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ОглавлениеEmilio Rabasa (1856-1930) fue un escritor ocasional: cconsideraba la literatura como un pasatiempo, por lo cual dedicó la mejor parte de su talento al derecho y la política, actividades (según su criterio) más serias y trascendentes.
Don Emilio nace en Ocozocoautla, Chiapas, el 22 de mayo de 1856. Sus primeros estudios los hace en casa, bajo la tutela de sus padres. Los superiores los cursa en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, plantel donde se gradúa de abogado (1879). Una vez recibido, desempeña puestos públicos de cierta importancia en su estado natal y en Oaxaca. En 1886 (año en que aparece La musa oaxaqueña, antología preparada y prologada por él) se traslada a la ciudad de México.
Aquí dedica su tiempo a la enseñanza de la profesión, al mismo tiempo que la ejerce, sucesivamente, como defensor de oficio, agente del ministerio público y juez. Funda junto con Reyes Spíndola El Universal. Escribe para la prensa. En 1887 aparece el primer tomo de su tetralogía, La bola, que continuará ese mismo año y el siguiente, con tres volúmenes más: La gran ciencia, El cuarto poder y Moneda falsa. Más que cuatro novelas, son otros tantos “momentos” de la vida de los personajes centrales y, por tanto, se les puede catalogar como eslabones de una novela seriada. En 1891 publica en las páginas de El Universal, La guerra de tres años, novela corta que cierra el ciclo de su actividad literaria.
En ese mismo 1891, asume la gubernatura del estado de Chiapas, cargo en el que permanece cuatro años. Regresa a la capital de la República como senador por aquella entidad. Reanuda su labor docente, desempeña comisiones oficiales. Reside, a partir de 1914, seis años en Nueva York, donde desempeña una comisión del gobierno; viaja durante este tiempo en dos ocasiones por Europa. Es admitido en las más altas agrupaciones científicas y literarias de México y España. Si sus estudios de derecho constitucional son básicos para entender el desarrollo de esta disciplina entre nosotros, sus novelas son imprescindibles para conocer cómo era y qué valores se propuso realzar nuestra novela durante los últimos veinticinco años del siglo xix. Muere en la ciudad de México el 25 de abril de 1930. Es, en muchos aspectos, el prototipo del intelectual porfirista.
En la tetralogía, Rabasa es un novelista de tesis. Paralela a la intriga amorosa, que sirve de carnada a los lectores sencillos, traza un preciso cuadro de la vida nacional, desde su ejercicio más ingenuo hasta su praxis más elaborada. Los personajes, no todos de carne y hueso, le permiten el pretexto y la tribuna para difundir sus ideas: representan maneras de comportarse en la realidad social y política. La ironía anima a los personajes, convirtiéndolos en hombres que tienen algo de caricaturas. En vez de predicar en abstracto, como lo hicieron sus contemporáneos, se proyecta en sus criaturas, a quienes vuelve cómplices de sus ideas. Rabasa usa pocas veces (a diferencia de López Portillo y Delgado) el privilegio épico del comentario y la generalización.
Convencido positivista, cimenta sus novelas en el principio de que todo conocimiento descansa en la experiencia. El asunto de las cuatro partes de la primera novela es, insisto, la política, como lo es también el de la última, La guerra de tres años. Coherente con sus ideas, habla más de los políticos que de la política: llega, en otras palabras, a lo general por lo particular. Sus novelas le ayudaron a ensayar una teoría general sobre la historia política del país que se condensa en 1912 en un libro imprescindible, La Constitución y la dictadura.
Los tres tipos de sociedad que describe (la pueblerina, la provinciana y la de la gran ciudad) le permiten analizar la realidad política del país. Los novelistas de su generación, menos sagaces, al referirse a ella no van más allá de las apariencias. Rabasa tiene detrás un análisis personal sobre la historia política del país. Así los males que nos aquejan se localizan en el desgobierno, en la carencia de un verdadero sistema político fundado en una Constitución que refleje las necesidades del país y se cumpla a pie juntillas; para Delgado y López Portillo nuestras desgracias provienen de ciertos malos individuos. Rabasa aboga implícitamente por un orden social y político a la vez que más racional, menos injusto; López Portillo y Delgado, más conformistas, se contentan con el respeto a las normas heredadas de abuelos y padres.
En La guerra de tres años, hasta cierto punto contrapartida de La bola, pinta el existir modorro de una aldea (El Salado) similar a San Martín de la Piedra, sitio en el que principia y termina la acción de su novela de episodios nacionales, sólo que la pintura posee alta jerarquía estética. La concisión es mayor; el tema más ceñido, sin digresiones superfluas; los personajes están mejor trabajados, tienen, hasta donde les permite la condición de símbolos, vida propia. Con esta obra llega la escuela realista mexicana a la más rigurosa objetividad, a la impersonalidad más severa. El realismo de Rabasa desciende del francés y, principalmente, del hispánico representado por Pérez Galdós. Su realismo admite a menudo ensoñaciones y actitudes idealistas; se puede decir que aletargada la voluntad, brotaba su trasfondo romántico.
Rabasa usa reiteradamente el sentido del humor y la sátira para burlarse de las estrecheces ideológicas de los partidos políticos antagónicos: el liberal y el conservador. En tanto que los liberales pugnan por el cumplimiento de las Leyes de Reforma, los conservadores luchan por sostener los privilegios de la Iglesia. El clero, por su parte, se dedica a atizar el fuego. De tal suerte, un católico jamás podrá ser liberal. Para Rabasa en la superficie de la vida política mexicana se vive una cacofonía de voces, que no de ideas. En el fondo nuestro problema no es sino la incapacidad para lograr consensos.
La teoría adquiere en la práctica matices imprevistos: la parte se convierte en todo. Así, los liberales de El Salado hacen que se cumpla el espíritu de la Guerra de los Tres Años al impedir la celebración de actos de culto externo. Los conservadores, en cambio, ejercen sus creencias auspiciando fiestas religiosas. Un hecho de esta índole origina la acción de la novela. En el fondo Rabasa respeta las ideologías; se burla, eso si, del fanatismo, viniera de donde viniese.
Don Santos Camacho, el jefe político de El Salado, más que liberal es un “bruto”. Los móviles de sus actos responden más que a una ideología, a razones personales de amor u odio. Hernández, el secretario perpetuo de la jefatura, es un acomodaticio, un sinvergüenza. Los Angelitos (los hermanos gemelos Francisco y Juan Ángeles) son, entre los personajes, los únicos sinceros: “adoraban la memoria de Juárez y estaban reñidos con todo orden público vigente”. Los comerciantes del portal viejo, para conciliar sus intereses terrestres y celestiales, cumplen con las autoridades civiles y eclesiásticas.
Destacan tres caracteres femeninos: doña Nazaria, Gilda y Luisa. La primera, por despecho a don Santos, organiza la procesión; su figura de querida en desgracia es uno de los mejores aciertos de Rabasa. Luisa, amante en turno del jefe político, se opone a la marcha por cuestiones de jerarquía amorosa y no por ideas. Gilda, sobrehueso de Nazaria y madre de Luisa, pone en juego la adulación para influir en don Santos a favor de su hija. El padre Diéguez es la víctima del entusiasmo y la ligereza de sus feligreses. El gobernador y la primera dama del estado, calculadores, conciliatorios, son liberales y al mismo tiempo conservadores. Los personajes, todos, cooperan a hacer de esta novela corta una farsa deliciosa.
Es curioso que Rabasa no se preocupara por el futuro de la novela. En 1891 aparece en El Universal. Se recoge en volumen un año después de la muerte del autor. Ello permite suponer que el novelista ya no se interesaba por la literatura, o no consideraba esta obra digna de figurar en su bibliografía. Me inclino por la primera hipótesis. En La guerra de tres años Rabasa ofrece una prueba más, la más económica y perfecta, de su indiscutible talento para contar historias, urdir tramas, crear personajes.
Para mi gusto, Emilio Rabasa es uno de los mejores novelistas mexicanos del siglo xix. Como pocos sabe contar las peripecias de la anécdota; asimismo, sabe explicar con malicia y humor el por qué de las acciones. Sus personajes son sueltos, convincentes, posibles. Su mexicanidad, es decir, su autenticidad, es rotunda. A diferencia de otros autores, su primavera tiene cenzontles y clarines; sus bosques, cedros, caobas y ocotes. Su lenguaje, sin dejar de ser castizo —recuérdese que leía todos los años a Cervantes—, posee un inconfundible sello nacional. Además de todas estas excelencias, sus novelas son imprescindibles para conocer los distintos aspectos de la vida en la segunda mitad de nuestro siglo xix.
Emmanuel Carballo