Читать книгу Sandokán, El Rey del Mar - Эмилио Сальгари - Страница 6

Capítulo IV

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La agonía del crucero había dado comienzo; y era una agonía terrible, espantosa.

Aquel coloso, completamente envuelto en humo, agotaba inútilmente las escasas fuerzas que le quedaban, tratando aún de asestar un golpe mortal al formidable adversario que le había vencido y le disparaba los últimos tiros de su artillería.

Aquella espléndida nave, que sería probablemente la unidad más fuerte de la escuadra del rajá de Sarawak, ya no era más que un informe montón de ruinas, que las llamas iban devorando lentamente mientras que el agua la invadía por todas partes para arrastrarla a los profundos abismos marinos.

Sus flancos, hechos astillas por las granadas y los obuses del potente navío americano, parecían cribas; sus amuras y mástiles ya no existían; sus baterías no ofrecían refugio alguno a los últimos supervivientes.

Enormes llamas irrumpieron a través de las escotillas y de las grietas de cubierta con furioso ímpetu, y se alargaron espantosamente en medio de un inmenso fragor, y lanzando al aire nimbos de chispas y densas nubes de humareda, que formaban como un gigantesco toldo sobre el barco.

El crucero se hundía poco a poco, cabeceando y, sin embargo, sus artilleros no cesaban de disparar con las últimas piezas que todavía quedaban en batería y sus fusileros, que habían quedado reducidos a menos de la mitad, hacían un fuego vivísimo y saltaban como tigres a través de la cubierta invadida por las llamas, animándose con salvajes hurras.

A pesar del fuego de la nave semihundida, fuego mal dirigido a causa de la excitación de los tiradores, la chalupa de vapor y las tres balleneras del Rey del Mar habían sido echadas rápidamente al agua para recoger a los últimos supervivientes en el momento en que el barco se fuese a pique.

Yáñez tomó el marido de la barcaza, que tripulaban catorce remeros por falta de tiempo para encender las calderas; Sambigliong mandaba la otra,

-¡Apresúrate, Yáñez! -había gritado Sandokán.

Damna y Surama, que habían subido a cubierta al ver que las llamas envolvían a la desgraciada nave, gritaban:

-¡Sálvelos! ¡Sálvelos usted, señor Yáñez! ¡Que se ahogan!

Las chalupas emprendieron rápidamente la marcha, dirigiéndose hacia el crucero. Los pocos hombres que todavía quedaban sobre él, al ver que sus adversarios acudían en su socorro, cesaron de disparar y empezaron a arrojarse al agua para escapar de las llamas y evitar el peligro de volar por los aires cuando estallara el buque.

La barcaza fue la primera que llegó junto al crucero. Yáñez, sin hacer el más mínimo caso del humo ni de la lluvia de chispas, subió rápidamente por la escala que habían echado, y se lanzó hacía el puente de órdenes, seguido por media docena de malayos.

Ante todo quería salvar a sir Moreland, si es que le habían respetado las granadas del Rey del Mar,

Iba abriéndose paso por entre los fragmentos de toda clase y los cadáveres que obstruían la cubierta, cuando de pronto hizo explosión la proa, arrojándolos a todos en el agua.

El golpe fue tan violento que Yáñez, que había ido a parar cerca de una de las balleneras, se desvaneció. Afortunadamente, los malayos le vieron caer y tuvieron tiempo de cogerle casi en el acto y de llevarle a la barcaza que se había acercado.

Abierto por la proa, el crucero se iba a pique rápidamente. Sambigliong y los hombres de la chalupa que habían subido a bordo, descendían a toda prisa, conduciendo a varios heridos que, con grandes riesgos, habían podido sustraer a las llamas.

La nave se hundía. Desaparecieron sus amuras y las olas invadieron bruscamente la cubierta, limpiándola desde popa a proa y apagando de golpe las llamas.

La barcaza y las balleneras huían a fuerza de remos, mientras que en derredor del buque se ensanchaba un gigantesco remolino.

La bandera de Sarawak fue lo último que brilló, iluminada por el sol; resplandecieron durante un instante sus colores y en seguida desapareció en el abismo.

¡Todo había concluido! El crucero descendía entre los mugidos del inmenso vórtice en busca del insondable fondo del golfo.

Las cuatro chalupas, que habían huido a tiempo de la succión ejercida por el buque en su inmersión, que fue cubierto en el acto por una enorme ola que se extendió, con mil ruidos, sobre la superficie del océano, regresaban apresuradamente hacia el Rey del Mar, que aguardaba a quinientos metros de distancia del lugar del desastre.

Las aguas del golfo se llenaron de restos del barco hundido y de cadáveres. .

Cajas, barriles y trozos de velamen flotaban en todas direcciones.

Sambigliong se ocupaba en reanimar al portugués, mientras otros se afanaban en derredor de un oficial joven, a quien habían salvado en el preciso momento en que el crucero iba a desaparecer, y que parecía gravemente herido, pues llevaba la chaqueta empapada en sangre.

Por fortuna, Yáñez no había sufrido lesión alguna. Lo que le habla aturdido principalmente fue la Imprevista voladura y el estallido de la explosión.

Efectivamente, al primer sorbo de ginebra que le hizo beber el malayo, volvió en sí y abrió los ojos.

-¿Cómo se siente usted, señor Yáñez? -le preguntó, sobresaltado, Sambigliong.

-Estoy medio deshecho; pero me parece que no se me ha roto nada -contestó el portugués, tratando de esbozar una sonrisa -. ¿Y el barco?

-Se ha ido a pique.

-¿Y sir Moreland?

-Aquí viene en la ballenera. Hemos podido salvarle por verdadero milagro.

Yáñez se levantó sin necesidad de la ayuda del malayo.

El joven comandante del crucero yacía en el fondo de la barcaza, con el pecho al descubierto, muy pálido, manchado de sangre y con los ojos cerrados.

-¡Muerto! -exclamó.

-No, no está muerto; pero la herida que tiene en el costado debe de ser grave.

-¿Quién le ha herido? -preguntó Yáñez con ansiedad -. ¿Tú, Sambigliong?

-¿Yo? ¡No, señor Yáñez! La explosión ha sido la que le ha puesto en este estado. Y probablemente será algún casco de granada el que le haya producido la herida.

-¡Pronto! ¡A bordo!

-Ya hemos llegado, señor Yáñez.

Las cuatro chalupas abordaron al Rey del Mar cerca de la escala, que pendía desde hacía ya algún tiempo.

Hicieron sitio a la barcaza.

Dos hombres cogieron con sumo cuidado al comandante de la nave hundida, que seguía desvanecido y comenzaron a subir con grandes precauciones, seguidos por Yáñez y catorce marineros del crucero, únicos supervivientes arrebatados a las olas.

Sandokán, que con tanta impasibilidad había asistido a la destrucción del buque enemigo, los esperaba en lo alto de la escala.

Al ver al capitán y a los marineros del rajá, se quitó el turbante y dijo con voz grave:

-¡Honor a los valientes!

En seguida estrechó en silencio la mano de Yáñez.

Damna, que, junto con Surama, se hallaba a algunos pasos de distancia, muy pálida, profundamente emocionada por la horrible escena que se había desarrollado ante sus ojos, se adelantó hacía los marineros que transportaban al desgraciado comandante.

-¿Ha muerto? -preguntó con voz abogada.

-No -contestó Yáñez -; pero según parece la herida es grave.

-¡Ay, Dios mío! -exclamó la joven.

-¡Silencio! -dijo Sandokán -. ¡Abrid paso al valor desgraciado! ¡Que lleven al comandante a mi camarote!

Con un gesto que no admitía réplica, detuvo a Damna y a Surama, y siguió a los marineros hasta la cámara, acompañado por Yáñez y Tremal-Naik.

El médico de a bordo, que era americano y que lo mismo que los maquinistas y los cabos de cañón, había aceptado las proposiciones que le había hecho Sandokán para que continuase en el barco hasta que terminase la campaña, acudió inmediatamente.

-¡Venga usted, señor Held! -le dijo Sandokán -. ¡Me parece que el comandante del crucero está muy grave!

-Haremos cuanto sea posible para salvarle -contestó el americano.

-Cuento con la ciencia de usted.

Entraron en el camarote, donde habían ya depositado a sir Moreland sobre el rico lecho del pirata.

-Esperad en el corredor hasta que yo os avise -dijo Sandokán a los dos marineros -, y decid a los enfermeros que estén preparados para venir en cuanto se les llame.

El médico desnudó completamente a sir Moreland. No tenía más que una herida en un costado; pero era horrible,

El proyectil que se la causó, probablemente un casco de granada, había magullado y rasgado la carne, formando un hondo surco, que tenía más de veinte centímetros de largo.

La sangre se escapaba a borbotones por la herida, amenazando con desangrar rápidamente a aquel desdichado,

-¿Qué pina usted, señor Held? -preguntó Yáñez, mirándole como sí quisiera adivinar su pensamiento.

-La herida es más dolorosa que grave -respondió el médico -. Ha perdido mucha sangre; pero este inglés es robusto.

-¿Puede usted asegurarme que curará?

-Aseguro a usted que no corre peligro la vida de este hombre.

Sandokán permaneció unos momentos silencioso, mirando el cadavérico rostro del inglés; después, y como si hablara consigo mismo, dijo:

-¡Es mejor así! Ese hombre puede resultarnos útil algún día.

Iba a salir de la habitación cuando el herido exhaló de pronto un profundo suspiro, al que siguió un gemido ronco.

El doctor habla puesto sus manos sobre la herida para unir sus bordes, y cuando sintió aquella presión, el comandante del crucero se estremeció; después abrió los ojos.

Echó en derredor una mirada opaca, deteniéndola primero en el doctor y luego sobre Yáñez, que estaba al otro lado de la cama.

Abrió los labios y murmuró apenas con voz casi imperceptible:

-¡Usted!

-¡No hable, sir Moreland, no hable! -dijo el portugués. ¡Se lo prohíbe el doctor!

El comandante hizo un gesto negativo con la cabeza, y haciendo acopio de todas sus fuerzas, añadió con voz más clara, aunque muy fatigosa:

-Mi... espada... está... en mi... barco...

-No se la hubiera aceptado a usted, caballero -dijo Sandokán -. Lo que siento es que se haya ido a pique con el barco y que por eso no pueda devolvérsela. ¡Es usted un valiente y le estimo como se merece!

Haciendo un heroico y supremo esfuerzo, el joven levantó su diestra y se la tendió a su adversario, que la estrechó suavemente.

-¿Y mis... hombres...? -volvió a decir sir Moreland, mientras su rostro se le contraía de nuevo.

-Los hemos salvado. ¡Pero basta! ¡No se fatigue usted!

-¡Gracias! -murmuró el herido.

Se desplomó y cerró los ojos nuevamente; había vuelto a desmayarse.

-¡Ahora le toca a usted, doctor! -dijo Sandokán.

-No dude que le cuidaré y que me tomaré tanto cuidado con él como si se tratase de un hijo de usted. ¡A ver, que vengan los enfermeros!

Mientras éstos entraban llevando desinfectantes, rollos de algodón fenicado y varios frascos, Sandokán, con Yáñez y Tremal-Naik, subían lentamente la escalera y volvían a la cubierta.

Damna, que los esperaba en la puerta de la cámara, se acercó al portugués.

-¡Señor Yáñez! -susurró, procurando que la voz le saliera firme.

El portugués se quedó mirándola unos instantes sin contestar, y finalmente le estrechó la mano en silencio.

-¿Se salvará? -le murmuró con angustia Damna.

-Así lo espero -repuso Yáñez -. ¿Te interesa mucho ese joven, Damna?

-¡Es un valiente!

-¡Sí, y algo más también!

-Si se cura, ¿le retendrán ustedes prisionero?

-Veremos qué es lo que decide Sandokán; pero es probable.

Damna se alejó con Surama, que se había separado un poco, y Yáñez fue al encuentro de Sandokán, que hablaba animadamente con Tremal-Naik.

-¿Qué opinas de ese joven? -le preguntó.

-¿Es el que mandaba el fuerte de Macrae?

-Sí -contestaron a un tiempo Yáñez y Tremal-Naik.

-¡Pues es un hombre valeroso! -dijo Sandokán -. Para nosotros ha sido una verdadera suerte que haya caído en nuestras manos. Si el rajá tuviese medía docena tan sólo de hombres como él, nos darían muchísimo quehacer. No debe de ser inglés de pura sangre, es demasiado oscuro el color de su piel.

-Me ha dicho que solamente su madre era inglesa -dijo Tremal-Naik -. Formaba parte, según creo, de la marina inglesa. Eso me contó una noche. Tenía el grado de teniente.

-¿Y qué es lo que vamos a hacer con él? -preguntó Yáñez.

-Le tendremos como huésped -contestó Sandokán -. Pudiera sernos útil el día menos pensado. En cuanto a los demás prisioneros, haré que se embarquen en una chalupa, y los dejaré en libertad para que se vayan a cualquier punto de la costa.

-Y ahora, ¿adónde diriges tus miras? -preguntó Tremal-Naik.

-Yáñez y yo hemos trazado ya nuestro plan de guerra -repuso Sandokán -. Nuestro primer y principal cuidado es no dejamos sorprender por la escuadra de Sarawak ni por las inglesas. Seguramente que procurarán reunirse para deshacernos de un solo golpe; pero sí encontramos el medio de tener carbón siempre que lo necesitemos, con la velocidad que puede alcanzar el Rey del Mar, podemos reírnos del rajá y también del gobernador de Labuán.

-Por eso os aconsejo que, ante todo y sin dar tiempo a que se reúnan las dos escuadras, deis un golpe de mano contra los depósitos de carbón que hay en la boca del Sarawak -dijo Tremal-Naik.

-Precisamente eso es lo que vamos a intentar -respondió Sandokán -. Después iremos a destruir los depósitos que los ingleses poseen en la isleta de Mangalum. Una vez que ellos no tengan posibilidad de abastecerse, nosotros quedaremos en condiciones de superioridad con respecto a unos y a otros, y libres para arrojarnos sobre las líneas de navegación y dar un golpe mortal al comercio de los ingleses con el Japón y con China. ¿Aprobáis esta idea?

-Sí -contestaron Yáñez y Tremal-Naik.

-Pero además tengo otra idea -continuó Sandokán, después de un breve silencio -. Tengo el proyecto de insurreccionar a los dayakos de Sarawak. Conservamos todavía entre ellos muy buenos amigos, que son precisa, mente los que nos ayudaron a derrotar a James Brook. Estando nosotros en el mar y aquellos terribles cortacabezas a la espalda, ni el rajá ni el hijo de Suyodhana se encontrarán seguramente muy a gusto.

-¿Crees que el hijo del jefe de los thugs se hallará con el rajá?

-No estoy seguro -respondió Sandokán.

-Ni yo tampoco -añadió Yáñez.

-¿Has enviado el Mariana a alguna parte? -preguntó el hindú.

-Nos espera en el cabo Taniong-Datu, cargado de carbón, municiones y armas.

-¿Habrá llegado ya?

-Eso supongo.

-En ese caso vamos a Sarawak.

Sandokán, El Rey del Mar

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