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ОглавлениеLAS FLORES IMAGINARIAS Y LA CALAVERA DE GOYA
Poca gente sabe que la Real Academia Española tenía antes una librería, una librería pequeña y poco convencional, pues casi todas las ventas se hacían por correo. Gente iba muy poca. Había días que nadie. La mayor parte de las visitas eran de gente de la casa, gente que trabajaba en alguno de los diccionarios y a los que se les hacía un buen descuento, lo que suponía un buen aliciente para comprar alguna de las publicaciones: el facsímil del manuscrito del Tenorio, el del Libro de Buen Amor, el de los poemas de Berceo, el del manuscrito Chacón con las obras de Góngora, el del diccionario de Nebrija… Libros que casi siempre compraban para regalar.
Yo me hice cargo de la librería por ofrecimiento de Alonso Zamora Vicente, que entonces era Secretario Perpetuo y vivía en el propio edificio. Yo había tenido una beca de IBM para informatizar los ficheros de la comisión del diccionario y del pleno. Durante el tiempo que duró la beca, don Alonso –como le llamaba todo el mundo– me trató con un cariño enorme. Y al acabar la beca me propuso sustituir a la señora que llevaba la librería, que también vivía en el edificio y que estaba a punto de jubilarse. Cuando me ofreció el puesto, me previno: “Aunque los gordos suelen ser de buen natural, esta señora tiene muy malas pulgas. Tendrás que aguantarla durante el tiempo que tarde en enseñarte el oficio.” La señora, Julia se llamaba, resultó ser una mujer encantadora. Con carácter, pero risueña, educada y muy amable. Se debía de llevar mal con Zamora por meros motivos de vecindad. Cuando él me ofreció hacerme cargo de la librería, ya se sabía que Julia estaba enferma, pero no que estaba tan enferma.
Julia me dijo que me iba a enseñar en quince días todo lo que hacía falta saber para llevar el negocio. Pero cuando llevaba una semana, me enteré de que la habían ingresado en un hospital. Cinco días después estaba muerta. Así que mi conocimiento de ella se limitó a una semana. Es cierto que pasamos muchas horas juntos, mañana y tarde. Pero no deja de ser una semana. En ese tiempo me fue iniciando en el oficio. Me enseñó cómo se hacía una factura pro forma, cómo se calculaban los gastos de un contrarreembolso, cómo se efectuaba el intercambio de los boletines con las universidades de todo el mundo...
Cuando me quedé solo, descubrí que Julia había tenido en los últimos años muy abandonado el negocio. Empecé a encontrar cajas en las que había montones de cartas sin abrir, reclamaciones, pedidos… que fui atendiendo poco a poco, hasta poner al día toda la correspondencia. A los pocos meses, sin hacer nada especial, simplemente enviando los pedidos, los ingresos se multiplicaron por diez.
Julia había vivido toda su vida en la Academia. Allí había pasado la guerra. Me contó que una vez una bomba atravesó el tejado sin explotar, rompió el forjado de varios pisos y quedó alojada en la biblioteca, donde estuvo mucho tiempo hasta que una patrulla vino a desactivarla. “No se dieron ninguna prisa en venir porque en aquella época revolucionaria el pasado ‘Real’ de la Academia no era una buena referencia.”
Además de don Alonso, a la librería a veces iban algunos académicos. Julia me hablaba con especial ternura de Gimferrer, que venía los jueves de Barcelona y “como no debe de tener dónde quedarse viene aquí a buscar compañía”. La primera vez que entró Gimferrer estando yo ya solo, fue recorriendo las estanterías y señalando con el dedo cada libro iba diciendo: “Lo tengo, lo tengo, lo tengo...” Así todo el catálogo.
También venía algún estudiante, algún profesor de universidad, algún académico correspondiente (recuerdo a José Millán Urdiales, a José Mondéjar, a Timo Riiho, a González Ollé), algún escritor (Ramón Buenaventura, el marqués de Tamarón)... Gente muy amable, muy educada, con muchas ganas de hablar, que te solían contar sus investigaciones, sus lecturas, casi siempre apasionantes.
Y había dos hombres que venían con cierta regularidad a charlar con Julia. Dos amigos suyos que yo acabé heredando. Los dos gallegos. Uno era don E Igna Ben (así firmaba), que vino el primer día que estuve con Julia y siguió yendo todos los días de esa semana.
Don E Igna Ben era un hombre pequeño, muy mayor (noventa y tres años) y muy educado, que iba siempre muy limpio, afeitado y vestido con un traje impecable. Siempre se estaba riendo, con una risa que sonaba como una leve tos. Llevaba años entregando en la secretaría de la Academia un escrito en el que pedía que se enmendase el gentilicio gallego por incorrecto. “Si de Cataluña se forma catalán, o de Andalucía andaluz, ¿por qué de Galicia se forma gallego, y no galego, como es lo lógico y razonable? ¿Qué intereses hay en cambiar la palabra? ¿Por qué no inventan también andalluz, o catallán?”. Todos los días que iba llevaba a Secretaría un escrito, nunca igual que el anterior, en el que hacía su petición a los académicos. Y siempre le llevaba una copia a Julia, que aquel primer día en que él se presentó, cuando ya se hubo ido, me enseñó un cajón lleno de ellos. Cuando sustituí a Julia yo pasé a recibir la copia. Digo copia, no fotocopia, porque el escrito que entregaba estaba hecho a mano y la copia también (era tan original como el original). Adornaba los bordes con líneas onduladas y tintas de diferentes colores, muy en la línea de Castelao. En los huecos en blanco estampaba distintos sellos que había encargado en alguna imprenta, con estas inscripciones: “dicen dicen dicen”, “Hágase amigo de La Casa de la Troya” y “¿Quién fue el elefante blanco del 23F?”. Lo que era propiamente el escrito insistía una y otra vez en la misma idea, tratando de ignorantes a los académicos. Para él la palabra gallego había sido elaborada y puesta en circulación por ellos, en algún despacho, con el solo objetivo de ridiculizar y humillar a los gallegos. Siempre firmaba, ya lo he dicho, como E Igna Ben. Y siempre, cada día, te volvía a contar qué le había llevado allí. Lo hacía con mucha zumba, lanzando cargas de profundidad contra “estos señores” y riendo con su risa de tos, como si no se tomase en serio lo que estaba diciendo. Pero que no se te ocurriese a ti reírte, porque se ponía serio, tenso, te ametrallaba a ironías y no tenía inconveniente en llamarte ignorante.
Un día don E Igna Ben llegó antes que Julia y se puso a hablarme de ella. Me fue haciendo un retrato de Julia que no se correspondía en nada con la mujer que yo había empezado a conocer. Yo ya había comprobado que ella parecía odiar los libros, no solo los de la librería, sino la categoría Libro. Si me veía llegar de Moyano con una bolsa llena de libros hacía un gesto de asco. Además, me hablaba mucho de la tele, lo que indicaba que su tiempo libre no lo empleaba en leer. Y sin embargo, don E Igna Ben me dijo que a Julia le gustaba escribir. Una vez le había dado a él a leer una novela. “Me gustó mucho. Pero como yo no entiendo de eso se la pasé a los amigos de la tertulia. En el café Gijón tenemos una tertulia. No es de famosos. No. Nosotros hablamos de cosas sin importancia. Nos reímos de cosas sin importancia. Mis amigos dijeron que la novela tenía mucho mérito. Entonces a mí se me ocurrió convocar un premio para que ella presentara su novela. El premio consistiría en un ramo de flores. Se presentaron tres novelas. Las otras dos muy malas, según dijeron. Lo ganó ella, naturalmente. Al saberlo se puso muy contenta. Pero cuando se enteró de que habíamos organizado una comida para la entrega del premio se le cambió la cara. El día de la entrega le mandamos un coche para recogerla y no se presentó. Después dijo que se había puesto enferma. Pero no fue eso. Nos dejó plantados. Un grupo de viejos solos, comiendo en silencio, en una mesa llena de flores… Yo creo que en el último momento le entró miedo. Pensó que la estábamos engañando. Que como era muy gorda, habíamos organizado todo para reírnos de ella. Por eso no fue.” Cuando acabó de contarlo, don E Igna Ben se quedó en silencio, pensativo. Nunca le había visto tan triste y tan callado. Ese día se fue enseguida, antes de que llegara Julia. Cuando llegó, le pregunté si era verdad lo que él había contado y ella confirmó que efectivamente escribió una novela y la presentó a aquel premio. Y que don Igna le dijo que había ganado. Efectivamente una tarde le mandaron un taxi. Y ella estaba preparada. Se había comprado un vestido, había ido a la peluquería... Y en el último momento pensó que todo era una broma, o, peor, una tomadura de pelo, y decidió no ir. Aún lo seguía pensando. “¿A mí me iban a dar un premio de novela? ¿A una mujer mayor a la que no conocía nadie?”. Y hacía un gesto de desdén para expresar que no se lo creía.
Todo esto ocurrió durante mi primera semana de trabajo. A la siguiente, cuando ingresaron a Julia, don E Igna Ben se llevó una gran decepción al no verla. Yo no le dije la verdad, para no entristecerle. Le mentí. Le conté que Julia había cogido vacaciones y se había ido a vivir unos días con su hermana. Pero que había dejado dicho que nos haría visitas.
Un día, además del famoso escrito, don E Igna Ben trajo unas bolsitas con semillas de petunia. Una era para Julia y otra para mí. Quedé en darle las suyas a Julia. Las mías no tenía ninguna intención de sembrarlas. No me gusta tener flores en casa. Las dos bolsitas quedaron en un cajón.
Toda esa semana, cada vez que venía, don E Igna Ben me preguntaba por Julia. Yo le decía que no había vuelto a tener noticias de ella, aunque ya sabía que estaba en el hospital. El mismo día en que me enteré de que había muerto, la noticia me dejó tan trastornado que cuando llegó don E Igna Ben le dije que la tarde anterior había estado Julia y le había dado su bolsita con semillas de petunia. “Me dijo que son sus flores favoritas”, volví a mentir.
En las semanas que siguieron le fui contando cómo habían empezado a brotar las petunias. A cada nueva visita me inventaba detalles sobre aquellas flores que solo crecían en mi imaginación. Le conté que Julia me decía que le habían salido unas flores preciosas. Para que resaltaran más, yo le decía que las mías se me criaban un poco raquíticas. A don E Igna Ben le parecía justo que las flores de Julia fuesen más bonitas. Se reían con su risa de tos. Llegó un momento en que no me costaba inventarme detalles sobre aquellas flores, porque realmente las veía crecer. Fueron meses lo que le estuve hablando de aquellas flores. Le conté que Julia había pedido la jubilación anticipada y que estaba viviendo con su hermana, entregada al cuidado de un precioso jardín, cuyas flores más hermosas eran las petunias.
Un día don E Igna Ben dejó de venir. Tiempo después, los conserjes, con los que también se echaba sus parrafadas, supieron, a través de la hija, que don Igna había cogido un resfriado y una mañana había amanecido muerto en su cama, como un pajarito. Las petunias de mi imaginación dejaron de crecer. Cada vez que me acuerdo de ellas las veo como se encontraban la última vez que vino don Igna.
El otro hombre que venía a ver a Julia era Dionisio Gamallo Fierros, un conocido filólogo. Gamallo era miope (llevaba gafas de culo de vaso), tenía mucho acento gallego, era mayor (no tanto como don Igna), fornido, campechano y muy muy hablador. Cuando se enteró de que Julia había fallecido, se calló unos instantes, desconcertado. Pero enseguida se hizo dueño de la situación. Se sentó en un sillón que había casi de adorno, pues ningún cliente hacía uso de él, y se puso a hablar y hablar, sin volver a acordarse de Julia.
Gamallo hablaba de muchas cosas. De Galicia, de su amigo Dámaso Alonso, de literatura, de historia... Me contó varias veces su teoría de la “Negra Sombra” de Rosalía (después leí su artículo y me pareció que era mucho más brillante hablando que escribiendo), ese padre desconocido que resulta ser un sacerdote (de negra sotana) que seduce a una joven y que pesa sobre toda la vida de la niña, registrada como de “padres desconocidos”.
Me habló mucho de Goya. “Usted no se imagina lo popular que era Goya entre la gente de su época. Era un héroe popular. Un ídolo más grande que los futbolistas de ahora.” Sabía cosas que yo llegué a sospechar que se inventaba. Que si la Quinta del Sordo (que se llamaba así, no por él, sino por el anterior propietario, que también era sordo) estaba en lo que hoy es la calle Caramuel, que si de los veinte hijos que tuvo solo uno llegó a la edad adulta, que si Marianito, su nieto, despilfarró la herencia en el juego (llegó a perder doscientos cuadros de su abuelo en una sola partida), que si tenían fincas en La Cabrera, en Buitrago, en Bustarviejo, porque, yendo a Francia, la mujer de Marianito se había puesto de parto y habían comprado el convento de San Antonio, por entonces desamortizado, que si tuvieron fincas en el centro de Madrid (“la parcela en la que hoy está el teatro Calderón, en la calle Atocha, tiene uno de los lados curvo porque Goya ataba allí un caballo y el animal trazó un rastro hasta donde llegaba y eso se confundió con los límites de la parcela, aunque Goya siempre alegó que la linde de la finca estaba más allá del rastro curvo dejado por el animal; fue un litigio en el que Goya se gastó más dinero del que valía la finca”), que si aún había descendientes y les habían concedido el privilegio de mantener el apellido “de Goya” siempre en primer lugar...
Pero sobre todo me contó la historia de la calavera de Goya.
Él la conocía por haberla oído contar muchas veces en su familia, adonde había llegado a través de su abuelo materno, a quien no llegó a conocer. Al parecer su abuelo materno, Dionisio Fierros, asturiano, era pintor. Vino a Madrid con 14 años y aquí consiguió la protección del marqués de San Adrián. Fue un pintor costumbrista que ganó muchas medallas en certámenes nacionales e internacionales. Le gustaba pintar especialmente tipos populares. Muchos de sus cuadros están en museos de provincias.
Antes de seguir hay que explicar que al acabar el siglo XVIII un anatomista alemán se convirtió en el profeta de una nueva ciencia: la frenología, que diagnosticaba cualidades y tendencias de todo tipo mediante la observación de las protuberancias y las depresiones de determinados sectores del cerebro. En España este anatomista tuvo un apóstol temprano, Mariano Cubí y Soler, de quien hizo una biografía pormenorizada el berciano Ramón Carnicer, al que adoraban los chicos de la gauche divine (los Barral y compañía) porque les había dado clase en la universidad. Los frenólogos desarrollaron una inclinación a desenterrar cadáveres de personas ilustres y cortarles la cabeza para confrontar en ella los principios y los descubrimientos de su ciencia. En España esta moda coincidió con las guerras carlistas, lo que proporcionó a los estudiosos de la frenología abundante cosecha de cadáveres, y por tanto de cráneos, para su estudio. Eran especialmente buscados los de individuos de comportamiento extremo, los de tarados y los de genios. (Baroja contó en La senda dolorosa, continuación de Humano enigma, la historia del cráneo del cruel general Conde de España.) Y aquí volvemos al pintor Dionisio Fierros. Este, en compañía de Joaquín de Magallón, marqués de San Adrián, y de un médico cuya identidad se ignora (podría ser Cubí; en todo caso, un frenólogo interesado en estudiar la genialidad a través de la caja craneal en que esta residió), unos veinte años después de ser enterrado Goya, en 1828 (y por tanto finalizado el proceso de descomposición, mondo ya el esqueleto), entran una noche en el cementerio de Burdeos, desentierran el cadáver (el mausoleo estaba situado cerca de un descampado, junto a la calle Coupe Gorge, como una premonición) y se llevan el cráneo. Se vuelven a España con él y Fierros lo pinta (en 1849) en un cuadro que encontrará en 1928, en el primer centenario de la muerte de Goya, en una tienda de antigüedades de Zaragoza don Hilario Gimeno, erudito local. El cuadro, que hoy se conserva en el Museo Provincial de Zaragoza, está firmado y fechado (es lo que permite suponer que el robo se hizo unos veinte años después de la muerte del pintor). Por la razón que sea, la calavera se la queda Fierros, en Ribadeo, por donde Goya había paseado con el marqués de Sargadelos. Fierros muere, pero su familia la conserva con la misma devoción que él, como si tratase de la reliquia de un santo. Uno de los hijos de Fierros, Nicolás, va a estudiar medicina a Salamanca. Disponer de un cráneo real para su estudio no era ninguna insignificancia. Nicolás procedió a la efracción (así se llama técnicamente el reventamiento) del cráneo por los puntos de sutura para estudiar cada hueso por separado: occipital, mastoides, esfenoides, parietal, frontal... piezas que prestaba a menudo a sus compañeros. Para desunir los huesos sin violencia destructora, llenó el cráneo de garbanzos y lo sumergió en un barreño. Los garbanzos al humedecerse aumentaron de volumen y reventaron el cráneo desde dentro, limpiamente, por las uniones. Cuando acaba sus estudios, Nicolás lleva todos sus trastos a la casa familiar. Allí encuentra Gamallo una caja “con una confusión de huesos”. Entre ellos ve un parietal derecho, grueso, “dogmático, de espesor terrible”, decía. Y un maxilar inferior igual de contundente que el parietal. Era lo que se había salvado de “la diáspora del cráneo de Goya”. Para cerciorarse coteja primero esos dos huesos con el cuadro de su abuelo. Tienen la misma solidez, son el mismo objeto. Después coteja el cuadro de la calavera con el retrato que Vicente López le hizo a Goya. “Por un proceso de abstracción mental, fui descarnando la cabeza del retrato de López. Y la progresiva resta me llevó al cráneo pintado por mi abuelo. La coincidencia era completa”.
–¿Y aún conserva esos huesos? –le pregunté, tratando de ocultar mi escepticismo.
Quizá advirtió algún gesto involuntario por mi parte, que él interpretó a su manera.
–No me crees, ¿verdad?
Gamallo fumaba. No mucho. Un cigarrillo en cada visita. Sacaba su cajetilla de tabaco negro y me ofrecía. Yo siempre le cogía uno por educación, aunque no me gustaba su tabaco (a él tampoco el mío, que siempre rechazó). Sacó una cajetilla casi entera, me ofreció y se puso a fumar. Cuando le tendí el pesado cenicero de cristal que había en la librería, se metió la mano en el bolsillo de la americana, sacó un fragmento de hueso amarillento, levemente cóncavo, y depositó en él la ceniza, que ya estaba a punto de caer.
La tarde se acababa. La librería se fue llenando de sombras. Parecían espectros del pasado que se iban congregando dispuestas a materializarse.