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Capítulo 1 SE LEVANTA EL TELON
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Carlos miró de reojo al médico que entraba por segunda vez en la sala de consulta. Al parecer, no le daba importancia a su malestar. Tranquilamente –como si fuera común que un muchacho de quince años se sentara en la mesa de exámenes, vestido solamente con una bata de papel– cruzó la habitación y se sentó en su escritorio. Escribió algo en el expediente que tenía delante. Por último, se dio vuelta y dirigió su mirada a Carlos y a su madre, que estaba sentada a su lado en una silla.
–Carlos –dijo pausadamente, ajustándose los lentes sobre la nariz ligeramente corva–, tengo algo muy grave que comunicarte. ¿Me estás escuchando?
A Carlos se le puso la piel de gallina. Sujetó la bata sobre sus huesudas rodillas y contestó:
–Escucho.
–Quisiera decírtelo de otro modo –dijo el médico suspirando–, pero mejor te lo digo de una vez.
Carlos cerró los ojos. ¿Por qué no guarda su discurso para otro momento?, pensó. Esto es como esas películas donde todos esperan la frase famosa del héroe. Molesto, miró al Dr. Ramírez.
–¿Qué pasa, doctor?
–Carlos, parece que vas a morir pronto. Muy pronto.
La madre se quedó sin aliento. Las palabras del Dr. Ramírez hicieron eco en la habitación de techo alto, como si buscaran un lugar donde posarse. El ruido de una motocicleta que pasaba a toda velocidad por la calle rompió el silencio.
El Dr. Ramírez se inclinó hacia adelante.
–Jovencito, de acuerdo a tu expediente, tienes quince años y mides ciento setenta centímetros, ¿de acuerdo?
Carlos exhaló un profundo suspiro.
–Sí –respondió.
–Hace seis meses pesabas setenta y dos kilos y medio, y ahora pesas cuarenta y tres. ¡Esa pérdida de peso es demasiado para un muchacho en crecimiento!
La habitación quedó en silencio. Carlos hubiera deseado que el médico terminara de una vez. De todos modos, las cosas iban a seguir igual.
–Por los hábitos alimentarios que tu mamá ha descrito y los análisis que te he hecho, parece que padeces de anorexia nerviosa, ¿sabes lo que es eso?
Carlos apretó los puños. Sentía que la ira lo dominaba. Otra vez lo mismo, pensó. ¿No se dan cuenta de que soy lo suficientemente grande como para vivir como me dé la gana? ¿Qué importancia tiene si como o dejo de comer? Después de todo, no tiene sentido seguir viviendo así.
La madre adelantó un poquito su silla y Carlos notó de reojo que los nudillos blancos de sus dedos apretaban sus brazos delgados y flácidos.
–Doctor, he leído acerca de este trastorno emocional. ¿Podrá usted hacer algo?
El médico se inclinó hacia atrás en la silla y movió la cabeza.
–Quisiera poder decirle algo positivo, señora. Aparte de internarlo en un hospital donde lo alimenten a la fuerza, no hay mucho que se pueda hacer. A veces, un asesoramiento psicológico ayuda, pero la única persona que puede hacer algo por Carlos, es el propio Carlos. Él tiene que desear mejorar y obligarse a comer.
–Vamos a mi oficina y se lo explicaré mejor.
–Carlos, tan pronto te vistas, ve a la oficina de al lado.
La puerta se cerró detrás de la madre y el médico. Moviéndose con lentitud, Carlos se bajó de la mesa y cogió su suéter. Se lo puso y, después de vestirse, se dejó caer en la silla del médico. Se sentía agotado.
El médico tenía razón. Quizá moriría pronto. Ya sentía que se le escapaban las últimas gotas de energía. Cuando todo se terminara él sería prácticamente un esqueleto, seco y quebradizo, como las hojas de otoño que son arrastradas por los vientos invernales.
Suspirando débilmente, sus pensamientos se remontaron al pasado, al tiempo cuando era un niño feliz y estaba contento de vivir.
De pequeño había tenido un buen hogar, pese al divorcio de sus padres. Desde que su mamá se marchó de la casa, había empezado a ayudar a su papá en la tala de árboles, después de las clases.
Fuerte y alto para su edad, se sentía orgulloso de poder ganar el dinero que ahorraría para comprarse un automóvil cuando tuviera la edad suficiente. Gracias a su físico fornido, sus compañeros de escuela le rogaban que participara en los eventos deportivos, pero él prefería emplear sus músculos en transportar los pesados troncos de árboles y disfrutar del fuerte olor de la madera en bruto cuando la sierra los cortaba. Pero ni eso le importaba tanto como la compañía de su padre.
Eran más que compañeros. Intercambiaban ideas acerca del negocio y hablaban de cómo ampliarlo, hecho que hacía sentir a Carlos como un auténtico socio. Mientras proseguían con sus planes, Carlos desarrollaba hábitos de trabajo superiores a los de sus amigos, quienes solo pensaban en maquinitas de juego y el próximo campeonato de fútbol.
Cristina, un año menor que Carlos, no era la clase de hermana problemática que sus amigos se quejaban de tener. Desde que su mamá se fue, se había desarrollado entre ellos una estrecha amistad, y habían aprendido a trabajar y compartir juntos sus chascos y alegrías. Juntos lograban sacarle partido a las situaciones adversas.
Cristy se esforzó mucho para aprender a lavar ropa y cocinar ricos alimentos que tanto él como su padre apreciaban. Con cierto aire de nostalgia, Carlos recordó las veces en que los tres se ponían a hacer planes de sobremesa, para terminar la nueva casa que estaban construyendo en la ladera contigua a la casa rodante que les servía de vivienda.
Solo el recuerdo hizo sonreír a Carlos. ¡Tenían tan buenos planes! Los negocios florecían mientras vivían en el estado de Colorado, Estados Unidos, y obtenían buenas ganancias. Los fines de semana, y algunos otros ratos libres, trabajaban en la casa de sus sueños, esperando que, una vez terminada, la abuelita se mudara con ellos. Los tres esperaban ansiosamente ese momento. ¡Sería fantástico volver a sentirse en familia!
Los años transcurrían apaciblemente. Cada miembro de la familia cuidaba y velaba por los demás. A pesar de las estrecheces, sabían que juntos lograrían sus propósitos. ¡Nada podría perturbar su pequeño y confortable mundo!
Pero cuando Carlos estaba en el noveno grado, la tragedia golpeó a su puerta.
Para silenciar las murmuraciones de sus amigos, Carlos se quedó una tarde después de clases para sustituir a un jugador de fútbol y llegó a casa más tarde de lo acostumbrado. Se sorprendió al no encontrar en casa ni a su papá ni a Cristy. Se cambió de ropa y se dirigió al taller para realizar sus tareas habituales después de clases. Más tarde, cuando escuchó el ruido de la camioneta que se detenía junto a la casa móvil, dejó caer la tabla que llevaba y salió a su encuentro para saludarlos.
Los acostumbrados saludos efusivos de su papá y de su hermana, extrañamente, habían desaparecido. El padre tampoco sonrió al seguirlos al interior de la casa. Sin decir una palabra, se dejó caer en una silla de la cocina, con una expresión de suprema angustia en el rostro. Tenía pálidos los labios y le temblaban las manos mientras las apoyaba sobre las rodillas.
Carlos quedó helado y, volviéndose a Cristy, preguntó:
–¿Qué pasa?
Cristy sollozaba sin poder hablar. Pero el padre rompió el silencio.
–A... acabo de matar a una niña...
–¿Qué? ¿Cómo? –Carlos lanzó sus preguntas fijando su mirada en Cristy.
El padre se inclinó hacia adelante y cubrió su rostro con las manos.
–Fui a la escuela a buscar a Cristy y tuve que estacionarme indebidamente, tú sabes cómo es allí cuando terminan las clases. Había unos niños jugando al frente y un muchachito, que supuestamente debía estar cuidando a su hermanita pequeña, se descuidó. La niña gateó hasta quedar debajo de la camioneta sin que nadie se diera cuenta.
A Carlos le dio un vuelco el estómago.
–Por supuesto, ni yo, ni nadie vimos a la niñita. Cuando la camioneta arrancó, sentí un golpe extraño seguido de los gritos de los niños.
Los ojos del padre de Carlos imploraban comprensión.
–Cuando miré por el retrovisor para averiguar por qué gritaban... ¡Vi algo horrible!
Cristy abrazó a su padre.
–Tú no tuviste la culpa –sollozaba, tratando desesperadamente de consolarlo.
Un instante después, se volvió a Carlos.
–Después de que la ambulancia se fue, nos llevaron a la estación de policía. No creo que acusen a papá; pero Carlos, ¡no te imaginas lo terrible que ha sido!
Torturado por el sentimiento de culpa al haber truncado una vida tan joven, el padre cambió de la noche a la mañana; de optimista y cariñoso, se convirtió en una persona retraída y amargada. Por las noches, en lugar de hablar y bromear con sus hijos, se sentaba en la sala a oscuras, mirando el piso. Poco a poco, su tristeza contagió también a Cristy, y fue perdiendo su risa habitual. Ya Carlos no tenía tanto interés en que terminaran las clases para volver a casa y a su trabajo acostumbrado.
Un día, un vecino bien intencionado, en su afán por animarlo, rodeó a Carlos con el brazo y le dijo:
–Sé que tu familia está sufriendo por lo ocurrido, pero estoy seguro de que Dios tiene un propósito en todo esto.
Carlos sintió que algo se paralizaba en su interior. Aunque nunca iba a la iglesia, de alguna manera se imaginaba a Dios como un ser bondadoso, un tanto parecido al Santa Claus que los niños quieren. Pero si Dios es capaz de escoger a criaturas inocentes y utilizar a un padre bueno como el suyo para cumplir un propósito tan horrible, entonces, sin duda, ¡ese Dios no era para él!
Los meses siguieron su curso monótonamente y Carlos y su papá siguieron trabajando juntos, pero este permanecía siempre taciturno, como si hubiera perdido el deseo de hablar. Por varios meses lo torturó el recuerdo del terrible accidente.
Poco a poco el padre volvió a la normalidad y, cuando acababan de reiniciar la construcción de la casa, los golpeó nuevamente la tragedia. Sucedió de repente. Un día tenían más trabajo de lo acostumbrado, pero al siguiente, se quedaron sin él. Al principio, no creyeron que la industria maderera se hubiera ido a pique. Quizá se trataba de un revés temporal. Pero pronto se desvanecieron sus esperanzas. Por todas partes se veían abandonadas las rastras de transportar madera y los aserraderos estaban paralizados. Con todo, Carlos y su papá se mantenían haciendo algunos trabajos por aquí y por allá, reparando cosas, esperando y confiando. Pero las cosas no cambiaron. Poco a poco, se les acabaron los ahorros y tuvieron que abandonar su sueño de ver terminada la nueva casa.
En un último esfuerzo desesperado por no perder su pequeña propiedad, Carlos contribuyó con su dinero ahorrado, pero aun así tuvieron que vender el taller, la casa rodante y la casa a medio terminar. Sumamente descorazonados, los tres cargaron en la vieja camioneta las pocas pertenencias que les quedaban y se dirigieron al pueblo de Durango, Colorado, con la esperanza de encontrar trabajo. Mientras recorrían las calles de Bayfield por última vez, Carlos se despidió de su pueblo en silencio. No era fácil dejar atrás todo lo conocido y querido. Súbitamente lo invadió una honda depresión. Ya no le quedaban ni los sueños. Tampoco le quedaban amigos. Hasta había perdido la esperanza de que su abuelita fuera a cuidarlos.
El espectro del cambio estuvo a punto de aplastarlo en las semanas que siguieron. Se sentía asfixiado en el minúsculo apartamento de la estrecha calle en aquel pueblo desconocido. Justo él, que amaba tanto el espacio abierto. El papá encontró trabajo corrido hasta la tarde, pero Carlos no podía ayudarlo. El tiempo pasaba muy lentamente. El dinero escaseaba el primer día que entró a clases para estudiar el décimo grado; y por supuesto, no conocía a nadie en la escuela. Se sentía agobiado por el desánimo y la soledad, que paulatinamente fueron acentuándose hasta llegar al extremo de no querer hablar con nadie.
En las largas y solitarias horas que pasaba en su cuarto pensaba en lo que había oído decir a los predicadores por la televisión con respecto a Dios. Hasta los cantos declaraban que Dios cuidaba de todos y solo quería lo mejor para ellos. Se rió sarcásticamente, pensando: ¿Cómo es posible que la gente sea tan crédula? Si Dios era tan amante, ¿cómo es que no podía ver que su papá era un hombre respetuoso de las leyes, que nunca había engañado a nadie y siempre estaba listo para ayudar a los que lo rodeaban? ¿Por qué había permitido que perdieran su casa, sus amigos y hasta la posibilidad de que su abuelita fuera a vivir con ellos?
Lentamente, un sentimiento de hostilidad hacia un Dios tan cruel lo fue embargando, y fue en aumento hasta convertirse en una pasión negra y horrorosa en su interior, que impregnó cada célula de su ser. Este sentimiento saturó de tal modo su naturaleza que llegó el momento en que ya no podía dirigirle a su hermana o a su padre una palabra cortés, y al extremo de llegar a odiarse a sí mismo.
Un caluroso día, tras haber pasado la tarde malhumorado y ocioso en su cuarto, salió caminando pesadamente y observó el reflejo de su propia imagen en el espejo del pasillo. Al ver su pelo castaño desgreñado, los ojos hundidos y la contextura alta y pesada de su físico, hizo una mueca de disgusto. Siempre había tenido buen apetito, pero en vista de que realizaba trabajo pesado después de las clases, se mantenía en buenas condiciones físicas. Ahora su musculatura, que alguna vez fue vigorosa, estaba flácida. Consciente de esa situación, repentinamente se le ocurrió que estaba malgastando el dinero que su papá ganaba trabajando arduamente en comida que, a su parecer, no necesitaba.
Desesperado por acabar con el mal humor, Carlos decidió mejorar su apariencia. Comenzando esa misma tarde, redujo a la mitad su ración de comida y empezó a correr después de clases. Fue bajando de peso, pero eso no alteró sus sentimientos. Siguió reduciendo la cantidad de alimentos hasta que finalmente perdió por completo el apetito.
No pasó mucho tiempo hasta que su papá y su hermana notaron que no comía.
–Hijo, no puedes dejar de comer y mantenerte saludable al mismo tiempo –le dijo su papá una noche, cuando Carlos rehusó cenar–, sé que estamos cortos de dinero, pero nos alcanza para comer.
Cristy también le llamó la atención.
–Termina ese poquito de carne –le dijo.
Para quitárselos de encima, Carlos se impuso la desagradable tarea de comer normalmente otra vez. Luego, iba al baño e introducía los dedos en la boca hasta vomitar la indeseable comida.
Si bien mantenía contenta a la familia porque comía y se autocomplacía metiéndose los dedos en la garganta, se sentía cada vez más deprimido y encerrado en sí mismo. La ropa empezó a quedarle floja, al grado de tener que ponerse un cinturón para evitar que se le cayeran los pantalones y usar suéteres abultados para disimular su delgadez. Finalmente, tuvo que hacerle otro agujero al cinturón, pero cuando se miraba al espejo, aún odiaba lo que veía.
Por último, empezó a perder el sueño. En la quietud de las largas noches, mientras meditaba en su miserable suerte, asomaban a su mente pensamientos funestos acerca de Dios. De alguna manera tenían que desaparecer, ¡porque no quería tener nada que ver con un ser tan cruel! Se acordó del tocadiscos que habían vendido antes de irse de Bayfield. Ahora ni siquiera había una radio en casa. ¡Si tan solo pudiera tener aunque fuese uno de esos aparatos portátiles con audífonos, podría ahogar esos pensamientos desagradables! Pero no tenía esperanza. Ni siquiera tenía un centavo en el bolsillo, y no le iba a pedir dinero a su papá.
Carlos se había hecho un par de amigos en la escuela, a pesar de la triste perspectiva que reflejaba su vida, y muchas veces había notado que ellos tenían dinero en los bolsillos. Al principio, la tentación de robarles dinero fue algo fugaz, pero con el transcurso de los días empezó a idear métodos para hacerlo. Por fin, durante una clase realizada en el gimnasio, se escabulló hasta los guardarropas de los estudiantes y extrajo un par de dólares de los bolsillos de sus amigos.
Después de repetir el acto deshonesto varias veces, pudo reunir lo suficiente para comprarse una radio, pero ni siquiera eso lo libró de los terribles pensamientos acerca de Dios.
Poco a poco, fue debilitándose por la falta de alimentos y perdió interés en la escuela. No cumplía con las tareas, y no le hacían mella las amonestaciones de los maestros. No le importaba, en absoluto, que sus amigos sospecharan de él como el presunto ladrón. De hecho, ya nada parecía afectarle. Siguió perdiendo peso y vegetando en su habitación.
–Hijo, ¡tienes que decirme qué es lo que te pasa! –explotó una noche su padre, mientras Carlos se apresuraba en ir al baño a vomitar la cena.
–¡Déjame en paz! –le respondió a su padre en tono airado.
El padre lo sujetó por los hombros. Instantáneamente se le demudó el rostro.
–Carlos, ¡no eres sino un costal de huesos! ¿Qué te pasa, muchacho?
Carlos se desprendió de las manos de su padre.
–¡A nadie le importa! –gritó–. ¡Tú deberías saber que ya no tengo nada por lo cual vivir! He tenido que sepultar todos mis sueños. Estamos viviendo en una pocilga, en una calle ruidosa, aunque eso no parece importarles ni a ti ni a Cristy. ¡A mí ya nada me sale bien!
Diciendo esto, dio un puntapié a la pared.
–¡Odio mi nueva escuela! ¡Odio no tener dinero! ¡Y tú y Cristy están siempre molestándome con la comida!
El padre se tambaleó y retrocedió, con el rostro pálido como el día en que arrolló a la niñita.
–No me había dado cuenta de lo duro que ha sido para ti todo esto. Lo siento, hijo.
Carlos se dio vuelta y entró en su cuarto. ¡No le importaba si salía vivo o no de allí!
La noche siguiente, Carlos recibió una llamada telefónica. Se sorprendió al escuchar la voz de su mamá.
–He sabido que las cosas no te van bien por allá, Carlos. Quisiera saber si te gustaría venir y pasar un tiempo conmigo. Rodolfo y yo tenemos bastante espacio y nos encantaría que vinieras.
Carlos miró el miserable apartamento. Su papá tenía trabajo. Cristy tenía sus amigos; pero él no tenía a nadie. No tenía motivos para quedarse. Nadie lo necesitaba. De pronto fue preso de un profundo sentimiento de autocompasión.
–Sí, mamá –se oyó decir a sí mismo.
Dos días después, su madre vino a buscarlo. Su papá le llevó las maletas al autobús. Luego abrazó a Carlos quien, ocultando sus sentimientos, se dio vuelta y abordó el vehículo.
Hasta él mismo se sorprendió de lo débil que estaba, pues apenas podía llegar hasta la escalerilla del autobús, al punto tal que el chofer tuvo que ayudarlo a llegar a su asiento.
–¿Te sientes mal? –preguntó el conductor.
Carlos miró por la ventanilla y eludió la pregunta. ¡Estaba de malísimo humor!
Las cosas tampoco mejoraron en casa de su madre. Ella y su esposo Rodolfo, que estaba luchando contra el cáncer, hacían lo mejor que podían para que se sintiera cómodo, pero de nada servía. Le daban náuseas solo con ver la comida y, por varios días, no probó bocado. Se sentía muy deprimido. Su vida no tenía propósito. No tenía ningún motivo para seguir viviendo.
Un día, cansada de probar distintos métodos, la madre habló francamente con él:
–Carlos, no puedes seguir así. No quieres decirme lo que te pasa. Ni siquiera quieres discutirlo conmigo. Si no empiezas a comer y no veo que aumentas de peso enseguida, te voy a llevar al médico. Quizás él pueda ayudarte.
–¡No voy a ir al médico! –Rezongó Carlos–. ¡No necesito a tu médico! ¡No necesito a nadie!
Pero pocos días después la protesta de Carlos se desvaneció. Pronto se encontró frente al Dr. Ramírez, escuchando el murmullo de voces al otro lado de la pared.
Por último, hizo un esfuerzo por ponerse de pie y caminar hasta la oficina del médico. Con una expresión de ira en el rostro, se dirigió tambaleándose hasta una silla desocupada.
El Dr. Ramírez puso en sus manos una hoja de papel.
–Esta es una dieta alta en calorías para ti. Quiero verte dentro de tres días. Espero que aumentes de peso.
Luego, en tono más sereno, añadió:
–Tu mamá me ha informado que últimamente has tenido varias recaídas y eso puede alarmar a cualquiera. Voy a llamar al consejero de la escuela y ver si él puede hablar contigo. Creo que eso podría ayudarte a restablecer las cosas. Pero, con todo, tu cuerpo no puede soportar más lo que le estás haciendo. Insisto en que no vivirás mucho más si sigues así. Todo tu sistema electrolítico está desajustado y ya no te quedan reservas. Tienes que hacer cambios inmediatamente. ¡Hoy mismo! Si no lo haces, solo me queda la alternativa de internarte en un hospital para que te alimenten por la fuerza.
Carlos hervía de rabia mientras el Dr. Ramírez se dirigía a su mamá:
–En el camino a casa, cómprele a Carlos una hamburguesa, papas fritas y un batido. Cerciórese de que se lo coma todo. Los espero el viernes.
Con la poca energía que le quedaba, Carlos rehusó comer la hamburguesa y las papas fritas que la madre le compró. Esa noche, por respeto a su madre, se sentó a la mesa, pero no probó bocado. Después de todo –razonaba–, ¡nadie tiene derecho a decirme lo que debo hacer! La madre rompió en llanto ante el despliegue de ira de Carlos, y Rodolfo, agotado por su enfermedad, se sentó en su lugar a la cabecera de la mesa en silencio y con la cara larga.
Después de la cena, Carlos se desplomó en su cama y se puso a mirar el techo. Podía sentir los latidos de su corazón dentro de su pecho enflaquecido. De hecho, los latidos eran tan fuertes que hacían vibrar la cama. Él había estudiado lo suficiente de biología para saber que su corazón lucharía por mantenerse vivo todo el tiempo posible. Pero el jefe era él. Él tendría la última palabra, no su corazón. Así se quedó ponderando las cosas. ¿Cuántas veces más latirá mi corazón? ¿Latirá esta noche por última vez?
¡Sería tan fácil deslizarse en la nada, sin tener que preocuparse más por las cosas terribles de la vida! Lo invadió una sensación helada. Si moría esa noche nunca más vería a su papá. Ni a Cristy. Su abuelita nunca sabría lo mucho que él la quería. Era significativo que su familia seguía queriéndolo –escribiéndole, llamándolo por teléfono– a pesar de los problemas que les causaba. Precisamente, la noche anterior lo había llamado Cristy otra vez. Él respondió al teléfono con su irritación acostumbrada. Pero ella no se dio por aludida.
–Sin un hermano mayor nos sentimos muy solos –se lamentaba ella.
Carlos se puso boca abajo y se cubrió con la almohada, tratando de borrar de su mente las imágenes de sus seres amados. Pero la almohada no las pudo esconder de sus pensamientos. Por último, suspiró y se entregó de lleno a la reflexión.
¡Cristy era tan joven y tan confiada! Él había dedicado su vida a cuidarla. Pero cuando él muriera, ¿seguiría queriéndolo? ¿Quién la protegería si alguien quisiera aprovecharse de ella?
Y papá. Él había sobrevivido a algunos problemas personales graves, pero finalmente los había superado. ¿Debía él hacer menos?
Y luego estaba su mamá. Ella seguía siendo especial para él, a pesar de los años de separación. Se daba cuenta de lo mucho que ella trataba de entenderlo. Pero le respondía con palabras groseras y punzantes.
¿Y Rodolfo? Su padrastro se sometía pacientemente al tratamiento de quimioterapia sin quejarse nunca de la enfermedad que invadía su gastado cuerpo. Lejos de ello, se acercaba a Carlos, tratando siempre de animarlo y ayudarle a controlar sus nervios irritados. ¡Pobre Rodolfo! ¡Estaba tan deseoso de vivir! Carlos también debería vivir, pero no quería.
La depresión le clavó las garras. ¿Por qué tenía que preocuparse de su familia? Después de todo, nadie lo iba a extrañar cuando se hubiera ido. Él no servía de nada a nadie. Carlos se había vuelto mentiroso y tramposo. Robaba a sus amigos y familiares. Trataba de hacerlos sufrir diciéndoles palabras hirientes. En realidad, ya no le importaba la vida de los demás. ¡Y todo porque Dios le había hecho tantas cosas malas!
Entonces, desde lo más recóndito de su mente, lo asaltó un pensamiento. Dios no es culpable. Ora, Carlos, ora. Dios te va a escuchar.
Carlos se quedó sin aliento. ¿Orar a Dios? ¡Qué ridículo! Pero la impresión persistía. Parecía como si Alguien estuviera a su lado. Alguien que él no podía ver, pero que lo podía percibir. Si decidía orar, ¿cómo debía dirigirse a ese Ser?
Se dio vuelta y miró su huesudo cuerpo. Se alisó el largo cabello castaño con los dedos. Continuaba debilitándose a cada segundo. Quizás esa noche sería la última. Se sintió preso del miedo. ¿Qué pasa con las personas cuando mueren? ¿Van en realidad al infierno y sufren los tormentos del fuego eterno?
Mientras permanecía así, contemplando el techo, se decidió. Si realmente existía un Dios, cuando menos él debía saberlo. Respiró profundo y empezó: Si Dios existe, o quienquiera que sea Dios, y quienquiera que pueda hacer algo por mí, que me lo demuestre y yo le serviré.
Se quedó inmóvil, esperando escuchar una voz que le respondiera, pero no oyó nada. Por la calle pasaban los automóviles a gran velocidad. Se escuchaban los lejanos ladridos de un perro. Podía oír a su mamá que lavaba la loza en la cocina. Pero no escuchaba nada que fuera una respuesta a su oración. Luego, todo quedó en silencio. Una paz que él no había experimentado desde el accidente de su padre lo invadió, una sensación de que todo iba a salir bien. ¡Se sintió tan diferente, tan confiado! Por primera vez en semanas, se sintió tranquilo. Dormitó un poco, luego se despertó. Afuera estaba oscuro, parecía que era tarde.
La extraña paz todavía lo envolvía, pero con ella surgió el sentido de urgencia que nunca antes había experimentado. Debes comer, Carlos. Debes comer esta noche. La impresión se acentuaba cada vez más.
Sin poder resistirla, Carlos reunió las pocas fuerzas que le quedaban y se dirigió a la cocina. Su madre y Rodolfo estaban sentados a la mesa conversando y mordisqueando galletas con mantequilla de maní. Ambos se sorprendieron al ver a Carlos.
Sin decir palabra, Carlos se sentó en una silla y apretó las manos contra las piernas.
–¿Con apetito? –preguntó Rodolfo, consciente de los nuevos sentimientos de Carlos.
El joven asintió.
Con una sonrisa, Rodolfo empujó el plato de galletas hacia él, luego siguió hablando con su esposa, como si nada extraordinario estuviera aconteciendo.
Carlos miró las galletas por un instante; luego, con cierta vacilación tomó una. Media hora más tarde, sintiéndose lleno, pero extrañamente contento, volvió a su cuarto.
Esta vez, mientras descansaba en su cama contemplando el techo, advirtió que algo raro había sucedido. La desesperación de estar vivo ya no lo inquietaba. ¿Habría hecho una diferencia su oración? Pensó en ello y cayó en cuenta de que no había hecho nada por sí mismo. Realmente debía haber un Dios en alguna parte, Uno que se interesaba en él.
Cruzó las manos sobre el vientre:
¿Quién eres tú? –preguntó sin poder resistir la curiosidad. ¿Por qué me salvaste de la muerte? ¿Eres tú el que me haces sentir diferente? Yo no sé, pero quienquiera que seas, lo voy a averiguar. Lo prometo.
Un momento después, Carlos se dio vuelta y se durmió. Lo próximo que sintió fueron los rayos del sol que entraban por su ventana. Con ellos lo embargó un sentimiento indefinible y extraño. Por un instante no pudo recordar lo que había pasado para que esa mañana se sintiera tan diferente. Fue entonces, por el ruido de su estómago vacío, que se dio cuenta. Sonriendo, se levantó de la cama.