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Tres momentos en la obra de Eduardo Milán

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Eduardo Milán nace en la ciudad de Rivera, Uruguay, en 1952, pero se ha afincado desde 1979 en México. En 1975 publica Estación, estaciones, la primera obra que reconoce el autor, algunos de cuyos poemas han sido recopilados en distintos años y países. Desde esa fecha hasta ahora, Milán ha publicado más de una veintena de libros de poesía —entre los que se encuentran Nervadura, Nivel medio verdadero de las aguas que se besan, Alegrial, Querencia, gracias y otros poemas, Habrase visto, Unas palabras sobre el tema, Acción que en un momento creí gracia, Índice al sistema del arrase o Manto— hasta llegar a El poema estaba, de 2019. En esta larga trayectoria de descubrimiento de la palabra a través de la poesía, Milán pone a prueba la estabilidad del lenguaje al suprimir la referencialidad objetiva y propone maniobras de desemantización, o la pérdida del sentido habitual de las palabras. De esta manera, la copiosa voz poética de Milán se acerca al medio siglo de habitar la trama de la poesía hispanoamericana, y es por lo tanto fácil de comprender la variedad de tonalidades, subjetividades, temas y tratamientos presentes en un corpus textual tan amplio. Además de la poesía por la cual es reconocido en el continente, Milán ha publicado una decena de libros de ensayos y artículos de crítica literaria. Así, Milán aborda la poesía desde dos accesos privilegiados: la práctica de la lírica como tal, y la reflexión sobre la misma, en la línea de algunos de los más reputados poetas modernos como Charles Baudelaire, T. S. Eliot u Octavio Paz. La idea de este estudio, entonces, es hacer una lectura atenta de los poemas contenidos en la presente antología para acercar al lector a la poesía de Milán.

En la vena de la poesía moderna, la producción temprana de Milán comporta en sí la capacidad de eludirnos como lectores, de presentarnos primero una aproximación a una cierta comprensión del texto para después, como una máquina autorectificadora, mutar hasta expresar una disimulada ausencia. Así, el acercamiento a la poesía de Milán evoca el camino de «Piedra de sol» de Octavio Paz: «un caminar de río que se curva, / avanza, retrocede, da un rodeo / y llega siempre» (4-6 y 582-584).

Tomemos el ejemplo del primer poema de esta antología (p. 31), «Habla (de piedra)», del libro Estación, Estación, de 1975, para despejar junto al lector la complejidad de la poesía temprana de nuestro autor, en el sentido de la supresión del referente a favor del énfasis en la materialidad del lenguaje, entendida como el privilegio de las características plásticas y sonoras de las palabras sobre el significado de las mismas. En el sentido de la indeterminación semántica propuesta por el sujeto lírico, primero demos cuenta de los paréntesis como herramienta de suspensión del sentido. Ya en el título aparecen paréntesis, y en el resto del poema hay cuatro casos más. En general, las expresiones parentéticas funcionan como acotaciones y también como marcadores de un nivel sintáctico distinto al resto del enunciado en el que intervienen, generando ambigüedad en la interpretación del poema. Como lectores, ese hecho nos indica la complejidad textual del poema, y nos debe servir como advertencia. Por otro lado, el objeto de la enunciación es una piedra, pero no en el sentido referencial del lenguaje literal por medio del cual se mienta una piedra existente, pero tampoco el concepto de piedra, sino una piedra sin especificidad ontológica. La indeterminación de la piedra es adjudicada en el poema en el segundo verso: ahí depende (2). La localización particular de la piedra se desconoce, y con esa ignorancia el lector debe avanzar en el poema, retroceder, etcétera, ya que en sí misma no puede ser un ente concreto, sino que es dependiente de algo más. Pero, ¿de qué? Del roce de si (3). Notemos ese si, cuya función gramatical es la de conjunción condicional, usada para expresar hipótesis, refuerza la idea de insuficiencia del significado. Un verso después aparece el como palabra afirmativa, y luego la voz poética nos indica una propiedad deseada de la piedra y otra percibida: debe ser útil y es entrada quieta. Luego el ahí, es decir, ese lugar indeterminado, se convierte en un «lugar de la casa» (8). Todo esto ocurre en la segunda estrofa del poema, y como lectores nos sirve como forma de aproximarnos al resto de la lectura.

En la tercera estrofa el objeto lírico, es decir, aquello sobre lo que se habla, es ahora un árbol que es a la vez «caída del aire» (9-10). Así, la indefinición de los objetos líricos se preserva por causa de la eliminación del referente: las cosas en este poema no son lo que normalmente son en la objetividad fuera del texto. La estrofa consta de veinte versos, y en diez de ellos aparecen paréntesis, lo cual intensifica la dificultad de la interpretación general del poema. Así, nuestra labor como lectores es ahora decidir entre crear algún tipo de sentido en las expresiones del hablante lírico, o quedarnos solo con las imágenes presentadas en el poema. Siguiendo en la segunda estrofa, de pronto aparece el «agua, blanda» (13) que, según se nos ha dicho, está al lado de la caída del aire en que se había convertido el árbol. Después aparece la ágata, cuarzo translúcido y con capas de distintos colores, que recibe «piedra de ojos» (21). En el verso 24, —«piedras, (piedra frente a)»—, el hablante lírico vuelve a representar los límites del lenguaje por medio, otra vez, del uso de los paréntesis. Además, al interior del paréntesis aparece una construcción adverbial presidida por «frente a», pero sin el objeto de lo opuesto a la piedra, dejando incompleta la relación locativa necesaria para el funcionamiento del adverbio de lugar. Es como si el hablante deseara no dar la suficiente información para completar el sentido del verso: no sabemos frente a qué otro objeto está la piedra. Sin embargo, la estrofa termina con la aserción de que la piedra no está sola (25-26), pero no establece por qué o quién está acompañada, aunque por el contenido de los versos anteriores podemos completar el sentido imaginando la presencia del agua, el aire, el árbol, o cualquiera de los elementos naturales mencionados.

Reproducimos a continuación la última estrofa y el verso suelto del final del poema:

Pacta:

concreta crece com- piedra memoria de área aire aérea ir se deshace de 30
rotada 34

En estos últimos versos se pueden detectar algunos elementos presentes en la mayor parte de la obra temprana de Milán cuya función sería conveniente establecer. Algo sobresaliente de estos seis versos finales es el uso de la aliteración, o repetición de sonidos en un verso con el objetivo de proporcionar mayor expresividad al lenguaje. Así, tenemos que en los versos 29-30 se repite cinco veces el fonema /k/, correspondiente a la letra c de pacta, concreta, etcétera. Termina este intento expresivo con el verso «concreta crece com−» (30), denotativo de compañía o unión de algo con otra cosa. Pues bien, luego de haber pronunciado varias veces el fonema /k/, aparece el dicho «com-», seguido en el verso subsecuente por la piedra del poema. En el orden normal de la lectura, al unir la última palabra del verso 30 con la primera del 31 tendríamos el vocablo «compiedra», expresión agramatical y, por lo tanto carente de significado. Sin embargo, en la dirección del aliento lúdico de cierta poesía posvanguardista, se puede leer la última palabra del verso 30 con la palabra del verso 29, y obtendríamos «compacta», como atributo de la piedra. En el verso 32 —«área aire aérea ir»— encontramos otra serie de aliteraciones, con palabras de sonido similar. Finalmente, el poema termina con un nuevo juego fónico activado por la preposición de del final del verso 33, y «rotada», el último verso. Este juego, cuyo equívoco en términos del habla regular se explica por la falta del objeto directo en el verso 33, el lector se ve imposibilitado para resolver el sentido de la frase. Así, desde el punto de vista semántico, las transformaciones sufridas por la piedra a lo largo del poema son enfatizadas por el juego del lenguaje donde nos abisma el hablante lírico. Visto lo anterior, ¿cuáles serían las características definitorias de esta poesía temprana de Milán?

En primer lugar, se puede afirmar una conciencia de la materialidad del lenguaje por parte de los hablantes líricos de estos poemas. Por materialidad queremos aquí decir la convicción de que las propiedades gráficas y sonoras de las palabras son superiores a sus capacidades denotativas. Esta poesía, así, lleva al lenguaje a los límites. Se trata de cuestionar su función informativa, de eliminar el referente extratextual y dejar el sentido en segundo lugar. Como ejemplo de lo anterior nótense las siguientes características gráficas del poema: la distribución gráfica del texto en la página, los versos compuestos por solo una o dos palabras, o la sangría escalonada de algunos de los versos.

Podríamos entonces decir que la escritura de Milán es extática, es decir, se desprende de sí misma, pero, a la vez, vuelve sobre sí como la más probable referencia, y en el espacio intermedial entre la actividad concreta de lectura y su aprehensión cognitiva, desaparece. Se sale pero no llega a ningún lugar fuera de la página, creando una versión anómala de trascendencia inmóvil. Se trasciende y desaparece, pese a que al final persiste. Ese vacío creado por la imposibilidad de dar sentido a los signos se constituye, así, en lo esencial de la poesía temprana de Milán, en lo que podríamos llamar una poesía de la activación. ¿Cuál es la posición del lector ante la profusión de signos gráficos, ilegibilidades en apariencia deliberadas, rarefacción del sentido? ¿Dónde queda el significado entre la trama de significantes que se proyectan desde el papel? ¿Existe posibilidad de comunicación en este tipo de dicción? Veamos.

Históricamente la lírica es la especie literaria ocupada de la creación de una subjetividad expresiva en el texto. Dicha subjetividad representada se da de dos formas: en primer lugar, se crea una serie de atributos asociados a una persona, el hablante del poema; después, dichos atributos, que anteceden en su singularidad a la persona misma, son expresados. Así, la lírica es la expresión voluntaria de atributos que forman una conciencia individual con la intención de ser percibida como tal por los lectores. Es decir, el pacto tácito propuesto por la lírica es que el lector reproduzca la conciencia del otro poético. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando la persona lírica no desea comunicar atributos de sí, sino escenas o paisajes exteriores? ¿Cómo puede el lector reproducir dicha persona en su conciencia y determinar sus atributos componentes? Si, como parece, el hablante prefiere no dejar claro el referente de sus palabras truncando el acto comunicativo, quizá quede una reflexión general sobre la poesía y sobre el lenguaje. Se podría arriesgar la noción de dicha poesía como autoreferencial, es decir, propiciadora de una operación recursiva del lenguaje sobre sí mismo. El propio Milán habla de la poesía críptica, aquella que no se entiende. Producir este tipo de dicción poética pone en riesgo el compromiso del proceso comunicativo poético: alguien escribe algo para alguien más con la esperanza de comunicar, trasladar proposiciones o emociones de manera que el otro se conmueva o lo entienda. En este salto al vacío de la poesía, Milán parece provocar la ruptura de los términos básicos del acuerdo poético, obligando al lector a asirse a lo único irrefutable: las palabras mismas.

Al respecto de este género de dicción poética, Julio Prieto, en la introducción de su libro La escritura errante: ilegibilidad y políticas del estilo en Latinoamérica (2016), se plantea rastrear ejemplos de literatura errante en América Latina, entendiendo esta errancia como la desatención de los valores literarios comunes: «[…] se trataría de pensar la agramaticalidad en cuanto modo de activar una ilegibilidad productiva —en cuanto puesta a la deriva de sistemas y espacios de lectura, y en cuanto “movilización” de lo literario—» (13). Esta idea es conveniente con lo arriba dicho, ya que los rasgos textuales de la poesía temprana de Milán, como hemos visto, apuntan en la dirección del cuestionamiento del lenguaje en general, y de la capacidad de comunicar de la poesía, en particular. Así, la ‘poética del abandono’, concepto propuesto por Prieto se trataría de un alejamiento tanto de los procedimientos habituales de la creación poética, como de sus convenciones estéticas y discursivas: «una voluntad de llevar la escritura a sus límites, de recorrer los puntos de tensión por los que esta se des-sutura y es puesta fuera de sí» (14).

Al respecto, el propio Milán, en un ensayo sobre Octavio Paz y la poesía concreta brasileña (2014), reflexiona sobre la comunicación entre el poeta y el lector, y establece dos posibilidades de esta relación. Por un lado, estaría una poética cuyo supravalor es el acercamiento humano, basada en ciertas prácticas discursivas «de fuerte eficacia receptiva en el lector medio» (154). La primera de ellas es la creación de tropos seguros, es decir, de metáforas alcanzables cuya función es acercar al lector al lenguaje del poeta. Contra este ejercicio de aproximación de las subjetividades involucradas en la producción poética, Milán identifica una dicción «críptica», como la utilizada en el barroco, cuyo efecto es situar al lector en un lugar insólito al «[…] abrirle mundos, romperle nexos con su cotidianeidad: descolocarlo de su existencia normativizada» (155). Así, la comunicación como atributo principal de la poesía ha sido problematizado desde algunas ejecuciones poéticas iniciadas en el siglo XIX con los simbolistas, y continuadas por las vanguardias de principios y mediados del siglo XX, o el movimiento neobarroco del Cono Sur en la década de los ochenta del mismo siglo. Siempre partiendo de la discursividad poética, Milán propone que quienes propician el acercamiento procuran expresarse en un lenguaje que facilite la lectura de la poesía. Esta forma de dicción tiende a la transmisión de sentimientos favorables a una política de los afectos entendida como «prácticas solidarias por un lenguaje poético solidario con el lector» (155). Finalmente, el resultado de la predilección por el intento comunicativo genera un lenguaje llano desprovisto de dificultades sintácticas, cuyos versos están compuestos racionalmente y terminan siendo simples y claros, es decir, legibles. Ya hemos visto en el análisis del primer poema el sitio donde, desde la producción poética y la ensayística, se coloca Milán, y que servirían para explicar por qué el autor uruguayo se aparta de la definición convencional de la lírica y utiliza un lenguaje propio, pero no en el sentido de la vanguardia, con intención lúdica o destructora, sino para darle a su poesía un mérito ético, y en tanto poética del alejamiento, un valor político. Así, la producción textual temprana de Milán se trataría de una poesía que no solo funciona en el ámbito de la poesía misma, recursiva y vuelta sobre sí misma —como se ha asegurado renglones arriba—, sino con consecuencias más allá de la estética.

En esta antología, la lógica de expresión poética arriba explicada se puede encontrar, en mi opinión, hasta los poemas que pertenecen a Errar, de 1991. Optemos ahora por una perspectiva analítica convencional para acceder a los poemas de la etapa intermedia como forma de determinar la evolución en la producción poética de Milán. Así, observemos el uso de recursos retóricos dedicados a enriquecer la expresión lírica. En ese sentido, Charles Baudelaire, acreditado como uno de los fundadores de la lírica moderna, dice lo siguiente en un ensayo sobre la poesía de Théodore de Banville: «Antes que todo constatemos que el apóstrofe y la hipérbole son no solo las formas más placenteras, sino las más necesarias, puesto que dichas formas se derivan naturalmente de un estado exagerado de vitalidad» (en Pop-Curseu, 60). De este modo, el poeta y ensayista francés establece el uso de estas dos herramientas retóricas como las más importantes para la articulación de lo que llama «la manera lírica de hablar», indispensable para expresar un estado excepcional de conciencia por parte del hablante, correspondiente a la «manera lírica de sentir». Es decir, desde su inicio, la preceptiva moderna dispone las formas más apropiadas del decir lírico, privilegiando estos dos recursos retóricos. En este documento nos enfocaremos en el uso del apóstrofe y obviaremos el análisis de la hipérbole por razones de espacio.

Como se sabe, el apóstrofe es una figura de interpelación de la voz lírica a alguien o algo que puede o no estar presente, o cuya existencia puede estar solo asumida. De esta manera, se puede apostrofar a personas vivas o muertas, presentes en el texto o ausentes, así como a objetos concretos o abstractos. Básicamente, el apóstrofe es cuando en el texto queda claro que el hablante se dirige o le habla a algún interlocutor animado o inanimado. Uno de los ejemplos más claros y conocidos del funcionamiento de esta figura es el «Poema 15» de Neruda. Los lectores reconocerán el siguiente verso: «Me gusta cuando callas porque estás como ausente». Aquí podemos presenciar la interpelación del hablante lírico a su amada por medio de los marcadores textuales callas y estás, ambos verbos conjugados en la segunda persona del singular —tú— del modo indicativo. Aquí el yo lírico le habla a su amada, se dirige a ella alabando su silencio momentáneo y los efectos de dicho sigilo en él.

Para ejemplificar este recurso con el caso que nos ocupa, propongo al lector pensar en el poema cuyo primer verso es «No te fíes de los infieles» —página 69—, a partir del cual comienza la selección de los poemas de Errar, donde podemos advertir una serie de modificaciones en la dicción del hablante lírico, además de una distribución gráfica de los versos diferente a los poemas antecedentes en la antología.

No te fíes de los infielesfilos de la realidad, reatapara un pura sangre que no existe: álzateazabache, que te corta el hacha del sentido. 14

El elemento retórico predominante del poema es el apóstrofe. En este caso identificamos tres instancias del apóstrofe: «no te fíes» —1—, «álzate» —3— y «te corta»—4—. La actitud lírica identificada en el análisis de las secciones anteriores nos puede ayudar a ensayar una interpretación de este poema: en primer lugar, tenemos la admonición del hablante, quien advierte al destinatario del texto: desconfía. Pero ¿no te fíes de qué? De los infieles filos de la realidad, que son una reata para un pura sangre que no existe. Así, el hablante le dice a su destinatario: ten cuidado de la reata, en otras palabras, de la cuerda cuya función es sujetarte, controlarte. La imagen del pura sangre, es decir, una raza de caballos desarrollada específicamente para correr, se refuerza en el cuarto verso con «azabache», quien es interpelado por el segundo caso de apóstrofe: álzate azabache, cuyo complemento es el resto del verso. Así, ¿a quién se dirige la voz lírica en este poema dominado por la figura del apóstrofe? A algo parecido a un caballo, y lo previene de dejarse dominar por el hacha del sentido; sin entrar de lleno a descifrar la imagen misma, puesto que nuestra tarea es subrayar el uso del apóstrofe , podemos intuir una relación de parentesco entre el caballo y la poesía misma.

Un caso peculiar de apóstrofe en la lírica se presenta cuando el hablante expresa un monólogo interior, como en el poema «Cómetelos, Milán» —página 70 de esta antología—. Se asume, por causa de la información extratextual —el apellido de la persona biográfica que crea un hablante poético ficticio—, que Eduardo Milán le habla a Eduardo Milán. Por tanto, como podrá observar el lector, el primer verso del poema abre con el apóstrofe a sí mismo en forma de un mandato u orden: «Cómetelos» (1). Como ya hemos visto, en este caso el hablante prescinde del objeto directo de la oración, provocando incertidumbre en cuanto a qué es lo que se va a comer, solo la información gramatical: masculino y plural. El poema termina —11— con la repetición de los primeros versos, es decir, con la reiteración del apóstrofe a sí mismo del hablante. Entre ambos mandatos se encuentra la idea central del poema por medio del desarrollo de imágenes, cuyo parafraseo sería algo así: hay una mujer casada pero sola con un abanico en las manos. A su vez, el abanico se encuentra igualmente solitario pero acompañado del aire que produce, de donde sale el canto, es decir, la poesía. En el verso 8 hay otro apóstrofe —sabías— dando fe del conocimiento que él mismo tiene del origen y la situación del canto.

En el resto de poemas provenientes de esta sección de la antología aparecen más apóstrofes, a diferencia de las piezas de la sección anterior, la cual ha sido denominada en este estudio como de la etapa temprana. Ahora bien, ¿por qué el énfasis en esta figura retórica? Por dos razones: la primera es hacer notar al lector el cambio en la dicción de estos poemas con respecto a los de la primera parte; y el segundo es dar cuenta de la mutación del hablante lírico en función de la aparición del apóstrofe en el cuerpo textual. El uso del apóstrofe, por consiguiente, tiene varias consecuencias en el desarrollo de los poemas que simultáneamente tiene efectos en su interpretación. Una de ellas tiene que ver con el objeto lírico, es decir, aquello sobre lo que se escribe un poema, en el sentido de que, al ser mentados, son creados por la voz lírica en forma de un destinatario al interior del texto. Da igual si la identidad de dicho destinatario no es manifiesta, su designación les da vida. Por causa de lo anterior, los poetas adquieren el poder de dar vida a las personas y las cosas, y al hacerlo pueden construir un universo simbólico particular, independiente del mundo referencial fuera de la poesía. En cuanto al hablante lírico, el efecto principal del uso del apóstrofe es que, a falta de marcadores textuales de ironía cuya función fuera desestabilizar la identidad del emisor de la voz lírica, el hablante construye una imagen franca y sincera de sí mismo. Es, así, una manera de generar credibilidad y confianza en el lector.

A manera de resumen, y antes de discutir una última característica identificable en la evolución de la obra poética de Milán, reiteremos que en los poemas de la primera parte de la antología pareciera que el hablante lírico estuviera solo, dejándonos el papel de testigos mudos de sus pensamientos, de hecho, suspendiendo el circuito de comunicación lírica. De otro lado, en la segunda parte del libro ya presenciamos un intento comunicativo entre el hablante y un destinatario indeterminado, hecho reforzado por la utilización de algunas figuras retóricas de uso habitual en la lírica. Así, si en la primera parte el apóstrofe, la hipérbole y la metáfora son relegados por una expresión en apariencia ajena al intento comunicativo, a partir de Errar de 1991, el apóstrofe produce tres entes en el poema: el hablante, el destinatario a quien se dirige y nosotros como lectores quienes presenciamos la interpelación. En ese sentido, la situación de enunciación se complica por la aparición concreta de otra figura —el destinatario individualizado—, pero a la vez la búsqueda de sentido es favorecida por la apertura al otro practicada por el hablante.

Para finalizar este acercamiento parcial a las claves de interpretación a los poemas de Milán, abordemos una última característica: la indiscutible aparición de un «yo» a partir de La vida mantis, de 1993. Si en los primeros poemas de esta antología —aquellos fechados entre 1975 y 1990—, la identidad y el emplazamiento de quien habla en el poema queda indeterminada por la falta de un destinatario claro, y en los poemas de entre 1991 y 1993 se hace claro el uso del apóstrofe, a partir de 1993 vemos que el hablante lírico se identifica a sí mismo en los poemas. Por ejemplo, en el primer poema de ese libro, «Entro en el tiempo como quien entra», —página 81 de esta antología—, la primera palabra del primer verso es la conjugación en primera persona del singular del verbo entrar, es decir, yo entro. Antes de este poema, el yo solo aparece en el poema «La letra con sangre», dedicado al poeta uruguayo Enrique Fierro —página 49—: «aunque el Tajo no sea / el río de mi aldea» (4-5), pertenecientes al libro Nervadura, de 1985. En estos versos es claro que el hablante es pasivo ya que se referencia a partir de la falta de pertenencia de un objeto a otro, del río a la aldea del hablante. En realidad, aquí el hablante solo reconoce la veracidad de un hecho, no hace nada más. Por su parte, en «Entro…», estamos delante de un hablante lírico que no solo expresa una volición —«quiero», vv. 2-3—, sino una acción, la de penetrar «en el tiempo» (1). En este poema encontramos, a diferencia de la obra temprana, una subjetividad vuelta hacia afuera, en contacto tanto con otras subjetividades como con otros objetos, en especial con la poesía, como se puede asumir a partir de las menciones de San Juan y Sor Juana. Más allá de la concreción de un sentido preciso, lo importante es la irrupción del yo, pero no en la senda de la poesía confesional, las llamadas escrituras del yo, basadas en la exposición inmediata de la interioridad de los hablantes.

Este recurso al yo no es una vuelta a la expresividad romántica, por un lado, ni a la poesía confesional de la rama estadounidense —Robert Lowell, Sylvia Plath, Anne Sexton, etcétera—. Más bien parece un retorno a los principios de la comunicación lírica, aquella olvidada en las primeras instancias de su producción. El yo en estos poemas es igualmente elíptico, no es el yo literal, trasunto de la persona real, sino el ejemplo de un hablante sin referencias concretas reveladoras de su identidad ni de sus relaciones con el exterior. Además, debemos establecer la falta de identidad completa entre el yo en el poema y el de fuera de él, aunque debemos reconocer que se trata de dos aspectos de la misma persona. Creer lo contrario sería caer en un tipo de falacia referencial. El uso cada vez más frecuente de la primera persona a partir de 1993 se extiende hasta El poema estaba, de 2019 —véanse los poemas «nunca entré a Estados Unidos», «mi padre fue a Ámsterdam en el 97», o «conocí a los poetas concretos»—.

Como queda visto a lo largo de este estudio, la poesía de Eduardo Milán evoluciona desde la aparente inexistencia de un hablante lírico, pasando por la aparición del otro por medio del apóstrofe, para luego presenciar la comparecencia del yo. Estas entidades líricas sirven para determinar el sentido de los poemas, por eso sostengo que la poesía de Milán se hace más accesible con el tiempo, aun cuando los motivos, símbolos y tonos se mantienen según se avanza en esta vasta muestra de apego a la palabra y el ritmo.

A pesar de poder encontrarse resonancias de los modernistas estadounidenses, de la vanguardia histórica en América Latina, o de la poesía concreta brasileña, la obra de Milán es una de las obras más originales del panorama literario latinoamericano actual. Una de las fuentes de la originalidad de la obra del poeta uruguayo es su diálogo con la tradición lírica de Occidente, pero no desde la aceptación acrítica de la misma, actitud propicia para la emulación, sino desde el cuestionamiento de los principios mismos de dicha poesía, lo cual resulta bastante productivo.

Desde el punto de vista de la experiencia del ser humano-poeta, podría ser de interés reflexionar sobre el asunto de la historicidad en la poesía de Milán. No solo se trataría de situar su producción en el horizonte general de la poesía latinoamericana, sino identificar la temporalidad en ella y determinar cómo es representada. Más que hacer un ejercicio de periodización, se trataría de comprender la capacidad de dicha poesía para contener en sí la temporalidad de la poesía. No es que la poesía de Milán se desconecte o se separe de la línea temporal de la producción poética, lo que arriba llamamos tradición, sino más bien su receptividad al flujo de la experiencia lo que la hace tener una mayor conciencia de la historicidad vivida por el hablante.

Jorge García

UNIVERSIDAD SAN FRANCISCO DE QUITO USFQ

La leyenda del poema

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