Читать книгу La sirena negra - Emilia Pardo Bazán - Страница 5
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La encontré con una hemorragia. La palangana, llena de coágulos, descansaba sobre una silla. Ella, echada en su humilde cama de hierro, apenas respiraba. Me sonrió doloridamente, como al través de un velo. La niñera y única sirvienta, la guipuzcoana Marichu, entretenía a Rafaelín por medio de un carro hecho de dos carretes y unas cañas. Pero el niño, al verme, dejó sus juegos y vino a agarrarse a mis piernas.
—¡Bapar! ¡Aúpa!
Lo aupé, le besé los ojos, lo apreté firme. Reía a chorros, pegándome manotazos y tirándome de las barbas. Lo dejé en el suelo, y anuncié:
—Vuelvo con el médico.
Vivía muy cerca uno, joven, sin clientela aún; estudioso, apurado de recursos, ansiando trabajo y lucimiento. Se echó la capa y me acompañó. Su examen de la paciente fue minucioso, su interrogatorio largo, pero sin fineza psicológica. No veía sino el cuerpo de la enferma. Recetó; la criada corrió a la botica. Yo, con Rafaelín en brazos, me fui al cuartuco que hacía de comedor, encendí el quinqué de petróleo —no se veía, eran las cinco de la tarde— y reclamé la verdad.
—No sé si pasará de esta noche. Si la hemorragia repite...
Un golpe sordo me retumbó dentro. Iba a encontrarme cara a cara con la Guadañadora.
—¿Querrá usted que me quede aquí? —interrogó el médico, expansivamente.
—Lo agradecería.
—Voy a avisar a mi mujer, para que no se asuste; tomaré un bocado,
y aquí me tiene usted antes de una hora. ¿Gracias? No; si es un deber... Quedé solo. El niño se adormecía sobre mi hombro, bañado en sudor, de tanto diablear. En la alcoba se oía una inspiración lenta, irregular, cavernosa. Sobre la almohada, la cabellera fosca de Rita se expandía formando aureola de tinieblas. La cara, en medio, blanqueaba. Congojosamente me llamó:
—¡Gaspar! ¡Gaspar!
—¿Está usted mejor?
—Estoy... muy bien. Como si de encima del pecho... me hubiesen quitado un peso... de una arroba.
—No hable. No se fatigue.
—¿Qué dice el médico?
—Que es lo de otras veces. Un ataquillo sin importancia.Los ojos de mar muerto, de betún calcinado, despidieron vislumbre repentina.
—Es el fin... ¡La de vámonos!... Tengo miedo, Gaspar... Mucho miedo...
—No hay miedo... Estoy aquí... ¿Qué quiere usted que haga, niña, para quitarle ese miedo bobo?
—Si pudiese... ¡Si pudiese usted... traerme un confesor!... Pero un confesor que sea muy bueno..., que me perdone... ¡Que sea como... como Nuestro Señor crucificado!... ¡Así, bueno, para todos..., para mí..., que no mire a mi iniquidad!...
—¿Va usted a agitarse? ¿A empeorar?... ¡Sosiéguese, haga por dormir! ¡Arrorró!...
—No puedo sosegarme... No soy mora, no soy judía. ¡He pecado, estoy en pecado mortal!... ¡El mayor pecado!... Y estoy... en lo último... —Todos pecan... Tranquilícese...
—No, no, yo soy otra cosa; para mí no hay perdón; yo...
Hízome con la mano señal de acercar mi oído a su boca, y entre un vaho de calentura pronunció:
—¡Yo... estoy... condenada!... ¡Condenada!
—¡Qué disparate! Usted se va al cielo... dentro de muchos años...
Bueno, no se aflija, la complaceré. Ahora mismo traigo al sacerdote. Tome primero la poción, recobre fuerzas...
Regresó de la botica Marichu, y al entregarme un frasco envuelto en papel, me secreteó afanosa.
—Un cura se necesita, pues... No ha de ir como los perros, señor... Cristiana es, cura han de llamar...
—Iba a salir a buscarlo... Tráete una cuchara de plata.
No la había. Marichu fregó una de vil plomo. Cucharada tras cucharada, administré a Rita la dosis. Pareció reanimarse un poco, y recargó:
—El confesor... ¡Volando!
El médico volvía ya, dispuesto a pasar la noche a mi lado. Olía su boca barbuda a vino barato, a queso de Flandes.
—Mandaré a la chica que le haga a usted una taza de café, doctor... Y que le saquen una botellita de coñac. Hay de todo aquí; yo confiaba en el alcohol y en la cafeína para sostener este organismo. Usted queda en su casa; voy por ahí en demanda de un sacerdote. Desea confesarse... ¿Ve usted peligro? ¿Inconveniente?
—No. Si lo ha pedido ella misma, le servirá de consuelo. No es uno creyente fervoroso, pero hay que respetar mucho estas exigencias... Salí, tomé un coche y di las señas: las de un anciano expárroco, bondadoso y sin tacha, hombre aficionadísimo a libros, y que por satisfacer sus manías de erudición y bibliografía ha renunciado a un curato pingüe. Encontré al inofensivo viejo en un cuartucho donde hay pilas de infolios por el suelo y polvo de tres años, y le expuse el caso apremiante. Él me conoce de tertulias de librería y de coincidencia en casas de gente estudiosa, pues yo gusto, temo que con exceso, de estas vanidades. Plegó las arrugas de su cara avellanada y titubeó antes de soltar la pregunta:
—¿Es... parienta de usted esa... señora?
—No. Es amiga. Nada, nada más que amiga; palabra de honor. Descolgó su manteo en mal uso, se arropó rezongando «corre fresquete» y rodamos hacia la vivienda de Rita. Por el camino enteré de algo al sacerdote...
—Es un alma sin rumbo, sin norte y sin hiel; seguramente ha vivido a la inversa de lo que viviría, si poseyese fuerza de voluntad. Se acusa de maldad tremenda; asegura que para ella no hay perdón.
—Oveja descarriada... —asintió él—. ¡Pobrecilla! Más suele ser el yerro que la malicia en esta clase de pecados. Y que no es maligna se ve en el solo hecho de llamarme. Este rato que ahora tiene que pasar es el que decide la suerte de las personas... Una buena muerte; y lo demás no supone nada. El pensamiento del soneto está integro en el último verso.
Se me escapó una frase confidencial:
—Todas las muertes son buenas, porque todas son la conclusión de la vida.
Soltó el viejo una risita inocente.
—¡Jesús! ¡Dios nos dé vida, hasta que se le antoje, el más tiempo posible!... Yo no estoy a mal con la vida. Si tuviese sitio donde colocar tanto librote como se me junta, me consideraría feliz. En otro tiempo, con mis aficiones, estaría yo en grande en un convento de esos de biblioteca regia y muchas horas para disfrutar, revolviendo los estantes. Hogaño no; en los conventos no hay libertad, no hay frailes privilegiados, a quienes se los deje con su manía del estudio, y las bibliotecas que algo valían, ¡dónde irán ellas! Ayer mismo, en casa de Celso el anticuario, ¿qué dirá usted que encontré? Un libro de profesiones de Santo Domingo el Real: todo lleno de acuarelas y empresas y alegorías de los profesos...
Antes que pudiese pegar la hebra de su tema favorito, estábamos en casa de la enferma. Me adelanté para anunciar:
—¡Rita, criatura, aquí le traigo a un sacerdote amigo mío; ya ve que los caprichos se le cumplen! ¿Quiere usted que entre? Si no quiere..., esperará.
La cara, cuya palidez parecía enverdecer un reflejo fosfórico, se removió un poco entre las tinieblas encrespadas de la cabellera suelta, y los labios marchitos, sin color, susurraron:
—Que pase, que pase... ¡Jesús... mío, misericordia! —impetró la moribunda, con ardiente ruego.
Entró el anciano, vacilante y torpe, a fuer de erudito miope que se ha dejado en casa los espejuelos. Tuve que guiarlo, que indicarle una silla, al lado de la revuelta cama. En el aire flotaban olores farmacéuticos. Así que lo vi instalado, me retiré. La sala estaba contigua al dormitorio. El médico, ante el velador, terminaba su café y su copa.
—No se moleste, siga... Marichu, café para mí también... Muy cargado.
Mientras esperaba la infusión que había de despabilarme para la vela, me senté en el sillón de raído forro. Colocado de espaldas a la puerta de la alcoba, y bastante próximo a ella, el cuchicheo que partía de allí me llegaba en truncados sonidos, como si el diálogo estuviese en verso y los que dialogaban se interrumpiesen y luego acentuasen con trágico énfasis un trozo, un arranque más sentido de la poesía. Acechador involuntario y cobarde, no entendía yo bien las frases, pero alguna palabra era para mí cual son en los antiguos gráficos de ignorado idioma esas letras repetidas y ya descifradas, que permiten interpretar, por relación de lo conocido, lo que se desconoce. A veces, no oía distintamente un vocablo; lo que me guiaba en mi malvado espionaje de un alma era el acento con que pronunciaban lo que no oía. La voz del sacerdote, sobre todo, me daba luz, siniestra luz. Tenía el timbre sordo y ahogado de un grito que se sofoca por terror. Y la penitente, enfervorizada, hablaba con singular energía, con no interrumpido bisbiseo vehemente, como si vaciase el absceso purulento de tanta iniquidad, apretando duro para expulsar todo lo nefando. Me sería imposible decir si entendí nada concreto de la terrible conversación; y, sin embargo..., entre modulaciones de voz, interrupciones, preguntas, gemidos, fraseo desgranado —Yo repetía para mí...—: «Era eso, era eso...». ¡Sublime horror pagano, tremenda carga en la conciencia católica...!
Sin embargo, la nube de espanto se despejó; se apaciguó el murmullo, convertido en una especie de himno o plegaria de reconocimiento. La mano del sacerdote, bendiciendo, se interpuso ante la luz de la alcoba. ¡Rita estaba perdonada!... La pobre alma, transida de espanto, sudando hielo y castañeteando los dientes, se calmaba, se envigorizaba, y, agarrada a un cabito de seda blanca, iba a atravesar valerosamente el puente del abismo...
En efecto: cuando el viejo salió del dormitorio, tembloroso, desemblantado, horripilado de lo poco que se parece la realidad a los libros con polilla, y de cómo las viejas fábulas mitológicas no están solo en las ediciones de viñetas, sino que se codean con nosotros en las calles, y me precipité a ver en qué estado se encontraba la enferma, la faz verdiblanca sonreía expresando beatitud. Las pupilas de asfalto se fijaron en mí, invitándome a compartir aquella dicha.
—¿Qué tal? Mejoría, ¿eh? Doctor: acérquese...
—Sí, mejoría —repitió sin convicción—. La respiración no es tan... —se interrumpió; yo adiviné el término exacto que suprimía, «tan estertorosa». ¡El estertor!...
—Don Gaspar —murmuró Rita; y comprendí su ruego, y me incliné. En mi oído, deslizó:
—¿No abandonará al niño?...
—Palabra. No temas —dije, con tuteo fraternal.
—Poco trabajo le dará... Ese niño no puede vivir...
—No digas locuras... ¿Por qué?
—Porque no lo consentirá Dios Nuestro Señor... No puede consentirlo... Oiga, don Gaspar... Prométame... Si vive, que entre en un seminario..., en esos colegios para estudiar la carrera de cura... ¡Y mejor, en un convento de frailes!...
—Así se hará, mujer... Descansa... Tu hijo es mi hijo...
Agarró mi mano y pugnó por apretarla fraternalmente, según costumbre; pero estaba tan débil, que no acertó. Yo halagué sus sienes y su melena alborotada, lacia a trechos de sudor, crespa y como erizada a trechos también —extraña melena que parecía apuntada a brochazos por artista genial—, y ordené con despotismo, sugestionándola:
—Ahora, cucharadita de poción, y a dormir.
Absorbida la poción calmante, arreglado el emboce de las sábanas, subido el colchón a empujones, recogí la luz y la puse sobre la cómoda de la sala, detrás de un jarroncillo con flores artificiales. El doctor secreteaba opacamente con el confesor. Este se volvió y me previno.
—Avisaré en la parroquia para que mañana venga el viático. Aprobé y lo acompañé hasta la puerta.
—El coche que nos trajo aguarda... Está pagado... Mil gracias, amigo don Andrés... A propósito. Tengo para usted un ejemplar raro de la Aminta, con grabados en madera... Se lo enviaré en cuanto esta infeliz...
—¡Se acepta con reconocimiento!; pero supongo que no será por recompensarme de molestia alguna, porque, al contrario, mi obligación es la que acabo de cumplir... Por penosa que sea...
Y temblaba aún, ligeramente, arropándose en el manteo, susurrando ¡brrru!
Cuando volví a la sala, el médico salía de la alcoba.
—Reposa... Debía usted reposar también un rato. Yo velo.
—Nada de eso. Échese usted en el sofá; estoy de guardia.
Me habían servido el café, y aguardaba, frío ya. A mí me gusta más frío que caliente: me retrepé en la butaca y empecé a beberlo a sorbos, con placer nervioso, semiespiritual. Tumbado en el sofá, el doctor, robusto y lastrado de coñac excelente, había cogido el sueño al vuelo y dormía con la boca abierta, modulando a ratos un comienzo de ronquido. Me serví café otra vez, más engolosinado que la primera. Una excitación lúcida se apoderó de mí: en excitaciones semejantes las ideas son como ágiles saltatrices; hay una labor cerebral de devanadera; un tropel de representaciones; todo parece inminente, inaplazable, cual si urgiese resolver el negocio de nuestro destino sin un punto de dilación. La tristeza de lo frustrado se hizo trágica en mí. A las doce de la mañana de aquel mismo día, me alborozaba aún la perspectiva de la humareda azul del hogar. Y no era la humareda lo que yo echaba de menos —todas las humaredas me son indiferentes—. Era mi deseo, mi sueño de la humareda, mi sueño de vida, lo que añoraba. Nada vale nada; solo vale algo el deseo que sentimos de poseer o realizar las cosas.
Abiertos los ojos a la penumbra, pensaba en la que va a desaparecer después de sufrir tal suplicio en su corazón, selva de plantas ponzoñosas. Esa vaga incredulidad que nos asalta ante el no ser me dominó por un momento. ¿Era posible que Rita, la caprichosa, la vivaz, la que tanto se entusiasmaba y hacía tales extremos en el teatro, la que había padecido los furores de la antigüedad criminal, fuese mañana un poco de materia orgánica en descomposición? ¿Cómo puede suceder algo tan extraordinario en un segundo? ¿Por qué se arroja sangre si cesa de existir? Murió Rita, dirán. Entonces, Rita no es su cuerpo enmagrecido, no es sus cabellos foscos, no es su tez verdosa, no es su cuello de flor medio tronchada. Todo eso ahí estará... y Rita no. Puse sobre el velador los codos y sobre las palmas derrumbé la cabeza. Mi meditación se convertía en cavilación visionaria. Acaso dormía, acaso deliraba. El alcaloide del café concentrado actuaba sobre mi sistema nervioso, y con malsano goce dejé volar mi fantasía, provista de unas alas membranosas, gris oscuro, de murciélago, que acababan de brotarle.