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CAPÍTULO 2 ENTRE UN NOTARIO Y UN CONDE
ОглавлениеAun cuando Maracaibo no tenía más de diez mil almas, era entonces una de las ciudades más importantes que los españoles habían levantado en el Golfo de México.
Era, además, un gran fuerte muy bien artillado. Y los primeros aventureros habían erigido en aquellas playas hermosas casas y no pocos palacios.
Cuando el Corsario y sus dos compañeros entraron en Maracaibo, las tabernas estaban aún llenas. Los recién llegados fueron a la plaza de Granada. Ésta ofrecía un aspecto tan lúgubre, que haría temblar al hombre más impasible de la tierra. Quince cadáveres pendían en semicírculo frente al palacio y, sobre ellos, revoloteaban numerosas bandadas de zopilotes, los pájaros encargados del aseo en las ciudades de la América Central.
Una terrible emoción descompuso las facciones del Corsario, quien se alejó de allí a grandes pasos, entrando luego en una posada.
—¡A ver, un vaso de tu mejor jerez, hostelero de los demonios! —gritó Carmaux en vizcaíno, mientras se sentaba con el negro junto al Corsario.
El capitán de filibusteros estaba absorto en tétricos pensamientos. No parecía escuchar la conversación de la taberna, la burla que hacían de los ahorcados.
—Cuentan que al Corsario Rojo le han puesto un cigarro entre los dientes —dijo uno.
—Yo quiero ponerle un quitasol en la mano para que se dé sombra —agregó otro.
Carmaux, incapaz de contenerse, cayó encima de la mesa vecina dando un tremendo puñetazo y pidiendo respeto por los muertos. Los cinco bebedores de la mesa, estupefactos, se levantaron de inmediato con sus navajas abiertas y se abalanzaron hacia él. Pero el negro, a una señal del Corsario, lanzó una silla que detuvo a los cinco vascos. El estrépito hizo salir de la habitación contigua a una veintena de bebedores, precedidos por un hombronazo armado de un espadín.
—¿Qué sucede? —preguntó rudamente el hombrote.
—¡Nada que a usted le importe! —repuso Carmaux.
—¡Por todos los infiernos! —gritó el hombre, enrojeciendo! ¿No hay nadie que pueda enviar al señor de Gamara al otro mundo para hacerle compañía al perro del Corsario Rojo?
—¡Tú eres el perro, y tu alma la que acompañará a los ahorcados! —respondió el Corsario, sacando su espada.
—¡Un momento, caballero! ¡Cuando se cruza el hierro, se tiene derecho a saber cuál es el adversario!
—¡Soy más noble que tú!
—Es el nombre lo que quiero.
El Corsario se le acercó y le murmuró al oído algunas palabras. El aventurero lanzó un grito de asombro, mientras el Corsario le atacaba vivamente, obligándole a defenderse. Los bebedores abrieron un amplio círculo para los contendientes. Pero el señor de Gamara no era un espadachín cualquiera: alto, robusto y de pulso firme, podía oponer larga resistencia. El Corsario manejaba su espada con velocidad abismante, saltaba como un jaguar y la cólera le brillaba en los ojos. Pronto, el aventurero se encontró atrapado por un muro, palideció, y la transpiración invadió su frente:
—¡Basta! —gritó.
—¡No! ¡Mi secreto debe morir contigo!
—¡Socorro!¡Es el Cor…!
No pudo concluir: la espada del Corsario le atravesó el pecho, clavándole en la pared. Un chorro de sangre salió de sus labios, y cayó al suelo, quebrando el acero que lo sostenía al muro.
—¡Ése sé ha ido! —dijo Carmaux, burlón.
El Corsario tomó la espada del vencido, cogió el sombrero; tiró un doblón de oro sobre la mesa y salió con sus acompañantes sin que nadie osara detenerlos.
Cuando llegaron a la plaza, reinaba un profundo silencio, interrumpido únicamente por los pájaros que vigilaban las horcas.
Esta vez fue Moko quien inició las acciones. Astuto como sus serpientes, se deslizó en las sombras para eliminar a dos centinelas del palacio del gobernador.
El Corsario, oculto tras un tronco de palmera, le observaba admirado enfrentarse casi inerme a un hombre bien armado.
—¡El compadre tiene hígados! —dijo Carmaux.
Pronto el negro fue a reunírseles y los tres llegaron al centro de la plaza. En medio de los hombres descalzos que colgaban, había un ajusticiado que vestía de rojo y al que habían colocado entre los labios un pedazo de cigarro
—¡Malditos! —exclamó con horror el Corsario—. ¡Esto es lo último del desprecio!
El negro trepó a la horca, descolgó el cadáver y lo envolvió en la negra capa del Corsario.
—¡Adiós, valientes y desgraciados compañeros! ¡Los filibusteros vengarán sus muertes! —se despidió Carmaux.
—¡Entre Wan Guld y yo está la muerte! —sentenció el Corsario.
Rápidamente se alejaron del lugar.
Habían caminado tres o cuatro callejas desiertas, cuando Carmaux creyó ver sombras ocultas tras unas arcadas.
—¡Son los cinco vizcaínos! —dijo Carmaux—. Veo relucir sus navajas en los cinturones.
—¡Tú te encargas de los dos de la izquierda y yo de los tres de la derecha! —ordenó el Corsario—. Moko, tú, lleva el cadáver hasta el bosque.
Los vizcaínos avanzaban con sus navajas abiertas y las capas enrolladas en el brazo izquierdo.
—¿Qué es lo que quieren? —los frenó Carmaux.
—Satisfacer una curiosidad: saber quién es usted —dijo uno.
—¡Un hombre que mata a quien le incomoda! —contestó con fiereza el Corsario, y avanzó con la espada desnuda.
Los cinco vizcaínos esperaban la acometida de ambos filibusteros. Debían ser cinco valientes, para quienes los golpes más peligrosos no parecían serles desconocidos; el jabeque, que produce una afrentosa herida sobre el rostro, o el desjarretazo, que se da por detrás, bajo la última costilla, y que secciona la columna vertebral.
Los filibusteros atacaron con prudencia al percatarse de la peligrosidad de sus adversarios.
Los siete hombres luchaban con furor, pero sin lanzar un grito, atentos todos a parar y tirar tajos y estocadas. De pronto, el Corsario, al ver que un vizcaíno perdía pie, se lanzó a fondo y le tocó en el pecho. El hombre cayó sin un gemido.
Los vizcaínos no se atemorizaron y arremetieron buscando dar un desjarretazo. El Corsario respondía con viveza cuando su espada se embotó en el sarape de su adversario y saltó quebrada por la mitad.
—¡A mí, Carmaux! —gritó con rabia.
Carmaux no podía deshacerse de sus atacantes. El Corsario amartilló precipitadamente una pistola que llevaba al cinto. Entonces, desde la oscuridad, una sombra gigantesca cayó sobre los cuatro vizcaínos, descargando sobre ellos una lluvia de garrotazos, que los tiró por tierra con las cabezas rotas y las costillas hundidas: era Moko.
—¡Gracias, compadre! —gritó Carmaux—. ¡Qué granizada!
—¡Huyamos! —dijo el Corsario—. ¡Aquí ya no hay nada que hacer!
Iban a emprender la marcha, pero una patrulla se acercaba al lugar. Carmaux cedió su espada al Corsario y recogió una navaja vizcaína. Echaron a correr sigilosamente, precedidos por Moko; pero, a los pocos pasos, oyeron el andar cadencioso de otra patrulla.
—Vamos a vender caras nuestras vidas —susurró el Corsario—. Moko, tú llevarás a bordo el cadáver de mi hermano. Ponte a salvo con Wan Stiller.
—¡Volveré con refuerzos, señor!
—El negro salió corriendo. Pero como la calle estaba ocupada por ambas patrullas, se ocultó en un jardín.
Los ocho alabarderos de una de las patrullas disminuyeron su marcha.
—¡Despacio, muchachos! —dijo uno de ellos—. ¡Esos bribones deben andar cerca!
—El tabernero dijo que eran dos y nosotros somos ocho —comentó otro de los soldados.
—¡Adelante! —gritó el Corsario, con su espada en alto.
Sorprendidos, los alabarderos no supieron qué posición tomar. Cuando se repusieron, los filibusteros ya estaban lejos. —
—¡Deténganlos! ¡Deténganlos!
El Corsario y Carmaux corrían desesperados por calles y más calles, sin saber por dónde iban. El vecindario había despertado con los gritos y abría sus ventanas. La situación de los fugitivos se hacía desesperada.
—¡Truenos, capitán! —exclamó Carmaux—. Esto es una trampa. La calle no tiene salida.
Aún tenían tiempo para volverse; la patrulla estaba distante, pero el Corsario decidió hacerles perder el rastro con un poco de astucia.
—¡Carmaux! ¡Ábreme esta puerta!
Era una vivienda modesta, de dos pisos, construida parte con mampostería y parte con madera; en lo alto de la azotea tenía tiestos con flores.
Ambos filibusteros se apresuraron a entrar, cerrando la puerta tras ellos. Por la calle pasaban los soldados gritando.
A tientas se dirigieron a la escalera y llegaron al piso superior, donde Carmaux encendió una mecha de cañón.
Por una puerta entreabierta escapaba un ronquido. Carmaux ubicó una vela y la encendió; luego los filibusteros entraron.
Un viejo calvo y arrugado, de piel color ladrillo y barba de chivo, dormía allí, a pesar de la habitación iluminada.
El Corsario le cogió de un brazo y lo sacudió rudamente.
—Necesita que le disparen un cañonazo —dijo Carmaux.
A la tercera sacudida, el hombre despertó. Al divisar a los hombres armados exclamó:
—¡Muerto soy! —
—Nosotros no tenemos intenciones de hacerte daño si contestas nuestras preguntas.
—¿No son ladrones?
—Somos filibusteros de las Tortugas.
—¡Filibusteros! ¡No hay duda de que soy hombre muerto!
—¿Vives solo en esta casa?
—Solo, señor.
—Y en la vecindad, ¿quiénes viven?
—Honrados burgueses.
—¿A qué te dedicas?
—¡Soy un pobre viejo!
—¡Viejo zorro! —dijo Carmaux—. Tienes miedo de quedarte sin el dinero.
—¡Yo no tengo dinero, excelencia!
Carmaux se echó a reír:
—¡Tratas de excelencia a un filibustero! ¡Éste es el compadre más alegre que he visto!
—¡Acabemos! —gritó el Corsario al viejo—. ¿Qué haces?
—Soy notario.
—¡Bien! Nos alojaremos en esta casa hasta que nos pongamos en marcha. No te haremos daño. Pero cuídate de traicionarnos. ¡Ahora, levántate!
Mientras Carmaux amarraba al viejo, el Corsario abrió las ventanas para ver lo que sucedía. Los vecinos y la soldadesca estaban alborotados con los filibusteros e intercambiaban frases a gritos en la calleja.
—Ya llegará el día en que tendrán noticias mías —les respondió en voz baja el Corsario.
Entretanto, Carmaux, recordando que no habían tenido tiempo de comer la noche anterior, registraba la despensa.
—Señor —dijo Carmaux al Corsario—, mientras los españoles persiguen nuestra sombra, pruebe un trozo de este pescado, que es una magnífica tenca de lago, y de este pato silvestre. Después traeré algunas botellas de Jerez y Oporto que el notario guardaba para las grandes ocasiones.
El Corsario agradecido, se sentó a la mesa, pero le hizo muy poco honor a la comida. Estaba silencioso y triste, como siempre le vieron los filibusteros.
Por su parte, Carmaux no sólo se comió todo, sino que se bebió un par de botellas ante la desesperación del notario.
El Corsario volvió a la ventana. Media hora después, Carmaux lo vio entrar precipitadamente.
—¿Es de confianza el negro?
—¡Comandante! ¡Es un hombre fiel!
—¡Está rondando la calleja!
—Lo iré á buscar, comandante. Déme diez minutos.
El Corsario se encontraba muy inquieto cuando entraron Carmaux vestido de notario, el negro y Wan Stiller.
Rápidamente, Carmaux, que ya conocía lo sucedido, le relató al Corsario que el bosque estaba plagado de soldados, que el negro había dejado el cadáver en su choza y que, tras soltar a las serpientes, había regresado con Wan Stiller.
—La situación es grave, capitán —dijo Wan Stiller—, no creo que podamos volver a bordo de El Rayo.
El Corsario se paseaba de un punto a otro de la habitación, tratando de resolver el aprieto, pero no tuvo tiempo de seguir pensando: un sonoro golpe dado en la calle vibró en la escalera.
—¡Relámpagos! —exclamó Carmaux—. Alguien viene a buscar al notario.
—Algún cliente que quizás me haría ganar buen dinero —balbuceó el viejo.
—¡Cállate, charlatán!
—¡Carmaux! —dijo el Corsario, que había tomado una resolución—. Abre la puerta. Atas al importuno y lo traes para que le haga compañía al notario.
Al oír un tercer golpe que casi astilló la puerta, Carmaux bajó para abrirla. Un jovencito de dieciocho años, vestido señorialmente y con un elegante puñal, entró apresuradamente.
—¿Hacen esperar así a los clientes? ¡Condúzcame ante el notario! Se le había advertido que hoy debía casarme con la señorita Carmen de Vasconcelos. Por lo visto, se hace de rogar ese…!
Las manos del negro le cayeron de improviso sobre los hombros, y el joven, medio estrangulado por la presión, cayó de rodillas. Desarmado y atado, fue conducido al piso alto junto al notario.
—¿Quién es usted? —preguntó el Corsario.
—Uno de mis mejores clientes —dijo el notario.
—¡Cállate!
—Soy el hijo del juez de Maracaibo, don Alfonso de Convenxio. Ahora, espero que me explique usted el motivo de mi secuestro.
—Eso es inútil. Si no ocurren acontecimientos imprevistos, mañana quedará usted libre.
—¡Mañana! —exclamó el jovencito, asombrado—. ¡Hoy me caso con la hija del capitán Vasconcelos!
—Se casará mañana.
—¡Cuidado! Mi padre es amigo del gobernador y en Maracaibo hay soldados y cañones.
—¡No les temo! —le respondió el Corsario, y le volvió la espalda.
Carmaux y el negro habían logrado preparar rápidamente otra comida con una cecina ahumada y cierta especie de queso bastante picante, además del buen vino que a todos debía poner de buen humor. Sin embargo, no habían alcanzado a anunciar los manjares cuando oyeron llamar nuevamente a la puerta.
—¡Es un criado! —anunció Carmaux desde la ventana.
—¡Tráiganlo hasta acá! —roncó el Corsario, que intuyó que era el criado del jovencito.
El almuerzo, muy al contrario de lo previsto por Carmaux, estuvo poco alegre. Todos estaban inquietos. No podía pasar inadvertida la misteriosa desaparición del jovencito y su criado, y era de esperar nuevas visitas.
—¡Demonios! —exclamó Carmaux—. ¡Si esto continúa, vamos a hacer prisioneros a todos los habitantes de Maracaibo.
El Corsario y sus dos marineros discutieron varios proyectos de huida, pero ninguno parecía bueno. Los filibusteros, generalmente fecundos en astucias, se encontraban en aquel momento en un atolladero.
Hallábanse en esa perplejidad, dándole vueltas al asunto, cuando una tercera persona golpeó a la puerta del notario.
Desde la ventana, Carmaux vio que el que dejaba caer sin cesar el llamador de hierro no iba a dejar dominarse con la facilidad del jovencito y del criado.
—¡Ve, Carmaux! —le apuró el Corsario.
—¡Aquí, por lo visto, se necesita un cañón para que abran la puerta! —dijo el recién llegado.
Era un hombre de unos cuarenta años, arrogante, de alta estatura, de tipo varonil y altivo, ojos negrísimos y una espesa barba negra, que le daba cierto aspecto marcial. Vestía en forma elegante y llevaba botas largas con espuelas.
—¡Perdón, caballero! —dijo Carmaux—. Pero estábamos ocupadísimos.
—¿En qué? —preguntó el castellano.
—En curar al señor notario. Tiene mucha fiebre, señor.
—¡Llámame conde, tunante!
—Adelante, señor conde, no tenía el honor de conocerle.
—¡Vete al demonio! ¿Dónde está mi sobrino. —A una señal de Carmaux, el negro cayó sobre el visitante con la rapidez del rayo, pero éste, con una agilidad prodigiosa, lo esquivó, empujó a Carmaux y, sacando la espada, gritó:
—¡Hola! ¡Ladrones! ¡Canallas! ¡Voy a cortarles las orejas!
—¡Ríndase, señor! —le gritó el Corsario desde lo alto del corredor.
—¿A quién? ¿A un bandido que tiende un lazo para asesinar a traición a las personas?
—No: al caballero Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia.
—¿Ah? ¿Es usted un noble? Quisiera saber por qué trataba de hacerme asesinar por sus criados.
—Ésa es una suposición que usted ha hecho. Nadie quiere asesinarle, solamente retenerlo por algunos días como prisionero.
—¿Por qué razón?
—Para evitar que usted advierta a las autoridades de Maracaibo de mi presencia.
—Un noble con problemas! ¡No entiendo!
—¡Entréguese!
—¿Quién es usted?
—¡Debió haberlo adivinado! Somos filibusteros de las Tortugas. ¡Defiéndase; porque lo mataré!
—En ese caso, lo pondré muy pronto fuera de combate. ¡Usted no conoce el brazo del Conde de Lerma!
—Ni usted el del señor de Ventimiglia. ¡Defiéndase, conde!
—Sólo una pregunta: ¿Qué ha hecho usted con mi sobrino y su criado?
—Están presos juntamente con el notario. No se inquiete por ellos. Mañana estarán libres.
—¡Gracias, caballero!
Instantes después, sólo se oía en el corredor el ruido de los aceros. El castellano se batía de un modo admirable, como un espadachín valiente, pero pronto hubo de convencerse de que tenía por delante a un adversario de los más temibles. El Corsario realizaba un inteligente juego para cansar al enemigo. En vano, el castellano había procurado arrastrarle basta la escalera. De improviso, el Corsario se lanzó a fondo. Dio un golpe seco a la hoja del conde y la hizo caer al suelo.
Al verse desarmado, éste se puso pálido. La hoja de la espada del Corsario, que le amenazaba el pecho, se levantó.
—¡Es usted un valiente! —dijo el Corsario, saludándole—. Usted no quería ceder el arma: ahora yo me la tomo, pero le dejo la vida.
Un profundo asombro dominaba al castellano. No creía estar vivo aún.
—Mis compatriotas dicen que los filibusteros son hombres sin fe ni ley, dedicados sólo al robo en el mar; ahora puedo decir que entre ellos también hay valientes que, en lo que a caballerosidad se refiere, pueden dar punto y raya a los más cumplidos caballeros de Europa. Señor caballero, permítame estrechar su mano. ¡Gracias!
El Corsario se la estrechó cordialmente, y recogiendo la espada caída, se la alargó al conde.
—Conserve su arma, señor. A mí me basta con que me prometa usted no esgrimirla contra nosotros hasta mañana.
—¡Se lo prometo por mi honor, caballero.
—Ahora, por favor, déjese atar. Me disgusta recurrir a este extremo, pero no puedo hacer otra cosa.
—¡Haga usted lo que quiera!
Pronto la casa del notario se vio envuelta en una gran operación de fortificación. El negro llevó hasta el portal los muebles más pesados de la casa. Cajas, armarios y mesas quedaron obstruyendo la puerta. Además, los filibusteros levantaron una segunda barricada en la parte baja de la escalera.
Apenas habían terminado los preparativos de defensa, cuando Wan Stiller, que montaba guardia junto a los prisioneros, bajó corriendo la escalera.
—¡Comandante! —gritó—, los vecinos se están agrupando frente a la casa.
El Corsario no se inmutó. Wan Stiller había dicho la verdad. Alrededor de cincuenta personas señalaban la casa del notario.
—¡Va a suceder lo que me temía! —murmuró el Corsario—. Estaba escrito también que yo debía morir en Maracaibo. Pobres hermanos míos, muertos sin que pueda vengarlos! ¡Maldición! ¡Carmaux!
—¡Aquí estoy, comandante! —respondió el marino, al oírse llamar.
—¿Me habías dicho que habías encontrado municiones?
—Sí; un barrilito de pólvora como de ocho o diez libras, un arcabuz y municiones.
—Coloca el barril en el portal, detrás de la puerta, y ponle una mecha.
—¡Relámpagos! ¿Va a volar la casa? ¿Y los prisioneros?
—Peor para ellos si los soldados quieren prendernos. ¡Tenemos derecho a defendernos y lo haremos sin vacilar!
Por la calle avanzaba un pelotón de arcabuceros, perfectamente armados para el combate. Frente a la casa del notario, se colocaron en triple línea, con los arcabuces listos para hacer fuego.
—¡Abran, en nombre del gobernador! —gritó el teniente que comandaba el pelotón.
—¿Están ustedes dispuestos, mis valientes? —preguntó el Corsario.
—¡Sí, señor comandante! —contestaron Carmaux, Wan Stiller y el negro.
—¡Ustedes permanecerán conmigo, y tú, mi bravo africano, sube al piso alto y busca algún lugar que nos permita escapar por los tejados.
Dicho esto, abrió la ventana y preguntó:
—¿Qué es lo que desea, señor?
—¿Quién es usted? Yo pregunto por el notario.
—El notario no puede moverse. Yo contesto por él.
—Tengo orden de averiguar qué le ha pasado al señor don Pedro Convexio, a su criado y a su tío, el Conde de Lerma.
—Si le interesa saberlo, le digo que ellos están sanos y de muy buen humor.
—¡Mándelos usted bajar!
—¡Señor, eso es imposible! —contestó el Corsario.
—¡Obedezca! ¡O haré derribar la puerta!
—¡Hágalo! Pero le advierto que hay un barril de pólvora detrás de la puerta. Al primer intento que usted haga para forzarla, pondré fuego a la mecha y volará la casa con todos sus ocupantes.
—¿Pero, quién es usted? —gritó frenético el teniente.
—Un hombre que no quiere ser molestado —respondió con calma el Corsario.
—¡Un loco!
—¡Tan loco como usted!
—¡Eso es un insulto! ¡Concluyamos! ¡La broma ha durado demasiado!
—¿Lo quiere usted? ¡Eh, Carmaux; anda a poner fuego a la pólvora!
Al oír la terrible amenaza, los vecinos corrieron a ponerse a salvo; otros entraban en sus casas para rescatar sus objetos de más valor. Hasta los soldados retrocedieron.
—¡Deténgase, señor! —gritó el teniente— ¡Está usted loco!
—¡Déjeme usted en paz! Retire a la tropa.
En aquel momento se acercó al teniente un hombre con una venda ensangrentada en la cabeza; caminaba como si llevara una pierna muy herida. Carmaux se estremeció.
—¡Comandante, nos delataron! Ése es uno de los vizcaínos que nos acometieron.
—¡Señor teniente, que no se le escape! ¡Es uno de los filibusteros!
Un grito, no de espanto, sino que de furor, estalló por todas partes. Le siguieron un disparo y un gemido doloroso.
A una señal del Corsario, Carmaux había levantado el mosquete y con admirable puntería tumbó al vizcaíno.
—¡Quémenlos vivos! —gritaban algunos.
—¡Ahórquenlos en la plaza! —pedían otros.
—Son las seis de la tarde, señor —gritó el Corsario al teniente—. Mientras usted decide qué hacer, voy a tomar un bocado con el Conde de Lerma y su sobrino y beberé un vaso por usted antes de que vuele la casa.
—¿Qué vamos a hacer, capitán? preguntó Carmaux, asombrado.
—¡Quiá! ¡Nuestra última hora está más lejos que nunca! Cuando llegue la noche, ese barrilito de pólvora hará maravillas.
Entró en la habitación y sin más explicaciones cortó las amarras del Conde de Lerma y su sobrino, a quienes invitó a compartir la improvisada comida y a mantener la promesa de no intervenir en el asunto.
—¿Qué hacen mis compatriotas? He oído un vocerío ensordecedor —preguntó el conde.
—Por ahora, se limitan a sitiarnos.
—Lamento decírselo, pero el asedio continuará, y tarde o temprano tendrá usted que rendirse. Y le aseguro que sería un disgusto para mí ver a un hombre amable y valiente como usted en manos del gobernador. ¡El no perdona a los filibusteros!
—¡No me cogerá! Es preciso que arregle cuentas con el flamenco.
—¿Lo conoce usted?
—Ha sido un hombre fatal para mi familia, y si me he hecho filibustero, a él se lo debo. Pero no hablemos de esto, me lleno de odio y me vuelvo triste. ¡Beba usted, conde!
La comida terminó en silencio, sin que nada la interrumpiera. Los soldados, a pesar de sus ganas de quemar vivos a los filibusteros, no habían tomado ninguna determinación. No les faltaba el valor, ni los espantaba el barril de pólvora, pero temían por el Conde de Lerma y su sobrino, dos personas muy respetables en la ciudad.
Al caer la noche, Carmaux vio llegar más soldados a la calleja. Rápidamente llamaron al negro, quien había logrado hundir una parte del techo haciendo un, boquete de escape.
En aquel momento sonó una descarga y la casa se estremeció. Las balas horadaron las murallas y el techo.
—Les he prometido la vida —dijo el Corsario al conde y a su sobrino—, y suceda lo que quiera, sostendré mi palabra, pero ustedes deben jurar que no se rebelarán.
—Hable usted, caballero —dijo el conde—. Siento mucho que los asaltantes sean mis compatriotas. Si no lo fuesen, le aseguro que tendría el placer de combatir a su lado.
—Tienen ustedes que seguirme si no quieren volar.
—¿Cómo? ¿Van a volar mi casa? ¿Quieren arruinarme?
—¡Cállate, avaro —gritó Carmaux—. ¡Que te indemnice el gobernador!
En la calle sonó otra descarga. —
—¡Carmaux, la mecha! ¡Adelante, hombres del mar! —gritó el Corsario.
Ya en el desván, el africano, mostró el boquete. El Corsario entró por él y salió al tejado. Cuatro tejados más adelante, se veía un muro al lado de una palmera.
—¿Por allí debemos descender?
—Sí, patrón —respondió el negro.
—¿Se podrá salir por el jardín?
—¡Eso espero!
—¡Pronto! —gritó Carmaux—. ¡La casa se va a hundir bajo nuestros pies!
—¡Estoy arruinado! —exclamó el notario.
A pesar de tener que llevar en vilo al notario, que no podía moverse de espanto, los filibusteros llegaron en pocos instantes al borde del último tejado, junto a la palmera. Había allí un jardín que parecía prolongarse en dirección del campo.
—Yo conozco este jardín —dijo el conde—. Pertenece a mi amigo Morales.
—¡Bajemos pronto! —apuró Carmaux—. ¡La explosión puede lanzarnos al vacío!
Apenas había terminado de decir esto, cuando se vio brillar un enorme relámpago, al cual siguió un horroroso estampido. Inmediatamente cayeron sobre ellos trozos de maderas, muebles deshechos, pedazos de tela ardiendo.
—¿Están todos vivos? —preguntó el Corsario.
—Eso creo —respondió Wan Stiller.
Pero el notario yacía desvanecido y hubo que arrastrarlo, para evitar que muriera abrasado tras el incendio de su casa.
Ya caminaban hacia el muro que cercaba el jardín, cuando unos hombres armados de arcabuces se lanzaron fuera de la espesura gritando:
—¡Quietos, o hacemos fuego!
El Corsario empuñó la espada con la diestra y con la otra mano se quitó la pistola del cinto, dispuesto a abrirse paso; el conde lo detuvo con un gesto y adelantándose gritó:
—¡Cómo! ¿Acaso no conocen a los amigos de su amo?
—¡El señor Conde de Lerma! —exclamaron atónitos.
—Perdone usted, señor conde —dijo uno de los criados—; hemos oído una detonación espantosa, y como sabíamos que los soldados cercaban en la vecindad a unos corsarios, hemos acudido para impedirles la fuga.
—Los filibusteros han escapado ya; por lo tanto, ustedes pueden regresar. ¿No hay alguna puerta en la tapia del jardín?
—Sí, señor conde.
—Pues, ábranla, para que mis amigos y yo podamos salir.
El conde guió a los filibusteros unos doscientos pasos fuera del jardín.
—Caballero —dijo luego, deteniéndose—; usted me ha concedido la vida y yo me felicito de haberle podido prestar este pequeño servicio. Hombres tan valerosos como usted no deben morir en la horca y le aseguro que no habría perdonado al gobernador si usted hubiese caído en sus manos. ¡Vuelva usted en seguida a bordo de su buque!
—Gracias, Conde —contestó el Corsario.
Los dos nobles se estrecharon las manos cordialmente y se separaron quitándose el sombrero.
—Ése es un hombre de una pieza —dijo Carmaux—. Si volvemos a Maracaibo, no dejaré de ir a buscarle. Se detuvieron unos cuantos minutos a la sombra de un gigantesco simaruba. Cuando estuvieron ciertos de que ningún español exploraba la campiña, avanzaron a escape, siempre bajo los árboles.
Cuando llegaron a la cabaña encontraron al prisionero gemebundo.
—¿Quieren ustedes hacerme morir de hambre? Prefiero que me ahorquen en seguida.
—¿Ha venido alguien a rondar por estos sitios? —le preguntó el Corsario.
—Señor, yo no he visto más que vampiros.
—¡Anda! ¡Recoge el cadáver de mi hermano! —dijo el Corsario dirigiéndose al negro.
Luego, se volvió hacia el prisionero y le cortó las ligaduras.
—Eres libre, porque el Corsario Negro cuando promete algo lo cumple. Pero debes jurarme que cuando llegues a Maracaibo, irás donde el gobernador y le dirás que he jurado por el mar, Dios y el Infierno, que le mataré a él y a todo el que lleve el nombre de Wan Guld. Ahora, ¡vete, y no vuelvas!
—¡Gracias, señor! —dijo el español, escapando con verdadero miedo.
El Corsario se volvió a sus acompañantes:
—¡Andando: el tiempo apremia! —apuró.