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RADIOGRAFÍAS

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I

De la fría excitación de las partículas, de orbitales y átomos,

conozco sólo la intemperie en el cuerpo, el borde

del cañón a quemarropa, la batita ridícula

con la abertura adelante, y la voz sin diámetro del hombre

que se ha puesto su sotana de plomo, no te muevas.

De la anatomía oscuramente humana del equipo,

del cabezal, el brazo articulado, del cronorruptor

y el diafragma, entiendo solamente los nudos

y crecimientos de la máquina, su invasión del cuarto

y sus jorobas. Y de la traducción de órganos

a sombras, solamente esa luz que se esconde

antes del umbral de lo visible.

Mirada que no se deja ver,

camara oscura, inspectora de sombras

blancas, donde el cuerpo recóndito

da fe de sus volúmenes inversos:

los órganos son palomas

guarecidas en la cúpula del hueso.

Se muestra el paisaje interior, el cuerpo

revelado, íntimo y visceral y un poco absurdo,

tener tanta cosa adentro y la luz

vertida hasta el fondo.

II

De niña, colocaba una mano frente a la linterna

para mirarme el cuerpo a contraluz y rojo

encarnizado, denso y rutilante

como imagino el plasma. Me parecía

que al envés del cuerpo lo habitaban

elementos extraños y luminosos.

Por supuesto, era la sangre, atravesada

por la luz, me lo dijo mi padre, y aparte

se me transparentaba la piel y me dio pena

no haber sabido antes que cargamos

cinco litros de sangre y tantos huesos y más dientes

de los que caben en la boca.

Ahora, tocada

por el diámetro del cañón,

imagino mi cuerpo encendido

como una alberca en la noche.

Sólo entonces, con la luz adentro,

adquiere forma el agua, se sostiene a sí misma

es algo más que vidrio disuelto.

Quizá solamente visto,

desgranado en vericuetos y órganos, el cuerpo

existe plenamente.

III

La lámina tiembla y se acomoda frente a la luz

y el doctor señala sin tocar, interpreta,

repasa su mano sobre esa copia de mi cuerpo,

desnudez de la desnudez, y parece bendecirlo

y perdonarlo.

IV

Aquí las lagunas, las cumbres. Aquí

la geografía del dolor, que él nombra

sin asombro ni deleite.

V

Así expuesto, el cuerpo boreal

despliega su interior de estrellas húmedas.

Es un árbol de huesos,

un enjambre de órganos, una hoja

a contraluz, jirones de músculo

y un nombre

que se astilla: escápula,

bazo, vesícula, astrágalo.

VI

Para prevenir la muerte, para curarla,

habrá que distinguir las calaveras,

la luz tendrá que nombrar nuestros huesos:

los husos horarios de las vértebras,

el húmero, la curva perfección del cráneo.

Habrá que inspeccionar los órganos,

lisos o rotundos,

y hacer del cuerpo

una multitud, una ciudad de difícil acceso,

de complicada vialidad, abierta

de par en par como una mariposa

o una res colgada en la vitrina,

y la luz será el carnicero

empeñado en desglosar los cortes.

VII

¿Para qué buscar adentro el esqueleto?

¿Para qué nombrar la muerte

que anida en lo profundo?

Allí todos somos bestias

de enormes dientes, y el corazón

es sólo asimetría encarnada,

una extrañeza que rompe

la ilusión del espejo.

VIII

En el látigo de esa luz,

dos electrodos se trenzan y ahuyentan,

cátodo y ánodo

se sueltan bajo la piel, murciélagos

que miden con ecos

el volumen de nuestros órganos

y hablan del cuerpo como es:

espectro continuo, ruta de fosforescencia

dúctil, restos y principio estructural,

obra negra que será lo que ahora

nos dice la luz, tan parecido

pero sin la irrigación de la mirada,

cuando nos hayamos mudado

para siempre de sus límites.

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