

–Me encantaría quedarme, pero me reclaman en casa –se excusó, con una sonrisa–. Dentro de un rato os traeré el postre: huesos de mago rellenos de crema. Están para chuparse los dedos, y no lo digo porque yo sea la cocinera…

–Mujer, no tiene por qué molestarse tanto…

–¡Pamplinas, señor mago! Los chicos tienen que alimentarse bien para crecer. Sobre todo, él –Señaló a Vania con un dedo terminado en una larga uña. El niño parecía haber recuperado el interés gracias al delicioso aroma que desprendía la olla–. Mírelo; tiene menos carne que el tobillo de un gorrión. A saber dónde habrá estado en los últimos tiempos.

–Lo mismo me pregunto yo…

En cuanto se quedaron solos, entre Ondina y Eliseo prepararon la mesa, sacaron vasos, llenaron una jarra de agua, cortaron una hogaza de pan moreno y empezó el festín.

–Me da la impresión de que el cocido se va a enfriar –comentó Eliseo, tocando la olla, al tiempo que servía los platos con un cucharón de peltre.

–Ya no –repuso el niño.

–Es verdad –corroboró Ondina, soplando en la cuchara–. Ten cuidado, papá, no sea que te quemes la lengua.

«Qué chocante», se dijo Eliseo. «Juraría que la comida de los platos está más caliente que la de la olla. En fin, otro portento culinario en el haber de doña Rebeca».

La comida se prolongó bastante, ya que la mujer del alcalde, además del postre, trajo unas galletas y se empeñó en preparar el té. Luego llegaron otros vecinos. Como quien no quiere la cosa la velada se prolongó hasta el crepúsculo, empalmando con la cena. Eran las tantas de la noche cuando todo acabó. Al fin pudieron retirarse a descansar.

–No creas que andamos de festejos todos los días, Vania –le explicó el mago, mientras recogían las cosas y acondicionaban una habitación para el niño–. Hoy ha sido una jornada especial, para celebrar tu llegada, pero a partir de mañana seguiremos con la rutina cotidiana. Bueno, antes te presentaré a los vecinos más notables, así que ármate de paciencia para sobrevivir al mal trance –le dijo sonriendo–. Luego te instruiré sobre las normas básicas de urbanidad que rigen la vida en Albaidares. Quizá te parezcan algo distintas a las que estás acostumbrado; me gustaría que nos señalaras las diferencias que notes. Y pasado mañana… En fin, aquí todos trabajamos en algo, así que tendremos que averiguar lo que se te da bien. Más adelante me acompañarás al monte a por plantas medicinales, y tendremos tiempo para hablar.

–De acuerdo.

La cama olía a limpio y era cómoda, con un colchón blando y un edredón que mantenía el calor, pero le costó conciliar el sueño. La celda del castillo donde lo encerraban por las noches sólo disponía de un montón de paja sobre el suelo y una vieja manta con la que abrigarse. Sabía qué eran las camas: las había visto en las habitaciones del castillo, pero nunca se le había ocurrido que a él podrían darle una, como a las personas importantes: los Amos. En su mente se cruzaban un montón de pensamientos contradictorios.

Aquella gente era rara, pero rara de narices. Jamás, en toda su vida, alguien le había deseado buenas noches (aunque con la apostilla de «que no te piquen las chinches», por parte de Ondina). Y lo trataban bien, como si fuera un pura sangre de los establos de los Amos. Le daban comida, no lo golpeaban y hasta parecían amables. Aquello no era normal. ¿Qué querrían hacer con él? ¿Acaso existían personas que no dominaban a otras, ni las sometían por la fuerza?

Se tocó la pierna. La cataplasma de hierbas que le había aplicado el mago obraba milagros, porque ya no le dolía. Mañana podría caminar sin problemas. Sí, definitivamente los dejaría vivir un tiempo más y seguiría con ellos. Tampoco dañaría a aquella cotorra gorda, doña Rebeca. ¡Cómo guisaba, la condenada!

Así, una vez que tuvo claro su plan de acción, Vania se quedó dormido. Y como de costumbre, cuando despertó fue incapaz de recordar sus sueños.

CAPÍTULO III: ES BUENO CONOCER GENTE

Al día siguiente, bien temprano, Eliseo despertó a Vania hablándole en voz baja:

–Venga, quítate las legañas de los ojos, aséate y vístete. Ya hemos preparado el desayuno; no dejes que se enfríe.

Al oír esto último, el niño esbozó una sonrisa y se levantó con presteza. Eliseo meneó la cabeza, complacido; su nuevo pupilo no era un dormilón perezoso, por suerte. Tampoco parecía inapetente; dio cumplida cuenta de los panecillos de pan de trigo tostados y untados con aceite, ajo y sal. Se zampó un bollo con mermelada y apuró un par de tazas de té de roca.

–Ni que fueras una lima nueva –comentó Ondina, con ojos soñolientos; desde luego, ella tenía peor despertar.

Una vez recogida la mesa, Eliseo acompañó a Vania mientras caminaban pausadamente hacia el centro del pueblo. La casa del mago se alzaba en la periferia de Albaidares, junto a una modesta plantación de cerezos. Por aquella parte las viviendas aparecían dispersas. Cada una tenía su correspondiente cercado, para proteger las plantas de algún jabalí despistado que decidiese merodear por allí. Hacia el centro, los edificios se juntaban, llegando en algunos casos a estar adosados.

–La mayoría de los vecinos se dedica a la ganadería. Los corrales quedan más al norte, a resguardo del viento –iba explicando Eliseo–. Muchos cultivamos nuestros propios huertos, que nos dan para sacar algún dinerillo extra en época de cosecha. Gracias a eso podemos cambiar fruta por otros artículos de primera necesidad, regalar a los amigos… En fin, lo de costumbre. De todos modos, en el valle hay campos comunitarios de cereales, coles y patatas. Una de las tareas de la alcaldesa es organizar los turnos de labranza y recolección. Casi todos los vecinos trabajan en la agricultura cuando les toca. Sin embargo, hay oficios que exigen dedicación exclusiva, a la vez que otorgan un gran prestigio. Bueno, en casi todos los casos –apostilló el mago, acordándose de Purdy, el encargado de recoger el estiércol y limpiar los pozos negros–. Si vas a quedarte con nosotros por largo tiempo, estaría bien que algún buen artesano te aceptara de aprendiz. A menos que prefieras dedicarte al estudio, como Ondina.

–De momento, no tengo una opinión formada –dijo Vania, sin comprometerse.

Los vecinos madrugaban en Albaidares. La norma entre la gente del campo era levantarse con el gallo y acostarse temprano, con las gallinas. Apenas había salido el sol, pero ya había un trajín considerable. A diferencia de los moradores de las grandes ciudades, siempre apresurados y cada uno pensando en lo suyo, aquí todos se movían sin prisas, y les gustaba pararse a saludar y comentar cualquier cosa sin importancia. Especialmente hoy, porque quien más, quien menos, quería echar un vistazo al chico del mago. A Vania llegó a molestarle tanto interés no deseado, pero la curiosidad por conocer el pueblo venció sus ganas de dar un escarmiento a tanto entrometido.

Vania y Eliseo se acercaron a un edificio bastante grande, comparado con los demás. A diferencia del resto del pueblo, sus paredes eran de sólido granito. Se alzaba al lado de una caudalosa acequia, en la que daba vueltas y más vueltas un aparatoso molino de agua. El chirrido de la rueda de madera y el chapoteo de los cangilones no lograban sofocar el ruido que generaba el martillo al golpear sobre el yunque. El mago se detuvo un momento y señaló hacia la puerta.

–Maese Dilfur es el mejor herrero de la comarca. Pocos como él dominan el secreto del acero. Hace muy buenos negocios con los mercaderes del Valle, e incluso acuden viajeros de tierras lejanas a comprar sus afamadas obras. Con la edad, ha dejado para los aprendices los objetos más corrientes: arados, rejas, cancelas… Ahora prefiere dedicarse a forjar cuchillos de fantasía, con forma de lengua de dragón, colmillo de oso o garra de lobo. Los coleccionistas de la capital pagan pequeñas fortunas por ellos. Nos sentimos muy orgullosos de Maese Dilfur; su prestigio redunda en el del pueblo. Vamos a presentarle nuestros respetos.

El taller del herrero parecía la viva imagen del infierno, según se ilustraba en los manuscritos antiguos. Hombres y muchachos iban de un sitio a otro, como demonios presurosos. Su piel cubierta de sudor brillaba con los reflejos anaranjados de las fraguas. Los martillos, impulsados por el molino de agua, golpeaban el acero, y torrentes de chispas saltaban del metal torturado. El estrépito era ensordecedor.

Eliseo observó disimuladamente a Vania. Algunos niños se asustaban cuando los ponían en medio de semejante estruendo, pero este no fue el caso; más bien todo lo contrario. Vania sonreía y respiraba profundamente, como si le gustase inhalar aquel aire recalentado. El mago habría jurado que, por primera vez desde que lo conocía, aquel crío parecía feliz.

Un hombre se dirigió hacia ellos. Era rechoncho, puro músculo, más ancho que alto, con unos brazos que más parecían jamones. Su poderosa voz se oyó alta y clara, por encima del insoportable ruido:

–¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el señor mago! ¿Qué te trae por aquí, Eliseo? El alambique que me encargaste no estará listo hasta dentro de…

–Tranquilo, Maese Dilfur –lo cortó con gesto amable–. Se trata de una mera visita de cortesía. Estoy enseñando el pueblo al joven Vania.

El herrero se fijó por fin en el niño. Sonrió y le propinó unas palmadas cariñosas en el hombro, que lo hicieron trastabillar.

–¡Caramba! Así que este es el misterioso mozo del que todos hablan.

Maese Dilfur estuvo un rato dándole coba, lo que Vania soportó estoicamente. La fragua lo fascinaba; bien valía aguantar unas pequeñas molestias. Eso sí, como siguiera dándole esas palmadas tan a lo bestia, tendría que tomar medidas.

Cuando el mago explicó que intentaba averiguar cuál podría ser la vocación laboral del chico, el herrero chascó los dedos y se llevó a Vania poco menos que en volandas.

–Si en verdad te atrae el trabajo del hierro, chaval, no tienes más que decírmelo. Te recibiremos con los brazos abiertos. Eso sí, debo advertirte que se trata de una profesión dura, que requiere sacrificios. Sin embargo, ¡ya lo creo que compensa con creces! En tus manos, simples manos de mortal, tendrás un poder que parece reservado a los dioses. Domesticarás el fuego, y gracias a él podrás doblegar el metal, moldearlo, darle forma… Convertirás el mineral inerte en la espada que blandirá un guerrero, el arado que preparará la tierra para la sementera o la cancela que separará a unos enamorados en las soleadas ciudades sureñas…

–Desconocía tu vena poética, Maese Dilfur –comentó Eliseo, divertido.

–Lo de domesticar el fuego suena interesante –observó el niño con un matiz de ironía que nadie percibió.

–En efecto –prosiguió el herrero–, mas para ello se requiere un largo proceso de aprendizaje. Primero, debemos observar la disciplina y el autocontrol. Hay que empezar desde abajo, con las tareas rutinarias. No pretendas forjar un estilete dragón el primer día… –Señaló a unos jóvenes, poco mayores que Vania–. Los aprendices se ocupan, ante todo, de mantener el fuego a la temperatura adecuada. Los días en que hay poca faena y podemos apagar algunos hornos, se dedican a tareas de reparación y limpieza. Observa –Se acercó a una fragua–: la hemos dejado enfriar porque hoy no tenemos mucho volumen de trabajo, pero si quisiéramos avivar las llamas, tendrías que empezar a mover los fuelles.

–Se me figura un trabajo algo duro para un crío de su edad –intervino el mago.

–Quia, pamplinas… Tendemos a sobreproteger a los niños, como si fueran de merengue. Te aseguro que después de una semana de faena, sus músculos se endurecerán hasta el punto de…

–Ya está –dijo Vania.

Maese Dilfur y Eliseo, que se habían desentendido de Vania durante unos segundos, se giraron al unísono. En el vientre de la fragua, el fuego brillaba con rabia, incandescente; casi hacía daño a los ojos.

–¿Está bien así o lo caliento más? –insistió el niño, con expresión angelical.

El herrero se había quedado sin habla. Miraba fijamente la fragua, como si se tratase de una aparición espantosa. Por su parte el mago temió que, sin querer, Vania hubiera perpetrado alguna trastada o estropeado algo. Puso cara de circunstancias.

–Esto… ¿Se puede saber qué has hecho, hijo?

–Pues avivar el fuego.

–Ya… A lo mejor te has excedido un poco, por lo que parece.

–Tuve mucho cuidado. Los ladrillos refractarios aguantarán.

Eliseo volvió a sorprenderse del vocabulario que empleaba Vania. «¿Qué tipo de educación habrás recibido, y con qué profesores?». Decidió que lo mejor sería abandonar la herrería, después de ofrecer sus disculpas a Maese Dilfur. Dejaron atrás a un herrero ensimismado y unos aprendices que murmuraban entre ellos, mientras lanzaban miradas de reojo a Vania.

Conforme transcurrían las horas, Eliseo comenzó a sospechar que había algo decididamente raro en aquel niño. Inquietante, más bien. Y es que a su alrededor tendían a suceder cosas anómalas. Lo de Maese Dilfur podía tener una explicación lógica: que intensificara las llamas de la fragua por azar. Pero lo del panadero…

El buenazo de Piri y su esposa Karina los acogieron con los brazos abiertos. Se desvivieron para agradar a Vania y lo atiborraron de pastelillos y dulces. El objeto de tantas atenciones no se molestó en darles las gracias. Se limitó a engullir todo cuanto le ofrecían, como si su estómago fuera un pozo sin fondo. Menos mal que los panaderos eran muy comprensivos y no se enfadaban por esas pequeñas faltas de urbanidad. Luego detallaron a su joven invitado las bondades del negocio. Para ello, y puestos a predicar con el ejemplo, le mostraron las interioridades de la panadería.

Eliseo no quitó ojo del niño durante aquella visita guiada. Le dio la impresión de que Vania se limitaba a fingir un interés educado durante la mayor parte del tiempo, como cuando le enseñaron los utensilios de amasar o el carro repartidor. En cambio, el semblante de Vania se iluminó al llegar junto al horno, donde iban a cocerse unos roscos de anís. Piri y Karina le explicaron el proceso y se lamentaron, medio en broma, del tiempo que requería.

–Sería fantástico que, por arte de magia, los roscos se hicieran en un periquete –comentaron.

Eliseo se distrajo por un momento. Mientras les relataba una anécdota de sus años mozos, acerca de los bollos que servían en la cantina universitaria, comenzó a salir humo del horno. Alarmado, el panadero lo abrió y sacó lo que quedaba de los pobres roscos, convertidos en carbonilla con un sutil aroma anisado. El buen hombre no daba crédito a sus ojos.

–Pero si hace apenas un par de minutos que los metimos… –balbucía, incrédulo.

Y Vania habló. Todos se habían olvidado de él, en aquellos momentos de confusión.

–Parece que acortar el tiempo no resulta una buena idea –dijo, con semblante pensativo.

Piri y Karina lo contemplaron al principio con incomprensión, luego con estupor y finalmente con recelo. La situación se volvió tan incómoda que Eliseo improvisó una despedida amable y se largó de allí. No podía borrar de su mente las miradas que le lanzaron a Vania: como si se tratase de una especie de fiera, presta a saltar sobre el viajero incauto. Al cabo de un rato Eliseo le preguntó al niño, como por casualidad, qué opinaba del incidente. Vania se encogió de hombros y se sumió en un mutismo taciturno que le duró hasta la siguiente visita de cortesía.

En casi todas las casas que visitaron sucedió algo raro. Por separado, podría pensarse en casualidades, y Eliseo era un escéptico, como buen mago. Sin embargo, acabó dejándose influir por aquella aura de anormalidad que parecía emanar de Vania. A ver si no, cómo era posible que:

Primero: en casa de la tía Lucrecia, la ropa tendida se hubiese secado tan rápido.

Segundo: al alfarero se le hubiera estropeado aquella remesa de botijos por sobrecalentamiento súbito del horno.

Tercero: el perro del señor Roque, una criatura tan vocinglera y desagradable como su dueño, hubiera sufrido un peculiar percance. El chucho se empeñó en seguirlos pegado a sus talones sin parar de ladrar, pero de repente empezó a aullar y salió corriendo a toda prisa a refugiarse en su caseta. Poco después, el señor Roque salía, hecho un basilisco, preguntando a grito pelado quién había sido el desalmado (y otros insultos peores) que le había chamuscado el rabo a su amado Tobi.

Cuarto: en los establos, un montón de paja hubiese ardido de forma espontánea.

Quinto: en la visita al carnicero, una salchicha cruda hubiese dejado de serlo, para sorpresa del matarife.

Y así, pequeños detalles iban sumándose uno tras otro. Eliseo meneó la cabeza. «Tienen que ser casualidades, sin duda. Debo de estar volviéndome impresionable con los años…». El problema consistía en que los rumores volaban, y al cabo de unas horas todos murmuraban sobre el niño raro del mago. Eliseo se entristeció. Los críos como Vania no eran tontos. Se daban cuenta de esas cosas. ¿Cómo reaccionaría al sentirse rechazado? ¿Se tornaría aún más retraído? «Ay… Resulta irónico que yo, que nunca he engendrado hijos, tenga que tomarme estos disgustos por culpa de los niños. Está visto que si uno nace para martillo, del cielo le caen los clavos».

Uno de los pocos sitios donde no ocurrió nada reseñable fue en el mesón de Adela, una robusta treintañera de férreo carácter que regentaba un negocio próspero. Se trataba de un establecimiento que ofrecía comidas a los viajeros. Estos nunca faltaban, pues Albaidares estaba situado en un estratégico lugar de paso. También servía a algún vecino que, como Eliseo de vez en cuando, no tenía tiempo para prepararse el almuerzo, ni disponía de cocinera en casa. A Eliseo le gustaba charlar con Adela. Ondina, con una pizca de malicia, solía preguntarle el motivo que aún no se hubiera decidido a tirarle los tejos a tan buen partido. Eliseo se enfadaba, aunque la idea le había rondado por la cabeza alguna vez que otra. No obstante, la falta de valor por su parte y el miedo al rechazo o a comprometerse hicieron que sólo siguieran siendo buenos amigos.

Hasta la mesonera habían llegado rumores de que el niño era una especie de gafe. Sin embargo, tuvo la delicadeza de no mencionarlo en voz alta, y les dio conversación como si tal cosa. Tan sólo una vez se le escapó un comentario, mientras miraba a Vania apurar la sopa:

–Pues no me parece tan malo…

De hecho, el crío comía como si tuviera hambre atrasada. Y eso pese a todo lo que había picado en las anteriores visitas, que equivalía a un almuerzo copioso.

–Como sigas así, me vas a arruinar. ¿No te alimentaban bien antes de venir aquí? –le preguntó Eliseo, un tanto alarmado por semejante voracidad.

–Nunca me quejé –repuso Vania con naturalidad mientras cortaba una rebanada de pan, y no hubo forma de sacarle más información sobre su pasado.

Adela los despidió con una sonrisa, halagada por la aceptación que habían tenido sus guisos por parte del niño. Ya que habían comido tarde y la velada se había prolongado demasiado, Eliseo decidió que darían una vuelta por el pueblo para hacer la digestión y regresarían a casa temprano. En el fondo, no le apetecía entrevistarse con otro artesano puesto que, sin duda, consideraría a Vania un bicho raro.

Claro, no pudo evitar pasarse por la casa de la alcaldesa a presentar sus respetos. Allí, Vania tuvo que soportar los cariñosos abrazos de doña Rebeca, y debió saludar a su numerosa prole. Por fortuna, esta vez no sucedió nada, para desencanto de los críos, que sin duda ansiaban que Vania estropease algo para luego contárselo a los amigos.

Si Eliseo deseaba un fin de fiesta tranquilo, Ondina se encargó de sabotear sus esperanzas. Hacía poco que había llegado, una vez terminada su jornada en la escuela y en los campos de cultivo comunales. Nada más entrar por la puerta, les soltó, con una sonrisilla maliciosa:

–¡Hombre! ¡Por fin honra a nuestro hogar con su presencia nada menos que Vania, el Gafe!

Pese a que Eliseo odiaba los castigos físicos, se quedó con ganas de propinarle una patada en el trasero a aquella descarada. Con voz gélida, e intentando poner cara de enfado, le riñó:

–Eso no ha tenido gracia, hija.

Ella se dio cuenta de que se había pasado, y se retiró discretamente a su cuarto con la excusa de que debía ordenar los libros. El mago estaba en verdad furioso. «Con lo que cuesta penetrar la coraza de silencio bajo la que se esconde este crío, sólo me faltaba que la muy insensata lo volviera todavía más huraño». No obstante, a Vania la burla parecía haberlo dejado indiferente. Ahora se sentaba en la mesa, con la mirada perdida, sumido en sus pensamientos. Ni siquiera Ondina, que regresó al cabo de un rato, logró arrancarle más que palabras sueltas, aunque probó a pincharlo cada dos por tres.

Eliseo tuvo que llamar la atención de Ondina varias veces. Su hija incordiaba más de lo habitual. ¿Se debía a un ataque de celos, por culpa de la atención que el mago debía prestarle al niño? No sólo la amonestó por su comportamiento. Sabía que era irracional, pero sentía que debía pararle los pies, evitar que irritara a Vania. Había algo indefinido, un soterrado temor a que el niño reaccionara de mala manera. Trató de alejarlo de su mente. Por los dioses, ¿qué daño se podía esperar por parte de un simple chaval?

CAPÍTULO IV: DE PASEO POR EL CAMPO

Los días siguientes fueron un calco del anterior. En torno a Vania seguían sucediendo hechos extraños, pequeños accidentes que de momento no herían a nadie, pero la gente murmuraba y recelaba. Como cabía esperar, cualquier percance que ocurriera en el pueblo le era atribuido, aunque no tuviera la culpa.

«Si es que en realidad la tiene de algo, pobre criatura». La situación era cada vez más incómoda para Eliseo. Sufría por el niño, pero de rebote su propio prestigio en Albaidares se resentiría. Años de integración en el pueblo, de llevarse bien con los vecinos, de ganarse su estima, podían irse al traste en unas semanas. Debía pararlo.

Puesto que nadie lo iba a aceptar de aprendiz, ni Vania parecía interesado en ejercer profesión alguna, el mago decidió que el niño trabajaría con él hasta que se le ocurriese otra cosa o los ánimos se calmasen. Cuando lo propuso, Vania no mostró alegría ni rechazo.

–Pues nada, decidido está –concluyó Eliseo una noche, a la hora de cenar–. A partir de mañana me acompañarás en mis salidas al monte. Es la época ideal para encontrar hierbas y flores tempranas con sobresalientes virtudes curativas. Quizá te pique el gusanillo, y decidas convertirte en curandero. Eso haría que todos te admiraran y requirieran tus servicios.

–Quién sabe –contestó el niño, mientras mojaba un trozo de pan en las gachas.

–Desde luego, hermanito, deberías probar a ganarte la vida como animador de fiestas, con esa gracia que los dioses te han otorgado –saltó Ondina. La manía de Vania de responder con frases muy cortas le atacaba los nervios.

Eliseo la miró con severidad.

–Eh, vosotros dos, haya paz. Ahora que lo pienso… –Se acarició la barbilla–. ¿Por qué no te unes a nosotros, Ondina? No te vendría mal descansar un día de los estudios y estirar las piernas por la sierra.

La propuesta la pilló por sorpresa, aunque enseguida sonrió alegre.

–¡Me apunto! Voy corriendo al mesón, a pedirle a Adela que nos prepare comida para llevar mañana a primera hora.

Eliseo frunció el ceño.

–Es un poco tarde para ir sola, ¿no crees? Si acaso, me acercaré yo.

Ella lo miró con cara de fastidio.

–Papá, que no me va a comer un oso ni me raptarán los bandidos. Esto es Albaidares, no una de esas ciudades sureñas poco recomendables que cantan en las coplas de ciego. Te imaginas peligros hasta debajo de las piedras.

–Tengo la impresión, jovencita, de que eres una irresponsable, para quien la palabra riesgo no significa nada…

Ondina iba a darle una respuesta más acalorada, cuando Vania, en contra de lo habitual, intervino:

–Yo la acompañaré. Supongo que nadie nos molestará.

En silencio, Eliseo y Ondina se giraron lentamente y miraron al niño. Este, aunque lo disimuló, estaba tan perplejo como ellos. El ofrecimiento le había salido espontáneo, y eso que, hasta la fecha, Ondina sólo le había lanzado puyas y gastado bromas. Más de una vez pensó en acabar con ella y el pesado del mago, pero lo aplazó porque aún creía que le quedaban cosas por descubrir en aquel pueblo. Bueno, ahora no iba a desdecirse, y escoltaría a aquella cría insoportable al mesón.

A pesar de sus dudas, Eliseo lo aprobó y ambos niños se marcharon. Sabía que se preocupaba demasiado por Ondina y que no podía estar siempre vigilándola. «Parezco mamá gallina. Debo acostumbrarme a que se está haciendo mayor, y yo, viejo». Y también debía demostrar a Vania que se fiaba de él, aunque no las tenía todas consigo.

El mesón estaba en la otra punta del pueblo, aunque no había problema para llegar hasta él. La noche era clara y sin nubes. La luna brillaba en el cielo, dotando al paisaje de sutiles tonalidades grises. Además, por las calles había plantados fogariles, unos singulares árboles de ramas fosforescentes, que desprendían una luz verdosa. Así, uno podía andar sin el peligro de tropezar con algo o pisar una boñiga.

Ondina respiró hondo. Le encantaba pasear por el pueblo a aquellas horas, cuando todo estaba inmerso en una quietud que se le figuraba perfecta. Desde luego, papá se pasaba un poco con su manía de protegerla. ¿Qué de malo podía ocurrirle en un remanso de paz como Albaidares?

Tan sólo había una nota discordante: Vania. Aquel crío, tan callado como un pato disecado, resultaba de lo más irritante. Bueno, al menos había tenido el detalle de ofrecerse a acompañarla, aunque para lo que hablaba, venía a ser lo mismo que si caminara sola. Iba unos pasos por delante de ella, mirando de vez en cuando a los lados, sobre todo cuando doblaban alguna esquina. Su actitud le recordó a la de un soldado de patrulla. Qué payaso. Intentó darle conversación:

–Están lindas las estrellas esta noche, ¿eh?

El niño miró al cielo un momento.

–Yo las veo igual que todos los años, por estas fechas.

La respuesta, dicha en el mismo tono que un notario leyendo un informe, molestó a Ondina. ¿Aquel zopenco no tenía sentimientos, o qué?

–Muy lindas –insistió–. Según cuentan las comadres del pueblo, son agujeros en el manto del vestido de la Diosa Madre. Por ellos se cuela la luz pura de la Morada de los Dioses. Otros dicen que se trata de lámparas que el Gran Padre colocó en el firmamento para recordarnos que nos vigila desde lo alto. De vez en cuando, algún diablillo tira alguna y cae a tierra, y entonces podemos pedir un deseo… –Suspiró, embelesada–. Una vez papá me presentó a un colega suyo, un chiflado que afirmaba que las estrellas eran grandes soles, en torno a los cuales giraban otros mundos habitados. Más aún: se empeñó en convencernos de que nuestros antepasados viajaban entre ellas, montados en carros de fuego –Se encogió de hombros–. Hay gente para todo. ¿Qué opinas tú?

–Son puntos de luz, están muy lejos y no podemos alcanzarlas. Por tanto, me traen sin cuidado. Como mucho, tienen utilidad para orientarse de noche.

–Pero… ¿Serás tarugo, cabeza cuadrada? –Ondina se sentía realmente ofendida–. ¿Acaso para ti las cosas sólo merecen la pena si puedes comerlas o usarlas como herramientas?

–Es lo normal.

–¡Y un cuerno! ¿Sabes? Me das pena. Cuando abres la boca, te limitas a enunciar hechos y nada más. No eres capaz de disfrutar con cosas inútiles, como charlar con los amigos por el placer de hacerlo, mirar las estrellas o escuchar el susurro del viento entre los sauces. Pues entérate: eso es lo que da sentido a la vida, lo que nos distingue de los animales, so ceporro.

–Si tú lo dices…

–¡Eres imposible! No sé cómo te soporto –bufó–. Porque en el fondo soy una santa, sin duda. Menos mal que hemos llegado.

Se oían voces dentro del mesón, y la luz de las lámparas se filtraba por las rendijas de las ventanas. Había clientes que estaban dando cuenta de la cena antes de irse a dormir a las habitaciones del ático.

–Será mejor que aguarde fuera –dijo Vania–. No caigo bien a la gente.

–Te lo has ganado a pulso –replicó Ondina; se dio la vuelta y entró a buscar a Adela.

Mientras aguardaba, Vania consideró seriamente arrasar Albaidares y marcharse en ese mismo instante a recorrer el mundo. Allí no se le había perdido nada, y poco le quedaba por aprender. Seguramente habría sitios más interesantes en los valles limítrofes. Por supuesto, y tal como le habían enseñado en el Castillo, antes debía castigar a quienes le ofendían, y no dejar rastro de su presencia. Se lo pensó. Calculó que podría acabar con un pueblo de ese tamaño en unos cinco minutos.

Pero alzó la vista y contempló las estrellas. Seguían pareciéndole vulgares puntos de luz. Y a su cabeza retornaron los reproches de Ondina.

Había aguantado estoicamente castigos y penalidades de todo tipo en el Castillo. Sin embargo, por alguna razón que se le escapaba, aquellos comentarios de una vulgar niña le molestaban. Le ofendían, mejor dicho. Lo consideraba poco menos que un animal por ser incapaz de apreciar algo esotérico llamado belleza…

Mientras rumiaba aquellas ideas, ella salió del mesón.

–Ya está –le informó–. Nos tendrán preparados unos bocadillos, fruta y té frío. Venga, regresemos a casa, que mañana hay que madrugar. Y conociendo a papá, se estará subiendo por las paredes si tardamos un minuto más de lo debido.

Vania la siguió a corta distancia. Qué fácil sería acabar con aquella fastidiosa criatura, con su parloteo que era peor que el canto de las chicharras a la hora de la siesta. Pero no lo hizo. Al día siguiente marcharon bien temprano a la búsqueda de hierbas medicinales.

Durante el resto de su vida, Vania jamás olvidaría aquella excursión a la sierra.

La noche anterior tardó en conciliar el sueño. Le estuvo dando vueltas a la cabeza. ¿Por qué seguía con aquellos dos, en lugar de largarse con viento fresco? Seguro que el ancho mundo podía mostrarle cosas muchísimo más interesantes que una vulgar aldea de montaña. Entonces, ¿cómo era que no se iba? Al final logró racionalizarlo, convenciéndose de que podría ser interesante visitar la naturaleza para recolectar hierbajos. En el Castillo no había tenido ocasión de salir de las murallas. Luego, destruiría Albaidares y abandonaría la región. Para los aldeanos, procuraría que el final fuera rápido y relativamente indoloro. Al menos, se lo debía a sus anfitriones.

Ciertamente se levantaron temprano aquella jornada, aunque eso no incomodaba a Vania. Nunca le habían permitido ser perezoso; estaba acostumbrado a ponerse en marcha cuando fuera necesario, con la mente alerta y el cuerpo preparado para el ejercicio. Ondina, en cambio, se caía de sueño. El niño sonrió satisfecho, al saberse superior a ella en ese aspecto.

Pasaron por el mesón, guardaron comida y bebida en los zurrones y dejaron atrás el pueblo. Tomaron el sendero que subía a lo más alto de la sierra, y que discurría al principio entre los pastos comunales. Iban saludando a todos los que se cruzaban con ellos, como era típico entre la gente del campo. Si alguno se asustó al toparse con el niño raro del mago, no lo demostró; la educación ante todo.

Vania era de pocas palabras y Ondina aún caminaba medio sonámbula a tan temprana hora. Fue Eliseo quien se empeñó en que el paseo resultara una experiencia agradable, o al menos lo intentó. Les explicó a los chicos las virtudes de un buen bastón con punta metálica para moverse por el monte, y la conveniencia de marchar a pasos cortos pero con ritmo constante cuando se subía por una ladera. Cómo no, fue identificando cada árbol del borde del camino, o detallando a qué pájaros correspondían los trinos y gorjeos que comenzaban a surgir entre los setos cubiertos de escarcha.

Vania trataba de asimilar todo aquel torrente de información, aunque dudaba que sirviera para algo distinguir un serbal de un majuelo, o el canto de un ruiseñor del de un jilguero. Eso sí, le chocaba el entusiasmo que irradiaba el mago. Aquel tipo parecía disfrutar por el mero hecho de enseñar a sus pupilos, de compartir su sabiduría. Contrastaba con los educadores del Castillo, que se limitaban a cumplir su cometido con rigor, para evitar posibles sanciones de los Amos. El mago, en cambio, actuaba aparentemente movido por el placer. Qué absurdo.

El paseo no resultó cansado, ya que Eliseo solía detenerse con cierta frecuencia para recoger plantas silvestres.

–¡Ajá! –exclamó, agachándose junto a una acequia–. ¿Qué tenemos aquí? Nada menos que unos magníficos ejemplares de cola de caballo. Los recogeremos a la vuelta, para no ir cargados cuesta arriba. Son ideales para que los riñones depuren la sangre y la vejiga trabaje. Por cierto, Adela los emplea para sacar brillo a las perolas de cobre y los adornos de estaño –añadió, con un guiño pícaro.

Y así, mientras subían por el monte, el mago fue impartiendo una clase magistral sobre plantas medicinales. Parecía mentira la de utilidades que podía encerrar un simple matojo. Ondina, ya espabilada por el aire fresco matinal, colaboraba de mil amores en las tareas de Botánica Aplicada. Se mostró muy hábil a la hora de encontrar plantas pequeñitas, que se camuflaban entre la hojarasca.

–¡Mira, papá! Una hepática –anunció orgullosa, sosteniendo entre sus dedos una hierba que medía apenas un palmo, con bonitas florecillas azules.

–¡Estupendo! –Eliseo la tomó con delicadeza y la observó con ojo clínico; después se la mostró a Vania–. Como su nombre y la forma de las hojas indican, sirve para desopilar –Vania se preguntó qué demonios significaba aquella palabreja– el hígado. Pero primero habrá que secarla, porque en fresco es tóxica e irrita la piel. Sabe, mi querido joven –Lo miró y adoptó una pose de catedrático que al niño le pareció divertida–, que muchos vegetales no son intrínsecamente venenosos, sino que su bondad o peligrosidad dependen del modo de preparación y la dosis empleada. Por ejemplo, observa esa enredadera –Señaló a unos gruesos bejucos que trepaban por el tronco de un olmo–. Es una pena que no florezca hasta el verano, porque es bien bonita. Se trata de la clemátide. A partir de ella, yo elaboro una pomada contra los mohos y las infecciones cutáneas. En cambio, los pedigüeños del Valle se la frotan por la cara y brazos para provocarse llagas. Así, dan lástima a las almas caritativas, y consiguen más dinero en limosnas. Allí la llaman hierba de los pordioseros, por tal motivo.

–Interesante –tuvo que admitir Vania.

Sin apresurarse, fueron dejando atrás los campos y subiendo a la sierra, primero entre hayedos y robledales, que más arriba dejaron paso a los pinares sombríos. Eliseo seguía con sus disertaciones; el niño advirtió que no estuvo callado más de medio minuto seguido. De continuar así, corría el riesgo de acabar aprendiendo Botánica. Sin embargo, y pese a sus temores, no se le hizo pesado. El mago no fingía para distraerlo o tenerlo contento. Estaba en su salsa. Aquella actitud era nueva para Vania: compartir saberes secretos por placer. Quizá había sido una buena idea dejarlo vivir unos días más.

Eligieron para comer un claro abierto entre los árboles, a poca distancia de un arroyo de montaña. Aunque el sol estaba alto en el cielo, no hacía calor. Una agradable brisa contribuía a que el día fuera perfecto.

–Basta ya de trabajar –anunció Eliseo, batiendo palmas–. Sentémonos y demos buena cuenta del almuerzo que nos ha preparado Adela.

Los bocadillos no tardaron en caer, acompañados del té frío.

–En el fondo, esto es lo mejor de las excursiones –comentó el mago, con expresión soñadora, mientras se hurgaba los dientes con un palillo–. Comer en buena compañía, después de recolectar para el herbario, con la satisfacción del deber cumplido…

Vania tuvo que admitir que se estaba muy a gusto sin hacer nada, simplemente viendo pasar la vida tumbado en el prado. Quién se lo hubiera dicho semanas atrás.

–No sé vosotros –dijo Eliseo–, pero yo me he quedado con hambre, y aún tenemos tiempo antes de que caiga la tarde. Podríamos pescar algo en el arroyo, que tiene fama de truchero. Encenderemos una hoguera. Venga, todos a por leña.

Dedicaron un ratito a buscar ramas secas. Eliseo las dispuso cuidadosamente y las rodeó con un círculo de cantos rodados. Le tendió a Vania la yesca y el pedernal.

–¿Sabrás prenderla? –El niño asintió–. Bien. Mientras tanto, nosotros buscaremos plantas aromáticas que vayan bien con el pescado.

El mago y su hija habían apenas recorrido veinte pasos cuando se giraron. Las llamas de la hoguera crepitaban ya.

–Caramba, sí que tiene buena mano este crío con el fuego; y eso que la madera estaba un poco húmeda –murmuró Ondina, y se puso a recoger hierbas aromáticas.

Poco después, regresaron con unos tallos de menta, ajedrea y otras plantas.

–Ahora deberéis acercaros al arroyo a por truchas. Mientras, calentaré agua para hacer un poco más de té –dijo el mago–. Por suerte, eché un puñado de hojas secas en el zurrón. A Ondina se le da muy bien pescar, y no tendrá inconveniente en instruirte, Vania. No os entretengáis demasiado, que el tiempo vuela y no quiero que nos pille la noche bajando al pueblo por un camino de cabras.

No tuvieron que andar mucho. Nada más entrar en la aliseda cercana, el arroyo se remansaba y formaba una balsa natural. En las aguas cristalinas podían verse los peces nadando por el fondo, a la caza de larvas de insectos y pequeños cangrejos. Ondina se detuvo y hurgó en el zurrón, bajo la atenta mirada de Vania.

–Siempre que salimos al campo llevo sedal, anzuelos y cebo, por si acaso –le explicó la niña–. Anda, haz algo útil y corta algunos carrizos gruesos, para que nos sirvan de cañas.

Días de Fuego

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