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Capítulo 2

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A caminar por la carretera, fastidiosa de puro cómoda, prefirieron seguir atajos en cuyo conocimiento eran muy duchos, y aun cruzar los sembrados, desiertos a la sazón, pero donde, durante la noche entera y la madrugada, cuadrillas de mujeres habían estado segando el centeno —a las horas de calor no se siega, pues se desgrana la espiga madura—. No se daban mucha priesa, al contrario, tácitamente estaban de acuerdo en no recogerse a techado hasta entrada la noche. Apenas comenzaba a caer la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la tormenta y el riego de las nubes, oreado por suave vientecillo, convidaba a gozar de su hermosura: cada flor de trébol, cada manzanilla, cada cardo, se había adornado el seno con un grueso brillante líquido; y grillos y cigarrones, seguros ya de que cesaba el diluvio, se atrevían a rebullirse en los barbechos, sintiendo con deleite la caricia del sol sobre sus zancas ya enjutas.

Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas, en un sendero que se despeñaba hacia el valle, divisaron una figura rara, que se movía despaciosamente. A un mismo tiempo la reconocieron ambos.

—¡El señor Antón, el algebrista!

—¡El atador de Boán!

—¿A dónde irá?

—Aventuro algo bueno que a casa de la Sabia.

—¿Quién te lo dijo?

—Tiene la vaca más vieja muy malita.

—¿Vamos a ver?

—Corriente. Hay que bajar por las viñas; si no, es mucha la vuelta.

—Por las viñas. Ale.

—Dame la mano.

—¿Piensas que no sé bajar sola?

El descenso era casi vertical, y había que escalar paredones y tener cuidado de no desnucarse al sentar el pie sobre los guijarros; pero las cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto al estafermo, que caminaba dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la senda. Iba el señor Antón en mangas de camisa (por señas que la gastaba de estopa): chaqueta terciada al hombro y un pitillo tras la oreja derecha. Los pantalones pardos lucían un remiendo triangular azul en el lugar por donde más suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego con el de las nalgas, en las perneras; de puro cortos, descubrían el hueso del tobillo, cubierto apenas de curtida y momificada piel, y los zapatos torcidos y contraídos como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo interior de la chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas habían roído los ratones y cuyas hojas atesoraban grasa suficiente para hacer el caldo una semana.

Al sentir ruido de gente, volvió el rostro, que lo tenía más arrugado que una pasa, más sequito que un sarmiento, y con todas las facciones inclinadas unas hacia otras, a manera de piedras de murallón que se derrumba: la nariz desplomada sobre la barba, esta remontada hacia la boca, y las mejillas colgando en curtidos pellejos a ambos lados de la pronunciada nuez. En los pómulos parecía como si le hubiesen pintado con teja dos rosetas simétricas; los labios se le habían sumido; y de la abertura donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos convergentes, remendando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste? No hay que omitir que bajo el codo izquierdo sujetaba el señor Antón uno colosal, de algodón colorado rabioso, con remates y contera de latón dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza, por encima de un pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de copa alta, de los más empingorotados y de los más apabullados también.

—Buenas tardes, señorito don Perucho y la compaña… —dijo el vejestorio al alcanzarle la pareja. Era su voz opaca y aguardentosa, pero no tan cascada como pedían sus años.

—¿A dónde va, señor Antón? —preguntó la niña.

—Para servir a vustede, señorita Manolita… ¡ahí a curar una vaca en casa de la señora María la Sabia… !

—¿Qué le duele?

—Parece ser que le ha salido, dispensando vustedes, una tumificación muy atroz en los cadriles… con perdón, carraspo, aquí donde las personas humanas tenemos el hueso llamado líaco…

—¿Un lobanillo?

—Propiamente hablando, sí, señorito, un lobanillo.

Riose Perucho, pues le hacía gracia la facha del algebrista y su manía de aplicar a todo los cuatro términos de anatomía mal aprendidos en su libro ratonado. Moríase el vejete por dar explicaciones difusas acerca de los padecimientos de sus clientes, fuesen novillos, cerdos, canes o, como él decía, personas humanas, que a todos indistintamente les sabía reparar los desperfectos, con su ciencia heredada de encolar y recomponer la máquina animal. Ya llegaban al emparrado que sombreaba la casa de la Sabia.

Era una casuca baja y construida con piedras mal trabadas: adornábala principalmente un balcón o solana de madera, al cual nadie podía asomarse, por obstruirlo una barricada de enormes calabazas, de amarilla corteza, rameada de verde; en una esquina colgaban a secar ropas de recién nacido, y al través de ellas se abría paso una soberbia mata de claveles reventones, rojo coral, que florecía en una olla desportillada, con las raíces escapándose de la tierra negruzca que las mantenía. A la puerta de la casa, una mujer moza, de rostro curtido ya, desgranaba habas en una criba; a sus pies dos chiquillos de corta edad, con pelo casi blanco de puro rubio, se revolcaban por el suelo jugando con las vainas de las habas. Cuando vio asomar al algebrista y a los que él llamaba señoritos, levantose la mujer con servilismo obsequioso, pegando un moquete a los chiquillos, sin duda con el fin de agasajar mejor a la visita; no contaban con él, y la misma sorpresa les impidió llorar.

La pareja entró. Tenía la casa piso de tierra; una escalera de madera conducía al sobrado o cuarto alto; y en el bajo se notaba una pintoresca mezcla de racionales e irracionales. El lar y la chimenea con asientos de madera bajo su campana; la artesa de guardar el pan; el horno de cocerlo; algunos taburetes con cuatro patas muy esparrancadas; la cuna de mimbres de una criatura y el leito o camarote de tablas en que dormía el matrimonio que la había engendrado, eran los muebles que pertenecían a la humanidad en aquel recinto. La animalidad invadía el resto. Al través de una división de tablones mal juntos pasaba el hálito caliente, el lento rumiar y los quejumbrosos mugidos del ganado; gallinas y pollos escarbaban el suelo y huían con señales de ridículo terror, renqueando, al acercárseles la gente; dos o tres palomas se paseaban, muy sacadas de buche y muy balanceadas de cuello, esperando a que cayese alguna migaja; un marrano sin cebar, magro y peludo aún como un jabalí, sopeteaba con el hocico, gruñendo sordamente, en una tartera de barro donde nadaban berzas en aguachirle; un perro de esa raza híbrida llamada en el país de pajar, completamente tendido en tierra, dormía; al respirar, se señalaba bajo su piel la armazón del costillaje, y de cuando en cuando, al posársele una mosca encima, un estremecimiento hacía ondular todos sus músculos, y sacudía, sin despertarse, una oreja. Por un ventanillo, abierto en el testero, entraban las avispas a comerse los gajos de cerezas maduras que andaban rodando sobre la artesa; y si fuese posible prestar oído a unas trotadas menudas que allá arriba resonaban, se comprendería que los ratones no andaban remisos en dar cuenta del poco maíz restante de la cosecha anterior, ni de cuanto encontraban al alcance de los dientes. En medio de esta especie de arca de Noé, reposaba inmóvil, sentada al pie de la artesa, con los naipes mugrientos al alcance de la mano, la vieja bruja de la Sabia.

Era su figura realmente espantable. Habíale crecido el bocio enorme, hasta el punto de que se le viese apenas el verdadero rostro, abultando más la lustrosa y horrible segunda cara sin facciones, que le caía sobre el pecho, le subía hasta las orejas, y por lo hinchada y estirada contrastaba del modo más repulsivo con el resto del cuerpo de la vieja, que parecía hecho de raíces de árboles, y tenía de los árboles añosos la rugosidad y oscuridad de la corteza, los nudos, las verrugas. Al ver entrar al algebrista y la compaña, la bruja se enderezó y salió a recibirles, no sin echarse con sumo recato un pañuelo de algodón sobre los mechones de sus greñas blancas.

La moza, entretanto, sacaba del establo a la paciente, una vaca amarilla, y picándola con la aguijada, la empujaba fuera de la casa, a sitio descubierto y claro. Cojeaba el infeliz animal, por culpa del gran tumor que tenía en el ijar derecho; sus ojos estaban profundamente tristes, como los de todo irracional o niño enfermo. El sol pareció reanimar algo a la vaca, y se le dilató el hocico respirando aire puro. Ya salía tras ella el atador, poniendo la mano a guisa de pantalla ante los ojos, para que no le estorbase el sol que declinaba.

—Hace falta quien treme del animal —dijo, después de palpar aprisa el tumor—. Llama a tu hombre —añadió dirigiéndose a la moza.

Habiendo Perucho ofrecido su ayuda, convino el algebrista en que bastaría con él y con la moza para sujetar a la doliente, y ordenó que la señora María se encargase de preparar la bizma de pez hirviendo. Remangose Perucho las mangas de chaqueta y camisa, y arrodillándose, asió con puño de hierro la pata del animal, asentándola y afirmándola en tierra a fin de que no cocease con el dolor. El brazo del mancebo era membrudo, atendida su edad, y la cuadratura de los músculos se diseñaba enérgicamente: sobre el cutis, fino como raso, rojeaba a la luz moribunda del sol un vello denso y suave. Su compañera le miraba con disimulo y atención, como si viese por primera vez aquella cabeza cubierta de ensortijados bucles, aquellas perfectas facciones trigueñas y sonrosadas, aquel cogote juvenil y fuerte como testuz de novillo bermejo, aquellas espaldas fornidas donde la postura y el esfuerzo para mantener inmóvil la pata del animal hacían sobresalir el omoplato. De chiquita, la costumbre de ver a Pedro le impedía reparar su hermosura; ahora se le figuraba descubrirla en toda su riqueza de pormenores esculturales, cosa que la turbaba mucho y tenía bastante culpa de la cortedad y despego que mostraba al quedarse con él a solas. Se avergonzaba la niña de no ser tan linda como su amigo; de ser casi fea.

También se recogió el atador las mangas de estopa, y sacó de la faltriquera del pantalón una reluciente navaja de afeitar envuelta en un trapo. Agachose bajo la paciente, y empuñando el instrumento, con brioso girar de muñeca y haciendo terrible fuerza en el pulgar, sajó casi en redondo el lobanillo. Bramó y resopló de dolor la vaca, intentando huir; pero estaba bien sujeta y el corte dado ya. Sin hacer caso de los mugidos angustiosos ni de las inútiles sacudidas de la bestia, el señor Antón comenzó a esgrimir la navaja casi de plano, desprendiendo la piel que cubría el tumor, y disecando poco a poco, con certera diestra, sus raíces, como quien desprende de un peñasco los tientos de un adherido pólipo. De rato en rato empapaba con trapos la sangre que corría y le impedía ver. Cada raíz encubría otras más menudas, y la navaja seguía escrutando los ijares del animal, persiguiendo las últimas ramificaciones de la fea excrecencia. Ya casi la tenía desprendida, cuando la vaca, que parecía resignada con su suerte, dio de pronto un empuje desesperado y supremo, logró soltar las patas, derribó de una patada el sombrero de copa alta del algebrista y echó a correr furiosa. Ciega por el terror, fue a batir contra la muralla del emparrado, donde la alcanzó Perucho. La agarró del rabo primero, luego la cogió por los cuernos, y a remolque y a empujones y a puñadas la trajo otra vez a la clínica. El señor Antón acusaba a la moza de no valer nada, de haber aflojado la pata; y Manuela, con los ojos brillantes y la sonrisa en los labios, se ofrecía a sustituir ventajosamente a la aldeana.

—¡Jesús, alabado sea Dios, qué valiente de señorita! —tartamudeó la Sabia, apareciendo en la puerta.

—Las que nos criamos en la montaña… —murmuró la niña arrodillándose y ciñendo con ambas manos, no muy blancas ni nada endebles, el corvejón del animal.

—No hay cosa como las montañesas —declaró dogmáticamente el atador, encasquetándose otra vez su abollada bomba, sin la cual, al parecer, no era dueño de todos los recursos de la ciencia quirúrgica.

—Remángate, Manola —aconsejó sin volver la cabeza Pedro—: si no vas a ponerte perdida.

Notando que él no la miraba, Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios como el cerro, que presenciaban la operación absortos, con la pupila dilatada y chupándose el dedo índice, quisieron también cooperar al buen resultado, y vinieron a poner cada uno una manita en los corvejones de la mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con su rapidez y maestría acostumbradas, arrojaba ya triunfalmente hacia el campo más próximo una masa sanguinolenta e informe, que era el núcleo del lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y desesperado bramido de la vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los tejidos, y un ¡carraspo! del algebrista que se levantaba vencedor, se acabó la operación y la víctima fue de nuevo encerrada en el establo. Echáronle en el pesebre un brazado de fresca yerba, y a poco su hocico húmedo, del cual se desprendía un hilo de baba, rumiaba con fruición la dulce golosina.

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa

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