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III

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Amoscada anda mi hermana con lo de Rita: no sé quién se lo habrá soploneado. Es verosímil que me haya espiado en el teatro a pesar de las precauciones que tomo. Y se me figura que Trini y ella, en sus intimidades, han conferenciado acerca del asunto con esos campaneos de cabeza y esos enarcamientos de cejas que son la mímica de esta clase de conciliábulos entre mujeres sensatas.

Al fin no pudo vencerse Camila y cierta mañana irrumpió en mi gabinete-despacho, una hora antes de la de almorzar, el momento que dedico a leer cosas serias porque tengo la cabeza despejada y el estómago libre. Hubo preámbulos, diplomacia y, por último, estallido. Yo tenía una querida y, además, un hijo de semejante mujerzuela. Y mi tácito compromiso con Trini y el mal lugar en que las dejaba, y la honra, y, y, y…

Mientras Camila se explaya, la considero atentamente sin enojo y sin reto, como se mira correr en estío una fuente parlera. Camila se parece de un modo sorprendente a mi madre: las mismas facciones clásicas de matrona romana, la misma mirada imperiosa, el mismo cuerpo arrogante donde la seda hace pliegues solemnes, como estudiados, y juegos de luz, al estilo de los ropajes suntuosos que pintaba Madrazo con tanto acierto. Un cariño meramente instintivo o impulsivo era lo que por mi madre sentía yo, y realmente, según el espíritu, solo soy hijo de mi padre, rezagado romántico, soñador y que, conforme a la moda de su tiempo, fue algo poeta (ahora, por moda también, somos algo intelectuales). Hacia Camila experimento el mismo apego natural que hacia mi madre; pero con un toque de desdén, de convicción de mi superioridad. Ella entiende lo contrario; me tiene en menos; se cree más cuerda, más práctica, más razonable cien veces que yo y me protege y vela por mí (que es modo de desdeñar). Ejerce sobre mí un ascendiente material del cual reniego y que se funda en mezquinos servicios y auxilios prestados a veces como cuidados durante enfermedades, advertencias relativas a cuestiones de interés; nada en suma.

De todo cuanto me decía Camila, me hizo eco en el alma únicamente aquel concepto de considerarme padre de Rafaelín. Al estarlo oyendo, sentía ansias de que fuese verdad. Yo no deseaba un hijo en el sentido estricto de la frase; pero se me ocurrió que sería delicioso tener ese hijo; ese, no otro.

Las gracias y perfecciones del niño se me representaron todas en aquel punto, con tal viveza que mi corazón se iba hacia él y le besaba paternalmente.

Veía yo, mientras Camila me acusaba del dulce hurto no cometido, la cara oval, morena, igual a la de Rita, pero con el barniz regio de la salud; los ojos santos, puros, sin mancha; el reír gorjeante, la travesura celeste del chiquillo, la sal de su media lengua y de sus antojos, la monería de los bofetones tiranos que me pegaba y de los brazos que me abría al decirle su madre: «¿Ves? Ya te ha traído don Gaspar otro juguete…». Un calor íntimo se me esparcía por el alma al recordar todo esto y un propósito, una resolución de ser el padre de Rafaelín por mi voluntad, no por azar de la carne, surgía en mí al mismo tiempo que mi hermana me reprendía severamente suponiendo la paternidad. Era la defensa del instinto de perpetuarse, instinto que ya creía punto menos que abolido en mí; era… ¡ah, no me cabía duda!, ¡era la vida, la vida, la vida, la maga, que me llamaba otra vez y al llamarme me ofrecía una copa de amor! La pobre Rita estaba sentenciada; pero ¿el niño? Por él podría yo, ¿quién sabe?, interesarme en algo sencillo, bueno, natural…

Con ímpetu, derramando efusión, cogí las manos de Camila y exclamé:

—¡Pues bien; no lo discuto! Sí que es mío ese chico. Ya verás; un sol, una monada. Vas a chochear con él.

Mi hermana retrocedió. No sabría describir cómo se le inmutó la cara; sus clásicas facciones adquirieron el ceño y la contracción adusta de las antiguas Melpómenes. «¡Indignada es hasta fea Camila!», decidí para mis adentros.

—Supongo que bromeas; pero la broma, hijo, es de pésimo gusto.

—No bromeo.

—Vamos, piensas casarte con la mamá de la criatura.

—No se me ocurre —respondí con sinceridad—, entre otras cosas, porque no creo que le queden dos meses de estar en este mundo. Me coges en un momento de espontaneidad, Camila; desarruga ese entrecejo que te sienta muy mal; ¡si te vieses! El chico es más mío, ¿lo oyes?, que si lo hubiese engendrado materialmente. Lo material es muy despreciable en todo; pero en eso del amor y de la paternidad es en lo que más ruin e insignificante se me figura. ¿No crees tú lo mismo? Si tienes alguna elevación en el sentir…

—Pero… el chico —interrumpió ella vacilando—, ¿es tuyo o no es tuyo? ¿En qué quedamos, Gaspar? Descíframe el enigma.

—¡Pch! El enigma no te importa —respondí, pensando para mi sayo: «¡Alma, ciérrate!»—. Los resultados, querida hermana, van a ser exactamente los mismos que si el chico fuera mío, como entiendes tú que son nuestras las cosas. Y los resultados son lo único que aquí se pleitea.

—¿Pleitear? Te engañas —articuló Camila con aviesa esquivez—. No pleiteo. Allá tú; allá te las compongas. Desde que vivimos reunidos, ¿en qué asunto tuyo me he mezclado?

Yo podría contestarle que en todos absolutamente, porque desde el color de mi colcha hasta la colocación de mis fondos, mi hermana interviene siempre en cuanto me incumbe, indirectamente, pero con la tenacidad de un insecto preso en un vaso y que busca salida. Sospecho que hasta abre mis cartas y las curiosea. Sin embargo, opté por encogerme de hombros y convenir. Porque en mis verdaderos asuntos —los de mi espíritu—, Camila no puede mezclarse, no conociéndolos.

—Corriente: dado que no intervendrás en mis negocios, hija mía, prepárate para la transformación que mi vida va a sufrir. Si Trini quiere que nos casemos, el niño tendrá quien le cuide, quien haga veces de madre… ¿Qué opinas tú? ¿Trini sabrá amar como madre a mi Rafaelín?

Camila parpadeó y constriñó los labios, gesto de las personas demasiado cargadas de razón, que no quieren dar suelta a la palabra para que no muerda. De contener la respiración, se puso arremolachada. Al cabo, ajustado ya el antifaz de calma indiferente, exhaló un susurro:

—Qué sé yo… Allá ella y tú… Entérate.

—¿No tienes opinión? —y mi tono era irónico.

—¿Opinión? ¿No he de tenerla? —saltó, disparando con cerbatana las sílabas que me azotaron airadas—. A la primera palabra de semejante delirio, Trini te dirá, y con razón, que ella no está para cuidar chiquillos espurios y no tiene por qué cargar con el que le encajas. Qué santo y bueno tomarse molestias por los hijos propios, pero por los ajenos, memorias. No conoces a Trini, hijo. Pretendientes le sobran que no la impongan condiciones raras y obligaciones fantásticas. ¡Pues digo!

—Si Trini me amase —articulé sosegadamente—, amaría a la criatura, por cariño a mí. ¿No viene hoy a almorzar? La interrogaré. Tú no la prevengas: déjala seguir su impulso.

Una hora después llegó Trini. Me había vestido prestando suma atención a los pormenores de mi traje. Sentía emoción de cadete ante la esperanza no tanto de que Trini me quisiese lo suficiente para acoger en un arranque tierno, de mujer y madre, a Rafaelín, sino de que, ante su arranque, naciese en mí el verdadero amor. Lo que me hace palpitar viene del interior de mi ser: no puede venir de fuera. Si Trini se revela, si vibra… —calculaba yo—, siento que vibraré también; y no será como con Rita, una atracción perversa, seudorromántica: será el amor completo, con su raigambre poderosa que nos adhiere a la tierra; será el hogar, con humareda azul de ilusión —porque el hogar, con solo el humo del puchero, lo que es yo no me siento capaz de resistirlo—. Y, enajenado, consagré tiempo al lazo de mi corbata, a la clavazón en él de la gruesa perla redonda, a atusar el pelo, a frotar con el pulidor las uñas. Iba tan brillador de ojos y tan amador en mi porte que Trini, al estrechar mi mano, se arreboló, olfateando sutilmente como hembra que algo impensado ocurría. Yo (soy muy desconfiado) había estado en acecho y salido a encontrarla en la antecámara, temeroso de los manejos de Camila. Almorzamos, alegres y decidores los novios, mi hermana fruncida, encapotada y pesimista. Según su perro humor, el asado era un carboncillo, las tostadas del té, unas virutas y las quenefas del volován eran de escayola. Trini se reía enseñando sus encías jugosas y vivaces, su fresca lengüecilla inquieta entre la doble fila de gotas de leche cuajadas de la arqueada dentadura. Me daban tentaciones de caricias atrevidas y sentía por Trini escalofrío humano, ansia celestial. Cien años que viva (¡no me faltaba sino vivirlos!), no olvidaré el encantador almuerzo al canto de la chimenea activa y roja, respirando el aroma de las violetas tardías y los claveles blancos tempraneros, que adornaban el centro de plata, en honor a Trini, a ella; entonces sí que se lo llamaba interiormente… Por debajo de los encajes gruesos del mantel cogí su mano, que no se retiró. Aún estábamos eléctricamente asidos cuando Camila se levantó con un pretexto cualquiera y nos dejó solos. Trini, sofocada, hizo un movimiento para seguirla; yo protesté, apretando más la mano de seda y clavándome con deleite en los pulpejos las sortijas del meñique. Ella comprendió que llegaba la hora decisiva de aquel noviazgo hasta entonces tan soso y borroso, y sus ojos, avergonzados, buscaron el dibujo de la alfombra.

—¿Trini? —suspiré—. ¿Sabe usted que esta mañana le dije a Camila que nuestra boda es inminente?

—¿Camila? —tartamudeó ella agarrándose a lo que podía ayudarla a disimular su confusión—. Dice usted que Camila… ¿Estaría por eso de tan mal talante? —y sonrió a la hipótesis.

—Por eso precisamente, no. Va usted a saber por qué, Trini… —Acerqué mi silla, solté la mano y nos reclinamos, muy próximos en la mesa—. Escuche y pese la respuesta… ¡No venga usted hasta que le llame! —ordené al criado que entraba trayendo leña—. Trini, yo trato a una mujer y esta mujer tiene un niño.

Ella se demudó.

—Ya lo sabía. ¿Para qué me lo dice usted?

—Porque el eje de esta conversación es eso: la mujer, el niño; sobre todo, el niño…, ¿se entera usted, amiga mía?

Trini indicó el gesto de desviarse pálida y turbada.

—¡Por Dios! No así, Trini, no así. Hay que escuchar y, sobre todo, hay que entender. Cuando usted haya entendido, decide. A la mujer la visito diariamente, pero no tengo con ella más relación que visitarla… Como si fuésemos hermanos. ¿No lo cree usted? No tengo para qué mentir. Es una enferma, una tísica. Si eso puede contribuir a su tranquilidad, no la veré más.

—Pero el pequeño… No es… No es… —murmuró la muchacha sin resolverse a concluir, mostrando confusión y acortamiento.

—¿Mío? Según cómo usted comprenda la idea de pertenencia y propiedad. No he besado a su madre nunca. Sin embargo, mío es el niño, porque mío quiero que sea… Fíjese usted. Tampoco usted es mía y por el amor puedo apropiármela. El niño tiene mi sangre espiritual. De manera que es mi hijo.

—Todo eso lo encuentro rarísimo… Perdone usted, Gaspar; me cuesta trabajo entenderlo.

«Malo, malo —discurrí en mi interior—. Corta de entendederas, corta de cara, carirredonda... ¡Malo! ¡Esta no es mi hembra!». Y una melancolía súbita me envolvió en su crespón inglés. No argüí nada; ella porfió:

—No se explica… Trate usted por lo menos de que yo acierte a descifrarlo.

—Creo que no podrá. Esto se descifra mediante un impulso, una corazonada; no haciéndose cargo de pronto, es ya difícil… ¡En fin! —Y resoplé desalentado—: ¿No hay mil cosas inexplicables? Figúrese usted que la pidiesen explicaciones del por qué quiere un hombre a una mujer; del por qué nos es simpática una persona y otra, insufrible. A mí ese niño me ha dado la grata sorpresa de inspirarme un interés que me… me distrae de otros pensamientos… algo… algo peligroso; ¿te enteras, Trini? —Y al brusco tuteo uní la caricia inesperada, un estrujón, un raspón a la mano contra mi bigote. Ella se encendió, su respiración se apresuró y dijo balbuciente:

—No, Gaspar. No me entero. Pero es lo mismo. ¿Qué pretende? ¿Qué desea usted de mí? A ver si hay medio…

—Trini, si nos casamos, el niño se vendrá a casa… Serás su madre. ¿Lo serás?

Un esguince. Los ojos pestañudos, antes terciopelosos como uvas negras, se hincaron en mí fieros, enojados.

—¡Ah! Era eso…

—¿No aceptas?

—No. No sabía… Creí que se trataba de otra cosa; de darle educación, de no abandonarle. Eso, bueno… Pero ¿en casa? ¿Conmigo? ¿Qué se diría? ¿Qué papel haría yo?

Me incorporé. El almuerzo me pesaba como plomo en el estómago y el calor de la chimenea me asfixiaba. Volví las espaldas, sin saludar, sin despedirme, y a paso lento me retiré a mi cuarto. Trini dijo no sé qué; acaso pronunció con ahínco mi nombre. No hice caso alguno. Ya en mi habitación, tomé sombrero, abrigo, guantes y me fui a ver a Rita.

La sirena negra

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