Читать книгу Todo lo que hay dentro - Edwidge Danticat - Страница 11

Оглавление

Elsie estaba con Gaspard, el paciente con insuficiencia renal para el que trabajaba cama adentro, cuando llamó su ex marido para informarle que a su novia, Olivia, la habían secuestrado en Puerto Príncipe. Elsie acababa de darle una sopa de repollo a Gaspard cuando le sonó el celular. Gaspard estaba acostado en la cama con la cabeza acomodada cuidadosamente sobre dos almohadas y la cara, hinchada y picada de viruela, puesta en ángulo hacia el tragaluz de la habitación, lo cual le proporcionaba una vista oblicua del cocotero gigante que venía inclinándose desde hacía años sobre la casa junto al lago de su barrio de viviendas unifamiliares.

Elsie apretó el teléfono entre la oreja izquierda y el hombro y, con la mano derecha, le limpió a Gaspard un pedacito de repollo que le había quedado en el mentón. Gaspard movió las dos manos como si dirigiera una orquesta, en un gesto que indicaba que no se fuera de la habitación pero que siguiera conversando. Elsie desplazó la atención de Gaspard al teléfono, se acercó el aparato a los labios y preguntó:

—¿Ki lè?

—Esta mañana. —Con la voz ronca y exhausta, Blaise, el ex marido, mezclaba las palabras. Su habitual tono cantarín, que Elsie atribuía al hecho de que fuera cantante de profesión, había desaparecido. Lo había reemplazado un susurro casi inaudible—. Estaba saliendo de la casa de la madre —continuó—. Dos hombres la agarraron, la metieron a empujones en un auto y se marcharon con ella.

Elsie supuso que Blaise estaría sentado, o de pie, igual que ella, con el celular atrapado entre el largo cuello y los hombros estrechos, limpiándose las uñas. Las uñas limpias eran una de sus muchas obsesiones. Los dedos sucios lo volvían loco, razonaba ella, porque se había preparado para ser mecánico en Haití y no extrañaba en lo más mínimo tener perpetuamente sucios sus delicados dedos de guitarrista.

—¿No fuiste a Haití con ella? —preguntó Elsie.

—Tienes razón —contestó él mientras emitía algo que ella percibió como una exhalación interminable—. Tendría que haber estado con ella.

Los ojos del paciente de Elsie vagaron hacia abajo, desde el techo, donde el cocotero en flor había salpicado el tragaluz con un puñado de semillas marrones. Gaspard había hecho de cuenta que no oía, pero ahora la miraba de frente. Cambiaba de posición, incómodo, pasando el peso del cuerpo de un lado de la cama al otro, y de vez en cuando hacía una pausa para recuperar el aliento.

Gaspard cumplía sesenta y cinco años ese día, y antes del almuerzo le había pedido una botella de champán a su hija, un champán que no debía tomar, pero como había suplicado tanto, su hija había cedido, con la condición de que solo bebiera algunos sorbos. La hija, Mona, que tenía una década menos que los treinta y seis de Elsie, había venido desde Nueva York para visitar al padre en Miami Lakes. Había salido a conseguir el champán y ya había vuelto.

—Elsie, necesito que cuelgues —dijo Mona mientras entraba en la habitación y colocaba tres copas de cristal sobre una mesa plegadiza que había junto a la cama.

—Llámame pronto —le dijo Elsie a Blaise.

Después de colgar, se acercó a la alta y delgaducha hija del enfermo. Las dos tenían más o menos la misma altura y el mismo talle, pero Elsie sentía que hubiera podido ser la madre de Mona. Quizá fuese por los muchos años que había dedicado a cuidar a otras personas. Era auxiliar de enfermería, aunque en ese trabajo en particular no había ninguna enfermera. Estaba ahí para mantener seguro y cómodo a Gaspard, para registrar sus signos vitales, darle de comer y acicalarlo, hacer algunas tareas domésticas livianas y, en general, hacerle compañía entre las dos sesiones de diálisis semanales, hasta que resolviera si iba a aceptar o no el riñón que le había ofrecido su hija. Mona ya estaba aprobada como donante, pero Gaspard todavía no se había decidido.

Mona sirvió el champán, y Elsie la siguió atentamente con la mirada mientras le alcanzaba la copa a su padre.

À la vie —dijo Mona, y brindó por su padre—. Por la vida.

Esa tarde, Blaise volvió a llamar para decirle a Elsie que la madre de Olivia había recibido noticias de los secuestradores. La madre había pedido hablar con Olivia, pero los captores se negaron a ponerla al teléfono.

—Quieren cincuenta mil —dijo Blaise con una voz tan rápida y nasal que Elsie le tuvo que pedir que repitiera la cifra.

—¿Estadounidenses? —preguntó, solo para estar segura.

Se lo imaginó asintiendo con la cabeza ovoide mientras contestaba «Wi».

—Claro que la madre no tiene ese dinero —dijo Blaise—. No son ricos. Todo el mundo dice que tendríamos que negociar. Podrían bajarlo a diez. Voy a tratar de que alguien me los preste.

Ella deseó que fueran diez dólares; eso habría facilitado las cosas. Diez dólares y su vieja amiga y rival quedaría en libertad. Su ex marido dejaría de llamarla al trabajo. Pero, por supuesto, eran diez mil dólares estadounidenses.

—Jesús, María y José —Elsie masculló una breve plegaria en voz baja—. Lo lamento —le dijo a Blaise.

—Esto es un infierno. —Ahora sonaba demasiado calmo. Ella no se sorprendió. Las preocupaciones siempre moderaban a Blaise. Después de dejar la banda de konpa que había fundado y de la que había sido cantante, durante semanas no había hecho nada más que quedarse en casa y tocar la guitarra. Entonces también había estado excesivamente calmo.

Olivia, ex amiga de Elsie, sabía ser atrayente. La piel de color castaño, el cabello espeso, recogido en un rodete fijado con gel: dentro de todo, Olivia era linda. Pero lo primero que había notado Elsie era su ambición. Olivia tenía dos años menos que ella y era mucho más extrovertida. Le gustaba tocarles el brazo, la espalda, o el hombro a los demás mientras hablaba, ya fueran pacientes, médicos, enfermeras u otras auxiliares de enfermería. Aparentemente, eso no le molestaba a nadie. Muy pronto no solo contaban con que ella los tocara y se alegraban de que lo hiciera, sino que lo deseaban fervientemente. Olivia era una de las auxiliares de enfermería con título más requeridas de la agencia de North Miami donde trabajaban las dos. Gracias a su dominio casi perfecto del inglés de manual, a menudo le asignaban los pacientes más ricos y menos conflictivos.

Elsie y Olivia se habían conocido en un curso de actualización de una semana para cuidadores domiciliarios y, hacia el final del curso, se habían ido acercando la una a la otra. Cuando se daba la posibilidad, le pedían a la agencia que les asignara los mismos hogares, donde cuidaban principalmente a pacientes ancianos postrados. Por las noches, cuando sus protegidos ya estaban bien medicados y dormidos, ellas se quedaban despiertas charlando en voz baja, juzgando y condenando a los hijos y nietos de sus pacientes, cuyas imágenes aparecían enmarcadas cerca de los frascos de remedios, sobre las mesas de luz, pero cuyas voces casi nunca oían por teléfono y cuyas caras casi nunca veían en persona.

A la mañana siguiente, Elsie ayudó a Gaspard a cambiarse el pijama por la ropa de gimnasia gris que usaba durante el día. Hubiese querido que él la dejara ayudarlo a dar una vuelta por los cuidados jardines del complejo, o que por lo menos le permitiese llevarlo a pasear en su silla de ruedas, pero él claramente prefería quedarse en casa, en la cama. Como todas las mañanas de los últimos días, susurró:

—Elsie, mi flor, creo que hasta aquí llegué.

Si comparaba con algunas mañanas en las que Gaspard descansaba incluso mientras hacía gárgaras, hoy lo veía relativamente estable. Sin embargo, se le estaba hinchando la cara, con lo cual los rasgos se le fundían de tal manera que la cabeza se empezaba a parecer a la de un bebé.

—¿Dónde está Nana? —preguntó, usando el sobrenombre con el que se refería a su hija.

Mona dormía en su antigua habitación, que tenía las paredes cubiertas con pósteres de cantantes y actores a los que ya no seguía nadie o que habían muerto hacía tiempo. Elsie sabía poco sobre ella, excepto que vivía en Nueva York, donde trabajaba en una empresa de productos de belleza para la que diseñaba etiquetas de jabones, cremas faciales y lociones que colmaban todos los estantes de todos los botiquines de los tres baños de la casa del padre. Mona era soltera y no tenía hijos, y había sido reina de belleza en algún momento, a juzgar por las fotos que había por toda la casa, en las que llevaba vestidos de noche con lentejuelas y bikinis, y bandas atravesadas sobre el pecho. En una de las fotos, era Miss Haití-Estados Unidos, significara lo que significase ese título.

Gaspard le había contado a Elsie que, algunos años antes, su esposa, la madre de Mona, se había divorciado de él y se había ido a vivir a Canadá, donde tenía parientes. Elsie sospechaba que Gaspard había compartido con ella esa confidencia para explicar por qué no tenía una esposa que ayudara a cuidarlo. Cuando su hija aparecía los viernes a la noche y se iba los sábados a la tarde, agregaba a menudo que Mona también tenía que visitar a la madre algunos de los fines de semana que no pasaba con él.

—No quiero que piense que Nana me abandona, como hacen tantos hijos que se olvidan de los padres que viven aquí —decía.

—Ahora ella está acá, mesye Gaspard —decía Elsie—. Eso es lo importante.

Salvo las de su hija, odiaba las visitas. No tenía pelos en la lengua cuando les decía a los que lo llamaban, especialmente clientes y contadores con los que había trabajado durante años como asesor fiscal y de servicios varios en su propio estudio, que no quería que ninguno lo viera así como estaba.

Por lo general, apenas Mona se despertaba, iba a la habitación de Gaspard. Para no cansarlo, no hablaban mucho, pero durante buena parte de la mañana ella se dedicaba a leer un libro o a mandar mensajes de texto con el celular.

Blaise llamó una vez más, a eso de la una de la tarde, en el momento en que Elsie preparaba una ensalada de palmitos y paltas que había pedido Gaspard. Antes se la preparaba su esposa, y él quería compartir ese plato con su hija, que esta vez se iba a quedar con él toda la semana.

—Creo que la lastimaron, Elsie —estaba diciendo Blaise. Hablaba de una forma embrollada y lenta, como si recién se despertara de un sueño profundo.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Elsie. Sin querer, deslizó el pulgar por el filo del cuchillo con el que estaba cortando los palmitos en rodajas. Se apretó el borde de la herida con los dientes; el sabor dulce de su propia sangre tardó en írsele de la lengua.

—No sé —dijo él— pero lo puedo sentir. Tú sabes que no se da por vencida así como así. Va a dar pelea.

La noche en que se conocieron Olivia y Blaise, Elsie la había llevado a ver Kajou, la banda de Blaise, que tocaba en el Dédé’s Night Club, en Little Haiti. El dueño del lugar era Luca Dédé, un haitiano que, al igual que Blaise, era del distrito norteño de Limbé. Luca Dédé, un amigo de la infancia de Blaise con mejor pasar, le había conseguido una visa para que fuese de gira por los clubes haitianos de Estados Unidos. Las presentaciones no habían funcionado y la carrera de Blaise nunca terminó de despegar, por eso de día tenía que aceptar los pocos trabajos en negro que le iban surgiendo.

Esa noche, Elsie se puso una blusa blanca lisa con una modesta falda negra hasta la rodilla, como si fuera a una oficina. Olivia se puso un vestido de cóctel con lentejuelas verdes que había comprado en una feria americana.

—Era lo más parecido que tenían a algo de fiesta —dijo Olivia cuando se encontró con Elsie en la entrada.

El club de Dédé no era un lugar muy de fiesta, sino una taberna de la colectividad con paredes de ladrillo a la vista y sillones viejos de cuero negro alrededor de las mesas dispersas frente a un escenario bajo que a veces también se usaba como pista de baile.

—No tenían, pero para esta noche yo quería un vestido rojo —agregó Olivia—. Quería fuego. Quería sangre.

—Necesitas un hombre —dijo Elsie.

—Correcto —dijo Olivia, y se inclinó hacia delante con sus tacos de diez centímetros para estamparle a Elsie un beso en la mejilla. Era la primera vez que Olivia la saludaba con un beso y no con uno de sus habituales toqueteos confianzudos. Habían salido a divertirse, lejos de su jaula cotidiana de enfermedad y muerte.

Varios hombres las miraron embobados esa noche, incluido Luca Dédé, que se la pasó acariciándose los espesos y nudosos mechones de la barba como si se estuviera calmando los nervios. A Dédé le estaban empezando a salir canas en una parte de la cabeza, cerca de la frente, lo que a cada rato atraía la atención de Elsie. Además, se dio cuenta de que él usaba casi siempre la misma ropa: camisa blanca y pantalones cortos color caqui.

Mientras se ocupaba del bar, como siempre, Dédé repartió guiños y tragos hacia donde estaban ellas hasta que le quedó claro que Olivia no tenía ningún interés en él. Olivia bailó con todos los hombres que se acercaron a la mesa y le tendieron la mano. Varios ponches de ron más tarde, durante el descanso de la banda y por un desafío de Elsie, Olivia subió al escenario, se paró junto a Blaise y, con afinación sorprendentemente perfecta, cantó el himno nacional haitiano. Recibió una ovación de pie. El público silbó y aulló, y Elsie no pudo evitar advertir que su esposo estaba entre los que festejaban con más fuerza.

—La voy a poner en la banda —gritó por el micrófono cuando Olivia se lo devolvió.

—Que sea la cantante principal —vociferó Dédé desde el bar—. Canta mejor que tú, mi amigo.

Elsie y Blaise se habían conocido con más tranquilidad en lo de Dédé cinco años antes. Elsie había ido al club con una vieja amiga de Haití, la directora de la agencia de auxiliares de enfermería que la había ayudado a conseguir la visa para entrar en Estados Unidos, la había aconsejado y orientado mientras preparaba los exámenes que le permitirían ejercer, la había contratado y la había alojado hasta que a Elsie le alcanzó el dinero para irse a vivir sola.

La primera vez que oyó cantar a Blaise con Kajou, no se llevó una buena impresión. Blaise maltrataba bastante su cuerpo, largo y flexible, arrastrándolo por todo el escenario; llevaba una de las camisas guayaberas y los pantalones sueltos que tanto le gustaban y cantaba una tras otra, junto con la banda, las mismas canciones de estilo efervescente, alentando a todo el mundo a levantar bien las manos. Más tarde le contó que había sido el aspecto indiferente, incluso desdeñoso, de Elsie lo que lo había atraído de ella.

—Parecías la única mujer del club a la que no podía conquistar —dijo mientras se acomodaba sobre la silla vacía que había junto a ella en el club de Dédé. Él nunca dejaba pasar un desafío.

—Conseguí un par de préstamos —anunció Blaise cuando la volvió a llamar otra vez, algunas horas más tarde. Tenía la voz quebrada y tartamudeaba, y Elsie se preguntó si había estado llorando—. Tengo cuatro mil quinientos —agregó—. ¿Piensas que aceptarán eso?

—¿Vas a mandar el dinero, así como así? —preguntó Elsie.

—Cuando tenga todo el dinero, lo voy a llevar yo mismo —dijo él.

—¿Y si te llevan a ti también? —Su propio grado de preocupación la impresionó. Se preguntó con egoísmo a quién llamarían si lo secuestraban a él. Al igual que Elsie, Blaise no tenía familia en Miami. Lo más cercano eran Dédé y los de la banda, que seguían enojados con él porque había disuelto el grupo por razones que se negaba a discutir con ella. Quizás por eso la había dejado por Olivia. Olivia habría insistido en saber qué había pasado exactamente con la banda y por qué. Quizás habría tratado de solucionarlo para que siguieran tocando juntos. Probablemente, Olivia creía, como Blaise, que él necesitaba dedicarle todo su tiempo a la música, que trabajar como guardacoches durante el día lo estaba demoliendo espiritualmente.

—¿Cómo sabes que no es una trampa para sacarte dinero? —preguntó Elsie.

—Algo anda mal —dijo él—. Nunca se iría tanto tiempo sin avisarme.

Poco después de que Olivia conociera a Blaise, también empezó a estirarse para darle un beso en la mejilla, como había hecho con Elsie. Al principio, Elsie no le prestó atención. Pero de vez en cuando, se los señalaba en tono de broma diciendo «Cuidado, sè m, que ese hombre es mío». Por su experiencia en el trabajo con personas débiles y enfermas, había aprendido que la enfermedad que se ignora es la que mata, así que hizo todo lo posible por que todo estuviese a la vista.

Cuando Blaise le pedía que invitara a Olivia a sus presentaciones, ella lo complacía porque disfrutaba de la compañía de Olivia fuera del trabajo. Y cuando él dejó la banda y no cantó más en lo de Dédé, los tres empezaron a salir a hacer las compras o a ver una película, e incluso a ir juntos a la misa del domingo por la mañana, en la Iglesia Católica de Notre Dame de Little Haiti. Pronto fueron como un trío de hermanos, y Olivia era la dosa, la última, nacida después de los mellizos; la hija que sobraba.

—Perdón por no haberte llamado en tanto tiempo. —Ahora, Blaise hablaba como si estuvieran conversando porque sí, con el tipo de charla indolente de alcoba que Elsie había disfrutado tanto durante sus cinco años de matrimonio—. No pensé que quisieras saber de mí.

No hablamos en más de seis meses, para ser precisos, pensó ella, pero dijo:

—Así son las cosas en los divorcios rápidos, ¿non?

Quería que él dijera algo más sobre Olivia. Era lento para administrar noticias. Le había llevado meses informarle a Elsie que la dejaba por ella. Habría sido más fácil de aceptar si él hubiese soltado todo de una vez. Entonces ella no habría dedicado tanto tiempo a repasar cada momento que habían pasado juntos los tres, ni a preguntarse si se habían guiñado el ojo a sus espaldas en misa o si se habían sonreído con malicia con ella recostada sobre el pasto entre los dos después de sus salidas de sábado para ir a verlo jugar al fútbol, con Dédé y algunos de sus otros amigos en Morningside Park.

—¿Alguna noticia? —preguntó ella, con la intención de acortar la charla.

—Me llamaron directamente. —Tragó con dificultad. Los oídos de Elsie se habían acostumbrado a esa especie de trago forzado luego de trabajar con Gaspard y con otras personas como él—. Vòlè yo. —Los ladrones.

—¿Cómo sonaban? —Quería saber todo lo que sabía él para formarse una imagen coherente en su propia cabeza, una sombra chinesca idéntica a la de él.

—Como chicos, muchachos jóvenes. No los grabé —dijo con fastidio.

—¿Les pediste hablar con ella?

—No me dejaron —dijo él.

—¿Insististe?

—¿No te parece que sí? Deciden ellos, sabes.

—Lo sé.

—Parece como si no lo supieras.

—Sí lo sé —concedió ella—. ¿Pero les dijiste que no les ibas a enviar dinero a menos que hablaras con ella? A lo mejor ya no la tienen. Tú mismo lo dijiste. Es de pelear. Podría haberse escapado.

—¿No crees que pediría hablar con mi propia mujer? —gritó él.

La manera en que escupió esto último la irritó. ¿Su mujer? ¿Su propia mujer? Nunca había sido el tipo de hombre que decía que una mujer era de él. Por lo menos no en voz alta. Quizás el fantasma de su carrera musical le hacía creer que cualquier mujer podía serlo. Tampoco le había gritado nunca a ella. Casi nunca se habían peleado; ninguno de los dos era de ventilar sus resentimientos e irritaciones ocultos. Lo odió por gritar. Los odió a los dos.

—Perdón —dijo él y se tranquilizó—. No hablaron mucho. Me dijeron que me pusiera a planificar el funeral si no les mandaba por lo menos diez mil mañana por la tarde.

En ese momento, Elsie oyó que la hija de Gaspard la llamaba desde la otra habitación:

—Elsie, ¿puedes venir, por favor? —La voz de Mona estaba cargada del cansancio permanente que sufren los que tienen seres queridos muy enfermos.

—Llámame después —le dijo a Blaise y colgó.

Cuando Elsie llegó a la habitación de Gaspard, Mona estaba sentada en el borde de la cama con el mismo libro que venía leyendo el último tiempo apoyado sobre el regazo. Lo había estado leyendo cuando Elsie se escabulló con la intención de llenar el lavavajilla con los platos del almuerzo pero terminó por atender el llamado de Blaise.

—Elsie —dijo Mona mientras su padre apretaba la cabeza contra las almohadas y la llevaba cada vez más atrás. Tenía los puños apretados en estoica agonía; los ojos, cerrados. La cara estaba transpirada y daba la impresión de haber estado tosiendo. Mona levantó la máscara de oxígeno, se la colocó a Gaspard sobre la nariz, y encendió el compresor, que había llegado esa mañana y que emitía un zumbido que a Elsie le hacía más difícil oír.

—Discúlpame, Elsie —le dijo Mona en creole—. No estoy aquí todo el tiempo. No sé cómo trabajas habitualmente, pero me preocupa mucho que pases tanto tiempo con el teléfono.

Elsie no le quería explicar por qué hablaba tanto por teléfono pero enseguida concluyó que tenía que decírselo. No solo porque pensaba que Mona tenía razón, que Gaspard merecía que le prestara más atención, sino también porque no tenía a nadie más a quien pedirle consejo. La única amiga en la que siempre había confiado, la que había estado con ella la noche en que conoció a Blaise, se había mudado a Atlanta. Así que les contó a Gaspard y a su hija por qué había estado atendiendo esas llamadas y por qué eran tan frecuentes, pero modificó algunos detalles cruciales. Como seguía avergonzada por los hechos concretos, les dijo que Olivia era su hermana y que Blaise era su cuñado.

—Lo lamento, Elsie. —Mona se ablandó de inmediato. Gaspard abrió los ojos y extendió la mano hacia Elsie. Elsie le agarró los dedos como algunas veces en que lo ayudaba a ponerse de pie.

—¿Quieres irte a tu casa? —preguntó Gaspard con la voz cada vez más ronca—. Podemos pedirle a la agencia que mande a otra persona.

—Yo no sé qué pensará Elsie, papá —dijo Mona; parecía mucho más joven cuando hablaba creole— pero creo que lo mejor es trabajar. Pagar esos rescates a veces deja a la gente en la ruina.

—Es mejor no esperar —dijo Gaspard, que seguía tratando de recuperar el aliento—. Cuanto menos tiempo pase tu hermana con esos malfetè, mejor va a estar.

Gaspard volvió la cara hacia su hija para recibir la aprobación definitiva y Mona cedió y asintió con reticencia.

—Si quieres salvar a tu hermana —dijo Gaspard con la voz cada vez más estrangulada— quizá tengas que hacer lo que te piden.

—Tengo cinco mil en el banco —le dijo Elsie a Blaise cuando volvió a llamarla esa tarde. En realidad, tenía seis mil novecientos, pero no podía desprenderse de todos sus ahorros de una sola vez, por si surgía otra emergencia ya fuese en Haití o en Miami. Él ya sabía lo de los cinco mil. Era más o menos lo que había ahorrado cuando estaban juntos. Había tenido la esperanza de duplicar sus ahorros pero no había podido porque se había tenido que ir del departamento de los dos a un monoambiente en North Miami; además, ahora les mandaba dinero a sus padres una vez por mes y le pagaba la escuela a su hermano menor, que vivía en Les Cayes. Pero lo que Blaise le había estado tratando de decir, y lo que ella no había entendido hasta ahora, era que él necesitaba el dinero para salvarle la vida a Olivia.

A veces, Elsie estaba segura de que podía deducir aproximadamente el momento en que Olivia y Blaise habían empezado a verse sin ella. Olivia comenzó a reunirse con otras auxiliares para trabajar en los hogares y a rechazar las invitaciones de Elsie de salir los tres como hasta entonces.

La noche en que Blaise se fue del departamento para siempre, Olivia estaba frente a la ventana del primer piso donde vivía Elsie, en el asiento delantero de la camioneta roja de cuatro puertas de Blaise, en la que a menudo llevaba los parlantes y los instrumentos para las presentaciones. La camioneta estaba estacionada bajo un poste de luz y, casi todo el tiempo en que Elsie se quedó mirando por una rendija que había entre las cortinas del dormitorio, la cara de Olivia, con su forma de disco, estuvo inundada por una dura luz brillante. En algún momento, Olivia bajó del vehículo y desapareció por detrás, y Elsie sospechó que se había agachado en las sombras para hacer pis antes de volver al asiento que Elsie siempre había llamado el asiento de la esposa durante sus salidas anteriores, cuando se sentaba adelante y Olivia, detrás. Recién cuando la camioneta arrancó, cargada con las pertenencias de Blaise, Olivia miró hacia la ventana del departamento, donde Elsie se hundió rápidamente en la oscuridad.

Sentada en el piso de su departamento casi vacío y con la vista en el polvo que había quedado escondido detrás de algunas cosas de Blaise, Elsie vio, junto a la puerta, una tarjeta de San Valentín que le había regalado a él el año anterior. Seguramente se le había caído cuando se iba. La tarjeta era blanca y cuadrada y estaba cubierta de corazones rojos. «El mejor marido de todos los tiempos», decía en cursiva y en mayúsculas por todo el frente. Dentro, Elsie había escrito un simple «Je t’aime». Había dejado la tarjeta sobre la almohada de Blaise la mañana de San Valentín mientras él aún dormía. Ese día, ella tenía doble turno y él, una presentación sin la banda en una fiesta privada. No se verían hasta la mañana siguiente, cuando él ni siquiera mencionó la tarjeta. La noche en que Blaise se fue, Elsie salió de abajo de la ventana, recogió la tarjeta y la apretó contra el pecho. En ese momento se dio cuenta de que tenía que irse del departamento de los dos. Ya no podía quedarse más.

Mientras hacía cola en el banco de North Miami, Elsie metió la mano en la cartera y acarició, nerviosa, aquella tarjeta, que había guardado ahí desde la partida de Blaise. La cajera, una joven con acento bajan, le preguntó si estaba disconforme con los servicios del banco y si quería hablar con un gerente. Ella dijo que necesitaba el dinero con urgencia.

—¿No nos permitiría hacerle un cheque? —preguntó la joven.

—Necesito el efectivo —dijo ella.

Transpiraba cuando le extendió el grueso sobre al anciano haitiano que atendía detrás de la ventana de vidrio en el lugar donde se hacían las transferencias.

—Este dinero va a terminar en Haití, ¿no? —dijo el viejo—. ¿Estás construyendo algo allá?

El dinero, esperaba ella, iba a terminar por salvarle la vida a Olivia. Blaise le había pedido que lo transfiriese, no que se lo llevara, porque él estaba demasiado ocupado corriendo de un lado al otro, tratando de reunir fondos por todo Miami.

Ella había pedido la mañana libre en el trabajo para retirar el dinero y transferirlo, y cuando volvió encontró a Gaspard en el suelo, junto a la cama. Se había caído mientras trataba de alcanzar un vaso de agua que había en la mesa de luz. Mona ya estaba a su lado, con la cola en alto y la cara apoyada contra la de él.

Elsie corrió hacia ellos y, entre las dos, levantaron a Gaspard por los hombros y lo sentaron en el borde de la cama.

Todos jadeaban. Elsie y Mona, por el esfuerzo de levantar a Gaspard y Gaspard, porque lo acababan de levantar. Los jadeos de Gaspard pronto se convirtieron en fuertes risas sordas.

—Después de muchas caídas llega la grande —dijo.

—Gracias a Dios tenías la alfombra buena —dijo Mona con una sonrisa. Después, volvió a ponerse seria y dijo—: ¿Cómo puedo dejarte así, papá?

—Me puedes dejar y me vas a dejar —dijo él—. Tú tienes tu vida y yo tengo lo que queda de la mía. No quiero que te dé ningún remordimiento.

—Necesitas mi riñón —dijo ella—. ¿Por qué no lo aceptas? —Mona estiró el brazo y alcanzó un vaso de agua de la mesita. Se lo sostuvo mientras él tomaba algunos sorbos y después lo miró bajar la cabeza lentamente sobre la almohada. A Mona le faltó poco para perforarse los labios con los dientes por tratar de impedir que temblasen.

—Sé que tienes tu problema familiar —dijo esforzándose por no levantar la voz mientras dirigía su atención a Elsie—. Y sé que te dijimos que fueras a ocuparte de tus cuestiones, pero el asunto es que no estuviste aquí cuando mi padre se cayó de la cama. Creo que papá tiene razón. Voy a llamar a la agencia para que manden a otra persona.

Gaspard cerró los ojos y hundió más la cabeza en la almohada. No puso ninguna objeción. Elsie quiso rogarles que la dejaran quedarse. Gaspard le caía bien y no quería que se viera obligado a acostumbrarse a alguien nuevo. Además, ella necesitaba trabajar, ahora más que nunca. Pero si querían que se fuera, se iría. Solo esperaba que su despido no le costara otros trabajos.

—Está bien —dijo en voz baja—. Entiendo. Voy a ponerme a cerrar todo hasta que consigan a alguien.

Una noche, después de ir a escuchar a Blaise, que había ido a reemplazar a alguien a último momento en un festival al aire libre en Bayfront Park, en el centro de Miami, Elsie y Olivia caminaban hacia el estacionamiento cuando Olivia anunció que quería encontrar a un hombre que estuviera dispuesto a volver con ella a Haití.

—¿Tienes que enamorarte o puede ser cualquiera? —había preguntado Elsie.

Olivia arrastraba las palabras después de una tarde entera tomando cerveza.

—Cualquiera con dinero —dijo.

—Pero querida, ¿se puede vivir sin amor? —había contestado Blaise, con una efusividad que Elsie nunca le había oído antes, salvo cuando estaba en el escenario y trataba de seducir a las mujeres del auditorio con sus insinuaciones públicas («Pareces una piña colada, nena. ¿Me das un sorbito?»). Cosas muy cursis e inofensivas, a menudo medio cómicas, a las que Elsie estaba acostumbrada y que a veces la hacían reír.

—Ah, yo puedo vivir sin amor —había dicho Olivia— pero no puedo vivir sin dinero. No puedo vivir sin mi país. Estoy cansada de estar en este país. Este país te hace hacer cosas malas.

Elsie supuso que Olivia seguía pensando en lo que había pasado en uno de los turnos rotativos que cumplían las dos con un paciente atendido a domicilio a tiempo completo, un hombre de ochenta años cuyo hijo, un hombre blanco de mediana edad, agente de préstamos en un banco, había puesto de costado al padre, que estaba senil, en presencia de ellas, mientras hacían el cambio de turno, y lo había golpeado con la palma de la mano varias veces en el trasero arrugado.

—A ver si a ti te gusta —había dicho.

Cuando Olivia llamó a la supervisora desde el celular, apenas si había podido encontrar las palabras para explicar lo que acababa de ver. Después del concierto, para distraer a Olivia de sus pensamientos sobre pacientes maltratados, y quizá para distraerse y no pensar en la posibilidad de perder a Olivia, los tres habían vuelto al departamento de Blaise y Elsie y habían liquidado una botella de Rhum Barbancourt cinco estrellas. En algún momento de las primeras horas de la mañana, sin que nadie lo pidiera ni lo dirigiese, habían caído juntos en la cama; intercambiaron palabras desordenadas, besos prolongados y caricias cuyo origen no les interesaba averiguar. Ya no estaban seguros de cómo llamarse. ¿Qué eran exactamente? ¿Un trío? ¿Un ménage à trois? No. Dosas. Eran dosas. Los tres deshermanados, desamparados, juntos en su soledad.

Cuando se despertaron, cerca del mediodía del día siguiente, Olivia se había ido.

Blaise volvió a llamar temprano la mañana siguiente. Elsie todavía estaba en la cama pero se preparaba para dejar a Gaspard definitivamente. Gaspard y su hija dormían y, fuera del zumbido del compresor de oxígeno, la casa estaba en silencio.

—No tendría que haber dejado que se fuera —susurró Blaise antes de que Elsie atinara a saludarlo.

Cuando Blaise tenía la banda, a veces pasaba días sin dormir para poder ensayar. Para cuando llegaba la presentación, estaba tan tenso que la voz le salía robótica y mecánica, como si la hubieran purgado de toda emoción. Así sonaba ahora mientras Elsie trataba de seguir lo que estaba diciendo.

—Ya no nos llevábamos bien —murmuró lanzando las palabras aceleradamente—. Nos íbamos a separar. Por eso recogió sus cosas y se fue. Y por eso yo estoy…

La luz del pasillo se encendió. Elsie oyó que se arrastraban un par de pies. Se acercó una sombra por el piso de roble. Mona abrió la puerta corrediza de la habitación de Elsie y echó un vistazo mientras se frotaba el puño apretado contra los ojos para terminar de despabilarse.

—¿Está todo bien? —le preguntó a Elsie.

Elsie asintió.

—Ojalá le hubiera suplicado que no se fuera —estaba diciendo Blaise.

Mona cerró la puerta y siguió caminando hacia la habitación de su padre, al final del pasillo.

—¿Qué pasó? —preguntó Elsie—. Enviaste el dinero, ¿no? ¿La soltaron?

La línea telefónica chasqueó y Elsie oyó varios golpes. ¿Blaise estaba pegándole al piso con los pies? ¿Chocaba la cabeza contra la pared? ¿Se estaba dando el teléfono contra la frente?

—¿Dónde está? —Elsie trató de moderar la voz.

—Nos peleamos —dijo él—. Si no, no se habría ido.

Mona abrió la puerta y metió la cabeza una vez más.

—Elsie, mi padre te quiere ver cuando termines —dijo antes de marcharse otra vez.

—Disculpa, me tengo que ir —dijo Elsie—. Mi paciente me necesita. Pero primero dime que ella está bien.

No quería oír lo que venía, fuese lo que fuese, pero no podía colgar.

—Pagamos el rescate —dijo él, apurado por sacarse de adentro las palabras con rapidez—. Pero no la soltaron. Está muerta.

Elsie fue hasta la cama y se sentó. Inspiró profundamente, alejó el teléfono de la cara y lo dejó reposar sobre el regazo.

—¿Estás ahí? —Ahora Blaise gritaba—. ¿Me oyes?

—¿Dónde la encontraron? —Elsie volvió a levantar el teléfono y se lo puso al oído.

—La tiraron frente a la casa de la madre —dijo Blaise con calma—. En medio de la noche.

Elsie se pasó los dedos por las mejillas donde, la noche en que habían caído juntos en la cama, Blaise la había besado por última vez. Aquella noche, a Elsie le había costado distinguir las manos de Olivia de las de Blaise sobre su cuerpo desnudo. Pero en la bruma de la borrachera, todo le había parecido perfectamente normal, como si se hubieran necesitado demasiado unos a otros como para contenerse. Ahora las lágrimas la sorprendían con la guardia baja. Agachó la cabeza y hundió los ojos en el pliegue del codo.

—Pero hay algo más. No lo vas a creer —dijo ahora Blaise con una frenética gárgara de palabras.

—¿Qué? —dijo Elsie y deseó, no por primera vez desde que él y Olivia habían dejado de hablarle, que los tres volvieran a estar juntos, borrachos y en la cama.

—La madre me dijo que, antes de salir de casa esa mañana, Olivia se escribió el nombre en la planta de los pies.

Elsie podía imaginarse a Olivia, con el pelo tan salvaje como aquella noche de los tres, y salvaje una vez más al acercarse los pies a la cara y escribir su nombre en las plantas. Probablemente, Olivia se había anticipado a la posibilidad de que la secuestraran y había sentido que era una buena forma de seguir siendo identificable, incluso si la decapitaban.

—No le hicieron eso, ¿no? —preguntó Elsie.

—No —dijo Blaise—. La madre dice que tenía la cara, el cuerpo entero, todo intacto.

Puso algo de énfasis en «el cuerpo entero», advirtió Elsie, porque quería indicarle que a Olivia tampoco la habían violado. Se preguntó cómo podía saber eso él, pero no se atrevió a averiguar. Lo que hizo fue soltar un suspiro de alivio tan fuerte que Blaise la siguió con uno igual.

—La madre la va a enterrar en el mausoleo de su familia, en la aldea de ellos, en el norte —agregó.

—¿Vas a ir? —preguntó ella.

—Por supuesto —dijo—. ¿Tú…?

Ella no lo dejó terminar. Por supuesto que no iría. Incluso si quisiera, no le alcanzaba para el pasaje de avión. Ya había reservado un vuelo a Les Cayes para dentro de algunos meses, para visitar a su familia, y no solo iba a necesitar llevarles dinero, sino también enviarles todas las otras cosas que le habían pedido, incluida una pequeña heladera para sus padres y una computadora portátil para su hermano.

Justo en ese momento, el sonido se cortó por un instante.

—Es de Haití —dijo él—. Me tengo que ir.

Cortó tan abruptamente como había vuelto a entrar en su vida.

—Elsie, ¿estás bien? —Gaspard estaba de pie en la puerta. Respiraba con fuerza cuando extendió los brazos para sostenerse de los dos lados del marco. La hija estaba de pie detrás de él con un tanque de oxígeno portátil.

Elsie no estaba segura de cuánto tiempo habían estado ahí, pero fuesen cuales fuesen los sonidos que había emitido inconscientemente, fuesen cuales fuesen los gemidos, los gruñidos o los quejidos que se le hubiesen escapado, los habían llevado hasta allí. Se acercó a ellos mientras se ajustaba el cinturón de la bata de toalla. Entre gruñidos, Gaspard miró detrás de ella; paseó la mirada por la pequeña habitación y vio la sencilla cama con somier y la cómoda, que hacía juego.

—Elsie, mi hija te oyó llorar. —Los labios de Gaspard, ya casi sin sangre, temblaban como si tuviera frío, aunque todavía parecía más preocupado por ella que por sí mismo cuando preguntó—: ¿Tu hermana está bien?

El cuerpo de Gaspard se tambaleó hacia donde estaba su hija. Mona le extendió los brazos y lo sostuvo firmemente con una mano mientras con la otra mantenía en equilibrio el tanque portátil de oxígeno. Elsie corrió hacia delante, sujetó a Gaspard y dijo:

—Por favor, vuelva a pensar su decisión de despedirme, mesye Gaspard. Ya no voy a recibir más esos llamados.

Tenía razón. Blaise nunca la volvió a llamar.

Unos días más tarde, después de que Gaspard cediera a los ruegos de su hija y aceptara el riñón, Elsie tuvo un fin de semana libre y, como no tenía otra cosa que hacer, tomó el autobús hasta el club de Dédé el sábado por la noche, con la esperanza de que Blaise estuviera allí, de regreso del funeral de Olivia en Haití.

Todavía eran las primeras horas de la noche, así que el lugar estaba casi vacío, salvo por algunos universitarios de la zona a los que Dédé vendía tragos sin pedirles identificación. Dédé estaba detrás de la barra. Elsie se sentó frente a él mientras una camarera le gritaba los pedidos.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó Dédé cuando la camarera se fue con los tragos.

—Trabajo mucho —dijo ella—, para vivir.

—¿Sigues con los viejos? —preguntó él.

—No siempre son viejos —dijo ella—. A veces son jóvenes que tuvieron un accidente de auto o que tienen cáncer.

Finalmente, llegaron a Blaise.

La idea de que se casaran había sido de Blaise. Después de la ceremonia civil de tres minutos, de la que habían sido testigos Dédé y la amiga de Elsie, la jefa de la agencia de auxiliares de enfermería, Dédé había organizado un almuerzo en el bar para ellos.

—Tendrías que haberte casado conmigo. —Ahora Dédé extendió el brazo y le acarició el hombro de modo juguetón. Él nunca se había casado y, según Blaise, no tenía intención de casarse nunca.

—En ese momento no me lo propusiste y ahora tampoco —dijo ella.

—¿Y si lo que pido es otra cosa? —Le pasó los dedos por la clavícula, los bajó hasta el primer botón de la blusa y dejó allí la mano unos segundos. En su mirada intransigente parecía haber alguna posibilidad de alivio o de compañerismo disfrazados de amor.

Por patético que pareciera, ella creía que amaba más a Blaise cuando lo veía sobre el escenario. La seducía algo en lo que ni siquiera pensaba que era bueno. La dedicación de Blaise a sus mediocres dotes le había derretido el corazón. Observar a otras mujeres suspirar por el cuerpo ágil y flexible de Blaise, y más aún la mirada penetrante que dedicaba a las distintas caras de la multitud mientras cantaba, también la encendía. Envidiaba que esas otras mujeres pudieran fantasear con él, quizá que imaginaran que la vida con él sería una fiesta de canciones sin fin. Pero muy de vez en cuando, la sensación iba más allá, en momentos cotidianos, como cuando lo miraba cocinar un omelette relleno con arenque ahumado, que después compartían en la barra para desayuno donde comían todas sus comidas. Ahí era que hablaban más a menudo sobre tener un bebé. Él la había convencido fácilmente de alquilar juntos un departamento y después, de casarse; ¿por qué no también tener un bebé? Sin embargo, ella había pensado que el mejor momento para tener un hijo sería después de comprar una casa para los dos, por pequeña que fuese.

—¿Supiste de él? —le preguntaba ahora Dédé. Lentamente, ella le quitó la mano del bretel de su corpiño.

—No desde hace un tiempo —dijo.

—Oí que se piensa quedar en Haití definitivamente —dijo Dédé, y le guiñó el ojo una vez que asimiló su rechazo. Sacó algunos vasos de abajo de la barra y se puso a limpiarlos por dentro con una toallita blanca. Y quizás esa fuese su venganza, o tal vez había estado esperando para decírselo, pero entre que apoyó un vaso y levantó otro, dijo—: Está viviendo en Haití con el dinero de la banda y un montón de efectivo que sacó de unos secuestros falsos que inventaron entre él y tu amiga Olivia. Te juro que tengo gente en eso. Si los llegan a ver…

Si le hubiera estado pasando a otra persona, ella se habría preguntado por qué esa persona no estaba ya caída en el suelo por la impresión. Pero ella tampoco se desmayó. Era como si quedara confirmado ese resquicio de duda que la había estado atormentando, ese atisbo de sospecha que en parte la había llevado hasta allí.

—¿Entonces está viva? —preguntó.

—Ah, ¿te dijo que estaba muerta? —dijo Dédé y bajó el vaso que tenía en la mano.

—¿No está muerta? —volvió a preguntar ella, solo para estar segura.

Quería reírse, pero lo que hizo fue tratar de encontrar algunas palabras más. ¿Cómo podía haberse dejado engañar, robar, con tanta facilidad? ¿Cómo podía haber sido tan ingenua, tan estúpida? A lo mejor había tenido algo que ver que Gaspard hubiese estado tan enfermo esa semana y que su hija hubiese estado ahí mirando. Había estado tan desconcentrada que había confiado en alguien a quien alguna vez creyó amar. Seguramente Blaise y Olivia se habían preparado, o habían practicado, durante semanas para quitarle más y más, para despojarla tanto de su dinero como de su dignidad. Tenían que ser tan convincentes que nadie hubiera podido dudar de ellos. A Dédé también lo habían engañado.

—Supongo que los dos somos unos boukis —dijo ella por fin—. Unos imbéciles.

—Unos tarados, unos idiotas —agregó él, y limpió el interior de los vasos con más fuerza—. Lo entendería si hubieran estado muertos de hambre y no hubieran podido conseguir dinero de ninguna otra manera, pero decidieron convertirse en delincuentes para poder volver a Haití y darse la gran vida.

—No está bien—dijo ella, aunque ya no sentía que nada estuviera bien.

Los interrumpió un pedido de tragos de uno de los meseros. Dédé se ocupó en silencio de armar los pedidos; después, cuando terminó, dijo:

—Te lo prometo. No van a disfrutar del dinero que me robaron.

—¿Qué vas a hacer? —Detectó el tono suplicante de su propia voz y sintió vergüenza, como si estuviera rogando que los ejecutaran.

—Tú tendrías que hacer algo —dijo él—. Por lo menos conmigo no se casó.

—Ella podría haberse casado contigo —dijo Elsie.

—Estaba claro que yo no era su tipo. No estaba a la altura de lo que buscaba. Tu marido sí.

Ahora Elsie se preguntaba por qué Blaise se había casado con ella. Había otras mujeres con mucho más dinero. Se preguntó si él esperaba que ella cometiera algún delito, como robarle los ahorros de toda la vida a alguno de sus pacientes más ricos para dárselos a él. Se alegró de que la hija de Gaspard hubiese estado con ellos esa semana; de lo contrario, quizá Blaise la hubiese convencido de robarle a él.

—¿Qué harías si fueras a Haití y los encontraras? —preguntó mientras también ella pensaba en esa posibilidad.

—Primero les daría la oportunidad de que me devolvieran el dinero. —Él alcanzó una botella de ron blanco de la mesa espejada que tenía detrás y empujó hacia ella uno de los vasos que había estado limpiando. Al principio, ella puso reparos, lo rechazó con un gesto de la mano, pero después se dio cuenta de que quería seguir hablando con él. También quería seguir hablando sobre Olivia y Blaise, y él era la única persona con la que podía hablar de ellos en ese momento.

—¿Qué le harías a ella en primer lugar? —preguntó él.

—La raparía —dijo ella—. Le afeitaría toda esa masa de pelo que tanto le gustaba llenar de gel.

—¿Eso es todo? —preguntó él entre risas.

Después de tomar un trago de ron, ella dijo:

—Yo estudié para ayudar a los demás, pero a esos dos les rompería la cabeza con una piedra enorme hasta que el cerebro les quedase líquido, como este trago que tengo en la mano.

—¡Ayyy! Eso es demasiado —dijo él, y se sirvió un vaso—. Nunca te enojes conmigo. ¿Estamos?

—¿Y tú qué harías? —le preguntó ella.

—Eso que les hacen a los terroristas. Eso del agua que vi en una película la otra noche. Les envolvería la cabeza con un costal de azúcar y les iría vertiendo agua en la nariz y los haría pensar que se están ahogando. Y no solo se los haría a ellos. Atraparía a todo el resto de los ladrones que le roban a gente como nosotros…

—Los ingenuos, los boukis.

—De nuevo, lo entendería si él estuviera en la ruina o si ella se estuviese muriendo de hambre —dijo él.

—Cuanto más dinero tienen, más codiciosos se vuelven —dijo ella, y sintió que se estaba alejando de Blaise y Olivia y que caía en un debate más amplio sobre la justicia y la impunidad.

—Tu venganza sería mejor que la mía —dijo ella y, con ese giro, volvió a Olivia y Blaise—. Esos dos sufrirían mucho más contigo.

No era la primera vez que lo habían engatusado. Una vez, había entrado en el bar una mujer que aparentemente estaba embarazada, en plena tarde. Simuló empezar con el trabajo de parto y, mientras él buscaba su celular para llamar una ambulancia, ella sacó un arma y lo obligó a vaciar la caja registradora. Ahora trajo a colación ese robo y dijo que prefería que lo enfrentaran cara a cara a que le robaran a sus espaldas.

—Esto no termina de la misma manera —dijo; el volumen de su voz iba creciendo y la velocidad a la que hablaba iba aumentando—. Esta no se la voy a dar a la policía para que termine en la nada. ¿Y a qué policía? ¿A la de Haití?

Ella estaba pensando en ir a la comisaría que estaba allí cerca y hacer una denuncia, por si Blaise y Olivia decidían volver a Miami alguna vez, pero pensó que no serviría de mucho. Blaise no le había apuntado con un arma. Ella le había dado el dinero por propia voluntad. Así y todo, él ni siquiera había tenido pelotas para recibirlo de sus manos. Había insistido en que ella se lo transfiriese.

—Pienso hacer que los atrapen —decía Dédé—, por ti, por mí y por todas las personas a las que les hicieron esto. Incluso si es lo último que haga antes de morir. Nunca lo voy a dejar pasar, y tú tampoco deberías.

Eso significaba odiarlos toda la vida y soñar todos los días con alguna venganza. No quería eso. Prefería pensar en el futuro, aunque no estaba segura de lo que le deparaba ese futuro. La alegraba que Gaspard siguiera vivo, que no fuera uno más en la lista de aquellos cuyos últimos días le había tocado presenciar. Quería seguir adelante, seguir trabajando. Vivos o muertos, ni Blaise ni Olivia volverían a estar en su vida.

Los detalles. Habían sido muy hábiles con los detalles. Por ejemplo, ¿de quién había sido la idea de decirle que Olivia se había anotado el nombre en las plantas de los pies? También podrían haberle dicho que Olivia se había dibujado una cruz como símbolo de que quería un entierro cristiano. Esa última llamada, entendió ahora, era para asegurarse de que ella no iría al supuesto funeral.

Dédé le sirvió otro vaso de ron. Después otro. Y ya cuando empezó a asimilar la noticia de que Olivia estaba viva, se sorprendió porque sintió que se disipaba una especie de duelo en el que no se había detenido, que un lejano dolor de su corazón empezaba a aliviarse. Quiso pelear contra ese alivio. No quería recibir de buena gana, con los brazos abiertos, el consuelo temporal que sintió que se le concedía al enterarse de que alguien a quien creía muerta ahora estaba viva, como si a Olivia la hubiesen resucitado tras días bajo la tierra.

Le corrieron lágrimas por la cara, lágrimas que no pudo detener. No quería que fuesen lágrimas de alegría, pero algunas lo eran. Ahora su patria parecía más segura. Sus padres y su hermano, con los que había vuelto a hablar con más regularidad, parecían correr menos peligro de secuestro. Así y todo, siguió derramando lágrimas. También lágrimas de furia. Porque le habían robado un dinero que le había llevado años ahorrar, y por ver que su sueño de tener casa propia desaparecía junto con los hijos que ella y Blaise no tendrían nunca. Se sintió más sola ahora que antes de conocer a Blaise y a Olivia, más sola que cuando acababa de llegar a ese país y tenía una sola amiga.

Dédé no le quitaba los ojos de encima. Estaban más llenos de preocupación que de deseo. Las lágrimas de Elsie se convirtieron en sollozos; después, en quejidos; luego surgió una nueva fantasía de venganza. Ahora deseaba poder arrasar el bar de Dédé, incendiar todo hasta los cimientos. Metió la mano en la cartera, sacó la tarjeta de San Valentín que todavía llevaba encima y la rompió en pedazos. Los pedazos volaron como plumas cuando los arrojó hacia arriba, pero cuando cayeron, fue como recibir una golpiza de piedras y esquirlas de vidrio sobre el cuerpo.

—Te llevo a casa —dijo Dédé, y cuando ella se quiso acordar, estaba hecha un ovillo en el asiento de atrás del auto, el mismo Toyota negro que él tenía desde hacía años. De alguna manera, se las había arreglado para que ella le diera su dirección.

—Vives sola —lo oyó decir.

—Cuando no trabajo cama adentro —dijo ella.

El resto del tiempo, le habló dentro de su cabeza, sin que le salieran palabras de la boca, que estaba medio llena de vómito. Sí: estaba viviendo sola, en un monoambiente de North Miami, detrás de la casa principal de una pareja de ancianos jamaiquinos. Muchas veces le dejaban invitaciones a cenar con ellos, pero ella se la pasaba trabajando y no estaba casi nunca. Tenía la impresión de que la pareja era amigable con ella porque le tenían lástima, porque parecía que no tenía a nadie. Ella se resistía. Ya no quería hacer más amigos.

Cuando llegaron a la casa, le dio sus llaves a Dédé, que, mientras la mantenía erguida con una mano, trataba de abrir la angosta puerta metálica del monoambiente. Sobre la puerta había un cartel autoadhesivo del tamaño de un plato, con forma de señal de pare y con la silueta de un hombre con una diana en el medio del pecho. Arriba del contorno de cabeza y torso, decía Nada de lo que hay dentro vale una vida. Del otro lado de la puerta había un cartel del mismo tipo, pero tenía tachadas a mano las palabras nada y de, y arriba habían escrito todo lo, así que el autoadhesivo modificado decía Todo lo que hay dentro vale una vida. Al lado había otro cartel en blanco y negro que decía Si roba, hay bala.

Se había encontrado los carteles cuando se mudó. Antes de ella, le habían alquilado el departamento por poco tiempo a un joven que cada vez tenía más problemas, hasta que la pareja le tuvo que pedir que se fuera. O eso es lo que le habían contado. Habían querido quitar los autoadhesivos y volver a pintar el departamento, pero Elsie necesitaba mudarse de inmediato y les dijo que no se molestaran. A lo mejor, el cartel de la puerta le proporcionaría una protección más contra los intrusos, pensó.

Ahora los carteles parecían proclamar algunas verdades más profundas. De repente, esa única habitación era su todo. Era su mundo entero.

—No me voy a morir ahí dentro, ¿no? —preguntó Dédé—. No hay nadie con un fizi,1 ¿cierto?

Ella trató de alzar las manos para hacer un gesto que lo despreocupara pero no las pudo sincronizar a tiempo. Él abrió la puerta y entró, de todas formas. Todavía la tenía entre los brazos cuando ella fue a los tumbos hasta el baño y vació la boca y el estómago en el inodoro. Cuando él la llevó hasta una de las dos camas que estaban del lado opuesto a la puerta, ella sintió que volaba, no de la manera buena, sino como cuando una va cayendo en el aire y tiene terror de estrellarse.

Recostada sobre un lado, en su propia cama, entraba y salía de una neblina en la que la esperaban Olivia y Blaise, como habían esperado la noche en que los tres durmieron juntos. Esa noche, había realizado actos y había dicho cosas que ya no podía recordar en detalle. ¿Les había dado permiso para que estuvieran juntos? A lo mejor por eso la habían abandonado.

Hundió los dedos en las sábanas y trató de abrir los ojos para pelear contra esa imagen brumosa de los tres, pero particularmente contra esa imagen en la que ella les decía que se marchasen y estuviesen juntos, porque era evidente que era lo que querían. Ahora ella era la que sobraba.

Sintió que un paño húmedo se le posaba con suavidad sobre la frente. Dédé le había preparado una compresa y susurraba palabras tranquilizadoras en el aire que flotaba sobre su cabeza. No lograba distinguir la mayoría de las palabras, pero después de una larga pausa, él dijo:

—Estás en casa.

Ella asintió.

—Sí, estoy en casa —balbuceó.

—¿Me quedo? —preguntó él.

Hacer que él se quedase la tranquilizaría, incluso si solo permaneciera sentado en el suelo, del otro lado de la habitación, y la mirase dormir. Pero, de todas maneras, ella se despertaría por la mañana agobiada por lo que había perdido.

—Puedes irte —dijo, ahora que sentía más confianza en sí misma por el hecho de poder hablar.

—¿Segura? —preguntó él mientras le acariciaba las mejillas. Con el dedo húmedo, le fue tallando un arroyo cálido en la piel, un arroyo que a ella le empapaba todo el cuerpo—. Ojalá te hubiera conocido yo primero —dijo, mientras ampliaba el círculo que, con el dedo, le iba dibujando en la cara—. Ojalá te hubiera visto yo primero. Ojalá te hubiera conocido yo primero. Ojalá te hubiera querido yo primero.

—Pareces una de esas canciones estúpidas que cantaba él. —Tartamudeando, se abrió paso con las palabras; dudaba de si a él le resultarían graciosas o insultantes.

—Sí que eran estúpidas esas canciones. —Él soltó una risita y se puso las manos sobre la boca como si quisiera suprimir una risa más profunda—. El tipo estaba arruinando una música que era un tesoro y ni siquiera se daba cuenta. O no le importaba.

—¿Por qué lo tolerabas? —preguntó ella.

—¿Y tú? —devolvió él.

—Tenía sus encantos —dijo ella. Y era cierto. Uno de ellos era que se ponía muy conversador antes del sexo. Para él, los juegos previos consistían en hablar. Le pedía a ella que le contara qué había hecho durante el día. Quería saber de los pacientes, de las dificultades que le causaban, de sus sueños, como si todo aquello lo ayudara a expandir o a reinventar a la persona con la que estaba haciendo el amor.

—Yo lo toleraba porque era mi amigo —dijo él—. Era como un hermano.

—¿Así que todavía te cae un poquito bien? —preguntó ella.

—Solo la gente que te importa te puede lastimar como nos lastimó él a nosotros —dijo él mientras se acariciaba la barba, que ahora era mucho más espesa. El mechón gris que tenía cerca de la frente también se había ensanchado.

—La gente a la que quieres —dijo ella.

No se había dado cuenta de que le quedaban todas esas palabras dentro, y nada menos que para Dédé. Él era el que estaba sacándole esas palabras con tirabuzón. Él hacía que quisiese hablar.

—¿Por qué lo ayudabas tanto? —preguntó.

—Tenemos la misma edad —dijo él—. Nuestros padres eran mecánicos los dos, en Limbé. Yo sabía que él no quería vivir esa vida. Y ahora parece que tampoco quiere vivir la vida de un músico.

—Tampoco quería mi tipo de vida —dijo ella.

—Al principio, sí —dijo él—. Después llegó Olivia.

Pero no podía haber sido solamente Olivia. A lo mejor Elsie no era suficiente para él en algún sentido. O a lo mejor Blaise no lo fuese, en algún sentido. A lo mejor Blaise solo quería volver a casa. Hay quienes solo quieren volver a casa, cueste lo que cueste. Hay quienes harían cualquier cosa por volver a casa.

—¿Te puedo contar algunos secretos? —preguntó él.

—Ya no soporto ninguno más —dijo ella.

—Uno chiquito —dijo él.

Grande o chico, no quería saber más nada, pero no lo detuvo.

—Esa noche, cuando te conoció, yo también te quise hablar, pero era tímido —dijo, y soltó una risa nerviosa—. A las mujeres les gustan los músicos. Son más divertidos.

—Querrás decir más arrogantes.

—Blaise se me adelantó y yo lo dejé —dijo—. Siempre me arrepentí.

Ella trató de imaginarse lo distintas que habrían sido las cosas, que se podría haber librado de la humillación de perder tanto a su marido como su dinero, que podría haber evitado desperdiciar todos esos años de su vida con Blaise. Pero tampoco pudo visualizar cómo habrían funcionado ella y Dédé. Así y todo, se oyó decir:

—A veces uno se desvía para ir a donde necesita llegar.

Él entornó los ojos, como si tratara de entender mejor. Ella quiso explicarse con más claridad, pero no estaba segura de cómo hacerlo. Estaba pensando en algo que una vez le había oído decir a Gaspard a su hija sobre el matrimonio fallido entre él y la madre de Mona.

Están los matrimonios felices, le había dicho Gaspard a su hija, los que son felices de verdad, en los que los dos se quieren mucho y parecen grandes amigos, pero le había asegurado que no eran el único tipo de matrimonio posible. También están los matrimonios perfectamente carentes de pasión, y a veces esos se prolongan durante años, incluso durante vidas enteras, hasta que uno de los dos cónyuges se muere. Pero a veces, tanto los matrimonios felices como los infelices se terminan, y ahí aparece la oportunidad de dar vuelta las cosas. Y algunos matrimonios, mirados desde la distancia, parecen simples desvíos (a veces, desvíos maravillosos) que tomamos para llegar a donde necesitábamos ir.

Ahora Elsie se daba cuenta de que quizá Gaspard le estaba diciendo a su hija que, en algún momento, la madre de Mona había dejado de quererlo y había caído en la cuenta de que su vida matrimonial era un desvío.

—Hola —dijo Dédé, e interrumpió sus pensamientos—. ¿Te estás durmiendo?

—Estoy aquí —dijo ella.

—No estaba seguro —dijo él—. ¿Te puedo contar algo más?

—Sí —dijo ella—. Es hora de confesiones, parece.

—Una tarde, después de jugar al fútbol en el parque, vi a Blaise acostado en el pasto entre Olivia y tú, y sentí los celos más grandes de toda mi vida. Estaba claro como el día: las tenía a las dos.

—No nos tenía a las dos —dijo ella, pensando que, en realidad, no quería que él las hubiera tenido a las dos.

—Tenía el corazón de las dos —dijo él.

—Eso no me va a volver a pasar —dijo ella, y deseó no tener que volver a pensar en Blaise y en Olivia nunca más.

—Quizá no sea él —dijo Dédé—, pero mientras respires, te pueden lastimar.

—Vete —dijo ella—, antes de que te pongas a cantar tú también.

—De todas maneras, tengo que cerrar el bar —dijo él—. Pero te tengo que decir una cosa más y espero que no la tomes a mal.

—¿Qué cosa? —preguntó ella, y sintió el calor de su aliento sobre los párpados.

—No sabía que eras tan floja para el ron.

Él se rio, esta vez fuerte y profundo, y su risa no solo estaba evitando que ella se derrumbara, sino que se le estaba metiendo de lleno en la cabeza. Trató de reírse ella también, pero dudó un poco de que lo estuviera logrando. En cambio, empezó a desabrocharse la blusa.

—Casi nunca soy tan floja —dijo—. ¿Solo esta noche? —le preguntó.

—Solo esta noche —dijo él.

1 «Arma de fuego» en creole haitiano [N. de la T.].

Todo lo que hay dentro

Подняться наверх