Читать книгу Antología - Elkin Restrepo - Страница 9
El Amor es para los jóvenes
ОглавлениеEl amor es para los jóvenes,
para cuando se es joven,
y el cuerpo bello, insaciado aún,
torna única, inmortal, su aventura.
Cuando, en su placentera inconsciencia,
máquina divina, siervo del instinto,
acompaña al mundo en su alarde,
en su profusa manía de cubrir de destellos
lo que afanosamente huye.
Cuando, templo de aromas y resinas,
de dolencias voluptuosas,
lo decora una nube de claridad perdurable,
una ostentosa filantropía
que repara cualquier ventaja perdida.
Una vez él también fue joven,
y la belleza lo hirió,
dejándole abierta inflamada la herida.
¿Qué era aquello,
que lo trastornaba de tal manera,
rehusándole incluso otra razón de vivir?
Un gamo atravesado por una bala perdida.
Un minúsculo grano de sal apisonada.
Un acosado receptor de sus propios mensajes descabellados.
Eso era él.
Pequeño aún para las impresiones más pequeñas.
Diminuto e insignificante para soportar
tan singular misterio. El amor, la belleza.
Lo recuerda como si fuera ayer.
Beatriz (es un decir) cruzándose en la plaza.
De porte y andar angélico, poco terrena.
Como aquella muchacha que, medio siglo después,
se topó en una calle de Paris,
rubia, elegante, largas piernas,
que la encendida primavera materializaba
allí mismo, avivándole a él los sentimientos
de su ya lejana, primigenia visión,
muchacha de la cual nunca supo nada,
un nombre, una dirección,
una pista al menos.
Un fulgor, pues, inhumano,
una fugaz constatación
de lo inalcanzable que es la belleza,
conjetura y anticipo
de quién sabe cuántas otras cosas más.
A visión tan arquetípica,
siguió entonces el juego de las certezas:
las otras son un consuelo,
quédate con aquélla que te dé consuelo.
La herida es incurable.
Una mañana, acosado por el deseo,
fue y buscó en la calle a la mujer
con la cual aplacar su lujuria.
¿Cómo olvidarlo?
Entre las ventas de muebles y bares,
el hotelito disimulado,
el cuarto desnudo, el sol prodigándose
detrás de las delgadas cortinas
como las palabras inescuchadas
de un inescuchado predicador.
Una joven, tan dócil y delicada,
impropia para oficios tales,
que a él le pareció
que a su primer pecado de amor
se le recompensaba doblemente
y de forma inmerecida.
Un caritativo sentimentalismo
que no pasó a mayores.
Un pensamiento enseguida doblegado
por la fuerza del acontecimiento,
por aquella desnudez anidando
y a la espera.
(El primer acto del cual él era dueño,
y que de repente lo convertía
en maculado varón en las hordas de la vida).
El ritual, estricto.
Desbocado en su juego carnal,
mezcla de labios, vellos y olores,
de una untuosa quejumbre –la misma
desde el mismo origen humano–,
que luego los arrebató hacia el instante gozoso
de no ser nadie,
nada,
un crudo rezongar de bestia desollada,
el postergado bramido de alguna astrosa
cruzada angélica.
Ella lo había enlazado con sus piernas,
presionándolo suavemente,
indicándole qué hacer, a dónde ir,
cómo de la cadencia nacía el estremecimiento,
cómo de la contienda
el insaciado regocijo de los cuerpos
y cómo de su unión, bestia uncida a su par,
el extasiado orden de las cosas.
Una figuración, un suceso,
que dejó a ambos exhaustos,
sin mucho que decirse,
salvo lo que sus ojos decían,
salvo lo que la vocal recogida de sus sexos decía,
salvo lo que el amor sin amor decía.
Contra lo imaginado,
no sintió culpa o vergüenza alguna,
así a los ojos de Dios (que está en todas
partes) hubiera faltado.
Así a los abotagados ojos de Dios
(gran crustáceo surcando las aguas
de mares hechos de aburrición y fastidio)
hubiera velado su vida.
Pero tenía veinte años,
y era hora de aliviar el alma (y el cuerpo)
de cuanta porquería se había echado encima,
hora de respirar nuevos aires,
aquellos que tan memorable día le traían.
Había hecho suya a una mujer,
a la más carnal y deleitosa de las hetairas,
a la pequeña ramera que sería siempre su ramera
cada que del amor terreno se tratara,
y esto cambiaba su vida.