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3 Arrepentimiento

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¿Cómo se justificará el hombre ante Dios? ¿Cómo se hará justo al pecador? Sólo a través de Cristo podemos ponernos en armonía con Dios, con la santidad; pero ¿cómo iremos a Cristo? Muchos hacen la misma pregunta que formularan las multitudes el Día de Pentecostés, cuando, convencidas de pecado, exclamaron: “¿Qué haremos?” La primera palabra de la respuesta de Pedro fue: “Arrepentíos”. Poco después, en otra ocasión, dijo: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados”.33

El arrepentimiento incluye tristeza por el pecado y abandono del mismo. No renunciaremos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad; mientras no lo rechacemos de corazón, no habrá cambio real en la vida.

Hay muchos que no entienden la verdadera naturaleza del arrepentimiento. Muchísimas personas se entristecen por haber pecado e incluso se reforman exteriormente porque temen que su mala vida les acarree sufrimientos. Pero esto no es arrepentimiento en el sentido bíblico. Lamentan el sufrimiento antes que el pecado. Tal fue el dolor de Esaú cuando vio que había perdido su primogenitura para siempre. Balaam, aterrorizado por el ángel que estaba en su camino con la espada desnuda, reconoció su culpa por temor a perder la vida; pero no experimentó un arrepentimiento genuino por el pecado, ni cambio de propósito, ni aborrecimiento del mal. Judas Iscariote, después de traicionar a su Señor, exclamó: “He pecado entregando sangre inocente”.

Esta confesión fue arrancada a la fuerza de su alma culpable por causa de un horrible sentido de condenación y una pavorosa expectación de juicio. Las consecuencias que le sobrevendrían lo llenaban de terror, pero no experimentó profundo quebrantamiento de corazón, ni dolor en su alma, por haber traicionado al inmaculado Hijo de Dios y negado al Santo de Israel. Cuando Faraón sufría bajo los juicios de Dios, reconocía su pecado con el fin de escapar del castigo futuro, pero volvía a desafiar al Cielo tan pronto como cesaban las plagas. Todos estos lamentaban los resultados del pecado, pero no sentían tristeza por el pecado en sí mismo.

Pero cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su gobierno en el Cielo y en la Tierra. “La luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”34 ilumina las cámaras secretas del alma y se manifiestan las ocultas cosas de las tinieblas. La convicción se posesiona de la mente y el corazón. Entonces el pecador tiene conciencia de la justicia de Jehová y siente terror de aparecer, en su iniquidad e impureza, delante del Escudriñador de los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza; ansía ser limpiado y restituido a la comunión con el Cielo.

La oración de David después de su caída ilustra la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento fue sincero y profundo. No hizo ningún esfuerzo por mitigar su culpabilidad; ningún deseo para escapar del juicio que lo amenazaba inspiró su oración. David vio la enormidad de su transgresión; vio las manchas de su alma; aborreció su pecado. No imploró solamente por perdón, sino también por pureza de corazón. Deseó tener el gozo de la santidad: ser restituido a la armonía y comunión con Dios. Este fue el lenguaje de su alma:

“Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado”.

“Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño”.35

“Ten piedad de mí, Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones...”

“Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí...”

“Purifícame con hisopo y seré limpio; lávame y seré más blanco que la nieve...”

“¡Crea en mí, Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!”

“No me eches de delante de ti y no quites de mí tu santo Espíritu”.

“Devuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente...”

“Líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salvación; cantará mi lengua tu justicia”.36

Efectuar un arrepentimiento como éste está más allá del alcance de nuestro propio poder para lograrlo; sólo se lo obtiene de Cristo, quien ascendió a lo alto y ha dado dones a los hombres.

Precisamente éste es un punto en el cual muchos yerran, y por esto dejan de recibir la ayuda que Cristo desea darles. Piensan que no pueden ir a Cristo a menos que primero se arrepientan, y que el arrepentimiento los prepara para el perdón de sus pecados. Es verdad que el arrepentimiento precede al perdón de los pecados, porque solamente el corazón quebrantado y contrito es el que siente la necesidad de un Salvador. Pero ¿debe el pecador esperar hasta haberse arrepentido antes de poder ir a Jesús? ¿Ha de ser el arrepentimiento un obstáculo entre el pecador y el Salvador?

La Biblia no enseña que el pecador deba arrepentirse antes de poder aceptar la invitación de Cristo: “¡Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso!”37 La virtud que sale de Cristo es la que guía a un arrepentimiento genuino. Pedro habla del asunto de una manera muy clara en su exposición a los israelitas cuando dice: “A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados”.38 Así como no podemos ser perdonados sin Cristo, tampoco podemos arrepentirnos sin el Espíritu de Cristo, que es quien despierta la conciencia.

Cristo es la fuente de todo impulso recto. Él es el único que puede implantar enemistad contra el pecado en el corazón. Todo deseo por verdad y pureza, toda convicción de nuestra propia pecaminosidad, es una evidencia de que su Espíritu está obrando en nuestro corazón.

Jesús dijo: “Yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”.39 Cristo debe ser revelado al pecador como el Salvador que muere por los pecados del mundo; y cuando contemplemos al Cordero de Dios sobre la cruz del Calvario, el misterio de la redención comenzará a descifrarse en nuestra mente y la bondad de Dios nos guiará al arrepentimiento. Al morir por los pecadores, Cristo manifestó un amor incomprensible; y este amor, a medida que el pecador lo contempla, enternece el corazón, impresiona la mente e inspira contrición en el alma.

Es verdad que algunas veces los hombres se avergüenzan de sus caminos pecaminosos y abandonan algunos de sus malos hábitos antes de darse cuenta de que están siendo atraídos a Cristo. Pero cuando hacen un esfuerzo por reformarse, nacido de un sincero deseo de hacer lo recto, es el poder de Cristo el que los está atrayendo. Una influencia de la cual no son conscientes obra sobre el alma, y la conciencia se vivifica y la vida externa se enmienda. Y a medida que Cristo los induce a mirar su cruz y contemplar a quien han traspasado sus pecados, el mandamiento halla cabida en la conciencia. Se les revela la maldad de su vida, el pecado profundamente arraigado en su alma. Comienzan a comprender algo de la justicia de Cristo, y exclaman: “¿Qué es el pecado, para que exigiera un sacrificio tal para la redención de su víctima? ¿Fueron necesarios todo este amor, todo este sufrimiento, toda esta humillación, para que no pereciéramos sino que tuviésemos vida eterna?”

El pecador puede resistir este amor, puede rehusar ser atraído a Cristo; pero si no se resiste será atraído a Jesús; un conocimiento del plan de la salvación lo guiará al pie de la cruz arrepentido de sus pecados, los cuales causaron los sufrimientos del amado Hijo de Dios.

La misma mente divina que obra en las cosas de la naturaleza habla al corazón de los hombres y crea un deseo indecible de algo que no tienen. Las cosas del mundo no pueden satisfacer su ansiedad. El Espíritu de Dios está suplicándoles que busquen las cosas que sólo pueden dar paz y descanso: la gracia de Cristo, el gozo de la santidad. Por medio de influencias visibles e invisibles, nuestro Salvador está constantemente obrando para atraer la mente de los hombres de los insatisfactorios placeres del pecado a las bendiciones infinitas que pueden ser suyas en él. A todas estas personas, las cuales están vanamente procurando beber en las cisternas rotas de este mundo, se dirige el mensaje divino: “El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”.40

El que en su corazón anhele algo mejor que lo que este mundo puede dar, reconozca este deseo como la voz de Dios que habla a su alma. Pídale que le dé arrepentimiento, que le revele a Cristo en su amor infinito y en su pureza perfecta. En la vida del Salvador quedaron perfectamente ejemplificados los principios de la ley de Dios: amor a Dios y al hombre. La benevolencia y el amor desinteresado fueron la vida de su alma. Cuando lo contemplemos, cuando la luz de nuestro Salvador caiga sobre nosotros, entonces veremos la pecaminosidad de nuestro corazón.

Podemos lisonjearnos, como lo hizo Nicodemo, de que nuestra vida ha sido muy íntegra, de que nuestro carácter moral es el correcto, y pensar que no necesitamos humillar nuestro corazón delante de Dios como el pecador común; pero cuando la luz proveniente de Cristo resplandezca en nuestra alma, veremos cuán impuros somos; discerniremos el egoísmo de nuestros motivos y la enemistad contra Dios, los cuales han manchado todos los actos de nuestra vida. Entonces sabremos que nuestra propia justicia es en verdad como trapos inmundos, y que únicamente la sangre de Cristo puede limpiarnos de la contaminación del pecado y renovar nuestro corazón a su propia semejanza.

Un rayo de luz de la gloria de Dios, un destello de la pureza de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de contaminación y deja al descubierto la deformidad y los defectos del carácter humano. Hace patente los deseos impuros, la infidelidad del corazón, la impureza de los labios. Los actos de deslealtad del pecador al querer anular la ley de Dios quedan expuestos a su vista, y su espíritu se aflige y se oprime bajo la influencia escudriñadora del Espíritu de Dios. Se aborrece a sí mismo mientras contempla el carácter puro y sin mancha de Cristo.

Cuando el profeta Daniel contempló la gloria que rodeaba al mensajero celestial que se le había enviado, se sintió abrumado con un sentido de su propia debilidad e imperfección. Al describir el efecto de la maravillosa escena, dice: “Estaba sin fuerzas; se demudó mi rostro, desfigurado, y quedé totalmente sin fuerzas”.41 Cuando el alma se conmueva de esta manera odiará su egoísmo, aborrecerá su narcisismo y buscará, mediante la justicia de Cristo, la pureza de corazón que esté en armonía con la ley de Dios y el carácter de Cristo.

Pablo dice que “en cuanto a la justicia que se basa en la Ley” –es decir, en lo que se refiere a las obras externas– era “irreprochable”;42 pero cuando discernió el carácter espiritual de la ley se vio a sí mismo un pecador. Juzgado por la letra de la ley, así como los hombres la aplican a la vida externa, se había abstenido de pecar; pero cuando miró en las profundidades de sus santos preceptos y se vio como Dios lo veía, se humilló profundamente y confesó su culpa. Dice: “Yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí”.43 Cuando vio la naturaleza espiritual de la ley, el pecado apareció en su verdadera monstruosidad y su vanidad se desvaneció.

Dios no considera todos los pecados como de igual magnitud; a su juicio, hay grados de culpabilidad, como los hay a juicio de los hombres; sin embargo, aunque éste o aquel acto malo pueda parecer insignificante a los ojos de los hombres, ningún pecado es pequeño a la vista de Dios. El juicio de los hombres es parcial, imperfecto; pero Dios considera todas las cosas como realmente son. El borracho es detestado y se le dice que su pecado lo excluirá del Cielo, mientras que muchísimas veces el orgullo, el egoísmo y la codicia pasan sin condenarse. Pero estos pecados son especialmente ofensivos para Dios; porque son contrarios a la benevolencia de su carácter, a ese amor desinteresado que es la atmósfera misma del universo que no ha caído. El que cae en alguno de los pecados más groseros puede avergonzarse y sentir su pobreza y necesidad de la gracia de Cristo; pero el orgullo no siente ninguna necesidad, y así cierra el corazón contra Cristo y las infinitas bendiciones que él vino a derramar.

El pobre publicano que oraba: “¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!”,44 se consideraba un hombre muy malvado, y así lo consideraban los demás; pero él sentía su necesidad, y con su carga de culpa y vergüenza vino delante de Dios implorando su misericordia. Su corazón fue abierto para que el Espíritu de Dios hiciera en él su obra de gracia y lo libertase del poder del pecado. La oración jactanciosa y santurrona del fariseo mostró que su corazón estaba cerrado a la influencia del Espíritu Santo. Por estar lejos de Dios, no tenía idea de su propia corrupción, la que contrastaba con la perfección de la santidad divina. No sentía necesidad alguna, y nada recibió.

Si percibes tu condición pecaminosa, no esperes a hacerte mejor a ti mismo. ¡Cuántos hay que piensan que no son lo suficientemente buenos como para ir a Cristo! ¿Esperas hacerte mejor a través de tus propios esfuerzos? “¿Podrá cambiar el etíope su piel y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer lo malo?”45 Sólo en Dios existe ayuda para nosotros. No debemos permanecer en la espera de persuasiones más fuertes, de mejores oportunidades o de temperamentos más santos. Nada podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tal como somos.

Pero nadie se engañe a sí mismo con el pensamiento de que Dios, en su grande amor y misericordia, salvará incluso a los que rechazan su gracia. La excesiva pecaminosidad del pecado puede ser apreciada sólo a la luz de la cruz. Cuando los hombres insisten en que Dios es demasiado bueno para desechar a los pecadores, miren al Calvario. Fue porque no había otra manera en que el hombre pudiese ser salvo, porque sin este sacrificio era imposible que la raza humana escapara del poder contaminador del pecado y fuera restaurado a la comunión con los seres santos –imposible que los hombres llegaran otra vez a ser partícipes de la vida espiritual–; fue por esto que Cristo tomó sobre sí la culpabilidad del desobediente y sufrió en lugar del pecador. El amor, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios, todo testifica de la terrible enormidad del pecado, y afirma que no hay modo de escapar de su poder, ni esperanza de una vida superior, si no es mediante la sumisión del alma a Cristo.

A veces los impenitentes se excusan diciendo de los profesos cristianos: “Soy tan bueno como ellos. No son más abnegados, sobrios o circunspectos en su conducta que yo. Aman los placeres y el desenfreno tanto como yo”. Así hacen de las faltas de otros una excusa para su propio descuido del deber. Pero los pecados y defectos de otros no excusan a nadie, porque el Señor no nos dio un imperfecto modelo humano. Se nos ha dado como nuestro ejemplo al inmaculado Hijo de Dios, y quienes se quejan del erróneo curso de acción de quienes profesan ser cristianos son los que deberían mostrar una vida mejor y un ejemplo más noble. Si tienen un concepto tan alto de lo que debería ser un cristiano, ¿no es su propio pecado tanto mayor? Saben lo que es recto y, sin embargo, rehúsan hacerlo.

Cuídate de la procrastinación. No postergues la obra de abandonar tus pecados y buscar la pureza del corazón por medio de Jesús. Aquí es donde miles y miles han errado para su perdición eterna. No insistiré sobre la brevedad e incertidumbre de la vida; pero hay un terrible peligro –un peligro que no se entiende lo suficiente– en la demora de ceder a la invitación del Espíritu Santo de Dios, en preferir vivir en el pecado, porque tal demora consiste realmente en esto. El pecado, por pequeño que se lo considere, no puede consentirse sino a riesgo de una pérdida infinita. Lo que no venzamos nos vencerá y determinará nuestra destrucción.

Adán y Eva se persuadieron de que un asunto de tan poca importancia, como comer la fruta prohibida, no podía resultar en tan terribles consecuencias como las que Dios les había declarado. Pero esa cosa tan pequeña era una transgresión de la santa e inmutable ley de Dios; separaba al hombre de Dios y abría las compuertas de la muerte y de miserias sin número sobre nuestro mundo. Siglo tras siglo ha subido de nuestra Tierra un continuo lamento de aflicción, y toda la creación gime y se fatiga de continuo en el dolor como consecuencia de la desobediencia del hombre. El Cielo mismo ha sentido los efectos de la rebelión del hombre contra Dios. El Calvario está delante de nosotros como un monumento recordativo del sacrifico asombroso que se requirió para expiar la transgresión de la ley divina. No consideremos el pecado como una cosa trivial.

Todo acto de transgresión, todo descuido o rechazo de la gracia de Cristo, reacciona contra ti mismo; está endureciendo el corazón, depravando la voluntad y entorpeciendo el entendimiento, y no sólo te hace menos inclinado a rendirte, sino también menos capaz de ceder a la tierna invitación del Espíritu Santo de Dios.

Muchos están apaciguando su conciencia atribulada con el pensamiento de que pueden cambiar su mala conducta cuando quieran; de que pueden tratar con ligereza las invitaciones de la misericordia y, sin embargo, seguir siendo llamados. Piensan que después de menospreciar al Espíritu de gracia, después de echar su influencia del lado de Satanás, en un momento de terrible necesidad pueden cambiar de conducta. Pero esto no se hace tan fácilmente. La experiencia y la educación de una vida entera han amoldado de tal manera el carácter, que después son pocos los que desean recibir la imagen de Jesús.

Incluso un solo rasgo malo de carácter, un solo deseo pecaminoso, acariciado persistentemente, eventualmente neutralizará todo el poder del evangelio. Toda indulgencia pecaminosa fortalece la aversión del alma hacia Dios. El hombre que manifiesta un descreído atrevimiento o una impasible indiferencia hacia la verdad divina, no está sino segando la cosecha de su propia siembra. En toda la Biblia no hay amonestación más terrible contra el hábito de jugar con el mal que las palabras del hombre sabio cuando dice: al pecador lo atrapan “las cuerdas de su pecado”.46

Cristo está dispuesto a liberarnos del pecado, pero él no fuerza la voluntad; y si por la persistencia en la transgresión la voluntad misma se inclina enteramente al mal y no deseamos ser libres, si no queremos aceptar su gracia, ¿qué más puede hacer? Hemos obrado nuestra propia destrucción por causa de nuestro deliberado rechazo de su amor. “Este es el momento propicio de Dios; ¡hoy es el día de salvación!”47 “Si ustedes oyen hoy su voz, no endurezcan el corazón”.48

El camino a Cristo

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